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—Vamos, no digas niñerías —se enojó el león—. Si yo por mí mismo puedo matar a un montón de
hombres. ¡Ojalá viniera uno contra nosotros!
Fueron caminando más hacia allá y encontraron en su camino a un anciano, pero tan anciano que apenas
podía andar.
Siguieron caminando hasta encontrarse en un tupido bosque. Mientras lo atravesaban, se toparon con un
joven leñador.
—Oye tú: me dice mi amigo el lobo que tú, el hombre, podrías vencernos a nosotros conjuntamente. ¿Qué
clases de armas tienes?
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó el leñador—. Yo no tengo otra cosa que mi hacha… y también tengo mi
inteligencia…
—Es que la olvidé en mi casa esta mañana cuando salía —respondió el leñador.
—No importa. Amigo lobo: vete a casa del leñador y tráele su inteligencia.
El leñador escribió en un papel un mensaje a su esposa, en el que pedía que colgara del cuello del lobo
una piedra del tamaño de un repollo.
Y el lobo voló al valle, a casa del leñador, mientras que el jabalí y el león cuidaban de él como si fuera la
niña de sus ojos. Pero pasaron dos, tres, cuatro horas, y el lobo no volvía con la inteligencia del leñador.
Es que cuando el tonto del lobo permitió que la mujer del leñador le atara semejante piedra al cuello, se
quedó sin poder moverse, y esto fue aprovechado por la gente del pueblo, que dio buena cuenta del lobo.
A todo esto, el leñador sintió hambre, y tomando pan y tocino, empezó a comer con gusto.
—Caramba —se admiró el león—; qué bien huelo eso. ¿Qué es?
Apenas se hubo enterado el león, saltó sobre el jabalí confiado y le hizo trizas.
—¡Tente! —le gritó el hombre—. No lo comas así. Si quieres tocino de jabalí, debes separarlo.
—Tienes razón —le respondió el león—, esto no tiene gusto, con pelos y todo… Córtalo tú que tienes
cuchillo. Pero será mejor que me ates a un árbol, pues no quiero sucumbir a la tentación de comérmelo
todo de golpe.
El leñador no esperó a que el león se lo dijera otra vez y le dejó bien atadito al tronco de un árbol.
Le preguntó entonces al león:
El león juntó todas sus fuerzas y las fuertes cuerdas se rompieron en mil pedazos.
Pero por más que se esforzara, el león no podía romper las cadenas de hierro.
—¿Ves, león, cómo la inteligencia es un arma mucho más fuerte que tus garras? El lobo fue muerto en el
pueblo; por eso no volvía. El jabalí fue muerto por ti mismo, a instigación mía; y ahora tú mismo mueres,
atado por mi inteligencia, que te redujo a lo nulo.
Y dicho esto, le cortó la cabeza con su afilada hacha. El leñador demostró que era cierto que «más vale
maña que fuerza».
3.-