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CPC.

- 2010
FICHA DE CÁTEDRA N ° 2:
Jacques Maritain (1882 – 1973)

Jacques
Maritain
(1882-1973)
La vida de este autor, como en tantos otros casos, influye
fuertísimamente en su obra.
Nace en París, en un ambiente de racionalismo liberal y protestantismo laxo. Él
dice: “Fui instruido durante mi infancia en el protestantismo liberal. Después conocí los
diversos aspectos del pensamiento laico reinante en la vida pública francesa”. Ya en su
adolescencia se separa de estas ideas y adhiere al socialismo, leyendo con entusiasmo
artículos de Jaurés y llega a decir “Seré socialista y viviré para la revolución”.
Conservará siempre su ideal por la causa de los pobres y de rechazo de las injusticias
sociales.
Comienza sus estudios universitarios en la Sorbona, donde predomina el
positivismo y el mecanicismo materialista. Tiene como profesores a Durkheim y a Lévy
– Bruhl. Termina creyéndose ateo o totalmente agnóstico.
En 1901 conoce a Raïsa Oumansoff (de origen judío y nacida en Rusia), a quien
pide colaboración para un escrito de protesta contra la persecución de los socialistas en
Rusia. Entablan una estrecha amistad ya que comparten la misma angustia existencial y
ansias de liberación “del relativismo de los sabios y del escepticismo de los filósofos”.
Conocen a Psichari y Péguy, dos fervientes convertidos, cuya amistad dura hasta la
muerte de ambos (1914). Asisten a un curso de Bergson, que enseñaba en el colegio de
Francia, quien les abre al optimismo, pues aseguraba que “somos capaces de conocer lo
real y por la intuición alcanzábamos lo Absoluto”. Raisa comenta que Bergson “a través
de una crítica maravillosamente penetrante, disipaba los prejuicios antimetafísicos del
positivismo pseudo científico y devolvía al espíritu su función real, su esencial
libertad”.
Jacques y Raisa se casan en 1904. Leen La mujer pobre de Léon Bloy y visitan a
éste frecuentemente, quien les va abriendo la mente y el corazón para su posterior
conversión, después de haber leído el Catecismo espiritual del P. Surin. En 1906 piden
el bautismo. En 1909 y 1910 comienzan a leer a Santo Tomás, concretamente la Suma
teológica. Se produce entonces como una segunda conversión. Encuentran en esta
doctrina lo que buscaban con tanta pasión. Así lo expresa Maritain: “Yo, que había
recorrido con tanta pasión las doctrinas de los filósofos modernos y no había encontrado
más que decepción e incertidumbres, experimenté entonces como una iluminación de la
razón; mi vocación filosófica me volvía plenamente”. “Considero a la filosofía tomista
como una filosofía viva y actual y de un poder tanto más grande para la conquista de
nuevos campos de investigación cuanto que sus principios son más firmes y más
orgánicamente construidos” (En Confesión de fe, en La filosofía de la Ciudad”, 1960).
Se trasladan a EEUU en 1939 al estallar la Segunda Guerra Mundial, por el
problema étnico de su esposa. Regresan a París en 1960, donde muere Raisa. Él se retira
a un convento de dominicos, y profesa en la congregación de los Hermanitos de Jesús,
que vivían en el mismo convento y a quienes les daba clases de filosofía. Muere el 29
de abril de 1973, a los 91 años.

Algunas de sus innumerables obras:


Arte y Escolástica (1920); Tres reformadores: Lutero, Descartes y Rousseau
(1925); Los derechos del hombre y la ley natural (1942); La persona y el bien común
(1947); Para una filosofía de la educación (1947); La educación en este momento
crucial (1943); Los derechos del hombre y la ley natural (1942); El hombre y el Estado
(edic. española 1963); Filosofía moral (edic. española 1966).

Principales conceptos filosóficos:

Su teoría filosófica, en cuanto interesa a la ciencia de la educación, se puede


considerar como personalista. Afirma la subsistencia del hombre, independiente frente
a las cosas (contra cualquier tipo de panteísmo viejo o nuevo) pero no hace de éste el
fundamento último de las cosas. El hombre es, para Maritain, una persona, no sólo un
individuo aislado. Está vinculado a Dios y a las cosas. Su pensamiento se puede llamar
humanismo cristiano (junto a Marcel, también discípulo de Bergson) (Hay también
otros humanismos, como el marxista).

Filosofía cristiana: A partir de la lectura de Santo Tomás en 1910 Maritain se


dedica a conocer y dar a conocer esta doctrina. La llamó la filosofía cristiana no sólo
porque la recomienda la Iglesia como enteramente acorde con las verdades de fe, sino
también porque es una sabiduría humana, un saber demostrado como verdadero por la
razón natural. Entiende a esta sabiduría como amor y estudio del saber porque la
considera culminando en la metafísica, que integra y coordina las demás ramas
particulares de la filosofía del ser y subordina a sus principios todas las ciencias
empíricas.

Realismo: Presenta la noción tomista de verdad como la adecuación de la mente


con las cosas, pues la mente no se conforma con alguna imagen o modelo preexistente
en la conciencia o formado en ella, sino con el objeto exterior. Considera que el
conocimiento es un hacerse intencionalmente o de un modo inmaterial con la cosa
conocida. Y el acto de juicio, en que se formaliza la verdad, expresa la identidad de la
forma con la cosa existente. “Esa rosa es roja” significa que la rojez está en esa rosa.
Nuestras ideas “no se resuelven en Dios, como creía Descartes, sino en las cosas”. Y el
resultado de este realismo inteligible es “el retorno a lo real y al absoluto por las vías de
la inteligencia, por el primado del espíritu”.
Ética: Trata de rescatar todo lo que hay de verdadero en cada sistema ético. Pero
considera que, en cualquier caso, hay que recurrir a la metafísica y sus principios para
establecer y justificar la validez objetiva, real de las normas y de los valores morales.
Los fundamentos de una moral auténtica se encuentran en la metafísica. Todo el orden
moral está anclado en la naturaleza y en las relaciones esenciales de las cosas, en el bien
objetivo y, en definitiva, en Dios, creador del hombre y de sus leyes. El concepto
primero y fundamental de la moralidad es el de bien, equivalente al concepto
trascendental del ser y fundado en él. El bien moral, propio del hombre, está en la
plenitud o perfección ontológica de su ser alcanzado por la acción libre. Se concreta en
el objeto bueno presentado por la razón, y este objeto del bien racional, al que todos los
actos libres deben tender como voluntades de amor al bien proporcionado, constituye la
característica de la ética tomista como una moral objetivista: moral del amor antes que
moral del deber y obligación. “La bondad o la rectitud de la acción moral, depende de la
bondad del objeto”.

TEXTOS
(Tomados de La educación en este momento crucial, Desclée de Brouwer,
1965).

El objeto de la educación no es seguramente dar forma a esa abstracción


platónica que es el hombre en sí mismo; sino formar a un niño determinado
perteneciente a una nación tal, a un medio social tal y a un momento histórico. Sin
embargo, antes de ser un niño del siglo XX, un niño de América o un niño de Europa,
un niño inteligente o retardado, este niño es un hijo del hombre. Antes de ser un hombre
civilizado –y creo que lo soy-, antes que francés formado en los círculos intelectuales de
París, soy hombre. Sí es verdad, por otro lado, que nuestro primer deber, según unas
profundas palabras que no son de Nieztche sino de Píndaro, es llegar a ser un hombre.
De modo que la primera finalidad de la educación es formar al hombre, o más bien
guiar el desenvolvimiento dinámico por el que el hombre se forma a sí mismo y llega a
ser un hombre. Por eso hubiera podido intitular estas páginas: la educación del hombre.
El hombre no es sólo un animal de naturaleza, como el oso o la alondra. Es
también un animal de cultura, y su especie no puede subsistir sino mediante el
desenvolvimiento de la sociedad y de la civilización; es un animal histórico; de ahí la
multiplicidad de tipos culturales o ético – históricos que se distinguen en la humanidad;
de ahí asimismo la importancia de la educación. Precisamente por estar dotado de un
poder de conocer que es ilimitado y que no obstante debe avanzar paso a paso, no puede
el hombre progresar en su propia vida específica, intelectual y moralmente a la vez, sino
a condición de ser auxiliado por la experiencia colectiva que las generaciones pasadas
han acumulado y conservado, y por una transmisión regular de los conocimientos
adquiridos. Para conseguir esta libertad en la que se determina a sí mismo y para la cual
fue hecho, tiene el hombre necesidad de una disciplina y de una tradición que cargan
pesadamente sobre él, y a la vez le fortalecen hasta el punto de hacerlo capaz de luchar
contra ellas –cosa que enriquecerá esa misma tradición-, y la tradición enriquecida hará
posibles nuevos combates, y así sucesivamente (págs. 11-12).
La educación es un arte, y un arte particularmente difícil. No obstante pertenece
por su misma naturaleza a los dominios de la moral y de la sabiduría práctica. La
educación es un arte moral (o más bien una sabiduría práctica en la que va incorporado
un arte determinado). Y sabido es que cualquier arte es un impulso dinámico hacia un
objeto que realizar, y que es el fin de este arte. No hay arte sin finalidad, la misma
vitalidad del arte es la energía con que tiende hacia su fin, sin detenerse en ningún punto
intermediario.
Y aquí tenemos ya desde el principio los dos grandes errores contra los cuales
debe luchar la educación. El primero es el olvido o ignorancia de los fines. Si los
medios son buscados y cultivados por amor de su propia perfección, y no solamente
como medios, luego dejan de conducir al fin, y el arte pierde su virtud práctica; su vital
eficacia es reemplazada por un proceso de multiplicación al infinito, al desarrollarse
cada medio para sí mismo y al ir ocupando por su propia cuenta un campo cada vez más
extenso. Esta supremacía de los medios sobre el fin, y la ausencia que de ahí se sigue de
toda finalidad concreta y de toda eficacia real parecen ser el principal reproche que se
pueda hacer a la educación contemporánea. Sus medios no son malos; al contrario, son
generalmente mejores que los de la antigua pedagogía. La desgracia está en que son tan
buenos que hacen que se pierda de vista el fin. De ahí la sorprendente inconsistencia de
la educación actual, consistencia y debilidad que radica en nuestro exagerado afán por
la perfección de nuestros medios y métodos de educación y en nuestra impotencia en
hacer que sirvan a su fin. El niño está tan bien encuadrado en los tests y tan bien
observado; sus necesidades tan bien detalladas; su psicología tan perfectamente
estudiada; los métodos para hacerle fáciles todas las cosas tan perfeccionados, que el fin
de tan apreciables mejoras corre riesgo de quedar relegado al olvido o de ser mal
comprendido. De parecida manera, la moderna medicina queda a veces comprometida
por la misma excelencia de sus medios: por ejemplo, cuando un doctor examina tan
detalladamente en su laboratorio las reacciones del paciente, que acaba por perder de
vista su curación; y mientras tanto el enfermo se muere, por haber sido tan bien cuidado,
o mejor dicho analizado. El perfeccionamiento científico de los medios y de los
métodos pedagógicos en sí mismo un evidente progreso; pero cuanto más importancia
va adquiriendo, tanto mayor necesidad hay de que simultáneamente vaya creciendo la
sabiduría práctica y el impulso dinámico hacia el fin que se persigue. (págs. 14 – 15).

Desde el solo punto de vista filosófico, la noción principal sobre la que nos
importa insistir aquí es la noción de persona. El hombre es una persona que se gobierna
a sí misma por su inteligencia y su voluntad. El hombre no existe simplemente como ser
físico. Posee en sí una existencia más rica y más noble, la sobre existencia espiritual
propia del conocimiento y del amor. Es de esta suerte, y en cierto modo un todo, y no
solamente una parte; es un universo en sí mismo, un microcosmo que, merced ad
conocimiento, abarca el gran universo en toda su extensión; y merced al amor puede
darse libremente a otros seres que son para él como otros él. Y es claro que en el mundo
físico no existen semejantes relaciones, ni cosa parecida.
Si buscamos la causa y la raíz primaria de todas estas cosas, fuerza nos será
reconocer la plena realidad filosófica de esta idea del alma, de tan múltiples
connotaciones, que Aristóteles describía como el primer principio de la vida en todo
organismo y la veía dotada en el hombre de una inteligencia supramaterial, y que el
cristianismo ha revelado como el lugar de la inhabitación de Dios y como hecha para la
vida eterna. En la carne y en los huesos del hombre existe un alma que es un espíritu y
que vale más que todo el universo físico. Por mucho que dependa de los menores
accidentes de la materia, la persona humana existe en virtud de la existencia de su alma,
que domina al tiempo y a la muerte. El espíritu es la raíz de la personalidad.
La noción de personalidad implica la de totalidad y la de independencia. Decir
que un hombre es una persona, equivale a decir que, en la profundidad de su ser, es más
bien un todo que una parte, antes independiente que siervo. Este misterio de nuestra
naturaleza es lo que quiere designar el pensamiento religioso cuando enseña que la
persona humana está hecha a imagen de Dios. Una persona está revestida de una
dignidad absoluta por estar en relación directa con el reino del ser, de la verdad, de la
bondad, de la belleza, y con Dios; y solamente por ese camino le es dado llegar a su
acabamiento total. Su patria espiritual consiste en el orden entero de las cosas que
poseen valor absoluto, y que, reflejando en cierto modo un absoluto divino superior al
mundo, encierran en sí la capacidad de arrastrar hacia este absoluto. (págs. 18 – 19).

La educación por la vara es positivamente una mala educación. Si, llevado de la


afición a la paradoja, fuera yo a decir alguna cosa en su defensa, quisiera observar
solamente que tal mètodo ha podido producir de hecho algunas fuertes personalidades,
porque es difícil matar el principio interno de espontaneidad en los seres vivientes, y
porque este principio se desarrolla a veces con mayor energíua cuando reacciona y se
revuelve contra la violencia, el temor y el castigo, que cuando todo se le presenta fácil,
endulzado, fluido y psicotécnicamente acomodado. Es un hecho bien curioso el que sea
posible preguntarse si una educación que se pliega enteramente a la soberanía del niño y
que suprime todo obstáculo que vencer no llega a este resultado: hacer estudiantes a la
vez indiferentes y demasiado dóciles, demasiado pasivos y plegados a toda palabra que
salga de la boca del maestro. Sea lo que fuere de esta cuestión, la verdad es que la vara
y el látigo son malos instrumentos de educación, y que por cualquier pedagogía que
considere al maestro como principal agente pervierte la naturaleza misma de la obra
educativa.

El verdadero mérito de la pedagogía moderna, desde Pestalozzi, Rousseau y


Kant, ha sido el haber descubierto esa verdad fundamental: que el agente principal y el
primer factor dinámico no es el arte del maestro, sino el principio interno de actividad,
el interior dinamismo de la naturaleza y del espíritu. Si en este lugar dispusiéramos de
holgura, fácil nos sería demostrar a este propósito que el andar tras de una nueva
inspiración y de nuevos métodos, en que tanto insisten la educación progresiva y lo que
en Europa se llama “la escuela activa”, es cosa que debería ser estimulada, ayudada y
amplificada, a condición de que esa educación progresiva abandone sus prejuicios de un
racionalismo caduco y su utópica filosofía de la vida, y que no olvide que el maestro es
también causa eficiente y un agente real, aunque auxiliar solamente y cooperador de la
naturaleza; que el maestro es una causa que da en verdad, y cuyo propio dinamismo,
autoridad moral y positiva dirección son indispensables. Si este aspecto complementario
es echado en el olvido, los mejores esfuerzos nacidos del culto y veneración por la
libertad del niño se esfumarán en el aire.
La libertad del niño no es la espontaneidad de la naturaleza animal que desde el
principio avanza en línea recta dentro del camino determinado del instinto (al menos así
es como concebimos de ordinario el instinto animal, si bien la realidad es que hay en él
cierto primer período de fijación progresiva). La libertad del niño es la espontaneidad de
una naturaleza humana y racional; y esta espontaneidad, notablemente indeterminada,
no tiene su principio interior de determinación final sino en la razón, que en el niño no
está aún desarrollada.
Plástica y sugestible, la libertad del niño es perjudicada y malgastada al azar si
no se la ayuda y dirige. Una educación que dejara al niño la responsabilidad de adquirir
informaciones sobre asuntos en lo que no sabe que es ignorante, que se contentara con
contemplar el desarrollo de los instintos del niño, y que redujera al maestro a mero
asistente dócil y superfluo, sería simplemente la bancarrota de la educación y de las
responsabilidades de los adultos para con la juventud. El derecho del niño a ser
educado requiere que el educador posea autoridad moral sobre él: y esta autoridad no es
otra cosa que el deber del adulto para con la libertad del niño (págs.45 - 47).

El intelectualismo reviste dos formas principales: la primera pone la máxima


perfección de la educación en la pura habilidad dialéctica o retórica; tal era el caso de la
pedagogía clásica, particularmente en la época “burguesa”, cuando la educación era un
privilegio de las clases elevadas.
Una segunda forma de intelectualismo, éste moderno, abandona los valores
universales e insiste en las funciones prácticas y obreras de la inteligencia. Busca la
suprema realización y la máxima perfección de la educación en la especialización
científica y técnica.
Indudablemente la especialización es cada día más necesaria en razón de la
organización técnica de la vida moderna; debería no obstante ser compensada, sobre
todo en los años de la juventud, por una formación general tanto más vigorosa. Si
recordamos que el animal es un especialista, y especialista perfecto, ya que toda su
capacidad de conocer está limitada a ejecutar una función determinadísima, habremos
de concluir que un programa de educación que aspirase sólo a formar especialistas cada
vez más perfectos en dominios cada vez más especializados, e incapaces de dar un
juicio sobre un asunto cualquier que esté fuera de la materia de su especialización,
conduciría a no dudarlo, a una animalización progresiva del espíritu y de la vida
humana. Finalmente, así como la vida de las abejas consiste en producir miel, de igual
modo la vida real del hombre se reduciría a producir, bien fijo cada uno en su alvéolo,
valores económicos y descubrimientos científicos, mientras que algún trivial placer o
alguna diversión social ocuparía sus horas de ocio, y un vago sentimiento religioso,
vacío de todo contenido de pensamiento y de realidad, haría su existencia un poco
menos árida, acaso un poco más dramática y algo más estimulante, como en un plácido
ensueño. El culto de la especialización deshumaniza la vida humana.
Felizmente, en ninguna parte del mundo se ha establecido sistema alguno de
educación sobre esta única base. Más en todas partes existe pronunciada tendencia hacia
tal concepto de la educación y en consecuencia, de una filosofía de la vida más o menos
conscientemente aceptada. Esto mismo representa un gran peligro para las democracias,
porque el ideal democrático exige, más que ningún otro, fe en las energías espirituales y
en el desenvolvimiento de estas energías, cuyos dominios están muy por encima de toda
especialización, y porque una total división del espíritu humano y de las humanas
actividades en compartimientos especializados haría imposible cualquier “gobierno del
pueblo por el pueblo y para el pueblo”. ¿Cómo sería capaz el hombre común, el
common man, de juzgar del bien del pueblo, si no se sintiera con capacidad suficient3e
para formar un juicio sino en el campo de su propia competencia profesional? La
actividad política y el juicio político sólo sería posible a expertos especializados en este
dominio, especie de tecnocracia de Estado, que bien poco felices perspectivas ofrece al
bien del pueblo ni a la libertad. En cuanto a la educación –completada por las reglas
imperativas de algún sistema de orientación profesional-, quedaría reducida al proceso
de diferenciación de las abejas en la colmena humana. En realidad la concepción
democrática de la vida exige primordialmente una educación liberal para todos y un
desarrollo humanista general en el conjunto de la sociedad. Aun en lo que se refiere al
éxito de las actividades industriales, la natural ingeniosidad del hombre fortalecida por
una educación que libere y ensanche el espíritu, es de mayor importancia que la
especialización técnica, porque de estos libres recursos de la inteligencia humana surge
naturalmente en los jefes de empresa, como en los obreros, la posibilidad de adaptarse a
las nuevas circunstancias y dominarlas (págs. 30 – 32).

He hablado de las aspiraciones de la persona humana a la libertad, y ante todo a


la libertad interior y espiritual. La segunda forma esencial de este anhelo es el deseo de
la libertad exteriormente manifestada; y tal libertad va unida a la vida social y toca a las
raíces de ésta. Porque la sociedad es “natural” al hombre en un sentido que se refiere no
solamente a su naturaleza animal o instintiva, sino a su naturaleza humana, es decir a la
razón y a la libertad. Si el hombre es animal naturalmente político, esto quiere decir que
la sociedad, exigida por la naturaleza, se realiza y cumple mediante el libre
consentimiento, y que la persona humana exige las comunicaciones de la vida social en
razón de la largueza y generosidad propias de la inteligencia y del amor, así como en
razón de las necesidades de un individuo que viene al mundo desprovisto de todo. Así
es cómo la vida social tiende a emancipar al hombre de la servidumbre de la naturaleza
material. Esa vida social subordina el individuo al bien común, mas de tal suerte que el
bien común revierte y se distribuye entre las personas individuales, y gozan éstas de
aquella libertad de expansión e independencia que aseguran las garantías económicas
del trabajo y de la propiedad, los derechos políticos, las virtudes cívicas y la cultura del
espíritu.
Es pues evidente que la educación del hombre debe tener la preocupación del
grupo social y preparar al niño a desempeñar en él su papel correspondiente. Formar al
hombre para que lleve una vida normal útil y de sacrificio en la comunidad, o, dicho de
otro modo, guiar el desenvolvimiento de la persona humana en la esfera social,
despertando y fortaleciendo el sentido de su libertad así como el de sus obligaciones y
de sus responsabilidades; todo esto constituye un objetivo esencial de la educación. Mas
no es éste el primero sino el segundo de sus fines esenciales. El fin primario de la
educación concierne a la persona humana en su vida personal y en su progreso
espiritual, no en sus relaciones con el medio social. Además, en lo que se refiere al fin
secundario de que estoy hablando jamás debemos echar en olvido que la misma libertad
personal está en el centro y corazón de la vida social, y que una sociedad humana es en
realidad un conjunto de libertades humanas que aceptan la obediencia y el sacrificio y
una ley común para el bien común, en forma de hacer a estas libertades personales
capaces de conseguir en cada individuo un acabamiento verdaderamente humano. El
hombre y el grupo van juntos el uno con el otro, y se sobrepujan el uno al otro desde
diferentes puntos de vista. El hombre se encuentra a sí mismo al subordinarse al grupo,
y el grupo sólo consigue su fin cuando se pone al servicio del hombre y cuando
comprende que el hombre tiene secretos y una vocación de que el grupo carece. (págs.
25 – 26).

(De: El hombre y el Estado, Madrid, Ed. Encuentro, 1983)


La educación depende ante todo de la familia. Pues el fin de la familia no es sólo
el de engendrar nuevos seres vivos (las promiscuidad bastaría para ello), sino el de
engendrarlos como a hijos de hombres y criarlos tanto espiritual como físicamente. Bajo
la diversidad de las formas y costumbres particulares, siempre y en todas partes han
tenido los hombres conciencia de esta exigencia de la ley natural. La función de la
Escuela y la del Estado en materia de educación no son, así, más que funciones
auxiliares en relación con el grupo familiar –funciones auxiliares, por otra parte
normales, pues el grupo familiar es incapaz de suministrar a la juventud todo el conjun
to de conocimientos necesarios para la formación de un hombre en la vida civilizada-=
El punto que desearía aclarar es que, al ejercer esta función auxiliar normal, la Escuela y
el Eatado tienen, no sólo que desarrollar en los futuros ciudadanos los conocimientos, el
saber y la sabiduría que responden al ideal de la “educación liberal para todos”, sino
también que alimentar en ellos esa adhesión auténtica y razonada a la carta democrática
que se requiere para la unidad misma del cuerpo político (pág. 138).

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