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TEATRO LATINOAMERICANO

a fines del siglo XX

Magaly Muguercia
2008
ÍNDICE

Las primeras preguntas

¿Nuevos caminos en el teatro latinoamericano? 3

El espacio de nuestra marginalidad 21

Barba: trascender la literalidad 32

Antropología y posmodernidad

Lo antropológico en el discurso escénico latinoamericano 43

Antropología y posmodernidad 74

El alma rota 98

Teatro y utopía

Teatro y utopía en el siglo XX 124

Culturalización y prácticas liberadoras en el teatro 142


latinoamericano

Teatro cubano y utopía 159

Actuaciones utópicas en el teatro caribeño 181

La performance

Cuerpo y política en la dramaturgia de Yuyachkani 194

Un mundo para Mackandal 237

El cuerpo cubano en los 90 258

Cuerpo entero, llanto general 279


Ejercicio frente a las torres gemelas

Para Galemiri 296


Banderitas de papel 310
¿NUEVOS CAMINOS EN EL TEATRO LATINOAMERICANO?

(marzo de 1987)

Algo ha cambiado en la América Latina de los años 80. Después de la

eferverscencia revolucionaria de los años 60 y 70, las dictaduras

militares tomaron el poder en varios países de la América del Sur; la vía

de la lucha armada sufrió derrotas importantes a partir del fracaso de la

guerrilla del Che en Bolivia, en 1967. Es derrocado el gobierno socialista

de Salvador Allende en Chile en 1973, y el del presidente Maurice Bishop

en Granada, en 1983. Triunfa en 1979 la revolución socialista

nicaragüense, única después de Cuba que ha logrado mantenerse en el

poder. A partir de 1983 se han iniciado en Argentina, Uruguay y Brasil

procesos de restauración democrática.

Hay crecimiento monstruoso de la deuda externa, y el

neoliberalismo se hace fuerte, aprovechando el retroceso de las

izquierdas del continente. Estas entran en procesos de revisión de sus

doctrinas. La perestroika, iniciada en 1986 en la Unión Soviética, desata

también una ola crítica sobre el llamado socialismo “real” europeo. En la

vida política del continente los cambios van desde la decepción y el

escepticismo de muchos hasta la aparición de teorías socialistas


alternativas como los llamados “movimientos sociales”, que proponen la

construcción de poder desde las bases y acentúan el papel del sujeto en

los procesos revolucionarios. Hoy muchos militantes de otros tiempos

comienzan a poner en tela de juicio las formas de hacer política que

caracterizaron a las izquierdas en los veinte años anteriores.

Por su parte, en el teatro occidental los años 80 permiten hablar de

una época posbrechtiana con los siguientes rasgos:

•Tanto la semiología como la antropología vuelven la mirada sobre el

actor como pieza clave en la producción de dramaturgia.

•Crisis del teatro centrado en la palabra. El predominio tradicional del

texto en el teatro occidental pierde terreno en un proceso que va de

los años 60 a los 80.

•Atención sobre la dramaturgia “espectacular”, entendida como

operación que articula sobre el espacio escénico materiales verbales

y no verbales en igualdad de condiciones.

•Una corriente antropológica que subraya el aspecto ritual del teatro

y el encuentro real entre actores y espectadores más allá del terreno

estético.

•Un sesgo, también antropológico, orientado al estudio del

comportamiento escénico en culturas no occidentales.

Contra este telón de nuevos horizontes ideológicos y estéticos la

práctica teatral latinoamericana se está transformando.


El viaje a la subjetividad

Un periodista le preguntaba en 1987 al dramaturgo argentino Osvaldo

Dragún qué evolución había experimentado su trabajo en los últimos

años y él respondía:

No hay una evolución especial en el trabajo, que yo pueda

notar... Salvo, de pronto, como una necesidad de empezar a

sacar conclusiones hacia atrás, empezar a revivir causas

posibles. La última obra que terminé me llevó mucho tiempo,

siete años. Se llama Hijos del terremoto1, y es más que nada

eso, tratar de rescatar imágenes autobiográficas, que tienen que

ver conmigo, con mi generación, con determinados sucesos que,

para nosotros, fueron como citas heroicas en el tiempo. Tratar

de preguntarme a mí mismo por qué estoy siempre como yendo

y volviendo. Por qué estoy viviendo en un lugar donde siento

siempre que el piso se me mueve bajo los pies. Por eso la obra

se llama Hijos del terremoto y pasa en Buenos Aires, donde se

supone que no hay terremotos... Pero es una sensación muy

fuerte, como de precariedad. Todo se vuelve muy precario, los

proyectos, las empresas, las relaciones...2

Una ola de fondo conduce a nuestros teatristas a emprender un

viaje a la subjetividad. Esto contrasta con la concepción épica, enfocada

1 Su título definitivo fue ¡Arriba, Corazón!


2 Reportaje de Mona Moncalvillo, en revista Humor no. 164. Buenos Aires, 1985, p. 44.
hacia el funcionamiento de lo social en su conjunto que presidió gran

parte del teatro de los 60 y los 70. Este interés nuevo por apresar

resortes personales de la conducta y penetrar en la experiencia del

sujeto no necesariamente implica abandono de la visión histórica o

desinterés por la experiencia colectiva, y eso lo dejan claro las palabras

de Dragún.

Recientemente leí una obra, 008 se va con la murga, de María José

Campoamor, una escritora argentina casi desconocida. En esa escritura

me pareció ver también la actitud descrita por Dragún: forcejeo entre la

intensa subjetivización de las visiones y al mismo tiempo un vórtice de

historia, un apremio de respuesta ciudadana. La obra en cuestión,

escrita en 1983, teatraliza la tensión de un individuo frente a la

represión y la tortura. La lente está puesta sobre un nivel de

experiencia subjetiva extrema que a la misma vez está insertado en lo

más crudo y actual de la historia política argentina.

Este viaje a la subjetividad atravesado de circunstancia política ya

había aparecido en dramaturgias de vanguardia de los años 60 y 70

como las de Eduardo Pavlovsky y Griselda Gambaro. Sin embargo, en los

años 80 la especulación subjetiva atípica hasta entonces en el teatro

más politizado, ahora comienza a aparecer y se hará central en autores

como Dragún y otros muchos de su generación.

En las obras del dramaturgo Naum Alves de Souza, que según el

crítico brasileño Yan Michalski constituyen el logro mayor de la


dramaturgia brasileña de los años 80, el autor "explora los fantasmas de

su infancia y juventud".3 También esta tendencia a la subjetivización de

las dramaturgias era notada por una crítica cubana en el Festival de las

Américas celebrado en Canadá en 1985, cuando destacaba que, frente

al Bolívar del grupo venezolano Rajatabla, y frente a Novedad de la

Patria, del mexicano Luis de Tavira, espectáculos con el eje en la historia

y la mirada épica, el mayor impacto lo produjo el unipersonal argentino

Facundina, de la actriz Graciela Serra, donde se trataba "de un destino

individual inmerso en la historia".4

Una de las corrientes más importantes del teatro cubano en los

últimos años es, precisamente, la de esta "vuelta al interior" que

mantiene vasos comunicantes con lo histórico y que mira críticamente la

actualidad cubana. Abelardo Estorino, con Morir del cuento (1983); La

verdadera culpa de Juan Clemente Zenea (1984) de Abilio Estévez, y

Week end en Bahía (1986) de Alberto Pedro están situadas claramente

en este registro donde la historia y el sujeto se encuentran

angustiadamente. Lo mismo ocurre con los experimentos escénicos más

renovadores producidos en Cuba entre 1985 y 1987: Juegos de la

trastienda, de Tomás González, Lila la Mariposa, de Flora Lauten, Los

gatos, de Víctor Varela, Historia de un caballo y En el parque, dirigidas

por Vicente Revuelta y Accidente, de Roberto Orihuela, estrenada en

3 Yan Michalski, "El teatro brasileño en los ochenta", Conjunto no. 72. La Habana, Casa de
las Américas, 1987, p. 13.
4 Rosa Ileana Boudet, "Montreal-Toronto: una enriquecedora jornada", Conjunto no. 67.
La Habana, Casa de las Américas, 1986, p. 110.
1987 por el grupo Escambray.

En este último espectáculo — de un grupo que ha sido líder en Cuba

del método de la creación colectiva y de un "teatro nuevo" altamente

politizado que atraviesa la década completa de los años 70, ahora en

1987 aparece como protagonista un obrero metalúrgico que, después de

sufrir un accidente de trabajo, dialoga con la muerte y con su propia

conciencia. La puesta en escena nos lo presenta en los límites entre la

vigilia y el sueño; se oye el latido de su corazón y el juego del actor tiene

ritmo de angustia y de introspección.

El teatro cubano, tan politizado en los años 70, ¿no estará

coincidiendo, desde la peculiaridad de la cultura en un país socialista,

con las mismas tendencias de cambio que están apareciendo en el resto

del teatro latinoamericano?

Como vemos, los "viajes a la subjetividad" hacen parte del texto,

pero también del lenguaje escénico.

Encuentro, sin embargo, en esta tendencia a interiorizar la imagen,

otros casos en los que se rompe el nexo con la actualidad y la historia.

Desde la década de los años 70 Perú es uno de los países con un teatro

más vivo y novedoso en la América del Sur. Recientemente vi el

espectáculo unipersonal del joven actor peruano José Carlos Urteaga que

me produjo un efecto de falta de conexión con los conflictos del país y

su cultura. A mí me parecía un teatro demasiado abstracto y poco

“social”. Un crítico cubano veía en el espectáculo "una lucha de todos


contra todos, sin certezas, ni aspiraciones ni mañana", a lo que el joven

artista peruano replicaba: "porque no vemos salidas, por lo menos no en

el ámbito real".5

Experiencias en México, Venezuela, en Chile, en Uruguay, Argentina

y Colombia, parecerían atraídas hacia este polo de la subjetivización que

se corta del horizonte histórico y permanece ensimismada.

Metaforización

De modo que, mientras una línea dominante en el teatro

latinoamericano de los 60 y los 70 estuvo marcada por la concepción

épica y el propósito didáctico, hoy emerge una tendencia a la

interiorización de los conflictos manifestada por la alusión oblicua,

metafórica, a la realidad. Desaparece la transparente parábola brech-

tiana y se abre paso la metáfora que distorsiona de forma angustiada o

grotesca los contornos. Pienso en los textos escritos para aquel Teatro

Abierto que estremeció la ciudad de Buenos Aires en 1981 y 1982 en

plena dictadura. Pienso en las obras escritas por el uruguayo Mauricio

Rosencoff en la cárcel y en Alfonso y Clotilde (1980), de su coterráneo

Carlos Manuel Varela; en la dramaturgia chilena de Marco Antonio de la

Parra y Juan Radrigán, Benavente, Vodanovic y el ICTUS.

En esta operación de un teatro que se apoya estructuralmente en

la metáfora, creo que hay algo más que la necesidad táctica de evadir la

5 Carlos Espinosa, "Teatro peruano actual: ensayar nuevas utopías", Conjunto no. 69. La
Habana, Casa de las Américas, 1986.
censura. En países donde no se vive en dictadura, surge también un

plano fuerte de fantasía y buceo en la conciencia. En obras como La

empresa perdona un momento de locura (1978), del venezolano

Santana; Quíntuples (1984), del boricua Luis Rafael Sánchez; Bolo

Francisco (1985) o La cárcel encantada (1987), del dominicano Reinaldo

Dysla, la metaforización y el discurso indirecto no obedecen a la

necesidad práctica de enmascarar el sentido político, como ocurre en

países bajo dictadura, sino a una poética que ahora prefiere alejarse del

mensaje unívoco y aprovechar las ambigüedades, la oscilación de las

significaciones.

En este mismo camino se sitúan el espectáculo peruano Encuentro

de zorros (1985) de Yuyachkani o la célebre Macunaíma (1978) y los

trabajos posteriores del brasileño Antunes Filho. En Cuba, las

controvertidas puestas en escena de Flora Lauten y de Víctor Varela

(1987-1989), centradas en el malestar del actor ciudadano y el trabajo

con su cuerpo cambian los escenarios de la isla.

En el Cono Sur, en Brasil, en el Caribe, en los países andinos, en

dictadura, en socialismo y en democracia, el teatro latinoamericano

parece emitir una misma señal: han cambiado los tiempos y la

sensibilidad.

Edipo Rey es sometido a la irreverente irrupción de una cumbia en la

versión criolla de la Sociedad Dramática de Maracaibo (1985); Michael

Gilkes, en Barbados, juega con sus negros héroes e introduce espíritus


caribeños en el Sueño de una noche de verano. Antunes Filho busca el

alma brasileña en Hora y momento de Augusto Matraga (1986), basada

en un relato de Guimaraes Rosa. También por la vía de las adaptaciones

de la novela latinoamericana el teatro se aleja de las visiones didácticas

al estilo Brecht. Suben a escena novelas de García Márquez, Manuel

Puig, César Chirinos, Miguel Otero Silva, Alejo Carpentier y Mario Vargas

Llosa en Colombia, Brasil, Argentina, Perú, Cuba y Venezuela.

Hay, en resumen, una búsqueda de juego y regodeo sensual. Hay

una reacción contra la intelectualización excesiva de los escenarios,

contra la falta de "fuego divino" en la comunicación teatral. En tiempos

recientes el colombiano Carlos José Reyes alertaba contra la "inversión

de Brecht" que producía, según él, "recitativos sentenciosos, donde el

sentimiento y la imaginación, la creatividad y la poesía, ceden el terreno

a un tipo doctoral de racionalidad".6 Después de la fuerte corriente

didáctica y militante, en los escenarios irrumpen el festejo, la aventura

sensual, las asociaciones sorprendentes, que igual movilizan a los

iconoclastas brasileños del Ornitorrinco que al dominicano Dysla, que

interviene la sangrienta cárcel caribeña con un Arlequín y sus artificios

circenses.

El teatro callejero

Esta reacción contra una razón demasiado rigurosa está llevando a

6 Carlos José Reyes, "Presencia de Brecht en la América Latina", Conjunto no. 71. La
Habana, Casa de las Américas, 1987, p. 23.
muchos artistas latinoamericanos a una práctica del teatro como

celebración y ritual, el teatro fiesta de la comunidad, y también el teatro

callejero.

En Argentina Enrique Dacal funda su Teatro de la Libertad en 1983.

En el ir y venir de la plaza bonaerense, Dacal despliega el circo criollo.

Dice que quiere "rendir culto a la memoria y al futuro comunitario".

"Debemos — dice Dacal — celebrar nuestra vida y problemas, nuestra

condición, nuestra tradición, nuestra historia y nuestros sueños." Todo

es cómico y circense, pero al personaje de Moreira — nos aclara — le

reservó el rango trágico: a través de él habla del "accionar antipopular

de las tiranías de mi país".7 Mientras tanto, en Puerto Rico teatristas,

músicos y plásticos fraguan desfiles carnavalescos contra la agresión a

Nicaragua y la carrera armamentista.

Colombia, de 1980 a esta parte, ha producido una avalancha de

mentores del teatro callejero. En calles y plazas busca su ámbito un

vitalismo que se enfrenta al teatro razonador.

En los espacios de la vida cotidiana el público es invitado a participar

de la poesía y de la magia. Hay muchos principios generosos, humanos,

democráticos, en la empresa del teatro callejero: el teatro se abre a

aquellos que no tienen con qué comprar una entrada, se conjura el arte

elitista, y esto a menudo viene acompañado por la investigación de

códigos culturales arraigados en una comunidad.

7 Enrique Dacal, "Una concepción estética y un espacio escénico que nos representen",
Conjunto no. 66. La Habana, Casa de las Américas, 1985, p.92-96.
El teatro callejero no vacila en combinar la fiesta con el mitin

político. Pero algunas plataformas del teatro callejero despiertan

desconfianza en mi conciencia militante.

En Colombia, por ejemplo, el actor y director Juan Carlos Moyano

argumenta justamente contra los “apolíneos”, que, dice, no tienen

derecho a tender un manto pacificador sobre las trepidantes apoteosis

dionisíacas que él y otros proponen en sus actos callejeros. Pero

polemizo con su visión cuando afirma: "La enemistad irreconciliable es

entre las fuerzas de la vida y los gobiernos, entre la alegría y los

ejércitos." 8
Su visión libertaria, quizás por tratarse de un país agotado

por la violencia, no distingue entre los ejércitos que agreden y sojuzgan

y los ejércitos populares que hoy siguen en la América defiendendo

causas de liberación.

En otra plataforma estética, redactada este verano, otro teatrista

colombiano definía así lo él llama "El Teatro de las Nuevas Tendencias":

El Teatro de las Nuevas Tendencias [es], el teatro de grupo, el

alternativo, el teatro experimental, el de vanguardia, el teatro del

futuro, lo que importa es la fiesta, el rito, la ceremonia que

creamos cuando nos encontramos en un espacio común...9

Es justo reconocer que este mismo manifiesto del Teatro Taller de

Colombia llama una y otra vez a la unidad y a la pluralidad estética; pero

8 Juan Carlos Moyano, "La circunstancia estética del teatro callejero", Conjunto no. 69.
La Habana, Casa de las Américas, 1986, p.7.
9 Jorge Vargas Echeverry, “El Teatro de las nuevas tendencias; algunas
consideraciones”, Bogotá, junio 19 de 1986 (mimeografiado).
yo diría que, en sus líneas generales, exalta de manera mitificadora la

fiesta, el rito y la ceremonia. Y me pregunto, ¿desde estas posiciones no

se corre el riesgo de oponer la fiesta a la tribuna, la celebración a la

asamblea, la política a la vida? El vitalismo no necesita despolitizarse.

El "Tercer Teatro" y su influencia en la América Latina

A lo largo de los diez últimos años las ideas y los experimentos

generados por Eugenio Barba y su equipo de colaboradores han tenido

un fuerte ascendiente sobre la creación teatral latinoamericana.

Hace un año el maestro colombiano Enrique Buenaventura hacía un

balance del teatro en su país:

En Colombia se están dando dos fenómenos. Por un lado, un

regreso, en el peor de los sentidos, al teatro de compañía, al teatro

de director, etc.; por otro, un vanguardismo bastante anárquico,

bastante desorganizado que se canaliza sobre todo a través de las

propuestas de Eugenio Barba y el tercer teatro.10

La cultura de grupo y la preocupación antropológica están

vinculadas con movimientos ideológicos alternativos que en todo el

mundo, desde los años 60, acentúan el sujeto y lo grupal como

escenario liberador. Ambos elementos se vinculan con nuevas formas


10 Revista Conjunto no. 72. La Habana, Casa de las Américas, 1987, p.129.
del pensamiento social que enfatizan enfoques desde la cultura. El

Encuentro de Teatros de Grupo celebrado en Ayacucho, Perú, en 1978,

bajo los auspicios de la UNESCO, podría señalar un hito. Diez años

después de Ayacucho, aquella ola barbiana que se iniciaba entonces ha

hecho evidentes progresos. Dentro de unos días se celebrará en Bahía

Blanca, Argentina, el Primer Encuentro Internacional de Teatro

Antropológico, realizado bajo la advocación del "tercer teatro" y del que

será Coordinador General Eugenio Barba. Él insiste en tomar a

Latinoamérica como una base importante para sus experiencias.

Pienso que las búsquedas de Barba pueden resultar enriquecedoras

para el teatro latinoamericano si son asimiladas con creatividad, sin

mimetismo.

En primer lugar, porque la actitud antropológica podría ayudar a

profundizar en el conocimiento integral de la realidad latinoamericana,

tanto en el terreno de las manifestaciones originarias de nuestras

culturas como en el de otras esferas del comportamiento humano que

atañen de manera central al hombre moderno latinoamericano. ¿Qué

mejor objeto de estudio antropológico, por ejemplo, que ese migrante

trasplantado a las grandes urbes latinoamericanas (Lima, Sao Paolo,

Caracas...), desarraigado, menesteroso y entremezclado con el mundo

de los videos y las computadoras personales?

Una experiencia meritoria en este orden lleva a cabo el grupo

peruano Maguey, con sus trabajos sobre los migrantes de la región de


Piura, o la Facundina argentina, basada en una investigación sobre una

india chiriguana; o los trabajos ya clásicos de los peruanos de

Yuyachkani sobre la multiculturalidad peruana (Músicos ambulantes, por

ejemplo).

Estas teatralidades profundamente humanas y trasgresoras instalan

en el arte escénico latinoamericano un principio de investigación de las

culturas de los marginados.

En segundo lugar, el trabajo con el grupo humano como célula

cultural — algo que está en el centro del teatro antropológico — tiene

todo un campo abierto en Latinoamérica, donde las nuevas prácticas de

los movimientos sociales, las comunidades eclesiales de base y la

Educación Popular, los movimientos campesinos en Brasil trabajan con

la espiritualidad de las mayorías humildes en barrios, comunidades,

zonas rurales y parroquias. Se buscan formas no tradicionales de lucha

política. Hoy en el Chile de los militares funcionan cincuenta teatros de

base vinculados a barrios e instituciones culturales. Una comentarista

chilena ha subrayado el valor de esos teatros como centros de "terapia

grupal". "El pueblo llora, ríe, discute, en una verdadera catarsis"; los

temas pueden ser la droga o la cesantía. Otro de estos grupos, el Teatro

Q, era catalogado por la misma autora como "instrumento de

ejercitación para la democracia". Un miembro del Teatro Q declaraba:

"Nuestro trabajo consigue sacar a la gente de sus casas, integrarlas a su

propia comunidad. Hay una especie de fermentación, de comunicación,


una motivación para hacer cosas, para participar."11

El criterio antropológico de propiciar el encuentro grupal pudiera

suscitar dudas sobre la eficacia de esta vía para la “concientización”.

Pero un teatro que fortalece la célula grupal y trabaja directamente con

la transformación de las subjetividades más debiera preocupar al estado

militar chileno.

Me parece de igual manera innegable el interés de los estudios

teóricos de Grotowski, Eugenio Barba y otros en torno al compor-

tamiento teatral en diferentes culturas, principalmente orientales. Ellos

permiten establecer hipótesis sobre dispositivos humanos comunes en

situaciones de representación. De aquí se han derivado acercamientos a

las técnicas del actor no occidental que están cambiando muchos

conceptos sobre la actuación de base mimética y psicológica que

predomina en occidente.

Ahora bien, insito en el riesgo de que la óptica antropológica sea

despojada del prisma histórico. Por ahí penetran falacias relacionadas

con un mitificado "viaje a los orígenes".

Recordemos el caso del director chicano Luis Valdés, un bastión del

teatro político en los años 60, que a mediados de los 70 anuncia su

"viraje hacia el interior", es decir, hacia la búsqueda de la raíz ancestral.

En aquel momento Augusto Boal advirtió al Teatro Campesino sobre el

peligro de convertir la búsqueda de las raíces en una "ficción ahistórica".

11 Ana María Foxley, "Inquietud y vitalidad en el teatro chileno", Conjunto no. 64. La
Habana, Casa de las Américas, 1985, p. 15.
Mientras tanto, Enrique Buenaventura, en una carta abierta a Valdés, le

decía:

El opresor quiere que la identidad se pierda en el pasado (mientras

más remoto sea el pasado, mejor) para que prevalezcan los

mitos... No le agrada que la identidad surja de las raíces y los

retoños representados en figuras como Zapata, Sandino, Martí...

Esta identidad continua y vital es peligrosa para el sistema, es

demasiado lógica, demasiado concreta.12

Cuando hoy leo las teorizaciones de algunos grupos

latinoamericanos, siento que también en ellas, bajo las banderas del

"tercer teatro", se introduce esa nostalgia mitificadora por los orígenes.

En México un fervoroso grupo, el Itaca, ha producido La noche del año

mil, un tríptico inspirado en el medioevo. El director Bruno Bert dice que

allí trató de explorar las fuentes de la "occidentalidad": "el sentido de la

trasgresión, de la muerte, de las culpas, del erotismo, de la fiesta, del

amor, del fanatismo, de la represión..." "¿Hay algo más universal que

todo esto?", se pregunta.13

Aun sin haber presenciado La noche del año mil me atrevería a

afirmar que, por lo menos en la teoría, las tesis del director remiten a un

12 Enrique Buenaventura, "Carta abierta a Luis Valdés", revista Sí se puede, agosto 15 de


1975, p.9. Citado por Ivonne Yarbro-Bejarano, "Del acto al mito: una valoración crítica del
Teatro Campesino", Conjunto 65. La Habana, Casa de las Américas, 1985, p. 33.
13 Sonia Páramos,"Grupo Teatral Itaca: provocación y ruptura", entrevista a Bruno
Bert, Conjunto no. 66. La Habana, Casa de las Américas, 1985, p.50. Una respuesta de
Bruno Bert a mis comentarios fue publicada en la Conjunto no. 76, p. 18-23 bajo el
título "En defensa del Tercer Teatro".
culturalismo cuyos puntos de contacto con la circunstancia

latinoamericana no alcanzo a ver.

¿En qué sentido puede un grupo teatral latinoamericano aspirar a

convertirse en una "isla flotante"? El teatro latinoamericano no tendría

"islas flotantes" suficientes para dar refugio a sus marginados. Este es

un continente de marginados; que los son, en primer lugar, en razón de

un orden económico injusto. Los latinoamericanos también, como Barba,

podemos reconocer "que la libertad no es sólo justicia económica" (esto

lo declaraba él en 1978, durante el encuentro de Ayacucho). Pero

interponiéndose entre nosotros y la utopía, de este lado del mundo, hay

carencias brutales, faltas de "plenitud humana" mucho más pavorosas

que no poder "ser diferentes", y padecer un orden social que oprime a

"los más sensibles".14

Está en manos de los teatristas latinoamericanos lograr que nuestra

representación de la salvación humana, de la utopía, tenga rostro

propio.

Al reflexionar sobre posibles nuevas tendencias del teatro en la

América Latina, he tratado de llamar la atención sobre lo siguiente:

•Los años 80 parecen haber abierto un nuevo ciclo en la historia del

teatro latinoamericano, si comparamos lo que se hace hoy con el

período de los años 60 y 70, dominado por un tipo de teatro político

didáctico.

14 Ana María Portugal, "Teatro y política", entrevista a Eugenio Barba, Conjunto no. 68. La
Habana, Casa de las Américas, 1986.
•En la etapa actual se ha reforzado una tendencia a la interiorización

o subjetivización de las imágenes teatrales.

•En una zona de la creación teatral se apela con insistencia al

principio lúdicro, al ejercicio de la fantasía, al despliegue sensual. Se

tiende a exaltar la espontaneidad y la intuición en contraste con el

principio razonador y la función cognoscitiva que sobresalieron en

las dos décadas anteriores.

•Aparecen teatros de la comunidad vinculados a los movimientos

sociales de base. El ejercicio de lo político en el nivel local puede

sugerir nuevos contenidos y lenguajes para el teatro.

•El teatro callejero ha incrementado su peso y se presenta en dos

vertientes: una, donde lo lúdico y la acción política se presuponen;

otra, que apuesta al teatro como acto liberador en sí y tiende a

cortarlo de la circunstancia histórica que también alimenta su

vitalidad.

•Las búsquedas de la antropología teatral lideradas por Eugenio

Barba poseen componentes filosóficos, científicos, experimentales,

técnicos e ideológicos capaces de fecundar la escena

latinoamericana. Hay que prevenirse contra su incorporación

mimética, contra un universalismo que mitifica lo originario y contra

la tendencia a oponer arte y política.

El teatro latinoamericano está dando en este momento evidentes

signos de vitalidad. Es notable la variedad de caminos que coexisten en


él y hay que cuidar su polifonismo. Necesitamos todas esas voces para

procesar lo que culturalmente somos y para imaginar nuevos caminos

de creación y liberación.
EL ESPACIO DE NUESTRA MARGINALIDAD

(junio de 1988)

Salimos de una función teatral. Yo me pongo el

abrigo y Patricia Ariza se enfunda en su chaleco

antibalas. Con colorines en el rostro, vestuario de

ferias y ametralladoras, sus guardaespaldas

sucumben a la seducción del teatro callejero. La

arrolladora Fanny Mikey llora sobre los

escombros de su Teatro Nacional, estremecido

por una bomba en plena función del Yepeto de

Cossa. Leo en grandes titulares que la Iglesia ha

declarado hereje al Festival de Bogotá. Una

proclama de los guerrilleros del M19, pasada de

mano en mano, hace público el respaldo de esta

organización armada al evento. En Venezuela,

me apeno por el izquierdismo torpe de un ataque

contra María Teresa Castillo. Sufro con

desesperada cortesía las palabras de apertura

del festival confiadas al embajador de Israel, en

pleno horror de las matanzas de palestinos.


Demonios catalanes se apoderan esa misma

madrugada de Caracas y, vitoreados por treinta

mil personas, proclaman la República de la

Alegría. Más tarde, en Bogotá, los artificios de

estos luciferinos comediantes harán estallar en

mil pedazos el Palacio de Justicia: el mismo que

un año atrás fue escenario de una masacre real

que conmovió al mundo. Ochenta mil personas

que han llegado tras ellos hasta la Plaza Bolívar,

se reconocen, de golpe, como protagonistas de

una metáfora alucinante.

Meterse en el torrente de miles de personas que noche a noche, en

Bogotá y en Caracas, se abren paso enloquecidos hacia los teatros.

Percibir como un fondo a esa otra humanidad que pulula, indiferente al

Festival, afanada en los menesteres de la sobrevivencia más sórdida y

precaria. Con júbilo y desconcierto, casi sepultada bajo el peso de tanto

dramatismo vivo y de ficción, he perseguido esta procesión de paradojas

y me he dejado arrastrar por ella.

Todo empezó en Manizales

Un cuarto de siglo ha transcurrido desde que Manuel Galich convocara

en La Habana, en la Casa de las Américas, a la primera reunión de


teatristas latinoamericanos; así se puso en marcha, en 1964, lo que

llegaría a ser una tradición de diálogo teatral latinoamericano. Aquel

impulso germinó cuatro años más tarde cuando, en 1968, se abrieron las

puertas del Primer Festival de Manizales. Otras estaciones claves de este

itinerario aparecieron en los encuentros del teatro chicano (el primero

en 1970) y el Festival Latino de Nueva York (1976). En medio de

polémicas de virulencia extrema y momentos de cisma, estos eventos

lograron configurar un modo de reflexión y confrontación que acogió a

los sectores más politizados del teatro latinoamericano de aquel

momento.

Desde aquellos foros se demandó una escena que sacara a la luz la

historia de nuestras naciones colonizadas, un teatro que militara en la

revolución social y en la revolución de los nuevos lenguajes.

Los reveses sufridos por la izquierda a lo largo de aquellos años, las

dificultades económicas que anunciaban la crisis que hoy se enseñorea

en este continente, dieron un tono especial a aquel primer momento de

los festivales. Aquel modelo del festival de combate comenzó a declinar

hacia finales de los años 70.

Con la tercera edición del Festival de Caracas, en 1978, aparece una

nueva modalidad: el festival teatral de gran formato. Ahora el proyecto

internacional ponía más bien los ojos en Europa y América del Norte, con

un espíritu que ya no era el del proyecto estético y político de Manizales.

En su edición de 1980, el nuevo Festival de Caracas sufre


impugnaciones directas: se le tilda de "burgués", de "vitrina

cosmopolita" y se le reprocha una pretenciosa banalidad.15

Al finalizar la edición de 1984, obligado por las presiones

económicas, el Festival de Caracas hace mutis por cinco años. Pero poco

después comienzan a aparecer nuevos eventos: entre 1984 y 1988

surgen los festivales internacionales de Córdoba (Argentina), Cádiz,

Montevideo y Bogotá. El Festival Internacional de La Habana de 1987,

rompiendo su línea habitual, convoca sólo a grupos latinoamericanos.

Mientras tanto, el Festival Latino de Nueva York se subordina

definitivamente a un criterio empresarial. También Manizales y, ahora,

Caracas se recuperan. Paralelamente, varios países consolidan muestras

nacionales de teatro, algunas de gran alcance, como las de Perú y

Colombia. Hoy la festivalidad teatral latinoamericana lleva el signo de

una época distinta.

Muchos sectores de la militancia política de izquierda se reconocen

desafiados por la necesidad de un juego de ideas más plural y abierto

que en el pasado. Comienza a instalarse una nueva conciencia que trata

de repensar el proyecto continental de liberación. Persistir en la utopía

implica admitir el enfrentamiento de métodos de lucha política y de

criterios estéticos muy diversos. Ahora no hay “modelo”. El perfil

singular de la revolución nicaragüense o el desarrollo de un nuevo

15 Un análisis prolijo de esta trayectoria, que nos ha servido de fuente, fue realizado
por la investigadora Marina Pianca en su ensayo "De Brecht a Nueva York: caminos del
teatro latinoamericano", Conjunto no. 69. La Habana, Casa de las Américas,
julio-septiembre de 1986.
cristianismo social bastarían para dar fe de esa complejización del

pensamiento de izquierda, obligado a interpretar sin doctrinarismos

nuevas realidades. Muchos maestros del teatro latinoamericano están

hoy modificando su expresión y replanteándose la relación de su arte

con la historia.

En este contexto se inscribe el tema de nuestros festivales de teatro.

Los canales del diálogo teatral — festivales, encuentros, instituciones

coordinadoras — también se están redefiniendo y creo que no conviene

encerrarse en la defensa de un modelo único de festival. Como Caracas

y Bogotá demuestran, la empresa privada y las instituciones

extracontinentales, por sus razones, abren posibilidades para efectuar

los grandes encuentros internacionales. Pero también es cierto que

nuestros movimientos teatrales, muchos de ellos poderosos y de

definido compromiso democrático, pueden lograr que los grandes

festivales también abran un espacio a nuestra marginalidad teatral.

Sectores del mejor teatro de investigación logran que estos festivales

transcurran sin entregarse a la comercialización. Esto, claro, no es obra

de la providencia, sino de la inteligencia firme, que trae a la mesa de

negociaciones al festival rico y aparatoso.

Conquistas en Bogotá. Avances e imprecisiones en Caracas

El teatro independiente colombiano tiene convocatoria en amplios

sectores populares y de las clases medias. Su tradición de lucha y


organización nació a finales de los años 50 y gracias a ella pudo influir

sobre el perfil del Festival de Bogotá. Las demandas de los diversos

grupos de teatro, y muy en especial la acción de la Corporación

Colombiana de Teatro — amén de una disposición propicia al diálogo

que es justo reconocer a los organizadores, encabezados por Fanny

Mickey — hicieron posible que el festival adquiriera connotaciones más

radicales que las inicialmente previstas.

Trece países latinoamericanos estuvieron presentes en esta cita, y la

muestra de los grupos colombianos tenía un peso cuantitativo muy alto

(casi el cincuenta por ciento de las funciones ofrecidas). Los ocho países

no latinoamericanos que concurrieron, con más de una docena de

espectáculos, subieron a escena o salieron a las calles en un contexto de

razonable proporcionalidad.

A pesar de que tanto aquí como en Caracas los precios resultaban

prohibitivos para los sectores populares, los actos organizados en la

calle y el dinamismo y la imaginación de los grupos colombianos crearon

en torno al festival un clima de participación social amplia que acabó

por imbricar al Festival en la convulsa realidad colombiana y volverlo así

un significativo hecho cultural.

Desde el principio las tendencias reaccionarias atentaron

salvajemente contra la muestra pero, al hacerlo, contribuyeron a

radicalizarlo. De este modo el evento llegó a encarnar con creces el

lema previsto por Fanny Mikey: el Festival Iberoamericano de Colombia


devino un "acto de fe" de la cultura frente a la barbarie y un gesto de

integración constructiva frente al sectorialismo.

Sin embargo, el teatro centroamericano, representado por dos

compañías oficiales (Costa Rica y El Salvador), no rebasó un nivel

artístico muy convencional, mientras que estuvieron ausentes los grupos

de Nicaragua, que hoy investigan en la capital y en los teatros

comunitarios una acción cultural frente a la guerra sucia que dedsea

ahogar la revolución.

El VII Festival Internacional de Teatro de Caracas, coordinado con

el de Bogorá, salió nuevamente a la palestra con su inquietante

monumentalidad y tras cinco años de receso. De los treinta y dos

espectáculos extranjeros de Caracas, doce procedían de la América

Latina. Otros diecinueve representaban a Europa, América del Norte e

Israel. Y diecinueve eran nacionales. Innumerables eventos colaterales

fueron programados, aunque en algunos se notaba la ausencia de los

grandes maestros del teatro latinoamericano. No estuvieron allí para

dialogar con sus igualmente ilustres pares de Europa o los Estados

Unidos. Tampoco fue invitada Nicaragua.

Palabra dramática y escena

Los buenos espectáculos latinoamericanos que alcancé a ver en ambos

festivales con frecuencia eran mezclas de varias estéticas y culturas

diferentes. Parecían concentrados en hacer coexistir lenguajes y lógicas


(culto y popular, hegemonía y marginalidad, lo europeo y lo nativo,

palabra y cuerpo, estética y vida).

El argentino Clu del Claun, más allá de imperfecciones de su

dramaturgia, constituyó un acto deslumbrante, porque en su sustancia

hay una voluntad de poner al público en el centro y de investigar os

códigos populares de la recepción espectacular — circo, dibujos

animados, melodrama. Otro tanto ocurrió con el País paisa de Medellín, o

las Farsas de la Sociedad Dramática de Maracaibo que, desde Venezuela

y Colombia, hicieron del teatro una fiesta de la comunidad y pulsaron

todas las claves de la cultura local: humor sainetero, actor improvisador,

música y baile compartidos. Los tres espectáculos cambiaron los

espacios y promovieron encuentros físicos de actor y espectador. Todos

hacían venirse abajo la cuarta pared.

Otro momento notable de cruce de fronteras fue la Doña Rosita la

soltera de María Escudero. La legendaria fundadora del movimiento de

la creación colectiva en la Argentina — radicada en Ecuador desde su

exilio — ofreció uno de los más bellos espectáculos de la muestra al

introducir poéticamente en el drama lorquiano del amor de provincias

los gestos, el ritmo, la música y el color del Ecuador andino.

Otros cinco espectáculos llevaron a escena textos de autores

latinoamericanos escritos en años recientes. Todos ellos pudieran ser

reunidos en una exigente antología: El día que me quieras (1979), del

venezolano José Ignacio Cabrujas; La secreta obscenidad de cada día


(1984), del chileno Marco Antonio de la Parra, Quíntuples (1985), del

puertorriqueño Luis Rafael Sánchez; Memorial del cordero asesinado

(1986) y Yepeto (1987), de los argentinos Juan Carlos Gené (radicado en

Venezuela) y Roberto Cossa respectivamente.

Todos se distinguen por su depurado oficio y la eficacia dramática;

son obras maduras, de humor tragicómico e inclinadas al tratamiento

ritual de mitos e imaginerías. Ninguno ejerce un realismo verista; todos

sin excepción lanzan, aun desde la metáfora, preguntas urgentes sobre

nuestra actualidad política y espiritual.

Sin embargo, a excepción del Memorial del cordero asesinado, la

ejecución escénica resultó menos convincente y menos sutil que los

textos magistrales.

Los montajes a veces sufrían el juego malicioso y previsible de

excelentes actores que insistían en ilustrar lo que ya habían dicho las

palabras; los directores "ordenaban" y "clarificaban" los textos, como

temerosos de que el público se extraviara si no se le tendía el hilo de

una lógica lineal. Parecería que no tomo en cuenta el talento y el gran

encanto de actores como Fausto Verdial, Ulises Dumont, Dario

Grandinetti, Idalia Pérez Garay, Julio Jung o José Soza, pero insisto en

que la escena aplanó y encarriló por una sola pista tropeles de demonios

y paradojas que necesitaban soltarse del apego realista; era como si

directores y actores no tuvieran técnicas para lidiar con dramaturgias

que ya no quieren organizar en el espectador una percepción lineal y


psicológica.

Cabrujas — precursor del tema de la crisis de las utopías —, igual

que Marco Antonio de la Parra, Roberto Cossa y Juan Carlos Gené

anuncian en sus obras el quiebre de las ideologías políticas. Marxismo,

freudismo y cristianismo inspiran directamente el acto confesional de

estas dramaturgias que presentan la política como vivencia, como una

zona íntima cruzada por fantasmas, soledad y erotismo. Sin embargo,

solo el Memorial del cordero asesinado alcanzó, en mi opinión, categoría

de gran acontecimiento escénico.

En el pequeño sótano que ocupa el grupo Actoral 80, Gené nos puso

a salvo de esa despiadada mole de concreto que es Caracas. Allí él y sus

actores crearon otro tiempo donde fue posible rescatar la calidez y el

sueño. En el trabajo actoral había verdad y prodigio; había

trascendencia, más allá de lo estético, en el uso extremo de la palabra y

el cuerpo. Este ritual funerario que arrastra el cadáver de Lorca por

geografías imprecisas logró reconciliar por un instante la violencia, la fe

y la poesía. Es la obra de madurez de un grupo forjado en años de

trabajo común y es también una confirmación del arte de Juan Carlos

Gené y Verónica Oddó, artistas excepcionales.

Asumirnos en lo que somos

En los años 80 los artistas latinoamericanos han dejado atrás la época

heroica. Hace veinte años casi todos abrazaron la causa de la revolución


continental a corto plazo. Pero aquellas certidumbres se perdieron.

Ahora la complejidad y una sensación de no saber ocupan el centro. De

este descolocamiento viene un teatro — texto y escena — cada vez más

dado a explorar zonas profundas de identidad colectiva y personal.

Venimos de grandes pérdidas políticas y espirituales y no nos sirven las

simples fórmulas aritméticas. Hay decepción pero también tanteos

insolentes y hondura. ¿Cómo remodelar una utopía?

Sometidos a esta nueva coyuntura, festivales como Bogotá y

Caracas son performances gigantes que dan algún espacio al margen y

sirven para decir la pasión y el descontento.


BARBA: TRASCENDER LA LITERALIDAD

(noviembre de 1987)

Sesenta estudiosos del teatro (procedentes de Europa y América)

desembarcamos en una tranquila playa del Adriático el día 31 de agosto

de 1987. La geografía delataba nuestra condición de forasteros,

deseosos de atisbar en el meridional Salento italiano — el tacón de la

bota. Estábamos, para nuestras imaginaciones, peligrosamente

asomados a los predios del culto al honor y a la virginidad; éramos

intrusos en los umbrales de una tierra habitada por las vendettas y la

maffia.

Un concepto espartano del trabajo, proveniente de nuestro anfitrión,

Eugenio Barba, se encargó de disipar nuestras románticas visiones:

levantadas de madrugada, largos dormitorios comunes, jornadas

laborales de dieciocho horas programadas con escrúpulo, y el silencio

monástico implantado en horas y lugares convenidos, bastaron para

comprender la regla del juego: se necesitaba mucho rigor para participar

en el acto de quince días al que habíamos sido invitados.

Sin embargo, el estilo general ascético no impidió numerosos

momentos de bravura, aventuras de la pasión estética, lujos del

pensamiento científico y tumultuosas polémicas a media voz en las

horas de toque de silencio.


Por los salones fríos de aquel hotel costero desfilaron bailarines-

actores magistrales procedentes de la India, Japón y Bali para mostrar lo

mejor de su repertorio y describir con humildad los secretos de su arte

secular.

Durante una semana el director Eugenio Barba montó tres escenas

del Fausto de Goethe, utilizando a una actriz-bailarina india en el papel

de Mefisto (Sanjukta Panigrahi), a una actriz-bailarina japonesa en el de

Fausto (Katzuko Azuma), y a un actor onagata japonés (Kanichi

Hanayagi) en el rol de Margarita.

A la semana siguiente, incorporó actores y sonoridades balinesas (I

Made Bandem, y un grupo de bailarines músicos), y a dos actrices

europeas — la sueca Iben Nagel y la italiana Roberta Carreri —, y

prosiguió sus demostraciones prácticas y sus reflexiones en voz alta en

torno a su noción de dramaturgia espectacular y, en general, a los

fundamentos de su teatro. Entendíamos allí dramaturgia espectacular

como aquella que construyen el director y el actor, esculpiendo las

acciones, entretejiéndolas, componiéndolas, organizándole al

espectador distintas perspectivas para la recepción.

¿Cómo se produce el tránsito del texto a la acción?

Esta fue la pregunta central a la que la Escuela Internacional de

Antropología Teatral (ISTA) se propuso responder en su convocatoria de

1987 (la quinta desde 1980).

¿Cómo las imágenes mentales, los conceptos y emociones, cobran


una vida física y concreta, perceptible por los sentidos, cuando son

plasmados en el "material" por excelencia del teatro: el trabajo del

actor, lo que este ejecuta frente a un público con el que intenta

comunicarse?

La obsesión de hacer

El rechazo de Barba a la literalidad es uno de los principios que mejor

expresa su visión del teatro. Discípulo y fundamental colaborador de

Jerzy Grotowski, Barba es hoy por hoy uno de los principales prácticos y

teóricos del paradigma teatral antropológico, el más influyente surgido

en la segunda mitad del siglo XX.

Durante más de veinte años él ha desarrollado un trabajo de

laboratorio con sus actores. Ha conseguido crear un método propio de

entrenamiento, una pedagogía eficiente para sus propios objetivos de

creador, pero también portadora de descubrimientos que trascienden a

otros creadores y a otros campos sociales. Sus estudios sobre el arte del

actor oriental — al que es más fácil someter a observación, pues trabaja

con técnicas rigurosamente codificadas — lo han llevado a plantear la

siguiente hipótesis: el comportamiento biosíquico del ser humano

cuando hace teatro (el hombre "en situación de representación")

responde a una lógica diferente a la cotidiana: si el "cuerpo cotidiano"

actúa según el principio del menor empleo de energía posible para el

máximo resultado, el "cuerpo teatral" actúa según la lógica inversa: es


el hecho de emplear el máximo de energía para el menor resultado lo

que torna particularmente vivo al actor, lo que lo dota de presencia

incandescente. Este sería el primer eslabón de su sistema...

En el espacio de un metro cuadrado una actriz aparece y

desaparece, como sometida a un haz de luz estroboscópica. Se

muestra en big close-up; pasa a detalle punzante. La cubre una

luz suave que procede de sus ojos estrábicos (técnica japonesa).

Ella es, la utilización milimétrica de su cabellera pendular,

portentosa. Es una garra. De nácar. Ha matado ¿al rey, enemigo

de su patria? Ha matado al hombre que ama. Es, las visiones de

una cabeza cercenada — la cabeza del amado — que, desde el

piso, la recuerda.

Estamos frente a Roberta Carreri en Judith, último espectáculo del

Odin Teatret, dirigido por Barba. ¿Cómo funciona esta dramaturgia?

Violación de la causalidad, segmentación, montaje, simultaneidades,

cambios de perspectivas para la percepción, reingreso en la causalidad

y nuevos abandonos...

Dice Barba: “El artista debe tener un ojo anfibio, uno para mirar en

la superficie, y otro para mirar debajo del agua.”

Por un lado Barba afirma que, desde la propia base biológica

(biosíquica), el hombre, al representar, utiliza una lógica "otra". Al

mismo tiempo, como director, Barba traslada esta búsqueda de una


lógica diferente a una práctica compositiva y estilística muy concreta.

En ella, los significantes, y finalmente, los sentidos y las

significaciones deben romper con lo obvio, con los estereotipos, con la

lógica cotidiana. En vez de subrayar el encadenamiento lineal de los

sucesos para exhibirlos como un todo, Barba busca una visión

"poliédrica", de múltiples aristas. Trascender la literalidad, no redundar

sobre lo externo y evidente es la necesaria consecuencia.

En el Fausto y en las posteriores sesiones prácticas con actores, el

director se expuso voluntariamente a construir, ante testigos, un texto

espectacular (un evento de palabras, gestos y otros materiales visuales

y sonoros) que jugaba con dos lógicas: una lineal y otra de ruptura; una

sicológica, causal; otra aleatoria, abierta a lo imprevisto. En esta

segunda pasaba a primer plano un impredecible proteísmo que Barba

gusta de comparar, en sus frecuentes parábolas, con el movimiento del

"mundo infratómico".

Sometió las acciones corporales y vocales que los actores le

proponían a un trabajo minucioso de descomposición y recomposición.

Parecía lanzarse durante estos procesos al encuentro con un sentido

que no estaba determinado de antemano. Entonces el sentido aparece,

se deja atrapar, en una lucha que, para Barba, no está centrada en la

tensión forma-contenido, sino en la tensión forma-precisión. (Trata de

apartar al actor de la obsesión de expresar algo, para instalarlo en la

obsesión de hacer, para que la expresión, el surgimiento de un contexto,


se produzca "como a pesar suyo"). Es una manera de mantenerse

abierto, y no lineal, previsible y literal.

Sólo a partir de esta lucha con la forma, con los "materiales" del

teatro — en primer lugar la voz y el cuerpo vivos del actor —, puede

ingresar la dramaturgia en de una lógica otra, más apta para revelar los

aspectos ocultos de la realidad.

Brecht quería que aprendiéramos una nueva forma de ver, que

debía descubrirnos los secretos de la vida social, de la historia; Barba

quiere enseñarnos a ver “el DNA de la conducta”, el punto donde se

entrecruzan lo biológico, lo individual y lo social.

Teatro liberador

Esa lucha contra el estereotipo formal y mental que ya vimos expresada

en el plano biológico y compositivo, debe conducir, según su propuesta,

a una última reversión: un teatro que se rebela "contra el espirítu de los

tiempos", contra los automatismos éticos, y que se orienta hacia la

"identidad". Este sería el tercer eslabón del sistema: trascender la

literalidad, buscar una lógica otra, también en la dimensión ética.

Cabe denominar a su teatro “antropológico” puesto que se orienta

hacia el sustrato común humano, a la búsqueda de constantes de la

conducta de la especie, y a una aspiración de autenticidad, o verdad en

un mundo que él percibe fracturado. Ese teatro puede salvar al hombre

de la disgregación y abrirlo hacia una trascendencia. También porque


cultiva, investiga y aprecia las culturas diferentes y su convergencia.

Muy justamente ha sugerido la investigadora francesa Monique

Borie las posibles correspondencias entre el teatro de Barba y lo que la

antropología denomina la "lógica pagana".16

La manera de hacer y de hablar de Barba recuerdan, en efecto,

algunas características del pensamiento mítico: pensamiento simbólico,

antes operativo que discursivo, tendencia a fundir el arte con la vida,

búsqueda de la mediación entre los contrarios, establecimiento de

analogías, vinculación del signo con una eficacia práctica, y vinculación

de esa práctica eficaz con su formalización, con la ritualidad.

Esta concepción del arte teatral tiene claro sello ideológico y

expresa un punto de vista sobre la realidad contemporánea. El

semiólogo francés Patrice Pavis vincula el teatro de Barba a “la

sensación de derrumbamiento de nuestra cultura y a la pérdida de un

sistema de referencia dominante”, lo que explicaría esta “búsqueda de

lo sagrado y de lo auténtico” a través del teatro17 (iniciada por Artaud y

que tiene varios hitos a lo largo del siglo XX). Para el estudioso chileno

Fernando De Toro, el teatro de Barba “obedece a la fragmentación y el

descentramiento ideológico que ha caracterizado a la sociedad

occidental desde los años 60 en adelante”.18

Se trata, claramente, de un teatro que reacciona contra las


16Monique Borie: "Anthropologie théâtrale et approche anthropologique du théâtre",
1987, en manuscrito.
17 Patrice Pavis, "Anthropologie Théâtrale", en Dictionnaire du théâtre. Paris, Editions
Sociales, 1987,.
18 Fernado De Toro: "La práctica teatral del Odin Teatret y la identidad actorial y
espectorial", 1987, en manuscrito.
frustraciones y las falacias de su época y se proyecta hacia una utopía, a

la que se avizora no desde la perspectiva de la transformación

revolucionaria de la realidad, sino desde una "ideología de la libertad"

que intenta situarse al borde de algunos combates sociales muy

concretos que se libran en el mundo contemporáneo; proclama la

solidaridad con los marginados y entiende como tales a todos aquellos

que no pueden ejercer el derecho a "ser diferentes".19

Está por hacer el estudio de la evolución que la práctica y el

pensamiento teórico de Barba pudieran haber experimentado en estos

veinte años. En un trabajo reciente, Barba enfatiza la existencia de un

"horizonte histórico-biográfico" que "determina los resultados artísticos"

de cada actor. Afirma que el teatro antropológico implica "un viaje a la

propia historia y a la propia cultura", "¿...quién soy?" como individuo de

un determinado tiempo; reivindica el otro momento de una polaridad,

que él juzga ineludible, y según la cual el teatro es, también, "el

instrumento para encontrar un territorio en el cual todos somos

iguales".20 El teatro antropológico solo podría existir basado en esta

polaridad: el reconocimiento por el actor de sus propias peculiaridades

biográficas y culturales; y su capacidad para intercambiar respuestas

con "personas extrañas y lejanas en el tiempo y en el espacio". Este

intercambio permitiría al teatro abrirse a la "transculturalidad".21 Aunque

19 Hoy en día me encuentro yo misma más cerca de esta perspectiva que en el


momento en que escribí estas líneas.
20 Eugenio Barba: "Teatro antropológico", Hyphos. Italia, Lece, 1987, año 1, número 1.
21 Idem.
la ambigüedad sigue presente, la visión de Barba hoy parece más

cercana a una perspectiva histórica. Creo que su noción actual de

transculturalidad — vinculada con la tan debatida de preexpresividad —

se está despojando de algunos acentos mitificadores.

Los vínculos de Barba con la América Latina en los últimos diez

años podrían tener algo que ver con esta hipotética evolución que

sugiero. La fuente inspiradora que hace veinte años fue para él y su

grupo el Oriente inmóvil y secular, hoy se ha desplazado hacia los países

latinoamericanos.

Muchos no entienden por qué estoy siempre en la América

Latina, "donde sólo hay desorganización y caos". Ese es el

continente que más me ha ayudado en mis demandas

esenciales. ¿Cuál es mi identidad?, como dirían los

lationamericanos. Esa palabra no la conocemos los europeos.

Esa palabra habla de raíces, de algunos valores que uno no

puede traicionar, de lealtad a los sueños que hemos soñado.

Para algunos el teatro es inversión. La América Latina es un

continente en el que no existe un sistema teatral, a excepción de

Buenos Aires. Sin embargo, he encontrado en la América Latina

personas que pagan de sus bolsillos para hacer teatro. Esto es

lealtad a un sueño. El sueño, en el límite, puede pertenecer al

pasado, haberse difuminado, pero la lealtad sigue estando.22

22 De mis notas en el ISTA, Salento'87.


Supongo que, por los caminos de este continente, numerosas

confrontaciones con hechos e individuos habrán movido a reflexionar al

director europeo sobre lo siguiente: ese sentimiento latinoamericano de

identidad que lo seduce, está, antes que todo, vinculado a un estar en la

historia muy concreto. Para nosotros la defensa de la identidad es una

condición para la vida y la permanencia amenazadas. En la América

Latina, el pacto con la historicidad resulta ineludible.

Por su parte, Barba ha influido en el teatro de nuestro continente.

Su propuesta de un teatro de grupo de este lado del mundo coincide,

antes que con una filosofía, con una situación objetiva: la falta de

recursos con la que trabajan los teatristas latinoamericanos. Esta

precariedad solo deja a los mejores la opción de asumir el teatro como

un sacerdocio, fortalecer al grupo como núcleo autosuficiente, basado

en la vida austera, la cohesión en las convicciones, la ética de la

consagración a la obra común. Su divisa de un teatro que defienda la

propia "identidad", encuentra repercusión en la América Latina, como

continente que, por sus propias razones históricas y culturales, necesita

reconocerse y "proteger su centro".

Sus investigaciones en torno al actor abren nuevos caminos

técnicos y expresivos. Si bien ha desatado, como era inevitable, la

imitación y el epigonismo (nunca falta quien prefiere angustiarse a la

europea), no es menos cierto que también ha fecundado caminos

altamente personales y creadores en este continente, que han sabido


asimilar sus propuestas, adaptándolas a otras culturas y a otras

perspectivas ideológicas.

¿Representa Barba el manierismo, el agotamiento del “teatro

santo” — Artaud, Brook, Beck, Grotowski? ¿Es su último gran

representante como ya comienzan a sugerir algunos críticos?

Quizás sea así. De lo que no cabe duda es de que sus indagaciones

han estado conectadas al corazón mismo de la cultura teatral de esta

última mitad del siglo, y de que esta polémica sensibilidad antropológica

que hombres como Eugenio Barba representan dejará marcas decisivas

en la noción misma de teatro en el siglo XX.


LO ANTROPOLÓGICO EN EL DISCURSO ESCÉNICO

LATINOAMERICANO

octubre de 1990

Hacia el año 1986, cuando empecé a observar de cerca el teatro

latinoamericano, me pareció que en él estaba surgiendo una nueva

sensibilidad diferente a la que predominó en los años 60 y 70. En

comparación con esta época resultaban más "metafóricos", decía yo

entonces, los procedimientos de figuración, y parecía que la escena, en la

que antes se había hecho fuerte un propósito didáctico y político (eran los

años de auge de la "creación colectiva"), iniciaba ahora un "viaje a la

subjetividad"1. La estética de inspiración brechtiana, que proponía un

cuadro del funcionamiento social, ahora parecía sustituida por una

tendencia a combinar lo político con una óptica subjetiva, personal,

interiorizante, que reivindicaba lo existencial y lo articulaba en lo histórico.

Lo observado desde entonces no ha hecho sino intensificar esa

apreciación.

1 Ver “¿Nuevos caminos en el teatro latinoamericano”, en este volumen., p. xx


A las puertas del siglo XXI este continente, a su manera peculiar, está

experimentando todas las mutaciones que sufre el mundo del boyante

capitalismo multinacional y del derrumbe estrepitoso del campo socialista.

Esta América Latina, que conserva persistentes rasgos premodernos en

un mundo que se declara posmoderno, modifica vertiginosamente su

rostro y sufre una sacudida espiritual. La hipótesis sobre una crisis del

pensamiento de izquierda latinoamericano ha dejado de ser una

conjetura para convertirse en un dato cierto. A las puertas de una nueva

época histórica para el continente y el mundo las sensibilidades — y

dentro de ellas las visiones de lo político — están cambiando.

El teatro es un acto físico concreto que reproduce los modelos de

convivencia dominantes o bien organiza con los espectadores espacios de

convivencia alternativos. Hoy el predominio de la imagen y su

reproducción en un mundo globalizado, la tendencia a la uniformización, la

igualación de las identidades, y el centro de la economía puesto en el

consumo y no en la producción tiene dos efectos: uno tiende a

desmovilizar al teatro como experiencia crítica y convierte lo innovador en

objeto para el consumo; el otro intenta producir microuniversos

alternativos.
En la segunda variante el teatro acentúa los procesos vivos; es el

teatro que, más allá de lo estético, trata de generar acción real para

contrarrestar el adormecimiento, la neutralización de los sujetos. ¿Cómo

rescatar el protagonismo de los sujetos en un mundo donde se imponen

redes gigantescas de producción de símbolos (video, computación,

telecomunicaciones) que despersonalizan y desrealizan la experiencia?

¿Cómo hacerlo cuando la política se ha desacreditado y palabras como

revolución, progreso y socialismo se pronuncian con pudor y mala

conciencia? En medio de esta situación de cambio, poéticas emergentes

intentan devolver al teatro latinoamericano su función movilizadora y

resistente.

¿Está aparecieno un teatro político de nuevo tipo? ¿Cuáles serían

los cambios de actitud esenciales en este teatro nuevo?


Los proyectos políticos liberadores tendrían que abandonar las

abstracciones y la abusiva ideologización; tendrían que volver a

conectarse con lo específico y vivencial. La filosofía de las “masas” y su

movilización ahora se sustituye por la práctica de protagonismo en las

personas concretas.

El teatro, igual que las izquierdas, tendrá que aprender a desterrar el

gesto autoritario y a construir sobre la marcha poder para los sujetos. Esa

es la nueva complejidad.

En los años 60 y 70 Brecht irrumpió en la América Latina que vivía

una ola de auge revolucionario. El impulso del Brecht latinoamericano y la

"creación colectiva" no solo quiso movilizar las conciencias sino hacer

subir a escena a los espectadores. Allí se intentó trascender el horizonte

de clase media ilustrada que predominaba en nuestros teatros

independientes de los años 30-50.

¿Qué fue lo nuevo y autóctono del teatro político latinoamericano? Su

principio democratizador práctico que puso en el centro las nociones de

grupo y dramaturgia colectiva. En los años 60 y 70 la estética de la

concientización descubrió cómo materializar lo democrático en términos

operativos y escénicos.

Sin embargo, ya a fines de los años 70, cuando comienza a

desvanecerse el sueño de la revolución inminente, el teatro da claras

señales de un cambio.
En 1988 Juan Carlos Gené, durante un diálogo sostenido en La Habana

entre destacados maestros del teatro latinoamericano, afirmaba que

estábamos comenzando un ciclo nuevo y que era necesario pensarnos de

otra manera, "barajar y dar de nuevo", sin prejuicios. Gené contrastaba la

visión del futuro de los años 60 y comienzo de los 70 — marcados, según

él, por "cierto 'izquierdismo'", pero también por "grandes ilusiones" —, con

el momento actual:

Nuestra realidad de hoy es tan compleja que aquí estamos

sentados compatriotas latinoamericanos de algunos países, a

quienes lo mejor que les puede ocurrir en este momento es la

democracia gris, liberal, formal y absolutamente carente de

proyectos [...] y tenemos que defender estos procesos

democráticos en los que en el fondo no creemos.1

En aquella misma conversación el brasileño Fernando Peixoto y el

argentino Enrique Dacal, destacaban el fenómeno de fragmentación que,

a partir de los procesos de democratización más recientes en el cono sur,

estaban desmovilizado a los movimientos teatrales de Argentina y Brasil.

Ahora — decía Peixoto, citando palabras de su compatriota

Gianfrancesco Guarnieri — "se han acabado los movimientos: solo hay

eventos". Según Dacal, el poderoso movimiento teatral argentino se había

desarticulado: "Es como si el teatro dejara de tener proyectos".

1 "Diálogo en La Habana"; conversatorio de Atahualpa del Cioppo, Nissim Sharim,


Santiago García, Enrique Dacal, José Solé, Juan Carlos Gené, Miguel Rubio, Raquel
Carrió y Magaly Muguercia, Conjunto no. 80, julio-septiembre 1989, pp. 44 y 46.
En aquel mismo diálogo el peruano Miguel Rubio afirmaba: "la

creación colectiva es un método que de alguna manera está cansado; o

más bien no el método sino los grupos".1

A finales de los años 70 aparecen obras donde la forma exhibe este

sentimiento de inestabilidad y la necesidad de revisar la ética del militante

político: Rásgate, corazón, del brasileño Oduvaldo Vianna, y El día que

me quieras de José Ignacio Cabrujas son ejemplos elocuentes. A mediados

de los años 80 nuevos textos sugieren esta mirada crítica sobre los

discursos políticos del pasado: La secreta obscenidad de cada día, de

Marco Antonio de la Parra, Arriba, Corazón, de Osvaldo Dragún, entre

otras. En 1989, la última pieza de Gianfrancesco Guarnieri, Pegando fuego

allá fuera, realiza "un exorcismo de todos los fantasmas que nos

acompañan." Es preciso, dice, "discutir las cosas de otra manera". "La

izquierda tiene mil problemas, es una izquierda con ideología de clase

media." "Siento nostalgia de aquellos tiempos en que las cosas eran más

visibles, más nítidas." 1

En ese mismo diálogo sostenido en la Casa de las Américas Santiago

García oponía reservas a mi tesis sobre la presencia creciente en nuestro

teatro de lo que entonces llamé el "viaje a la subjetividad".1 García

subrayaba la vigencia que seguían teniendo los patrones estéticos que

hegemonizaron otro momento del teatro latinoamericano:

1 Diálogo en la Habana, op. cit., p.37.

1 Luis Avelima y Marco Antonio Araujo: "Guarnieri exorciza sus fantasmas". Entrevista
en Conjunto no. 80, julio-septiembre 1989.
1
...yo creo que lo que más ha servido al desarrollo de nuestro

teatro en la América Latina ha sido voltear los ojos hacia nuestros

problemas y hacia nuestra realidad, más que hacia nuestra

subjetividad. [...] "Probablemente lo que más ha ayudado es esa

manera de ver la historia que propuso Bertolt Brecht.1

1
Sin embargo, en ese mismo año el maestro García estaba enfrascado con

el grupo La Candelaria en la creación de El paso, que poco después

causaba impacto en los escenarios de América Latina y Europa. Este

espectáculo singular no dejaba lugar a dudas sobre los nuevos vientos

soplaban en La Candelaria. El paso nació como un proyecto de producir

una obra sobre la historia nicaragüense y la figura de Sandino — algo muy

coherente con el universo temático y la poética del grupo. Pero a medida

que las investigaciones avanzaban y entraban en la etapa de las

improvisaciones el proyecto inicial cambió su rumbo. El nuevo discurso

escénico estaba ahora referido a la perplejidad, a la incomunicación y al

miedo. Este cambio de mirada y su brillante solución escénica sorprendió

a la crítica. En El paso las sutilezas de las relaciones subjetivas pasaron a

un primer plano. La escena acentuó la levedad del gesto, el murmullo casi

ininteligible, la tensa atmósfera. Como ha señalado la crítica Ileana

Diéguez1, esto no significó un regreso al sicologismo naturalista. En esta

hostería situada en un cruce de caminos, en una geografía y un tiempo

indeterminados, se combinaban depuradas técnicas de distanciamiento y

una intensa inmersión en lo existencial profundo, casi inasible. El paso

quedará, con su relativización de la fábula en favor de "no dichos" y

balbuceos, con su dramaturgia que pone en escena los signos de una

subjetividad consternada por la inseguridad y la violencia, como uno de

los más sólidos ejemplos de la reorientación estética que experimenta la

1 Ileana Diéguez: “El paso de La Candelaria por Cádiz: parábola en el tiempo”. Conjunto

no. 79, abril-junio 1989.


escena latinoamericana.

Ni Santiago García ni La Candelaria renuncian a hacer teatro

político, a mi modo de ver. Solo que su búsqueda de un teatro para dar

respuestas claras cambia bajo el impacto de una experiencia nacional

cada vez más desgarrada, brutal y delirante. Se estancaría la reflexión y la

experimentación si no tomamos conciencia de que algo está cambiando

en el espíritu y en la forma en nuestros escenarios actuales.

Deliberadamente no he querido apoyar mis tesis en las innovaciones

que aportan los más jóvenes, sino con ideas y prácticas que surgen de

grupos que antes aportaron una obra decisiva al teatro de la América

Latina. Los mismos maestros que en otra etapa trabajaron dramaturgias

políticas ahora están reconsiderando sus conceptos y lenguajes, incluso

sin total conciencia de esto.

La marca antropológica
Para seguir la pista de estos cambios es importante detenerse a estudiar

uno de los principales caminos del teatro occidental contemporáneo. El

enfoque sociológico, que en décadas pasadas dominó la escena de

algunos países, ahora se mide con un paradigma antropológico. En la

antropología teatral tal y como la ha pensado Eugenio Barba hay

elementos críticos válidos que reaccionan contra la pérdida de identidad y

contra la reducción de la espiritualidad humana a mero resonador de los

procesos económicos y materiales. Estas visiones fueron alentadas en

este siglo, principalmente, por un marxismo dogmatizado. Hoy el

pensamiento progresista intenta superar el dogmatismo que puso en

peligro de muerte el pensamiento revolucionario y empobreció el

marxismo.

Es desde esta perspectiva que me parece necesario indagar en la

eventual presencia en los escenarios latinoamericanos de este paradigma

antropológico.
A mediado de los años 60 las investigaciones de Grotowski, Peter Brook,

Eugenio Barba, Ariane Mnouchkine y el Living Theatre, entre otros,

comienzan a configurar una estética subversiva que enfatiza lo liberador

de prácticas grupales que voluntariamente se marginan de los valores de

la sociedad competitiva y represora. En todos estos artistas se produce

una inmersión en culturas exóticas; su afán transcultural expresa un

afecto universalista. Sin embargo, aunque ajenos a categorías como

"toma del poder" y "lucha de clases", todos en estos años hicieron teatro

político y se pronunciaron desde la escena contra la guerra de Vietnam.

En la creación escénica latinoamericana, aparecen hoy en día rasgos

vinculados con este paradigma antropológico.

El grupo
Desde los años treintas en los teatros independientes latinoamericanos se

introduce el grupo como una célula vital de la creación dramática. El

significado de esta célula básica se ensancha en los años del teatro de

creación colectiva. Los grupos de esta etapa proyectaban claramente en

su funcionamiento un modelo del orden social democrático al que

aspiraban. Esto iba desde la ética que presidía el esfuerzo común (voto de

austeridad para sobrevivir sin apoyo oficial, solidaridad en las relaciones

humanas, autoexigencia, participación militante junto a las causas

populares) hasta las formas mismas de la producción artística, que

garantizaban la participación de todos en la conformación del núcleo

ideológico del espectáculo y en la elección de los caminos formales.

Posteriormente esta noción de grupo se ha medido con el concepto que

del grupo proponen las corrientes antropológicas. Para estas el grupo es el

microuniverso, la"isla flotante" barbiana que aparecía como la última

apuesta por la autenticidad en las relaciones humanas en un mundo

sometido a las exclusiones y la falsificación. Mucho de la mística y el rigor

de los grupos del camino antropológico ha venido a reforzar y a darle un

nuevo matiz comunitario a la tradición de grupos independientes —

opuestos a lo comercial y críticos en lo social — que tanto han significado

en el siglo XX para el desarrollo del teatro latinoamericano.

La influencia antropológica ha llamado la atención sobre el grupo como

enclave de resistencia a los patrones culturales oficiales, en una relación

que excede lo estrictamente artístico.


En este punto valdría la pena recordar la significación que concede un

sector de la nueva izquierda latinoamericana a la dimensión local, grupal,

al trabajo comunitario con células poblacionales de base, como principal

vehículo de un nuevo concepto de la estrategia democratizadora.

Igualmente es necesario tomar en cuenta la importancia de la

antropología como disciplina de la que se ha nutrido el pensamiento social

latinoamericano. La antropología que investiga las peculiaridades

culturales de diferentes etnias y comunidades muchas veces sirve de

apoyo a la labor teatral cuando esta ha dirigido su mirada hacia el estudio

de las culturas marginadas.


Por otra parte en la actualidad el pensamiento social latinoamericano

tiende a enfatizar el surgimiento, como agentes de los posibles cambios

sociales, de nuevos sectores y nuevos movimientos con visiones del

mundo y comportamientos peculiares que alcanzan a veces niveles muy

significativos de autonomía e influencia. Clases medias empobrecidas,

nuevos pobladores migrantes a la urbe, economías informales,

cristianismo liberador, movimientos sociales, educación popular, son

algunas de las instacias en que se manifiesta esta heterogeneidad que

contrasta con el simple esquema clasista que orientaba las reflexiones y

las acciones de otro tiempo. La escena latinoamericana, que ya de antiguo

venía trabajando en contacto directo con los sectores populares, no ha

permanecido indiferente al surgimiento de estos nuevos sujetos sociales.

Así lo ilustran los grupos que, orientados por profesionales, trabajan hoy

en día en los barrios populares de Bogotá, Montevideo, Santiago, Río

Piedras o Ciudad México; los grupos que, en Lima, incorporan a la escena

al desarraigado migrante que circunda la urbe y alimenta su economía

subterránea; el teatro de las comunidades rurales en Jamaica y Nicaragua;

el de las parroquias en Honduras; el de las "zonas de emergencia" en el

Perú andino; los "teatros laboratorios" surgidos en varias comunidades

indígenas en el interior de México; el teatro que se hace en todo el

continente con las mujeres de los barrios humildes, con los padres, con los

niños, con indígenas, con presos, con estudiantes, con enfermos, con

creyentes. Este teatro participa muchas veces en proyectos integrales de


dinamización social en las comunidades de base y contribuye a reforzar en

ellas su autoconciencia, a capacitarlas para el ejercicio con voz propia de

sus demandas. Lo sociológico y lo etnológico se unen en tales

experiencias escénicas, que se hacen eco tanto de carencias y conflictos

de la vida cotidiana como del rescate de la memoria colectiva. Estos

grupos investigan e insertan en el teatro valores culturales tradicionales y

rituales ancestrales. Grupos profesionales de alto desarrollo son muchas

veces los impulsores de estas experiencias. Al nutrirse de ellas y

elaborarlas al nivel de una práctica artística "culta", incorporan no solo

inquietudes que vienen de la antropología teatral, como la concibe

Eugenio Barba. Pero, además, estos artistas latinoamericanos que realizan

indagaciones antropológicas de campo, no están, como algunos europeos,

solo mitificando las "culturas exóticas" y ajenas, sino interviniendo en su

propio sustrato cultural marginado y trasegando con una contingencia

social que, para el latinoamericano, no se puede separar de la dimensión

cultural.

Es decir, el antropologismo del teatro latinoameriano tiene muchas

posibilidades de convertirse, antes que en una evasión universalista y

suprahistórica, en estímulo y vehículo de una actitud transformadora y

política.

Lo lúdico
La actitud de jugar supone un tipo de comportamiento no utilitario,

placentero, que propicia el libre curso de la fantasía y que, al mismo

tiempo, se sujeta a ciertas normas internas (gestos y palabras claves,

duración, espacio, etc.).

Las convenciones del ludus traen la marca de la comunidad, pero se

aceptan voluntaria y por lo tanto gustosamente. Jugar permite el acceso a

un remanso de libertad y de gozosa autoexpresión; aunque, desde luego,

se manifiesta en las formas particulares de cada cultura, la capacidad de

juego es universal, común y reconocible por todo hombre.

El juego nos permite por un momento ponernos al margen de los

patrones cotidianos y afirmar el impulso vital, desplegar con fruición la

energía reprimida. El lujo y la movilidad de nuestra mestiza cultura

latinoamericana propicia la incorporación del elemento lúdico. Ni siquiera

en los años de la euforia militante era fácil que el teatro político strictu

sensu fuera seco y racionalista. El baile y la fiesta popular se

entremezclaban con el mensaje urgente, y era reñido el duelo entre el

acto vital y la consigna.


Hoy en día, cuando las ideas más progresistas en nuestro continente

buscan humanizar, insuflar vida concreta y tangible a las relaciones

personales, sociales y a la misma política, el factor lúdico refuerza su

presencia en el teatro. En el teatro, el juego convoca a la participación y

funde en uno solo a actores y espectadores. Los pone a salvo de un

doctrinarismo excesivo, del desvalorizado parloteo ideológico. Les

devuelve identidad.

En este sentido resulta muy ilustrativo el testimonio de Rosa Luisa

Márquez y Antonio Martorell, dos teatreros puertorriqueños, luchadores

antimperialistas convictos y confesos, que en fecha reciente reclamaban

"otro lenguaje" para el teatro político:


Yo me niego a ir a otro piquete más, pancarta en mano, a vocear

las mismas consignas que sólo nosotros oímos, memorizamos y

repetimos como el papagayo. Hay que proponer otro lenguaje. [...]

Estamos ante la disyuntiva de [...] manifestarnos políticamente

también de un modo establecido, normativo y aburrido que no

tiene que ver con nuestras inquietudes en el arte, o de buscar

alternativas integradoras de nuestra persona artística y política.

[...] Primero el placer [...] el placer de imaginar, de soñar, y

concebir algo que todavía no tiene fallas, perfecto en su realidad

ideal [...] el de reunirse, jugar, descubrir elementos y situaciones

que ni siquiera habíamos soñado, mejores y peores que el ideal,

que nos vienen por las manos, por los pies, por todo nuestro

cuerpo y el de nuestros compañeros de juego.1

1 Márquez, Rosa Luisa y Antonio Martorell: “Uno, dos, tres... probando”, Conjunto no. 82,

enero-marzo 1990, p. 62.


Bajo la bandera de esta gozosa y comprometida ludicidad, de este

culto a los sentidos y a la imaginación, estos boricuas se manifiestan en su

país a favor de la Nicaragua sandinista, por el respeto a la lengua

materna, o hacen campañas preventivas contra el SIDA. En 1989, durante

el primer taller de la Escuela Internacional de Teatro celebrado en Cuba,

en el que ellos trabajaron como pedagogos, la exuberante inventiva de

Rosa Luisa y Toño logró contagiarse no sólo a los teatreros, sino a los

plácidos pobladores del pueblito aledaño de Machurrucutu. Estos, por una

vez, miraron con ojos distintos y advirtieron que su satisfecha y

relativamente próspera comunidad estaba adomercida y descubrieron,

con el teatro de los boricuas, el acto conjunto de jugar.


Señales de esta ludicidad que reacciona contra lo rígido y prelaborado y

promueve el encuentro del hombre con sus valores esenciales, están

presentes también en la línea seguida en Cuba por Flora Lauten.

Animadora en los años 70 del movimiento del "teatro nuevo" (la "creación

colectiva" cubana), en 1980 esta directora imprime un nuevo sesgo a su

trabajo escénico: convierte la escenificación de La emboscada, típico

exponente de una dramaturgia lineal y cerrada, concebida para el debate

de una temática ideológico política, en un experimento de largas

consecuencias en el teatro cubano. Allí se revelaba un nuevo tipo de

vitalidad, una noción más ancha del concepto de dramaturgia y de la

relación actor-espectador. A contrapelo del texto básico, los jóvenes

actores, a partir de improvisaciones, jugaban literalmente a

"representar", desde la perspectiva del presente, los hechos narrados.

Introducían así en la propuesta escénica una ruptura liberadora, al tiempo

que ejercían una punzante operación crítica relacionada con la estrechez

de determinados valores éticos. Esta directora, que más tarde funda el

grupo Buendía, ha desarrollado desde entonces un discurso cuestionador

al respecto de nuestros estereotipos ideológicos. La ludicidad ha sido uno

de los recursos de que se ha valido para promover en el actor y en el

espectador un tipo de comportamiento que debloquee sus hábitos

interpretativos y comunicativos y los lance al riesgo de lo sensible y

vivencial, de lo abierto e imprevisto.


Hoy en día son inumerables en el teatro latinoamericano ejemplos como

estos donde la escena, valiéndose del elemento lúdico, se apropia de

estructuras rituales, despliega la magia y el regalo sensorial,

desenmascara mitos, devela valores auténticos y falsos. Puedo recordar

asociados con este mundo, las Postales argentinas (1988) de Ricardo

Bartís; el Clú del Claun, de los argentinos Hernán Gené y Guillermo

Angelelli; los magníficos espectáculos callejeros colombianos; El bar de la

calle Luna, también colombiano; los crueles Juegos de la trastienda del

cubano Tomás González; la "magia" de los actores de Juan Carlos Gené en

el Memorial del cordero asesinado. Cito universos estéticos muy diversos,

pero en todos ellos está presente una actitud lúdica que trata de romper

con automatismos culturales y movilizar zonas profundas de identidad.

El cuerpo comunicante

El acento sobre lo sensorial, biológico y corporal constituye una de las

principales y más nítidas influencias de orientación antropológica que se

ejercen hoy sobre la escena latinoamericana. Esta nueva comprensión de

lo corporal es una forma de rechazar el quiebre entre cultura y vida, la

proliferación de mediaciones ideológicas que entregan a la percepción un

mundo ajeno.
Todas las técnicas y teorizaciones que proponen el empleo integral del

cuerpo intentan impedir en el comportamiento escénico las respuestas

estereotipadas, mecanizadas. Se trata de que el cuerpo piense él mismo,

y se despegue de una racionalidad que a veces es falaz, encubridora y

engañosamente lineal.

En este sentido el teatro latinoamericano realiza importantes

exploraciones que van desde el empleo de la "memoria sensible"

empleado por el grupo Yuyachkani en el proceso investigativo del actor,

hasta la interpretación de Santiago García de la teoría lingüística del "acto

de habla", que trabaja el encuentro entre el símbolo y la acción.1

1 Ver Santiago García: “El acto de habla en el teatro”, Conjunto no. 77, julio-septiembre

1988, p. 27.
La danza teatro o la danza posmoderna, de tanta fuerza hoy en la

América Latina y muy especialmente en Cuba, indaga en técnicas que

"descolonizan" el cuerpo (escuchar, sentir los propios huesos, los

músculos, la respiración, dejar que sean ellos los que guíen la expresión).

La danza teatro en Cuba ha extendido su influjo a todo el quehacer

escénico durante los últimos tres o cuatro años, y aparece muy vinculada

a las formas más innovadoras y críticas que hoy hacen en Cuba los

jóvenes artistas (en la plástica, la canción, la poesía, la narrativa). Esta

danza experimental, que ha borrado las fronteras con el teatro, tiene un

agresivo aliento crítico relacionado con la denuncia de deformaciones

presentes en la actual sociedad cubana, tales como la doble moral, el

imperio de la retórica, la consagración de la banalidad; al mismo tiempo,

la danza teatro en Cuba realiza una importante exploración que acerca lo

culto y lo popular.1

1 Ver Sacoto, Tania: " La danza teatro en Cuba", Conjunto no. 82, enero marzo 1990. pp.
50 51.
Posiblemente sea el maestro brasileño Antunes Filho quien haya

desarrollado de manera más sistemática y original en la América Latina

una técnica y una poética que sitúan el cuerpo-mente del en el centro de

la creación escénica. Sus ejercicios sobre el desequ¬librio y la mímica no

figurativa tratan de "deculturar" según su propia expresión el cuerpo del

actor, de hacerlo perder sus condicionamientos previos, de despojarlo de

la gestualidad cotidiana para permitirle el acceso a zonas más profundas

de significación. 1

1 Ver Loyola, Guillermo: “Un mes con Antunes Filho”, Conjunto, no. 84, julio-septiembre
1990.
En su espléndido espectáculo Paraíso zona norte, el más reciente del

grupo Macunaíma, toda la creación actoral está vinculada con un ejercicio

que surgió durante el proceso de montaje y que él denomina "la burbuja":

una técnica de relación del actor con su cuerpo y con el espacio que

produce un efecto transparente de flotación, de atracción-rechazo, de

descentramiento y búsqueda de un eje. Esa elaborada técnica que

permite al acgtor apropiarse de las diversas resonancias corporales y

vocales del texto dramático, nos remite a un modo diferente de plantearse

el problema de la identidad: este cuerpo precariamente equilibrado

sugiere una huidiza "brasilidad" que no descansa en la actitud folklórica

que tanto desprecia Antunes. Este cuerpo reproduce el forcejeo perenne

de la cultura brasileña, atrapada entre su irreductible aliento de

universalidad y el sofocante provincianismo, entre la modernidad y el

atraso, entre lo gigantesco y sublime y la pequeñez, la vulnerabilidad, lo

mezquino y aparencial.

Vitalismo y vivencia

En una zona de la actual escena latinoamericana es fuerte la tendencia a

hacer prevalecer el acto vivo y radical por sobre la representación estética

de un modelo real.
Hay un vitalismo escénico que se conecta con el paradgima

antropológico que estamos intentando caracterizar. Aquí está la reacción

artaudiana del artista que, huyendo de las adulteraciones del mundo

civilizado, anhela sumergirse en la naturaleza, en lo puro y virgen, "tocar"

la vida. Las plataformas teóricas que dan cuenta en la América Latina de

ese vitalismo no escasean y son variadas. A veces están fuertemente

asociadas a un sentimiento anarquizante y libertario (en Colombia, los

teatreros que continúan fieles a la razón hablan con ironía de los

"libertarios"). El rechazo de los principios represivos y la exaltación de la

vitalidad producen obras genuinas; otras veces, la actitud no va más allá

de una pose. Pero en cualquier caso estamos ante una reacción cultural

que habla de una crisis de valores y en particular del llamado "desencanto

de las ideologías". En artistas tan genuinos como la brasileña Denise

Stoklos alienta claramente esta sensibilidad; recientemente la artista

declaraba:

Soy cada vez más anarquista, cada vez me río más de los políticos

(de los de profesión y de los de actuación), cada vez me evado

más por el camino personal, individual, único. Si mis ex alumnos

me preguntan qué hacer, siempre les digo: Inventen, pues los

principios se están desmoronando, hay algo corrompido en todas

partes.1

1 Stoklos, Denise: “Ir a ti”, Conjunto no. 81, octubre-diciembre 1989, pp. 69-71.
El talentoso colombiano Samuel Vázquez, director de Técnica mixta, El

arquitecto y el empreador de Asiria, y muy recientemente de El bar de la

calle Luna, liderea desde hace siete años el Taller de Artes de "la ciudad

más peligrosa del planeta": Medellín. Su valiosa práctica escénica aparece

acompañada de profusas declaraciones que apuntan a ese vitalismo:

La naturaleza externa, "lo otro más puro", está, no para ser

conquistada, violada y dominada por un ejercicio despótico del

principio de la realidad, sino para ser vivida y transformada. Es por

esto que el principio de la realidad no debe prevalecer sobre el

principio del placer. Se trata, entonces, de establecer una ecología

teatral donde la vida sea lo importante.[...] El actor engendra el

Tiempo; lo engendra "viviendo" el espacio escénico. Para ocupar,

para vivir el espacio escénico el actor pone a andar el tiempo. Lo

pone a andar con un movimiento que implica dirección, rumbo,

itinerario. Y es el movimiento el que hace vivible y medible el

espacio. [...] La vivencia del espacio escénico por el actor es la

realización de la fuerza que en cada momento el hombre necesita

para consumar lo Libre, en lugar de someterse al condicionamiento

de lo necesario.

La participación de un ser humano vivo como material constitutivo

de una obra de arte, implica una posibilidad de trascendencia que

se desprecia y se desperdicia en demasiadas ocasiones.1

1 Buscar referencia
El bar de la calle Luna, de Samuel Vázquez, trasciende cierta

absolutización de las nociones de libertad y universalidad que este

director gusta desplegar, para erigirse en un convincente experimento de

reformulación de la función comunicativa teatral. Los que, al filo de la

madrugada, penetran en aquel bar real de la peligrosa Colombia, se ven

confrontados con un fino ejercicio dramático en virtud del cual el

espectador pasa a ser actor de una densa relación. Erotismo, sensualidad

y poesía aparecen conectados con una pregunta sobre la incomunicación

y las trampas morales. En aquel bar real participamos del ominoso

ambiente de violencia real de la actual Colombia. Cae la frontera entre

teatro y vida y quedamos convertidos en parte de la existencia azarosa de

una ciudad.

Una y otra vez encontramos hoy en nuestro continente experiencias

teatrales que convierten al acto de vida en componente esencial del tejido

dramático.
Peter Elmore, al comentar el proceso de creación de Encuentro de

zorros de Yuyachkani señalaba: "La clave estaba en convertir los hechos

en experiencias: filtrarlos por la conciencia traumatizada, conflictiva de

quien los había vivido."1 En efecto, en este espectáculo el gestus del actor

traía una marca del interior, no venía de la actitud brechtiana que estaba

en la tradición de este grupo peruano. El actor y la escena toda movían un

torrente de vida subterránea que, quebrando la fábula, aparecía y

desaparecía creando un accidentado relieve, una desigual secuencia de

revelaciones.

El espectáculo cubano La cuarta pared, que centró las mayores

polémicas de público y crítica en 1988, partía de este mismo principio de

desnudamiento de la conducta, de penetración en los resortes escondidos

tras la conciencia, y, sin usar la palabra, capturaba al espectador por la

agresiva sinceridad, por el grado de sacrificio al que se exponían aquellos

jóvenes oficiantes. Ellos, al final literalmente desnudos, hacían venirse

abajo la cuarta pared.

Varios espectáculos cubanos de esta misma época o posteriores

(Juegos de la trastienda, El grito, los monólogos del grupo Teatro a

Cuestas) verifican esta misma inmersión en una zona profunda que es

psíquica y biológica.

1 Elmore, Peter: “Encuentro de zorros: testimonio de parte”, Conjunto no. 81, octubre-diciembre 1989, p. 24.
Lo fundamental de este nuevo acento en lo vital y vivencial consiste

en que el actor se ve obligado a romper con el principio de la

representación verosímil y acercarse mediante técnicas

desestructurantes a un nivel de ejecución donde la vivencia se vuelve un

acto trascendente.

Fragmentación y descentramiento

El teatro que se plantea la actuación en tales términos de riesgo y ruptura

y que instala una relación subversiva con el público, igualmente modifica

el plano narrativo y dramatúrgico. Se produce una ruptura de la estructura

dramática tradicional (centrada en un conflicto, lineal, "cerrada"). El

trabajo del actor ejerce violencia sobre lo evidente y comúnmente

aceptado y somete la fábula a fragmentaciones.

Sobre los personajes de Ulf, la obra más reciente de Juan Carlos Gené,

dice el propio autor: "No es fácil determinar si son sus mentes las que

deliran o es la realidad, más desfasada, cruelmente enloquecida y

agraviante que los fantasmas que pueblan sus memorias desarticuladas."1

En este texto, de alta precisión y belleza, todos los pormenores del

discurso parecen atravesados por un interrogante angustioso: ¿cómo fijar

los contornos de la identidad y la verdad? De ahí que la dramaturgia se

aleje, como el propio autor destaca, de la lógica lineal, realice digresiones

en el espacio y en el tiempo y recorra los mismos caminos que esas

"memorias desarticuladas".
1 Citado por Entreactos, Conjunto no. 79, abril-junio 1989, p. 106.
En relación con Encuentro de zorros del grupo Yuyachkani, Miguel Rubio

ha declarado: "Nosotros no buscamos una lectura sociológica o

documental de la obra, por eso nos planteamos una narración

deliberadamente de pesadilla, para evitar los límites del realismo

didáctico."1

1 Citado por Hugo Salazar de Alcázar en “Encuentro de zorros de Yuyachkani: no uno


sino varios encuentros”, Conjunto no. 81, octubre-diciembre 1989, p. 28.
"Narración de pesadilla", "memorias desarticuladas"... La realidad y las

conciencias se han descolocado y problematizado en medida tal que las

imágenes dramáticas aparecen desagregadas, móviles, ambivalentes. Es

por eso que en el nivel narrativo el actual teatro latinoamericano se acoge

a esta fragmentación de la dramaturgia. La desestructuración no surge de

una simple voluntad de estilo, sino de lo que una realidad descentrada y

caótica hace a la sensibilidad.

En una palabra: hoy los procedimientos de la estricta lógica racional

resultan insuficientes para concebir el discurso escénico latinoamericano;

prolifera no sólo la fragmentación de la fábula sino de todo el armazón

dramatú¬gico; en el tejido escénico ahora se pone en evidencia lo

divergente y contrapuntístico; múltiples lenguajes corren de manera

simultánea en diferentes direcciones acentuando la densidad más que el

correr de la historia. La escena aspira a la apertura, a la polisemia, a la

ambigüedad.

En el reciente Festival de Teatro Iberoamericano de Bogotá me

golpeó, literalmente, el espectáculo del joven dramaturgo, director y actor

Fabio Rubiano llamado Desencuentros. En su creación y la de su magnífico

equipo veía materializado, desde las perspectivas de una generación

emergente, este universo de despiezamiento, duplicaciones, planos

significantes que se intersectan y diáspora de significaciones.

Yuyachkani
Tomo a este grupo peruano como un modelo, porque en su desarrollo

resultan perfectamente visibles muchos rasgos compartidos por una zona

de la escena latinoamericana.

A lo largo de su trayectoria se percibe en este grupo una paulatina

pérdida de linealidad y la creciente complejización de su dramaturgia.

Desde sus orígenes Yuyachkani ha relacionado sus experimentaciones

escénicas con el estudio del complicado sustrato cultural peruano. Ha

descubierto e incorporado raíces andinas al texto escénico, y actualmente

investiga los nuevos mitos y códigos mestizos y urbanos que la

desbordada migración hacia Lima ha hecho surgir en el lapso de muy

breves años.1 En las complejas y fracturadas soluciones dramáticas de sus

espectáculos más recientes, en una suerte de eclecticismo estilístico que

allí es posible reconocer, aparecen refractados, incorporados desde la

médula misma, los muchos e intrincados conflictos de la sociedad

peruana: de una parte, el imperio de una violencia traumática de signos

múltiples, en la que se confunden las razones del conservadurismo político

con las del mesianismo populista de la ultraizquierda (Sendero Luminoso)

sin que alternativas políticas convincentes logren tomar cuerpo; de la otra,

un proceso de reconocimiento de identidad nacional que intenta contener,

hasta ahora sin resultados, la abigarrada realidad multicultural de este

país.

1 Ver Salazar del Alcázar, Hugo, op.cit., p. 27.


La densidad de la problemática cognoscitiva y espiritual que han debido

enfrentar, ha impuesto al discurso escénico de Yuyachkani una visible

tensión: aquí la escena lucha entre la necesidad de esclarecimiento

conceptual por un lado (el grupo estaba inspirado por Brecht hace veinte

años) y, por otro, la intuición de que no hay una respuesta unívoca. En sus

espectáculos más recientes se percibe la tensión entre el nivel narrativo,

en el que la fábula trata de garantizar una totalidad conceptual, y un

texto escénico que les brota naturalmente fracturado, ecléctico,

plurilingüe.

Podría decirse que en Encuentro de zorros, creado en 1986, esta tensión

se mantenía en un equilibrio. Su último espectáculo, Contraelviento,

estrenado en 1989, está más inmerso aún que el anterior en los

trastornadores procesos de conciencia que afectan, entre otras cosas, la

formulación de un proyecto liberador viable en el Perú. El espectáculo se

percibe como un texto escénico inarmónico, de una inquietante hibridez.

La escena se puebla de la autonomía casi caótica de múltiples sistemas

escénicos: gesto, voz, ritmo, decorado, luz, sonido, verbo ; al mismo

tiempo, una minuciosa pauta narrativa lucha, "contra el viento", por

imponer su linealidad ordenadora. Es posible que el riguroso grupo

peruano se encamine hacia una síntesis y se abra una nueva etapa en su

trayectoria.
No me parece casual la sensación de madurez que trasmitió al público

No me toquen ese vals, ejercicio para dos actores realizado en 1990.

Cuando lo vi en Cuba no tenía aún su versión definitiva. Ahora la fábula

estaba totalmente descentrada, y parecía ser ese el único vehículo posible

para acoger las virtuosas exploraciones de la actriz Rebeca Ralli en un

universo ambiguo de afectos muy contradictorios. Sólo el tratamiento

aleatorio del plano narrativo era capaz de trasmitir la mezcla de cansancio

e infatigable disponibilidad que consumen a la actriz, su impulso

autodestructivo y su tenaz entidad.

La marca posmoderna

Llegados a este punto deseo enfatizar que no son, con mucho, estos

rasgos vinculados con una presunta "sensibilidad antropológica" la única

manera en que se canaliza la necesidad interna de la escena

latinoamericana de modificar sus lenguajes. En la crisis que acompaña al

cierre del siglo XX, la nueva sensibilidad intenta armonizar las

preocupaciones sociales y ciudadanas con el prisma ontológico y

existencial.

Me parece insoslayable aquí el examen de un paradigma como la

posmodernidad, y los modos en que el teatro latinoamericano la asume.


Aunque no sea el objetivo central de estas notas, vale la pena detenerse

un instante en las conexiones entre lo que he dado en llamar la "marca

antropológica" y la tan discutida noción de posmodernidad. Habría que

estudiar los puntos comunes entre una y otra sensibilidad así como sus

respectivas definiciones estéticas, a veces divergentes, a veces cercanas

y curiosamente intercambiables.

Tanto la escena que recoge la influencia antropológica como la

posmoderna, organizan sus respuestas centrales en tensión con el

historicismo; aparecen fuertemente atraídas por las zonas donde el arte

cruza la frontera hacia la vida; trabajan con las representaciones

culturales y las convierten en su material central, cada una a su modo.

Antropologismo y posmodernidad se plantean desde dos miradas

diferentes la relación del arte con la tradición y el pasado y el tratamiento

del saber y el lenguaje popular; ambas insisten en las limitaciones de la

lógica racional. Parecen situarse en extremos opuestos en cuanto al tema

de la identidad y la orientación utópica.


El síndrome de la fragmentación y el descentramiento que acabamos de

ver, por ejemplo, no es patrimonio exclusivo de una escena influida por la

perspectiva antropológica. También la escena y en general el arte

posmoderno se plantean como un problema central el tema de la

globalidad y la coherencia de la obra de arte y proponen alternativas que

tienden a relativizar o disolver el sentido de totalidad. La voluntad

desestructurante posmoderna es un gesto cultural que impregna

experiencias de muy diverso rango.

Vale la pena, sin embargo, subrayar una diferencia que me parece

importante. Si la correlacionamos con el paradigma posmoderno (tal y

como este suele manifestarse en los escenarios del "primer mundo"),

podríamos afirmar que la escena de vocación antropológica es "moderna",

en tanto conserva un principio de radicalidad y de polémica.1

1 Ver Pavis, Patrice: “¿Hacia una puesta en escena posmoderna?”, Tablas no. 2, La
Habana, abril-junio 1989, p. 10-16.
El teatro antropológico mantiene el reclamo de trascendencia, la

fuerte presencia de un horizonte utópico. La escena posmoderna, al

menos en sus manifestaciones procedentes de Eropa y los Estados Unidos,

parece proclamar la "derrota del pensamiento", ya no necesita de

radicalidad y parecería no aspirar a la trascendencia. Mientras el discurso

antropológico no renuncia al desvelamiento de un sentido, que se desea

encontrar en las profundidades del comportamiento humano, a veces

presumiendo que este puede aparecer allí puro y absoluto,

incondicionado; la posmodernidad, por su parte, ostenta su indiferencia y

prefiere jugar hasta el infinito con la polisemia y la ambigüedad de los

signos; proclama una especie de neutralidad ante la pretensión de instituir

significaciones; parece más bien absorta en comentar su propia operación

significante; se confiesa más atenta a la "escritura" que a la realidad

misma.

A esta especie de neutralidad posmoderna subyace una pérdida o

disminución de la orientación utópica, una suerte de renuncia o cautela

extrema ante la trascendencia, lo que en ocasiones se manifiesta como un

juego deliberado con la intrascendencia y una exaltación de la banalidad.

Insisto en que hablo, desde luego, de manifestaciones "puras" de

posmodernidad, las generadas en los países del gran capitalismo

postindustrial.
Lo interesante es cómo un contexto cultural como el

latinoamericano, capaz de aunar pre capitalismo y trasnacionales, atraso y

supertecnologización, complacencia neoliberal y utopismo, "mundialidad"

y reivindicaciones nacionales, se apodera de este paradigma y le invierte

algunos de los signos que parecerían definitorios. ¿Es posible una obra de

arte política y a la vez posmoderna? Ese arte, que en Europa y Estados

Unidos parece planear por encima de semejantes devaluadas nociones

como política, historia, progreso, puede, sin perder rasgos de forma

esenciales, dar a luz, de este lado del Atlántico, inconfundibles obras de

arte político... posmoderno.

Pistas de un arte político y posmoderno podemos encontrarlas hoy,

por ejemplo, en la obra Democracia en el bar, del uruguayo Leo Maslíah,

notable compositor y narrador, además de dramaturgo1, o si nos

paseamos por las salas habaneras donde exponen sus obras los polémicos

artistas plásticos cubanos de la más reciente promoción. La danza teatro

en Cuba es peleadora, comprometida y... posmoderna. Postales

argentinas sería un espectáculo a considerar dentro de este rango de una

posmodernidad escénica latinoamericana con peculiar e irónico aliento

utópico.

La presencia en el discurso escénico latinoamericano de una escena

antropológica no es, por lo tanto, el único ángulo para examinar la

cuestión de los lenguajes en la escena latinoamericana de fines del siglo

XX.
1
Sí creo necesario reconocer:

Que la escena latinoamericana a fines del siglo XX está inmersa en una

coyuntura de cambio donde están quedando atrás las dominantes

estéticas e ideológicas que presidieron los años 60 y 70.

Que esta transformación, que afecta al conjunto de la escena

latinoamericana, está relacionada con una revisión del enfoque

eminentemente sociológico que caracterizó a una amplia zona de la

escena latinoamericana en aquellos años.

La perspectiva sociológica y didáctica, o al menos las formas que ella

asumió, hoy se revelan insuficientes para dar cuenta de una realidad

social, política y cultural hondamente transformada.


ANTROPOLOGIA Y POSMODERNIDAD

(abril de 1992)

Antropología y posmodernidad constituyen dos premisas de conocimiento

de estatuto diferente desde las cuales se generan en el mundo

contemporáneo modelos para la interpretación de la realidad. El

problema de una posible complementación o entrecruzamiento de las

teorías, valoraciones y prácticas que desde uno y otro lugar ideológico se

nos proponen, constituye probablemente un tema de estudio de

considerables implicaciones y actualidad.

La problemática se pone de manifiesto — a veces de forma más

intuitiva que sistematizada — en la actividad de artistas o investigadores

de los problemas del arte y la cultura; pero también está presente en

otros muchos ámbitos, como pueden ser el pensamiento social y político.

A interrogantes de este orden me fui acercando con creciente

interés desde mediados de los años ochenta. Por este entonces comencé

a percibir, primero en Cuba, más tarde en el conjunto del panorama

escénico latinoamericano — al que me dio un acceso privilegiado mi

trabajo en la Casa de las Américas —, un cambio en las estrategias de

simbolización, en el carácter de las modelizaciones artísticas; este

cambio apuntaba — dije entonces — hacia una mayor subjetivización y

complejidad de las imágenes dramáticas propuestas por dramaturgos,


directores y actores.

Desde entonces me han tentado al análisis aquellas corrientes y

producciones artísticas que parecían alternativas frente al debilitamiento

del paradigma sociológico que dominpo una zona importante del teatro

latinoamericano de los años 60 y primera mitad de los 70. Alcanzó su

auge en aquellos años un teatro que tomaba como uno de sus principales

referentes la estética brechtiana. Muchas veces esta apropiación de

Brecht aparecía asociada a los procedimientos de la llamada "creación

colectiva", que en la América Latina desarrolló vías propias para la

expresión de un teatro político.

Es cierto que no era ese todo el teatro que se hacía entonces en

nuestro continente. Las influencias de Brecht rebasaban con mucho el

marco de la "creación colectiva" y marcaban otras búsquedas; al mismo

tiempo, modalidades del realismo, el teatro del absurdo y de la crueldad,

las indagaciones de Grotowski y el Living Theatre, así como la evolución

interna de tradiciones escénicas vernáculas — el caso del grotesco criollo

argentino es quizás el más notable — alimentaban otras tendencias o

enriquecían y complicaban la mirada sociológica y política.

Sin obviar la complejidad del panorama y la diversidad de las

tendencias, creo que fueron años en que este paradigma sociológico

ejerció el papel de poderoso eje organizador de muchas prácticas

teatrales.

Un rasgo fundamental de aquella escena "sociológica" era su actitud


básicamente explicativa del mundo — que a veces resultaba directamente

didáctica — y la prioridad que concedía a la función concientizadora y

literalmente movilizadora del teatro. El mundo que desde ella se nos

mostraba tenía su eje en la lucha de clases y desde aquellos escenarios

se clamaba no tanto por la libertad como por la justicia social.

Este paradigma sociológico en el teatro estuvo asociado con una

etapa de insurrección popular en el continente, con los años de esperanza

en un triunfo revolucionario a corto plazo. Los avatares sufridos desde

finales de los años 60 por el movimiento revolucionario continental impuso

a raíz de los años 80 la necesidad de replantearse los caminos de la lucha

revolucionaria y de buscar explicaciones e interpretaciones de la realidad

mucho más complejas.

Fue dentro de este contexto que aquel teatro organizado en torno a

un paradigma sociológico comenzó a sufrir transformaciones.

Escribo estas páginas bajo el influjo de una realidad mundial

alucinante, de un fin de siglo en el que dramáticos e inimaginables

acontecimientos políticos han tenido lugar, la mayoría referidos, por lo

menos en el plazo inmediato, a una franca corriente de derechización.

Pero ni siquiera la idea de una "derechización" resulta suficiente para

caracterizar este cambiante cuadro. La humanidad vive un momento de

profunda confusión de valores. Si dirigimos la mirada hacia el acontecer

político — por volver a un terreno en el que hoy los ejemplos resultan

harto elocuentes — habría que convenir en que, ni el más sagaz de los


analistas sería capaz de definir, hoy por hoy, quién y qué representa la

"derecha" y quién y qué representa la "izquierda" en las confrontaciones

que están teniendo lugar sobre las ruinas de lo que fue la Unión Soviética.

Habría que preguntarse si acaso las nociones de "derecha" e "izquierda"

resultan operativas para el desentrañamiento de ese debate.

Creo que cataclismos tales como el derrumbe del socialismo del

Este, la desaparición de la Unión Soviética y la guerra de Irak, lejos de

agotarse en su estricta relación con el orden del poder, con el reparto y

detentamiento de las hegemonías, se constituyen en señales —

seguramente las más agudas y espectaculares — de cambios

estructurales que afectan el destino y el rumbo de la humanidad en un

sentido cultural de mucho mayor alcance.

La reflexión estética que en esta excepcional coyuntura intente

caracterizar las alternativas que están surgiendo en el universo artístico

latinoamericano, se verá obligada a adentrarse en el tema de la

sustitución de paradigmas que está teniendo lugar, en el reconocimiento

de la mutación de modelos teóricos y culturales que, de manera ora

racional, ora inconsciente, anticipa y acompaña toda época de revolución

del pensamiento.

Inteligentes ideólogos europeos que se declaran posmarxistas,

brillantes y emprendedores filósofos-publicistas — todos por lo general

generosamente subvencionados — se esmeran en servirnos con un nuevo

aderezo los mitos de la socialdemocracia o los del liberalismo burgués. La


formulación de la "utopía" conservadora que no puede, por definición,

remitirnos sino al pasado o cuando más a la irrebasable topía del

presente, omite de manera sistemática — para sorpresa de los que tienen

el hábito de observar las señales que emanan directamente de la realidad

— la incómoda información de que existe un "Sur" imposibilitado de

desarrollarse por el camino de la dependencia; que las tres cuartas partes

de la humanidad se encuentran colocadas ante un callejón sin salida.

Siempre, desde luego, cabría la posibilidad de aceptar que el

denominado orden "desigual" no es sino un irrelevante residuo que la

lógica ya felizmente consumada de la Historia va dejando a su paso. La

nivelación de la humanidad habría de darse por añadidura, para dejar al

fin libre de feas disonancias el exultante paisaje de la civilización del

bienestar. Cuando las transnacionales y los megaconsorcios hagan caer

definitivamente las retrógradas barreras que el nacionalismo "aborígen"

impone al progreso; cuando los parientes pobres del planeta asimilen en

una medida prudencial una supertecnologización que no ha sido modelada

ni por sus inteligencias ni por la dirección de sus demandas, la Historia

contemplará satisfecha la indulgente equidad de su obra civilizadora.

No obstante, persisten tercos focos de resistencia. Muchos hombres

y mujeres, en los planos pragmático y teórico, siguen empeñados en

colocar ante sí utopías más retadoras.

Una de las corrientes del pensamiento latinoamericano que en la

actualidad contribuye a avivar la voluntad de lucha por un modelo de


sociedad más justa es la que, desde campos muy variados, acentúa las

posibilidades transformadoras de un enfoque antropológico y cultural.

La antropología, como ciencia y como enfoque, fue durante muchos

años tomada con reservas por el marxismo por razones de diverso orden.

Ciertamente dentro de la perspectiva antropológica han encontrado

cabida visiones de mundo susceptibles de desempeñar un papel

conservador. Preciosos aportes de la ciencia antropológica no han estado

exentos de distorsiones. Algunas de ellas provienen de la tendencia a

poner una atención unilateral sobre lo genérico humano, sobre las

constantes en la conducta del hombre desdeñando, por el camino, una

perspectiva histórica.

También dentro de la antropología ha encontrado a veces su

validación una mirada paternalista sobre las "culturas atrasadas", a las

que se ha pretendido evaluar desde una racionalidad supuestamente

universal que, en el fondo, no representa sino una determinada

racionalidad: la del occidente blanco, demócrata, cristiano e

industrializado.

A estas reservas válidas que el marxismo ha opuesto a algunos

resultados de la investigación o la teorización de base antropológica se

suma, para incrementar las interferencias, el hecho cierto de que, el

marxismo, a lo largo de su historia y de su práctica real, descuidó por lo

menos dos aspectos de gran implicación: l) la valoración de los aspectos

subjetivos en la actividad humana, tanto en el plano de lo personal e


individual como en el de las interacciones sociales (el papel de la

imaginación, de la afectividad, de lo personal, de las dinámicas subjetivas

al interior del grupo o comunidad); 2) el reconocimiento de las

especificidades, de las autoctonías o diferenciaciones culturales. Esto

ocurrió como consecuencia del ineludible prisma eurocéntrico presente en

la génesis del marxismo, así como de la hegemonía que sobre el "saber

marxista" ejerció durante décadas la Europa oriental y especialmente la

URSS.1

Hoy, a la luz de los nuevos descubrimientos y generalizaciones

aportados por las ciencias de la vida y la naturaleza y por las ciencias

humanas, y en razón también de las experiencias políticas cruciales

vividas por la humanidad a lo largo del siglo XX, la vertiente antropológica

más progresista encuentra nuevos argumentos para, incluso apoyada en

el marxismo, refutar el rígido economicismo, las concepciones

deterministas ingenuas de la historia y de la política, la tendencia a la

subestimación de los aspectos subjetivos y, finalmente, el desdén hacia

los condicionamientos culturales.

Una actualización del marxismo y, en general, del pensamiento


1 Ya sabemos que, Marx redivivo, se horrorizaría de muchas de estas tergiversaciones
o limitaciones. No fue otro sino él quien inscribió la problemática de la alienación de la
condición humana dentro de una dimensión social e histórica. Al colocar en el núcleo
de su doctrina el problema del carácter deshumanizador de la sociedad de clases,
estaba haciendo un aporte teórico capital, de claro fundamento antropológico. También
en su "descargo" habría que recordar -una vez más- que Marx no conoció el fenómeno
de la universalización del capitalismo, ni vio surgir la contradicción países
centrales-países periféricos -hoy decisiva para cualquier análisis-, ni pudo prever los
rasgos del capitalismo dependiente, ni de la sociedad "pos-industrial". Luego no es
posible que puedan encontrarse en Marx muchas respuestas concretas, aunque sí
lineamientos metodológicos que conservan su vigencia.
Me acojo aquí al concepto de "pueblos nuevos" desarrollado por el antropólogo brasileño
Darcy Ribeiro ("Antropologando", en Testemunho, Sao Paulo, 1990.
progresista, obliga a descender a lo concreto, a las diferenciaciones, al

dato cultural específico y al dato humano específico. Obliga a entender al

hombre como una integralidad cuya dimensión espiritual y cultural no

puede ser considerada en modo alguno un dato secundario. Obliga a

buscar nuevas conciliaciones entre libertad e igualdad, entre lo personal y

lo social, de modo tal que los proyectos utópicos no desaparezcan

sepultados bajo un cúmulo de abstracciones.

En la América Latina se reflexiona hoy no solo sobre la huella

dejada por nuestras culturas originarias, sino sobre la viva proyección de

estas hacia el futuro. Se evalúan los elementos acarreados por nuestras

culturas nativas y por nuestros "pueblos nuevos" emergidos del

mestizaje;2 pero se indaga al mismo tiempo sobre la permanente

modificación a que está sujeto este sustrato y la necesidad, en

consecuencia, de "abrir" la noción de identidad.

El acento en lo cultural restituye al "ser material" la espiritualidad

que le aportan la comunidad nacional y las personas, con su saber

acumulado y con sus nuevas preguntas; con sus mitologías y sus

reordenamientos del universo simbólico; con su legado y sus expectativas;

con la mutabilidad de sus habilidades e impericias de todo orden.

Por otra parte, la vertiginosidad de los avances científicos y

tecnológicos en las dos últimas décadas, así como el dinamismo cultural y

político sin precedentes que en este mismo período se ha puesto de

2 Me acojo aquí al concepto de "pueblos nuevos" desarrollado por el antropólogo


brasileño Darcy Ribeiro ("Antropologando", en Testemunho, Sao Paulo, 1990.)
manifiesto, introducen en la historia humana un síndrome inédito de

aceleración. Esta "hipertensión", esta suerte de arritmia universalizada

viene a expresarse con la mayor claridad, en el orden politicoeconómico,

en el desbocado desfase entre el Norte y el Sur que la liquidación del

bloque europeooriental ha desencadenado.

Los latinoamericanos estamos más urgidos que nunca — en virtud de

este súbito giro hacia un mundo unipolar — de encontrar un camino viable

de transformación del orden vigente. Tanto los esfuerzos por una

sistematización de la conciencia de sí latinoamericana que se realizan hoy,

como la coyuntura política y económica, nos llaman con fuerza al

reconocimiento y la modelación de una dinámica propia, no del todo

concebible desde los modelos "centrales". (Estos modelos, por su parte,

reflejan cada vez con mayor claridad el hecho de que — en oposición a la

retórica que a veces nosotros mismos elaboramos sobre nuestra

"vitalidad" — desde las perspectivas centrales nos estamos tornado,

objetivamente, cada vez más prescindibles).

Levantan su voz y actúan en la América Latina nuevos sujetos

sociales cuya función ya no sería dable explicar solo desde el concepto de

"clase" (indígenas, mujeres); las izquierdas revalorizan la importancia de

los aspectos subjetivos y de la "horizontalidad" en las prácticas sociales,

culturales y políticas; se produce un acercamiento entre cristianos y

marxistas; se enfatiza la unidad entre hombre y naturaleza; se dan pasos

efectivos hacia una integración regional real y no retórica. Estos y otros


muchos datos y tendencias podrían ser índices que prefiguran la índole de

las modificaciones que harían posible el advenimiento de una fase nueva

en el proceso de liberación latinoamericano. Y todos estos datos sugieren

una "antropologización" de las perspectivas de interpretación de la

realidad continental.

Un acercamiento a la realidad enriquecido por una perspectiva

antropológica no abstracta, sino dialéctica — para emplear los términos

de Darcy Ribeiro — podría contribuir a generar — de hecho lo hace ya —

modos de pensar el mundo y estrategias para transformarlo más acordes

con nuestra peculiaridad cultural y con los retos del corte civilizatorio en el

que, al parecer, estamos inmersos.

En el potencial transformador de estas tendencias antropológicas —

que tienen hoy en la América Latina representantes de gran talla

intelectual, pero que nos hacen evocar, además, el pensamiento esencial

de hombres como José Martí y Ernesto Guevara — vale la pena pensar

hoy, cuando el mutilado humanismo del "socialismo real" europeo se

reveló incapaz de enfrentar los desafíos de la creación de un hombre

nuevo, de una modificación cultural radical.

En estos países proliferó una práctica perniciosa que,

paulatinamente, sustituyó la aspiración de hacer surgir nuevos valores

humanos, por la enmascarada mimetización de los ideales propios de la

sociedad de consumo. La adulteración sufrida por el proyecto de un

humanismo socialista de nuevo tipo, sería así la explicación última del


descarrilamiento que sufrió, en veinticuatro meses, una historia de

setenta años vividos en nombre de la conquista del "reino de la libertad".

Un golpe tan devastador y desilusionante autorizaría a seguir insistiendo

en que las personas no pueden ser pensadas como entidades indefinidas y

abstractas, que la práctica revolucionaria tendría que tomar en cuenta con

mucha mayor radicalidad los llamados "factores subjetivos"; que el intento

de subordinar burdamente la espiritualidad a las determinaciones

materiales es, cuando menos, una insensatez. No puede haber desvío en

el camino de la liberación creciente de las personas, de su potencial

creador, de su protagonismo real y concreto y de su superación de sí

mismas. Sacralizar los requerimientos atribuidos a una etapa de transición

— y que se traducen en autoritarismo, burocratización, superestatización

y dogmatismo —, con la consiguiente pérdida de una perspectiva

humanista revolucionaria, se puede pagar — como acabamos de

presenciar — al precio de una brutal pérdida de sentido, de un trágico

extravío, de una regresión.

En una época me acerqué con suma cautela a propuestas teatrales

latinoamericanas marcadas por una orientación antropológica; estas no

pocas veces acusaban una pérdida sustantiva del prisma histórico y la

fascinación por lo "exótico" — ya fuera lo oriental, ya lo latinoamericano

reimportado. Sin olvidar que está presente en nuestra escena este

antropologismo básicamente evasivo, hoy me parece útil enfatizar cómo

la influencia antropológica llega también hasta nuestros escenarios como


portadora de impulsos progresistas que pugnan por reestructurarse.

La presencia — a veces inconsciente — de este paradigma antro-

pológico en zonas influyentes del teatro latinoamericano revela no solo el

enfrentamiento inconformista a una cultura oficial, servil y

autocomplaciente, sino la configuración de una estética y de una ética

mucho más subversivas, capaces de hacer vislumbrar nuevos derroteros

para una transformación radical de la cultura y el orden dominantes.

De esta vocación antropológica que gravita sobre nuestros

escenarios podría estar dando fe una actitud bastante extendida en el

teatro latinoamericano actual — incluido el cubano — que parecería

reaccionar, desde los textos y desde el discurso escénico (rupturas de lo

lineal, vivencialismo, reivindicación del cuerpo y de la ludicidad,

exploración de mitos y rituales), contra un tipo de racionalidad

supuestamente universal que desconoce la existencia de una lógica otra.

En la intuición de los mejores artistas, esta "lógica otra" no se

configura, huelga decirlo, como un mero eco del rechazo al racionalismo

que ha marcado desde principios de siglo y de diversas maneras la escena

mundial. Sin desconocer las influencias de Artaud y Grotpwski, es

interesante observar cómo las rupturas de lenguaje asociadas a lo

antropológico que algunos teatristas latinoamericanos introducen, tienen

que ver con un reconocimiento más sutil y actualizado, menos retórico, de

nuestra índole marginal y diversa y de nuestra riqueza de desposeídos,

cada vez más ingobernable.3


3 Las cifras de la "década perdida" y la pandemia medieval que azota el continente,
No son pocos los latinoamericanos que, aun formados en la más

rigurosa y refinada disciplina intelectual occidental, sienten hoy, de una

manera particularmente aguda cómo, trasplantados a los grandes centros

del consumo y los milagros tecnológicos, o acogidos allí por los predios del

más virtuoso saber académico — en el que, por lo demás, estamos no

poco ejercitados — de repente se abre a su alrededor un vacío y

experimentan como un sobresalto de libertad y suficiencia. Lo que hoy de

manera tan punzante focalizamos en ese instante de extrañeza, podrían

ser las pulsiones de una creatividad y de una singular riqueza de

potentados sin oro, cada vez más amenazados. No hay que mitificar esa

secreta opulencia; pero no hay tampoco que desconocerla.

El paradigma antropológico que hoy podría estarse resignificando en

el mundo latinoamericano, lo hace en contacto contradictorio, vitalizador y

posiblemente complementario con un condicionamiento de orden más

abarcador: la posmodernidad.

Sobre los contactos y entrecruzamientos que en la América Latina

se producen entre lo antropológico y lo posmoderno me puso sobre aviso,

antes que la teoría, la observación de la práctica escénica viva y, en

general, del arte y la literatura de nuestro continente y de mi país.

La posmodernidad parece constituirse también como un lugar de

enunciación donde se generan alternativas al paradigma sociológico. A

diferencia de la antropología, la posmodernidad no es ni una ciencia ni

harían pensar que nuestra "ingobernabilidad" pudiera devenir algo más que una
metáfora.
tampoco constituye, por lo menos en su primera instancia, un enfoque

preciso; no es una perspectiva definida de interpretación de la realidad. La

antropología está inscrita claramente, como ciencia y como enfoque, en el

sistema epistemológico de la Modernidad. Aunque genera correlatos

ideológicos susceptibles, como hemos visto, de funcionar con signos

diversos — "conservadores", "progresistas" — la antropología es un

campo y una opción subordinadas a un determinado tipo de racionalidad,

a un sistema más amplio de disposiciones cognoscitivas que la incluyen.

La posmodernidad, sin embargo, parece ser el estado, el ser de toda una

época, un nuevo cuadro dentro del cual el pensamiento se reordena. Si

esto fuera así, en el interior de la posmodernidad se generarían nuevas

disposiciones epistemológicas.

A diferencia, pues, de la antropología, la posmodernidad no es una

opción, sino, en primer lugar, un dato. Por ello la posmodernidad, menos

aún que la antropología, no es reductible a la condición de una postura

ideológica “reaccionaria”, como algunos pretenden. No tendría mucho

sentido salirle al paso con juicios morales.4

La impresión bastante generalizada de que la posmodernidad

constituye, per se, una opción ideológica y más aún, una opción ideológica

necesariamente que confirma el orden dominante se explica, en parte al

menos, por lo siguiente:

En el terreno del pensamiento filosófico, hasta ahora solo ha logrado

manifestarse con un cierto grado, muy relativo por demás, de organicidad,


4 En Cuba hay una tendencia a “atacar” la posmodernidad como si fuera un enemigo político.
un pensamiento filosófico posmoderno de signo conservador. No existe,

hasta donde conozco, alguna posmodernidad filosófica que, desde

presumibles condiciones civilizatorias nuevas, suministre un fundamento

al problema de la superación de las relaciones de opresión (inscribiendo la

opresión no solo en el tema de la libertad, sino en el de la igualdad y la

justicia social). Algunos que, para llenar ese vacío, se han apresurado a

declararse "posmarxistas", no alcanzan a convencer.

¿Pero acaso no podríamos, hipotéticamente al menos, plantearnos

la posibilidad de existencia de una filosofía posmoderna "progresista" y,

en general, de posturas éticas, estéticas y políticas progresistas, inscritas

en la posmodernidad?

Cuando un marxista cuestionador y atrevido como el norteame-

ricano Fredric Jameson lanza la conjetura de un arte político posmoderno

—aparente contradicción en los términos —,5 o cuando otro marxista

peleador, como Adolfo Sánchez Vázquez, sugiere la hipótesis de un

"socialismo posmoderno",6 ambos están asumiendo, a mi modo de ver,


5 Lo posmoderno fue explicado por Jameson, en un trabajo de 1984, como "la lógica
cultural del capitalismo tardío". ("Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo
tardío", Casa de las Américas, n. 155-156, mayo-junio de 1986). En un trabajo posterior
afirma Jameson:

Lo principal de la cuestión es que estamos inmersos en la cultura del


posmodernismo hasta un punto en que su rechazamiento a la ligera es tan
imposible como corrupta y engreída es cualquier celebración del mismo que se
realice igualmente a la ligera (...) En vez de caer en la tentación de denunciar la
satisfacción de sí mismo del posmodernismo como una especie de síntoma final
de decadencia, o de saludar las nuevas formas como los heraldos de la nueva
utopía tecnológica y tecnocrática, parece más adecuado evaluar la nueva
producción cultural en el marco de la hipótesis de trabajo de una modificación
general de la cultura misma como parte de la reestructuración social del
capitalismo tardío como sistema.("La política de la teoría. Posiciones ideológicas
en el debate sobre el posmodernismo", Criterios, número 25/28, diciembre de
1990, p. 275.)
6 Cf. Adolfo Sánchez Vázquez: "Posmodernidad, posmodernismo y socialismo", Casa de
posiciones teóricas que nos animarían a no ceder al pensamiento

conservador la posmodernidad, pues estaríamos haciendo dejación de

aquello que, para bien o para mal, es patrimonio de todos. De existir en la

raíz de la posmodernidad no solo un principio de neutral constatación del

orden capitalista subordinante, sino una lógica de ruptura cultural de

mayor trascendencia, sería empobrecedor empeñarnos en reducir el

paradigma posmoderno a una estrecha función ideológica solo compatible

con las imágenes que el estatus ofrece de sí mismo, en las voces del

conservadurismo flagrante o de las tibias izquierdas arrepentidas.

Aceptemos convencionalmente — mientras la práctica y la teoría no

permitan más precisas definiciones — que el escurridizo paradigma

posmoderno se encuentra asociado a la indeterminación, la neutralidad y

el antiutopismo; se expresaría en una nueva sensibilidad de época que da

cuenta del imperio de la reproducción sobre la producción (Jameson), de

las superficies sobre lo recóndito, del triunfo de la materialidad hechizante

de los signos sobre la realidad misma. Estaría dentro del paradigma que,

desde la filosofía, nos anuncia el fin de la Historia, del Hombre y desde

luego de la Antropología, todos ellos epistemes de la Modernidad. Es el

paradigma del pensamiento blando; hay en el aire como una nueva

consigna cultural que nos hace sentirnos un tanto ingenuos cuando nos

apoyamos en conceptos "duros" como verdad, sentido y futuro.

¿Qué hacer ahora con las nociones — chillonamente modernas — de

rebeldía, radicalidad y subversión, tan afines a la cultura latinoamericana?


las Américas, n. 175, julio-agosto de 1989, p. 145.
¿Es la voluntad de cambiar el orden establecido — en cualquiera de sus

niveles de manifestación — realmente irreconciliable con el posmoderno

apaciguamiento de los afectos? ¿O se estará apropiando el arte

latinoamericano de ese descreído pensamiento blando para insuflarle de

manera subrepticia las urgencias de una eticidad dura, la que proviene de

nuestro propio ser cultural y político?

¿Dónde termina la modernidad y comienza la posmodernidad de

Antunes Filho, del chileno Andrés Pérez, de Marco Antonio de la Parra en la

La secreta obscenidad de cada día, de las producciones más recientes del

grupo Yuyachkani, de Rosa Luisa Márquez y Toño Martorell, en Puerto

Rico, de Ricardo Bartís y Eduardo Pavlovski, en Argentina?

Más productivo que perpetrar semejante escolástica disección, sería

avanzar la hipótesis de que, al menos en nuestro continente, la

posmodernidad — fuere ella lo que fuere — pudiera estar incidiendo de

un modo nuevo sobre ciertos principios de funcionamiento

tradicionalmente atribuidos al ser latinoamericano:

- el principio de la oscilación, la ambigüedad y la hibridez, por un

lado;

- por el otro, el recurso a la ironía, es decir, la forma alternativa

de mirar al referente (orden dominante, cultura dominante,

forma dominante), de jugar con su significado, invirtiéndolo o

desviándolo.

¿Acaso los espejeos, los vaivenes y el trasvasamiento que definen


nuestras infinitos mestizajes no nos vinculan a las ambivalencias y a las

paradojas, a los quidproquo y las parodias, al trastocamiento de sentidos

(al abierto orden de lo "femenino" y "seductor", en la acepción de Jean

Baudrillard)? 7

¿No podrían nuestras intrínsecas y retadoras impurezas de

latinoamericanos, nuestra esencial necesidad de generar interpretaciones

alternativas a la "simulación en profudidad" propia de nuestra condición

dependiente, ser remitidas a una posmodernidad peligrosamente

subversiva? ¿No podría resultarnos especialmente funcional una

"simulación en superficie" — vuelvo a Baudrillard — mediante la cual "la

forma excluida vence en secreto a la forma dominante"? En este punto

recordemos las ancestrales estrategias oblicuas del ser latinoamericano

ejercitadas en una larga tarea de resistir.

Desde luego que hago una lectura libérrima del pensador francés.

Es quizás mi latinoamericana posmodernidad la que me provoca a

acotarlo al margen (y desde el margen) y a concebir una desviación más

del suculento discurso ideológico de Baudrillard.

Mientras que en las zonas de la elaboración propiamente filosófica la

posiblidad de estructuración de un posmoderno progresista no pasa de ser

una conjetura, en el terreno de la práctica artística y literaria

latinoamericanas son muchos y significativos los datos que confirmarían la

articulación de un discurso y de visiones del mundo que, susceptibles de

ser adscritos — en algún nivel, en alguna medida — a lo posmoderno, no


7 Cf. Jean Baudrillard: De la seducción, Madrid, Ed. Cátedra, 1987.
por ello prescinden ni de la historicidad, ni de una voluntad crítica radical,

ni de un horizonte liberador social. Por mencionar una sola figura

emblemática, tendríamos que examinar la obra del chicano Guillermo

Gómez-Peña en los Estados Unidos y su irónica y peligrosa defensa de una

cultura marginalizada.

Quizás sea precisamente la puesta en signos de esa oscilación

(diversidad, pluralidad) que culturalmente nos define — y que hoy

percibimos acentuada por las inciertas expectativas de futuro — el eje

estructurante de una actitud críticosocial de nueva textura.8

Como antes la lucha de clases — en tiempos de visión sociológica

predominante —, ahora esa oscilación (no puedo dejar de recordar aquí

las técnicas de Antunes Filho) podría resultar el pivote de no pocas

poéticas americanas. Esa pendularidad que reacciona contra las

oposiciones absolutas (la razón occidental, a punto ella misma de ser

sometida a un definitivo desorden por la posmodernidad) podría estar

siendo vivenciada por algunos artistas, no necesariamente desde el

nihilismo y el escepticismo, sino como una actitud audaz de apertura y

problematización, como un abandono del maniqueísmo y las oposiciones

excluyentes.

De aquí puede resultar una radicalidad despatetizada, si se quiere,

que trataría, con sus relativizaciones, con su ironía perversa, de

desembarazar a la voluntad transformadora de los sucesivos

8 Ver sobre la oscilación nuestro comentario a la poética del director brasileño Antunes
Filho en "Lo antropológico en el discurso escénico latinoamericano", Conjunto n. 85-86,
octubre 1990 - marzo 1991, p. 13.
encubrimientos y del desgaste a que ha sido sometida por el uso tópico

hecho en este siglo de categorías aportadas, entre otros, por las

vanguardias artísticas, por el freudismo y, también, por la antropología y

el marxismo.

El agotamiento de todo un sistema epistemológico parece marcar

las postrimerías del siglo XX. El sentido total de las rupturas que se están

produciendo, las posibilidades de sistematización a nivel filosófico, politíco

o estético de estos deslizamientos y fracturas que podrían afectar toda

una manera de estructurar el pensamiento que aún no han cristalizado

pero que identificamos por sobresaltos que nos producen desde Heiner

Müller, Pina Bausch y Robert Wilson hasta Marianela Boán, Ramón

Griffero, Alfredo Castro, Veronese o los Parakulturales argentinos.

Un reacomodo de categorías y afectos tiene lugar en el mundo

contemporáneo. Una parte de la humanidad se interroga, desconcertada,

sobre la viabilidad de la utopía.9

Los optimistas creemos que la incertidumbre y la angustia en que

nos ha precipitado este dramático cierre del siglo, el gran revés sufrido

por la utopía marxista y otras utopías libertarias será visto en el "tiempo

grande" como el transitorio retroceso dentro de una ardua tarea de

creación y aprendizaje liberadores. Las tendencias de avanzada se

reorganizarán después de haber asimilado una lección: guiados por

9 La intensificación en los últimos meses de un movimiento de solidaridad con Cuba me


hace pensar en el carácter emblemático que se otorga en el mundo a la resistencia del
pueblo cubano. Es comprensible, pero también riesgoso, como toda mitificación lo es, que
Cuba sea vista como la última trinchera en la que el Occidente se juega su posibilidad de
soñar un mundo más justo, de no conformarse.
grandes mitos movilizadores, de auténtica matriz humanista y

revolucionaria, y a nombre de ellos, algunos llegaron a atropellar y a

negar, por el camino, muchas de las aspiraciones en que se fundaba la

utopía.

Si algún mecanismo antiutópico valdría la pena hacer nuestro, sería

en primer lugar, uno que ponga en evidencia el carácter ilusorio del

paraíso neoliberal. Pero, al mismo tiempo, determinados mecanismos

antiutópicos podrían ayudarnos a redefinir nuestro propio concepto de la

utopía; ayudarnos a comprender la utopía como camino y no solo como

meta; a llenarla no solo de futuro sino de cotidianeidad.

El revés no justifica las mediocres claudicaciones de algunos; pero sí

debe ampliar nuestra mirada, recordarnos que los mitos en los que las

utopías se sustentan son siempre — como todo mito — ambivalentes.

Pueden en un momento mostrar su cara fecunda y, en otro, el envés

paralizante. Solo una actitud no doctrinaria, verdaderamente inquisitiva y

respetuosa, además, de las diferenciaciones y las autoctonías culturales,

nos puede poner a salvo de esa trampa.

No es posible ignorar las circunstancias materiales e históricas en

que los hombres desenvuelven su existencia; pero tampoco es posible

omitir las interrogantes más generales sobre el comportamiento humano.

Hay mitos falsarios, existe un utopismo retórico; pero no debemos

subestimar las potencialidades del antipatetismo, la ironía y la

desconstrucción antimoderna que cierta posmodernidad nos ofrece como


condición previa para imaginar nuevas alternativas liberadoras. Creo que

estos procedimientos serían hoy los únicos capaces de restituir restituir

cierta sustancia a alguna utopía social.

Muchos hombres y mujeres en la América Latina saben que la

realidad está siendo sustituida por sus imágenes y que el proyecto de una

totalidad planetaria más justa corre el peligro de abortar en un remedo de

mundialismo manipulado que nos perpetuará en nuestro papel subalterno.

El artista latinoamericano se pregunta qué hacer con el material

ambivalente — al mismo tiempo orgánico y manipulable — de sus

mitologías, sus rituales y sus imaginerías; la perplejidad comienza a

armarse con la sabia lucidez de una mirada doble. A ella nos urge no solo

la hibridación en que descansan nuestras culturas nuevas, sino la

aceleración de una lógica planetaria en la que estamos envueltos. No veo

sino la estrategia de penetrar en los núcleos contradictorios y fluidos de

nuestras identidades y descubrir al mismo tiempo las fórmulas de

apertura al otro que nos sugieran una radicalidad de nuevo tipo.

No faltan los casos en los que, en el arte latinoamericano, la mirada

antropológica y el condicionamiento posmoderno (muchas veces

interactuantes) encarnan en una falsa radicalidad y en el mimetismo

colonializado. Pero eso no es razón suficiente para desautorizar la

hipótesis del desplazamiento sufrido por el dominante paradigma

sociológico de otros tiempos y las muchas implicaciones que de esta

modificación se desprenderían. Sería más interesante tratar de determinar


en qué medida, de qué manera, la hipotética superación de aquella lógica

que nos nucleó en otra etapa, estaría determinada por el surgimiento de

otras realidades y, consecuentemente, de otras lógicas; de otros objetos

de conocimiento y de otros patrones mentales que crean y hacen pensar

de una manera diferente esos objetos.

Tratar de precisar de qué manera específica el teatro lati-

noamericano se apropia de la aproximación antropológica y del

condicionamiento de la posmodernidad, así como estudiar la coexistencia,

en nuestra realidad escénica de hoy, de una y otra impronta podría

descubrirnos zonas de coexistencia muy fecundas, lugares de trasiego

donde lo antropológico y lo posmoderno se interpenetran. Tal como

aparece a mis ojos, el teatro hoy nos está insinuando claves para

emprender nuevos procesos de construcción cultural no funcionales a los

proyectos hegemónicos.

No regalar a los conservadores ni la conciencia de nuestra

diversidad, ni el reconocimiento de la dimensión cultural como terreno

donde el poder se discute. En estos campos lo antropológico ha hecho una

contribución indiscutible. No cederles tampoco la desacralizadora ironía

posmoderna, su exploración de la hibridez, el potencial de radicalidad que

pudiera enmascararse tras su programada indiferencia o su relativismo.

Tales podrían ser dos buenos puntos de partida para, desde los umbrales

del siglo XXI, asumir el desafío de un cambio civilizatorio. La América

Latina pudiera estar llamada a desempeñar, en el marco de estas


modificaciones, una función dinamizadora especial.

Reconozco cuánto más hay de instinto que de disciplinado ejercicio

científico en estas reflexiones. Son muchas más mis preguntas que las

repuestas que alcanzo, o que siquiera pretendo.

Me he expuesto, además, al peligro de racionalizar la esperanza.

El único antídoto posible frente a este riesgo sería acercarse a la

realidad, observarla. ¿Existe en este momento en la América Latina un

fermento subversivo más o menos articulado y viable? ¿O los cambios

planetarios son procesados a escala social, en nuestro continente, desde

una tendencia generalizada a la aceptación y la justificación del orden

dominante? Afrontemos la pregunta.

En segundo lugar, hay que interrogar a las formas mismas. ¿Qué

resultaría lo nuevo en términos de lenguajes artísticos (teatrales)

concretos? ¿Qué papel se le asigna al espectador? ¿A qué espectador? ¿Se

organizan los lenguajes de alguna manera peculiarmente

"latinoamericana"?

"Asimilación", "subversión", "perplejidad", "oblicua resistencia"...

Estos términos son abstractos. ¿Existen formas nuevas que concreticen

este entrecruzamiento de expectativas? ¿Esas formas y procedimientos

tienden a anticipar (a organizarse como) una nueva manera de conocer?

¿En qué medida y con qué sentido esos lenguajes resultan aniquiladores

de utopías? En qué medida y con qué sentido son esos lenguajes

formadores de experiencias de liberación o crean sus premisas? ¿Hacia


dónde apuntan, en la hora de la crisis existencial de los utópicos, las

intuiciones y las prácticas de nuestros artistas?

NOTA: Agradezco a Esther Pérez y a Juan Carlos Gené sus comentarios críticos a la primera
versión de este trabajo.
EL ALMA ROTA

febrero de 1992

Un día para mí memorable de 1979, en Moscú — período final de

Brezhnev — asistí a una función de El Maestro y Margarita. Del gran

director Yuri Liubímov aprendí aquel día, tras cuatro horas demoledoras,

que más allá de las discrepancias que en un terreno político puntual me

suscitaba su descomunal obra maestra (y quizás con más fuerza aún

porque esas discrepancias existían y me tiroteaban), se podía y había que

tener la honradez de aceptar una dimensión espiritual mayor, en la que

los hombres podían reconocerse y tener un intercambio trascendente.

Que un momento excepcional del arte podía hacer pasar a un segundo

plano, dentro de esa formación compleja que es la sensibilidad de cada

persona, algunas de esas convicciones intocables de orden ideológico que

cada cual posee. En fin, que por qué no concederme un momento de

tolerancia y darme una vivencia fugaz de comunión en el dolor humano,

en la libertad y en la belleza. Quizá esto en el plano teórico no pasa de ser

una perogrullada. Se trata de reconocer "lo universal" que es propio a

cualquier gran obra de arte, más allá de condicionamientos coyunturales,

históricos, culturales, biográficos, etcétera.

Pero en el plano práctico, cuando resulta que los espectadores

sometidos a tales experiencias estamos inevitablemente insertos en una

historicidad concreta que nos atenaza, atravesada de preguntas urgentes,


de preguntas urgentes sin respuesta, de contradicciones, acceder a ese

"universal" puede devenir un acto de vida trasgresor, capaz de

desestabilizar el sistema de valores que rige comúnmente nuestra

percepción.

Si por un momento — solo como un juego, desde luego — ponemos

a un lado el sentimiento de poseer en la diestra la llave de la verdad; si

por un momento intentáramos ser menos olímpicos, entonces quizás

resultáramos recompensados por un sano sentimiento de desamparo que

tenemos el derecho de reivindicar desde nuestra condición de hombres

prehistóricos que es, en buen marxismo, todo lo que somos, a pesar de las

muchas proezas de la especie. Hombres prehistóricos que, para no

renunciar a la trascendencia, nos vemos obligados a avanzar hacia ella de

manera ora cruenta, ora vergonzante, ora suicida.

Para no ser derrotistas, para creer con un mínimo de eficacia en la

posibilidad, por ejemplo, del comunismo como utopía, hay que saber que

apenas estamos aptos para pensar el mundo de una manera eficiente,

que estar dispuestos a ser sujetos y no objetos nos puede costar hasta la

última gota de sangre y todavía resultar ese un precio ridículamente

insuficiente. Esos me parecen el único optimismo y el único ejercicio

combativo de la voluntad bien fundados: los que emanan de una vivencia

realista de desamparo, de carencia y de dignidad. Si este realismo, en

nuestro interior, es compatible con la necesidad de transformar el mundo,

o por lo menos de desearlo de otra manera, si el coraje nos acompaña


hasta un punto tal, entonces comienza a haber algún derecho y algún

fundamento para autodenominarnos humanistas y hasta revolucionarios.

Con esta sinceridad trato de corresponder a los atrevidos y sinceros

actores del Teatro Obstáculo, a Víctor Varela, y a su Opera Ciega que me

ha "roto la mente".1

Estos jóvenes, que tienen la edad de mis dos hijos, dicen desde

Cuba socialista que ellos tienen la mente dividida y el alma rota. Y yo creí

muy ingenuamente, cuando todavía ellos no habían nacido, que nosotros,

con aquel bregar, les estábamos garantizando de manera definitiva su

dignidad personal, su libertad. Alguna responsabilidad personal me toca

ante esta generación tan insatisfecha. Alguna responsabilidad social pu-

diéramos tener sus mayores frente a ellos. Su arte no se merece la estéril

salida de las acusaciones.

Opera Ciega es un hecho artístico de alto nivel. Hay allí hondura

conceptual, estilo, técnica, alta precisión y verdad producida con todo el

cuerpo. La noche de los asesinos, de José Triana, el Woyzek de Büchner,

Shakespeare, la commedia dell'arte, Edipo y Heiner Müller; Grotowski,

Kantor y Barba son algunas de las influencias y/o intertextos

complejamente entrelazados que ayudan a construir esta propuesta

escénica impresionante (subtitulada por el autor "espacio tiempo de una

mente").

1 El autor nos recuerda, en una nota al pie, que tal es, etimológicamente, el significado de
la palabra esquizofrenia: mente rota
¿Por que no aplauden?

La representación a la que yo asistí, a mediados de octubre de 1991, se

comportó como un acto de "teatro sagrado" en el sentido que le otorga

Peter Brook a esta noción.

Varias decenas de espectadores — la mayoría jóvenes — penetran

silenciosos y se apiñan sin ruido sobre los ásperos tablones dispuestos

como gradas frente al minúsculo espacio. Han llegado hasta aquel

suburbio habanero — que nunca antes había sido un espacio teatral —

tras sortear las indecibles dificultades de nuestro transporte urbano en

condiciones de "período especial" (sin petróleo para producir, ni para

movernos de manera normal por la ciudad). Y, con seguridad, como yo,

llegaron con una frugalísima comida en el haber, en el mejor de los casos.

En otros tiempos tenía su sede en los altos de este local una Logia

masónica.

Ya instalados allí, los estoicos espectadores habaneros nos

sometemos a más de tres horas ininterrumpidas en aquellos duras

condiciones físicas, tiempo durante el cual no se escucha ni un rebullir en

los asientos. Escuchamos la respiración de los actores. Al final, personas

absortas, en alguna medida transfiguradas abandonan el pequeño local

lentamente, recogidas, sin que nadie intente el gesto de un aplauso.

Toda frivolidad queda momentáneamente abolida.

Quizás valdría la pena hacer una digresión para subrayar que los

cubanos — lugar común pero no totalmente falso — somos "muy


extravertidos" y, como espectadores, bastante exuberantes y también

generosos en las señales aprobatorias. Eso es tradición que mucho

complace en Cuba al artista que nos visita. Que un cubano se inhiba de

aplaudir, se constituye, pues, en un signo teatral que pesa dos veces en la

construcción de sentido del espectáculo y en el calibre radical de la

experiencia: el evento teatral ha sido vivido como una suerte de ritual y,

en varios niveles, como una subversión, como un acto trasgresor de

conductas sociales legitimadas y dominantes.

Somos la cultura del festejo ruidoso y gestual, del telúrico toque de

santos, de la bachata y el gesto zumbón que desestructura toda

solemnidad. Somos también la cultura de fervorosas concentraciones

multitudinarias y marchas patrióticas no del todo descifrables para la

sensibilidad de los no iniciados. Es decir, estamos marcados por un amplio

registro de rituales antiguos y recientes de honda significación cultural.

Pero en estos rituales predomina la aplicación de códigos y prácticas

corporales conocidas.

Sin embargo, en Opera Ciega, aquel grupo de espectadores produjo

un tipo de ritual particularmente ascético que contrasta con nuestros

modelos performativos más comunes. Faltaría, desde luego, saber quiénes

estaban allí sentados. ¿Sería solamente una juvenil élite entrenada en los

secretos de este director?, ¿unas cuantas decenas de intelectuales

enterados y predispuestos?
La sacralidad contaminada

El texto de Opera Ciega (escrito por Varela) explicita más de una vez,

desde diferentes perspectivas, el tema de la tensión entre lo visible y lo

invisible (verdad-ocultamiento).

¿CÓMO SE PUEDE NO PENSAR, COMO EL PENSAMIENTO

PUEDE DEJAR DE TENER FORMA, COMO LA FORMA DEJAR DE SER

LA HERIDA, LA HERIDA PRESCINDIR DE LA IDEA, LA IDEA DE LA

ACCIÓN Y AMBAS DEL ARREPENTIMIENTO Y CONTINUAR

NOSOTROS SIENDO EL HOMBRE ANÓNIMO QUE SE LEVANTA Y

MIRA SIN DUDAR QUE SU MATERIA CONTINÚA SIENDO EN SUS

RASGOS?

Esta alquimia fácil de adivinar, pero de carácter rotundo

nos revela el engranaje de algo que no se deja tocar ni nombrar,

pero que se mueve y nos mueve.

Cuando más adelante "la tragedia está a punto de desencadenarse"

(las comillas significan que el tipo de dramaturgia de Opera Ciega sólo de

manera muy relativa admite tal expresión, pues en realidad se apoya en

un relato fragmentado, no aristotélico, que juega, precisamente, a

multiplicar y destruir los "clímax"), el texto vuelve a explicitar la oposición:

¿Los ojos de Edipo nacieron empañados por el desastre o

el desastre de estos ojos fue la claridad de ver la realidad

empañada? HAY NUECES QUE NACEN PARA MORDERSE LA COLA,


ojos que quieren ver más allá y se encuentran sólo a sí mismos.

Estos ojos tienen varios caminos. El del TIRANO o la víctima, el del

MITO o el MONJE, el de Icaro o el COSMONAUTA; Caín, la liebre, el

Fausto o la serpiente. LARGA ES LA LISTA Y MUCHAS LAS

PROBABILIDADES. Uno es el desenlace de un síndrome para el

cual los oculistas no piensan inventar espejuelos. Aquí ocupa un

lugar importante el electroshock y el enigma siempre en boca de

un ciego que no se ve. LOS OJOS SON UNA METÁFORA DE LA

CONCIENCIA.

La palabra, en el estilo resonante y fragmentado de la poesía de

Varela, pauta la sustancia temática y la rica ambigüedad del espectáculo:

posibilidad-imposibilidad de ver, relación enigmática del hombre con la

verdad.

"Hacer visible lo invisible" es, según Peter Brook, la aspiración de lo

que él ha definido como "teatro sagrado". La estética de Varela, de

estirpe grotowskiana, se basa en la elección consciente de la pobreza y la

dificultad como sustancias de su teatro. Desde que diera sus primeros

pasos en la escena cubana, a mediados de los años 80, decidió colocar

ante sí y sus actores el obstáculo, la carencia, como un desafío ético y

artístico. El camino recorrido lo ha llevado de Los gatos (1987) a la famosa

Cuarta pared de 1988 y finalmente a esta Ópera ciega. (Simultáneamente

ha incursionado con éxito en la coreografía). Su opción "sacra", su

insistencia en, desde la pobreza y el rigor, "hacer visible lo invisible", no


constituyen amanerada voluntad de estilo; expresan su concepto de la

verdad como un flujo inatrapable de sucesivos enmascaramientos, su

afirmación de una dificultad ¿ontológica? ¿histórica? del hombre para ver.

Pero la "sacralidad" de este artista aparece complicada por la

existencia de otro registro que inspira toda su investigación: el

compromiso con su circunstancia concreta, nacional, que él se representa

preferentemente desde el ángulo de sus carencias. De este modo, el

mundo interior de Varela opta por un tipo de sacralidad híbrida, que salta

incesantemente de lo ascético a lo mesiánico, y de lo trascendente a lo

histórico.

Si nos detenemos en el nivel de la palabra dramática, no dejaríamos

de percibir en Opera Ciega el forcejeo ineludible de lo "sacro", de lo

inasible, con lo ideológico, en el sentido de un discurso explícito y

doctrinal. Aun la palabra poética — con su carga de inefable —, aparece

conectada en Varela con las explicaciones, con nominalizaciones muy

puntuales que deliberadamente producen merma de sacralidad.

No conforme con realizar operaciones múltiples que conducen a

estas y a otras contaminaciones en el nivel del texto, Varela crea, sobre la

escena, una estrategia clara para materializar ese efecto doble de

sacralidad-contaminación. Muchos de los lenguajes escénicos empleados

actúan contra el texto. Logra así que el cuerpo escénico de lo sagrado

aparezca modulado por inflexiones irónicas que le permiten al mismo

tiempo construir y despatetizar la sacralidad.


Las concretizaciones escénicas derivan de algunos núcleos

temáticos: verdad-ocultamiento, espacio posible o imposible de la

rebeldía, mito y realidad, vitalidad e ideologización. Para hacerlo deben

potenciar la palabra y a la vez establecer con ella juegos de contrapunto.

Veamos el primer fragmento del texto (la Obertura, que arriba cité

parcialmente), y hagamos un cotejo con notas tomadas por mí frente a un

registro en video. He intentado, a vuela pluma, describir el tejido escénico

de la manera más inocente posible.2

El texto de la Obertura dice lo siguiente:

Voz en Of.

La mente es un motor. Una broma repugnante que en

cualquier manual de anatomía clásica ilustra el desconocimiento

de su propio enigma. Es el lugar del archivo, la pantalla

cinematográfica y la máquina de moler obsesiones. Sugiere un

extraño lugar que se figura a la vez que se omite. Su espacio es

privado y en él cada cual encuentra su orilla recurrente. Esta

orilla generalmente grosera es el lejano eco de nuestra rebeldía

donde no se puede fraguar unidad. Escapa a cualquier definición

y en los confines de su propia estirpe nos reserva un recodo para

el susto, la blasfemia y el espanto porque ella, la mente, nos

puede ofrecer el más peligroso itinerario y la más insospechada

2 Es este un procedimiento que suelo practicar: no partir, para el análisis, de una tesis
previa, sino encontrarla, arribar a la inevitable ideologización que toda lectura supone,
desde un cuerpo a cuerpo, lo más fair play posible, con el discurso escénico, como si no
albergara ningún tipo de sospechas en cuanto a sus estrategias.
manifestación del dolor. En este caso la pregunta es:

¿COMO SE PUEDE NO PENSAR... [continúa aquí texto

citado previamente: ¿Cómo se puede...]. Su presencia legítima es

ruido, un títere sin titiritero crucificado en una plaza pública

cualquiera de las alegorías de un loco.

Walpurg :

Verdugos, ustedes no pueden dejar de curarme. Yo lo sé.

Cada día que pasa una gota de aniquilamiento progresivo. No

inventen más que yo espero y espero cada día peor suerte.

En mis notas se lee:

- "Sonido vocal, antífonas, vocalizaciones disonantes (humor, ironía,

grotesco). Muy bien hecho, musical y vocalmente (verdadera obertura

operática; irónica, ligeramente tosca, juego con lo "culto").

- "Actores atraviesan el espacio; llevan objetos-máquinas absurdos,

locos y chirriantes".

- "Movimientos automáticos, lentificados; voz en off poco com-

prensible, lenta y sorda. Chirrido de los objetos contra el background

sacro; coro angélico."

- "Ana es también autómata; continúa el background resonante,

angélico; poco descifrables las palabras."

- "Víctor Varela escribe a máquina. Luz sobre él; continúa back

ground sonoro."

- "Víctor deja la máquina a Walpurg. Walpurg atormentado."


Verdugos ustedes no pueden...

- "Walpurg grita "en ópera". Tono agudo; vocaliza, silabea."

Cada día que pasa...

- "Abandona la máquina. Continúa back ground. Víctor se aleja."2

El que lea el texto de Opera Ciega sin percatarse de su medular

ambigüedad (es un texto que no incluye indicaciones escénicas) pudiera

quizás imaginar una concretización escénica altisonante y patética. Sin

embargo, si creemos a mis notas inocentes, en términos escénicos

proliferan el humor, las incongruencias, los comentarios críticos al texto,

las mezclas y los distanciamientos; el director, como un oficiante,

interviene sorpresivamente en el juego de los actores. En todo caso podría

decirse que, precisamente en el contrapunto escénico con el texto escrito

se abre paso el patetismo. Son múltiples — y solo atrapé algunas — las

violencias que la escena — voz, gesto, espacio, objetos, sonido, ritmo,

atmósfera — ejerce sobre el guión de las palabras.

Una observación más detenida del tejido escénico confirma esta

premisa del análisis.

Hay, por ejemplo, momentos fuertes de desnudamiento o sinceridad

extrema de algunos actores; pero también hay sostenidas máscaras

gestuales que congelan, contradicen o relativizan las revelaciones de ese

desnudamiento; de la nostalgia de una cita que atraviesa fugaz la escena;

de las repeticiones oníricas; de las bufonerías y los actos de magia; de la

irrupción de lo popular estereotipado y su manejo como materia sagrada,


brota el efecto decisivo. Lo que Opera Ciega afirma o niega en el nivel

textual, es acosado o vuelto del revés por una escena maliciosa y

proteica.

El entrelazamiento de estilos y estéticas inscrito en la palabra

dramática — romanticismo, absurdo, grotesco, ironía, collage — complica

su hibridez cuando el director merodea, aquí y allá, por las zonas del

trance actoral, por los instantes de actuación radical que no puede

juzgarse como una producción de signo y forma sino como el evento de

existencia que resulta de la acción física extrema. En estos momentos la

excelencia técnica y lo trascendente superan la lógica semiótica.

Para matizar aún más las coordenadas estéticas de este artista, yo

agregaría que Varela, familiarizado con las poéticas antropológicas de

Grotowski, Artaud, Barba y el Living Theatre, está igualmente marcado por

señales posmodernas: desagregación de la fábula, profusión de citas de

textos consagrados, exhibición de la estrategia compositiva (presencia del

director en algunas escenas), tematización de la lucha entre el triunfo del

fragmento y una visión histórica que parece persistir más allá del

agotamiento. Esta complicación de Varela lo emparenta a mis ojos con la

dramaturgia cruel, crítica y posmoderna de un Heiner Müller.

Me permito hablar de posmodernidad para de inmediato aclarar que

la de Varela sería, en todo caso, de fina estirpe cubana y latinoamericana;

allí está la sagacidad crítica, a veces razonadora, a veces naïve, de

nuestros jóvenes artistas plásticos; las indagaciones muy posmodernas,


pero muy imaginativamente politizadas de cierta zona de nuestra escena

experimental (Time ball, de Joel Cano, la trilogía de Carlos Díaz basada en

Tennessee Williams y Robert Anderson); la visión ciudadana y el

nacionalismo de nuestra magistral danza-teatro (Marianela Boán, Caridad

Martínez, el propio Varela).

Aparecen en Varela las huellas de esta sensibilidad posmoderna en

la medida en que juega con lo "culto" y lo "popular", con la

desconstrucción de la emoción, del concepto y de la forma, con

reiteraciones y simultaneidades y, sobre todo, con una intertextualidad

situada en el corazón mismo de la estructura.

Sin embargo, esta posmodernidad muy a la latinoamericana, crítica

y política, no renuncia al horizonte utópico. No logra — ni quiere — Varela,

desterrar de su creación resonancias de rebeldía que producen un

seductor mestizaje con su modo irónico y antipatético. Ni logra — ni quiere

— borrar las pistas de un sentido arraigado de historicidad. Su posmoder-

nidad, al igual que su sacralidad, está contaminada.

¿Una nueva Noche de los asesinos?

En Opera Ciega el teatro cubano vive de alguna manera su segunda

Noche de los asesinos3 (¿su otra Electra Garrigó?4). Solo que la producción

es hija de una época muy diferente. El sentimiento rebelde y trágico de

Triana en La noche de los asesinos se insertó de manera paradójica en los

3 Obra del dramaturgo cubano José Triana escrita en 1966.


4 Obra de Virgilio Piñera que revolucionó la dramaturgia cubana con su estreno en
1948.
albores de una revolución popular triunfante. 3 La Opera ciega surge de la

sociedad cubana de la última década del siglo XX, sometida a una

situación extrema: la Revolución Cubana intenta resistir una prueba

crucial: preservar la utopía de nuestro proyecto socialista después de la

caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS y en lucha contra

nuestras propias y graves deformaciones que son anteriores a la debacle

mundial. En Opera ciega se refracta, pues, una situación colectiva de

signo trágico, cuya percepción está generalizada; esa no era la situación

en tiempos de Triana. La historicidad del contenido trágico de hoy es

flagrante. Las representaciones de conflicto interno y soledad, de

conciencia de la propia trascendencia, de conciencia de una trascendencia

bloqueada o amenazada, de lealtad a todo trance, de angustia y de

exaltada dignidad son compartidas — con los más variados matices — por

la mayor parte de la sociedad cubana de hoy. La de Triana no fue obra

que, en su momento de escritura y estreno (1965-1966), obligara a traer a

un primer plano la lectura política. Solo con el paso del tiempo, en nuevos

contextos, el sentido político — su impugnación del autoritarismo del

estado socialista — pasó a ser la clave predominante de interpretación del

texto.4

La obra y el espectáculo de Varela poseen un trasfondo filosófico e

ideológico más intrincado que La noche...; ese trasfondo, nacido del nuevo

contexto y de una nueva generación de cubanos, por una parte

universaliza la condición fragmentada de la experiencia humana y lo


incierto de su sentido; por la otra — a diferencia de lo que ocurrió en 1966

con La noche... — no permite eludir la lectura política directa. Para el

espectador cubano del momento actual, la Ópera dice la lógica de

dominación ejercida sobre el conjunto de la sociedad. Aquí, de nuevo,

como en Triana, se trata del vértigo de los hijos que necesitan asesinar al

padre; pero en Opera ciega los hijos ya no se leen en un ámbito familiar

literal. Además, ahora no quieren matar al padre, sino al personaje mítico

que se nombra el Héroe.

Los personajes de Triana inhibían su proyecto, se mordían la cola, se

cerraban en un círculo de impotencia. Los de Varela realmente asesinan a

la figura autoritaria ante nuestros ojos. Pero el acto que ejecutan no es en

modo alguno ni liberador ni mucho menos unívoco. Cuando Lalo y Beba, y

Margarita y Pantaleón — personajes tomados de Triana —, así como

Walpurg y Ana se manchan las manos con sangre sagrada, incurren en un

magnicidio que los conduce a todos a un nuevo estado de perplejidad.

Muy difícil será evadir la lectura política de la Ópera ciega. Pero difícil será

también legitimar una lectura política primaria o simplista de esta

moderna tragedia cubana.

Si nos tomáramos la licencia de hablar de “protagonistas”,

reconoceríamos que Walpurg — arrastrado por la dinámica indetenible de

su rebeldía; Ana — promotora profunda de la trasgresión — están

condenados a no redimirse “ni con el crimen, ni tampoco con la omisión

del acto; ni con la acción, ni con el arrepentimiento". Walpurg y Ana


pertenecen al mundo de los héroes dubitativos, hamletianos, que no

saben qué hacer "después de haber matado a Dios, el absurdo del

suicidio, la fe en la esperanza y la desesperación", pero que tampoco

saben qué hacer con el impulso irrefrenable que los lleva a actuar, a

trasgredir, a aproximarse a la verdad. Walpurg no acepta estar en ninguna

coordenada ideológica ("DAME UNA PREGUNTA SIN RESPUESTA y

haré que el hombre viva."); Ana sí propone la coordenada: marchar,

adelante, atrás, girar, suprimir el obsceno "yo".

Pero esta propia Ana que por darse una certidumbre y un proyecto

renuncia a su cuerpo joven, a la inocencia y a la sensualidad, y opta por el

exterminio, por la acción purificadora y demoledora, es una oscilación

permanente en términos de la palabra que pronuncia, en términos de las

funciones dramatúrgicas que el texto le otorga y, finalmente en virtud de

su materialidad escénica, urdida por el director y por la actriz sobre la

base de todo tipo de ambivalencias.

Un poco de sociología

Víctor Varela es hijo — ¡ah, ironía! — de la explosión demográfica en la

que se expresó, también, el enorme acto liberador que fue la Revolución

Cubana. También en aquella fiesta biológica ocurrida entre 1959 y 1964

se puso de manifiesto la magnitud de la transformación que había tenido

lugar. En ese período nacieron más niños que nunca antes o después en la

historia de Cuba. Y este hecho pronto se convirtió en un factor de presión


que hizo construir apresuradamente más escuelas, producir maestros de

manera masiva, y posteriormente saturarnos de graduados universitarios

y de seguridades sociales.

Aquella explosión demográfica, aunque moderada después de 1964,

se prolongó todavía hasta 1972 — los jóvenes que hoy tienen diecinueve

años — para después decaer bruscamente. Ella introdujo, entre otros

efectos sociológicos que inevitablemente repercutirían en lo económico,

político y cultural, el hecho de que hoy, en Cuba, los jóvenes que tienen

entre veintisiete y treinta y dos años — sector anómalamente abultado de

nuestra pirámide social — constituyen el grupo juvenil que presenta

demandas de empleo y vivienda más apremiantes, y en el que se

encuentra la más alta proporción de personas con un nivel superior de

enseñanza. Los hijos de este "boom" son, además, los cubanos y cubanas

que deben alcanzar su máximo protagonismo social al iniciarse el próximo

siglo, precisamente en el momento en el que se producirá el proceso de

extinción física de la generación histórica que lideró el proyecto socialista

cubano.5

Vale agregar, además, que, en general, la población cubana es muy

joven. El cincuenta y cinco por ciento de los cubanos tiene menos de

treinta años. El peso que tiene en Cuba la juventud, numéricamente

mayoritaria, pero poseedora, además, de un alto nivel de instrucción y de

5 En lo fundamental gloso aquí los datos aportados por Juan Luis Martín: "La juventud en
la Revolución Cubana: notas sobre el camino recorrido y sus perspectivas", Cuadernos de
Nuestra América, Vol VII, n.15, julio-diciembre 1990 (Centro de Estudios de América, La
Habana, Cuba).
cultura política, es uno de los muchos factores que explican el hecho de

que, a partir de la segunda mitad de los años ochentas, nuestra sociedad

se haya visto compulsada a plantearse el problema de afrontar un

perfeccionamiento crítico del socialismo y reconocer contradicciones

económicas, políticas e ideológicas que hoy introducen zonas de parálisis

e incoherencias en la sociedad cubana. Esta toma de conciencia se

expresó, en el plano institucional, en el llamado proceso de

"Rectificación", iniciado en 1986. 6

Los datos aportados quizás permitan al lector inferir por qué, para

comprender la dinámica de las heterogéneas representaciones ideológicas

que coexisten en la nación cubana hoy, resulta imprescindible darle un

especial sentido a la relación que existe entre estas representaciones —

tanto las de consenso como las de disenso — y el modo en que las hacen

suyas o las generan sectores de procedencia juvenil.

En Opera Ciega Víctor Varela, hijo de aquel emblemático sector de

nuestra población juvenil nacido en la década de los sesentas, explora,

desde sus treinta años, su "mente"; al asomarse a ella, la descubre tan di-

námica e hipercreativa como rigurosamente controlada; tan caótica como

lúcida; tan fulminante como cautelosa. Las imágenes se atropellan en esta

6 El reconocimiento de estas contradicciones se expresó en el programa político que, a


principios de 1986, encabezado por Fidel Castro, dio inicio al "Proceso de rectificación de
errores y tendencias negativas". No fue la "Rectificación" una reacción inducida, en lo
fundamental, como a veces se piensa, por condiciones externas — la perestroika, en
primer lugar —, sino por causas principalmente endógenas que imponían la reorientación
del rumbo de la Revolución, la ruptura con modelos económicos y en última instancia
políticos que habían demostrado su insolvencia o sus grandes limitaciones. La
Rectificación pone el acento, después de una década y media, en valores originales
aportados por la Revolución Cubana en los años sesentas y más tarde opacados por la
copia de patrones de diverso orden en que se sustentaba el "socialismo real".
mente que es una incesante paradoja; que está "rota". Hierve de

preguntas, contradicciones, sueños, prejuicios, frustraciones, rencor,

lealtad y rebeldía.

No ve que estoy lúcido pleno y rotundo como el más grande

perdedor.

No es posible que su personal visión de mundo sea un mero átomo

libre o un accidente en la complicada alquimia de la vida espiritual cubana

de este momento.

Rebeldía, orilla recurrente

¿Quién es Walpurg, interpretado de forma tan inspirada y sutil por

Alcibíades Zaldívar?

En la secuencia final de la obra, en dos monólogos sucesivos,

Walpurg reivindica su condición de rebelde. Al hacerlo, se desasocia en el

plano textual y escénico, de la sarcástica "Revolución de los muertos"

protagonizada con aplicado entusiasmo tanto por los "parricidas" — de los

que él ha formado parte — como por la "buena sociedad".

Sé qué quieren de mí. Si yo

[fuera un árbol entonces sí

El árbol que come del calcio

[de mis huesos

mi materia inorgánica junto al

[árbol
el árbol que crece junto a la

[tempestad

el árbol que espera

el árbol que soy después de

[la ausencia. Dando

[solo la sombra

luchando contra la tormenta

[de las almas rebeldes

que corren por el viento

y la multitud que empuja

[sobre la lluvia.

Sé qué quieren de mí Si yo fuera un muerto enton-

[ces sí

Un poeta perdido

sin uñas para rascar

[la roca

descompuesto

sin dedos para tocar

[la ópera

roto

sin razones con mis

[pensamientos disueltos.
El ciclo del fallo junto a la epi-

[lepsia y la locura.

En este monólogo Walpurg rompe con la anterior pauta escénica:

hasta ahora la voz ha sido tratada como un juego, una antífona, un

cacareo, una cadencia-ritmo-timbre artificiosos. Aquí Walpurg emplea

repentinamente una emisión vocal “natural”: estable, no contrapuntística,

dentro de un registro sonoro y gestual mesuradamente patético:

A continuación Ana sufre su primera muerte, atravesada por

los estoques de Margarita y Pantaleón, primero cuidadores del orden,

luego parricidas y de nuevo cuidadores del orden. Ana, verdadera

coprotagonista (interpretada por la actriz Bárbara Barrientos), representa

también una rebeldía contradictoria, hecha de intransigencias, férrea

voluntad, amor y concesiones, envilecimiento y pureza. Mientras ella

muere, Walpurg canta su segundo monólogo, su otra afirmación de la

rebeldía. Los parricidas, y también el Héroe — secuaces y víctimas —

yacen a sus pies.

Hace milenios los locos del

[mundo queremos levantar

un barco

Falsamente estimulados con

[pastillas

en un sentido equivocado a

[pesar de la química
a solas con nuestras alucina-

[ciones

el barco está en la copa de

[una catedral.

Una acción inútil vacía de

[significado

con un sentido

probar nuestras fuerzas

saber que aún se puede

[superar un límite

No quiero ser más Walpurg

dejo la horca y la ventana

en el cajón de la utilería.

[Yo soy una máscara

En alguna parte

mi otro yo

escribe sobre sus ojos.

Walpurg canta de rodillas mientras Ana agoniza. Con un roto

canturreo de niño indefenso, de iluminado, de tonto de la aldea, lleva a su

momento más alto la pauta de la inocencia lúcida que a lo largo de todo el

espectáculo ha guiado los principales compromisos del actor con su

cuerpo, con su voz, con sus delicadas emociones. Este canto, sin embargo,

transcurre en medio de un profuso final shakespeareano, con la escena


llena de cadáveres. Walpurg reivindica, de otro modo ahora, su naturaleza

trasgresora.

Después sobreviene el grito sorpresivo con que "resucita" Ana para

orquestar la feroz "Noche de Walpurgis": chirriante, circense, furtiva, llena

de tinieblas y chispazos, picardía y confusión. Se hace la luz

abruptamente. Varela, el director-oficiante, semincorporado, clava unos

objetos-dardos en los ojos del retrato de un niño. El director se abate.

Viene adelante Ana. Han desaparecido los hábitos de monja que

materializaban su coordenada mesiánica. Ahora está semidesnuda y

vuelven a ser visibles las correas, el fantástico cinturón de castidad con

que invocaba el deber ser. Es una autómata o una agonizante temblorosa.

El director-oficiante, con un paño rojo, oculta su desnudez y su agonía de

nuestras miradas. La acerca con piedad a su rostro y después la

abandona. Ana prolonga sus últimas cuatro frases. Sólo vemos su rostro

cambiante, en proscenio, sobresalir por encima del rojo paño, parecido a

un retablo.

Habla el presente.

No quiero volver a la mueca

A la puerta cerrada de la vida

en mi dormitorio está la ver

[dad.

Cae.

¿Rebeldía suprema? ¿Redención? ¿Prostitución? En el texto de


Opera Ciega — carente de acotaciones — la secuencia que he descrito, y

que se inscribe en la "Noche de Walpurgis", se subtitula "Catástrofe

mental. El autor se saca los ojos". Y el personaje de Ana — que se nombra

"Monja" en gran parte del texto —, ahora ha sido nombrado, a los efectos

de estas cuatro líneas finales, "Ana prostituida".

Cubanidad

Esta totalidad, esta amalgama en extremo problematizadora en que se

constituye, formal e ideológicamente, Opera Ciega, y que se sintetiza en

su secuencia final, nos remite a la imagen de aquel desamparo, de aquella

digna fragilidad del ser humano a la que aludía al inicio de esta reflexión.

La densidad de los conceptos, de la fabulación y de la escritura de este

espectáculo nos impide descodificarlo por caminos tan simplistas como

podrían ser intentar igualar su propuesta conceptual a una mera "filosofía

de la desolación"; o bien, reducir su tejido poético a un deslumbrante

ritualismo up to date; o aferrarnos a la coartada de sus indiscutibles

connotaciones universales para escamotear su concreta historicidad.

No es en modo alguno casual que la imbricación de lo trágico, lo

sacro, lo lúdicro y lo político que he tratado de describir y que concede sus

rasgos definitorios a Opera Ciega se produzca en un escenario —

relativamente marginal, por elección expresa del director1 — ubicado en el

corazón de la Cuba socialista de hoy.

1 Digo "relativamente" marginal, pues el Teatro Obstáculo, después de haber sido un


teatro independiente sin subvención, hoy es un proyecto subvencionado por el Consejo
de las Artes Escénicas de Cuba, organismo gubernamental.
Nuestra nación está siendo azotada por un riguroso "período

especial", y por una conmoción mundial que ponen en peligro nuestra

posibilidad de supervivencia. Si las honduras del espectáculo fraguan en

un acto impresionante de cocreación con el espectador es, quizás, porque

el rito tiene lugar en esta Cuba, ahora más que nunca isla — soledad y

punto de referencia , "accidente" de nítidos contornos, escenario mítico

por excelencia de la literatura utópica — que protagoniza su aventura de

liberación en circunstancias límites, desde una conciencia colectiva que,

mayoritariamente, sin renunciar a las visiones críticas, asume como un

destino la defensa de la utopía socialista. Una Cuba que, volviendo a sus

orígenes, se define hoy más que nunca como un radical proyecto de

transformación cultural esencialmente autóctono.

Opera Ciega es nuestra. Es un enclave muy refinado y discutible —

si lo referimos a consideraciones políticas e ideológicas puntuales que allí

subyacen — de cubanidad rebelde y trasgresora, necesitada de arriesgar

y asombrosamente abierta — como siempre y para bien lo ha sido Cuba —

al espíritu del mundo, a las ideas e influencias foráneas de las que nos

apropiamos con avidez para convertirlas en algo vivo y propio.

La mente y el alma de Víctor Varela, a las que nos ha permitido

asomarnos, están "rotas", pero no son mediocres. No solo en la visión del

mundo de él — pero también en esa visión del mundo, por muy

perturbadora o insolente que a muchos pueda parecer — se pone de

manifiesto la arraigada vocación de la cultura cubana de transformar el


orden existente o, al menos, de soñarlo mejor.

Su relativismo, sus despiadadas acusaciones, su paradójico,

apasionado escepticismo, su sentido de pertenencia aún desde el disenso,

lo inscriben en una visceral historicidad y en lo mejor de la tradición del

arte cubano de vanguardia de cualquier época.

Creo que en alguna medida Ana es portavoz del fragmentado afecto

de Varela cuando, cerebral y cándida, declara:

El estado actual de las cosas

es la contradicción.

Le tengo horror al ridículo y

una grandísima culpa de

amarte

En Ópera ciega, el artista quiso hablar con trascendencia de su

país... y lo logró.
TEATRO Y UTOPÍA EN EL SIGLO XX

(septiembre de 1993)

¿Con qué peculiar acento pudiera estar inscribiendo hoy el teatro

latinoamericano — en las técnicas, en las formas, en las estrategias de

composición, en los símbolos y las ficciones — intuiciones sobre la

posibilidad/imposibilidad de un orden de Vida Mejor? ¿Cómo, dentro de la

actual incertidumbre, la escena latinoamericana forma y combina señales

de irrupción de una voluntad liberadora y signos de su crisis o

desorientación?

Quizás el utopismo sea un rasgo constitutivo de las culturas

latinoamericanas. Alguna intrincada alquimia habría dotado a nuestro

continente de una suerte de condición utópica. Pudiera esto deberse a

que, en un período de tiempo no muy dilatado, volúmenes descomunales

de opresión — cultural, económica y política y volúmenes también

descomunales de imaginación y saber han mezclado — muchas veces de

modo traumático — innumerables sangres, cosmovisiones y paisajes.

Imagino que, de la fricción en que nuestras culturas han convivido,

sometidas a estadios sucesivos y superpuestos de opresión, proviene

quizás ese fermento que derrama nuestras prácticas y nuestros

imaginarios hacia los parajes de la Vida Mejor. La romántica imagen de un

volcán en trance de liberar su energía colosal, ha sido utilizada más de


una vez para evocar la incandescencia, el exceso y la aspiración de

libertad que parecen asociados a la "identidad latinoamericana".

Por otra parte, el sentimiento de una fractura entre la vida y el sentido

es quizá el principal rasgo incorporado por el utopismo del siglo XX dentro

de la cultura occidental. En la América Latina pues, la aspiración a

superar el orden de desigualdad y la conciencia de estar relegados a una

situación económica y culturalmente subalterna se complica con aquel

sentimiento generalizado de imposibilidad de conocer y actuar de un

modo eficaz y orgánico.

Desde la época de las luchas anticoloniales y los años tumultuosos de

las jóvenes repúblicas, apareció en el teatro latinoamericano el germen

que le permitió formar nuevos lenguajes en la misma medida en que se

confrontaba con factores de opresión, con procesos muy dramáticos de

formación y fracturas de identidad y con las dinámicas de los proyectos

liberadores. De una relación de esta índole provienen géneros como el

grotesco criollo argentino, cuya capacidad excepcional de revelación

estaba arraigada en las tensiones a través de las cuales, en el inicio del

siglo XX, trataba de emerger un proyecto de nación.

Creo que no solo los escenarios explícitamente políticos de la

"creación colectiva" de los años 60 y 70, sino también un amplio sector de

la actual posmodernidad escénica — por poner dos ejemplos extremos —

pueden ser examinados en su compromiso con la producción de

dinámicas liberadoras.
En todo caso, es imprescindible correlacionar las presuntas tendencias

utópicas de la escena latinoamericana con claves de utopismo

observables en el campo mayor del teatro occidental del siglo XX.

Exploración de lo "orgánico" y del funcionamiento sígnico

La guerra de Irak se ensayó en los sistemas de "realidad virtual" de las

computadoras, se operó en las pantallas de los radares y se representó

por televisión. Mientras la inteligencia artificial y las telecomunicaciones

desrealizaban con una operación impecable decenas de miles de

cadáveres, los titulares de primera plana anunciaron que el capítulo más

esperado de la historia de la humanidad no tendría lugar: un bloque

entero de países -de cuya existencia, para muchos, dependía el Futuro- se

había desvanecido como un espejismo. Millares de fotocopias corrieron la

nueva de que la Historia, considerándonos emancipados, detuvo su curso.

El hombre ha sido esclavizado por sus discursos y sus tecnologías.

¿Cómo reunir de nuevo la vida y el sentido? Alguien da vuelta a las

páginas de un texto del que, definitivamente, no somos protagonistas.

Esta sensación de ruptura entre "las palabras y las cosas", entre la

vida y el sentido, es quizás el sentimiento más trascendente incorporado

por la tradición del utopismo occidental después de aquel que lo llevó a

proclamar, en el siglo XVIII, los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

A despecho de proyectos y utopías, el saber y la riqueza, al multiplicarse

en las condiciones de la desigualdad y la intolerancia, parecen cancelar las


mismas posibilidades humanas que crean.

Como respuesta a esta civilización distorsionante que tiende a

domesticar las múltiples voces de la realidad, a uniformizarlas y a

atropellarlas en una sola dirección, o a suplantarlas por construcciones

retóricas, en el interior de las vanguardias teatrales del siglo XX se han

desarrollado actitudes estéticas, impulsos muy poderosos, que en

ocasiones actúan en una relación de acentuada interdependencia.

Una de estas actitudes tiende a explorar, a través de los lenguajes

teatrales, el principio de lo vivo, de lo que es capaz de un movimiento

propio, autónomo, de lo que se abre paso, regulado e imprevisible, entre

las determinaciones y el azar.

Otra, adentra a la imaginación dramática en los procesos de

producción de sentido, trata de captar la manera en que los signos se

organizan para mediar en el perturbado contacto del hombre con lo vivo o

real.

Una tercera, asociada a las anteriores, tiende a convertir en ocasiones

al teatro en una práctica liberadora, en un acto que involucra a actores y

espectadores en la trasgresión real de algún orden de opresión.

Son como claves primordiales que han marcado su rumbo a la

renovación escénica en este siglo y que han condicionado la aparición de

nuevas técnicas y lenguajes. En esas formas nuevas se materializan

visiones sobre la plenitud y la dignidad humanas y las fracturas que las

amenazan. Libertad y justicia social son como los prismas mayores que el
artista adopta para crear con sus ficciones estos espacios en que

realidades y utopías se confrontan.

En la primera mitad del siglo, Stanislavski abre una investigación

capital sobre los principios que permiten al actor realizar acciones vivas y

creíbles. Traer la vida a la escena, es su divisa. Salvar al hombre con la

verdad, es la aspiración última de su humanismo liberal y trascendente.

Brecht, el otro gran revolucionador del teatro en la primera mitad del

siglo, investiga los procesos escénicos de formación del sentido y concibe

toda una poética basada en la puesta en código de las acciones. Darle al

hombre una llave que le permita entender y transformar el orden injusto

del mundo es su designio de soñador marxista.

Comprometidos pues con dos matrices utópicas de la Modernidad, el

primero imprime un desarrollo sin precedentes al aspecto orgánico de lo

teatral. El segundo, a su funcionamiento sígnico.

Quizás ningún representante mejor de la utopía anarquista, en aquel

inicio de siglo, que Artaud: libertad, destrucción de todo poder a través del

éxtasis, glorificación del caos. Su intuición de un lenguaje teatral que

integrara la exploración de lo vital y la exploración del código tuvo largas

consecuencias.

A punto de concluir la primera mitad del siglo el llamado teatro del

absurdo, y muy especialmente Beckett, indagan con nuevos lenguajes en

la producción del sentido, desmontan las acciones, y colocan en una

relación inusual las palabras, los gestos, los objetos, los rituales, el tiempo.
A diferencia de Stanislavski, Artaud o Brecht, esta renovación de lenguaje

no tiene en su base la afirmación de una utopía. La pérdida de sentido

aparece como un absoluto y las rupturas formales enfatizan el destino

incierto, la vacuidad de la esperanza. Significativamente, esta exploración

que descree de la perfectibilidad de la existencia no es concebida ni

instrumentada de manera explícita, como sí las anteriores, en términos de

técnicas escénicas, de acción viva y presente, sino que se manifiesta en el

plano mental, en la dimensión de la literatura dramática. Beckett no

implementa una tecnología del comportamiento escénico como sí lo hacen

Stanislavski y Brecht.

Es un teatro que no pretende concebirse a sí mismo como el terreno

de alguna propuesta liberadora y, por lo tanto, no intenta sistematizar los

procedimientos especiales de un actor-agente.

Los años sesentas introdujeron un viraje en la evolución del teatro

del siglo XX. En medio de esta década fulgurante que vio reverdecer la

imaginación y la rebeldía y que produjo inolvidables desbordamientos del

utopismo, aparece un nuevo profeta de la escena. Creo que fue Jerzy

Grotowski el máximo representante de la renovación que entonces se

inició. Esa renovación es la que permitió después hablar de un teatro de

tendencia antropológica en el que coexistirían artistas muy diversos de

Europa y la América Latina. Fue él quien de manera más sintética y

trascendente encarnó, con su lenguaje nuevo, el sentido que tenía aquel

viraje, quien hizo visibles sus coordenadas fundamentales.


En aquella década de exaltaciones y pasión crítica, por intermedio

de él no hablaba ni la utopía pletórica ni el descreimiento, sino un

utopismo doloroso, como el de Dostoyevski. Hablaba, entre otras, su

identidad de ciudadano "disidente" de una nación que, oprimida por

siglos, vivía paradójicamente la experiencia del socialismo como un

sojuzgamiento más. Ya en los años sesentas, con la radicalidad de esta

ruptura, Grotowski estaba inscribiendo, en lo profundo de la escena

contemporánea, conmociones en las que de alguna manera resonaba uno

de los episodios más trágicos de la separación entre la vida y el sentido

que han tenido lugar en este siglo: el fracaso del "socialismo real".

Su inquietud tenía mucho del apasionado reclamo de vida y verdad

de Stanislavski; pero también de la aspiración brechtiana a encontrar

alguna clave de funcionamiento sígnico que diera acceso a una

comprensión compleja del mundo. Los lenguajes que propuso reunían en

un solo cauce aquellas dos actitudes investigativas que el teatro del siglo

XX había venido perfilando: Se orientó, simultáneamente, hacia una

exploración de lo vivo, autónomo, autorregulado, espontáneo y natural, y

hacia la exploración del funcionamiento simbólico como mediador entre la

vida y el sentido; elaboró procedimientos escénicos que potenciaban la

energía -la presencia viva- del actor y, en conexión con ese dispositivo,

propuso operaciones simbolizantes que ponían bajo nueva luz los

procesos escénicos de formación de sentido.

Ambas problemáticas fueron abordadas por Grotowski en su


interdependencia: Su indagación en lo "orgánico" del actor llevaba

implícita una investigación del comportamiento semiótico de este. Para

Grotowski el encuentro con la vida pasaba por un encuentro con los mitos

y los arquetipos del imaginario y del inconsciente colectivos, con el nivel

profundo de la producción simbólica de una cultura.

Culturalismo y prácticas liberadoras

De este modo se introduce en las vanguardias teatrales del siglo XX la

novedad del prisma culturalista. En el concepto del teatro de Grotowski se

expresaba la valoración de que la producción espiritual del sujeto y del

grupo humano poseen un alto grado de fuerza cohesionadora y también

de autonomía y carácter subordinante con respecto al plano sociopolítico.

Su reacción contra los reduccionismos que asocian la "liberación" a

un materialismo y un progresismo primarios, hacía emerger a un primer

plano la alternativa de "lo cultural". En los dominios de una identidad

reconstruida -parecía decir-, en el tratamiento agónico de los rituales, el

saber y los símbolos compartidos con el grupo, en la superación de

estereotipos que nos atan a una identidad falsa, así en el arte como en la

vida, está el espacio posible de la libertad y la resistencia.

Al mismo tiempo Grotowski propone no tanto representar como

vivir la materialidad de esos símbolos -mitos, máscaras, rituales,

arquetipos-, actuar el nivel profundo de reproducción de la cultura y del

sujeto dentro de ella. Dando continuidad a las prefiguraciones de Artaud,


relativiza la función mimética de la escena -en contraste con la clara

tendencia a lo representacional propia de las poéticas de Stanislavski y

Brecht-. Estos, quizás porque sus utopías emanaban de la confianza

básica en alguna Razón o Lógica que finalmente produciría el rencuentro

entre la vida y el sentido, le preservan al arte sus fronteras. Grotowski,

que se coloca en los márgenes de esa Razón o de esa Lógica -y esto

establece una coincidencia relevante con la vocación alternativa de la

cultura latinoamericana- tiende a confundir el arte con la vida. Desarrolla

así uno de los caminos del lenguaje autorreferencial, no mimético, en la

escena del siglo XX; y concreta, además, la orientación hacia la autotras-

cendencia, que ha caracterizado a una zona del teatro de la segunda

mitad del siglo. 2

La propuesta de Grotowski va más allá de las funciones estéticas y

tiende a convertir a la escena en un acto de vida. Las técnicas y los

lenguajes que él propone permitirían a actores y espectadores vivir, en el

microuniverso que se organiza en torno al acto escénico, la utopía que se

escapa a escala social. Su concepto del teatro desarrolla así una noción

ya incipiente en Stanislavski: el teatro como un camino de salvación, de

crecimiento espiritual.

Este principio de autotrascendencia presente en Grotowski hace de

la escena un lugar donde de alguna manera la orientación utópica tiende

a convertirse en experiencia.

A partir de los años sesentas diferentes manifestaciones artísticas de


alto nivel de elaboración -no solo el teatro- tendieron, en su ejecución, a

intervenir lo cotidiano, a proponerse como el terreno, literal, de alguna

práctica liberadora. El teatro, por implicar una relación social viva y

presente, ofrecía un campo privilegiado para la materialización de esta

actitud. Los happenings, las performances, el teatro de calle, y otras

muchas estéticas -algunas influidas por un enfoque antropológico más o

menos sistematizado y consciente-; pero también el movimiento de teatro

político de los años sesentas, el teatro "poblacional", y muchas formas de

teatro de "apoyo social", admiten un estudio bajo esta perspectiva. No es

casual que todas estas manifestaciones que menciono hayan adquirido,

en diferentes épocas, un relieve muy especial en el teatro

latinoamericano.

Las anteriores observaciones sobre algunos vínculos entre los

lenguajes teatrales del siglo XX y la formación de representaciones

utópicas me permite esbozar, en resumen, las siguientes hipótesis:

Que las formas nuevas elaboradas por el teatro del siglo XX dan

cuenta de tensos procesos de generación y cancelación de

representaciones utópicas y, particularmente, remiten a un sentimiento de

divorcio entre lo "real" y los conocimientos, valores y procedimientos de

que el hombre dispone para interactuar con el mundo circundante.

De esta relación entre los lenguajes teatrales de este siglo y las

representaciones utópicas darían fe:

El movimiento de las técnicas y los lenguajes escénicos hacia la


producción de comportamientos "orgánicos" (que permiten al sujeto y al

grupo volver a integrar una conducta dividida). Esos comportamientos, en

el arte del actor o en el conjunto de la dramaturgia, centran su atención

en el proceso de creación; salen "en busca del sentido", que aparecería

como necesidad en un proceso de creación y no como resultado del

establecimiento de un presupuesto formal e ideológico previo.

El interés de las técnicas y los lenguajes escénicos por los

procedimientos que permiten al sujeto y al grupo codificar su

comportamiento, esto es, otorgarles una dimensión simbólica que

singulariza el lugar cultural e ideológico de su enunciación, su eje de

identidad.

La tendencia de la escena a traspasar una función estrictamente

estética y a asumir el carácter de una práctica liberadora real capaz de

introducir en la vida cotidiana comportamientos mediante los cuales se

trasgrede algún orden de opresión, se conjura alguna pérdida de

realidad/humanidad.

Dentro de esos lenguajes coexisten -y muchas veces resultan

inseparables- rasgos en los que se expresa la aspiración a superar la

desintegración, a buscar lo que une, armoniza y otorga plenitud, y otros

que dan forma al impulso contrario, que acentúan la pérdida de un centro,

la fragmentación, la precariedad o, en última instancia, el franco

sinsentido de las expectativas utópicas.

El presumible utopismo constitutivo de las culturas latinoamericanas


confiere un especial interés a los estudios que, en la actualidad, traten de

describir algunos de los nexos surgidos entre el teatro latinoamericano

contemporáneo -sus lenguajes, técnicas y poéticas- y la manera en que

los artistas hacen suyas, rechazan o modifican determinadas expectativas

utópicas.

Nuevas maneras de conocer el mundo: ¿nuevas utopías?

Hace un año trabajé con el grupo peruano Yuyachkani en un taller sobre el

tema "El tránsito del entrenamiento a la representación". Cuando quise

hacer un análisis de aquella experiencia me sorprendí ejecutando un

género en mí inédito. En vez de un ensayo produje un relato novelado al

que desde un inicio supe que titularía Pautas y azares. Quería ofrecer un

testimonio sobre la experiencia de libertad que habíamos construido

juntos a partir de una relación teatral. 3 Quise preservar en aquel largo

relato el instante de utopía compartida que el teatro, tal y como ellos lo

conciben, me había permitido. Y titulé aquellas páginas "pautas y azares"

porque lo más estimulante de la experiencia, para mí, era ver a aquel

colectivo de siete actores de distintos países latinoamericanos y a aquellos

dos maestros peruanos, Miguel Rubio y Teresa Ralli, arriesgarse todo el

tiempo a buscar en otra dirección, exponerse al desequilibrio, atisbar un

orden de plenitud burlando el cerco de la Norma inviolable, atravesando el

caos sin perderse en su brutalidad.

Esos cuerpos y esas voces que ellos movilizaron tuvieron el arrojo de


producir cambios minúsculos que se abalanzaban sobre mí,

desencadenaron una partitura escondida que ordenó las acciones más allá

de la rebeldía y el cansancio. Y a veces me pareció saber de dónde nacía

ese torrente igual al mío, que iba hacia los mismos sitios, que buscaba y

descreía con un tipo de ilusión y de agravio que yo creo reconocer.

Aquellos actores se atrevían a realizar utopías no con seguridades

vulgares, tampoco con la entropía feroz, sino más bien con una sustancia

que brilla un instante sobre los cuerpos y las voces que logran abrirse

paso entre la "pauta y el azar" y acceder a una calidad nueva. Me

conmovió la idea de un teatro que se atreve a conocer de otra manera el

mundo y a actuar, de otra manera, la utopía.

Creo que esa experiencia me ayudó a acercarme a un problema del

día de hoy: comenzamos a relacionarnos de forma nueva con la noción

misma de utopía.

Actualmente muchas personas preocupadas con las ideas de

liberación tenemos miedo. Más o menos secretamente nos preguntamos

si seremos capaces de persistir. ¿Persistir en qué? Tenemos miedo de

renunciar por cansancio o desaliento a algunos ideales. El miedo es

explicable porque este es un tiempo de quebranto para los que hemos

luchado porque se abriera paso una forma de sociedad basada en la

solidaridad y no en el egoísmo. Alguna vez nos sentimos seguros del

camino que habíamos emprendido; pero ahora... Esta pudiera ser una

señal de cansancio. Me pregunto, sin embargo, ¿a qué habría que temerle


más, al cansancio o a la tentación de repetir esquemas de pensamiento

insuficientes? Yo no quisiera hacer una mala inversión del coraje y la

entereza que hacen falta para persistir. Pienso que más fácil se superan

el desaliento y el miedo que la rutina intelectual y sentimental. Esa rutina

disfraza y alimenta el conservadurismo inconsciente de los que, sin

saberlo, han renunciado a ejercer una voluntad transformadora.

En los años noventas la América Latina y el mundo se enfrentan con

una ausencia de proyectos. No es lo mismo la actitud crítica de los años

70 y 80 que el vacío y la dispersión de hoy. Sabemos cómo el derrumbe

del socialismo del Este, pero también las insuficiencias del pensamiento

socialista, atrapado en sus propias limitaciones, ha contribuido a esta

crisis.

La interrupción a nivel mundial de una corriente liberadora que en

décadas anteriores parecía fluir con vida propia, pudiera ser explicada en

una perspectiva cultural amplia que no se constriñera a los factores

sociopolíticos. La llamada posmodernidad, condición civilizatoria que no

nos es dado escoger, que nos incluye a todos, ha exhibido no pocas

señales de un conflicto de fondo con la noción de utopía. No creo, como

ya comentaba en un trabajo anterior, 4 que, desde el interior de la

posmodernidad, sólo puedan generarse correlatos ideológicos

conservadores; que las representaciones posmodernas de la Vida Mejor se

agoten en la topía del paraíso neoliberal. Pero lo que ciertamente hay que

reconocer es que esta situación cultural global del fin de siglo altera
tradiciones que durante varias centurias habían permitido al pensamiento

proyectarse dentro de una estrategia de la perfectibilidad.

Si recordamos el sentido desestabilizador con que Foucault opone

las "heterotopías" de Borges a las utópicas incongruencias de los

surrealistas; o el remplazo de la subversión por la seducción tan

brillantemente imaginado por Baudrillard; o el "fin de los grandes relatos"

que Lyotard diagnostica, surge ineludible la pregunta: ¿Cabe acaso dentro

de estos pensamientos plantearse el problema de las "prácticas

liberadoras", o la cuestión como tal pierde su sentido? ¿Cuál sería, en

todo caso, la implicación nueva que desde estos enfoques se nos

propone?

Paralelamente, en plena década de los noventas, el pensamiento

social latinoamericano ha avanzado hipótesis tan incitantes como la del

"socialismo mágico", del antropólogo peruano Rodrigo Montoya, o el

"socialismo de las diferencias" del teórico jamaicano Stuart Hall. Por su

parte, la teología de la liberación sigue sustentanto su tesis de que "la

pobreza es estructuralmente pecado". En una palabra, en esta época de

crisis, la cultura latinoamericana persiste en promover comportamientos

liberadores, pero problematizando la cuestión al punto de replantearse las

doctrinas originarias -socialismo, cristianismo- en términos que, por su

heterodoxia, transforman la clave primordial en que usualmente las

hemos pensado y que acabarán quizás por instalarlas en una dimensión

totalmente nueva.
Por eso insisto en que es importante no conceder un solo sentido al

ademán laxo, a la despegada afectividad con que esa situación cultural

global que es la posmodernidad suele exhibir su ausencia de proyectos.

Esta neutralidad que desconfía de la trascendencia podría ser el camino

que permitiera a un espíritu saturado de grandilocuencias desactivar

viejas disposiciones cognoscitivas que trescientos años han desgastado

definitivamente. La irónica distancia posmoderna no parece para nada

interesada en exaltar estos patrones caducos, antes bien, a su modo

displicente, estaría colocándolos entre interrogaciones. El que esa mirada

no se reconozca a sí misma una intencionalidad crítica, con evidente

rechazo de la vocación programática de la modernidad, no sería quizás

sino el "envés de la moneda", la cara reticente de una nueva manera de

concebir la trasgresión.

Como cada época inscribe sus esperanzas, da forma a sus utopías,

dentro de un determinado tipo de racionalidad, si el proceso mismo del

pensar tomara otro rumbo y una racionalidad de nuevo tipo se estuviera

abriendo paso, sería inevitable que la noción misma de utopía, así como la

índole de las representaciones utópicas -si estas subsistieran- sufrieran

alguna modificación esencial. No soy una especialista en los problemas

filosóficos del pensamiento, pero me pregunto: Si el determinismo, por

ejemplo, ese arraigado sentimiento del que todos participamos -más allá

de lo que la disciplina intelectual nos aconseja- de que en el mundo

impera la causalidad unívoca, sufriera un mutación; si mi actitud


cognoscitiva más general se desembarazara de su rígido cauce

determinista, ¿me sería todavía posible representarme una utopía? Y si

colapsara el prestigio de lo discursivo, si cesara esa proliferación enferma

que, en vez de iluminar los hechos, al tratar de interpretarlos los devora, si

pudiera uno preservar su espíritu de la inflación discursiva que lo agota,

¿qué modelos de perfección imaginaríamos entonces? Si la tendencia de

nuestro pensamiento a imponer la igualación, a uniformar, a silenciar la

polifonía de las diferencias -a creer que el fortalecimiento de las

autonomías destruye la unidad de un sistema-, fuera remplazada por un

nuevo orden cognoscitivo que asumiera como necesaria la coexistencia de

lo diverso, ¿qué atrevidos modelos de la dignidad, la plenitud, la armonía y

la belleza no construiríamos entonces? ¿Cómo actuaría, cómo está

actuando en las condiciones de la "ausencia de proyectos" (pero en las

condiciones también de una presumible revolución del pensamiento) el

teatro latinoamericano, con todo el bagaje de sus lenguajes liberadores,

con todo el legado de "formas utópicas" que lo acompañaría si intentara

saltar al vacío?

Me parece mejor arriesgar estas preguntas, ingenuas quizás, que, en

una época de emboscadas, permitir que nos acune el conformismo y

llamar a esa derrota "lealtad a sí mismos".

Determinismo mecánico, inflación discursiva, homologación de lo

diverso, son algunas de las tradiciones de pensamiento de las que el fin de

siglo tiende a sospechar, apoyado en el avance de las ciencias naturales y


humanas y secundado por las intuiciones del arte. 5

El fin de siglo asiste a un remplazo de disposiciones epistemológicas.

Para estudiar, en la actualidad, las posibles relaciones entre el teatro y las

representaciones utópicas se hace necesario pues, tomar en cuenta en

qué medida los lenguajes teatrales de las décadas recientes -en la

América Latina y en el mundo- aportan técnicas, estrategias de

simbolización y posturas filosóficas que intentan conocer de otra manera

el mundo, no solo imaginarlo mejor. Al asumir, muchas veces de manera

intuitiva, estas nuevas coordenadas epistemológicas que comienzan a

entreverse, los lenguajes teatrales de este fin de siglo encuentran nuevos

canales que les permiten comunicar con las tradiciones del utopismo y

con la noción misma de utopía e imprimir formas y contenidos nuevos a

esta relación.
CULTURALIZACIÓN Y PRÁCTICAS LIBERADORAS EN EL TEATRO

LATINOAMERICANO

(septiembre de 1993)

Me gustaría escribir un libro sobre el teatro latinoamericano que se

llamara Actuar la utopía. Me interesa la posible relación de nuestros

escenarios con esa persistente tendencia de los individuos y las

comunidades a representarse —mediante operaciones tanto

intelectuales como afectivas, tanto conscientes y sistematizadas como

intuitivas— modelos ideales de Vida Mejor, Sociedad Mejor, Hombre

Mejor.

Pudiera nombrar algunos espectáculos, textos y experiencias que, en

los últimos años, han significado como un encuentro con mis propias

intuiciones, con frecuencia asociadas a la transformación de nuestros

horizontes utópicos y de la noción misma de utopía, así como con la

pretensión de estudiar cómo los lenguajes del teatro latinoamericano

pudieran actuar esas modificaciones.

Encuentro de zorros, Memorial del cordero asesinado, Paraíso Zona

Norte, Postales argentinas, Eppure si muove, No me toquen ese vals,

Ópera ciega, Osiris y La niñita querida, en la escena.1 Rásgate,


1 Encuentro de zorros y No me toquen ese vals, del grupo peruano Yuyachkani, dirección de Miguel
Rubio; Memorial del Cordero asesinado, texto y dirección de Juan Carlos Gené (Argenti-
na-Venezuela); Paraíso Zona Norte, dirección de Antunes Filho (Brasil); Postales argentinas,
corazón, El día que me quieras, La secreta obscenidad de cada día y El

sol negro, en la literatura dramática.2 Talleres de investigación junto a

Miguel Rubio y Teresa Ralli, Andrés Pérez, Rosa Luisa Márquez y Antonio

Martorell, son vivencias muy intensas que puedo referir, entre otras, a

momentos en los que una suerte de "resplandor" me ha llegado desde

Brasil, Perú, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, Puerto Rico, Cuba.

No es sólo la relación conceptual que los artistas establecen con el

tema de la utopía lo que me atrae, desde luego. Me seducen las señales

que me permiten ver esos ideales, registrar con mis sentidos su rumbo y

su sustancia. Quiero saber cómo forman esos cuerpos, qué partitura

escondida le da vida, en medio del cansancio, a esos gestos de rebeldía.

Esta no es época de proyectos definidos. Pero a despecho de la general

anomia, si alguna respuesta hay, me digo, está en esos cuerpos, en esas

voces, en esos artificios y conjuros. En ellos podría habitar una

propuesta de liberación más viva y confiable que cualquier estrategia.

Quisiera, finalmente, identificar de qué manera, a veces, los lenguajes

teatrales le confieren presente a la utopía, propician una experiencia

real de liberación.

Propongo dos enfoques que podrían ayudarnos a examinar la

cuestión en términos concretos de lenguajes y funcionamientos

dirección de Ricardo Bartís (Argentina); Eppure si muove, coreografía de Caridad Martínez (Cuba);
Osiris, dirección de Carlos Cuevas (Perú); La niñita querida, texto de Virgilio Piñera, dirección de
Carlos Díaz (Cuba); Ópera ciega, texto y dirección de Víctor Varela (Cuba).
2 Rásgate, corazón, de Oduvaldo Vianna (Brasil); El día que me quieras, de José Ignacio Cabrujas
(Venezuela); La secreta obscenidad de cada día, de Marco Antonio de la Parra (Chile); El sol negro,
de Samuel Vázquez (Colombia)
artísticos.

Uno de ellos se refiere a la "culturalización" experimentada por los

lenguajes teatrales latinoamericanos en los años recientes, su tendencia

a reproducir, en la creación escénica, algunos dispositivos básicos de la

relación cultural.

El otro, relacionado con el anterior, tiene que ver con los momentos

en que los lenguajes teatrales latinoamericanos han tendido a

constituirse en prácticas liberadoras reales.

En el siglo XX, y sobre todo en su segunda mitad, diferentes

manifestaciones artísticas — no sólo el teatro — han tendido a infiltrarse

en los procesos de la vida real, a confundirse con ellos y a proponerse

como el terreno, literal, de alguna práctica liberadora. El teatro, por

implicar una relación social viva y presente, ofrece un campo

privilegiado para la materialización de esta actitud.

Cuando me refiero al teatro como una práctica liberadora no

pienso sólo, ni principalmente, en la prédica ideológica o educativa que

desde él pudiera realizarse, ni en la aparición de sentimientos de

plenitud y relación armónica con el mundo dentro del marco de la

actitud propiamente estética, contemplativa. Esta práctica liberadora

que el teatro es capaz de verificar estaría referida a los momentos en

que, como condición del desarrollo interno de sus lenguajes, la relación

escénica logra alterar patrones de comportamiento cotidiano en los que


se consagra algún orden de opresión.

La tendencia presente en algunas modalidades teatrales del siglo XX

a orientar sus lenguajes hacia prácticas liberadoras, con frecuencia ha

sido propiciada en la América Latina por situaciones de conflicto agudo

con el poder político. Me atrevería a remontarme al siglo XIX para

sugerir cómo, en alguna medida, los lenguajes del bufo cubano habrían

traspasado las fronteras de la relación estética y conformado un hecho

subversivo en el dominio cotidiano.

Ese género cambió el rostro del sainete español con un desenfreno

tal de ritmos y danzas vernáculos — fraguados al unísono en calles y

escenarios — , de tipos populares y parodias, de improvisaciones en

claves de actualidad y de códigos cómplices, que, a medida que

avanzaba la guerra de independencia, dejó de ser simplemente el

regocijado lugar donde el público cantaba y bailaba al son de satíricas

estampas costumbristas, para devenir una práctica de cubanía rebelde.

Para acudir a las funciones las damitas criollas adquirieron la

costumbre de tocarse con una pícara escarapela — "casualmente"

tricolor, como la bandera mambisa. Las milicias españolas toleraban a

regañadientes esa mortificante coquetería, pero mantenían el teatro

vigilado. Una noche de enero de 1869, el insinuante bocadillo

improvisado —como solía ocurrir en este tipo de teatro— por un

popular actor, sirvió de pie para que el público, con atronadores ¡Viva
Cuba!, trocara en un acto insurrecto el complot de filosos disimulos que

había venido creciendo entre los muros del teatro Villanueva. (La

soldadesca, desde luego, se encargó de aportar un desenlace sangriento

a esta maliciosa comedia que de repente cobraba una amenazante vida

propia.)

Lo anterior no quiere decir que todo "teatro disidente" oriente

necesariamente sus lenguajes hacia este cruce de fronteras; ni que la

práctica liberadora que el teatro es capaz de promover esté siempre

referida a relaciones de índole política. Lo esencial es que, en el interior

de la práctica teatral, pueden constituirse lenguajes que intervienen lo

cotidiano y le confieren presente, realidad al horizonte utópico; tanto si

este se configura en clara relación con un proyecto político, como si los

valores fundamentales que lo sustentan descansan en otro dominio.

En la América Latina esta tendencia del teatro a intervenir con

sentido subversivo lo cotidiano se acentuó marcadamente a partir de

los años sesentas de este siglo.

En esa década y hasta mediados de los setentas, una zona

importante de la escena latinoamericana vivió el teatro como un

verdadero laboratorio de conductas transformadoras. Esto vino

acompañado de un reforzamiento del papel que desempeñaba el grupo,

instancia de la creación teatral que se había venido fortaleciendo desde

la época de los teatros independientes.


Se multiplicaron a partir de los años sesentas núcleos de artistas,

inspirados por un mismo concepto ético y por preocupaciones estéticas

comunes, que trataban de establecerse como enclaves de

comportamientos transformadores, relacionados con la ola de revolución

social que recorría el continente. Dentro de una intensa práctica grupal

estos artistas reconstruían sus identidades individuales y — aunque

comprometidos muchas veces con directivas partidarias — generaban

en tanto grupo un espacio de autonomía que enriquecía la vida de la

sociedad civil.

Esta intensa proyección de lo grupal, por sí misma, era un primer

paso que introducía al hecho teatral en una esfera liberadora práctica.

En aquellos años un caso muy visible de esta orientación liberadora

del grupo fue el de la llamada "creación colectiva". Estos grupos

intentaron convertir al teatro, literalmente, en un ejercicio de

democracia cotidiana. Muy vinculados a sectores que abrazaban un

camino de liberación nacional orientado al socialismo, la "creación

colectiva" incorporó a su vida diaria relaciones que, en un medio

presidido por el principio individualista y autoritario, resultaban

subversivas, en tanto reivindicaban la participación colectiva en la toma

de decisiones, la corresponsabilidad, la distribución igualitaria de los

ingresos, el ejercicio de la crítica y la autocrítica, la colaboración

multidisciplinaria, la defensa de los intereses populares y la solidaridad.


Esta aspiración al ejercicio democrático real estimuló la aparición de

lenguajes artísticos nuevos los que, a su vez, contribuyeron a ensanchar

el alcance de aquellos ideales de convivencia humanizadora y creativa.

El aprecio por las relaciones horizontales, la desconfianza de las

jerarquías, así como el empeño por establecer claves nuevas para la

interpretación de la realidad — que refutaran las interesadas

distorsiones del pensamiento oficial — hicieron que la "creación

colectiva", por ejemplo, relegara a un segundo plano la función del

dramaturgo. Surgió una escritura dramática sin autor, que desdibujaba

los rasgos del personaje, las impredecibles sutilezas del "mundo

interior", en beneficio de una fábula didáctica. Se aplicaban técnicas —

muchas de inspiración brechtiana — que permitían construir lo que

Miguel Rubio ha llamado una presencia heroica:3 gestualidad

"historizada" y energía "masculina" que se necesitaban para llegar a

todos — y para esclarecer y movilizar — en los espacios (muchas veces

abiertos) compartidos con un público popular.

Pero la democratización de los escenarios no fue patrimonio

exclusivo de la "creación colectiva". La América Latina de estos años

estaba inmersa en una generalizada corriente de liberación. Muchos

teatristas, desde otras sensibilidades y otra comprensión de las

relaciones entre arte y política, compartieron aquel momento de

3 M. Muguerci: Pautas y azares. Del entrenamiento a la representación (inédito).


insurgencia. Todas las estéticas — incluida la de la "creación colectiva"

— convergían hacia un problema común: en la América Latina las

carencias y horizontes políticos de los oprimidos solo podían encarnar en

formas y actitudes culturales particulares. La dignidad y la justicia tenían

los contenidos y el gesto diferente que era necesario incorporar al

discurso escénico. Solo existía la explotación percibida desde el saber y

los símbolos del indígena, del descendiente de africano, del mestizado

"poblador" urbano, del campesino, la mujer y el desclasado. En

presencia de extendidos procesos de marginación cultural, el teatro y

otras artes se “culturalizaron” y entraron en territorios que escapaban al

estricto enfoque clasista. Desde ellos instauraron sus visiones sobre lo

participativo, liberador y democrático. Aun los más politizados

escenarios se interesaron por iluminar sus claves sociológicas con una

perspectiva cultural.

Muchos lenguajes escénicos potenciaron el gesto acusatorio con una

operación de autorreconocimiento, de identificación del propio ser.

Entonces la identidad, la pertenencia cultural, apareció como un lugar

de enunciación indispensable para decir la opresión y articular

estrategias contra ella.

Es cierto que en esta época predominó un acento fuertemente

sociológico. Pero hoy me parece del mayor interés enfatizar cómo, en el

contexto de una lucha política aguda, los lenguajes de nuestros teatros


se conectaron cada vez más con movimientos de fondo que no vienen

solo de la ideología sino del campo cultural. Para radicalizarse

políticamente, la escena latinoamericana hizo convivir referentes

sociológicos con procesos que transcurrían en zonas profundas y

cotidianas del comportamiento.

Este movimiento — que tendría largas consecuencias en el

desarrollo ulterior de nuestros lenguajes escénicos — fue propiciado por

una época en la que, para las izquierdas más esc larecidas, la conquista

del poder no era un fin en sí sino, ante todo, la posibilidad de construir

una nueva cultura. La utopía, en la América Latina de los años 60 y 70,

tenía vocación anropológica. Las nociones de "revolución" y "liberación"

a veces aparecieron vinculadas a la transformacón cultural de la

persona. Recordemos al "hombre nuevo" del Che. No digo que no

hubiera simplificaciones populistas — en el teatro y en la vida — pero

muchas veces el teatro entendió con profundidad la idea de revolución

cultural que circulaba en aquellos años.

Pongo un ejemplo cubano:

En los años 60 la revolución dio a sectores mayoritarios de la

población una existencia más plena. La Revolución Cubana tuvo años

iniciales en que el autoritarismo estaba compensado por mucha

participación popular real. Quizás por esto la "creación colectiva" cubana

— que floreció desde finales de los años 60 bajo la significativa


denominación de "teatro nuevo" — no necesitaba romper a toda costa

con presuntos autoritarismos. Preservó al dramaturgo y al director sus

funciones, aunque las concibió esencialmente abiertas a la participación

del colectivo y del público. El grupo Escambray fue portador excepcional

en el tatro cubano de una nueva perspectiva, al mismo tiempo militante

y crítica. Encontró formas productivas de relacionarse con el partido y el

estado sin por ello renunciar a su autonomía. Se adentraron así en la

práctica sistemática del pensamiento crítico en compañía de los

pobladores de aquella remota comunidad de montaña donde se asentó.

De manera orgánica comenzaron a surgir lenguajes teatrales nuevos.

Sus estrategias eran la mezcla de géneros, el humor, un concepto no

lineal de la dramaturgia, recreación de historias tradicionales y de

conflictos de actualidad. Se le daba literalmente la voz al espectador

durante el proceso de creación y en las presentaciones. Los

espectáculos recogían los rituales y las mitologías de la comunidad, pero

también los conflictos candentes de la vida local. Fue un teatro que hizo

de los pobladores protagonistas en la escena y en la política real. El

discurso escénico era democrático por su estructura misma.

Sobre los descampados en aquella región de montañas, a la luz de

las "chismosas", aparecían aquellos lenguajes nuevos que eran a la vez

tan conocidos y entrañables. Ese teatro se convirtió en un foro público

prestigioso al que la comunidad concedía tanto o más crédito que a las


tribunas oficiales. La autenticidad de la práctica liberadora, la

"experiencia de utopía" en la que se involucraron este y otros grupos del

"teatro nuevo" cubano les permitió contribuir: procesar un

enfrentamiento ideológico virulento que dividía a la comunidad en dos

bandos, modernizar la vida rural, defender nuevos principios morales

frente a la tradición.

Dentro de la realidad socialista cubana el Escambray de los años 70

y 80 fue un caso de teatro como práctica liberadora porque hizo del

debate de ideas, de la actitud polítia antidogmática y de la investigación

del legado cultural — hábitos, tradiciones, artes, saber, historia y

paisajes compartidos — herramientas de emancipación.

Esto fue común a los principales grupos de la creación colectiva en el

resto del continente: TEC, La Candelaria, Cuatrotablas, Yuyachkani, el

Teatro Arena, Rajatabla, ICTUS y decenas encontraron su máximo

potencial liberador en la medida en que acercaron la preocupación

política a los aspectos culturales.

Desde estéticas diferentes a la de la "creación colectiva" otros

muchos artistas descubrían también esta calidad irradiante que la

exploración de los códigos culturales otorgaba a los lenguajes escénicos.

Como sabemos, a medida que avanza la década de los 70 y durante

los años 80 se produjo un reflujo de la generalizada radicalización que se

había vivido en la América Latina. Mientras las fuerzas conservadoras


se empeñaban con éxito en una ofensiva contrainsurgente que incluyó

prolongadas guerras y dictaduras, el pensamiento progresista

latinoamericano puso en curso nuevas reflexiones políticas, ahora

relacionadas con la dogmatización y otras desviaciones que habían

debilitado los proyectos liberadores. Es significativo que el debate

político de los años 60 y la primera mitad de los 70 se centrara en los

métodos para la toma del poder (la "vía armada" o la "vía pacífica";

Cuba o Chile); pero en años posteriores aparecieron nuevos conceptos

que trataron de relativizar el liderazgo de los partidos (los “movimientos

sociales”, por ejemplo) y destacaron el valor del componente cultural, de

las elaboraciones simbólicas que se hacían en la vida cotidiana y a

escala local.

En esta época de crítica de los proyectos comenzó a pensarse la

cultura como una instancia subordinante dentro de la cual lo político se

proyecta.

En esta coyuntura también una parte significativa del teatro

latinoamericano comenzó a modificarse. Los nuevos lenguajes

indagaban en zonas no tradicionales de construcción de poder. Ya no se

trataba solo del estado y sus instituciones sino de dar dignidad y

autonomía a culturas marginadas.

A lo largo de los últimos quince años esta "culturalización" creciente

ha continuado modificando los temas, las técnicas y las poéticas del


teatro latinoamericano. Visitas muy recientes a Perú, Colombia y Chile

me confirmaron en esta presunción:

En diciembre pasado Santiago García y La Candelaria intentaban un

rencuentro con Stanislavski — con sus técnicas para la actuación

orgánica, el método de las acciones físicas — a partir de un proyecto

que vinculaba el universo de los indigentes del submundo bogotano —

un sector marginal extenso que la "buena sociedad" llama los

"desechables" — al impresionante ritual de la Crónica de una muerte

anunciada, de García Márquez. De allí resultó el espectáculo En la raya

(1993).

He visto cómo un espectáculo para niños del grupo La Tarumba, en

Perú, ponía el depurado oficio de sus actores cirqueros al servicio del

pulso de la violencia en poblaciones marginales. Para esto los actores

convivieron un año con los pobladores de la menesterosa periferia

limeña.

Bajo el título Oh, Gloria Inmarscesible, que es el primer verso del

himno nacional colombiano, Gustavo Cañas y sus actores — una

verdadera secta de la pureza, la humildad y la excelencia — construyen

cristalinas viñetas irónicas que evocan la gracia y el secreto poder de la

tradición.

En Memoria y olvido de Ursula Iguarán — inspirada en Cien años de

soledad — un actor atraviesa en gran tragedia griega toda la Plaza


Bolívar de Bogotá. Bajo una lluvia copiosa sube las escaleras del

Congreso colombiano el actor Misael Torres para increpar, con la misma

voz tonante de sus parlamentos, a un funcionario real. Imposible decir

que aquel no fuera Aureliano Buendía y que no fuéramos nosotros un

Macondo cómplice o encantado.

O el encuentro de madrugada, bajo la helada, en unas ruinas del

Cusco, cuando el director peruano Carlos Cuevas convirtió a actores y

espectadores en los únicos supervivientes después del Holocausto. "Lo

importante era el evento", me decía el admirable actor Lucho Ramírez.

Por primera vez en su vida profesional, decía, no percibió al público, que

se agrupaba a su alrededor. No estaba en trance, pero actuaba — dice

— "para la acción misma". ¿Era posible llamar "representación" a

aquella experiencia conmocionante?

En mayo pasado presencié, en un teatro abarrotado, el espectáculo

chileno La manzana de Adán. El director Alfredo Castro había convertido

los testimonios recogidos entre los homosexuales del Santiago marginal,

en la sustancia de un provocador discurso escénico posmoderno;

convergían aquí un refinado y agresivo formalismo que multiplicaba y

recomponía los signos, y una denuncia radical de la intolerancia que se

agazapa en la sociedad chilena.

El reciente espectáculo cubano Perla marina enuncia en su texto,

bellamente y de mil maneras, que la felicidad no son las "palabras de


fuego" inscritas en un cielo inalcanzable, sino las manos de la madre, el

almuerzo en familia, una fruta, un canto, la circulación del ser cubano y

sus aromas. Un actor pregunta "¿Por qué han desaparecido tantas

cosas?" Como la Mora del poema de Martí — dice el autor, Abilio

Estévez — un día arrojamos con arrogancia al mar la perla que hoy

lloramos. Hermosa pieza de teatro político.

La niñita querida, otro notable espectáculo cubano estrenado este

año (sobre una obra inédita de Virgilio Piñera), no solo enuncia esta

relación trascendente con la cubanidad que hemos visto en Estévez,

sino que el discurso escénico ofrece a actores y espectadores la

posibilidad de ejecutar realmente la subversión. Un espiritual actor

ruso, de pie sobre un refrigerador, declama, en ruso, la famosa carta a

Tatiana de Pushkin para después arrojarse sobre una frenética conga

criolla que parece desatada por sus propias palabras rusas. ¿Qué

hacíamos todos exultantes, agitando, como en los actos políticos, las

banderitas de papel que los actores nos habían entregado a la entrada?

¿Cómo no llorar y morirse de la risa viendo el retrato de Virgilio Piñera

pasearse entre aquellas rumberas-prostitutas? ¿Por qué la enorme

trasgresión de participar de aquel festejo, tenazmente limpios, bien

vestidos y perfumados a pesar de las miserias del "período especial"?

¿Por qué producía tanta vivencia de libertad este apogeo del gesto

popular cubano hecho mil pedazos por la corrosiva posmodernidad

barroca del joven director? ¿Por qué tanto júbilo y tanta congoja juntos?
El desenfreno de la provocación nos arrastró hacia una ceremonia

que hizo añicos la lógica, mezcló lo diverso, desacreditó la autoridad e

invirtió los términos de la simulación. La protagonista coreaba “Dame la

Efe”, y todos de pie gritábamos “Efe”... porque el nombre de la rebelde

niña protagonista era Flor de Té. Era el funeral de los grandes relatos...

y no. Porque en algún gesto profundo de comunión, actores y

espectadores estábamos allí, juntando nuestros pedazos, tratando de

reunir de nuevo la vida y el sentido.

En estos espectáculos que he evocado hay varios elementos

comunes:

- En todos ellos los lenguajes escénicos dispensan una atención

especial al funcionamiento de signos particulares de una tradición y al

modo cultural en que los diferentes sistemas escénicos se codifican.

Estos discursos espectaculares exploran matrices del funcionamiento

simbólico en ámbitos culturales muy bien diferenciados. La dimensión

sociopolítica no desaparece, pero tampoco se muestra como un aspecto

subordinante.

- Muchos de estos lenguajes escénicos reproducen — o al menos

enuncian — algunos dispositivos primarios de la relación cultural,

considerada en un sentido antropológico: ritualidad, mitos, arquetipos,

siquismo extralógico, complementación de los contrarios, unión con la

naturaleza, unión de la mente y el cuerpo y unión del individuo con el


grupo. Muchas veces estos dispositivos se convierten en factores

estructurantes de la dramaturgia — tanto del texto espectacular como

de la relación con el espectador.

La mayor parte de estos espectáculos establecen el principio de lo

orgánico para el trabajo del actor y para la conformación de la

dramaturgia. Las formas y las estructuras no aparecen como la

"traducción" de un dictamen estético o ideológico previo, sino que

emanan de una necesidad gestada a lo largo de un proceso. Lo

importante es encontrar un camino que permita a la relación escénica

fluir con una lógica propia.

- Algunos de estos espectáculos no permanecen confinados en el

dominio estético, en la virtualidad de lo imaginado, sino que en la

relación con el público crean zonas de real donde el principio liberador

se consuma como experiencia.

- Las estrategias que culturalizan el teatro movilizan intensamente el

inconsciente colectivo, traen a primer plano comportamientos orgánicos

que rompen los automatismos y la convención, y, además, constituyen

al conjunto de actores y espectadores como grupo real incandescente y

en comunión. La culturalización del teatro propicia un cruce de fronteras

entre el arte y la vida.

Hoy una zona del teatro latinoamericano tiende a buscar la


dimensión política al interior de los dispositivos culturales que el propio

acto teatral investiga. La relación del teatro con las representaciones

utópicas, con los impulsos de superación de lo opresivo y enajenante,

adoptan este tipo de prisma culturalista que no borra lo histórico

contingente sino que, por el contrario, lo examina en su sustancia física

y simbólica.

Al analizarlos desde la perspectiva propuesta — culturalización de

los procedimientos y generación de una práctica liberadora — muchos

espectáculos latinoamericanos actuales aparecen como portadores de

impulsos que resisten a la desmovilización, el pragmatismo y la pérdida

de radicalidad que se han impuesto en otros campos de la realidad

latinoamericana.
TEATRO CUBANO Y UTOPÍA

(septiembre de 1994)

En los años iniciales de la Revolución Cubana tuvo lugar una especie de

simbiosis que convirtió al teatro en un evento más del gran acto liberador

que estaba teniendo lugar.

Entre 1959 y 1965 surgieron decenas de grupos profesionales en todo el

país subvencionados por el estado. A ellos se sumaron los inquietos grupos

de teatro independiente formados en los años 40 y 50. Las salas privadas de

estos últimos fueron disueltas en 1967 con el discutible propósito de

erradicar los últimos vestigios de “propiedad privada” en el país.

Si tratáramos de identificar un emblema de aquellos tiempos

podríamos evocar la obra Santa Camila de la Habana Vieja, de José R. Brene,

estrenada en 1962 bajo la dirección de Adolfo de Luis. Esta obra en muchos

sentidos encarnaba a la propia Revolución. Afirmativa, pero también sagaz y

atrevida; llena de gracia y vigor populares y al mismo tiempo exigente y

experimental en el plano artístico. La Camila era, ella misma, un episodio de

aquella generalizada vivencia de esplendor y energía que todos

protagonizábamos. Hasta hoy el texto de Brene nos recuerda que las fuentes

de la verdadera liberación pasan por la cultura viva de las personas y que


sólo en interacción con valores comunitarios profundos se puede lograr un

proceso liberador.

La historia de este chulo que avizora una nueva dignidad y entra en

conflicto con su amante, la santera Camila, y con las creencias y la moral del

"barrio", dijo a las claras que la Revolución tendría que demostrar su

superioridad frente al pasado por medio no de la imposición, sino de

intercambios y transformaciones eminentemente culturales.

Por su parte, la escenificación de Adolfo de Luis entregó un escenario

grande y bien equipado — el recién inaugurado teatro Mella — al disfrute de

miles de espectadores que semana tras semana colmaron la instalación por

el módico precio de un peso.

La democratización que la Camila representaba se expresó no sólo en

su orientación hacia el gran público, sino, sobre todo, en la reconciliación

que produjo entre la "alta cultura" y las formas populares. Por primera vez

en Cuba un director aplicó los principios de Stanislavski — de los que de Luis

había sido introductor en Cuba a principios de los años cincuentas — a un

texto de raíz, propósito y tono eminentemente populares. La Camila funcionó

pues como un acto de la creatividad revolucionaria exento de paternalismo,

que confirmaba la vitalidad del cambio social que se estaba operando.

A mediados de los años 60 el debate ideológico en Cuba adquirió una

nueva complejidad. Ya la lucha no se libraba sólo entre el antiguo y el nuevo


régimen, entre explotadores y explotados. El bloqueo estaounidense había

impuesto a la Revolución una riesgosa alianza con el bloque soviético.

A la oposición antisocialista y reaccionaria comenzó a sumarse un

conflicto con lo "ruso" entendido como tendencia a la dogmatización que

había caracterizado al marxismo soviético. Pero otras tendencias dogmáticas

estaban naciendo en nuestro interior. La Revolución comenzaba a

institucionalizarse y a expandir las funciones estatales, todo lo cual

multiplicaba los dispositivos generadores de estatus y merma de la

participación popular efectiva. Había pasado la epifanía del nacimiento y

comenzaba una larga historia de tensiones entre “el poder y el proyecto”

(Fernando Martínez Heredia).

A mediados de los años 60 afloró el conflicto de un proceso que, por un

lado, debía darse a sí mismo estructura y estabilidad pero que, por el otro,

necesitaba por su propia naturaleza mantenerse abierto, libre para crecer en

un diálogo con la vida que ninguna teoría, ni previsión burocrática podía

sustituir.

En medio de un panorama teatral que todavía producía numerosas

imágenes afirmativas y coincidentes, tres obras subieron a escena entre

1964 y 1967 que ya reogían estas tensiones.

La casa vieja, escrita por Abelardo Estorino en 1964 y estrenada ese

año bajo la dirección de Berta Martínez, colocó por primera vez en el centro
del teatro cubano la idea de que la utopía socialista, al realizarse, sufría

desvíos y contaminaciones. La obra de Estorino mostraba cómo en la

cotidianeidad encontraban cabida lo falsificador y lo precario,

supuestamente desterrados con la caída del ancien régime. El arquitecto

Esteban, personaje que trasmitía las visiones críticas, era cojo; Laura, una

mujer "integrada" a la Revolución, vivía a escondidas la relación con su

amante, obligada por los prejuicios. Había intranquilidad y malestar en esta

familia a la que poco a poco veíamos converger hacia el lecho del padre

agonizante. Algo que empañaba el principio liberador, conductas dobles y

verdades impuestas, hacían exclamar a Esteban al final de la obra: "Sólo

creo en lo que está vivo y cambia". Era una señal de alerta frente a la

religiosidad marxista que comenzaba a ganar terreno.

La obra se había estrenado en el experto Teatro Estudio, nacido antes

de la Revolución. Con alta pericia la escena trabajaba los contenidos nuevos

en un formato de realismo psicológico, un estilo que ya no volveríaa

presenarse en forma tan pura en la dramaturgia de Estorino.

Dos años después (1966) La noche de los asesinos emitió una nueva

nota disonante y también desde el interior de Teatro Estudio. En medio de

un clima en el que todavía predominaba el apoyo mayoritario a la

Revolución, aun con las tensiones señaladas, el autor, José Triana, y el

director, Vicente Revuelta, lanzaron al ruedo una perturbadora imagen de


insatisfacción y rebeldía que suscitó numerosas polémicas. La noche de los

asesinos fue el primero de los grandes textos teatrales escritos en el período

revolucionario que, para hablar de la actualidad, recurría a un tratamiento

simbólico.

Tres hermanos adolescentes verifican en la imaginación el asesinato de

sus padres. El acto, repetitivo y no consumado, expresaba la aspiración — y

también el miedo — a evadir la sofocante autoridad de sus mayores. La

orientación ritual del texto era confirmada por una artaudiana "crueldad" n el

juego actoral. (Pocos meses después Revuelta tendría históricos encuentros

con Grotowski y con el Living Theatre en Europa que confirmarían aquella

poética artaudiana que había inspirado su puesta de La noche...

Este espectáculo sin duda rebasaba el ámbito literal de la familia y

registraba algún orden más general de resistencia frente al poder. La

ambigüedad del procedimiento simbólico extendía las significaciones del

texto y de la puesta hacia una zona de implicación política que, veinticinco

años después, la crisis de valores que experimenta la sociedad cubana ha

hecho pasar a un primer plano. (Hoy en día la obra de Triana es un intertexto

que obsesiona a dramaturgos y directores.)

En 1967 se estrena María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa,

llevada a escena por Roberto Blanco. María Antonia continuó una línea de

exploración de lo cubano que aparecía como una intuición en la Camila;


pero, a diferencia de la obra de Brene, no estableció una correlación explícita

entre los valores culturales tradicionales y los nuevos procesos de

construcción de identidad que la Revolución había desencadenado.

Esta imponente tragedia de asunto popular, se había querido ubicar en

una temporalidad imprecisa, y desde ahí llamaba la atención sobre el poder

fundador de la tradición, sobre la persistencia de mitos y rituales que

modelaban los comportamientos de personajes arquetípicos. Estos, llenos de

vida y pasión, parecían vivir, sin embargo, en una dimensión más estable y

profunda que las coordenadas sociopolíticas. Su investigación de una

cubanía trascendente introdujo en el teatro del período revolucionario una

reflexión culturalista sobre el “ser nacional”, más allá de la optica marxista

de la lucha de clases. Este ser nacional aquí aparecía identificado con el

patrón afrocubano de religiosidad y con los códigos sagrados y la ética

inapelable del "barrio".

La década de los 60 termina políticamente con la muerte del Che en

Bolivia, la invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia (1968) —

respaldada por el gobierno cubano en uno de los dilemas políticos más

difíciles que le haya tocado enfrentar- y la epopeya nacional de la "zafra de

los diez millones", coronada por un fracaso. Este útimo revés provocó un

dramático discurso autocrítico en julio de 1970 en el que Fidel Castro

reconoce el alejamiento que se ha producido entre la dirigencia del Partido y


su militancia de base. Dos años después, en 1972, Cuba toma la decisión de

ingresar en el CAME (el sistema de colaboración económica de la Europa del

Este), lo que significó un golpe a la tendencia política que, desde los años 60

había alertado en Cuba sobre el peligro de una subordinación excesiva a la

hegemonía soviética y a los modelos del "socialismo real".

En este contexto tiene lugar un avance de las tendencias dogmáticas.

La cultura artística y en general el país viven, entre 1970 y 1975, lo que el

ensayista cubano Ambrosio Fornet llamó el "quinquenio gris": un período en

el que, a nombre de la "pureza ideológica", resultaron marginados muchos

artistas, y otros sectores sociales como los religiosos y los homosexuales. Así

fueron sacados de escena, literalmene, importantes figuras del sector

teatral.

Pero ningún proceso en Cuba admite una explicación en blanco y

negro. El dogmatismo no impidió la manifestación, simultánea, de

tendencias en las que encarnaban los aspectos sanos y vitales de la

Revolución. Esto explica que, precisamente durante la década "dura" de los

setentas, se desarrollara el movimiento del Teatro Nuevo, encabezado por el

legendario grupo Escambray.

Frente al conflicto entre un pensamiento revolucionario crítico, una

tendencia dogmática en avance y casos de ruptura definitiva con la

Revolución (pronto estallaría el "affaire Padilla"), el Teatro Escambray optó, a


partir de 1968, por el salomónico — y valiente — camino de abandonar la

capital (provenían del legendario Teatro Estudio) y emprender, en las

intrincadas montañas del centro de la isla, una atrevida experiencia.

Trabajando dentro de la poética de la "creación colectiva" — que por

esos años se extiende por la América Latina y muchos grupos de teatro

político en Estados Unidos y Europa — los espectáculos del Escambray

tenían como punto de partida una investigación de campo sobre los

problemas de aquella peculiar comunidad de montaña, donde las bandas

armadas contrarrevolucionarias todavía tenían beligerancia y los campesinos

se resistían a aceptar las formas cooperativas de producción agrícola que el

estado promovía.

Los habitantes de la zona colaboraban en esas investigaciones y en la

ejecución del espectáculo resultante. Así se concretaban procesos que

modificaban la existencia cotidiana de la comunidad y la de los propios

artistas. La perspectiva crítica del grupo le permitía abordar la problemática

político-ideológica — muy tensa en el caso del Escambray — como parte de

relaciones más amplias, que iban desde los hábitos y mentalidad que

vinculaban al campesino a la tierra, hasta su religiosidad o sus modelos

artísticos tradicionales.

En aquellos espectáculos la coincidencia con el proyecto socialista no

estaba fundada en la reproducción aquiescente de ideología, sino en el


ejercicio directo de un debate de ideas que podía crear nuevas realidades.

De esta manera el teatro trascendía el dominio propiamente estético y se

constituía por sí mismo como una práctica liberadora real.

De este movimiento resultaron espectáculos de enorme impacto social

y artístico como La vitrina (1971), El juicio (1973) o Ramona (1977), del

grupo Escambray, el Santiago Apóstol del Cabildo Teatral Santiago, o El

compás de madera, del grupo Pinos Nuevos.

El resto del teatro cubano durante los años 70 exploró otras líneas y

estilos. Algunas de estas indagaciones — como la de Vicente Revuelta y el

grupo Los Doce (inspiradas en las experiencias de Grotowski), las

renovaciones en la danza introducidas desde fines de los años 60 por el

maestro Ramiro Guerra, así como nuevos textos de Abelardo Estorino,

Virgilio Piñera, Eugenio Hernández y otros, encontraron la reticencia o el

franco rechazo oficiales. Otra corriente, promovida oficialmente, se acercó al

teatro de Europa Oriental, buscando allí lecciones de maestría, pero también

por afinidad con los criterios soviéticos de política cultural.

Con la celebración, en 1975, del Primer Congreso del Partido, se inició

un proceso gradual de apertura. En 1976 se creó el Ministerio de Cultura y

comenzó el "descongelamiento" de artistas y obras.

En la primera mitad de los años 80 se hizo evidente, sin embargo, que

eran necesarias medidas mucho más radicales para corregir el


funcionamiento de la sociedad cubana. En 1986 el Partido inició una

estrategia conocida con el nombre de Proceso de Rectificación de Errores y

Tendencias Negativas.

Cuando a principios de 1989 algunos comenzábamos a dudar del

alcance efectivo de la Rectificación, se produjo el llamamiento al Cuarto

Congreso del Partido. A través de un documento inusitadamente crítico y

diáfano en sus planteamientos, se convocó a toda la ciudadanía a participar

en un debate abierto de ideas a escala nacional. Este debate apuntaba de

manera mucho más radical que en años anteriores hacia la democratización

del país, el ejercicio crítico del pensamiento en todas las esferas y la

profundización de las reformas económicas iniciadas en 1986 y encaminadas

a alejarnos de las fórmulas del "socialismo real".

Pero poco antes de iniciarse estos debates sobrevino el desplome del

campo socialista. El importante movimiento crítico que se había estado

gestando a lo largo de toda la década de los 80 como una demanda que

provenía de las bases mismas de la sociedad — y no sólo de la política del

Partido — resultó dramáticamente mediatizado por la nueva situación.

Predominó entonces el discutible criterio de que no era momento de debates

y "teorizaciones" (palabras de Fidel) sino de "cerrar filas" frente a la

adversidad.

Como puede verse, la Revolución Cubana puede ser relatada, también,


como la historia de un conflicto no resuelto entre un discurso crítico

revolucionario y una "cultura del dogma" que, invocando el nombre de la

Revolución y el socialismo, ha contribuido a obstaculizar el desarrollo de

ambos.

Este contexto quizás permita entender por qué, a partir de 1980, las

obras y los espectáculos más significativos del teatro cubano representaron,

preferentemente, procesos de enajenación, de realización distorsionada de

utopías, y exploraron el conflicto de identidades que trataban de protegerse

de una reproducción inauténtica o de la destrucción.

La serie se inició en 1983 con el Tavito de la obra de Abelardo Estorino

Morir del cuento. En 1984 fueron los Molinos de viento del Grupo Escambray,

la Electra Garrigó de Flora Lauten y el Milanés, tardíamente estrenado, de

Estorino; en 1985, el Galileo Galilei y la Historia de un caballo de Vicente

Revuelta. En 1986 el protagonista de Accidente, del grupo Escambray,

declaraba: "Últimamente nos hemos dedicado a producir acero y hemos

dejado de producir hombres". También se oyeron en ese mismo año las

voces angustiadas del Marino de Lila la mariposa y del Zenea, en La

verdadera culpa... de Abilio Estévez. En 1988 fueron piedra de escándalo los

cuerpos desnudos, desolados y exhibidos de los actores de La cuarta pared

de Víctor Varela; 1989 nos trajo al joven suicida de Las perlas de tu boca del

grupo Buendía y al posmoderno Francis Gordon de Time Ball (Joel Cano),


"militante político confundido" que admitía su condición secreta de "animal

oscuro y trágico".

Todos estos emblemáticos protagonistas de las mejores obras teatrales

de los años ochentas eran empujados por los acontecimientos hacia un

dilema presentado las más de las veces bajo una luz trágica y en ocasiones

resuelto con el suicidio.

La desaparición de la Unión Soviética y el derrumbamiento del campo

socialista entre 1989 y 1991, significaron la apertura de un capítulo

traumático en la historia de Cuba, cuyo sentido último todavía no ha

alcanzado una definición.

Desde hace casi cinco años en nuestro país se vive una situación de

crisis extrema y resistencia a todo trance — que no cesa de asombrar a

amigos y enemigos. La situación actual ha sido denominada oficialmente con

el nombre de "período especial".

Esta discreta fórmula no ayuda a imaginar el brutal quebranto

económico ni la erosión de ideales que son su referente.

De la magnitud del daño en el ámbito de la economía da fe el éxodo

masivo de la población que, en agosto de 1994, con la llamada "crisis de los

balseros", adquirió la magnitud y el patetismo de un estallido de enajenación

colectiva. (Estimulado, ciertamente, por políticas que se acuerdan en

Washington y Miami).
De la crisis ideológica habla ese mismo éxodo, desde luego, aunque su

principal móvil sea económico. Pero hablan, sobre todo, los cambios de

mentalidad y la atomización de posturas que hoy son observables entre los

que vivimos en la isla.

Hay quienes, sin demasiado disimulo, acarician la contrautopía de una

restauración capitalista a corto o mediano plazo. Están los "realistas",

dispuestos a recortar cuanto sea necesario sus ideales a fin de adaptarse a

los nuevos tiempos y no hacer peligrar, bajo ninguna circunstancia, su

estatus. Están los sinceramente desengañados pero, en el fondo, fieles a

ideales que parecerían haber dejado escapar su chance histórico. Están

también los "férreos", que intentan persistir en la defensa del socialismo sin

modificar en nada esencial aquellos mismos esquemas de pensamiento

responsables de la debacle que se ha producido. Y están los difíciles, los que

viven la crisis de la nación intentando rescatar el ideal del socialismo, la

utopía de una sociedad de igualdad y justicia, por medio de una

reformulación crítica que tampoco estaría en condiciones de ofrecer

respuesta a muchos interrogantes.

Estas son las actitudes socialmente activas. Pero también tiene lugar

entre nosotros un síndrome de anomia, que comienza a despojar a algunos

del sentido de pertenencia a valores comunitarios de cualquier índole. Este

descompromiso y apatía resulta especialmente visible en sectores juveniles.


Como todo esquema, el cuadro resulta insuficiente frente a la

complejidad real que intenta describir. En la práctica tales comportamientos

evolucionan con inusual dinamismo y al mismo tiempo se interpenetran y se

enmascaran, dando lugar a conductas tan oscilantes, intrincadas y

paradójicas como la propia realidad cubana de hoy. Creo, sin embargo, que

el hecho de que el sistema político cubano no se haya desplomado, sometido

durante casi cinco años a tan excepcional desestabilización, no puede

explicarse si no se toma en cuenta un dato más: aun en medio de

discrepancias, confusiones y signos de desmovilización, existe todavía un

sector muy amplio, posiblemente mayoritario de la sociedad cubana que

aprecia profundamente las conquistas que el socialismo significó. Ningún

análisis sobre la actualidad cubana puede alcanzar validez si prescinde de

este importante factor que tiñe hasta el día de hoy la vida moral de nuestra

sociedad.

Subrayo la complejidad del momento ideológico actual para ayudar a

contextualizar el sentido de varios textos y espectáculos producidos en los

últimos cuatro años. Todos ellos testimonian, con alto nivel artístico y desde

posturas estéticas e ideológicas complejas, sobre la decisiva crisis que

atraviesa el país.

En 1991 me trastornó, literalmente, el espectáculo Ópera ciega4, de

Víctor Varela. Espectadores muy jóvenes se apiñaban silenciosos frente a un


4
minúsculo escenario. Era posible oír la respiración de los actores. Después

de más de tres horas de presenciar aquel acto, el público abandonó en

silencio la sala, sin siquiera intentar un aplauso.

Se trataba de un espectáculo "sagrado", en el sentido brookiano.

Aplaudir, en aquel clima de concentrada comunión, hubiera resultado una

frivolidad.

La voz de los actores era utilizada como la materia de un juego, que la

descomponía en forma de cacareos y de antífonas, que alteraba los timbres

y la emisión. Algunas secuencias parecían la parodia, a capella, de algún

lance operático. La acción producía y dispersaba sucesivos clímax,

construida más a la manera de un collage que de un relato lineal. El sistema

escénico — voz, gesto, estilo de actuación, espacio, objetos, sonido, ritmo —

contrapunteaba con la palabra. Donde ésta era resonante, la escena

chirriaba o balbuceaba; lo que allí fluía, aquí resultaba deliberadamente

incongruente; o bien el espectáculo le otorgaba continuidad a lo que la

palabra había segmentado. Los actores empleaban técnicas de semitrance,

pero también calculados efectos distanciadores.

Esta coexistencia de lógicas diferentes acentuaba la textura barroca de

un espectáculo superornamentado, saturado de formas y conceptos que

transitaban incesantemente hacia otra cosa, que se metamorfoseaban sin

dar tregua al espectador. Titulé "El alma rota"5 a un comentario sobre Ópera
5 Ver en este mismo volumen mi artículo “El alma rota”, p. xx.
ciega que escribí en aquel momento, porque aquella impresionante

producción de Varela parecía la exploración de su propia mente dividida y

llena de paradojas, una pregunta muy angustiada sobre la posibilidad-

imposibilidad de ver, de acercarse a la verdad.

El espectáculo citaba al Woyzek de Büchner, a Edipo y a Shakespeare,

pero su principal intertexto era La noche de los asesinos. Sólo que estos

jóvenes personajes — a diferencia de los de Triana — sí ejecutaban el

parricidio. La trasgresión fundamental, sin embargo, no los liberaba, sino que

los lanzaba a una nueva perplejidad. Un parlamento del personaje de Ana —

amante, monja, prostituta — trasmitía, como un relámpago, todo el

fragmentado afecto de Varela y el sentido último de sus imágenes:

El estado actual de las cosas es la contradicción.

Le tengo horror al ridículo

y una grandísima culpa de amarte.

A fines de 1993 Varela y dos fieles que todavía lo siguen estrenaron el

espectáculo Segismundo ex Marqués. A partir del personaje de Calderón, la

figura del Marqués de Sade y jirones de frases y situaciones cubanas, Varela

produjo un hermético y virtuoso ejercicio en el que la "mente rota" de Ópera

ciega parecía buscar provocativamente su cohesión. Los actores se habían

entrenado durante todo un año en los códigos estrictos de técnicas


japonesas. La inmersión en un orden cruelmente riguroso — y ajeno —

permitía a los actores mostrar, mediante los cuerpos, una superación de la

precariedad no exenta de ironía, pero también solemne, en su precisión casi

inhumana. Varela, significativamente, transfería la construcción de una

coherencia interior al ámbito de una experiencia corporal de

interculturalidad.

En 1993 se estrenó el espectáculo La niñita querida, dirigido por Carlos

Díaz y basado en un texto hasta ese momento inédito de Virgilio Piñera. Díaz

acudió aquí a la desconstrucción gestual, retomando el procedimiento

empleado en sus montajes anteriores (la trilogía Zoológico de cristal, Té y

simpatía y Un tranvía llamado Deseo de 1990-1991), y organizó, además,

una verdadera orgía de intertextos. Tales procedimientos adscribían el

espectáculo a un barroquismo posmoderno muy frecuentado en la última

década por el teatro, la danza-teatro y las artes plásticas cubanas.

En La niñita querida asistimos — una vez más — a la rebelión de un

adolescente contra sus padres. Estos le han impuesto a la niña el cursi

apelativo de "Flor de Té". Ella sufre ataques de epilepsia a la sola mención

de su nombre. Ha crecido obediente, reprimiendo este rechazo. Al cumplir

quince años sus padres y abuelitos le regalan muchos instrumentos

musicales — ella detesta la música — para que sea una concertista famosa.

Pero la niñita insiste en que lo que realmente le gusta es tirar al blanco.


Entonces la madre le prohíbe terminantemente este grosero deporte que la

aparta de su destino artístico. Al ver que sus súplicas y ruegos son inútiles, la

niñita querida empuña una ametralladora y ejecuta a toda su sofocante

parentela.

Contra el fondo de este divertido relato alegórico y grotesco transcurre

un ininterrumpido festejo organizado por todos los lenguajes escénicos.

Culturas y estilos disímiles, combinados burlonamente, se superponen a la

trama, a veces sin la pretensión siquiera de ilustrarla, sino tomándola de

pretexto para producir un cóctel de modelos espectaculares, mentales,

lingüísticos y gestuales. Dentro de este mosaico, la música y la danza tienen

un papel fundamental y sobresale el juego con lo "ruso" y con el cabaret

cubano: un espiritual actor, realmente ruso, reclutado por Díaz, de pie sobre

un refrigerador (ruso), declamaba, en ruso, la famosa carta a Tatiana de

Pushkin para después arrojarse sobre una frenética conga criolla que parecía

desatada por sus propias palabras. A raíz de este estreno escribí:

¿Qué hacíamos todos exultantes, agitando, como en los actos

políticos, las banderitas de papel que los actores nos habían

entregado a la entrada? ¿Cómo no llorar y morirse de la risa viendo el

retrato de Virgilio Piñera pasearse entre aquellas rumberas-

prostitutas? ¿Por qué la enorme trasgresión de participar de aquel

festejo, bien vestidos y perfumados, burlando los padecimientos del


"período especial"? ¿Por qué producía tanta vivencia de libertad este

apogeo del gesto popular cubano hecho mil pedazos por la corrosiva

posmodernidad barroca de este joven director? ¿Por qué tanto júbilo

y tanta congoja juntos?

A veinte años de la inolvidable Vitrina del Escambray, de nuevo el teatro

cubano invitaba al público a participar físicamente en un festejo seductor,

sólo que aquí la celebración abarcaba la totalidad del espectáculo y el acto

liberador no provenía de una lógica armonizadora, como en La vitrina. Este

ritual en el que todos quedábamos atrapados correspondía a la desmesura,

al sentido cómplice y disolvente de una subversión carnavalesca. Éramos los

protagonistas de una irreverente comunión pagana que, de alguna manera,

nos reintegraba momentáneamente a nosotros mismos, nos restituía la

cohesión.

Otro acontecimiento escénico de los años 90 es Manteca, una obra

escrita por Alberto Pedro en 1993 y llevada a escena por Miriam Lezcano.

El argumento es el siguiente:

Encerrados en un pequeño apartamento habanero, época actual, tres

hermanos enfrentan el deterioro y sueñan con la felicidad que vendrá. Pero

llega el momento en que no pueden seguir fingiendo normalidad: una peste

real los invade. Es el puerco que han criado en secreto — dentro de una
bañadera — para alimentarse. Ese es su plan salvador. Un escrúpulo, sin

embargo, los detiene: ¿Cómo matar a una criatura a la que han visto crecer

como a un miembro más de la familia? Finalmente, sacrifican al "animalito",

pero de inmediato vuelven a concebir planes salvadores y a soñar con la

felicidad que vendrá. Deciden que, para alcanzarla, será necesario criar otro

puerco.

El encierro a que se someten los hermanos hace visible una paradoja

central: la defensa de la identidad puede resultar una cárcel. Típico dilema

de ciudad sitiada.

La situación global de enunciación es el claustro, pero el texto

"respira", sin embargo, por sus zonas libres, que son los momentos en los

que el discurso violenta una lógica lineal. La acción, por ejemplo, es

interrumpida reiteradamente por la percusión de la rumba Manteca, del

músico cubano Chano Pozo — inspirador del movimiento que introdujo en el

jazz las sonoridades cubanas. La presencia de este elemento sonoro

obstaculiza el fluir de los sucesos; parecería proponer, desde la estructura

misma, la hipótesis de una forma diferente, en fragmentos, de pensar el

mundo.

Los "mundos" que puulan en el texto — son los seres "extraños" y los

comportamientos diferentes que los tres personajes representan en el

interior del claustro —, remiten a un Horizonte de Otredad amenazante, pero


también propicio.

Uno de los personajes describe a la obra como "la metáfora del que

pide a gritos un final inevitable al que tampoco quiere llegar".

Manteca, en efecto, resulta una metáfora sobre la crisis de las utopías

y el anhelo irrenunciable de Vida Mejor. (La palabra "manteca", en el argot

cubano, significa "marihuana": sustancia productora de paraísos).

El texto es pródigo en señales de una realización distorsionada de las

utopías (criar puercos en un apartamento, sembrar un paraíso en macetas,

etc.). Pero también apunta hacia las claves de una posible corrección:

Y se multiplicaron los cerdos y los panes, los huevos, sus gallinas. Y el

mundo se volvió un delirio de reses al alcance de todos. Vacas

superlativas mugiéndole a la luna como gatos sin dueño. Y la gente

no quiso comer ni beber más aquel alcohol que no hacía daño, tan

bueno como el agua, porque necesitaban otra cosa, otra cosa, otra

cosa (...) porque el problema no estaba en comer sino en la

pérdida de la posibilidad de lo distinto...

Manteca reserva, en la Vida Mejor, un lugar no sólo para la comida sino

para el apetito; un lugar para el Deseo, que permite a la mente proyectarse

fuera de la Realidad Inapelable, hacia una multiplicidad de opciones.

Me ha parecido ver, en la obra de Alberto Pedro, la encarnación


simbólica de un Ser Precario — sociedad cubana, sujeto individual, proyecto

político — que, sometido a un conflicto entre lo que cohesiona y lo que

dispersa, opta por un doble programa: el del "respeto a la sangre" — la

fidelidad a la pertenencia cultural —, y el de la "precariedad asumida" — la

intuición de lo abierto y lo "leve", frente a la masividad, la fijeza y la

linealidad que paralizan.

Si algo hay común entre estos cuatro espectáculos de los años 90 es

que todos atentan contra estructuras consagradas; todos, por otra parte,

mantienen alguna expectativa utópica, pero las representaciones de Vida

Mejor aparecen desplazadas hacia un horizonte incierto, donde no hay

realización concreta sino sólo deseo, mera intuición de libertad. Estas

puestas, sin embargo, realizan instantes de utopía junto con los

espectadores, que colman los recintos. Se dieron siempre a teatro lleno.

Llama la atención la recurrencia de algunos rasgos en la escena

cubana de la primera mitad de los años 90:

- El incremento de situaciones y signos de tragicidad (con frecuencia

expresada en el registro tragicómico).

- Realización, en texto y en práctica actoral, de lo precario, del

movimiento fragmentado; ausencia de una estructura estable.

- Presentación de los resortes de lo cultural y de la cubanía como

ámbitos subordinantes en los que accionan los sujetos.


- Dentro de esto, un acento en lo intercultural, en un entretejido de

prácticas de tradiciones diversas que funcionan con un sentido emancipador.

- Técnicas y procedimientos que propician el comportamiento orgánico

del actor y la dramaturgia. Interesa más el proceso que construye en la

práctica su propia coherencia que los dictámenes estéticos e ideológicos a

priori.

- Tendencia a disolver la frontera entre el teatro y la vida y a privilegiar,

frente a la actitud de representación, el teatro como acto real y, a veces,

como experiencia de utopía.

A diferencia de las tendencias dominantes en los años 60 y 70, las

opciones estéticas y lenguajes que prevalecen en el teatro cubano de inicios

de los 90 exhiben la no coincidencia entre los ideales y la realidad — una

"crisis de las utopías"; pero también parecen intuir estrategias alternativas

para producir atisbos de libertad.


ACTUACIONES UTÓPICAS EN EL TEATRO CARIBEÑO

(junio de 1995)

El Caribe es un conjunto de islas y costas irreverentes, alegres y nostálgicas.

Aparece en el imaginario como sitio mágico: vodú, santería, rastafari;

sociedad secreta, máscaras, trances y rituales.

También como sitio erótico: contra un fondo cadencioso de son, rumba,

salsa, steel bands, calipso y reggae, sobrevienen los escándalos del

vestuario, la ornamentación desenfrenada de la vida cotidiana, el gesto por

puro placer, el carnaval.

Para corregir el sesgo turístico pudiéramos añadir: el Caribe ha sido el

escenario de decenas de desembarcos de marines; hemos sido cabezas de

playa del coloniaje y del neocolonialismo; y también fuimos un principal

enclave de la confrontación Este-Oeste; en el Caribe el poder ha venido

haciendo apuestas fuertes durante quinientos años.

Razas y culturas muy diversas colisionan en nuestro mediterráneo.

Frente a la hegemonía blanca, norte y eurocéntrica, los negros, los indios, los

asiáticos y polinesios, los mestizos y los criollos sediciosos tuvieron —y

tienen— que inventarse modos para proteger su autoctonía y su saber.

Caribe es lugar de resistencia y cimarronaje. Lugar de invención, en forcejeo


con la maniobra asimiladora.

Piratas de todas las banderas; esclavos, náufragos y migrantes; héroes y

redentores de muy variados credos desde hace siglos surcan nuestras

aguas. Lo hacen —lo han hecho— en nombre del saqueo, en nombre de la

desesperación y en nombre de la esperanza.

El Caribe es, por todo lo anterior, una encrucijada de utopías: Colón,

Louverture, Bolívar y Martí; Roumain, Garvey, Carpentier, García Márquez y

Stephan Alexis; Revolución Cubana.

La utopía puede ser examinada no sólo como el ideal de sociedad

perfecta formado en la cabeza de alguien, no sólo como modelo coherente,

sólido y terminado, sino como evento, como un momento donde estalla

energía en lo Real.6 La utopía, vista así, no es pura idealidad, tampoco

concentración sobre la meta, sino proceso, praxis liberadora que maneja en

el presente contradicciones reales y hace surgir los instantes utópicos.

De los diversos modelos de Vida Mejor que el Caribe históricamente ha

generado, se desprenden dos actitudes básicas vinculadas entre nosotros a

la utopía: protección de la identidad e invención de identidades

intercambiables.

Cintio Vitier llamaba recientemente a meditar sobre el vínculo que existe

entre resistencia y libertad.7 Advertía Vitier que, si la resistencia, al proteger

6 Esta es una idea que desarrolla Fredric Jameson en The Ideologies of Theory: Essays 1971-
1986, vol. 2, Univ. of Minnesotta, 1988, pp. 75-101
7 Cintio Vitier: "Martí en el desafío de los 90", La Gaceta de Cuba, sept.-octubre 1992, pp.
la identidad amenazada,puede desvincularse del momento de la libertad, del

principio creativo; si nos aferramos con rigidez a preservar lo estructurado y

defender su permanencia, habremos olvidado la invención. Tal lucha por la

identidad puede resultar paralizante.

Sin "abrir" el momento de la certeza y la pertenencia, no hay praxis

utópica; sin movimiento hacia la diferencia, sin Horizonte de Otredad, sin

juego entre la tradición y lo nuevo, la identidad, enclaustrada, perece.

Identidad y creatividad se presuponen y esto es algo que el Caribe sabe

profundamente.

El mejor teatro caribeño reproduce esta tensión: frente a la dominación,

frente a la lógica que iguala, somete y enajena, articula "actuaciones"

utópicas complejas, que imbrican los gestos de la resistencia y los de la

invención sorprendente.

Hay gestos de resistencia clásicos en el teatro caribeño. El esopismo es

uno de ellos.8

Cuenta Reynaldo Disla, el teatrero dominicano, cómo las autoridades

españolas de Santo Domingo huyeron "como gallinas" ante el ataque del

corsario Francis Drake, y cómo el organista de la Catedral Primada de

América compuso y representó, en 1588, un entremés en el que un

monstruo con cara de hembra, cuello de caballo y cola de pez hacía

19-21.
8 Wieslaw Godzic: "Algunas observaciones sobre la 'comunicación esópica' en el cine",
Criterios, no. 29, enero-junio 1991, pp. 93-102.
"muecas, cabriolas, morisquetas y musarañas" frente a los representantes

de la Corona. El monstruo habría sido parido por un Bobo Colonial y así lo

comprendieron las autoridades. Cristóbal de Llerena fue premiado con la

deportación a España. Tiempo después, perdonado por el Arzobispo, Llerena

regresó a Santo Domingo y volvió a sentarse frente a su órgano en la

Catedral. Venía "más moderado, con más precauciones"; pero "con su

musiquita por dentro". Y dicen que desde entonces "del órgano salían notas

como espadas (que no venían a cuento) y que desde lo alto, a la derecha del

altar mayor, el organista se volvía a los feligreses y parecía que les guiñaba

un ojo". Esa es la historia del primer entremés de América.9

El esopismo es enmascaramiento deliberado del sentido político opositor

de una actuación. Es un juego del impulso utópico con la referencialidad para

burlar la represión y el castigo. Este tipo de comportamiento de resistencia

hace del evento performativo —sea teatro, sea culto o festejo tradicional—

un factor especialmente activo en la constitución del sentido comunitario,

porque todo esopismo supone la colaboración de un público cómplice. El

enmascaramiento del sentido crítico se remonta, en la performance

caribeña, a ceremonias como las fiestas de esclavos en el Día de Reyes y a

la comunicación cifrada —diálogos, cantos y gestos en lengua ignota— en las

bodegas mortíferas de los barcos negreros. En aquellas situaciones los

9 Reynaldo Disla: "Teatro dominicano en cuatro tiempos", Conjunto, no. 94, julio-sept. 1993,
p. 104-105.
esclavos trasmitieron en clave los primeros textos de la liberación.

Los géneros satíricos como el sainete y el entremés, importados de la

metrópoli, cumplieron una función análoga en Santo Domingo, Cuba y Puerto

Rico. Desde mediados del siglo XIX el teatro bufo cubano —derivado del

sainete español— de una manera jocosa y bailadora involucró al público y a

los actores en una disimulada conspiración independentista —al mismo que

tiempo que los mambises en la manigua enfrentaban con las armas al poder

español. Hasta hoy en el Caribe lo subversivo suele enmascararse en

géneros y en obras clásicas metropolitanos que son remodelados en clave

vernácula. Mucho prohibido han dicho desde los escenarios —en español y

en creole— las Antígonas, las Electras, los Edipos y los Calibanes de estas

latitudes. (Recuerdo un Edipo de la criolla Sociedad Dramática de Maracaibo

que tuve la suerte de presenciar hace algunos años.)

Cuando no concurren condiciones para la transparencia en el debate —

para decirlo en jerga contemporánea— los argumentos críticos que el teatro

propone optan por velarse, y de ese modo el recinto —o el espacio abierto—

del teatro reproducen el espacio crític o de la nación: actores y espectadores

cifran y descifran lo que no dice el discurso oficial y esbozan la alternativa

utópica.

Otra inscripción de lo utópico como actuación de resistencia en el teatro

caribeño es la narrativa del "retorno al país natal".


El referente del "paraíso perdido" ocupa un lugar privilegiado en nuestra

dramaturgia y en nuestros escenarios. La idea, literal, del retorno a África y a

lo africano cuenta con ideólogos tan vigorosos como Marcus Garvey y con

proclamaciones poéticas tan inspiradas como la de Aimé Césaire, visiones

que han sido traducidas profusamente al discurso teatral.

La labor pionera de Norman Cameron en Guyana y el proyecto de acción

teatral de Marcus Garvey, en Jamaica, fueron tempranas manifestaciones de

esta narrativa en el Caribe anglófono de las primeras décadas del siglo. En

las Antillas de lengua española al discurso que nos devolvía al ancestro

africano se sumaron, desde el siglo pasado, utopías indianistas y

siboneyistas que alcanzaron a producir sus textos teatrales. El indianismo

muchas veces sirvió para ocultar con cuadros idílicos el rechazo racista y de

clase al componente negro y popular.

En la etapa revolucionaria en Cuba son figuras imprescindibles del

rescate teatral de lo africano y de lo negro cubano el director Roberto

Blanco, los dramaturgos Eugenio Hernández Espinosa —autor de una obra

emblemática: María Antonia— y Gerardo Fulleda, así como el Cabildo Teatral

Santiago, dentro del cual Joel James y Ramiro Herrero han realizado una

labor importante de esclarecimiento teórico.

La narrativa del retorno no se circunscribe, sin embargo, al aspecto

etnocultural (negrismo, negritud, rescate del componente africano o de otras


etnias, indianismo). Un ejemplo de ello lo encontramos en el teatro cubano

actual.

Desde los años ochenta en Cuba se desarrolla una reflexión crucial en

torno a la cubanía. Este debate se ha problematizado más aún en el contexto

de la crisis que desde hace seis años atraviesa el país.

Forman parte de esta situación ideológica y espiritual tendencias que

promueven una idea mitificadora y parcial de la cubanía y que minimizan las

inflexiones nuevas aportadas a nuestra identidad por la experiencia de la

Revolución. De este modo, algunos discursos sobre la cubanía presentan al

socialismo, abierta o sutilmente, como una perniciosa interrupción de

nuestras "verdaderas" tradiciones.

Pero aun sin esta metafísica del ser nac ional, hoy actúa entre nosotros

una inclinación generalizada a acentuar lo que es rasgo constante y tradición

en la cultura cubana; es la reacción lógica reacción de una conciencia

colectiva que busca asidero en un momento de incertidumbre y pérdida de

modelos.

Este es un debate intrincado que no es posible reproducir aquí en todas

sus implicaciones y matices, pero quizás resulte de interés asomarnos a su

expresión teatral.

En la obra Perla marina (1993), de Abilio Estévez, la afirmación de lo

nacional encarna en una fina y nostálgica poetización de la cubanía. "¿Por


qué desaparecieron tantas cosas?", repite esta dramaturgia, entretejida de

principio a fin con citas de nuestros poetas mayores. El texto —y las dos

puestas que ha tenido en Cuba— inscriben de manera insistente un desgaste

del ser nacional, una "pérdida de paraíso", y al mismo tiempo la aspiración a

recobrarlo. Se invocan los atributos sagrados de la cubanía —algunos tan

cándidos como el mango, la guanábana y la guayabera de hilo. Al final, todas

estas pérdidas quedan resumidas en dos imágenes: el gesto repetido del

brazo que se levanta para decir adiós (son muchos los que se van); y en un

poema de Martí: la Mora que, llorando, le pide al mar que le devuelva su

perla, la misma que ella un día arrojó al agua con soberbia.

En Delirio habanero (1994), de Alberto Pedro, el público asiste al acto de

resurrección de dos figuras tutelares de la cultura nacional: los soneros

Benny Moré y Celia Cruz. Uno, alejado por la muerte; la otra, cortada de la

experiencia de la isla por la intolerancia política. Ambos, sin embargo,

imprescindibles en la memoria cultural.

La actitud desconstructiva del texto y de la puesta no nos permite

navegar sin sobresaltos por las aguas de la nostalgia. Esta visión de paraíso

perdido que Alberto Pedro construye mediante la fragmentación de los

personajes, el gesto y el relato, parece insinuar una estrategia de acceso

alternativo a la utopía que es una intuición persistente en este autor.

Aunque la narrativa del "retorno al país natal" puede crear una coartada
de pasividad y/o retroceso, en el Caribe hay un teatro que históricamente ha

mezclado la actitud de juego con la exploración de las zonas de identidad.

Harry Cancel en Guadalupe, José Alpha en Martinica, Michael Gilkes en

Guyana y Barbados, Errol Hill, Marina Omowale Maxwell y Dereck Walcott en

Trinidad, el Sistreen Theatre en Jamaica, Toto Bisainthe, Sito Cavé,

Frankétienne, Franck Fouché y Morriseau-Leroy en Haití —por sólo

mencionar unas pocas figuras del Caribe anglófono y francófono— han hecho

este tipo de exploración escénica concreta y muy física de lo nacional.

Ellos han integrado la mitología al teatro, pero también el paisaje natural,

los rituales, la calle y los impromptus del gesto popular. No hubiera sido

posible darle al teatro un horizonte utópico creole sin trabajar lo meterial y

físico de lo nacional.

Quisiera añadir un criterio más que ayuda a reconocer las "actuaciones

utópicas" en los escenarios del Caribe.

En nuestra región la cultura genera modos de conocimiento y modos de

comunicación fuertemente performativos, es decir, el teatro tiende a actuar

físicamente, en complicidad con los espectadores, nuestros deseos y

motivaciones. La cultura caribeña se caracteriza por producir síntesis de los

sistemas expresivos —fusiona palabra, canto, danza, narración, actuación,

imagen y color; intercambia con desparpajo carnavalesco las identidades;

ejerce el pensamiento "maravilloso", que transforma las esencias; induce


estados de desinhibición. (El trance y el semitrance, casos extremos de la

actuación desinhibida, son prácticas comunes en las religiones afrocaribeñas

y en celebraciones como el carnaval). La música y la danza, artes del cuerpo

en movimiento, son centrales para el hombre y la mujer del Caribe.

Todos estos elementos comunican a lo caribeño una peculiar intensidad

performativa y llaman nuestra atención sobre el papel del ritual y del juego

en el teatro de la región.

El ritual y el juego son el fundamento de todo teatro; pero en el Caribe se

hacen particularmente visibles y activos. Existe un nexo entre ritual, juego y

utopía y esta relación ocupa un lugar prominente en nuestra teatralidad. El

ritual invoca los relatos en los que la comunidad se reconoce; repite y

coordina gestos, palabras e imágenes sagrados para la comunidad,

construye una circularidad mágica. Es un comportamiento social básico que

da continuidad a la tradición y, simultáneamente, propicia la aparición de lo

nuevo. El ritual, definido por Richard Schechner como "representación del

sueño", tiene el poder dual de conservar y trasgredir.10

Al ritualizar, por lo tanto, nos colocamos en una de las dimensiones

claves en las que opera el impulso utópico: el sueño y el deseo.

Venezuela, que ha producido una de las más impresionantes escrituras

teatrales de la utopía concebidas por el teatro latinoamericano —El día que

me quieras, de José Ignacio Cabrujas— no me dejará mentir.


10 Richard Schechner: The Future of Ritual, Routledge Ed. , London-New York, 1993, p. 262.
En la obra de Cabrujas la ritualidad combina y repite gestos, palabras y

referentes "sacros" y despliega el mito —en este caso dos mitos entrelaza-

dos, Gardel y la Revolución de Octubre. (Toda ritualización está alojada en

algún mito). El resultado es un trascendente discurso sobre la utopía que la

problematiza y, en lo profundo, la afirma por una vía paradójica.

El juego, por su parte, es el mundo de las construcciones frágiles, de la

precariedad asumida, de las asociaciones no previstas. El juego descubre e

inventa por medio de la desestabilización y la reconstrucción de la conducta.

Es por eso que constituye un dominio por excelencia de la creatividad y la

renovación. (Sólo es creativo el pensamiento que juega, el pensamiento "que

se piensa a sí mismo", diría Einstein).

Para ejemplificar esta tendencia lúdica tan poderosa en el Caribe,

evocaré el caso de Puerto Rico, donde se producen juguetones desfiles

políticos animados por teatreros, carnavales terribles como la Marcha de la

Plena Verdad (inspirada en una canción de Willie Colón), protesta pública

espectacular que a fines de los años 80 denunció el peligro de

contaminación nuclear y de invasión a Nicaragua. En Puerto Rico Luis Rafael

Sánchez hace una dramaturgia que trastoca la palabra y las identidades, y

propone al público —como ocurre en Quíntuples— desequilibrios y nuevas

combinaciones tentadoras. También en Puerto Rico Rosa Luisa Márquez y

Antonio Martorell han inventado un camino que conecta el juego y la utopía.


Tuve la suerte de participar, en La Habana, en una performance

organizada por estos boricuas.

Todos picábamos papel, cortábamos, pegábamos, hacíamos faroles y

pajaritas. Al cabo de quince días de convivir y picar papeles, nuestro frío

hotel habanero quedó convertido en un castillo encantado a la caribeña, con

colorines y herejías y atmósfera de disfraz, salsa y merengue desde el

desayuno —bailado— hasta el amanecer. El día del "estreno" de aquella

creación, después de recorrer el pueblo vecino y reclutar a una entusiasta

multitud —nunca nos falta una entusiasta multitud en Cuba—, regresamos a

invadir nuestro propio castillo. ¿Qué nos esperaba? Un flamante túnel de

papel de periódico construido en el breve intervalo que nos tomó ir y venir al

pueblito vecino. A través de ese túnel, y custodiados por “policías” vestidos

con papel de periódicos, por primera vez los pobladores tuvieron permiso

para ingresar al exclusivo hotel donde residía nuestro taller internacional que

había durado un mes.

Al final del túnel nos esperaba el sol implacable del verano y una piscina

muy transparente cubierta de cientos de barquitos... de papel. Sobre todo

aquello sonaba un glorioso himno caribeño: Juan Luis Guerra cantaba, a todo

volumen, desde todos lo altavoces, Ojalá que llueva café. Y ese deseo de

vida mejor fue bailado, cantado, jugado y actuado a pleno sol por hombres,

niños, mujeres, ancianos, artistas, cocineros y policías. Nos lanzamos a la


piscina prohibida.

No mitifiquemos al Caribe. Estamos fragmentados y tenemos una

tradición densa de coloniaje. Pero nuestra condición mestiza nos ha puesto

mucho juego y "musiquita por dentro". Tenemos capacidad para invocar

poderes que no es necesario explicar. Nuestro teatro carnavalesco investiga

desde hace siglos cómo hacer de la utopía un acto real.


CUERPO Y POLÍTICA EN LA DRAMATURGIA DE YUYACHKANI*

(julio de 1997)

A partir de los años 90 el concepto de la teatralidad en el grupo peruano

Yuyachkani ha experimentado modificaciones esenciales. Ellos provienen de

una larga tradición de compromiso en las luchas sociales, de modo que los

cambios que han tenido lugar son apreciados por el público y la crítica no

sólo en su implicación estética (mayor o menor aceptación de los nuevos

estilos y lenguajes) sino en relación con la postura política del grupo.

Ya en 1989 el espectáculo Contraelviento suscitó una viva polémica en

los medios culturales peruanos. Algunos reprochaban al grupo su abandono

de las tesis de la violencia revolucionaria, mientras que otros, curiosamente,

lamentaban la persistencia de una postura favorable a la violencia.

Esta oscilación en la lectura política de los espectáculos de Yuyachkani

se agudizó con el estreno, en 1990, de No me toquen ese valse. Un sector

del público los impugnó de subjetivismo extremo, pesimismo, apoliticismo,

etc. Hasta cuándo corazón, en 1994, y Retorno, en 1996, reabrieron la

polémica.
En 1987 yo presencié en Lima un espectáculo de Yuyachkani que

desconcertó a algunos: Encuentro de zorros alteraba pautas muy definidas

en el teatro político latinoamericano desde los años sesenta.

Referido a conflictos de la sociedad peruana (violencia y pauperización

urbanas; dramáticos choques y asimilaciones culturales provocados por las

migraciones desde la sierra andina hacia la capital), el espectáculo, sin

embargo, no proponía una observación analítica, a distancia de su objeto (la

sociedad), como hubiera correspondido a la tradicional actitud didáctica. La

carreta sobre la cual se arracimaban aquellos endurecidos buscavidas de

Lima ponía en circulación sobre el espacio escénico (que incluía

ostensiblemente a los espectadores, ubicados por ambos lados de la escena)

un tipo de lógica no asociada como norma al arte militante y popular.

En un tiempo en el que se iniciaba el doloroso proceso de fragmentación

y disolución de la inspirada izquierda peruana, esta dramaturgia parecía más

preocupada por habitar los intersticios que por converger hacia un sistema

unitario; mientras Sendero Luminoso sacralizaba la opción por la violencia y

el poder, el itinerario errático de la carreta de Encuentro de zorros no sugería

la marcha aplastante de la determinación histórica y la lucha de clases. Algo

se "desvanecía en el aire".

Se confundían en un mismo espacio los menesterosos y pícaros de la

Lima marginal con los dos zorros míticos de la novela de Arguedas.11


11 El espectáculo se inspiró en El zorro de arriba y el zorro de abajo, novela póstuma de Jose
Paradójicamente, la proliferación de carencia material extrema sobre la

escena generaba vigorosos estallidos de rock. Encuentro... sobresaltaba la

percepción tradicional.

Algunos se alarmaron, pero muchos vimos inscrita en aquel escenario

una atractiva apertura de lo político a los registros de la fantasía, el sueño y

el juego. Poco tiempo atrás yo me había referido al "viaje a la subjetividad"

que estaba realizando el teatro político del continente.12 Encuentro de zorros

parecía confirmar aquella apreciación.

Aquel camino de subjetivación de la dramaturgia trajo aparejadas nuevas

preguntas que los actores y el director-dramaturgo comenzaron a hacerse:

¿cómo organizar los intercambios y la circulación de los cuerpos en el

espacio total de las relaciones escénicas (incluido el espectador)? De manera

incipiente comenzaron a incluir en la estrategia de lo liberador la producción

de un cuerpo-sujeto que, sin aparecer heroico, se mostrara capaz de

intervenir en la historia.

En este trabajo intentaré sugerir cómo en la dramaturgia de Yuyachkani

el registro político y la subjetivación de las visiones se concretan en términos

corporales, y qué lectura esto produce en los espectadores.

El concepto de cuerpo que empleo no alude solo a la entidad natural,

fisiológica, ni al cuerpo personal. Me interesa el cuerpo social generado por

María Arguedas.
12 Ver "¿Nuevos caminos en el teatro latinoamericano?" en este volumen, p. xx
el teatro y orientado a la acción: cuerpo motivado, productor de deseo, que

transforma mundos mediante los sentidos y la movilización de la energía. Lo

político lo entiendo en el sentido amplio de una interacción social que

cambia relaciones de poder y trata de afirmar o subvertir un orden de

dominación no necesariamente en el plano de la estructura social, los grupos

hegemónicos y sus instituciones (estado, capital, etc.). Me interesa también

lo político en terrenos de resistencia no institucionales y no macrosociales

(íntimos, cotidianos).

Dice Randy Martin: "Toda producción requiere un cuerpo. También lo

requiere la producción de historia humana."13 Martin llama la atención sobre

un hecho al parecer "natural": en nuestras representaciones, asociamos lo

político sólo con una actitud de la conciencia. Pocas veces imaginamos que

las conductas de resistencia o de poder están determinadas en algo esencial

por una instancia corporal, por la promoción de movimiento y energía social

en el espacio, y por motivaciones radicadas en un nivel particularmente

carnal de nuestra experiencia. Pocas veces nos interrogamos sobre el

fundamento material, físico del protagonismo en la historia, o sobre el papel

del cuerpo personal y social en la producción de relaciones -solidarias,

participativas, democráticas, reparadoras, energizantes o subversivas —

todos estos aspectos de la resistencia a algún sojuzgamiento.

13 Randy Martin: Performance as Political Act. The Embodied Self, Berguin & Garvey
Publishers, Nueva York, 1990, p. 13.
Este relegamiento de lo corporal tiene un origen histórico. La cultura de

la modernidad ha ahondado una separación entre la mente y el cuerpo que

es extensible a todo el occidente cristiano. La primera subordina al segundo.

Tal dualismo -que se manifiesta también como un divorcio entre sujeto y

objeto, entre práctica y teoría, entre afecto y razón, entre naturaleza y

sociedad- expresa la necesidad de los poderes dominantes de des-

subjetivizar el mundo para ponerlo más fácilmente bajo su control.

Argumenta Martin que en la época del capitalismo tardío la marginación

del cuerpo adquiere también la forma de una primacía de lo reproductivo

sobre lo productivo -de un imperio del signo sobre el deseo, para decirlo en

sus prpios términos. Nuevas condiciones civilizatorias -lógica de consumo,

supertecnología, sociedad de la comunicación masiva- mediante una

inflación simbólica domestican al sujeto y lo despojan de protagonismo.

Hay prácticas teatrales que acentúan la dimensión política del empleo

corporal.

El cuerpo, desde luego, no es depositario per se de un principio liberador.

No cualquier énfasis sobre la "razón somática" -en el teatro o en otros

ámbitos de la vida- contribuye necesariamente a articular estrategias contra

la dominación.

Hay esencializaciones de lo corporal que proclaman al cuerpo fuente de

una libertad que no tiene referente en la historia ni aspira a un orden más


justo y humano en la sociedad. Tales visiones alimentan un dualismo cuerpo-

mente a la inversa que nuevamente inmoviliza al sujeto al separarlo del

tejido social.

Pero también hay experiencias teatrales que "dilatan"14 la presencia

-personal y colectiva- con el fin de resistir a lo autoritario y excluyente, de

acoger la diferencia, de alentar la participación y de movilizar la

redistribución del poder. El teatro tiene una posición privilegiada para

cumplir esta función, que es en esencia política y liberadora, puesto que su

naturaleza doble -como generador de símbolos y sentido, y como promotor

de acción real- le permite no sólo representar el horizonte utópico sino

producirlo.

Subjetivación y acción real

La dramaturgia es el conjunto de prácticas que articulan de una manera

intencionada las acciones dramáticas y las inscriben en el tiempo-espacio de

la performance; son vehículo de esas acciones la palabra, el multilingüismo

del espectáculo y también la corporalidad del actor y el espectador. De

manera que la dramaturgia tiene formas específicas de operar que se

concretan en una dimensión física y que rebasan la imagen y lo estético para

14 Eugenio Barba: "El cuerpo dilatado", en El arte secreto del actor, Escenología A. C.,
México, 1990, pp. 54-69. La noción de "cuerpo dilatado" o "cuerpo-en-vida" ha sido
propuesta por Barba para aludir a una presencia física particularmente intensificada, a un
"cuerpo al rojo vivo", dotado de mayor fuerza o energía que la usual en un comportamiento
cotidiano.
constituir socialidades reales: la interacción entre actores y público; relación

de esta microsociedad con con el contexto social mayor en el que se inserta.

El teatro hace muy visible la relación entre el trabajo de la subjetividad y

su relación con el mundo y el funcionamiento corporal. El tipo de producción

de subjetividad que una dramaturgia privilegia determina su tratamiento de

lo corporal, y viceversa. El tipo de cuerpo teatral dice de toda una visión de

mundo.

Desde los años 80 la dramaturgia de Yuyachkani, de estirpe brechtiana,

se abrió a un nuevo tipo de subjetividad no constreñida a lo racional que,

además, se interesaba en extender las visiones políticas a la esfera de la

cultura y de la esfera íntima y cotidiana del sujeto.

Cuando surgió como grupo en 1972 Yuyachkani estaba movido por el

propósito de explicar la realidad peruana y contribuir al cambio

revolucionario de esta. Hubo un tiempo en el que creyeron que esa realidad

confusa e insatisfactoria para la gente estaba "afuera". Para que el teatro

pudiera dar cuenta de ella era necesario mantener entre el sujeto (actor,

dramaturgia, espectador) y el objeto (la realidad social) una separación que

permitiera el diagnóstico veraz. Si se infiltraban en el conocimiento zonas

poco controlables de la subjetividad como el afecto, la intuición o el

inconsciente, obviamente la distancia "científica" se acortaría y el sujeto

contaminaría el objeto, impidiendo su desvelamiento.


La dramaturgia de esta primera etapa, en aras de su proyecto político,

acentuó el componente racional. ("Al principio ‘craneábamos’ el 95%. Hoy

nos permitimos un espacio para asediar -no ‘cranear’- las cosas que nos

inquietan.")15

Sin embargo, en su trabajo práctico desde muy temprano el grupo

dispensó una atención particular a lo corporal. ¿Dónde estuvo el origen de

esta preocupación?

En la historia de Yuyachkani ha tenido gran importancia su vínculo con

Eugenio Barba y su teatro. Esta ha sido una relación que –iniciada en una

tesitura polémica- los incitó a integrar un enfoque antropológico a sus

visiones sociológicas de lo teatral y los ayudó en el plano técnico actoral. Sin

embargo, la motivación profunda de esta indagación en torno al cuerpo es

aun anterior a sus contactos con la antropología teatral, y tiene que ver con

la temprana identificación que el grupo hizo de la relación entre lo cultural y

lo político.

Yuyachkani situó la investigación de lo andino y en general de la

muticulturalidad peruana y los procesos de hibridación como la matriz mayor

dentro de la cual tendría que generarse el proyecto revolucionario peruano.

Siguiendo la tradición intelectual de Mariátegui, Arguedas y Flores Galindo

sus utopías políticas se fraguaban al interior de visiones que estudiaban la

15 Miguel Rubio: notas tomadas por la autora en el encuentro por el veinticinco aniversario
del grupo, Lima, junio-julio 1996.
complejidad cultural del país.

Lo cierto es que, desde los años 70, ya los "yuyas" se enfrascaban en

dilatados procesos dedicados a encontrar la realización física de sus

imágenes. Formaba parte de la identidad de estos actores la investigación

del plano físico. Es posible que ellos no hayan tomado plena conciencia en

aquella época de la conexión entre esta atención al cuerpo y los fines

políticos del grupo; pero sí comprendieron que tenían que trabajar el cuerpo

para que una escena con vocación popular estuviera "viva". Intuían que

necesitaban verdad escénica no sólo en términos cognoscitivos, sino en

términos de trasmitir al público vitalidad y fuerza comprometidas en la

acción transformadora.

Para garantizar este cuerpo fuerte y creíble había que despertaran la

fuente que producía "acción real" sobre la escena (de Marinis).16

Estamos pues ante un tipo de teatro político latinoamericano que supo

tempranamente lo que hoy investigan los nuevos pensamientos políticos: es

esencial que la postura revolucionaria no tome en cuenta solo la conciencia

sino el movimiento físico concreto que permite al sujeto conversar con el

mundo.

Buscando producir esta escena política viva y creíble Yuyachkani ideó la

16 Marco de Marinis: "En quête de l´action physique au théâtre (et au delà du théâtre)",
1995, manuscrito. De Marinis llama "acción real" en el teatro no a la acción realista, sino a la
acción orgánica, internamente coherente, libre en un sentido profundo, que trasciende,
además, el marco estético y genera transformación en la vida.
estrategia de la "acumulación sensible". Esta categoría acuñada por ellos

alude a un proceso colectivo de creación de la dramaturgia donde, mediante

improvisación, el actor internaliza los contenidos corporales suscitados por

un estímulo temático.

En el curso de los procesos de entrenamiento/improvisación aparecen

ideas, palabras, pero también gestos, sensaciones, ritmos, texturas, tipos de

movimiento y relaciones proxémicas, cualidades de energía diversas, de las

cuales el actor se apropia. Estos contenidos corporales no son meras

soluciones utilitarias, “formas” para ilustrar externamente una sustancia

temática sino factores constitutivos, a la par con los conceptos, de un núcleo

de sentido a comunicar. La "acumulación sensible" moviliza pues no sólo un

cuerpo-objeto (un cuerpo instrumental que "ilustra", dependiente de la

discursividad), sino un cuerpo-sujeto capaz de cambiar el espacio-tiempo y

propagar materialmente acción real y transformadora.

La improvisación constituye un importante recurso generador de

dramaturgia en Yuyachkani. Consiste en procesos prácticos que tienen lugar

para la preparación de un montaje. El actor, a partir de una motivación, tema

o situación elegidos previamente, ejecuta intuitivamente, sin la mediación

del análisis, secuencias psicofísicas a las que él da una cierta organización o

estructura; estos microsistemas de acciones y toda la gama de contenidos

corporales que aporta la improvisación no necesariamente encarnan en una


narrativa; preservan su cualidad no discursiva en la que se desliza lo

simbólico y conceptual.

Así la dramaturgia bebe en una fuente que no es básicamente

cognoscitiva -"mi diagnóstico sobre el mundo"- sino sintiente (radicada en

sensaciones, en movilidad, en impulsos, en flujo de energías). Los procesos

de montaje de Yuyachkani por lo general reservan otros momentos para la

elaboración conceptual.

Creo que fue Músicos ambulantes (1983) el primer espectáculo en que la

dramaturgia puso en primer plano lo corporal. Miguel Rubio ha dicho: "Antes

de Músicos... no cabe hablar de ‘presencia’ en nuestros trabajos."17

Para referirse al tema de la multiculturalidad peruana (y a la utopía

política de unir "todas las sangres") partieron de Los músicos de Bremen,

relato de los hermanos Grimm. El material seleccionado los obligó a explorar,

al unísono, el comportamiento de cuatro animales y el de cuatro tipos

socioculturales peruanos muy diferenciados: un burro serrano, una gata

selvática, una gallina criolla y un perro "chicha"18 tratan de construir, a partir

de sus respectivas diferencias, una historia de trabajo, arte y solidaridad.

17 De mis notas, op. cit., junio-julio 1996.


18 El concepto de lo "chicha" ha sido introducido en los últimos años por los estudios
sociales y antropológicos en el Perú. Designa la hibridación cultural que ha resultado de las
migraciones de habitantes de la zona andina hacia las urbes, y en especial hacia Lima,
centro tradicional del predominio blanco-criollo.
Durante las improvisaciones, el actor mezclaba estímulos de procedencia
múltiple (animal, persona, dato psicológico, sociológico, cultural). Para
actuar estos animales humanizados el actor debía producir una alteración
básica de su presencia física. Y, además, diferentes entradas al tema
reclamaban elaboración específica en lo corporal. No tenía mucho sentido
tratar de mantener esta dramaturgia en el carril estricto de la "objetividad".
Aquí era imprescindible jugar. La divisa de mantener una distancia
"científica" quedó pospuesta. Y lo cierto es que Músicos... surgió
originalmente del deseo del grupo de abandonar por un momento la obra
"seria" y producir un divertimento.
Así que en Músicos ambulantes convergieron por primera vez en la historia
de Yuyachkani la subjetivación de las visiones (abandono de la actitud
racionalista predominante) y la atención privilegiada al cuerpo del actor. El
resultado fue un clásico del teatro latinoamericano que, quince años
después, continúa vivo y movilizador sobre la escena.
A continuación vino el unipersonal Baladas del bien-estar (1985). Inspirado
en textos de Brecht, constituyó un intento consciente del grupo de trabajar
sobre la conciliación del elemento racional con las emociones -coexistencia
negada por los que hacían interpretaciones reduccionistas de Brecht. Teresa
Ralli estaba embarazada y esto sugirió a la actriz y al director introducir un
segundo plano (una sub-partitura) en el espectáculo: "una mujer presenta al
hijo el mundo al que lo trae".19
La dramaturgia se instaló así sobre una motivación secreta que era de
índole personal, íntima y particularmente física: la maternidad real de la
19 Yuyachkani, folleto informativo, 1991(?), p. 8.
actriz. Por segunda vez dentro de la trayectoria del grupo en los años 80
subjetivación y corporalización aparecían como componentes privilegiados
de la dramaturgia e interactuaban.
Cuando en 1986 el grupo produjo Encuentro de zorros venía de una
indagación en torno a la reunión entre el sujeto, el cuerpo y lo político.
Encuentro de zorros propuso de nuevo -como en Músicos...- una metáfora
referida al país como totalidad. Pero el Perú era un mundo cada vez más
violento, híbrido y desencajado, y eran cada vez más escasas las respuestas
políticas claras frente a sus trastornos.

Encuentro de zorros
Encuentro de zorros

El grupo optó por acercarse al conflicto social desde una simultaneidad de


perspectivas. Moderaron las pretensiones de "objetividad" e intentaron una
estrategia que ellos llamaron de "asedios múltiples".
Migración, marginalidad, violencia cotidiana, poder. El sueño, la

vigilia, el mito y la historia brindaron puertas de acceso. Una realidad

conflictiva y confusa no se rinde a un solo tipo de asedio.20

En esta cita los términos "sueño" y "mito" contrastan con "vigilia" e

"historia". Los primeros conectan con la razón. Los segundos, con la

dimensión subjetiva en la que se va a adentrar de lleno la dramaturgia de

Yuyachkani. En compañía del escritor Peter Elmore los actores y el director

habían llevado adelante un largo proceso de improvisaciones a partir de

cuentos y novelas de Arguedas. Una comisión de dramaturgia se encargaba

de seleccionar los materiales resultantes, proponer los textos y concebir una

narrativa. Pero la propuesta dramatúrgica inicial sufrió importantes cambios

cuando ya la obra había sido estrenada. Tras probar en las primeras

funciones con una organización de los materiales que, según el testimonio

de ellos, era "más lógica y lineal", acabaron por dejar irrumpir en escena una

presencia que durante el proceso del montaje había estado pugnando por

emerger.

Así aparecieron en escena los zorros de la novela de Arguedas.

Comenzaron a convivir, sorprendentemente, con los cotidianos marginales

20 Notas al programa de Encuentro de zorros.


de Lima; estos cholos humildes se apoderaron de una tarima drásticamente

iluminada y ofrecieron un inesperado momento de rock que sacudió la sala

con agresivas sonoridades electrónicas. "Entonces entramos a jugar con lo

onírico, a darle su espacio real."21

Por primera vez el grupo operó intencionadamente con una zona de

subjetividad antes excluida. El onirismo, el inconsciente, se instalaron como

una fuerza generadora en el centro de la dramaturgia.

Los zorros o el rock no hablaban por lo positivo y demostrable, sino por lo

virtual y deseado. El espectáculo otorgaba presencia a los fantasmas. La voz

racional pasaba a ser sólo una entre aquellas que permitían al sujeto

construirse y construir la realidad. El espectáculo, en consecuencia, moderó

la actitud didáctica y apeló a un nivel de percepción más sensorial. Había

que encontrar un cuerpo que actuara las zonas oscuras de la subjetividad.

Lo energético y lo simbólico se colocaron en igual nivel para organizar la

percepción del espectador.

Así Encuentro de zorros problematizó la perspectiva ideológica y estética

que tradicionalmente colocaba lo político sobre el eje de una conciencia

esclarecida y un estilo realista psicológico. Esto era política con cuerpo

discontinuo y fantasmas. La lógica del sueño (los zorros) y el acento sobre la

energía y el acto en sí (el rock) este grupo de tradiciones militantes

empezaba a identificar lo político no solo la necesidad sino el deseo.


21 De mis notas, op. cit., junio-julio de 1996.
A partir de Encuentro de zorros el encuadre onírico de los espectáculos

tiende a persistir. En sus nuevas dramaturgias los fantasmas y el real

comparten un mismo espacio.

Contraelviento (1989) se constituyó en su totalidad como una

enunciación desde el mito (encarnación fabulosa, circularidad, no mera

dialéctica razonadora). En No me toquen ese valse y Adiós Ayacucho (1990)

los personajes estaban visiblemente dispensados de la coherencia cotidiana:

estaban muertos. Eran fantasmas de expresión entrecortada, como

corresponde a las apariciones. En Hasta cuándo corazón (1994) los

personajes se ralentizaban y flotaban en el espacio de lo soñado, mientras

que la representación del real (el vetusto solar y sus vecinos) poseía una

fijeza, una desnudez y un brillo que tampoco provenían del paisaje cotidiano.

Serenata (1995) fue la radiografía de una relación de pareja, fragmentada y

discontinua como el flujo inconsciente. En Primera cena (1996) la memoria

infiltró una dramaturgia realista hasta lograr que, sobre la mesa de comedor

de un apartamento limeño, una reina fantástica diera a luz (mientras un

guisado real en la cocina real esparcía su aroma entre el público). En

Retorno (1996) -quizás el inicio de un nuevo camino- desaparecieron el

barroquismo y las copiosas superposiciones. Pero el peso del silencio y el

registro monocorde de la escena colocaban a los dos personajes en una

especie de pliegue del tiempo, afuera del tiempo cotidiano. La vaguedad de


esta discusión sobre el deseo recordaba el mundo de Beckett y despojaba a

la palabra de propósito instrumental.

La razón y la energía

Regresemos al momento posterior a Encuentro de zorros.

A fines de los años 80 Perú vivía una fractura total en la sociedad y en los

valores. La violencia se había generalizado en el país. Imperaba la matanza

indiscriminada de la población civil y en ella participaban tanto la guerrilla de

Sendero Luminoso como el Ejército regular. La sensación de peligro físico se

imponía en la vida cotidiana y el debate comenzaba a colocarse más allá de

izquierdas y derechas.

El próximo espectáculo de Yuyachkani se inspiró en el testimonio de la

única campesina sobreviviente de la masacre ocurrida en el pueblo de

Soccos. (Fue por esta misma época que Francisco Lombardi produjo su

película La boca del lobo, también sobre el desbordamiento de la guerra.)

Contraelviento (1989) significó una reacción teatral muy elaborada ante

el drama de proyectos de nación perturbados por la violencia omnipresente.

No hay que olvidar que en las circunstancias peruanas pronunciarse

políticamente ponía en juego la integridad física de los actores.

Esta nueva dramaturgia, desde el ojo de la tempestad, adoptó el mito

como modelo narrativo. El héroe debía recorrer un camino de infortunios en


busca de un objeto salvador. (Este héroe era dual y estaba representado por

dos hermanas: Colla, la mujer organizadora que apostaba al futuro, y Waco,

la mujer guerrera que esgrimía la vara de matar y exigía acción radical en el

presente.)

Pero también en otro plano la cultura tradicional brindó un modelo a

Contraelviento. El grupo había investigado exhaustivamente la Fiesta de la

Candelaria, en Puno, y sobre este modelo la dramaturgia investigó la energía

y la invención propias del pensamiento mítico.

Sobre la escena se derrochaban las destrezas de los actores:

interpretación en vivo de los instrumentos musicales, acrobacia, canto coral,

danza, máscaras, empleo virtuoso de las voces y de los objetos, pirotecnia.

El despliegue de imaginería andino-mestiza era exuberante: la China

Diabla, los pishtacos -legendarios vampiros andinos que toman la grasa de

sus víctimas-; la virgen, el diablo, el arcángel, y el impresionante huaco

tratado como máscara.22 El popular equeco peruano -una estatuilla en forma

de vendedor ambulante cargado de vituallas- se transformó en un dios de

gran volumen, que deambulaba por el escenario; de su abigarrada carga

ahora formaba parte la foto de un desaparecido.

En esta puesta operaban varias simultaneidades:

Se ofrecía a la percepción un cruce de lo etnográfico y lo político-

22 El huaco es una vasija de la cultura mochica con forma humana y la boca


desmesuradamente abierta.
histórico; el principio narrativo convivía con el acto y la celebración; lo

trágico, con el espíritu tumultuoso y erótico de la subversión carnavalesca.

La enorme sensualidad y el lujo de estas formas descansaban sobre los

muertos de una guerra real. El relato avanzaba voluntarioso, progresivo y

lineal; pero la celebración, con sus estallidos, sus saltos y la diversidad de

sus ritmos, fracturaba esta linealidad.

Cuando la presentación en La Habana yo tuve la sensación de que dos

lógicas funcionaban al unísono pero que cierta rigidez en el elemento

narrativo dificultaba aquel juego. Hoy comprendo que allí presencié un

momento de máxima tensión en la vida del grupo: el paradigma didáctico-

narrativo se defendía, a punto de ser desplazado por un nuevo paradigma de

la teatralidad.

El debate fue vivo. Algunos reprocharon al espectáculo cierta

arbitrariedad etnográfica, o bien su ambigüedad frente al conflicto político en

curso -o ambas cosas. Otros anunciaron que una nueva complejidad había

ingresado en la dramaturgia de Yuyachkani.

En el plano del sentido político la pregunta del día era: ¿seguían o no

defendiendo ellos la legitimidad de la violencia revolucionaria? Interrogado

por un periodista sobre las significaciones del espectáculo, Miguel Rubio

declaró: "Efectivamente, encontramos razones que van más allá de la

política."23 (no obstante lo cual Contraelviento le valió al grupo una muy


23 Miguel Rubio: "Nuestro reto es seguir creando", entrevista por Luis Paredes,
terrenal amenaza de muerte). Rubio argumentó que no les interesaba el

mito como "un camuflaje para decir las cosas alegóricamente" y subrayó:

Para nosotros el teatro es una realidad (como lo es el mito para quien

lo asume); no es un espejo ni una realidad de carambola, es una

realidad en la que actores y espectadores comparten un momento de

su vida (...) Quizás allí resida uno de los valores subversivos

fundamentales del arte y del teatro; no solamente en la justeza de las

ideas que seamos capaces de trasmitir cuando las palabras que

usamos están dirigidas sólo al pensamiento.24

Aquí empezaba a perfilarse la utopía del teatro como vida, como práctica

que trasciende el dominio estético y es fuente no sólo de metáforas, sino de

transformación real.

En el interior del mito se tensan dos principios: la explicación del mundo

y su producción. De manera análoga, a partir de Contraelviento la

teatralidad de Yuyachkani encarnará un contrapunto entre la razón y la

energía, entre explicación del mundo y trabajo que produce real. Este ha

sido el principal pivote de la dramaturgia de Yuyachkani en los años 90.

El cuerpo-sujeto

En 1990 se estrenó No me toquen ese valse.

Semanario Artes y Letras, Lima, Diario La República, 22 de octubre de 1989.


24 Yuyachkani, folleto informativo, 1991(?), p. 15.
Perú continuaba sumido en un clima de violencia alucinante, con toque

de queda estricto en Lima y peligro de muerte para los transeúntes. El grupo

se había visto obligado a encerrarse en su sala de la capital porque era cada

vez más riesgoso girar al interior del país o hacer sus usuales presentaciones

en espacios abiertos y populares. Al caos físico (Perú era "un cuerpo

atrozmente lacerado", ha dicho el crítico teatral Santiago Soberón)25 se

sumaba la tragedia de una izquierda cuyos proyectos se desmoronaban.

Acababa de morir el investigador Alberto Flores Galindo, quien había sido el

mentor del grupo en lo político y en la investigación cultural. La situación los

lanzó hacia un interior físico (el espectáculo confinado a la sala de Lima) que

era también existencial (necesidad de mirar adentro, de reconocerse).

Rebeca Ralli había continuado trabajando con el personaje del loco de

Encuentro de zorros, que había sido su creación; a este material sumó una

investigación escénica sobre la poesía del español León Felipe. Fueron estos

los dos componentes básicos del boceto que, en compañía del actor Julián

Vargas, mostró al director.

Tuve la suerte de asistir al prestreno de este espectáculo en Cuba. Un

fuerte haz de luz caía sobre la actriz, sentada sobre una silla de ruedas. Tuve

una sensación de déjà vu. (Tiempo atrás ella había avanzado hacia mí por

el largo corredor de un hospital habanero. Iba en silla de ruedas. Sus piernas

inmóviles estaban expuestas a mi mirada. Apoyada en muletas, ella salió a


25 "Encuentro de sueños", Suplemento Cultural de El peruano, 6 de mayo de 1996, p. 7.
conseguir frutas en mi ciudad desabastecida.) Dos años antes la actriz había

viajado a Cuba para someterse a una operación luego de un accidente en

Encuentro de zorros.

"Nos tomaremos unos rones en La Habana por todas las escaseces",

decía el personaje de No me toquen ese valse.

Hasta ese momento los actores de Yuyachkani usaban su "material

personal" -episodios de vida, memoria emotiva y sensible, miedos, fantasías,

convicciones- como un elemento que, mediado por la improvisación, daba

suelo vivencial y verdad escénica a las imágenes. Pero nunca lo íntimo y

personal pasaba al plano temático.

Esto fue violado definitivamente durante el proceso de gestación de No

me toquen ese valse. El trío de creadores decidió introducir en aquella

dramaturgia sus propias vidas personales en crisis (pérdida de parejas,

soledad, trastorno de mitos y utopías).

No me toquen ese valse es el momento en el que incluimos el

nosotros en el trabajo. Dejamos de hablar de los demás y hablamos

de los que componen el grupo. La violencia no era sólo en los

periódicos...26

El drama de la comunidad se expresaba también como lo opresivo y

desestabilizador en la materialidad física de estos dos actores-personajes.


26 Miguel Rubio: de mis notas en el encuentro... op. cit.
Yuyachkani no venía, sin embargo, de una tradición sicologista. ¿Cómo

estaban articulando el propósito político y esta suerte de introspección?

El discurso de No me toquen ese valse no opera en una dimensión

propiamente psicológica; aquí la teatralidad apunta al momento de la

subjetividad hecha cuerpo y volcada a la acción. Así, el deseo no aparece

como el sustrato reprimido sino como movimiento transformador hacia el

exterior. (Deleuze y Guattari, en la perspectiva del psicoanálisis materialista,

han dicho que "una salida a caminar esquizofrénica es mejor modelo que

una acostada neurótica en el sofá del analista.")27

El espectáculo resultó un experimento crucial sobre la construcción de

presencia del actor y un viraje del grupo en su actitud hacia el público. El

primer texto que decía la actriz era un verso de León Felipe: "Siento esta

noche heridas de muerte las palabras". Puesto que la razón lógica fallaba,

era preciso actuar "con todo".

El territorio de la actriz era ella misma atrapada en su silla de ruedas, en

un extremo del escenario. El actor-percusionista (Julián Vargas) permanecía

separado y contiguo, en su propio territorio, detrás de sus baterías. Eran

artistas pobres de cafetín nocturno y, según la "partitura secreta", estaban

muertos. Actuaban en un bar destruido por la guerra, para un público

invisible.

27 Gilles Deleuze y Félix Guattari: Anti-Oedipus: Capitalism and Schizofrenia, Nueva York,
Viking, 1977, p. 2, apud Randy Martin: Performance as Political Act..., op. cit., p. 41.
En 1996 tuve la oportunidad de presenciar una reconstrucción del

proceso de montaje de este espectáculo. El primer material que los actores

mostraron al director para invitarlo a trabajar juntos fue una secuencia en la

que ellos contaban su historia moviéndose por todo el espacio, Era un

derroche de movimiento. Esta primera versión era la representación de una

crisis de la identidad. El director observó insatisfecho el boceto y pidió a los

actores: "Hagan lo mismo, pero en la inmovilidad." A partir de ahí las

consignas del director a los actores fueron: no describir, condensar,

concentrar, contener, ocultar, producir acción "verdadera y precisa",

cargarse de gran fuerza con un mínimo de movimiento visible.

Rebeca, por ejemplo, mostró al director una improvisación de tai-chi.

Miguel le pidió: "Quiero que esas pulsaciones y que esa misma ruta tan viva

estén en el espectáculo; pero ocultar la secuencia y dejar sólo ese camino

fuerte." De ahí resultó una especie de "danza sentada" (en la silla de ruedas)

que dio la pauta energía retenida, enigmática, que caracteriza a Valse.

El director propuso la siguiente imagen de trabajo a los actores: "una

plancha va a caer sobre tu cabeza y las paredes van cerrándose por los

lados". De este modo ellos comprimían el movimiento, lo encerraban en una

"cúpula" y el gesto no realizaba nunca la totalidad de su trayectoria. El

enmarcamiento y especie de balbuceo corporal que se producía generaban

un tipo de presencia fragmentaria y parca, pero también incandescente.


Describir una dramaturgia corporal es una sospechosa tarea pues, en

rigor, no es posible trasladar a palabras lo que pasa en el cuerpo. La acción,

por su misma naturaleza, es irrepresentable (Martin). Pero debo intentar

crear un puente de palabras. Lo que Yuyachkani logró con este trabajo

corporal pudiera ser denominado una "presencia discontinua".

El principal contenido corporal de Valse era la oscilación. El dilema entre

parálisis y vitalidad reproducía en el nivel físico el núcleo de sentido de este

espectáculo. Este no era el sujeto moderno típico, construido por una lógica

dialéctica, linealmente orientada a "resolver la contradicción" (a recomponer

la identidad perdida). Era más bien un sujeto posmoderno, en el sentido de

que lo organizaba una lógica desconstructiva, que asumía la

incompatibilidad de los fragmentos. En este sujeto precario lo discontinuo y

la productividad no eran términos excluyentes.

En No me toquen ese valse la "presencia discontinua" tuvo el rasgo

adicional de su agresividad. Este es un dato clave del espectáculo que tiene

que ver con el lugar que la dramaturgia asignó al espectador. Los actores se

proyectaban hacia el público y en términos sintientes lo interpelaban. Según

el testimonio de Rebeca Ralli:

Mi expectativa hacia el público era provocar. Decir: "!Escúchame! !

Mírame! No puedo evitar que me mires desnuda. Quiero tocarte de

alguna manera. Me atrevo a desnudarme. [Desnudo en sentido


figurado.]

En Valse siento que estoy en la frontera entre el personaje y la actriz

y que en cualquier momento me voy a tirar frente a ese público y voy

a lograr que se desnude como yo me estoy desnudando. Mis ojos a

veces le dicen: "Decir la propia verdad. Estar en peligro."28

Julián Vargas refiere:

En Valse yo me siento en constante peligro y vaivén. Como en la

cuerda floja. No tengo apoyos, no me puedo mover, no puedo

escapar. Mi situación física concreta es tambaleante. Quiero llegar a

las emociones con el público y sentir cuál es su respuesta. Sentir esa

respuesta a través de la zona de peligro.29

Imaginen cuán lejos se encuentra esta actitud de la discursividad

persuasiva de una dramaturgia didáctica. Ambos actores subrayan una

experiencia de sintiente muy agudo. Además, ponen el acento en la

sensación de oscilación o ausencia de estabilidad ("frontera", "cuerda floja").

Juegan "en el filo de la navaja", y se arriesgan a desintegrarse; de ahí la

dominante de peligro físico referida por ambos. Esta proyección energética

hacia el espectador saca a este de su patrón de percepción habitual. Intenta

sacudirlo de la parálisis, de sus automatismos mentales.

Los actores y el director-dramaturgo tuvieron que realizar un minucioso

28 De mis notas..., op. cit.


29 Ibid.
trabajo artesanal con microrritmos y energías, conjugar brotes de fuerza con

espacios de silencio e inmovilidad de modo de organizar estos planos que

provocaran la percepción del espectador.

La "presencia discontinua" de Valse no construyó, pues, un cuerpo-sujeto

absorto en sí mismo, sino un cuerpo-sujeto combativo. Este cuerpo que lanza

“señales sobre el fuego” a un espectador secuestrado por la violencia es el

canal político central de esta dramaturgia.

En No me toquen ese valse se rompe el delicado equilibrio entre razón y

energía que Contraelviento había preservado. Aquí los cuerpos en

movimiento prevalecen sobre la narrativa. Miguel Rubio dice que la fábula de

Valse es "ocurrencial, no lógica". En ella domina la dimensión física, con su

carga de impulsos y motivaciones no siempre explicables.

Valse significó una suerte de doble marginalidad. Es un salto al vacío.

En Valse buscamos un espectador-creador; provocar en él sus propias

imágenes, que el espectador no sea un espejo que reproduce [...]

Sabemos que eso puede lanzarnos a una incoherencia absoluta. Hay

que atreverse, pero con responsabilidad.30

Debilitar el principio ordenador del relato y hacer descansar la

comunicación sobre pulsaciones del sintiente, un terreno estético poco

legitimado, puede generar nuevos tipos de incomunicación.

Creo, sin embargo, que No me toquen ese valse, precisamente gracias a


30 Ibid.
sus zonas de alto riesgo resultó una apuesta del grupo a la utopía de una

cultura diferente, capaz de rescatar la perspectiva del deseo movilizado. Así

sugiere esta dramaturgia novedosa un concepto de lo político indisoluble del

sujeto carnal y concreto.

Después de No me toquen ese valse (y de Adiós Ayacucho, un

espectáculo creado en esta misma fecha por Augusto Casagranda) vino un

período de incubación -y también de ensayar estrategias de sobrevivencia-

que se prolongó casi tres años.

En 1992 los yuyas continuaban moviéndose en Lima bajo el ojo

desconfiado del gobierno y el de Sendero Luminoso. Convocaron entonces

un evento que ellos llamaron Gritando todavía. Era una convocatoria a las

distintas artes y al pensamiento peruanos a resistir desde la cultura. "¿Cómo

persistir?" fue la frase que hilvanó la reflexión de Miguel Rubio en la apertura

del evento. Concebido meses atrás, el encuentro vino a realizarse pocos días

después de la detención, por el gobierno de Fujimori, del Presidente Gonzalo,

el mítico líder de Sendero Luminoso.

El grupo estaba por ese entonces atravesando una etapa de reajustes

organizativos y cierto malestar. Se anunciaba una consulta electoral en el

país y al interior del colectivo nadie parecía encontrar una opción ni en la

abstención, ni tampoco en las escuálidas plataformas de los partidos de

izquierda. Por esos días Miguel Rubio viajó a La Habana a participar en un


taller con el brasileño Antunes Filho.

Al regresar a Lima, el grupo inició un período sabático y se dispersó por

el mundo, cada cual con su proyecto personal. Seis meses después -a

principios de 1994- volvieron a encontrarse en Lima.

Los cuatro espectáculos que vieron la luz entre 1994 y 1996 pertenecen

a una nueva etapa: el Yuyachkani de posguerra. El país ha sido "pacificado"

e impera un desembozado discurso neoliberal. La sociedad peruana se

moderniza y se privatiza al tiempo que los desplazados por la guerra

retornan a sus pueblos. Esta migración a la inversa es promovida

pragmáticamente por el gobierno, sin tomar en cuenta el trastorno cultural

de este retorno al origen por decreto.

Proliferan, en la capital neoliberada, excitantes gasolineras encristaladas

biertas al consumo las veinticuatro horas y diligentes Mac Donald's; el

negocio de los juegos computarizados desplazó de sus locales a viejos

comercios limeños. A los rebrotes de llamado “terrorismo” el gobierno de

Fujimori reacciona con frío oficio: en xxx masacra a todos los combatientes

del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) que habían ocupado la

Embajada del Japón.

Los intentos de suprimir a los enjambres de vendedores ambulantes que

abarrotan las calles de Lima han tenido menos éxito.


Presencia latente y cuerpo subversivo

En Hasta cuándo corazón (1994) Teresa Ralli corre por todo el escenario y

arranca papeles de propaganda pegados sobre las paredes desnudas. Les

prende fuego en un gran tanque y se lava las manos en las llamas. Lo que su

personaje parece destruir es un tipo de comportamiento político en el que ya

no cree más.

El año pasado Miguel Rubio viajó a Andahuaylas -en la sierra- y

compartió en un camión, durante dos mil metros de descenso, con

campesinos desplazados que regresaban a sus pueblos. En la guerra esos

campesinos habían estado en bandos opuestos. Ahora iban a reconstruir

juntos un puente. "Ellos sabían hacia dónde debían ir", dice Miguel. "Yo sí

tengo un dilema: saber si tengo que regresar."31

En el espectáculo Retorno (1996) dos personajes extraviados en un

desnudo paraje andino tratan de dilucidar hacia dónde va el camino. Al final

del espectáculo uno declara: "...ya no es tan importante si vamos o venimos,

sino más bien saber qué vamos a hacer cuando lleguemos."32

Hoy a muchos nos es familiar esta sensación -que está en Yuyachkani- de

carecer de un proyecto político y vital estructurado. Si persistimos -los que

persisten- en un ideal al que podríamos llamar socialismo no es porque

sepamos con certeza cómo hacerlo encarnar.

31 Ibid.
32 Retorno, manuscrito.
El dilema de Yuyachkani en la actualidad parece ser cómo renovar el

concepto y las estrategias de lo liberador -en el teatro y en la vida- sin

olvidarse de su historia y sin hacer concesiones al engañoso orden

dominante (otra vez un tipo de angustia que a muchos nos es familiar).

En 1990 No me toquen ese valse produjo un cuerpo-sujeto ambiguo pero

combativo. En 1994, en el Perú de la incierta reformulación de los proyectos,

Hasta cuándo corazón parece un fragor amortiguado, una "presencia

latente", cuya naturaleza y sentido político intentaré describir.

El espectáculo comienza y termina con el pulso sordo de un corazón (la

idea de lo latente, del secreto rumor). En el nivel alto del escenario el

decorado sugiere los balcones de una casa de vecindad amenazada de

desalojo, lo que, inevitablemente, proyecta un símbolo del país.

En este nivel los personajes, son presentados como un cuadro casi

estático y están referidos a la realidad real -la sociedad, la vida de la

pequeña gente-; enseguida los personajes se desvisten y descienden al nivel

inferior. Avanzan hacia proscenio primordiales -lentos, blancos, flotantes. Los

cuerpos se recortan contra una luz difusa. Las mujeres, en ropa interior; los

hombres, con el torso desnudo. La dirección de la mirada de los actores es

un leit motiv que recorrerá de principio a fin el espectáculo: lanzada al frente

y a lo lejos, escruta el horizonte. La mirada establece el espacio del deseo.

O bviamente, estos son personajes que esperan. Están solos. No discuten


un proyecto común. No intercambian a nivel verbal ninguna comunicación.

Sólo monologan. La socialidad se limita a esquivas miradas e interacciones

físicas muy contenidas y fragmentadas que recuerdan los "balbuceos" del

gesto en Valse. Los cuerpos hacen poco contacto unos con otros.

Este código de la socialidad leve y entrecortada se consolida en esta

primera parte del espectáculo mediante la larga secuencia del "baile": los

siete actores pronuncian sendos monólogos -escritos expresamente por el

novelista peruano Peter Elmore. Este es el único momento en que el

espectáculo da cabida a la palabra organizada como relatos completos y de

cierta magnitud.

Este baile parece abrirse paso a través de un duermevela; una marinera

o un valse parecen interrumpir a cada tanto una morosa siesta pueblerina.

Cada vez que la música quiebra este espacio de soledad y vibración mínima,

el grupo de actores destella y enseguida regresa a su básica apatía.

(Yuyachkani ha cultivado durante años la ejecución de la delicada marinera

limeña y de la música tradicional peruana; la secuencia, por tanto, es

también la cita que el propio grupo hace de sí mismo.)

En Hasta cuándo... creí reconocer las técnicas del maestro brasileño

Antunes Filho. Aquí también había exploración doble en el cuerpo de los

actores: un plano de universalidad exhibe la materialidad y el desequilibrio

de los cuerpos; el otro busca la nota particular y nacional de identidad. Rubio


incorpora una perspectiva arquetípica y sus actores, con técnicas de

desequilibrio, aprenden a construirse un cuerpo que flota.33

Hugo Salazar definió Hasta cuándo corazón como "una fábula

crepuscular, pletórica de virtualidades".34

La lógica de esta dramaturgia es, en efecto, velar, ocultar, sugerir algo

que está, pero que no irrumpe. Esta “presencia latente” es la materialización

de deseos personales y colectivos que el actor mantiene controlados. Es una

manera de decir la callada resistencia.

De este espectáculo dijo también Salazar: "en la escena 'habla' una

razón somática: y esto inquieta y perturba profundamente".35 Mirko Lauer

también destaca el fuerte condicionamiento corporal de la puesta. Hay una

secuencia clave en la puesta: el encuentro de los dos Cristos, que culmina

con una danza de tijeras. Para Lauer esto es "un perfecto comentario

posmodernista sobre las relaciones entre el cuerpo y la razón".36

En el programa de Serenata, un espectáculo de 1995, Miguel Rubio

reconoce estar fascinado con la idea de pre-juego desarrollada por

Meyerhold. El pre-juego sería el movimiento imperceptible del cuerpo un

instante antes de involucrarse en la actuación: "pequeñísimas acciones y

33 Rubio participó en un taller que el director brasileño brindó en La Habana, en 1992.


34 Hugo Salazar: "Desvestir un sueño", Teatro/CELCIT, no. 6, 1994, p. 45.

35 Ibid..
36 Mirko Lauer: "Yuyachkani: la multitud solitaria", Sí, no. 384, 18-24 de julio 1994, p. 41.
movimientos de los ojos, labios, respiración, etc."37 Son micro-gestos que

todavía no están en lo social, sino en una "zona intermedia", como si viniera

a la superficie el pozo de la motivación, lo no visible del cuerpo que incuba la

acción.

Creo que esta idea de pre-juego está también presente en la

construcción de la “presencia latente”. La secuencia del “baile” que antes

describí podría considerarse como trabajo sobre ese gesto mínimo que solo

aflora levemente: energía tenue y tamizada (¿energía "femenina"?) que

induce movimientos velados, ralentización, acciones que no se agitan hacia

el exterior, sino que permanecen recogidas y preservan una zona de

virtualidad.

Lo que percibe el espectador no es un "cuerpo decidido" (Barba);

tampoco el cuerpo-sujeto provocador y combativo de Valse. Estos contenidos

corporales son de cuerpo germinal. Hasta cuándo... tiende a ontologizar el

cuerpo, y por lo tanto pospone las actuaciones transformadoras.

Sin embargo, hay momentos claves en que el espectáculo rompe el

efecto de presencia latente. La dramaturgia abandona abandona el acento

ontológico y busca en otra dirección.

Es imprescindible hacer hincapié aquí en otro factor de complejidad: este

discurso saturado de signos y minimalista no pretende contar una historia.

"Una brújula con cuatro nortes" llamó Hugo Salazar a este desborde
37 Miguel Rubio: "Una carta no enviada", notas al programa de Serenata.
semiótico, inconexo como los sueños.38

Veamos un ejemplo donde la acción transformadora relativiza la

presencia latente:

Durante una escena fundamental para el sentido del espectáculo un

Cristo blanco y un Cristo indígena desarrollan una simbólica interacción.

Hacia el final de la secuencia el Cristo indígena, desnudo, se trasmuta en

danzante de tijeras. El actor que lo interpreta, Amiel Cayo, es serrano él

mismo y un experto en la ejecución de esta espectacular danza. La escena

culmina cuando el Cristo danzante se tiende en el escenario y salta

repetidas veces sobre su propia espalda. Esta hazaña corporal es propia de

la danza de tijeras y el público peruano la reconoce de inmediato.

En un plano metafórico la escena alude a la hibridación cultural y

religiosa sobre la cual está fundado Perú. En el plano del movimiento real lo

que se produce es un protagonismo del cuerpo que reivindica y promueve lo

indígena. Aquí la presencia latente se transforma en una subversiva

irrupción: un cuerpo-sujeto maneja en términos físicos reales un conflicto de

sentido político.

Otro momento que evidencia un tránsito similar -de la presencia latente

al cuerpo combativo- tiene lugar en la secuencia del baile (recordemos que

una cierta anomia o apatía tiñe esta secuencia). La "cantante de ópera"

(Rebeca Ralli) pronuncia su monólogo, referido a sí misma y a su resistencia


38 Ibid.
en medio del deterioro -no abandonar la casa amenazada.

Aguantamos, eso hacemos, pero hasta cuándo. Y mientras tanto,

mientras me quedo, lo mejor que puedo hacer es cultivar mi don.

Llegado este punto, la actriz vocaliza, con su hermoso registro profundo.

Asocia a cada nota una palabra (Re..., re..., reja, Mi..., mi..., miedo...", etc.).

Su juego produce sentido simbólico; pero este es inseparable del evento

físico preciso y elaborado que ella realiza. El sentido descansa en la voz

misma, experta y orgánica, de la actriz, que recorre con pureza la escala y le

imprime variaciones.

Al concluir su parlamento el personaje dice:

Si no canto me ahogo y si canto me asfixio. Pero ahí está la voz

todavía, no es por nada pero ahí está.

La última escena de Hasta cuándo corazón retoma este mismo juego. La

actriz de nuevo vocaliza y brinda al espectáculo su imagen resumen.

Igual que en la escena de los dos Cristos, el cuerpo sujeto realiza una

hazaña y esto tiene sentido opositor. Metafóricamente, vocalizar equivale a

soplar sobre los rescoldos, a proteger la llama secreta (el "don") que volverá

a ser peligrosa. Es la resistencia en la cultura. En un plano físico la energía

arquetípica se transforma en voz libre y real que rasga la cuarta pared en


busca del espectador.

Una clave más de este denso espectáculo consiste en que todo él está

referido a la relación del grupo consigo mismo, con su propia biografía y sus

lenguajes de trabajo. La dramaturgia cita las clásicas estrategias de

Yuyachkani: su obsesión por lo andino y por la hibridación de la cultura, el

uso de instrumentos musicales, de la danza y la música, el manejo de los

objetos y de la voz. Pero en esta memoria del grupo las relaciones

previsibles se alteran. Los actores y el director sacan de su contexto habitual

sus habilidades y las desconstruyen frente al espectador.

Ana Correa es una maestra en el uso teatral de los objetos. Usualmente

ella trabaja con una vara o cualquier otro implemento y lo vence, lo

domestica. En Hasta cuándo corazón los objetos duros y rígidos son

sustituidos por toallas y camisas mojadas. El cuerpo de la actriz aparece

ahora vulnerable al nuevo material, a su ductilidad; sostiene con él una

relación en la que no hay sojuzgamiento sino diálogo humanizado con un

objeto que la abraza.

Todos los actores de Yuyachkani son excelentes instrumentistas. Una de

las escenas de mayor impacto tiene la forma de un "concierto". Ellos toman

en las manos sus instrumentos musicales pero, en vez de hacerlos sonar,

juegan acompasadamente con ellos, dándoles otras funciones (peine, espejo,

copa, etc.). Resulta de ahí un concierto virtuoso... y mudo, que obliga al


actor y al espectador a recomponerse física y mentalmente y a buscar su

coherencia en otro territorio.

Como se comprenderá, Hasta cuándo corazón conmueve de manera

especial a aquellos que han seguido durante años al grupo. Cada secuencia

explicita delicadamente algo del "material personal" de los actores. Ana

Correa decía: "En Hasta cuándo corazón soy 70% yo y sólo 30% el

personaje", al contrario de sus trabajos anteriores.39

El dato del desnudo corporal es relevante. Yuyachkani insiste por primera

vez sobre la desnudez literal de sus actores. Hace ver cuerpos que vestidos

nos fueron muy familiares.

¿Qué nos dice sobre el drama social del Perú esta dramaturgia tan

orientada a la persona, tan fragmentada, tan exaltadora de la identidad y de

las tendencias inconscientes, tan subjetiva y corpórea? ¿Dónde se constituye

su arista política? Después de este sostenido forcejeo entre el cuerpo y la

razón ¿qué espacio queda para la fuerza crítica?

Cuando Yuyachkani vuelve los ojos sobre sí mismo como grupo -y esa es

la motivación básica que generó este espectáculo- transparenta su relación

con el país. Fue y sigue siendo un colectivo hipersensible al drama de su

comunidad, al punto, diría yo, de vivir esta relación como una simbiosis. La

idea de país que recorre Hasta cuándo corazón parece menos un discurso a

interpretar que un dato carnal.


39 De mis notas, op. cit.
Creo que el sentido político de esta dramaturgia se constituye como una

tensión entre la "presencia latente" y eventos físicos extraordinarios. Hay

radicalidad en la intuición que permite al espectáculo trascender las

esencias y producir transformaciones que dentro y más allá del teatro.

Hoy en día la apuesta política de Yuyachkani parece centrada en la

cultura y la investigación de modelos inconscientes que rigen nuestras

percepciones y motivan nuestra acción. Las búsquedas y los tanteos son

imprescindibles en las condiciones contemporáneas, cuando no hay

proyectos claros y muchos esquemas tradicionales -políticos y

epistemológicos- están agotados.

Yuyachkani ha declarado:

Apenas estamos comenzando. Veinticinco años es poco. Tenemos un

inmenso inventario de preguntas. Tenemos el corazón abierto y la

sensibilidad a flor de piel. Persistimos en los sueños. La película

estaba completa para nuestra generación. Ahora la película está en

blanco. Tenemos que reinventarla. [...] Sigue siendo posible aquel

sueño de La Habana, a pesar de los golpes, de las heridas que

llevamos.40

En el plano artístico sienten que "hay que recomenzar, desprovistos de

todo"; pero también se previenen contra el peligro de perder la memoria, de

40 Nota de prensa emitida por el grupo a propósito de la clausura de los festejos por su
veinticinco aniversario, julio de 1996.
desdeñar lo ganado.

La performance

Los "yuyas" tienen una mentalidad artística y política compleja y se

encuentran en un momento de cambio.

En 1996 estrenaron Retorno, un texto y una escena que trabajan los

silencios, la circularidad y la intermitencia de los asaltos físicos. A poco de

haber estrenado este espectáculo cuasi beckettiano el grupo emprendió una

hazaña física y cultural: durante tres meses, sin pausa, presentaron cada día

una obra diferente de su repertorio. Esta monumental performance fue la

puesta en obra de su divisa "el teatro es vida" y también la fiesta con la que

quisieron celebrar los veinticinco años de su fundación.

En el último día del gran recuento los personajes de todas las obras de

Yuyachkani salieron a la ciudad. Desde el amanecer aparecieron en lugares

públicos y populares ("donde están aquellos espectadores que han tenido y

tienen una atención especial en la propuesta de Yuyachkani").

Despertaron con música de Un día en perfecta paz a los niños de un

orfelinato; echaron flores al mar en la contaminada playa de Marbella; los

zorros actuaron en el cementerio, sobre la tumba de José María Arguedas, y

la gallina de Músicos ambulantes hizo la cola junto a los jubilados. El

danzante de tijeras bailó en el atrio de la iglesia de San Francisco y


personajes de Contraelviento recorrieron los pasillos del Palacio de Justicia.

El campesino asesinado de Adiós Ayacucho entró en la Plaza de Armas a

exigir que le devolvieran sus huesos.

Así desordenaron hora a hora, metódicos, la ciudad. En la noche, para la

multitud congregada frente a la casa del grupo, en Magdalena, un coro

gigante de niños entonó un canto quechua a los muertos. Después, los

personajes de Contraelviento hicieron llover maíz de la vida sobre los

espectadores y contra el cielo siempre nublado de Lima estalló un prodigioso

acto de pirotecnia.

Según el mito Incarri el cuerpo descuartizado del Inca se recompone

debajo de la tierra para renacer. Alfonso Cánepa, el indígena asesinado y

mutilado de Adiós Ayacucho, no esperó: fue en peregrinación a Lima a

rescatar su cuerpo.

Para la cultura popular la dimensión física posee una dignidad especial.

(Carlos Marx, por cierto, erigió su teoría de la liberación sobre la idea de que

lo que el capital le arrebata al obrero es su energía -en el trabajo enajenado.

El capital trastorna y enferma nuestra productividad orgánica.)

Yuyachkani ha comprometido su teatro en la búsqueda de una nueva

racionalidad liberadora y en la idea de un cuerpo expropiado que debe ser

recompuesto y devuelto a la historia.


UN MUNDO PARA MACKANDAL

(febrero de 1998)

Ti Noel cayó de rodillas y dio gracias al cielo


por haberle concedido el júbilo de regresar a la tierra
de los Grandes Pactos.

A. CARPENTIER, EL REINO DE ESTE MUNDO

La mujer negra y robusta se pone en pie. Con su traje color canario nos

vuelve la espalda y emprende una señorial retirada. A punto de esfumarse

por la puerta del fondo, el azabache y el amarillo se desordenan

bruscamente: la mujer brinca con ligereza, hace una pirueta, agita en alto

las manos y con voz de falsete exclama: “¡Guedé!”, “¡Guedé!”. Acto seguido

desaparece, fingiendo no escuchar la explosión regocijada de sus

admiradores.

Fue un instante de carnaval, efectivo como una centella. Mañana en Haití

se celebra el “Guedé” -la fiesta de los muertos- y la histriónica Lucille nos ha

obsequiado un anticipo. Su salida pone fin a la reunión.

El escenario ha sido el comedor de una institución haitiana. El público:

veinte trabajadores de ocupaciones diversas, distribuidos en dos mesas

grandes. La ocasión: el almuerzo.

En horas de oficina es frecuente el uso del francés; pero estas reuniones


transcurren invariablemente en creole, idioma que comprendo mal. Mi

atención, por lo tanto, se concentra en códigos sensibles, no verbales. Me

“hablan”, más que las palabras, los recursos gestuales y sonoros y las

transformaciones del espacio y del ritmo que el grupo pone en juego.

A medida que un almuerzo avanza -duran una hora o más- se reformula

el espacio: las personas cambian de asiento o de mesa, se levantan y se

desplazan en busca de mejor visibilidad, de nuevas alianzas o para atraer

sobre sí la atención. Una polémica generalizada puede reagruparlos y dividir

la escena en campos contrarios. Pasados los primeros quince o veinte

minutos (servirse, procurarse un sitio, empezar a comer) aparecen las

primeras representaciones. Algún comensal se pone de pie y actúa los

personajes de un chiste o de una anécdota. Gran parte del placer proviene

de la destreza que muestre el eventual comediante para desdoblarse en una

identidad ajena. Las discusiones toman cuerpo y entonces el “público” lanza

comentarios provocadores para azuzar a los contrincantes; con la risa fácil

del haitiano, aprueban o se burlan de los argumentos.

Haití es un país que, por tradición, disfruta mucho de la narración en vivo

de historias, posee cuenteros excelentes y suele acudir a la controversia en

contextos de celebración. Sería posible calificar de “teatro” mucho de lo que

sucede en estos diarios encuentros. Tienen lugar exhibiciones vivas y

enfáticas, en presencia de espectadores, de acciones dialogadas que


implican conflicto y tienden a una resolución. Valdría la pena preguntarse si

esta teatralidad espontánea no sería acaso la manifestación de alguna lógica

cultural más abarcadora.

El toque de la esperada campanita que convoca a los almuerzos

interpone un nítido paréntesis entre dos sesiones de trabajo. Si el resto de la

jornada se caracteriza por el predominio de la finalidad utilitaria y la relativa

autonomía de las individualidades, aquí los obreros, transformados en

actores-espectadores, viven una experiencia concentrada en el aspecto

relacional del grupo.

He convivido con colectivos laborales en diferentes países. Sin embargo,

sólo por segunda vez -la primera fue en Perú, trabajando con el grupo

Yuyachkani - registro el acto de comer juntos como un evento va,

claramente, más allá de su objetivo práctico inmediato (alimentarse, cuando

más “desconectar” por un rato) para adquirir cierta trascendencia y sentido

por sí mismo. Todo ocurre como si la acción estuviera destinada a alimentar

no sólo el cuerpo, sino alguna otra esencial necesidad del colectivo.

Todos alguna vez hemos leído la descripción hecha por un antropólogo o

viajero curioso -o hemos contemplado imágenes en cine o video- de parajes

exóticos en los que unos nativos actúan una secuencia de gestos y acciones

muy codificadas, que poseen un ritmo acentuado e irradian cierto

magnetismo. Con frecuencia la música o la danza son componentes


importantes del evento descrito.

Algunos estudiosos denominan ritualización a estas interacciones

grupales que se enmarcan en un tiempo y espacio precisos, son fuertemente

rítmicas e intensifican el empleo del plano corporal y sensorial. Las

ritualizaciones comprometen el repertorio simbólico de los participantes, su

afectividad y sus valores, y buscan producir algún efecto o sentido

necesarios para el destino de esa comunidad. Los rituales, igual que sucede

en estos almuerzos, repiten secuencias actuadas con las que el grupo

confirma su pertenencia y maneja conflictos, desequilibrios y tendencias de

cambio.

En Haití nos interpela la forma directa en que esta cultura genera

modelos de cuerpo en movimiento para manejar los espacios sociales. Si

algo hay de cierto en el embrujo que se atribuye a este país, debe de tener

que ver este instinto singularmente dramático y corporal.

Ciudad

Día y noche, a cielo abierto, decenas de miles de vivientes procesan sobre

las calles abarrotadas de Puerto Príncipe su destino. En el centro histórico y

en los populosos suburbios la multitud ocupa cada centímetro de superficie.

Homogénea y cambiante como un hormiguero, la masa humana se mueve

sin prisa, formando suaves ondas y estelas que enseguida se disuelven en


un mar negro y multicolor.41

Hace tiempo que las aceras -si alguna vez las hubo- desaparecieron,

cubiertas por nubes de mujeres comerciantes, por cientos de pequeños

puestos de artesanos y por el reposado séquito de parientes, amigos,

desocupados y curiosos que invariablemente los rodea. Las moléculas

sueltas que se desplazan por los intersticios de este mercado perpetuo son

los improbables compradores.

Veinte mil vehículos tratan de abrirse paso por las pocas y deterioradas

arterias. Las calles están devastadas y muchas presentan un trazado

caprichoso, lo que incrementa la sensación generalizada de disfunción. Casi

no existen semáforos. Sin embargo, el tráfico logra concertarse

milagrosamente por medio de tácitos acuerdos entre el torrente de los

peatones y la diestra cofradía de los choferes; estos son expertos en adivinar

la estrategia del otro, en vadear charcos, sondear los cráteres abiertos en el

asfalto e improvisar atrevidas rutas alternativas cuando el embotellamiento

se agrava o un vehículo impide el paso, roto y abandonado en plena vía.

Impotente para detener su desgaste, esta debe ser la única capital del

mundo en la que el compacto “todo terreno”, con tracción en las cuatro

ruedas, ha sustituido al automóvil regular.

41 Ver Gérard Pierre-Charles: “Puerto Príncipe, la desconocida”, (ca. 1994) y Gérard


Barthélémy: Dans la splendeur d’un après-midi d’histoire, Editions Henri Deschamps, Puerto
Príncipe, 1996. Mis visiones de la ciudad deben mucho a estos dos autores, a sus imágenes
de la ciudad que yo me permití recrear. A ambos mi agradecimiento por poner a mi
disposición sus estudios magistrales.
Junto al Toyota o al Land Rover pasan los bourretié: uncidos a sus

carretas, estos atletas transportan a puro músculo torres altísimas de

bidones plásticos o de carbón, amarradas con sumo arte. Pasan también

mujeres como estatuas, con sus boukit de agua sobre la cabeza. En la

manera de andar de este pueblo, más compuesta y elegante quizás que la

de otras sociedades caribeñas, debe de haberse infiltrado la técnica

ancestral de las portadoras de agua.

El apogeo del desfile callejero es la tap-tap. Este glorioso transporte

colectivo haitiano se abre paso por las calles hirvientes. Una tap-tap está

totalmente cubierta con dibujos naïfs de brillantes colores y avanza al son de

música merengue; todas exhiben sobre los flancos letreros sentenciosos o

burlones que dan a cada vehículo su nombre propio y su identidad.

El pasajero grita por anticipado “¡Messi!” (gracias), para indicar

cortésmente al chofer que se quiere bajar. En consecuencia, a cada pocos

metros la tap-tap interrumpe su ruta de serpiente complicando aún más el

tráfico. Esta desmesurada amabilidad revela dos piedras angulares de la

lógica haitiana: 1) el tiempo y el espacio no responden a una concepción

lineal, ergo, nadie experimenta la ansiedad de que se acaben; 2) como

corolario de lo anterior, cada individuo es rey para disponer de ellos a su

albedrío.

Trabajé en una institución haitiana donde los jefes eran personas de


intensa vida pública. Sin embargo, mantenían abiertas las puertas de sus

oficinas, lo que me producía una sensación de ágora permanente, de

continuum, sin fronteras de espacio ni de tiempo, en contraste con los

despachos de acceso muy controlado de los VIPs en otras latitudes.

Artísticas, delirantes, celosas de la identidad propia, pero también

colectivistas y populares, con sus racimos de pasajeros colgantes

enfrascados en un episodio personal y cotidiano de salvación, la tap-tap

resume el espíritu de la ciudad-madre: dar cobijo a todos sus vivientes,

arbitrar sin precipitación en sus conflictos, y propiciar que la multitud se

trasmita ojo con ojo, piel con piel, sus mensajes, sus ceremonias y sus

pactos. “La multitud haitiana es la única multitud que se busca los ojos en

lugar de desviar la mirada,”42 ha dicho el antropólogo Gérard Barthélémy.

El concepto de drama alude a un sistema de acciones en tensión, dentro

del cual las tendencias en conflicto trabajan para restablecer/transformar la

correlación de fuerzas inicial. Performance es una noción hoy asumida por

las ciencias sociales que designa el tipo de actividad donde el grupo organiza

su presencia y movimientos frente a y junto con espectadores para manejar

un conflicto o trance vital.

Mi hipótesis es que la cultura haitiana, como quise sugerir con las

imágenes de la ciudad, tiende insistentemente a generar performance y que

es muy visible esta disposición para ponerle cuerpo al drama social.


42 Gérard Barthélémy: Dans la splendeur…, p.144.
Debo agregar que las magnéticas escenas de este “teatro” al aire libre,

tienen lugar en una aldea gigante de millón y medio de habitantes en la que

escasean el agua, la electricidad, la vivienda y, obviamente, el empleo; por

las calles corren las aguas albañales, la basura se amontona y los miserables

bidonvilles han rebasado sus territorios iniciales (Cité Soleil, La Saline) para

desbordarse sobre los barrios de clase media. La esperanza de vida

promedio de esta llamativa multitud no llega a los sesenta años.

En el último cuarto de siglo un millón de emigrantes procedentes de las

zonas rurales ha llegado a Puerto Príncipe en busca de seguridad y

esperanza. Esta huida hacia la ciudad la ha hipertrofiado y ha agravado sus

carencias. La causa de la desmesurada migración es el deterioro económico

y social creciente y, más allá de esto, según la tesis de G. Barthélémy, la

crisis de todo un sistema socioeconómico y una cultura que fueron

construidos durante dos siglos en contrapunto con el modelo de desarrollo

capitalista. Pero esta resistencia que generó el Haití profundo, no logró

imponer una alternativa de existencia viable.43

Los factores de desestabilización más evidentes en este drama son la

pobreza extrema de amplios sectores y el desfasaje de toda la sociedad con

respecto a los patrones de modernidad; estos, sólo de una manera parcial y


43 La tesis de la cultura haitiana como sistema de resistencia original, “inventado” en
contraposición al proyecto blanco, occidental, capitalista y moderno ha sido sustentada por
G. Barthélémy en sus libros Le pays en dehors. Essai sur l’univers rural häïtien (Centro
Internacional de Documentación y de Información Haitiana, Caribeña y Afro Canadiense,
Montréal, 1989) y en su más reciente obra: Dans la splendeur d’un après-midi d’histoire, op.
cit.
deforme se insertan en una sui generis matriz cultural que parece rechazar

la lógica del “progreso”.

La oleada democrática de los años 90 -interrumpida y distorsionada por

otra dictadura militar entre 1991 y 1994- no ha logrado revertir esta

intrincada situación. La originalidad y el vigor que en muchos aspectos

muestra la cultura haitiana -inventiva de supervivencia, hábitos solidarios,

orgullo nacional, riqueza del arte, las artesanías, la literatura y el

pensamiento social- no bastan para contrarrestar el deterioro creciente.

No obstante lo anterior, esta ciudad objetivamente quebrantada y -para

una mirada occidental- particularmente arcaica, inmanejable y caótica,

impacta al observador con su ritmo secreto y la fuerte presencia de la

instancia grupal para el manejo cotidiano de la supervivencia.

¿Apuntan estas performances hacia un potencial de innovación y

cambio?

¿En qué condiciones, además de administrar cadenciosa y astutamente

la sobrevivencia, podría este cuerpo social tan menesteroso, pero tan

acoplado, tan sensible y tan expuesto, desplegar algún gesto radical de

rebelión?

Vodú

Del imaginario de cualquier cubano forma parte una escena en la que el


general Antonio Maceo, erguido bajo unos frondosos mangos, rechaza con

gesto digno el pacto de rendición que los jefes españoles le proponen. La

protesta de Baraguá fue un evento de naturaleza laica, pero sacralizado en

la memoria cubana como símbolo de la rebeldía nacional.

Al imaginario de los haitianos regresa, con la fuerza de una leyenda, otra

ceremonia. Oculto en un paraje del bosque insular, el sacerdote Boukman,

houngan de gran prestigio, oficia un culto vodú.

La escena es grandiosa: en medio de bosques espesos, en la tiniebla

surcada de relámpagos y el retumbar del trueno, se invoca a los dioses de

África.

¡Eh! ¡Eh! ¡Mbumba! ¡Hen! ¡Hen!

Canga bafio té

Canga moun de lé

Canga do Ki la

Canga li44

La evocación es de Aimé Césaire.45 Al cubano Alejo Carpentier debemos

una imagen análoga del mismo suceso:

Boukman dejó caer la lluvia sobre los árboles durante algunos

44 ¡Eh! ¡Eh! ¡Mbumba! ¡Eh! ¡Eh!


¡Conjuro a los negros!
¡Conjuro a los blancos!
¡Conjuro a los espíritus! Allá
Conjúralos.
45 Aimé Césaire: Toussaint Louverture, La Habana, Instituto del Libro, 1967, p.237.
segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre el mar.

Entonces, cuando hubo parado el retumbo, declaró que un Pacto se

había sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del Africa,

para que la guerra se iniciara bajo los signos propicios.

Carpentier introduce en su narración a una sacerdotisa que invoca a

Ogún Ferraille (Ogún de los Hierros) y sacrifica un cerdo negro:

…los delegados desfilaron de uno en uno para untarse los labios con

la sangre espumosa del cerdo, recogida en un gran cuenco de

madera.46

La noche del 22 de agosto de 1791 el Juramento del Bois Caiman puso en

pie de guerra a millares de negros haitianos bajo el comando del esclavo

Boukman. En ocho días la insurrección se extendió por todo el Santo Domigo

francés, arrasó ingenios y cafetales y cobró cientos de vidas de colonos

blancos. Sólo con posterioridad a la muerte en combate de Boukman

emergió el jefe político de esta revolución: Toussaint Louverture.

Los textos de Césaire y Carpentier, grandes recreadores de los procesos

libertarios en el Caribe, coinciden en una misma estrategia: sugerir

simbólicamente que el impulso revolucionario que dio origen a la nación

46 Alejo Carpentier: El reino de este mundo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1967,
p.65-67.
haitiana resultó de un pacto entre fuerzas terrenales y poderes

extraordinarios o invisibles.

Si la cultura cubana, de tendencia mucho más occidental, modernizante

y librepensadora, vincula simbólicamente la idea de rebeldía e

independencia a un diálogo entre dos poderes de este mundo (Maceo y

Martínez Campos), el universo cultural haitiano, fundado sobre la admitida

convivencia de lo terrenal y lo divino, integra en un mismo gesto la rebelión

y el rito.

Según una encuesta realizada en 1996 sólo 3% de la población de Puerto

Príncipe admite practicar el vodú.47 En los medios profesionales y de clase

media urbanos es común un discurso que descalifica a esta religión como

algo “atrasado” o dañino. Los datos oficiales establecen que la creencia

dominante es el catolicismo, seguida del protestantismo. No obstante lo cual,

uno comprueba empíricamente que, en este país profundamente religioso, la

influencia del vodú sobre las costumbres y las mentalidades, pero también

su práctica sistemática, tienen mucho más peso real en la vida de las

personas que lo que los estudios se animan a admitir.

En todas las épocas el vodú fue proscrito o bien mantenido bajo

cauteloso control por las instituciones en el poder. A pesar de ser a todas

luces un elemento indisociable de la cultura nacional haitiana,

47 François Houtart y Ansèlme Rémy: Les référents culturels à Port-au-Prince, Puerto


Príncipe, Ediciones CRESFED, 1997.
históricamente el establishement ha tendido a despojar al vodú de presencia

social.

Por lo anterior es lícito preguntarse hasta qué punto no están imbricados

realmente en el tejido de esta influyente religión popular impulsos

opositores, incitadores de cambio a los que el poder teme.

No pretendo realizar un abordaje socioteológico o mitológico del vodú,

tema en el que no soy especialista. Estas notas, basadas en la observación

directa, se circunscriben a comentar algunos aspectos performativos del

culto.

Al igual que otras religiones afrocaribeñas el vodú no se caracteriza por

el peso predominante de lo teológico, por la elaboración de la doctrina. Antes

bien, es una religión eminentemente fundada en la experiencia del rito, en la

dimensión vivida y corporal de la fe.48

En este tipo de religiosidad el sujeto reformula aquí y ahora, en el propio

transcurso del culto, la relación consigo mismo y con dios. El sentido salvífico

de la fe no se proyecta como un horizonte idealizado, sino que se realiza en

el proceso mismo de la actuación ritual.49

Regresemos de nuevo a la historia de Haití. En el linaje de los rebeldes


48 Ver G. Barthélémy: Dans la splendeur…, p.197.

49 Es frecuente este tipo de expresión religiosa en sociedades de formato “tradicional”,


basadas en la cooperación del grupo y la distribución igualitaria de los bienes, sin
acumulación de excedente. En Haití un modelo “doméstico” tradicional de economía marca
hasta hoy la totalidad del sistema sociocultural, incluida la expresión religiosa.
haitianos asistidos de poder místico, antes que Boukman estuvo Mackandal.

Personaje real que vivió a mediados del siglo XVIII, a este cimarrón, manco y

diestro en hechicerías, la fe de los esclavos le atribuyó el poder de

convertirse en animal.

Amparado en sus cambiantes “disfraces”, Mackandal hostilizaba a los

amos y mantenía encendida la sedición. Al igual que Boukman, su figura

representa en el imaginario social un pacto entre la rebelión popular y los

poderes místicos. Pero el mito de Mackandal agrega una nueva clave: asocia

lo liberador con la idea de una actuación cambiante, abierta y ambigua.

En El reino de este mundo Alejo Carpentier trae a primer plano este

elemento de ambigüedad inherente a la metamorfosis, a propósito del

personaje de Mackandal:

Ti Noel lo veía [a Mackandal] por vez primera al cabo de su

metamorfosis. Algo parecía quedarle de sus sucesivas vestiduras de

escamas, de cerdo o de vellón. Su barba se aguzaba con felino

alargamiento, y sus ojos debían haber subido un poco hacia las

sienes, como los de ciertas aves de cuya apariencia se hubiera

vestido. (p.48)

La metamorfosis de Mackandal derrota lo enajenante y opresivo por obra

de una impredecible inventiva. Su aliento proteico lo sitúa en la dimensión


de la antiestructura (Turner), la indeterminación y el deseo.

Asistí en Puerto Príncipe, entre otras, a una ceremonia de adivinación.

Cuando llegué, el rito había comenzado. La mambó que oficiaba era una

matrona mestiza y casi ciega; con extraña voz nasal transmitía a los

presentes sus mensajes y vaticinios. Mantenía sobre el rostro una sonrisa

leve y sus párpados semiabiertos sólo dejaban ver el blanco de los ojos. Por

el borde de la adornada bata blanca asomaban unos pies curtidos y

desnudos, de uñas largas y rojas apoyadas sobre el polvo.

Cuando al salir de la ceremonia describí la escena a unos amigos, estos

me sacaron de dos errores: la mambó no era ciega; tampoco sufría de

ningún defecto de habla. Aunque yo no había presenciado el momento del

trance, ella estaba poseída por Guedé. Las pupilas semiocultas, la distorsión

de la voz y la equívoca sonrisa, representaban al señor de los cementerios,

un espíritu que transita entre el día y la noche, entre la vida y la muerte,

como ambivalente mensajero entre dos mundos. Pero sus pies, que no

olvido, y su aplomo de mujer madura, eran irremediablemente suyos.

Cada ceremonia vodú es un drama en el que Mackandal regresa. En el

clímax de este drama sobreviene la metamorfosis. El creyente, “montado”

por el loa, incorpora la voz, el gesto, el ritmo, la postura, el sexo, la edad, los

hábitos y el carácter que la tradición atribuye a la divinidad; el loa, por su

parte, absorbe inevitablemente rasgos físicos y síquicos de su medium. Lo


que tiene lugar entre representador y representado, lejos de ser una copia,

es el acto de surgimiento de un otro inédito.50

Tuve encuentros, en sucesivas ceremonias, con otros seres inquietantes:

Una Erzuly (loa femenino) mostraba su explícito y provocador erotismo,

pero este estaba teñido extrañamente con la cualidad serena y comedida

característica de la creyente -a la que yo conocía- en su vida cotidiana. Un

Ogún Ferraille sobrecogedor, hablaba espasmódicamente con la voz y el

cuerpo de una jovencita frágil, vestida con jeans y una trivial camiseta

miamense.

Reverbera en estos sucesos lo indeterminado. En la experiencia de los

fieles y también en mi percepción de neófita espejeaban y mutaban

entidades abiertas y en tránsito. Entre el loa y su medium ocurre un contacto

-carnal, me permitiría decir- que los trastorna recíprocamente.

Ha sido estudiado como un rasgo esencial de lo ritual su propiedad

liminar (Turner) (del latín limen, que significa “umbral”).51 La liminaridad

consiste en un desplazamiento de la experiencia hacia la frontera donde el

orden previsible y cotidiano, lo estructurado, borra sus contornos. Se trata de

50 Ver Michael Taussig: Mimesis and Alterity. A Particular History of the Senses, Routledge,
Nueva York y Londres, 1993, p.24. Sigo aquí la idea de Taussig de que la mímesis tiene “un
carácter dual: la copia y la cualidad visceral del acto perceptivo, que une al que ve con lo
visto” (o al representador con lo representado). En su estudio, Taussig sugiere que la
relación entre mímesis y alteridad es quizás el punto en que “ciencia y arte se funden para
crear una desfetichizante/reencantante tecnología, mágica y modernista, del conocimiento
corporalizado”.
51 Victor Turner: From Ritual to Theatre. The Human Seriousness of Play, Baltimore, The
Johns Hopkins University Press (PAJ Publications), 1982, p.44.
un intervalo entre dos estadios de experiencia cuando

el pasado es momentáneamente negado, suspendido o abolido y el

futuro no ha comenzado todavía, un instante de pura potencialidad

donde todo lo que fue tiembla en su equilibrio.52

El ritual abre al sujeto a esa zona porosa donde el comportamiento

queda expuesto a otra lógica.

Inducido por la situación liminar, el trance es una salida fuera del estado

de conciencia cotidiano. El siquismo subvierte su habitual norma de control

racional y se abre a registros de inteligencia, afectividad y creatividad de

ordinario inaccesibles al sujeto. Ha sido ampliamente estudiada la base

neurofisiológica del trance. En el vodú, este es propiciado por el ritmo

sostenido de la percusión, la coordinación prolongada y repetitiva de los

movimientos en la danza, eventualmente la ingestión de alcohol y, por

supuesto, el saber mental y corporal del creyente según el cual lo terrenal se

toca, literalmente, con lo divino.

La liminaridad no es liberadora per se. De ella sólo se pude asegurar,

siguiendo a V. Turner, que resulta “a la vez más creativa y más destructiva

que la norma estructurada”.53 Pero sin duda, al desestabilizar los parámetros

conocidos, crea una premisa para la innovación.

Asistí a estas ceremonias -todas ellas en barrios humildes, todas muy

52 Ver Victor Turner: The Anthropology of Performance, op.cit., pp. 74-75.

53 Victor Turner: ibid., p.47.


concurridas, todas nocturnas- en los días en que una prolongada crisis

política había sumido a la sociedad haitiana en el estupor. El país

permanecía virtualmente sin gobierno desde la renuncia del primer ministro

Rosny Smarth, cinco meses atrás.54 Dos sucesivas nominaciones a la primera

magistratura no lograron mayoría en el Parlamento y no se vislumbraba

ninguna salida al impasse.55

Mis breves incursiones en el mundo del vodú tuvieron lugar en esta

época de dramático congelamiento de la vida ciudadana, de frustración de la

gente, que vio alejarse la solución a sus urgentes necesidades. Haití, visto

desde este ángulo, mostraba dos caras:

“Afuera”, en la calle rota, superpoblada y sin proyecto, reinaba la

anomia; la comunidad, perdida la fe, se instalaba apática en sus rutinas de

supervivencia. “Adentro”, en los realengos profundos del culto, aparecía el

“nosotros” sentido, actuaba el grupo inclusivo y protector, con la intensidad

de una potencia contenida.

Según V. Turner lo ritual genera, junto a la liminaridad, otra variable

básica de interacción humana: la communitas.

Todo género performativo -ritual, carnaval, teatro, evento deportivo,


54 La renuncia se produjo en mayo de 1997.
55
El segundo candidato rechazado fue el renombrado actor y director de teatro Hervé Denis,
famoso por su interpretación del personaje del Rey Christophe en la tragedia homónima de
Aimé Césaire. El anuncio de su candidatura, además de sorprender, suscitó variadas
especulaciones sobre el destino que la arena política pudiera deparar a este Henri
Christophe reencarnado. A nueve meses de iniciada la crisis, cuando escribo estas líneas, no
se ha logrado una solución para restablecer el gobierno.
festejo tradicional- tiende a concitar un momento fugaz de sintonía grupal

que todos alguna vez hemos conocido. V. Turner lo describe como:

…un destello de lúcida comprensión mutua en el nivel existencial

cuando [los miembros del grupo] sienten que todos los problemas, no

sólo sus problemas, sean emocionales o cognitivos, pueden ser

resueltos a condición de que el grupo, que es sentido en primera

persona como “esencialmente nosotros”, pueda sostener esta

iluminación intersubjetiva.56

En el mismo sentido del concepto communitas, el cristianismo ha

elaborado la noción de “gracia actuante”.

Este entendimiento “de piel” que el ritual y toda performance propicia

une por un momento a la comunidad por encima de roles, clases, castas y

otros encasillamientos. Al mismo tiempo, el sentimiento de communitas no

es simplemente armonizador. Paradójicamente, por su componente utópico,

también es portador implícito de un comentario crítico, por parte del grupo,

sobre la situación histórica real.

En resumen, al igual que otras experiencias rituales, el vodú entrelaza un

nivel desestabilizador -eventualmente creativo- dado por la liminaridad, y

uno tan armonizador como utópico y trasgresor- dado en la vivencia de la

56 Victor Turner: From Ritual to Theatre…, op. cit., p.48.


communitas. Por esos senderos transitaron Boukman y sus iniciados.

En el centro del templo vodú no hay un estrado para los discursos, no

hay un púlpito. En el centro está el potó mitán.

Este poste sagrado sostiene el armazón del templo y confirma, con su

centralidad, un orden tradicional. Al mismo tiempo, el potó mitán sitúa el

vórtice del deseo, el foco desde donde irradia una lógica otra. Impone a la

liturgia un movimiento circular, del cual él es el eje. Esta circularidad

connota lo absoluto y cósmico; pero también permite vivenciar durante el

culto una alternativa a la rigidez de lo lineal.

Movida por mi encuentro con un país sorprendente y mal conocido como

Haití, he querido suscitar una reflexión sobre lo que dice el vínculo entre las

performances culturales y lo liberador. En todo caso, estoy convencida de

que los proyectos contra la dominación -en cualquiera de las formas que

esta asume- no pueden pensarse sólo en el plano de lo sociológico, de la

“base” económica y de la ideología política, sino en la totalidad de un

entramado que incluye también los microprocesos de la existencia, los

eventos del inconsciente social, el universo de las producciones simbólicas y

el protagonismo corporal del sujeto. Así imagino la tarea de un culturalismo

integrador que, sin dar la espalda a la historia, rescate para ella las

poderosas razones del deseo.

La riqueza performativa de la cultura haitiana, aquí descrita en las


actuaciones de la vida cotidiana y la religiosidad, es una parte fundamental

del legado y la fuerza de esta nación.

Esta fuerza proyecta la utopía de un mundo como el de Boukman, donde

se reconcilien la historia y el poder secreto. Y nos permite avizorar un mundo

para Mackandal, donde la estructura prepotente ceda el paso ante lo flexible

e imaginativo, ante la inventiva de alguna astuta mutación.


EL CUERPO CUBANO EN LOS 90

(julio de 2000)

El cuerpo fue una fiesta

Hubo una vez en que Cuba fue una fiesta y el cuerpo cubano se proclamó

socialista. Al principio yo tenía trece años. Fidel y sus jóvenes tropas

barbudas atravesaron en caravana la isla desde las montañas del oriente

hasta el otro extremo, y entraron gloriosas en La Habana. Campesinos

encandilados, héroes y heroínas de la sierra se derramaron sobre la ciudad.

El principal cuartel de la tiranía se convirtió en escuela y se llamó Ciudad

Libertad. Una paloma blanca se posó sobre el hombro del líder. Pronto el

pueblo (obreros, intelectuales, campesinos, estudiantes, amas de casa) vistió

de miliciano. En largas madrugadas, muchachas y muchachos cuidábamos,

con viejos máusers al hombro, los espacios conquistados. Entonces

sobrevino una invasión al revés: desde la ciudad partieron hacia los campos

decenas de miles de adolescentes-maestros que escalaron montañas y

anduvieron llanos enseñando a leer y a escribir a los que no sabían; pero

ellos, al mismo tiempo, aprendieron y cambiaron con aquella entrada en

territorio ajeno. Cuando un año después regresaron a sus hogares, flacos y

musculosos, con los uniformes rojizos de tierra, guirnaldas de semillas al


cuello y aires de seguridad mezclados con lágrimas, los vecinos no los

reconocieron. Enormes y variados cruces de culturas engendraron, en la

Cuba de los 60, un cuerpo democrático, igualitario, digno, cooperador.

Marchar hacia la Plaza de la Revolución era otra fiesta. Aquellos millones

que conversábamos allí con nuestros líderes creamos un escenario en el que

se hizo historia para todos los tiempos. Desde entonces se le llamó Plaza de

la Revolución. Igual aprendimos en esa época, los citadinos, a trabajar la

tierra y a reconocer árboles, animales y costumbres extrañas. Apiñados y

sudando en transportes inverosímiles, al borde de la estricta asfixia,

domingo tras domingo partíamos a darle duros machetazos a la caña de

azúcar, a arrancar la mala yerba, y yo medía fuerzas –dieciséis años y

pequeñoburguesa de abolengo- con mis amigos nuevos, alegres caballeros

populares. Hicimos de estibadores en los puertos y de albañiles en escuelas

nuevas, levantadas, como dijo el poeta, “con las mismas manos de

acariciarte”.57 Y los estibadores, albañiles, campesinos y guerrilleros pronto

se instalaron en los pupitres de la Universidad. Nos zambullimos todos en

nuestro mundo al revés, donde los “educados” éramos torpes y los

“humildes” se movían como reyes.

Al final de esos años murió el Che y luego Allende, y las lágrimas

corrieron por el rostro de tres generaciones de cubanos sin que nos diera

57 Del famoso poema Con las mismas manos, de Roberto Fernández Retamar, escrito en los
años 60.
tiempo a ocultarlas, por pudor. Se ausentó de modo brutal una parte

nuestra — que desde entonces nos falta; cuerpos luchadores, que ahora

debíamos imaginar quemados por la bala, ultrajados quizás, la mirada

detenida, e irremediablemente exangües. 58

Y así se fue armando el cuerpo socialista, en esta fricción y trasiego de

identidades muy variadas, en el conflicto y el entendimiento, en tensiones de

clases, razas, edades y sexos diversos que, mayoritariamente, compartíamos

el mismo proyecto. En la memoria profunda de nuestra cultura permanece,

creo yo, el tesoro de un cuerpo dúctil, experto en riesgos, solidario, dotado

con el don de Mackandal, y que fue tan loco que respiraba a pleno pulmón

en un camión sin ventanas, camión de los domingos, o tren lechero o carreta

abarrotados, que nos enseñaron lo que todo buen actor y bailarín sabe: que

la actuación orgánica, la que produce acción real (no necesariamente

realista), surge cuando se elige el camino más difícil; que la coherencia

profunda, la verdad en la actuación, se toca por uno de sus extremos con el

caos.59

Pero pasó el tiempo y algo de aquel vivo cuerpo socialista con

equilibrio/desequilibrio de cuerda floja — susto y alegría — se congeló. A

58 Otra vez, en la Plaza —mediaban los años 70—, lloramos a los jóvenes del equipo nacional
de esgrima, muertos por una bomba contrarrevolucionaria puesta en un avión. ¡Qué
silencio de un millón de personas en aquella enorme explanada! Y Fidel nos dijo que no nos
avergonzáramos de nuestras lágrimas, porque, exclamó: “¡Cuando un pueblo enérgico y viril
llora, la injusticia tiembla!”.
59 Por el otro, con la técnica, la disciplina, lo pautado y el rigor. Lo que se genera en la
combinación del caos y la disciplina es la libertad.
nuestro sensitivo y socialista cuerpo subversivo lo enseñaron a sacrificar la

invención, en nombre de un mito llamado la “unidad” o bien la “firmeza

ideológica”. Desde mediados de los 60 una incipiente cultura del dogma

vino a confundir la participación con la coralidad.60 Los rebeldes y críticos

—es decir, casi todos—, a regañadientes, comenzamos un nuevo

aprendizaje: nos convencieron de que el peor pecado era incurrir en error (se

le llamó “error histórico”). Se prohibió el error. ¡A nosotros mismos,

cubanos socialistas, que éramos un error histórico viviente, escándalo de los

manuales de marxismo-leninismo! La movilización popular lentamente fue

cambiando su carácter, y no fue ya tanto intercambio febril entre diferentes,

como marcha más ordenada y lineal hacia la “meta”, sujeción a la

estructura, delegación del poder de todos en la autoridad centrada. El baile

comenzó a ser otro. En algunos planos, sobrevino una sustitución gradual de

la conga arrolladora por el minuet.

Esto, sin embargo, suena muy en blanco y negro… tampoco fue así. Una

cubana o cubano es una cosa muy compleja, muy dividida, nunca aplacada

del todo. En Cuba, en tiempos de la esclavitud, hubo cimarrones, no hay que

olvidarlo. Y en el alma nacional hay un cimarrón; también. ¡Anda suelto por

ahí mucho cimarrón socialista!61


60 La idea de la formación, en Cuba, de una cultura del dogma, ha sido argumentada en
varios estudios por el pensador social cubano Fernando Martínez Heredia.
61 El cimarronaje es una práctica de los siglos XVIII y XIX en los países caribeños y en el
Brasil. En su origen consistió en la huida de los esclavos hacia espacios físicos diferentes, de
difícil acceso, donde se ponían a salvo de los amos y organizaban una comunidad autónoma,
con sus propias reglas. Hoy se suele llamar cimarronaje en los estudios caribeños a
Esa idea de una cubanía socialista, no tan fácilmente descifrable ni tan

unívoca como algunos creen, podría ser asociada a la noción de cuerpo

compuesto, elaborada por el pensador, marxista y norteamericano, Randy

Martin. Según Martin el cuerpo compuesto genera escenarios sociales en los

que se entretejen una multiplicidad de diferencias. Resulta, pues, un

instrumento teórico que ayuda a “pensar la constitución física de complejas

relaciones sociales”. Ese cuerpo es:

No uno, sino múltiple; no un ser, sino un principio de asociación que

rechaza la tajante división entre el sí mismo [self] y la sociedad, entre

lo personal y lo mediado, entre presencia y ausencia.

El cuerpo compuesto está ya en movimiento, él es el trabajo entre las

diferencias que lo constituyen; ese cuerpo móvil crea los escenarios de la

adecuación, la resistencia o la subversión frente a las lógicas dominantes.

Es nuestro potencial de obediencia o revolución.

Todo proceso social consiste, pues, en la encarnación (es carne, deseo,

fuerza) de esa multiplicidad, en la in-corporación de esta dinámica

hormigueante. La idea de “cuerpo compuesto” incita entonces a pensar la

política (y eventualmente el socialismo) a la luz de la pregunta que Martin

nos formula: “¿cómo se asocia la diferencia entre aquellos que están

estrategias de resistencia, prácticas y mentalidades que evaden el orden de opresión,


aunque no alcancen a oponer un claro proyecto alternativo.
reunidos en la nación”.62 Dicho de otro modo: ¿cómo movilizar el potencial

creativo-opositor del cuerpo, promover relación democrática entre

diferencias, de modo tal que esa abundancia de energías construya

proyecto, realice algún nivel de totalidad y coherencia? (Entiendo aquí la

palabra proyecto en el sentido de deseo, movilizado hacia la realización de

algún tipo de sociabilidad alternativa.) Habría que repensar el socialismo —

que sólo será si es democrático— como una puesta en movimiento y una

coordinación equitativa de afiliaciones y culturas diversas orientadas hacia la

liberación. Los movimientos críticos y creadores del cuerpo compuesto,

generan estructura y autoridades, y esto pone al estado socialista ante la

paradoja de que, la única estrategia que garantiza la orientación

democrática del proyecto —es decir, la estrategia de estimular el trabajo del

cuerpo compuesto— es al mismo tiempo la que relativiza su poder de

control, y, por ende, debilita la sacralidad que todo orden legítimo tiende a

atribuirse.

Y la grieta se abrió…

En los años 80, Victor Turner —de nuevo un importante precursor

estadounidense del estudio de la relación entre el cuerpo movilizado y la

política— desarrolló la categoría antropológica de drama social.63 Sucede el

62 Randy Martin: Critical moves. Dance Studies in Theory and Politics, Durham y Londres,
Duke University Press, 1998, p. 110.
63 Ver Victor Turner: The Anthropology of Performance, Baltimore, The Johns Hopkins
drama social, según Turner, cuando el fluir de la vida de la comunidad es

interrumpido por una “secuencia de acontecimientos” que altera su

“normalidad”. Esta secuencia “disidente”, canaliza deseos y trata de

introducir valores distintos a los consagrados por el orden tradicional.

Según Turner (cito de memoria) la primera fase de un drama social sería la

brecha (o “grieta”), y consiste en que la “facción” disidente materializa

algunas trasgresiones (ruptura de un tabú, protestas, conductas que en

algún nivel alteran la norma). La grieta, al ensancharse, enciende una señal

de alerta para el orden legítimo. Corre un malestar. Segunda fase: la crisis,

propiamente tal, cuando claramente la comunidad se divide en dos, y los

“cabecillas” de uno y otro bando reclutan adeptos. Suceden entonces

luchas, quizás enfrentamientos físicos y violencia. Destaco, con Turner, que

estos procesos, por implicar una remecida intensa del equilibrio social, de los

códigos que permiten identificar la norma, dan paso a un especial paréntesis

“liminar” en la vida de la comunidad. Esa liminaridad se configura como una

movediza zona de frontera donde todo valor queda momentáneamente en

entredicho, y todo puede acontecer; proliferan prácticas y pensamientos

oscilantes que mezclan lo viejo y lo nuevo, el consenso y la herejía; la

experiencia de la comunidad se tiñe de ambivalencias e hibridaciones. Desde

la aparición de la grieta y en la secuencia de crisis, el orden tradicional

multiplica los ritos confirmatorios, para recordar a la comunidad sobre qué


University Press, 1987, pp. 33-71.
valores sagrados ella se funda. En la tercera etapa, de reparación, se zanja o

palia la crisis. Continúan los ritos confirmatorios, posiblemente

acompañados de rituales de castigo, como pueden ser procesos públicos

para descalificar a la facción rebelde. Cuarta fase y última (no siempre

ocurre): el cisma. Si no logra imponerse, el bando opositor abandona el

territorio, física o simbólicamente; emigra, y, en el otro espacio, intentará

promover su modelo de convivencia alternativo.

En los 80 fueron cada vez más perceptibles en la sociedad cubana

agrietamientos y malestares. Tres décadas de estabilidad relativa no habían

transcurrido sin consecuencias. De la fiesta de los 60 nació el cuerpo potente

y cohesionado. Veinte años después, algo gris estaba claramente instalado

en la sociedad cubana: sovietización, dogma, autoritarismo. Se deslució, con

los años, la fiesta socialista.

En 1986, un personaje de la obra Accidente, del grupo teatral

Escambray, decía: “En los últimos tiempos, nos hemos dedicado a producir

acero y hemos dejado de producir hombres.”64

Ese mismo año —1986— el estado cubano convocó al llamado proceso

de “rectificación de errores y tendencias negativas”, cuyo objetivo último

64 Recuerdo qué impacto me causó ver, en 1986, al actor Carlos Pérez Peña, enunciar
aquella frase desde un tipo de trabajo actoral muy diferente a los modelos más bien épicos
del teatro Escambray. En ese momento de Accidente, el actor incursionó en un tipo de
presencia vulnerable y sensitiva, similar a la de su memorable personaje de Té y simpatía,
creado muy al principio de los 60. Esta presencia compleja, tan digna como frágil, fue
desplegada finalmente por Pérez Peña en el año 2000, en un conmovedor unipersonal de
reminiscencia autobiográfica que le valió el Premio Nacional de la crítica teatral.
parecía ser una mayor democratización del socialismo cubano.65 Fue en

medio de este movimiento (ya nunca sabremos adónde nos hubiera

conducido) que un vuelco pasmoso en la historia del siglo XX transformó

todos los escenarios cubanos. Cayó el muro de Berlín a fines de 1989 y la

Unión Soviética se autoliquidó en 1991. De la noche a la mañana Cuba

perdió 80% de sus mercados, y nos quedamos solos: sin petróleo, sin

aliados, sin divisas, sin posibilidades de importar ni exportar. El país,

básicamente importador, quedó abocado al colapso. Todos los días —años

92, 93— se reunía el Consejo ampliado de ministros presidido por Fidel y

este equipo de emergencia discutía la distribución puntual de los ínfimos

recursos materiales. La sobrevivencia del país se decidía, literalmente,

según lo que traía en sus bodegas el último barco que hubiera tocado

puerto. Era tan exacto esto, y tan dramático, que en mi fantasía se formó

una nítida escena que todavía hoy evoco: oficina amoblada en noble madera

de caoba, un ventanal muy grande abierto sobre los techos de la Habana

Vieja, y, al fondo, el mar ancho, muy plácido y azul. Desde la ventana, Fidel

65 En 1989, empero, ya algunos temíamos que el giro de timón no había sido


suficientemente radical. Nos devolvió la esperanza un memorable llamado del partido, en
marzo de 1990, convocando al Cuarto Congreso del Partido. Se invitaba a toda la población
a exponer en asambleas de base a todo lo largo de la isla, sin temores, públicamente, sus
opiniones críticas, cualesquiera que estas fuesen. La aceleración imprevista del
derrumbamiento del Este obligó a posponer la celebración del IV Congreso. Cuando al fin
éste se celebró, en 1991, su impulso originario estaba mediatizado. ¿Por qué? No creo que
haya una sola respuesta, pero, ciertamente, la apuesta a la democratización fue sustituida
por una lógica de tiempos de guerra. La lucha heroica por la sobrevivencia pareció
justificar, a los ojos del estado, la centralización suprema en la toma de decisiones, la
apelación a la unidad sin matices, la posposición de todo juicio crítico.
mira al puerto con unos prismáticos, e identifica el barco que está

fondeando; entonces, de pie siempre, y observado por los ministros, tomaba

un teléfono y da instrucciones. Cruza frases escuetas con cada ministro,

muy tensos todos. Algunos se ponían de pie. Es parecido a Lenin en el

Smolny, tomándole el pulso a la nación, a las puertas, en este caso, de una

catástrofe. En 1992 Cuba sólo pudo adquirir un tercio de sus importaciones

habituales, históricamente concentradas en alimentos y petróleo.

La grieta y la crisis de que habla Turner, todo se precipitó. Comenzaba

un drama social de alto perfil que, en el momento en el que escribo estas

páginas, en mi apreciación, aún no ha cerrado su ciclo.66

Entre 1991 y 1992 la población cubana adelgazó espectacularmente y

una grave epidemia de neuritis afectó la vista y la motricidad de miles de

personas. Todavía hoy, sin ser una pandemia, esta extraña enfermedad está

presente en Cuba, y el estado mantiene medidas preventivas contra ella.67

Su explosión, alrededor de 1991, se atribuye al deterioro súbito de la

alimentación que golpeó a todos los sectores de la sociedad, combinado con

el incremento excepcional de la carga física que hubo que asumir en el día a

66 La expresión “período especial”, con la que eufemísticamente se designa en Cuba a la


época de gran crisis que se abrió en 1990, es una expresión tomada de la doctrina militar
soviética, donde se hace referencia a situaciones sociales de alta desestabilización que
conformarían un “período especial en tiempos de paz”. —¿Por qué dicen que el período es
“especial”? —dice un personaje de una obra reciente del cubano Héctor Quintero. —
“Especial”… uno piensa en algo distinto, nuevo… pero éste es de todos los días. Cito de
memoria; creo que el bocadillo es de Te sigo queriendo, gran éxito de público en 1997.
67 Por ejemplo, promueve el consumo de un complejo vitamínico que es vendido a muy bajo
precio a la población.
día para sobrevivir (algo análogo a las situaciones de guerra o de campos de

concentración, y así lo reporta mucha literatura médica consultada entonces

por los investigadores cubanos). Obvia decir que el índice de natalidad cayó

en picada y desde entonces ese indicador (1,3 hijos por familia; ¿quién será

el coma tres?)se mantiene constante.68

Desde luego, los Estados Unidos se apresuraron a recrudecer las

medidas de bloqueo. Pero lo cierto es que, la trágica desestabilización que a

principios de los 90 sufrió el cuerpo potente y cohesionado tenía

antecedentes. Ya de antes ese cuerpo padecía fisuras y malestares. Durante

décadas, se había ido instalando en el cuerpo social cubano una disfunción,

endógena, que enseñó —y hasta hoy sigue enseñando—, a vivir lo público y

lo privado como una separación. Se generalizaron fricciones, a veces muy

dolorosas y siempre paradójicas, entre el potencial creador inmenso de las

personas, estimulado por la revolución, y las estructuras que el estado

implementaba. Esta disfunción actuaba en diversos ámbitos: político,

económico, ideológico, cultural y espiritual. No por gusto es el número

significativo de personajes del teatro y la danza cubanos que, en los años 80,

se suicidaron en los escenarios, se enajenaron, o hicieron una ostensión

subversiva de sus cuerpos desnudos. El arte, anticipador, encarnó muchas


68 Esto nos enfrenta hoy a la contradicción de que, siendo un país pobre, tenemos un índice
de envejecimiento demográfico muy alto, propio de sociedades ricas; pero nuestra
economía no está en condiciones de afrontar las consecuencias de este desfase. Nacen
pocos, pero mueren muchos menos, gracias a un sistema de salud que, aunque debilitado
por la crisis, sigue garantizando una eficiencia básica. La esperanza de vida promedio en
Cuba es de 75 años.
veces, durante los años 80, el drama de ese cuerpo, por una parte potente y

cohesionado, por la otra, escindido, menguado, ausente, a veces

desesperado, y fragmentado, sujeto a un profundo conflicto consigo mismo.

En la primera mitad de los 90 mucho aportó el teatro y su público — más

numeroso que nunca en las salas habaneras — a la movilización de la

sociedad cubana en torno a su núcleo pertenencia visceral e identidad, y a la

reflexión crítica compleja. El teatro y la danza llenaron un espacio que, en

plena crisis, el discurso oficial, deliberadamente simplificador y resistente a

toda cualquier problematización no autorizada, dejó abandonado. Fue en

esta coyuntura que llegó a la sociedad cubana más de una vez un eslogan,

aparentemente justo, pero en lo profundo conscientemente descalificador de

todo pensamiento crítico: “no es tiempo de teorizaciones”.

Recordaré como uno entre decenas de espectáculos memorables de esta

primera etapa, la coreografía Fast Food, unipersonal de la magistral artista

Marianela Boán. El público se congregaba en el exterior de un conocido

teatro capitalino para entrar a la sala. De repente, salía al portal la bailarina

y, a los ojos de los transeúntes, ofrecía el espectáculo de su cuerpo magro,

pero iluminado con algún extraño exceso de energía. Usaba como único

elemento un plato y una cuchara de metal, toscos, carcelarios, y, por

supuesto, vacíos. La coreografía reclamaba algo de aquellos objetos

estériles; su cuerpo de virtuosa se fragmentaba y volvía fugazmente a


recomponerse en un combate minimalista en el que había tanta fuerza como

técnica milimétrica. Y ese cuerpo incandescente ejecutaba al final el acto

horroroso, impecable, de comerse sus propios dedos. Concentraba en ese

acto final todas nuestras energías como público, toda nuestra avidez y

nuestro coraje. Pálida, con leotard negro, sin maquillaje, su actuación decía:

hambre. Decíamos todos hambres diversas, pero recibíamos la ofrenda de

su vigor y su rigor, jugados en el umbral mismo entre la calle y un escenario

del Vedado.69

La bicicleta desviada

Se proyectó, en efecto, a principios de los 90, con zonas de increíble fuerza,

un cuerpo socialista que, concentrando al límite su energía, actuó de toda

forma imaginable para sobrevivir, muchas veces, con ejemplar dignidad. Y

ese cuerpo, que hoy en día ya no es famélico, pues el país ha logrado iniciar

una lenta recuperación económica desde 1995, hasta hoy resiste con

múltiples estrategias; muchas veces es muy respetable, pero no puede

movilizar a plenitud su potencial socialista, crítico, solidario. No siempre hace

la historia que desea.

En 1990-91 las bicicletas inundaron la ciudad y transformaron su paisaje.

69 En la coreografía Últimos días de una casa, año 96, Marianela Boán exploró la voz. Decía,
de un poema de Dulce María Loynaz: “Con un poco de cal yo me compongo/ con un poco de
cal y de ternura.” Y la veíamos oscilar entre dos planos: el momento fugaz del cuerpo
entero, y el de su desarticulación.
Las distancias y el tiempo cambiaron en todo el país. Se iba al trabajo o al

teatro en bicicleta o a pie. Recuerdo haber llegado, como casi todos,

desfallecida, y a pie, a Ópera ciega, de Víctor Varela, en 1991, y, año y

medio más tarde, en las mismas condiciones a la subversiva Niñita querida,

de Carlos Díaz, en 1993. Y a Manteca, ese mismo año, y a tantos otros

eventos de teatro o danza adonde llegábamos todos como a un templo, a

tratar de comulgar en nuestras desconcertadas pero vibrantes pertenencias.

Millones de personas se subieron a la pesada bicicleta china en el 90 y

todavía no se han bajado de ella, aunque ha dejado de ser un fenómeno tan

masivo. En el 2000, con la introducción de fórmulas de economía mixta que

han dolarizado la economía y alentado la inversión extranjera, la circulación

de vehículos privados y de empresas en La Habana es mayor que nunca

antes en cuarenta años, pero el transporte público continúa tan deficitario

como hace diez años. Y siguen rodando sus bicicletas el plomero

malabarista, que carga a toda la familia de cuatro en su cabalgadura china,

el brillante médico, el ingeniero — que es también delegado del poder

popular, de los mejores —, el oficinista, la actriz, la maestra, el investigador,

mi gran amigo (40 kilómetros ida y vuelta cada día, que su esqueleto soporta

con humor). No por amor al deporte anda esta bicicleta cubana, diría yo. La

preciosa energía de muchos se derrocha bajo el mismo sol tropical que

adormece en nuestras playas al turista satisfecho. Decenas y decenas de


kilómetros cada día, cada persona, durante diez años. Ecologistas a pesar

suyo. Recientemente se suma a la caravana de los bicicleteros un curioso

profesional del pedal: el “bicitaxista”, que cobra en dólares, puede tener

título universitario, y, a puro músculo, pasea por el Malecón, Miramar o la

Habana Vieja al mismo turista deleitado de la escena anterior, ahora

cobijado en los brazos de su jinetera. Falsa ecología. Ese cuerpo produce

mal. La bicicleta cubana de los 90 contamina, diría yo.

La mano nos duele de tanto decir adiós

La historiografía tradicional desdeña el suceso cotidiano. Porque en realidad

no puede apresarlo vivo, como él fue. No puede re-presentarlo. No obstante

lo cual, hay ritmos, tensiones, acometidas y repliegues, estremecimientos

del cuerpo que hacen historia. Por eso contaré lo vivido en agosto de 1994.

En el largo litoral habanero, en los muelles del otrora idílico río Almendares,

en las playas blancas, al este de la capital. Aquel verano los bañistas

tuvimos que echarnos a un lado en el mar para abrirle paso a las balsas que

enrumbaban océano afuera. Navegantes muy muy jóvenes, o familias

enteras abandonaban la isla en estas naves precarias. La autoridad cubana

no interfería, en respuesta a maniobras urdidas en Washington o Miami, da

igual. Los dejaba marcharse, a su cuenta y riesgo. Y la mano nos dolió de

tanto decir adiós. Deseábamos buen viento a personas desconocidas,


expuestas a la muerte, desgajados y vulnerables, más allá y más acá de

cualquier opinión política. Los echaba de la isla un remolino de escasez,

desilusión e ilusiones, con la piel embadurnada de grasas contra el sol en

aquellas balsas mitológicas, hechas de cualquier cosa, totalmente

pintorescas y patéticas. Me obligué a estar ahí para que no se me olvidara

nunca de qué materia concreta, de qué latido está hecha la pertenencia,

cuál es el cemento que une a la nación. Hermandad, angustia, arena,

lágrimas, profundo silencio, cielo azul. Desde entonces en los escenarios de

la danza y el teatro de los 90 hay personajes que levantan la mano diciendo

adiós. Alzan la mano y miran largamente, los actores y bailarines, hacia el

horizonte. El cubano de los 90 siempre se está yendo. El alma queda en

cualquier parte, dividida. Y digo alma, porque no encuentro mejor manera

para nombrar a esa mano que nos duele y se nos va a caer de tanto decir

adiós.70

Gato volante

El gato copulando con la marta


no pare un gato
de piel shakesperiana y estrellada,
ni una marta de ojos fosforescentes.
Engendran el gato volante.

(JOSÉ LEZAMA LIMA )71


70 ¿Fue un personaje en la obra Perla marina, de Abilio Estévez, el que pronunció esta frase
en 1996?
71 Epígrafe de la novela de Abel Prieto El vuelo del gato, La Habana, Letras Cubanas, 1999.
Abel Prieto, además de escritor, es el Ministro de Cultura de Cuba.
En los años 90 prosperó en Cuba la necesidad de rituales. Sólo hablaré del

más reciente. Siete meses duró el desfile de millones de personas

movilizadas en todo punto de la isla, y a lo largo del Malecón habanero, para

reclamar el retorno del niño Elián González. Todos ustedes conocen esta

historia.

Cito el testimonio de un padre habanero:

Mis hijos, de 16 y 17 años, estudiantes del Preuniversitario xxx, en La

Habana, acuden en estos meses a actos y marchas uniformados con

un pulóver que repite infinitamente, despersonalizándolo,

automatizándolo, el rostro de un niño. Van, mis hijos, en cuadro

apretado, cercados por los profesores, mientras alguien, megáfono en

mano, les orienta un único lema permitido, que ellos deben gritar sólo

en el momento en que lo ordenen. La persona del megáfono insiste

en el hiato, para que el lema sea escuchado con claridad: “Salvemos /

a / Elián”.

Con el regreso, el 28 de junio del 2000, de Elián a Cuba terminó el ritual

de “lealtad a la patria” más gigantesco y prolongado que haya tenido lugar

nunca en la isla. Pero ha habido otros, en otras épocas, más diáfanos y

auténticos.72 Ha dicho Randy Martin que hay movilizaciones que se le hacen


72 Años pasarán antes de que se haga visible el daño que dejó en el niño, no sólo el horror
al cuerpo “por la espalda”.73 Hoy escuché en la radio chilena que el Consejo

de Estado de mi país confirió al padre de Elián la Orden Carlos Manuel de

Céspedes, por la extraordinaria conducta desempeñada en el rescate de su

hijo.74

A mediados de los 90 Fidel vistió traje civil por primera vez desde que la

memoria recuerda. Cuarenta años de verde olivo y uniforme cayeron ante el

empuje de las inevitables mescolanzas, de las zonas liminares, ambiguas y

fronterizas, que desata un drama social.

Hoy los rituales de apareamiento del gato y la marta son muchos en

Cuba. El último de escala magna lo protagonizaron Fidel y Juan Pablo

Segundo. El papa ofició una misa ante más de un millón de personas ¡en la

Plaza de la Revolución! Ocurrió en enero de 1998. Yo no les voy a contar

ahora de cuántas cosas ha sido testigo esa plaza. Sólo evocaré la escena

imborrable de un día de enero cuando el gran pontífice católico y romano

bendijo a una multitud apoteósica, detrás de la cual se levantaba el enorme

mural del Che que preside la Plaza de la Revolución. El Papa, pues, de cara al

vivido en el océano donde, a los seis años, vio morir a su madre y quedó a la deriva, sino
tanto coro, tanta misa y panfleto desenfrenados a un lado y otro del Canal.
73 Randy Martin: Critical moves, op. cit.
74 A mi regreso a Cuba, en julio, Elián está viviendo en una espaciosa casa de Miramar, que
será su residencia de adaptación antes de regresar a la provincia. La “casa de Elián” está
frente a un supermercado de venta en dólares que ha sido cerrado al público, según me
informan amablemente los policía que cierran el paso a las calles circundantes. Roberto
Chile, realizador de los documentales del Consejo de Estado, informa en una entrevista por
televisión que está filmando un documental sobre la “vida cotidiana” de Elián desde que
regresó a la isla, labor que realiza con la mayor delicadeza, con una sola cámara que sigue
con discreción al niño para que este no se sienta “asediado”.
Che y, a sus espaldas, la conocida estatua de José Martí y la alta torre que es

su monumento.

Alberto Korda, el autor de la foto clásica del Che con boina, estrella y

mística mirada que ha recorrido el mundo, ese día estaba en la Plaza, y allí

recogió la siguiente imagen a todo color: mural del Che al fondo, técnica en

metal, muy visibles sus rasgos; en primer plano, cabezas blancas, negras y

mulatas. Sobre el conjunto de las cabezas se alza la imagen de una virgen

católica, portada en andas; una bandera cubana, que algún brazo alza, se

asoma en medio de las cabezas, el Che y la Virgen. La banda sonora de esta

superproducción es de igual nivel de impacto: el Papa (“el viejito”, como lo

llamaba el cariñoso pueblo cubano), dialoga con el mar humano, como

tantas veces lo ha hecho, desde allí mismo, Fidel, rompiendo el protocolo y

reaccionando a la confianzuda muchedumbre, que le grita: “Juan Pablo,

amigo, el pueblo está contigo”, “Se ve, se siente, el Papa es buena gente”.

Mismo coro habitualmente dirigido a Fidel, pero con los nombres cambiados.

Fidel sonríe sobrio, en traje de civil, desde un discreto sitio a la izquierda del

altar mayor. Esta historia se llama “el gato volante”.

Me tienta el estudio de la Cuba actual bajo el ángulo del cuerpo y sus

connotaciones políticas. Espero volver sobre estos y otros aspectos que

ahora sólo quise esbozar, a menos que mi mano también tenga que decir

adiós. Habría que reflexionar, por ejemplo, sobre la hipótesis de que los 90
engendraron un cuerpo “suelto”, no solo en el sentido de liberado o

desatado, sino "zafado”, salido de su engranaje, de algún modo autónomo o

solo. Así se me aparecen, en cierto nivel de análisis, formaciones como el

cuerpo cuentapropista y jinetero, el cuerpo de la ilegalidad y el “bisneo”,

también el de la anomia. El cuerpo del exilio. Ese cuerpo suelto que imagino,

genera escenarios múltiples, que van desde la picaresca hasta el auto-

destierro, la locura y el suicidio. Y se me ocurre que prolifera también un

cuerpo usurpador, mimético, que se pone y se quita oportunistamente

identidades. El cuerpo camaleón que va a las reuniones del CDR con

teléfono celular —objeto totalmente estrafalario para el común de los

cubanos—, para sentar bien claro su estatus de nuevo rico y “matar con la

tecnología” a nuestra pícara premodernidad que pregunta al farsante: ¿y

adónde se “enchufa” eso, tú? Hay, creo, un lado de ese cuerpo suelto o

zafado, del cuerpo usurpador y travestista, que tiene fuerza renovadora y

crítica, que es subversivo y tiene gloria. Además, como me advierte una

amiga: quizás no está, tan zafado; forma redes, se encadena, a su nivel. Y

eso se merece otra conversada.

¿Qué he tratado de decirles? Que ahora los socialistas no sabemos cómo

hacer el socialismo. Eso no es noticia. Pero ¿de quién mejor que del cuerpo

se puede decir: “y sin embargo… se mueve”. Y el cuerpo de las cubanas y

los cubanos ha hecho aprendizajes profundos. Ahora quizás nos falta


confianza en nuestras propias fuerzas o las identificamos mal. Algunos —

muchos, probablemente — están cansados y prefieren no pensar, y marchar

al compás del altavoz, según aconseja una elemental prudencia o rutina.

Pero una comunidad que ha prodigado tanta energía democratizadora en

este mundo, quizás otras generaciones que yo no veré, acabará por pedalear

de otra manera en la bicicleta, y la bicicleta volverá a ser juego y técnica (es

decir, libertad), y podremos entrecruzarnos los ciclistas socialistas, y chocar

sin culpa, tomando impulso hacia nosotros mismos, directo por el filo de la

navaja, pedaleando hacia la ecología que sí será.

(Aparece una adornada bicicleta e invito al público, al que quiera, a

ponerle algún especial “motor” a la bicicleta real. Monto, montamos muchas

bicicletas y salimos del salón de conferencias pedaleando.)


CUERPO ENTERO, LLANTO GENERAL

Ejercicio frente a las Torres Gemelas

PARA SILVIA GRINBAUM

(junio 2002)

El Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires fue inaugurado el martes

11 de septiembre de 2001, el mismo día en que una concentración de fuerza

descomunal se lanzó contra las Torres Gemelas de Nueva York y las hizo

pedazos.

Como todos, viví las jornadas del Festival bajo los efectos de esta

coyuntura amarga y obsesionante. Fueron días de teatro excepcionales,

parecidos a otros que antes había vivido en Moscú y en La Habana, cuando

los escenarios soviéticos prefiguraban la liquidación de una época histórica,

y el teatro cubano de principios de los 90 se empeñaba en salvar de la

general confusión al “alma” nacional.


Durante este Festival se superponían dos crisis: la de las Torres Gemelas

todavía humeantes — tragedia humana, trauma simbólico, caos en las

bolsas, fenomenal ola reaccionaria enmascarada de “guerra sagrada”; y la

otra, la de un Buenos Aires irreconocible y febril, con montones de miseria,

desaliento y furia acumulándose en las calles. De estas turbulencias formaba

parte mi propia percepción de emigrante part-time, que, por alguna razón,

produce sus paradojas mejores cuando toco territorio porteño.

Así pues, en el Buenos Aires mítico de mi profesión y de mis afectos

comencé estas reflexiones que luego continué en Santiago de Chile y en La

Habana, y de nuevo en Santiago, mientras la Argentina se hacía pedazos y

yo leía un libro notable sobre teoría de la danza: Critical Moves, del

norteamericano Randy Martin.75 La noción de cuerpo movilizado desplegada

en este libro me ayudó a orientar mi tarea. La tesis central de Martin es que

una nueva comprensión del cuerpo movilizado — noción que él toma de la

política— puede “ayudar a dar fluidez al lenguaje de la movilización, del que

tanto habla la teoría política, pero en el que rara vez habla”.76


75 Randy Martin: Critical Moves. Dance Studies in Theory and Politics, Durham y Londres, Duke Univesity Press,
1998.
76 op. cit., p. 4.:
By mobilization I want to stress not an alien power that is visited on the body, as
something that is done to bodies behind their backs, so to speak, but what
moving bodies accomplish through movement. Mobilization is situated through
dancing so as to indicate the practical dynamic between production and product.
Here, production is what dancing assembles as a capacity for movement, and the
product is not the aesthetic effect of the dance but the materialized identity
accomplished through the perfomativity of movement. (...) Mobilization
foregrounds this process of how bodies are made, how they are assembled, and
how demands for space produce a space of identifiable demands through a
Todos sabemos que el teatro tiene la peculiaridad de que ocurre,

simultáneamente, en dos planos: el de la metáfora o ficción; y , otro, que es

el espacio-tiempo real del evento, donde actores y espectadores

participamos de una práctica social compartida.

Lo que a mis ojos hizo extraordinarios aquellos días de teatro, fue, por

una pate, que las situaciones que se desarrollaban sobre los escenarios, al

ser "leídas" en aquel contexto, cobraban un sentido y una actualidad

inusitados. Muchos teníamos la sensación -era frecuente el comentario- de

que los elementos de la ficción, incluso símbolos muy puntuales, habían sido

concebidos, literalmente, "el día después" del atentado a las Torres.

¿Espejismo colectivo?

Por otra parte, el teatro comenzaba, definitivamente, afuera:

En las taquillas, el público ejecutaba operativos tenaces para burlar el

alto costo de las entradas (en una ciudad que, por aquellos días, tenía ya a la

mitad de su emblemática clase media “descolgada” del lado de la miseria);

arremolinados en vestíbulos y portales, a los espectadores nos movía una


practical activity.

(Al hablar de movilización quiero subrayar no un poder extraño que visita el cuerpo, como si fuera algo que se les hace por
detrás, por así decir, sino lo que realizan, a través de sus movimientos, los cuerpos que se mueven. Examino la movilización a
través de la danza como un modo de mostrar la dinámica práctica entre producción y producto. Entiendo aquí producción como
lo que la danza reúne en términos de capacidad de movimiento, y producto no como el efecto estético de la danza, sino como la
identidad materializada por medio del aspecto performativo del movimiento. (...) La movilización hace visible el proceso de
cómo los cuerpos se hacen, cómo se reúnen, y cómo sus demandas de espacio producen un espacio de demandas identificables a
través de una actividad práctica.)
necesidad perentoria de encuentro. Una vez dentro de las salas, los

escenarios trepidaban, y el público parecía procesar con avidez impulsos de

resistencia y oposición, las dinámicas reintegradoras promovidas por los

escenarios. En situación de emergencia, el teatro trabajaba para la

reparación y el cambio.

Y yo no dejaba de preguntarme, ¿por qué este Festival produce tanta

dramaturgia excitante y excitada? ¿Es una fabricación de mi wishful thinking,

o circula en estos encuentros, más allá de la ideología, algún fundamento

corporal que, en nuestras reuniones, dice no?

Acerquémonos a dos puestas vistas en el Festival — una argentina y otra

uruguaya:

“Preferiría no hacerlo, señor”, responde el escribiente Bartleby a cada

orden de su empleador. Y, en efecto, no lo hace. El escribiente

escribe sin pausa en su buró, pero se abstiene de integrarse al orden

“lógico” de la oficina. Su silenciosa trasgresión no da explicaciones, ni

pretende convencer. A veces, desde su buró, mira largamente por la

ventana y nos traslada con él a un punto distante en el horizonte.

Otras veces, solo en la oficina, instala en el centro del espacio su

figura alta y delgada. El patrón suplica, los empleados intrigan contra

el disidente... Claro está, el héroe acaba muriendo humildemente, a


resultas de su inexplicable e intransigente lealtad. Bartleby: metáfora

de la resistencia.77

Mientras tanto...

Un cerdo, encerrado en un minúsculo cubículo de cristal, analiza su

privilegiada situación: “casa y comida aseguradas, todo parece estar

resuelto”. Aprecia las atenciones (cada día más esmeradas) que le

dispensa un porquero invisible. De vez en cuando se revuelve en la

estrecha urna, como si le faltara aire o espacio, o como si presintiera

un trágico final. Pero, como él es un cerdo positivo, supera los

sobresaltos. A punto de ser conducido al matadero, el cerdo se agita

por última vez y vuelve a acoplarse al curso de su razonadora

sumisión.

Imaginemos una improvisación: ahora la acción de ambas obras se

desarrolla en Nueva York, en pleno Manhattan. Todo transcurre igual, salvo

que, a mitad de la acción, cuando ya el conflicto está bien perfilado... un

estallido homérico sacude los cristales de la oficina de Bartleby; la casita de

vidrio del cerdo cimbra de manera horrorosa, como si fuera a hacerse añicos.

Es la mañana del 11 de septiembre de 2001 y las torres acaban de caer.

77
Dramaturgia del argentino David Amitín sobre el relato homónimo de H. Melville.
¿Qué pasa con Bartleby y sus compañeros de oficina? ¿Cómo reacciona el

cerdo?

Cualquier improvisación hará visible alguna idea central y nos mostrará

personajes con identidades definidas; en el relato se introducirá un cambio

que, probablemente, acelere la progresión hacia un desenlace. Idea central,

personajes, relato, cambio, progresión y desenlace son datos de estructura

en una dramaturgia. Son pilares que permiten la legibilidad del universo

mostrado. Ahora bien, la estructura sólo puede hacerse perceptible a través

de un material teatral primario: cuerpo en movimiento.

¿Bartleby, siguió escribiendo detrás de su buró, o caminó hacia la

ventana? Si fue hacia la ventana, ¿se apiñó junto con los demás empleados o

mantuvo su margen? ¿Usó la voz?

El cerdo, ¿pegó la nariz al cristal del cubículo? ¿O cubrió de alguna

manera el cristal para no ver? ¿Quizás se dio cabezazos contra el vidrio y lo

rompió? ¿Entró el porquero?... Toda alternativa dramática que imaginemos

comprometerá cuerpo en movimiento.

Pero, si la movilización del cuerpo hiciera una opción todavía más radical,

y nuestros dos protagonistas se precipitaran hacia el espacio exterior, lo que

vendría a continuación sería... otra obra. Un cambio esencial en el régimen

del cuerpo movilizado provocaría cambio estructural. (De hecho, hice la


prueba con un grupo de estudiantes chilenos. En ningún caso los personajes

protagónicos salieron al exterior. En Bartleby, las improvisaciones lanzaron

afuera a los demás personajes, pero no al protagonista. El cerdo, siempre

permanecía ovillado en un rincón).

Con este ejemplo sólo trato de llamar la atención sobre dos cosas

curiosas:

1. Que toda práctica escénica es inseparable de una ordenación más

o menos profunda de la forma a la que llamamos estructura; pero esta

instancia, a su vez, es inseparable de una praxis, de una producción física

concreta. ¿Acaso, frente a la opción real de desarticular una estructura,

opera algún “sentido común” que tiende a preservarla?

2. También, mediante este ejercicio, traté de que nos situáramos en

la perspectiva de quien se pregunta: ¿qué le hace el mundo a una

dramaturgia? Si “afuera”, las Torres se derrumban, ¿qué le pasa “adentro”

al sistema dramático?

Visitemos otro espectáculo, de nuevo argentino... Éste tiene lugar en el

Ift, tradicional teatro judío de Buenos Aires, ubicado en el populoso barrio del

Abasto. No se presenta en la sala principal, sino en un sótano de bajo puntal

y muros desnudos de ladrillo. No hay tabladorima. Actores y espectadores

estamos en el mismo nivel, muy próximos unos de otros.


Dos extraterrestres (con forma humana) buscan en la Tierra un

remedio contra la infertilidad que amenaza con liquidar a su planeta.

Con ese fin se infiltran en un grupo de terrícolas jóvenes que

conviven en un sótano. Éstos parecen los desestructurados

supervivientes del “día después”; sin embargo, se articulan a una

dinámica de grupalidad primaria, mediante la situación recurrente de

comer y hablar en torno a una sólida mesa; con este principio que los

congrega contrasta un diálogo balbuceante, inconexo. Pero además,

ocurren brotes intempestivos de un tipo de actuación que parece

ocurrir “fuera de la historia”. En un plano, la intriga avanza con

relativa fluidez (es la parodia de un thriller de ciencia-ficción); en otro

plano, los fugaces instantes de presencia incandescente que se fuga,

hacen circular por la sala un excedente de fuerza y deseo.

Cuando el alien varón se da cuenta de que la misión ha fracasado,

llama a su jefa de la otra galaxia. La escena climática consiste en su

conversación con ella a través de un “radio” (que es un tubo de goma

introducido en el estómago de un terrícola). El amor que declara en

proscenio está acompañado de un llanto profundo. Suplica a la mujer

lejana que le permita regresar. La respuesta son ruiditos grotescos de

negativa, que salen del estómago del humano. No habrá regreso a la


patria, ni amor correspondido. Lo que recibimos es deseo sin

contención vertido allí, que nos cambia el tiempo y el espacio.

En un plano narrativo y simbólico, los desplazamientos, velocidades,

pausas y quiebres que producen estos actores (seis en total) hacen legible

una intriga y un sistema de referencias Pero en un plano sintiente, de

movimiento y cuerpo vividos, la opción fundamental que hace Gore, al

menos en mi percepción, es movilizarnos hacia el sobrepasamiento de la

ficción, implicarnos en una producción de cuerpo que no es signo (que no

está sustituyendo a nada).

Es importante precisar algunas condiciones que, en la dramaturgia de

Gore, trabajan a favor de este plano fuerte de corporalidad no discursiva, no

ilustrativa.

• una ficción propicia, que justifica narrativamente el encierro en el

sótano, las ocasiones de comer y hablar en torno a la mesa, la

intervención material sobre los cuerpos mediante eventos quirúrgicos

cuasi reales (muestra biológica extraída de la médula; actor “intubado”,

convertido en aparato trasmisor), etc.

• lugar real, reunión de actores y espectadores en un sótano que coincide

con el lugar de la ficción.


• proximidad física público-espectador.

• grupalidad producida, acento en las dinámicas del cuerpo social

reunido, y sus diferencias congregadas.

• acto real y extremo (llanto del actor, por ejemplo, que coincide con el

clímax narrativo).

• finalmente, trabajo actoral sobre estados. No sobre la narrativa y la

coherencia sicológica, sino sobre el deseo, su golpe energético y su

inquietud.

¿Qué quise sugerirles en este segundo momento? Otras dos verdades

simples.

1. que el teatro no sólo produce efecto estético, sino sociabilidad real.

2. que el teatro puede inscribir su proyecto opositor o sus utopías

reintegradoras, no sólo en la discursividad, sino en una movilización práctica,

fundada en lo corporal.

3. y que, debido a lo anterior, podemos asumir una perspectiva de

análisis teatral que se pregunta: ¿qué le hace una dramaturgia al mundo?

¿Cómo promueve una dramaturgia la diferencia que produce cambio?

La pregunta sobre la articulación entre la corporalidad concreta y el


cambio social no es nueva en teatro. En el siglo XX, la formularon e

indagaron en ella, entre otros, Stanislavski, Artaud, Grotowski, y Brecht. Por

caminos muy distintos, todos buscaban, más allá del efecto estético, realizar

prácticas que transformaran en un sentido trascendente la existencia. En ese

principio de íntima imbricación de lo físico y lo social radica quizás el aspecto

más intrínsecamente político del teatro.

Intentaré aplicar estos criterios de análisis que acabo de esbozar a la

interpretación de otros dos espectáculos vistos en el Festival. Uno es

alemán, y otro belga.

Se trata de las coreografías Körper y Iets op Bach. Ambas tienen en

común poéticas que relativizan la distinción entre danza y teatro[7]; ambas

compañías están integradas por elencos multinacionales, y tematizan en sus

espectáculos este encuentro de culturas diversas; a pesar de ser

dramaturgias no aristotélicas — y por lo tanto, “difíciles” para los patrones

de percepción dominantes — ambas provocaron fenómenos arrolladores de

acogida por parte del público, en contraste con la reticencia manifestada por

algunos críticos en diarios influyentes.

Körper, de la mítica Shaubühne berlinesa y su joven directora y

coreógrafa Sacha Waltz, es un asombro de alta tecnología, poesía

minimalista y rigor técnico. Mezcla bailarines alemanes y de otras razas y


naciones en un discurso con claras referencias al Holocausto, la Capilla

Sixtina y la Urbe Contemporánea. En el nivel simbólico, predominan

imágenes de cuerpo-objeto, hiper-controlado, con largas secuencias donde

el performer acentúa movimientos uniformados, bidimensionales, que no

tocan al otro. En contraste con esta pauta de “cuerpo cerrado”, se

despliegan secuencias que llamaré de “cuerpo expuesto”. Veamos un

episodio que bauticé para mí como “Holocausto con Capilla Sixtina”:

Una masa compacta de cuerpos desnudos forma un elevado bastidor

vertical asombrosamente entretejido. Por un lado, percibimos el

aspecto pictórico, la fijeza. Al mismo tiempo, esta amalgama de

miembros y músculos se mueve milímetro a milímetro, ejecutando el

proyecto casi inverosímil de escalarse, unos sobre otros. Contra la

dominante visual de masiva inmovilidad, el movimiento imperceptible

abre un atajo hacia arriba. Cortan el aliento. Hay empleo de

tecnología, pero sobre todo proeza actoral.

En la segunda parte, dos bailarines, y después cuatro, inician un

escarceo en el que sus cuerpos se acercan y se rehuyen. Los instantes de

aproximación se prolongan, hasta que la discontinuidad se transforma en

una suerte de diálogo. Los cuerpos en movimiento rebasan un umbral, a


partir del cual sus diferencias se buscan y llegan a actuar articuladamente,

como en cumplimiento de una necesidad orgánica. Lo que en el plano

simbólico podríamos llamar el “nacimiento del tango”, en el orden sintiente

produce para muchos espectadores un instante de “utopía en lo real”.

Körper es una dramaturgia particularmente equilibrada, que combina el

elemento narrativo — pulsado a veces en registro épico — con la

investigación minimalista en lo sintiente, en el nivel de lo corporal preciso y

efímero; la Historia, que es una referencia central del espectáculo, coexiste

con la agencia, entendida como el plano existencial de alguna práctica que

produce cambio. Por último, sugiero la huella brechtiana de esta coreógrafa,

preocupada por conducir cada segmento de fábula a un punto de inflexión,

donde el cuerpo revela su paradoja: dificultad extrema generando zarpazo

fino de libertad.

¿Qué pertenece aquí al símbolo y al referente histórico, y qué a la

práctica misma, física, de una trasgresión? Cuando la tropa de Körper se

pierde por el lateral, las ondas de revuelta tardan en desaparecer. Queda en

el espacio un acto abundante que nos danza, en el polo opuesto a la

escasez.

Veamos a la compañía del director belga Alain Platel en Iets op Bach:

Vestíbulo del monumental “politeatro” San Martín. Varios niveles


arquitectónicos se entrecruzan en un espacio central; allí convergen

la liturgia de la eficiencia empresarial, y un público en primera fase

de congregación. Afuera, la ciudad gesticulante, cortada del templo

del arte por una docena de puertas enceguecedoras de cristal.

En el vasto escenario se despliegan doce actores-bailarines, una

orquesta de cámara, y tres cantantes operáticos. Éstos últimos

realizan ejecuciones casi permanentes de Bach que conviven con

secuencias de pánicas historias que los actores-bailarines muestran.

Son retazos de historias que nacieron en una etapa de

improvisaciones, y el juego de los actores conservan algo “crudo”,

cierta cualidad de follaje en desorden que el director no pretende

ocultar. Rociado con el Bach pulcro y aéreo transcurre en la totalidad

del espacio este Walpurgis de hora y media de duración que el ojo de

un solo espectador no puede abarcar. A todo cuerpo y voz se

entremezclan acrobacias, soledades, momentos banales de no-ficción

y zonas de violento erotismo. Los números de altura, con riesgo físico

real, van estableciendo una puntuación. Por lo demás, los

espectadores nos servimos a discreción porciones de caos y epifanía.

De la celebración impura saltan esquirlas de infierno, y se organizan

encuentros inevitables con la política, los ancestros y otras lealtades.


Cerca del final, el ajetreo del Mundo se detiene; cada actor se apropia

de algún pedazo de espacio donde llora con recogimiento. Los

espectadores entramos en un largo minuto de cuerpo entero y llanto

general.

Las visiones que acabo de ofrecer presentan por lo menos un problema.

¿Qué me autoriza a hablar, por ejemplo, de un cuerpo “entero” o “excesivo”

o “radical”? ¿Cómo reseñar el cuerpo vivido y “fundamentarlo” con palabras,

y pretender que puedo referir lo que, por su propia naturaleza, no es

referencial? Me acerco sólo con metáforas, con palabras, al aspecto no

discursivo, sintiente de una práctica... esa es la paradoja.

Asumo pues mi ambigüedad metodológica, e interrogo directamente a

mi experiencia: ¿Qué “me pasa hacia lo Otro” en estos espectáculos? ¿Cómo

trasiego con diferencias y cómo me cambio o me recompongo? Obligada a

ponerlo en palabras, lo que me pasa es:

• lo carnal de estas presencias. Diferencias punzantes se aproximan y

rasgan mi espacio; lidio con la proximidad de los actores; si están lejos,

me someten a precisión, músculo atento, respiración, calidades de

silencios. Trabajo y soy trabajada con una energía especialmente

concentrada.

• Grupo. Una dinámica colectiva me incluye. Adquiero un cuerpo atento y


múltiple que percibe al otro. Me moviliza la alternativa de actuar juntos

que siento abierta.

• Acto real. En lo simbólico, el personaje llora o baila para el sentido del

relato. En el acto real, el actor entra, delante de mí, una zona profunda y

libre de su sí mismo. Estos instantes circulan entre los espectadores como

una ofrenda que es movilizadora.

• Comunicación “cara a cara”. La dramaturgia apunta hacia mí (estoy

bajo su foco, me destapa). Quisiera, en parte, evadir esta interpelación;

pero también me llama lo alternativo: exponerme al otro, al cambio, a lo

que no conozco.

• Juego. Entro en un río no discursivo que me da la opción de desordenar la

estructura, de descubrir o inventar. Aflojo mi control racional.

• Soy dual. Salgo del territorio seguro de mi contorno. Corrimientos hacia el

otro. Mi identidad ya no es compacta, se está recomponiendo.

Si ustedes otorgan alguna validez a esta fenomenología elemental de

una experiencia, yo me animaría a defender la siguiente hipótesis:

Proyectos del tipo de Gore, Körper y Iets op Bach exceden el propósito de

elaborar mapas de sentido, analogías y mediaciones ideológicas, y ensayan,

junto con los espectadores, una producción de sociabilidad (y de


subjetividad) diferente, que descansa sobre la producción de cuerpo

movilizado fuera del proyecto hegemónico.

Los analistas estamos mucho más entrenados en “leer” y descodificar

lo simbólico-discursivo que en percibir y testimoniar sobre estas “movidas”

de la energía social que todo acto de teatro desencadena. Trabajamos para

encontrar sentido, estructura y coherencias; pero ¿cómo decir una

producción de energía cooperante o crítica, creativa o insurgente? ¿Cómo

documentar la otra lógica, la del cuerpo que reproduce lo dominante, a

despecho, a veces, de su discursividad contestataria o su tecnología

experimental?

No disponemos de una cultura, o mentalidad o sensibilidad generalizada,

creo yo; tampoco de instrumental teórico suficiente y lenguaje adecuado.

Pero sí tenemos la opción de interrogar críticamente nuestros aprendizajes y

entrenar el ojo, y la voz que puedan anunciar cuerpo entero y llanto general,

no sólo como metáfora sino como actuación escandalosa, como potencial de

cambio y radicalidad.
PARA GALEMIRI

Sobre el Edipo Asesor

(abril 2002)

OZIEL: SÓLO TE CITO. SÓLO TECITO.

Está vivo este texto. Tiene tensión adentro. Fuerzas encontradas,

numerosos contrapuntos le ordenan su forma profunda. Edipo

Asesor está constituido como una exploración de su propio ser

dual: el ser-Edipo.

Algunos de esos contrapuntos o dualidades:

• Descomunal show suculento; parodia que convierte lo solemne en un

cabaret:

LA COREOGRAFÍA PROTOCOLAR

DOS GLAMOROSAS Y OSADAS ASISTENTES REALES

DESCORREN RELUCIENTES CORTINAS: LLEGADA

DESLUMBRANTE Y LUMINOSA DEL ASESOR OZIEL EN

EL HELICÓPTERO DE LA FAMILIA REAL A PALACIO. EL

ANTIGUO ASESOR JEREMÍAS LO RECIBE Y LO


CONDUCE A UN SAUNA MIENTRAS LAS DOS

DESLIZANTES MUCHACHAS LOS DESPOJAN DE SUS

ATUENDOS. ATURDIDOS Y SIN LIBERTAD DE

CONCIENCIA. INGRESAN TEMERARIAMENTE A UN

SENDERO HUMEANTE Y BAÑADO DE

EMBRIAGADORAS Y PELIGROSAS FRAGANCIAS

PROVENIENTES DE ISTAMBUL Y EL VIEJO LUMACO.

• Texto impuro. Coqueto y pecaminoso, promueve la cohabitación de

diferencias. Se extasía con el circo, la promiscuidad y el mestizaje. Se

excede y se despedaza de placer.

OZIEL: Pasar de un estado neo-anarquista a un tipo

de sociedad agrícola, cooperativista, en fin, les tengo

una solución a sus vidas, ¿qué le parece?

JEREMÍAS: Yo señor, echo de menos la tersura del

proletariado...

OZIEL: Yo señor, echo de menos la virilidad de la

clase media...

JEREMÍAS: Yo señor, extraño usted ya sabe a

quién... Por el momento, déjenme hablarle un poco


de los atributos de mi retórica.

OZIEL: Yo encantado, monsieur, pero mi mente se

ocupa de algo devastador hoy en día, por ejemplo,

¿sabe usted dónde estará el centro, el origen de

todo?

JEREMÍAS: Yo feliz de entablar una arenga aquí con

usted, pero debo ocuparme de satisfacer los apetitos

de una cierta baronesa esta tarde.

• La voltereta irónica neutraliza cualquier conato de trascendencia o

afectividad fuerte.

JUDITH: ¿Por qué no me dice lo que piensa? Es algo

elemental. Su vida y la mía. ¿Cómo la vivirá? ¿Cómo vivirá

su vida usted pequeño nada de la nada? ¿Le dan miedo

mis reflexiones? ¿Me teme? ¿Métemela? Excuse me. Is the

language. The language.

• Hay trasiego casi físico con los signos. El texto comenta su propio

funcionamiento. La palabra repetida, autorreferente, se pone frente a

un espejo y se palpa. Esta excitación del significante, se

corresponde con una depresión del significado.


OZIEL: ¿Debe confiar en sus instintos? ¿Ha venido

alguien más perspicaz que usted, monarca?

Pregúntese esas cosas, y otras más, y las más que

pueda. Voy a hablarle. Le hablaré. Esto no ha

cambiado por el simple hecho de o por. Mire, verá.

¿Se puede mezclar trabajo con dolor? ¿Se puede

batir placer con trabajo más desgarro? Le voy a

decir. Lo diré. ¿Cómo quiere que sepa? Me planteaba

la pregunta, eso es todo. Es todo lo que puedo

decirle.

(...)

CORO: Una obra así, con tantas preguntas, ¿es

moralmente posible?

• Pero, vestigios de una discursividad vehemente y fluida resisten a

la degradación del sentido.

OZIEL: Le diré una cosa le diré diciéndosela y dicha

estará cuando se la diga no sé qué será de usted de

mí sí de mí sí de mí de mí mucho será lo que diré de

mí pensaré pero de usted que será pordiosero me da

ternura su vacilación me trae a la memoria la idea de


la nada del vacío las tinieblas su mirada aguijoneada

por el dolor.

• Sin dejar de mirarse perversamente a sí mismo, el discurso puede

incurrir en un remolino de pasión:

NEO-TRAGEDIA DE SAÚL CON PROGRAMA EN VEZ DE DESTINO

CORO: Silencio inconveniente. Pausa. El

Generalísimo en Jefe fustiga al acusado con una

mirada devastadora. Las cinco de la tarde. Mantel

para la once. Treinta años sin hablarse.

SAÚL: Lo busqué, hijo, ¿eso lo sabe, no? Lo busqué.

Trizado. Quebrado.

OZIEL: ¿Escuchó hablar de mí? ¿Ah, sí, ah? Me deja

empapado. Me orino de felicidad. Vivía el muy

miserable, mientras yo agonizaba. Nunca una lisonja,

nunca una caricia, nunca una moneda, nunca un

recurso de amparo. Era su vástago. ¿Le molesto?

Usted me lanzó a las aguas, maldita sea, usted me

rechazó, usted máquina manipuladora, movediza,

usted me hirió. Se lo dije. Se lo dije. ¿Qué hago con

sus calamidades? Tercero: ¡devuélvame Living in the


material world de George Harrison! ¡Ochentón

penoso! Se escabulle, el polvoriento, el mugroso. Se

infiltra dos o tres gramos de infusiones malignas, y

sus venas parecen carreteras. ¡Qué le voy a hacer!

¿Oyó hablar de mí? ¿Oyó?

El discurso, a pesar de estar roto produce relato, articula el antes

y el después.

Veo sus viejos legajos y huelo las leyes podridas.

OZIEL: No quisiera insistir sobre el punto... ¿Sabe lo

que pasó al comienzo, al inicio de todo? Cambio de

paisaje. Cambio de carácter. Lo que era una cosa,

fue otra. Los con sobrepeso adelgazaron. Los

delgados engordaron hasta reventar. Los tímidos

florecieron. Los cancheros se intimidaron. Los

bondadosos se envilecieron. Los tramposos se

limpiaron. La televisión por cable se humanizó. La

televisión abierta se espiritualizó. Los McDonalds se

sofisticaron. Cambio de temperamento. Los que eran

una cosa fueron otra. Los que eran otra cosa fueron

una cosa. Mi amor por Judith se desvaneció. A la que

amaba una vez no la amé más. A la que deseaba la


dejé de desear. ¿Sabe exactamente lo que nos pasó?

Piense canalla. Piense.

JEREMÍAS: No sé qué decirle.

OZIEL: Piense cobarde, piense. Rápido que se nos

acaba el tiempo. Concluya algo delicado, hermoso,

antes de la hora final. Elucubre un pensamiento que

nos inunde de amor. ¡Apúrese, canalla, apúrese!

• Los personajes proclaman su dualidad.

SAÚL: ¿Cuál es ese sentimiento que creo reconocer? Ahora

mismo vengo de la batalla. Adivinaste que quería verte,

vástago. Soy capaz de pasiones profundas, no se

equivoque hijo. Una perfección imperfecta. ¿Dónde están

todos? Todo está demasiado silencioso. No me gusta este

presentimiento. No me gusta. ¡No me gusto yo!

• No son exactamente personajes “individuos”; no son sicológicos, sino

ontológicos. Sin embargo, Edipo (Oziel) y Judith sí evolucionan y se

convierten en sujetos de deseo. El castigo principal de Edipo es no

poder regresar a la apatía.

LA CALAMITOSA JUDITH INTERCEPTA AL INTRÉPIDO OZIEL, QUIEN


OCULTA SU CUCHILLO FURTIVAMENTE.

JUDITH: ¿Se va?

OZIEL: Pensé que usted se iba

JUDITH: ¿Nunca me estimó, ah?

OZIEL: ¿Nunca me apreció?

JUDITH: ¿Qué cree usted?

OZIEL: Yo le pregunto a usted. ¿Qué cree usted?

JUDITH: ¿Se va, ah? Al final, se aleja. Ya no es el que

dijo ser. Ahora es otro, Oziel. El que yo conocí una

vez, ya no está más. Usted es otro. Yo soy otra. ¿Qué

haremos?

OZIEL: Usted me excita cada vez más. ¿Lo sabe, no?

¿Le gusta este nuevo estilo? ¿Sin pompa, sin

amaneramientos, sin manierismos?

JUDITH: ¿Le gusta mi nuevo estilo, sin crueldad, sin

moralinas? ¿Oziel, lo hago sentir culpable?

OZIEL: Judith, cada vez la amo más.


JUDITH: A la que una vez creyó amar, ya no ama,

Oziel.

OZIEL: ¿Me dejará?

JUDITH: Lo dejaré. ¿Está herido? Es muy tarde para

ocuparme de usted, de su neurosis. ¿Por qué pierde

su tiempo? Metafóricamente hablando, por supuesto.

DICTÁMENES

El texto-Galemiri es posmoderno en tanto desconstruye, fija su

atención en las diferencias que hacen el discurso, y las compara.

También es antropológico, en la medida en que se instala en

un registro muy corporal. Sugiere una indagación escénica en las

dinámicas del erotismo y el poder; también en el impulso social

que hace fabular, contar historias, nombrar y ritualizar.

Y finalmente, el texto-Galemiri es político; tiene un pie metido

en la Historia.

JUDITH: Ahora soy la reina. Ahora soy odiada y

amada por igual. Ahora puedo ver. Antes no veía.

Ahora veo. Antes no sabía. Ahora sé. El incesto no


cuenta. Orden de investigar después del incesto.

Durante el interregno del incesto, se aplica la ley de

amnistía. De la fornicación para adelante, lo que

quieran. Ahora me gustaría ahorrarme la terapia. ¿Se

puede olvidar un incesto, y dos, y mil quinientos en

territorio chileno? Mil quinientos incestos nacionales,

en un contexto de seis y medio millones de incestos

globales, ¿es poco?

Sigo un tratamiento para dejar de sentirme

incestuosa. Sigo un tratamiento para dejar de ver mi

incesto. A veces lo dejo de ver. A veces lo vuelvo a

ver. Es oscilante. Como mi estado de ánimo.

Sigo un tratamiento para volver a ver a mi hijo. Sigo

un tratamiento para volver a sentirme madre. A

veces lo vuelvo a sentir. A veces no. Es oscilante.

Como mi estado de ánimo.

• El pronunciamiento crítico de Galemiri es amargo y lúcido.

JUDITH: ¿Hablemos de sexo? ¿Hablemos de la

contrarrevolución? La cuestión judía. La cuestión

mapuche. La cuestión chilena. ¿Qué cuestión es?


Tomar la materia trágica del Edipo, y darle una consistencia tan

lujuriosa, tan de payasada y anomia, poner a la vista tanta

imposibilidad de ser y conocer, es, obviamente, sospechar que el

Chile tecnología de punta oculta otro país, patético y mal

resuelto. Perdón por la obviedad.

LA NEO-BULIMIA

CORTINAS: LA CORONADA JUDITH Y EL DESTRONADO OZIEL ESTÁN

SENTADOS FRENTE AL TELEVISOR FLAT.

VOLUNTARIAMENTE ESCLAVIZADOS POR LA

BULIMIA, MADRE E HIJO SE DAN LA GRAN

COMILONA CON TONELADAS DE MANÍ Y

HELADOS DE LA ESCARCHA Y SE PREPARAN A

CONSUMIR DOCE MIL HORAS DE TELEVISIÓN

CABLEADA.

(...)

OZIEL: ¿Por qué me perdí la meditación

trascendental? ¡Y era barata! Qué mala suerte. Una

encuesta. ¿Quién no sufre? A: La clase dominante. B:

El proletariado. C: La pequeña burguesía. ¿ En este

asqueroso palacio, hay un urinario limpio?


JUDITH: Me gustaría saber qué hay detrás de sus

vacilaciones.

OZIEL: Las preguntas más horribles.

LA CUESTIÓN ESCÉNICA

Un peligro de llevar a escena esta dramaturgia es que todo se lo

trague la espectacularidad. El director tendría que buscar un

modo de conectar el plano simbólico (lo que es, sobre la escena,

la representación de algo) con el acontecimiento, o proceso real

que moviliza a los actores y al público.

Un montaje de Edipo asesor que se someta demasiado a la

justificación

sicológica y, también, a “aclararnos el sentido”, corre peligro. Yo

imagino para esta dramaturgia un trabajo teatral concentrado en

una especie de "poesía práctica", corporal, de las convivencias.

El actor. ¿Cómo resolver el conflicto entre el movimiento

orgánico, “verdadero”, de su cuerpo y su mente, y la necesidad

de actuar el segmento, de actuar con verdad aquello que está

cortado de? ¿Cuándo deja de estar viva la cabeza cercenada?

Eso se lo he visto hacer a escuelas de actuación que


privilegian, no la sicología, sino los procesos de “producción de

subjetividad”. Actuar no la sintaxis del sujeto, por así decir, sino

los devenires, las fugas, los estados (así lo dice Eduardo

Pavlovsky). Ese es otro tipo de coherencia actoral.

Y POR ÚLTIMO, LO NO EXPLICABLE

Lo otro, lo no conducente, lo que no hace historia, es el estado-

Galemiri: picoteo exquisito sobre el verde prado.

La gratuidad Galemiri. Lo intempestivo, patético y perfumado de

su poesía.
BANDERITAS DE PAPEL

(La Habana, junio de 2003)

Soy teatróloga, lo cual me sensibiliza especialmente con aquellos eventos en

los que:

el desempeño físico de actores, sujeto a estructura, duración y espacio

determinados, se expone deliberadamente a la mirada de espectadores

con el fin de inducir un cambio.

Disciplinas que se han desarrollado en las últimas décadas llaman

performance, en un sentido amplio del término, a este tipo de

comportamiento humano básico, que es de naturaleza cultural. En una

performance, los roles de actor-participante-espectador con frecuencia se

funden o intercambian.

Las performances, que son de muy diversa índole, constituyen un

recurso de las comunidades humanas (y aun de algunas de animales más

sencillos) para materializar, a manera de “espectáculo”, sus impulsos y

proyectos.

El teatro como arte es un caso especial de performance donde la

función estética predomina; pero hay otras que, aunque poseedoras de

componentes estéticos, priorizan otro tipo de función y tienen también gran


peso cultural: la misa, el espectáculo deportivo, determinados actos

políticos, a veces la “clase” (el acto vivo pedagógico), por ejemplo.

En resumen, las sociedades utilizan sus cuerpos, movilizados y

exhibidos, como materia prima y tema para procesar deseos (ideales,

aspiraciones, intereses, creencias, código de valores, etc.) y confirmar o

subvertir el orden que permite realizarlos (o los obstaculiza).

En Cuba llama la atención el incremento de performances de propósito

político que ha tenido lugar en tiempos recientes. Las que ahora analizaré

cumplen cuatro condiciones:

- surgieron en los últimos tres años

- el estado las concibe y organiza

- tienen alcance masivo y nacional

- se difunden por televisión

Aunque en este análisis me serviré de categorías provenientes de las

ciencias del espectáculo y la antropología cultural, el tema llama también a

reflexión al pensamiento político, la sociología, la sicología y la pedagogía,

entre otras disciplinas.

Mesa redonda

Cuenta la leyenda que el Rey Arturo, trasgrediendo la rígida jerarquía


medieval, organizó una forma de intercambio entre personas llamada la

Mesa Redonda. La novedad consistía en que este espacio físico concretaba

en un plano real y simbólico el ideal de un pie de igualdad entre los

participantes. Los televisores cubanos ofrecen todos los días, a partir de las

6 y 30 de la tarde, un programa de hora y media de duración que lleva ese

mismo nombre. Su objetivo es ofrecer a la población un análisis sobre temas

político-sociales de actualidad.1. Se trasmite en cadena por dos de los tres

canales de la televisión y por dos emisoras de radio.

La escenografía consiste en una gran mesa en forma de anillo montada

sobre una plataforma baja, equipada con sillas y micrófonos, y unos 5 ó 6

expositores sentados alrededor de ella. A un costado del set se alinea en

butacas un público real de unas 50 personas.

El rol protagónico corresponde a un moderador conocido popularmente

como Randy (nom de guerre sin apellido consagrado por el uso). Lo

acompañan 3-5 periodistas de planta y algunos invitados, según el tema a

tratar.

Los oradores toman la palabra de acuerdo a un guión previo (el ensayo

o preparación tiene lugar en las mañanas del mismo día). Su tarea es

1 El programa realizó su primera emisión a fines del año 2000 al calor de la campaña
nacional por la repatriación del niño Elián González. Este niño de 6 años fue conducido por
su madre en una balsa hacia los Estados Unidos. Ella murió en la travesía, pero el niño llegó
a salvo a costas norteamericanas. Luego se estableció un largo litigio entre el padre,
residente en Cuba, que lo reclamaba, y los familiares del niño en Miami que alegaban
derecho a retenerlo. Finalmente, los tribunales norteamericanos fallaron a favor del regreso
del niño a Cuba.
enunciar ante el televidente parlamentos de 2-3 minutos de duración que se

van sucediendo a medida que el moderador concede la palabra.

Estos parlamentos, referidos a un elemento temático común,

técnicamente hablando son monólogos: unidades autónomas de sentido que,

enunciadas por el actor-personaje dentro del marco de un relato, no están

orientadas al intercambio de réplicas o diálogo. Se vinculan entre sí por

yuxtaposición (y no por encabalgamiento, que sería el procedimiento

dialógico).

La Mesa Redonda reúne en cada presentación unos 15-20 de estos

parlamentos, ilustrados eventualmente con imágenes de video y entrevistas

telefónicas a otros comentaristas. Están enlazados por alocuciones a cargo

del moderador. Al final del programa este lee un parlamento donde resume

el juicio de valor que ha sido argumentado.2

En el transcurso de esta performance, yo, el espectador-televidente,

percibo en primer plano al expositor de turno, que dirige su discurso hacia

mí. Simultáneamente, capto en segundo plano a otro personaje —el público

del estudio— que también parece mirarme. En realidad, mira hacia una

pantalla instalada en el estudio que le permite rescatar el rostro del actor

que habla, dándole la espalda. Yo, televidente, me miro en el espejo de un

personaje colectivo que, a pocos pasos del acto vivo, sustituye la realidad

por su imagen.
2
Mediante este último procedimiento — el juego de espejos — la

dramaturgia del programa no solo produce, sino que exhibe el rol

mediatizado (en varios sentidos) de un espectador que consume la imagen

de la imagen de la imagen.3

Desde el punto de vista temático, el discurso total es homogéneo y fluye,

lubricado por la idéntica postura compartida por los expositores. Las

cámaras ayudan a concretar sensorialmente este ideal de lo total e

indiviso:

- de manera recurrente, una cámara cenital inserta en pantalla la forma

pura y circular del set;

- otra cámara introduce primeros planos de los espectadores, inmóviles y

atentos.

Lo vario, como ritmo y energía, descansa en el breve salto de expositor en

expositor, equivalente a pasar la página de un libro, y también en la marca

individual inevitable que impregna cada orador a su actuación (fisonomía,

timbre de voz, dicción, gesto, latiguillos, ritmo).

Desde un análisis de estructura de relato, en esta performance los

personajes diferentes son, en realidad, actores de superficie o

personificaciones de un solo actor profundo (actante) que trabaja para

3 Cuando participa Fidel (lo que ocurrió en tres ocasiones en el mes de mayo), la Mesa
Redonda se extiende de 3 a 5 horas y cancela una parte o la totalidad de la programación
de ese día.
establecer un criterio único de verdad.

Desde esta misma perspectiva se pueden relevar los siguientes

procedimientos de composición:

- linealidad, énfasis en el encadenamiento de principio a fin (eje

diacrónico); en análisis musical, esto equivaldría al predominio de lo

melódico sobre la complejidad armónica;

- adelgazamiento consecuente del eje sincrónico. Desaparición de las

simultaneidades, diferencias entretejidas y polifonía que sustentan la

densidad de un discurso.

- énfasis sobre un rol “protagónico” — el moderador— , responsable del

manejo centralizado del conflicto. Es el único actor habilitado por la

dramaturgia para hablar por decisión propia.

- guión de las acciones que no prevé espacios de improvisación

- en el caso del público del estudio, merma de lo energético real y

exhibición de su subordinación a un principio simbólico (mirar la pantalla).

En el caso del televidente, juego de espejos que le propone como natural

la pasividad de su rol.

En casos especiales, Fidel comparece en la Mesa Redonda, lo que la

extiende varias horas y altera la programación televisiva habitual.4

4 Sucedió en dos ocasiones entre el 8 y el 14 de junio. El domingo 15 de junio, además,


hubo Mesa Redonda especial para comentar la entrevista concedida por el dirigente cubano
al diario argentino El Clarín.
La Mesa Redonda se ha trasmitido sin interrupción desde finales del año

2000 y constituye el principal instrumento (mediático) de una estrategia del

estado denominada “la batalla de ideas”.

Tribuna abierta

La Tribuna Abierta es la otra performance de frecuencia periódica puesta a

contribución de la “batalla de ideas”. Ocurre los sábados a las nueve de la

mañana en uno de los 149 municipios del país y se trasmite en vivo y en

cadena por los tres canales de la televisión. Dura aproximadamente dos

horas, y consiste en un acto multitudinario que tiene como propósito

denunciar las acciones del imperialismo norteamericano y otras fuerzas

reaccionarias contra Cuba y mostrar el apoyo de la población a las

conquistas del socialismo. Se retrasmite la tarde de ese mismo día.

Hoy sábado 21 de junio, mientras escribo, siento el rumor (en la

televisión) de la Tribuna Abierta número 148 de una serie que comenzó, al

igual que la Mesa Redonda, hace tres años.

Si la Mesa Redonda significa día de semana, locación fija, espacio

cerrado, público selecto, análisis y sedentarismo, aire acondicionado, luz

artificial y ciudad, la Tribuna Abierta, como su nombre lo indica, es casi todo

lo contrario: día feriado, luz de sol, cuerpos a la intemperie, multitud,

itinerancia y ruralidad. Su propósito es instruir, pero al mismo tiempo


entretener.

La explanada a la intemperie da cabida a miles de espectadores que

miran hacia un escenario elevado a quince metros de distancia. Como en la

Mesa Redonda, también sobre él hay actores-oradores; pero aparecen y

desaparecen de a uno, alternándose con números de arte confiados a

profesionales o aficionados del territorio. Los géneros de preferencia son la

danza, el coro, la canción solista, la décima campesina, la declamación y la

pintura mural. Algunos de estas manifestaciones llevan por sí mismas la

gracia popular; otras se corresponden con el tono épico de los discursos.

Medidas tecnológicas de excepción permiten que la señal de las

Tribunas llegue con especial nitidez a nuestros telerreceptores.

El 24 de mayo de 2003 registré los pormenores de una Tribuna Abierta

efectuada en el municipio de Amancio Rodríguez, localidad rural de la

provincia de las Tunas, en el oriente del país.

- Una presentadora profesional lee los nombres de las autoridades que

presiden el acto; papel en mano, introducirá gradualmente a oradores y

artistas, según una distribución aproximada de 3 oradores y dos o tres

números de arte.

- Domina el escenario una pancarta gigante confeccionada con miles de

flores blancas insertadas sobre un tapiz de flores rojas en la que se lee:

“Un mundo mejor es posible”. 1


Bajo el lema, aparecen representadas seis
1 Consigna adoptada por el Foro de las izquierdas en Porto Alegre, Brasil en xx del 2003.
palomas que vuelan en diagonal hacia el cielo. La presentadora informa

que la pieza ha sido confeccionada por la Empresa municipal o provincial

de Floristería.

- Sobre el escenario permanecerá todo el tiempo un coro, y, a un costado,

10 pintores que ejecutan un mural de tema patriótico.

- La primera fila de los espectadores, muy derecha, parece estar alineada

sobre alguna señal dibujada en el piso. En ella se destaca un tramo

central de color verde, formado por miembros de las Fuerzas Armadas con

sus uniformes; otro azul, con camisetas que llevan impresa la imagen de

“los cinco héroes prisioneros del imperio”; 2


hay , además, un tramo

blanco, de estudiantes de secundaria, y otro, celeste, formado por

alumnos de un preuniversitario especial.

- A partir de esta primera fila, que hace las veces de presidencia, comienza

una multitud de miles o decenas de miles de espectadores que, sin

excepción, portan banderitas cubanas de papel.

- Al agitar las banderitas en el aire, el público se auto-transforma en un solo

cuerpo ondulante y tricolor, como las banderas que ondulan al viento.

- Me resulta llamativa la precisión en la producción escénica: tempo

oportuno y fluidez, esmero en el vestuario, peinado y maquillaje no solo

de los artistas, sino de los oradores. Esta prolijidad escénica contrasta con

2 Cinco agentes cubanos de la seguridad condenados recientemente a cadena perpetua en


un amañado juicio celebrado en los Estados Unidos.
las condiciones de intemperie y el clima tórrido.

- Tres de los doce oradores son niños entre los xx y los xx años

- El acto concluye con una canción a cargo del coro y veinte solistas, cada

uno provisto con micrófono inalámbrico. Al ritmo de Vamos a andar, de

Silvio Rodríguez, ondula bajo el sol el mar de banderitas.

- Parte de la fila delantera se retira ordenadamente, en columna de a uno.

Al sábado siguiente (7 de junio de 2003) la Tribuna se realiza en la

capital, en el municipio más populoso del país: 10 de Octubre. La

performance transcurre ahora en el patio de una escuela, donde 7,000

participantes ocupan asientos bajo el sol. Las boinas de los pioneros

(estudiantes de primaria) tapizan de rojo la explanada y Fidel está sentado

en la primera fila. Una nutrida representación del gobierno lo acompaña,

entre otros, el Ministro de Cultura.

En relación con la primera tribuna se repiten los siguientes elementos:

- niños oradores

- pancarta gigante hecha con flores;

- coro siempre visible sobre el escenario;

- mural de tema patriótico;

- patrón de color en el vestuario del público;

- alternancia de discursos políticos y números de arte;

- banderitas en manos de todos.


Como singularidad destaco la primera secuencia del acto:

- Un actor profesional declama el Discurso número 1, del poeta cubano

Eliseo Diego (oriundo de ese municipio, ya fallecido). El poema evoca

imágenes de soledad y muerte y es de tono íntimo.

- Terminada la declamación, suena un coro de gaitas e irrumpe en escena

una danza folklórica gallega. La sigue una coreografía de danza y canto

flamencos.

No afirmo que haya intencionalidad en esta yuxtaposición de

hemisferios de sensibilidad tan diferentes. Tampoco lo niego. Lo relevante

es que las performances políticas cubanas del día de hoy permitan

plantearse interrogantes estéticos tan puntuales. Una Tribuna Abierta da

ocasión para admirar el talento o la pericia de un intérprete, calcular el

potencial cultural del territorio, sobrellevar el eclecticismo inherente al

género o bien hacerse un juicio sobre la nota realista socialista aportada

por un director de escena municipal.

Terminada la obertura, aparece el primer orador del acto: una niña de

once años que lee su discurso...

En este punto me permitiré una digresión.

El niño épico
En el universo pujante de la performance política cubana ha echado raíces

una estrategia que comenzó a esbozarse hace una década: el niño-actor en

función política. Mi memoria asocia estas criaturas con celebraciones del

cumpleaños de Fidel que tuvieron lugar en los años 90. Recuerdo una

canción de homenaje que le dedicaron unos infantes y que arrasó de

lágrimas los ojos del líder. Los primeros planos de la televisión se cebaron en

el detalle humano, lo retrasmitieron varias veces y creo incluso que lo

reprodujeron en un documental. Si no me engaña la memoria, fue en esa

misma coyuntura que el grupo teatral La Colmenita, agrupación notable

integrada por actores niños, entró definitivamente en los escenarios políticos

oficiales. Algo más tarde, en el intervalo 2000-2001, con las movilizaciones

en torno al niño Elián, cristalizó el recurso del niño orador, hoy infaltable en

la performance política cubana.

Este niño es épico. En Tribuna Abiertas, marchas, veladas, protestas y

homenajes es tan infaltable como las banderitas de papel. Se ha convertido

en un símbolo de algo. Sanos y espabilados, la tribuna convierte a los

escolares en difusores de clichés del pensamiento adulto y remedos del

orador decimonónico. Los gritos causan daño a sus cuerdas vocales y, mal

orientado por sus mayores, reproduce todos los vicios del mal escritor y el

mal actor (los discursos suelen ser leídos). La televisión los exhibe con el

orgullo relamido del padre que obliga al retoño a recitar para la visita. Niños
de tribuna, querubines previsibles, falsos sin saberlo.

Son para los otros niños modelo de excelencia ciudadana y éxito social. El

pueblo los ha bautizado los “niños monstruos”.

Volviendo a la Tribuna

En total, intervinieron en la Tribuna Abierta del municipio 10 de octubre xx

oradores y xx números de arte.

Al terminarse el acto, Fidel realizó una breve alocución, a petición del

público, en la que anunció: “nuevas y grandes batallas esperan a nuestro

pueblo”. Tres días después conocimos sus razones por la prensa: la Unión

Europea había acordado el 5 de junio aplicar sanciones contra Cuba.

La Tribuna Abierta moviliza semana a semana volúmenes significativos

de espectadores, artistas, oradores, y dirigentes, amén de personal de apoyo

—desde policías, médicos y choferes hasta vendedores de fiambres y

personal de áreas verdes y limpieza de calles. También transporte,

combustible, recursos materiales y fuerza de trabajo que el estado aporta.

Detrás una Tribuna hay cientos, quizás miles de horas de ensayo, así como

despliegue constructivo destinado al remozamiento del área urbana o la

edificación elegidas como sede.

Pero quizás lo más significativo a los efectos de mi punto de vista es, no


lo que sé, sino lo que imagino: una compañía de performance, estatal,

especializada en la movilización política y dotada de dramaturgo y director

de planta, maestro de ceremonia, coreógrafo, músico, escénografo,

peluqueros, maquillistas, vestuaristas, arquitectos e ingenieros y taller de

atrezzo. Como algunas compañías, contrataría a los actores según los

requerimientos del guión.

Primero de mayo

En Cuba ha habido actos políticos masivos en los que el azar, la

improvisación y, sobre todo, la intensidad o “sintonía” del grupo congregado

produjeron en la historia metáforas inolvidables: una paloma en el hombro

de Fidel, un poema dicho por Camilo, lluvias bíblicas, una escenografía de

fusiles populares alzados en el aire, el llanto digno de la multitud por sus

muertos o un silencio destrozado hasta la victoria siempre por el Che.

Ninguno de ellos contó con una dramaturgia tan efectiva como el

Primero de Mayo de este año en la Plaza de la Revolución, solo comparable

con la misa ofrecida en ese mismo lugar, en enero de 1998, por el Papa Juan

Pablo II..

La Plaza de la Revolución está interiorizada por todos los cubanos como

el altar simbólico de la nación. Al iniciarse mayo, la coyuntura internacional

se presentaba particularmente adversa para el socialismo cubano:


vergonzosa guerra de las grandes potencias contra Irak y escalada

neofascista de los Estados Unidos, deseosos de justificar una acción militar

contra la isla; trauma por los pronunciamientos de conocidos intelectuales y

artistas de izquierda, amigos tradicionales de Cuba, que denunciaron al

gobierno cubano por el encarcelamiento de 75 opositores políticos y el

fusilamiento de tres secuestradores de una nave; economía en estado

crítico, complicada con focos de droga y corrupción, y el fondo espiritual

permanente de la familia cubana dividida por la emigración.

La percepción popular de una amenaza real sobre la nación y el

socialismo, pero también una exhaustiva campaña estatal de movilización

cuadra por cuadra, reunieron sobre la extensa área de la plaza y sus

calzadas aledañas a más de un millón de personas provenientes de las dos

provincias habaneras.

Dominaba el acto un coro de 700 voces, vestido de blanco, azul y rojo —

los colores de la bandera cubana. Desplegado sobre los espacios de mármol

del conjunto arquitectónico el coro gigantesco, además de cantar, ejecutaba

movimientos coreográficos que lo convertían en escenografía viva, a la

manera de una pizarra humana. En la tribuna presidencial rodeaban a Fidel

las principales autoridades del gobierno y el partido vestidas con camisetas

rojas. Abajo, en la muchedumbre, se reproducían estas mismas

concentraciones de color rojo con iguales camisetas. El océano de banderitas


cubanas de papel, se adentraba ahora muchos kilómetros en el horizonte. El

gran cuerpo de la nación ondulaba, como un pabellón al viento. Pantallas

gigantes y altavoces permitían a un sector del público acceder al

espectáculo, demasiado distante de la mayoría.

La selección artística, integrada por xx números, llevó a escena a

grupos y solistas de prestigio, alternando con xx discursos de figuras

nacionales e internacionales distribuidas en baterías de 3-4.

Tres piezas oratorias comunicaron sus especiales cualidades al evento.

Las tres compartían un elemento excepcional que denominaré “enunciación

profética”: el reverendo norteamericano Lucius Walker, que interpeló en

segunda persona al pueblo cubano y lo llamó “pueblo elegido”; el sociólogo

mexicano Pablo González Casanova, que después de leer el “Llamado a la

conciencia del mundo”, enunció rítmicamente una suerte de salmodia: “Cuba

es la esperanza, Cuba es la esperanza, Cuba es la esperanza”; y el discurso

de Fidel que aportó, en el momento climático, visiones exaltadas de guerra,

voluntad de victoria e inmolación

No quiero desconocer la potencia real que emanó de esta congregación

de un millón de cubanas y cubanos diciendo no al imperialismo y sí al

socialismo tras una madrugada de lluvia a la intemperie. Los cuerpos

congregados y llenos de deseos pueden llegar a rebasar cualquier esquema

y elevarse por encima de símbolos preconcebidos. Un millón de cuerpos


echan mucha energía al viento. Pero también debo decir que vi reproducirse

por primera vez en un acto de la Plaza de la Revolución un esquema, y que

este era el resabido de la Tribuna Abierta semanal, con su voluntad de

producir espectáculo a toda costa.

Los peligros del ritual

Existe un concepto cardinal para la comprensión de lo performativo que es

el de ritual.

Llamamos ritual a:

Un acto que, basado en la repetición de determinados movimientos, sonidos,

posturas, imágenes y palabras propiciatorias, y en la exhibición profusa de

símbolos, induce estados de conciencia extraordinarios con el objetivo de

confirmar o, por el otro extremo, subvertir los valores consagrados por algún

orden dominante.

El ritual tiene una base fuertemente sensorial y corporal y, al mismo

tiempo, simbólica, por lo que, de suyo, pone a su servicio al arte y a los

procedimientos estéticos.

Es esencial la enunciación repetitiva y rítmica para que el “contenido”

discursivo del ritual se torne inseparable de su fundamento biológico. De

este modo, el ritual pone en el cuerpo, literalmente, la doctrina, la fe o el


deseo, produciendo alteración del estado de conciencia ordinario (que a

veces llega al transe). Los rituales se enraízan en la cultura de una

comunidad y marcan a fuego su inconsciente.

Pero quizás lo más importante para los análisis modernos de la

performance social es el hecho de que lo ritual no solo se manifiesta en ritos

concretos, sino que se extiende a actuaciones más amplias o ritualizaciones,1

que tienen lugar cuando la comunidad produce atmósferas y efectos

celebratorios en marcos menos precisos en el tiempo y el espacio que el

rito, y con procedimientos más sutilmente codificados. Las ritualización

recibe gran ayuda de la tecnología, es más difusa que el ritual, y su

parafernalia pudiera ser menos obvia. Pero también llevan al grupo a

autopercibirse como uno.

Los juegos amatorios de la pareja tienen esta cualidad. Mediante gestos

y sonidos, que a veces son códigos muy cerrados, y siempre actuados de

manera repetitiva y rítmica, alcanza la pareja humana una vivencia

trascendente de comunión. El teatro como arte también es productor de

ritualizaciones — cuando no es él en sí mismo y directamente un ritual. Amor

de pareja y teatro tienen en común un trabajo particularmente intenso sobre

la presencia corporal, y es ese trabajo el que induce sentimiento de poder

extraordinario, unidad e incandescencia que captura a los participantes de la

1 Richard Schechner: The Future of Ritual


performance.

De modo que, sea rito o ritualización, la condición es que haya:

- deseo y energía concentrados, cuerpo explícito, sensorialidad bajo

estímulo intenso, artefactos o discursos “sagrados”

- un cierto control sobre la estructura.

- ritmo acentuado, repetición, recurrencia y reiteraciones.

Los estudios de la neurofisiología del ritual demuestran que este último

factor es condición sine qua non para desencadenar la hiperestesia,

“hechizo” o experiencia de poder ilimitado.

No es difícil imaginar la importancia política de este recurso.

Agreguemos que hay rituales trasgresores (en la Argentina, los piqueteros o

las Madres de Plaza de Mayo), que se ejecutan para inducir cambio y

ruptura; y que también los hay conservadores, puestos en función de

perpetuar un orden dominante.

Las performances que he descrito (a las que se suman marchas de

protesta, discursos múltiples, clausuras de eventos y veladas político-

culturales difundidas en cadena por la televisión) gravitan día a día, semana

tras semana y mes tras mes, compulsivamente, sobre la existencia de los 11

millones de cubanas y cubanos que habitamos en la isla. Producen un efecto


generalizado de ritualización o “teatralización” de la vida cotidiana que no

poca gente refiere como saturación y omnipresencia enervantes. Muchas

cubanas y cubanos, en una sociedad que es sumamente aguda e inteligente

en materia política, pero también sensitiva y espectacular, tiene la

percepción de que en esta dramaturgia le ha sido asignado un personaje de

superficie, y que la verdadera fuerza dramática que mueve el relato

patriótico (el actante o personaje profundo), es el estado.

Movilizada a una situación permanente de representación, encerrada en

el estudio televisivo, retenida frente a la pantalla, o bien sacada al sol y al

viento, en esta dramaturgia la Patria se representa y se vive a sí misma

unánime y gloriosa, pero también escenográfica y banal, como una banderita

de papel.

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