tercero entre seis hermanos. José, Octavio, Antonio, Juan y Manuel, constituyen, con sus padres, una numerosa familia. Su padre, hombre rudo, de carácter muy fuerte, gobierna a sus hijos con mano dura. Es un carpintero, formado entre las durezas de la vida, los rigores de la pobreza y el trabajo despiadado de la vida campesina. Su madre, mujer humilde, sumisa y sencilla, cuida la prole con esmero y mucho trabajo. Debió ser hermosa cuando joven, algunos rasgos aún persisten en su rostro, aún cuando la falta de cuidados ha dejado una profunda huella en su aspecto. La espalda encorvada antes de tiempo por el maltrato de la vida, le adjudican más años de los que realmente tiene. Todos van a la escuela, limpios y ordenados, excepto el más pequeño que se queda en casa con la madre. Apenas llegan del colegio, su padre los envía a trabajar. “La vida está difícil, dice él, y el trabajo es la mejor escuela para que sean hombres de verdad” Cargados con sus cajas aislantes llenas de paletas de helados, recorren los lugares más concurridos de Temuco: el terminal de buses rurales en la feria Pinto y la estación de trenes, ofreciendo su mercadería a los transeúntes. Muchos se conmueven al ver a los más pequeños trabajando a su corta edad. Pablo se esmera en vender sus helados, siempre es el primero en terminar y corre a la fábrica en busca de una nueva carga que no tarda en negociar. Por esta cualidad de esforzado en su trabajo, tiene consigo los favores de su padre que siempre lo destaca entre el resto de sus hijos poniéndolo como ejemplo. Terminada tal labor, cuando ya atardece, recién pueden ir a disfrutar de un poco de diversión. Corren atropellándose hasta Los Boldos a orillas del rio Cautín, cerca de la casa. Se zambullen con deleite en las frescas aguas que los reciben refrescando sus infantiles cuerpos. Olvidados del trabajo sólo se dedican a disfrutar de la experiencia de la natación. - ¡Antonio mira como me zambullo! - Grita Pablo - Eso no es nada ¡Veamos si puedes hacer esto! - Y Antonio demuestra sus dotes de nadador consumado. Se sumerge por largos minutos en el agua y sale varios metros más allá. Es agradable contemplar la bella escena. Es conmovedora la alegría de los hermanos que comparten felices estos breves momentos de esparcimiento. Breves, porque pronto anochece y deben volver a casa. Momentos después, rendidos duermen profundamente en sus camas. Lo hacen de dos en dos en cada cama, casi hacinados en el pequeño cuarto. Cuando todos en casa están dormidos, Pablo, sin hacer ruido, se sienta en el borde de la cama que comparte con Octavio. A la luz de la luna que débilmente ilumina a través de la ventana, saca de su escondite en el muro, detrás del cajón que hace las veces de velador, una pequeña caja de madera. Ese es su secreto, allí guarda su tesoro, muchos billetes asombrosamente nuevos y pulcramente doblados. Cada vez que él trabaja, en la fábrica de helados le regalan dos o tres, al contrario de sus hermanos, él no los come y los vende. Y va guardando el producto de su venta en esa caja en completo secreto, pues tiene miedo de que su padre no le parezca bien y lo despoje. Elige los billetes más nuevos y los ordena con sumo cuidado, los está reuniendo con un solo propósito, comprarse el reloj más lindo que ha visto en su vida, muy dorado con el fondo naranja y los números negros. Todos los días pasa a contemplarlo en la vitrina de una relojería. Lo mira por largo tiempo imaginando que algún día podrá ser suyo. Cuenta su tesoro y aún le falta más de la mitad del dinero, pero poco a poco se acerca a la meta. Al día siguiente llega a casa, y siente que algo ocurre, sensación que se evidencia cuando su padre manda a trabajar a sus hermanos y a él le pide que se quede. La mamá circula por la cocina sin levantar la mirada del suelo. Su padre lo llama a su cuarto. Le cuesta acostumbrarse a la escasa luz de la habitación. Cuando lo logra, con espanto ve su tesoro desparramado sobre la cama. Palidece y empieza a transpirar helado, no entiende por qué está pasando esto. Su padre con un trozo de cuero trenzado en una mano, lo mira con ira encendida en sus ojos penetrantes; - ¿De dónde sacaste esto? ¿Has estado robando a tu propio padre? El no puede responder enmudecido por el miedo. - Y yo que te consideraba un ejemplo para tus hermanos. ¡Mal hijo, ladrón! Y alzando el azote de cuero lo deja caer sobre el delgado cuerpo de Pablo que no puede contener las lágrimas que saltan de sus ojos aterrados. Una y otra vez su cuerpo recibe el injusto castigo. Su padre ciego de ira no se detiene a pensar en lo irracional de su conducta. Pablo no siente tanto el dolor de los golpes como el que le produce la inevitable pérdida de su tesoro: Ve con desconsuelo que nunca tendrá su reloj. Despierta adolorido. Su madre amorosa y compasivamente le atiende las heridas, pero las que tiene en el corazón… esas tardarán en sanar.