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LA ARQUITECTURA BARROCA IBEROAMERICANA:

ENTRE LA UNIDAD Y LA DIVERSIDAD

María del Carmen Francello de Mariconde / Juan Manuel Bergallo


Universidad Nacional de Córdoba. Argentina

Como arquitectos especialistas en Historia de la Arquitectura y el


Urbanismo en Latinoamérica, nos cabe la responsabilidad de impulsar, a través
de nuestras reflexiones y aportes teóricos, la valoración y difusión de los
patrimonios culturales americanos, con el propósito de contribuir a la
reafirmación y construcción de nuestras identidades nacionales.
Desde una postura crítica, actual y latinoamericana, intentamos
promover la interpretación de los procesos históricos que, a través del tiempo,
han ido conformando el ambiente cultural que identifica a nuestros territorios.
Uno de estos procesos es el que deviene de la colonización europea y de la
consecuente transculturación de modelos que, a partir del siglo XVI, se van
integrando en el escenario americano.
La arquitectura colonial iberoamericana, en general, hasta mediados del
siglo XX, fue historiada por autores extranjeros, en su mayoría europeos, cuyas
categorías de análisis y clasificaciones eran las que correspondían a su propio
contexto histórico-crítico. La concepción de esta construcción teórica
correspondía a una historia considerada central, única, lineal y de causa-
efecto, en la que la producción arquitectónica y artística americana es tratada
siempre como una manifestación periférica, marginal, hasta anacrónica a veces
por algunos historiadores.
En las últimas décadas, la historia eurocéntrica se ha fragmentado en
múltiples historias particulares, posibilitando revertir la situación dada a partir
de la progresiva toma de conciencia del valor de las propias culturas regionales.
Este trabajo va a centrar su análisis en la producción arquitectónica
correspondiente a los siglos XVII y XVIII, en la que se manifiestan las
expresiones que definen al espíritu barroco.
A más de un siglo de la conquista territorial y del inicio de la colonización
en América, el ambiente europeo estaba inmerso en un proceso de profundas
transformaciones que se gestaban desde la Iglesia Católica Romana, en sus
actitudes contrarreformistas, y desde las monarquías absolutas.
España, constituida en un gran imperio de ultramar, jugó un rol
fundamental en la reafirmación y expansión de la fe, impregnada de un
humanismo religioso que va a abrir el camino al sentimiento y a la devoción que
exteriorizará el espíritu barroco. En este contexto, el Nuevo Mundo se configura
como el territorio fértil para la utopía cristiana, en el que las órdenes religiosas
y, en especial, los Jesuitas, llevaron a cabo extraordinarias empresas
espirituales y materiales, dándole a los pueblos sojuzgados el espacio para la
persistencia de sus creencias.
En el punto culminante de su influencia, España reunió la fuerza militar
y política con una fe obsesiva en su propia justificación moral.

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El poder imperial encontró así su legitimación, trasladando su sistema de
valores a las cortes virreinales que, en su misión de dominación, lo impusieron
con mayor fuerza y vehemencia.
La América colonial produjo un notable crecimiento económico de sus
metrópolis y una dinámica social nueva y compleja, que permitió la producción
de un vastísimo conjunto de obras, en sus diferentes escenarios, acentuada por
el apogeo de las economías coloniales durante el siglo XVIII.
Mientras el oro siguiese fluyendo desde las minas inagotables del Nuevo
Mundo, España y Portugal se verían representados por esta prolífica producción
barroca. Esta riqueza, extraída de tierras americanas, constituye la nueva
realidad económica y el factor posibilitante para la materialización de los
ideales del espíritu barroco.
Los ideales soñados para América fueron negados por la dura realidad del
colonialismo, resultando los novohispanos inmersos en una ambigüedad, entre
ideal y realidad, que pudieron expresar en el arte del Barroco.
Las nuevas sociedades americanas, conformadas por europeos, indígenas
y africanos, según sus marcos territoriales, crean nuevos ambientes culturales
representados, fecundamente, por los barrocos mestizos y regionales.
Paradójicamente, aquel arte cortesano europeo resulta una expresión
genuina de las sociedades emergentes en América.
La riqueza material se complementa con la riqueza humana de la
integración étnica que la nueva población americana promovió y que significó
para las metrópolis un renovado desafío de inclusión. ¿Acaso hubiera sido esto
posible en otra realidad diferente a la peninsular, gestada por una continua
historia de inclusividades?.
Para abordar el análisis de esta temática, nuestro enfoque se basará en
la consideración de una serie de conceptos instrumentales, a través de los cuales
verificaremos la hipótesis que demostrará la coexistencia de aspectos unitarios
y diversos que se manifiestan en las arquitecturas barrocas regionales,
particularmente en las de nuestro medio, Córdoba, Argentina.
Algunos de estos instrumentos teóricos son: la Región, la Identidad, la
Transculturación, el Mestizaje, lo Universal y lo Particular, lo Central y lo Periférico.
A fin de adentrarnos en el mundo barroco iberoamericano, debemos partir
de la comprensión del concepto de Región y de sus particularidades, desde la
visión antropológica y cultural que caracteriza a este vasto soporte físico y
geográfico.
La unidad aparente de este subcontinente se basa en un hecho exógeno:
la ocupación europea de un territorio hasta entonces fragmentado en múltiples
desarrollos culturales autónomos de los diversos grupos aborígenes que lo
poblaban.
La Región se configura a partir de las interrelaciones entre dicho soporte
y el grupo social que lo ocupa. Esta relación hombre-territorio es la que define
las particularidades de un determinado ambiente. Si alguno de estos
componentes varía en sus características, estaremos en presencia de otra
realidad regional.
Entonces, consideramos que la Región es la menor dimensión que permite
reconocer su identidad a un grupo humano en un espacio geográfico
determinado por situaciones que le confieren unidad.

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La delimitación de lo regional es una delicada operación selectiva, en
donde son los emergentes del lugar los que van definiendo su pertenencia en
función de los valores preexistentes, que comparte o adopta, y que definen, en
última instancia, su carácter regional.
Esta amplia gran región iberoamericana, de una escala desmesurada,
actuará como contenedora de una diversidad cultural basada en geografías,
climas, recursos naturales, grupos humanos, etc. diferentes entre sí, aunados
por la imposición de un sistema político, administrativo, moral y religioso
unificado y pretendidamente eterno.
Solamente algunos ejemplos bastarán para verificarlo:
En el caso del Brasil, se definen realidades regionales diversas, ya se
trate de ciudades costeras, abiertas al intercambio y cosmopolitas, como San
Salvador de Bahía, o ciudades internas, como Ouro Preto y otros asentamientos
mineros, ensimismadas y autónomas.
En el Perú, la costa y la sierra configuran los soportes físicos de dos
regiones fuertemente caracterizadas por la presencia del mar y del desierto, en
el primer caso, y la montaña y los valles fértiles, en el segundo.
Lima, ciudad virreinal de fundación hispánica, portuaria y asiento de una
elite europea, produjo un legado cultural más cercano a los modelos originarios,
absolutamente diferente del gestado en el mundo andino, por ejemplo, en el
área del Cuzco, ciudad colonial superpuesta a la otrora poderosa capital incaica,
con vigorosa persistencia de sus rasgos indígenas, luego devenida periférica y
mestiza.
Dada esta conceptualización inicial y su breve ejemplificación, podemos
afirmar que la Iberoamérica Barroca estaría conformada por múltiples
realidades regionales que desarrollaron una pluralidad y diversidad de
respuestas culturales, entre las que se enmarca la producción arquitectónica.
El concepto de Región lleva, por ende, implícito el concepto de Identidad.
Ésta se define como la resultante de un particular modo de pensamiento
y acción del hombre, que lo diferencia de otros, y que se construye a través de
su historia.
Puede ser considerada como un valor emergente, con una entidad propia,
en un universo limitado en que determinadas variables se amalgaman
armónicamente en el tiempo, produciendo una síntesis en la que confluyen la
teoría y la praxis.
La Identidad está enmarcada en un tiempo y en un espacio que definen
un particular ambiente humano, confiriéndole su carácter y definiendo sus
peculiaridades propias en función de un sistema de valores según su horizonte
cultural.
Esta existe cuando es asumida conscientemente y es reconocida por
otros. No sólo tiene raíces arqueológicas, persistentes, sino que es una
construcción comunitaria cotidiana y contínua; es más, según el pensador
chileno Miguel Rojas Mix, es un proyecto a futuro.
La América Barroca resultó de la construcción de un proyecto, desde la
confluencia de dos vertientes culturales con marcadas identidades propias: el
mundo europeo y el mundo aborigen americano.
Sus producciones arquitectónicas se constituyen en respuestas originales
y auténticas, con rasgos identificatorios propios y regionales. Por ejemplo, son

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claramente reconocibles y distinguibles las particularidades genuinas que
presenta el Barroco hispano-guaraní, de las Misiones Jesuíticas, o las de las
Iglesias del Barroco mineiro en Brasil.
En el caso de las Misiones del área guaranítica, se parte de una
concepción urbanística barroca en el trazado de los poblados, enfatizando un
eje visual que culmina en la gran escenografía de la plaza, en la que el templo
períptero ocupa, simbólicamente, la posición central.
Este eje recorre un espacio urbano ordenado y sistemático, que responde
al orden del mundo barroco, con un centro, la plaza, que se irradia hacia la
infinitud del territorio.
La puesta en escena del gran espacio comunitario, adquiere
características genuinas a partir de su escala desmesurada en relación al
espacio europeo, de su vínculo con la naturaleza y los contrastes cromáticos
resultantes entre la intensidad del verde y las envolventes de piedra rojiza y la
fuerza expresiva del lenguaje mestizo de sus fachadas.
Desde la planificación general hasta las soluciones arquitectónicas
particulares, se crean elementos tipológicos novedosos, que, sumados a los
aportes constructivos y ornamentales, definen el carácter que hace reconocible
a este Barroco regional.
En el caso del Barroco brasilero, se da la particularidad de una
localización jerarquizada de las iglesias en las ciudades, dada por la elección de
sitios prominentes en las abruptas topografías en las que se destacan como
objetos únicos en el paisaje urbano. Además de constituirse en elementos
referenciales de la escenografía urbana, sus posiciones determinan puntos
focales que generan ejes visuales, en los que no está ausente la idea barroca
de la ciudad como espectáculo y sorpresa.
Esta situación se refuerza a través del diseño de los espacios-atrios, que
se adhieren al lugar convirtiéndose en amplios balcones urbanos, a los que se
accede por escaleras abiertas resueltas con una dinámica secuencial
caracterizada por su monumentalidad.
Las iglesias exentas posibilitan un tratamiento fachadístico continuo, que
en el Brasil se vincula con la expresión propia de la arquitectura palaciega.
Entre los aportes más significativos de esta arquitectura religiosa regional, se
inscriben las novedades tipológicas que se expresan en la resolución de los
espacios interiores. Estos se conciben a partir de la interpenetración espacial
de nave única y presbiterio a través del arco triunfal y se refuerzan con la
presencia y los efectos que provocan las dobles envolventes generadas por los
corredores laterales. A esto se le suma el característico cielorraso maderil de
la nave tratado con recursos pictóricos ilusionistas.
Todas estas singularidades se exaltan en el barroco tardío de la región de
Minas Geraes que constituye una escuela con identidad propia. Esa identidad
se expresa claramente en la culminación de un proceso de adopción de formas
dinámicas, curvilíneas, que enfatizan la aprehensión total de los volúmenes, y
en la mayor exuberancia del tratamiento ornamental en exteriores e interiores.
La obra del Aleijadinho resume este proceso de culminación y al mismo
tiempo de simbiosis de distintas vertientes culturales tanto europeas como
locales.
Esto nos remite a otro de los aspectos importantes de nuestra lectura.

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Entre los conceptos instrumentales utilizados para este abordaje del
fenómeno particular del Barroco Iberoamericano, consideramos al referido a los
procesos de transculturación como uno de los más significativos.
Entendemos a la Transculturación como el proceso selectivo de traslación
de modelos culturales desde una realidad a otra diferente. En este proceso se
produce una apropiación y reelaboración de dichos modelos, resultando de ello
una nueva realidad transformada y compleja, que no es una simple mixtura
sino un producto original y autónomo.
El concepto de Transculturación lleva implícito la dinámica del contraflujo,
es decir, la vuelta desde la otra realidad hacia la realidad central. En este
caso, se invierte el sentido, convirtiéndose en protagonista la componente
periférica.
Según el antropólogo social sueco Ulf Hannerz1, “... los procesos de
confluencia cultural se extienden en un continuum más o menos abierto de diversidad,
a lo largo de una estructura de relaciones centro-periferia, caracterizado por la
desigualdad de poder, prestigio y recursos materiales”. Esta conceptualización es
transferible a los procesos de producción urbano-arquitectónicos en la América
colonial.
Afirmamos que el origen de la creatividad y riqueza del Barroco
Americano es consecuencia de esa dinámica que la Transculturación produce,
que en el caso de los Barrocos regionales se nutre de la voluntad de adaptación
del europeo a la realidad del Nuevo Mundo y del aporte y la vitalidad de los
pueblos aborígenes, en modalidades diversas.
Entre estas modalidades que no deberían establecerse categóricamente,
podemos diferenciar respuestas variadas.
Por ejemplo, si analizamos la Catedral de Lima, tanto su tipología como su
resolución formal y espacial responden al modelo español. Sin embargo, su
inserción urbana frente a la Plaza de Armas de la ciudad cuadricular y la
incorporación de tecnologías de tradición prehispánicas en sus cubiertas, el
sistema de quincha, producen una resultante americana que se va gestando y
completando a través de los siglos.
Si bien el modelo español está presente en la Iglesia de San Lorenzo de
Potosí, la fuerza expresiva de su fachada retablo inscripta en un arco cobijo
produce la sinergia característica del barroco mestizo altoperuano. Tras la
exuberante profusión ornamental que recrea elementos iconográficos del
mundo indígena altiplánico y selvático, subyace la impronta del clasicismo
europeo.
En cambio la preponderancia de lo local se manifiesta, mayoritariamente,
en arquitecturas populares periféricas, en las que se introducen variantes
tipológicas y licencias formales y ornamentales.
Tal es el caso de conjuntos altoperuanos y de conventos fortaleza
mexicanos, originados desde la primera etapa de la conquista, con sus grandes
atrios, las capillas abiertas, las posas, etc., que persisten en diferentes
regiones, con intervenciones realizadas en los siglos XVII y XVIII y aún más
tardías, como el Convento de Izamal, pueblo maya de la Península del Yucatán.

1 HANNERZ, Ulf. “Flujos, fronteras, híbridos”. Revista Mana. Estudios de Antropología


Social. Vol. III. Nº 1. Río de Janeiro, Brasil. Abril, 1997.

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La libertad expresiva, la ingenuidad, el recurso del color, la ausencia o el
uso relativo de leyes compositivas, constituyen las cualidades de estos barrocos
populares.
Los atributos invariantes de la arquitectura barroca europea: el orden
sistemático, el dinamismo, la ambigüedad, la sensualidad, la abundancia, etc.,
van a ser fecundamente enfatizados en América a través de la impronta
mestiza. Este mestizaje, que varía significativamente de una región a otra,
nutre la primera apropiación original de un sistema de valores transculturado.
En definitiva, esta es la arquitectura barroca americana en su diversidad. Esta
diversidad, comprometida con lo regional, mantendrá, sin embargo, rasgos
comunes.
Otro de los instrumentos teóricos que nos sirven para este análisis es la
relación centro-periferia.
Tenemos que considerar que nuestros barrocos americanos devienen de
dos situaciones periféricas: en primer lugar, la de las potencias colonizadoras
en relación a la producción central europea y, en segundo lugar, la de nuestro
propio contexto americano colonial, en general.
A su vez, dentro de este panorama, encontramos situaciones
diferenciadas que van desde el Barroco producido en las principales ciudades
de virreinatos y capitanías hasta las manifestaciones modestas que se gestan
en los territorios interiores.
Refiriéndose a la producción central y genuina en relación a las
producciones periféricas, el mexicano Carlos Fuentes expresa: “El barroco
europeo se convirtió en el arte de una sociedad mutante, de cambios inmensos
agitándose detrás de la rígida máscara de la ortodoxia. Pero si esto fue cierto en la
Europa católica, habría de serlo mucho más en las nacientes sociedades del Nuevo
Mundo, donde los obstáculos opuestos al cambio eran, quizás, mayores aún que en
Europa”.2
En relación a la situación del Barroco peninsular respecto a los modelos
italianos originales, éste se presiente como un arte más decorativo que
estructural. Según Yves Bottineau3 “En España, la concepción barroca de la planta
y el volumen, salvo escasas excepciones, se ha manifestado tardíamente. Ambos se
hicieron tradicionales, estáticos, mientras que, en cambio, la ornamentación de las
fachadas y los interiores evolucionaba hacia la animación, el exceso y la disolución”.
Esta concepción responde a la voluntad de difusión y persuasión del
catolicismo de la Contrarreforma española, que se expresa en una
extraordinariamente rica producción artística, pictórica, escultórica, de
imaginería, de arquitecturas efímeras, que va desde el siglo XVII hasta el XVIII,
constituyendo un aporte espiritual y estético único en el contexto europeo.
“... Esa producción respondía a la ardiente fe de la nación entera y prestaba a
ésta un carácter particular de fervor obstinado, de ostentación y de realismo... ¿Cómo
no ver en ese rechazo de la mesura, de la armonía, del equilibrio, de la serenidad, en
esta voluntad de conmover y turbar, en esta retórica del espectáculo valores

2 FUENTES, Carlos: El espejo enterrado. Taurus. México, 1992.


3 BOTTINEAU, Yves: Barroco II. Ibérico y Latinoamericano. Ediciones Garriga. Barcelona,
España. 1971

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incompatibles con lo que amó el clasicismo?4. Con este interrogante, Víctor – Lucien
Tapie sintetiza acertadamente el carácter particular del Barroco español.
Éste carácter fue trasladado a América y rápidamente impuesto y
apropiado por su compatibilidad, entre otros factores, con la concepción indígena
preexistente de la gran densidad decorativa.
La escala indefinible del gran espacio americano permitió concepciones
monumentales de conjuntos urbano-arquitectónicos que, además, enfatizaron el
dinamismo barroco y la libertad en el uso de los recursos expresivos.
Esta concepción espacial – monumental creó los escenarios adecuados
para las grandes ceremonias y procesiones al aire libre que representaron un
sincretismo religioso y cultural, todavía vigente en gran parte de Iberoamérica.
Este tipo de culto proporcionó el marco propicio para la proliferación de
una imaginería policromada, de factura indígena, que exacerbó el realismo
trágico de la tradición española. Esto se verifica en escuelas regionales como la
quiteña, la cuzqueña, la altoperuano, la guaranítica, etc.
El Barroco en América presenta, a su vez, situaciones centrales y
periféricas. En la región cuzqueña, la producción arquitectónica urbana se
manifiesta en un barroco que podríamos calificar de culto en relación a aquel
de su territorio interior, a veces inmediato. Este sería el caso del Barroco
mestizo de la significativa Iglesia Parroquial del poblado indígena de
Andayhualillas respecto a, por ejemplo, la Iglesia de la Compañía de Jesús en el
Cuzco, considerada por Damián Bayón5, como una “cabeza de serie” a escala
regional.
Si nos remitimos a lo expresado en el título de esta ponencia: La
arquitectura Barroca Iberoamericana: Entre la Unidad y la Diversidad , partimos de
confrontar la posible unidad del Barroco Iberoamericano como un todo y la
fragmentación de ese todo en diversidades.
En todas las situaciones ejemplificadas a lo largo de este trabajo,
detectamos la presencia de invariantes y variantes que definen esa unidad y
diversidad, y que se expresan en los tipos, las resoluciones espaciales, los
lenguajes, los sistemas y técnicas constructivas, los usos y los significados.
Esto también se verificará, como lo hemos venido haciendo, a través de
los conceptos instrumentales ya enunciados y teorizados, en la situación
particular de la obra jesuítica de la ciudad y el territorio de Córdoba.
Esta región, que constituyó una periferia en el extremo sur del Virreinato
del Perú durante los siglos en que actuaron los Jesuitas, presenta hoy el
conjunto de arquitectura barroca más importante de nuestro país.
Ello ha sido internacionalmente reconocido a través de la Declaratoria de
Patrimonio Cultural de la Humanidad que la UNESCO efectuó en diciembre de
2000 sobre la Manzana Jesuítica de la ciudad y el sistema de la Estancias
dispersas en el interior provincial.
La llegada de la Orden a Córdoba se produjo en 1599, ocupando una doble
manzana en el borde de la reciente traza fundacional.

4 TAPIE, Víctor – Lucien. El Barroco. Ediciones Eudeba. 6ta Edición. Buenos Aires, Argentina,
1981.
BAYON, Damián. Sociedad y arquitectura colonial sudamericana. Una lectura polémica. Editorial
5

Gustavo Gili. Barcelona, 1974.

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A lo largo del siglo XVII, construyeron su convento, que responde a la
tipología tradicional europea de templo, varios claustros, talleres y huerta,
fundando en 1613 el Colegio Máximo que es el origen de la primera Universidad
en el cono sur americano.
Con el propósito de sostener las actividades urbanas de la Orden, se creó
un sistema de asentamientos productivos rurales, las Estancias, emplazadas en
grandes territorios interiores hacia las sierras.
En este caso, nace una nueva tipología religiosa rural, constituida por
una pragmática simbiosis de convento y factoría. Los cinco establecimientos que
han permanecido hasta hoy son los conjuntos de las Estancias de Alta Gracia,
Jesús María, Santa Catalina, Caroya y La Candelaria, algunos de los cuales
originaron estructuras urbanas y otros persisten en su entorno rural.
Desde el punto de vista de la Región, Córdoba se localiza en una situación
mediterránea, de clima templado, recorrida por cadenas montañosas que
encierran valles, aptos para el asentamiento humano y las actividades agrícola
– ganaderas.
Sus primitivos habitantes, Comechingones y Sanavirones, ocuparon
dichos valles ancestralmente, conformando poblados primitivos y otorgando
significación a sitios naturales especiales para sus ceremonias rituales. Sin
embargo, la incidencia de estos rasgos culturales fue débil para los nuevos
habitantes europeos, que impusieron rápidamente su propio sistema de valores
en la región.
La sociedad colonial cordobesa se caracterizó por su dependencia de otros
centros de poder y decisión y por la cultura de la escasez que le generaba un
medio predominantemente semiárido desprovisto de recursos minerales y
alejado de las costas fluviales y marítimas.
Esta situación determinó el carácter introvertido, conservador y austero
de sus habitantes, carácter que podemos inferir se traslada a su arquitectura.
La obra jesuítica refleja esta escasez de recursos materiales y humanos
y esta austeridad en sus resoluciones formales. Las envolventes exteriores del
templo de la Compañía de Jesús, resueltas con la típica fábrica mixta de ladrillo
y piedra cordobesa y desnudas de toda ornamentación, evidencian esas
condiciones.
Sin embargo, esta realidad exterior contrasta con el mundo ideal e
ilusorio que alberga su interior, expresando la ambigüedad de una sociedad
atrapada entre lo posible y lo soñado.
Aún hoy, cuando los usos y significados de estas arquitecturas han
mutado en el tiempo, se percibe, vivencial y emocionalmente, este espíritu que
define la identidad de la arquitectura jesuítica de Córdoba. Esta percepción
interior se revierte en la toma de conciencia de nuestra propia identidad.
Identidad que, para los actuales cordobeses, en su tradición e
idiosincrasia, sigue ligada a esa ciudad doctoral y monástica, en la que todavía
hoy la vida universitaria que participa de la Manzana Jesuítica y su entorno
inmediato, es un rasgo fundamental de la dinámica social y de la apropiación de
nuestro centro histórico.
Respecto a las Estancias, éstas conformaron nuevos tipos cuya
organización funcional y espacial, basada en las relaciones entre el atrio, el
templo, la residencia de los jesuitas, el obraje, la ranchería de los esclavos

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negros, el cementerio, la huerta, el molino, el tajamar y las áreas de
explotación agrícola y granadera, controladas por puestos estratégicamente
localizados, iniciaron un modelo de apropiación de la tierra. Este modelo se
difundiría, como el casco de estancia de carácter civil, a lo largo y ancho del
territorio rural argentino a través de la historia.
Desde el punto de vista de la Transculturación y de las modalidades
adquiridas en la arquitectura jesuítica cordobesa, debemos diferenciar la obra
urbana de la rural.
El templo del conjunto urbano se inscribe en la tradición jesuítica
manierista de nave única y capillas con transepto y cúpula en el crucero. Este
esquema tipológico se modifica para albergar dos grandes capillas, la de
Naturales y la de Españoles, en reemplazo de la sucesión de capillas del modelo
original.
Esta sustitución aporta una de las componentes locales que responde a
los requerimientos propios del grupo social; de lo que resulta una espacialidad
interior diversa.
El sistema abovedado de la cubierta maderil, inspirado en tratados como
el de Philibert Delorme, y la tradición de la construcción naviera, aporta una
solución única y original al tipo arquitectónico. La gran bóveda de cañón corrido,
construida en madera de cedro del Paraguay, trasladada desde las Misiones del
área guaranítica, se reviste en textiles pintados con motivos fitomórficos de
gran colorido. La sucesión de las costillas estructurales refuerza el ritmo y el
dinamismo de la bóveda en su dirección hacia el altar, que remata en un gran
retablo dorado y policromado que, si bien se ordena al modo clásico, representa
la exuberancia del arte mestizo misionero.
Del mismo modo, en una escala menor, la Capilla Doméstica de la
Residencia exhibe los mismos rasgos destacándose su extraordinario retablo e
imaginería.
Precisamente va a ser en los altares y retablos americanos donde
encontramos la mayor diversidad de aportes regionales y mestizos,
constituyéndose en uno de los aspectos que proporciona mayor unidad a todo el
Barroco Iberoamericano.
Si bien, como hemos dicho, el tipo de la Estancia es original, se verifica
en sus componentes la adopción de modelos conocidos, en los que los hacedores
jesuitas imprimieron las experiencias arquitectónicas de sus lugares de origen.
Por ejemplo, esto resulta evidente en la fachada de la Iglesia de la Estancia de
Santa Catalina, que recrea, con modestia, el lenguaje del barroco sur alemán a
través del Padre Harls, o en el claustro principal de su Residencia que responde
al clasicismo de los tratadistas italianos y es atribuido a la mano del Padre
Andrea Bianchi.
Los conjuntos de las Estancias presentan, en general, un núcleo
simbólico que podríamos calificar de arquitectura culta (templo y residencia) y
una serie de construcciones con fines utilitarios resueltos con soluciones
prácticas, modestas, vernáculas y populares. En esta dualidad reside su
particularidad.
En cuanto a la relación centro-periferia, ya mencionamos la situación
periférica de la región cordobesa en general. Esta relación también se evidencia
en el propio plan que los jesuitas implementaron en Córdoba. Su Convento

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urbano es el centro del sistema al que las Estancias, en la periferia, proveen su
sustento.
En base a este breve análisis de la arquitectura jesuítica cordobesa,
podemos confirmar la vigencia del valor de lo particular, de lo diverso y de lo
periférico.

Estas reflexiones que han intentado responder a ciertos interrogantes


sobre la arquitectura barroca en Iberoamérica, se han basado en instrumentos
teóricos que posibilitan una visión holística del tema.
En cuanto a los aspectos unitarios de esta arquitectura, toda
Iberoamérica comparte una cosmovisión que se transmite a través de un
espíritu barroco reconocible. Reafirmamos que éste es el espíritu que va a
gestar la apropiación más original de un universo simbólico transculturado.
Igual que en Europa, entre ideal y realidad, se desarrolló el Barroco de
este Nuevo Mundo, pero en este caso, concediendo su lugar al medio cultural
preexistente y originando, por ende, múltiples versiones regionales.
Si hoy entendemos por Regionalismo, como actitud ideológica y proyectual,
a las propuestas que definen diferencias para dar respuesta a situaciones
particulares de cultura y lugar, consideramos que la primera manifestación de
resistencia a lo universal en la América colonial, es el Barroco.
“El barroco es un arte de desplazamientos, semejante a un espejo en el que
constantemente podemos ver nuestra identidad mutante”6. Esta identidad mutante
americana, que se nutre de la vigencia de las manifestaciones barrocas, se
sigue construyendo día a día entre los cambios y las permanencias.

6 FUENTES, CARLOS. Op. Cit,

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