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ESTRUCTURA Y LA PROGRAMACIÓN
DEL DEBATE DE LA LEY
Como todo proceso político el ánimo del actor eleva o rebaja la comunidad
según el espíritu desde el que toman posición. El legislador centrado en el
rol desde el que actúa en representación de quienes le han dado confianza
usa su conciencia como filtro para purificar y para producir una comunidad
más ordenada y, también, más feliz y próspera. El legislador para el que su
rol es una oportunidad de perseguir y de dominar, de conseguir vanidades
insatisfechas en otras esferas de su existencia, o de hacerse de algunas
pocas glorias fáciles, fama pasajera y festejos circenses de sus
ingeniosidades y astucias, pasa por el proceso legislativo para vergüenza y
pena de quienes creyeron que con su presencia en la asamblea las cosas
podían ser distintas para el Perú. Los procesos legislativos son el laboratorio
en el que se conoce la calidad de la materia prima que el maestro que es el
pueblo selecciona para alcanzar su propia inmortalidad, el oro de su
bienestar, o la sutileza de su espíritu.
En el proceso legislativo el legislador es el alfarero y el futuro y las ilusiones
del pueblo su arcilla. La arcilla debe ser seleccionada y escogida con
seriedad y rigor. Moldear la arcilla sin seleccionarla no garantiza la calidad,
solidez ni durabilidad de su obra. Si el horno recibe colores sin sustancia ni
calidad de buena arcilla no hay belleza que dure. Y en el proceso el alfarero
puede optar por la vía del juego gracioso, de la disposición traviesa e
inconsecuente de su pendejada, o por la vía madura de los viejos
alquimistas que repetían solvite corpora et coagulate spiritum. ¡Disuélvete
materia y coagúlate espíritu!. La fidelidad al proceso es la meta del
legislador. Si atiende y dirige su espíritu y lo orienta con dedicación a cada
uno de los pasos en los que se desenvuelve el proceso, con la participación
consciente y concentrada de su ser el legislador cumple lealmente su rol y
honra la confianza con la que lo honra y distingue la comunidad. El
legislador es como el minero que usa la frágil luz de una vela o una linterna
para abrir las venas de la montaña en las que la tierra deposita el enigma
de la riqueza. No hay otra forma de participar en los procesos legislativos
que experimentando conscientemente la sensación de tensión con la que el
alfarero o el minero proceden con pureza. Su pureza en el proceso garantiza
la pureza de la obra procesada. El oro en el proceso de la alquimia
legislativa no es la «ley perfecta» (que quizá no exista) sino la apertura e
integridad de ánimo de quien actúa con la responsabilidad de quien tiene la
misión de intervenir por cuenta de tantos otros que prefieren el vínculo de
la comunidad a la anomia.
Otro aspecto que debe tenerse presente igualmente es que la esas reglas,
normas y leyes para tomar decisiones son pensadas, diseñadas y aprobadas
a partir de supuestos o presunciones, no siempre explícitos ni respaldados
en la realidad, respecto del grado de racionalidad de los operadores
(legisladores, grupos parlamentarios y Comisiones) y del propio proceso de
toma de decisiones. La presunción puede ser que los operadores son
efectivamente agentes racionales que entienden correctamente el proceso,
que no cometen errores sistemáticos, y que toman decisiones óptimas
porque sólo dejan de informarse y de deliberar cuando llegan a un punto en
el que la ganancia por el esfuerzo de análisis y concertación es por lo menos
igual al costo. Pero la presunción puede ser también que los legisladores
actúan sin un patrón racional, o lo hacen de forma irreflexiva o automática.
Es la práctica procesal la que define el perfil del legislador. Esto es, el tipo
de gestión y participación de los legisladores en el proceso legislativo es el
que sostiene o enmienda la presunción sobre el tipo de operador del
proceso. En la medida que se gana conocimiento sobre la conducta del
legislador es que puede, por lo tanto, mejorarse las reglas del proceso. El
desencuentro entre el perfil del usuario final de las normas y la presunción
sobre su supuesto nivel de racionalidad operativa es el que define tanto la
calidad técnica del proceso diseñado como la calidad de los resultados
obtenibles con la norma procesal. Esto significa que mal puede calificarse
una norma procesal como buena o mala sin tomar en consideración las
necesidades y el estilo de uso de los usuarios y, por lo mismo, mal pueden
calificarse como buenas o malas las decisiones de buenos o malos
operadores si las normas procesales vigentes no tomaron en consideración
las perspectivas colectivas del valor que tiene para el legislador las reglas
procesales en vista del fin político que tienen la responsabilidad de cumplir.
De ahí que sea necesario mantener una pauta de diseño procesal que no
baje la varilla únicamente al plano concreto de la experiencia y de las
necesidades del operador del proceso. Si a eso se redujeran las pautas para
la definición de normas se caería en un extremo tal en el que la norma
procesal, como un tipo de ley, se rija sólo por el deseo o interés del
legislador. Noción de ley que ha sido criticada en la primera parte de este
trabajo.
Ahora bien, de otro lado, si bien es cierto que observar los pasos en el
proceso de producción de la ley, no asegura que el ejercicio del oficio de
concebir, definir y de crear una ley se desempeñe con suficiencia, y por lo
tanto no asegura tampoco que el ejercicio procesalmente correcto no
garantiza su uso según el fin público prescrito ni impide hacerlo para
beneficio privado de quienes reciben el encargo de legislar, no es menos
cierto que las reglas del proceso tienen una finalidad que cumplir para
limitar tales distorsiones. Existen para enderezar, apoyar y asegurar los
mínimos necesarios en búsqueda de la alternativa buscada por los actores
del proceso legislativo y para dar firmeza a la decisión colectiva. El sentido y
razón de ser del proceso es permitir concluir en una decisión correcta de
contenido legal. El proceso no ignora la finalidad material del resultado que
se aspira a conseguir. No le es irrelevante ni inútil.
No cabe pues dentro de esta lógica mantener una noción del proceso como
si sólo le correspondiera un papel lamentable y marginal, arbitrario,
inconexo, periférico y accesorio respecto del contenido material de la ley.
Hacerlo constituiría una expresión de inocultable deficiencia que melle la
calidad de la legislación no menos que el desempeño del legislador. De ahí
que sea preciso replantear nuevamente la cuestión inicial y básica que sirve
de eje de reflexión en este trabajo, y para ello necesitamos recapitular y
aplicar tales conceptos con el tema que se desarrolla en este capítulo, en el
cual cabe advertir, nuevamente, la relación entre el perfil fundamental y
material de la ley y los aspectos procesales que es preciso contemplar para
que la ley material quede correctamente aprobada.
El valor político del proceso, por lo tanto, puede ser visto como su capacidad
para legitimar la interacción y la toma de decisiones colectivas. El proceso
tiene razón de ser porque los legisladores creen que seguirlo es una
garantía igualitaria para conseguir la decisión colectiva en la que ellos
creen. De ahí que quepa concentrar en su existencia y en su apego u
observancia una certeza colectiva. Vale más contar con un proceso que
reduzca con eficiencia la complejidad de situaciones de naturaleza análoga,
que prescindir de reglas de trámite en un esquema abiertamente
discrecional. Al revés. A mayor discrecionalidad menor certeza sobre cómo
llegar al resultado colectivo. Además, la mayor incertidumbre demanda para
cada caso mayor uso del tiempo para establecer qué acuerdo procesal
permite tomar qué determinación. La confianza en la existencia del proceso
y en su eficiencia para alcanzar decisiones colectivas es un valor de
inestimable trascendencia en la finalidad de llegar a decisiones materiales y
efectivas para la colectividad.
En el cuadro que sigue puede percibirse los niveles de uso del proceso
legislativo por los legisladores, con el fin de definir las políticas legislativas
propuestas en un sentido u otro. Pero, como se verá luego, el tipo de uso
que los operadores realizan no hace que la función del proceso se agote en
la instrumentalización y ventajas que el legislador obtiene con él. El cuadro
muestra en tres columnas los tipos de interacción (o usos disponibles), los
supuestos de hecho procesales que marcan la orientación sobre el uso y
resultados obtenibles por los operadores del proceso, y los casos específicos
en que se produce la interacción según cada tipo.
A través del proceso legislativo debe formarse una política pública que la
pluralidad de tendencias políticas representadas en el Congreso aprueba
para ordenar y cohesionar a la sociedad. Ese proceso legislativo tiene por
función acoplar los deseos, intereses y valores de los representantes de
manera que el resultado de procesar la participación de los operadores o
usuarios del proceso incluya el deseo de ley de las diferentes tendencias de
la comunidad. La naturaleza de esta función es en esencia indesligable del
sentido de la ley, pero tiene una virtud funcional propia y específica. El
proceso es el medio de composición y articulación de la diversidad en una
voluntad corporativa común. La pluralidad se convierte en una sola decisión
colectiva porque el proceso legislativo cumple con esa función para la
institución parlamentaria.
Es porque existe la diferencia y la pluralidad en la sociedad que el proceso
tiene la finalidad de legitimar los resultados. La existencia de la diferencia y
la pluralidad justifica la existencia del proceso. Sin proceso la diferencia y la
pluralidad no llegan a un resultado colectivo agregando el discurso,
argumentos, deseos e intereses heterogéneos de la sociedad.
En vista del papel que tienen las Comisiones como órganos y etapas en la
cadena de construcción de valor de la institución parlamentaria, sólo si en
ellas se cumple con las competencias requeridas, para alcanzar y construir
los valores en cuya razón de ser existe el proceso legislativo, es que las
Comisiones tienen una labor procesal útil a la colectividad y el Congreso, a
través de ellas, sirve bien a su finalidad como órgano estatal responsable
por la función legislativa. Sin competencia para agregar valor las
Comisiones carecen de la utilidad necesaria para la acción efectiva del
Congreso como agente de solución de problemas políticos y sociales. La
gestión de las Comisiones tiene sentido si con su acción aumenta la
credibilidad de la gestión legislativa del Congreso. Las Comisiones tienen la
misión de desarrollar el potencial de la institución, en particular por el
aporte que su evaluación, estudio y deliberación significa para el proceso de
discusión y toma de decisiones por el Pleno. La competencia central de las
Comisiones en el proceso legislativo permite contar con una percepción o
visión que integra los requerimientos colectivos, según la pertinencia e
idoneidad que la propuesta legislativa ofrece de modo efectivo como
solución a los problemas de la sociedad. El valor que contribuye a alcanzar
las Comisiones es el enfoque especializado que pone a disposición del
Pleno. El Congreso puede ser evaluado y recompensado si es posible
percibir la diferencia en el valor que aseguran y defienden las Comisiones
cuando actúan según las competencias que se espera que cumplan.
Son tres los aspectos en los que cabe advertir el ejercicio idóneo de las
competencias de las Comisiones. El primero, es que las Comisiones sepan
qué hacer; el segundo, que lo puedan hacer; y el tercero, que lo quieran
hacer. Saber qué hacer es una competencia esencialmente cognitiva y
supone que se entienda debidamente cuál es su rol en el proceso y la
naturaleza de su labor para alcanzar los valores que la institución les
encomienda aportar. Poder hacer es una competencia relacionada con las
destrezas y las habilidades para cumplir con lo que se sabe que tienen la
responsabilidad de hacer. Y el querer hacer es una competencia propia del
ámbito de las actitudes; esto es, que sabiendo lo que hay que hacer, y
contando con las destrezas y recursos para poder hacerlo, exista la
disposición y voluntad para comprometerse y alcanzarlo haciéndolo de
modo visible y efectivo. Saber hacer, permite entender qué tareas y qué
funciones deben atenderse y cumplirse. Poder hacer, es ser capaz de
desempeñar los puestos en la institución durante la etapa de Comisiones. Y
querer hacer, contando con el conocimiento, la experiencia, y las
capacidades para el desempeño, es lo que habilita el éxito del proceso a
cargo de esta fase del proceso legislativo.
Durante el proceso y al final del proceso lo que quiera que haya participado
deja de ser lo que fue antes de su inicio. Entre el inicio y la conclusión de un
proceso la metamorfosis de una propuesta atraviesa por una dinámica que
incluye y excluye factores, sectores involucrados, personas, e intereses. La
razón de ser del proceso legislativo es filtrar con sus reglas la precipitación.
El proceso existe para que las decisiones se adopten en resguardo de
criterios y principios en cuyo nombre se han establecido las etapas o fases
del proceso. No es irrelevante que se decida de cualquier modo. Las reglas
sobre el proceso tienen por objeto garantizar mínimos políticos, éticos y
jurídicos con la calidad de la decisión que tome una autoridad. Cada una de
las fases que se suceden y por las que pasa cada demanda de acción de la
autoridad competente constituyen un filtro y una prueba para garantizar los
valores políticos, éticos y jurídicos por los que existe el proceso de toma de
decisión. El proceso legislativo existe para que quienes deben tomar la
decisión realicen acciones determinadas según pautas y reglas cuyo
cumplimiento asegura un mínimo supuesto de valores colectivamente
exigido para que la decisión sea considerada válida, vinculante y legítima.
De forma que los actores cuenten con un marco mínimo que oriente el
sentido en que deben cumplir la responsabilidad legislativa exigida en el
desarrollo del proceso legislativo, es indispensable que tengan conciencia
del impacto que tiene asumir sus riesgos sobre los contenidos de las leyes
que debaten y aprueban. La intervención legislativa no se decide sólo
porque se tiene el poder y la autoridad para determinar el contenido y los
fundamentos de una propuesta de acción política. Se decide para minimizar
riesgos existentes antes de la decisión legislativa en la realidad social, y se
decide para que la intervención no genere peligros mayores que los
invocados como justificación para cambiar el estado del sistema jurídico y
de las normas vigentes.
En el entendido y bajo la premisa que las etapas del proceso legislativo son
pasos sucesivos secuenciales e integrados en los que la institución
parlamentaria agrega y acumula valor, para que sus servicios y productos
sean más útiles y beneficiosos para la sociedad que su inacción o que otras
alternativas menos efectivas para atender los requerimientos o expectativas
de la sociedad, cabe presentar cada una de esas etapas e identificar cuáles
son los valores típicos del proceso legislativo que se espera generar y
defender mediante el pase de una propuesta por cada fase.
Los ejes que atraviesan todo el proceso legislativo son el referente a una
situación de la realidad que se pretende ordenar o remediar, el sustento
deliberativo respecto a la decisión de intervención sobre la realidad, la
naturaleza compartida y plural entre los agentes competentes para definir
el curso de acción respecto de la situación de la realidad a ordenar o
remediar, y el carácter normativo de la decisión de intervención legislativa.
En este ámbito sin embargo, cabe diferenciar los foros que atraviesan
la sociedad de largo a largo en ámbitos diseminados e informales de
discusión más bien multifocales y policéntricos, de aquellos otros en
los que tales foros son explícitamente organizados con el objeto de
discutir temáticas de impacto sobre políticas legislativas en las que
participan tanto expertos o estudiosos, como los propios afectados o
involucrados en una problemática determinada. Una de estas últimas
formas, por ejemplo, la constituyen las propias audiencias
convocadas por la organización parlamentaria, las Comisiones, o las
oficinas de los despachos congresales, con el objeto de abrir espacios
de convergencia en los que se formulan planteamientos sobre el
sentido que debe o no debe tener la intervención legislativa.
Si el Congreso no tiene más opción que aprobar o no, por la misma razón no
es posible que el Presidente de la República observe total ni parcialmente la
aprobación de un tratado. En consecuencia, tratándose de un acto de difícil
si no imposible alteración puede verse de ello que es inconducente someter
al tratado al proceso legislativo ordinario. Más bien se trataría de un proceso
sumario de carácter consultivo que el Presidente de la República, en
ejercicio de la facultad que le corresponde de dirigir la política exterior del
país, somete a valoración y adopción por el Congreso. Si el Congreso está
de acuerdo con la propuesta del gobierno la propuesta original se convalida
según los términos de la comunidad internacional que participó en su
elaboración, y el Poder Ejecutivo queda a cargo de la integración de las
obligaciones asumidas ante las comunidades internacional y nacional. No se
trata, en puridad ni en esencia, de un acto propiamente legislativo, no
obstante tener efectos indudables de ese carácter. Su carácter bien tendría
acreditadas razones para que se le reserve una vía procesal diversa a la del
procedimiento legislativo ordinario.
Son dos tipos de misión en el proceso legislativo. Una misión general propia
del proceso en general, y una misión particular en razón de la cual se inicia
cada proceso legislativo concreto. Existe una causa procesal válida para
todo y cualquier proceso, y otra causa específica que justifica el inicio y
desarrollo de cada proceso concreto. El primer tipo de misión tendría el
carácter de un tipo de misión general al que debiera corresponder todo
proceso y no sólo cada uno en particular.
¿Cuándo se cumple con la misión típica y general en un proceso legislativo?
Cuando existe razón para que la ley exista y, por lo tanto, para que un
proyecto sea presentado y aprobado. Tal misión típica se da cuando se
cumple con el parámetro de existencia de una norma. La norma existe
porque asegura un bien social sin cuya existencia la sociedad estaría peor.
No existe razón para legislar si la norma no asegura un bien general mejor
que la ausencia de norma. Las normas de alcance particular no cumplen con
la misión del proceso legislativo, salvo que con ellas, no obstante su
condición particular, quepa atender bienes generales valorados por la
comunidad política.
4. El cuarto elemento son los límites inicial y final del proceso. Si el proceso
legislativo es descomponible en una sucesión o diversidad de
procedimientos, es importante contar tanto con un hito claro que permita
conocer cuándo se dará por válidamente iniciado el proceso y cuándo
concluirá, como, a la vez tener una regla semejante para los distintos
procedimientos que constituyen el proceso legislativo general. Al saber qué
es lo que se pretende por la organización y las características que deba
tener el producto a elaborar, parte del cómo se logra consiste en la
identificación de los actos con los que se considerará que empieza y
concluye la responsabilidad de los actores para transformar una pretensión
en un resultado legislativo.
Debe tenerse claras la características del tipo de producto que debe resultar
del proceso legislativo. Esto es el “qué” en que debe concluir la acción
orientada a una finalidad normativa en el Congreso. La gestión en el
proceso legislativo debe tener claro qué tipo de resultado es el que llenará
las necesidades y las expectativas de la comunidad que espera que sus
representantes cumplan con el encargo que se les encomienda.
Por eso es crítico para el funcionamiento efectivo del Congreso que al definir
los elementos objetivos que componen el proceso legislativo se tenga
conciencia que la gestión de los congresistas importa y supone el esfuerzo
de organizar sus tareas según un plan que empiece por saber de qué
calidad deben ser las leyes y cómo se espera controlar tal calidad mediante
indicadores de impacto que permitan saber si la ley contribuye o no al
bienestar y prosperidad de la república. No es sólo cuestión de tener votos y
de atravesar cada uno de los procedimientos o fases de flujo para aprobar
una ley.
Si las metas permiten identificar hacia dónde se espera dirigir las energías y
los esfuerzos personales e institucionales y, por lo tanto, qué orientación
deben tener los cambios en la gestión de los responsables de los
procedimientos, a su turno, los indicadores permiten percibir qué tanto de
los cambios propuestos han sido alcanzados y, por lo mismo, qué tan
exitosa fue la gestión de los procesos dentro de los plazos establecidos para
el trámite o entrega de resultados, parciales o finales, en relación con las
actividades que integran los procesos programados.
Dentro del proceso legislativo las votaciones no tienen forma escrita. Son
actos procesales realizados a través de forma mecánica cuando el voto es
electrónico o cuando se señala el sentido de la preferencia levantando el
brazo según la opción del votante; o de forma oral cuando se manifiesta el
sentido del voto comunicándolo en voz alta. Al concluir el proceso de
agregación de votos, la preferencia colectiva que concreta la agregación de
las preferencias según la fórmula electoral vigente se señala igualmente
oralmente, y de ello se deja constancia en el decreto que recae respecto del
documento cuya versión resulta ganadora.
Para la validez del acto procesal se requiere que, efectivamente, exista una
decisión qué formalizar, ya sea como suscripción o agotamiento cuyo
resultado se declara, con la que se proclama la conclusión de un
procedimiento en el proceso legislativo, y se requiere igualmente que quien
suscriba y certifique la misma actúe en la oportunidad y con ejercicio de sus
competencias para realizar tal suscripción. Sin decisión material y sin
competencia formal la proclamación escrita (suscripción) u oral, no es
válida. Y sin proclamación válida, naturalmente, el acto procesal no se
perfecciona ni, en principio, surte efectos.
Más allá de la publicidad como requisito para que la ley tenga carácter
vinculante pleno, los distintos actos procesales que se realizan en el proceso
legislativo vienen afectados por el mismo requisito, aunque en distinto
grado. La publicidad de la ley es indispensable, siendo la única excepción
aquellas normas a las que la Constitución les reconoce rango de ley y que
por su materia no tienen tal carácter aunque sí lo sean por el proceso para
su aprobación que exige un tratamiento particular por órganos legiferantes
según modalidades legislativas de otro modo excluyentes para aprobar una
ley. Pero los procedimientos intraparlamentarios o interorgánicos (esto es,
por ejemplo, los que suponen la concurrencia del gobierno) no
necesariamente requieren similares niveles de publicidad a los que
corresponden a una ley. En los procedimientos intraparlamenarios e
interorgánicos sí se requiere, sin embargo, niveles elementales de difusión y
comunicación entre las partes que se involucran en la responsabilidad de
crear una norma.
Otra perspectiva es la que ofrece la cobertura de las sesiones tanto por los
canales de difusión institucionales, sean televisivos o no. En este caso la
publicidad sí tiene carácter permanente. Los medios de comunicación
empleados sí dan una cobertura general y uniforme a toda la comunidad, y
su cobertura está a disposición de quien quiera que requiera o precise
conocer los procesos y sobre qué debate el Congreso, sean o no de
naturaleza legislativa. Sin embargo, el Congreso muestra su disposición a
cumplir con esa responsabilidad no sólo cuando permite o autoriza la
cobertura por medios de propiedad de terceros, sino, en particular, cuando
se agencia de medios dependientes del propio Congreso para cubrir el
debate legislativo. En la actualidad la cobertura es realizada en el Congreso
por el Canal 95, el mismo cuyo funcionamiento recibe apoyo de la empresa
Telefónica S.A.
En cuanto al requisito de la doble votación para tener por aprobada una ley,
su razón de ser es la de compensar tanto las insuficiencias del régimen
unicameral, como la supresión del trámite de primera lectura (esto es, el
conocimiento preliminar que tiene el Congreso de la política legislativa
propuesta, y respecto de lo cual se pronuncia admitiendo la propuesta a
trámite y derivándola a las Comisiones encargadas de dictaminarla).
Cuando se establece la regla de que las leyes deben ser aprobadas
íntegramente y en su totalidad dos veces con el mismo texto por la misma
asamblea, el objetivo fijado es favorecer (y forzar o imponer) un proceso
colectivo de toma de decisión que facilite la reflexión y evitar la
precipitación y la improvisación en la fijación de políticas de intervención
legislativa en la sociedad, y por eso precisamente un proceso también
capaz de dar mayores garantías a la república de que la representación
actúa con mayor consistencia y compromiso durante el ejercicio de la
facultad legislativa que se desempeña por cuenta y en interés de la
comunidad.
De modo recíproco, y porque son la finalidad y las metas las que justifican y
constituyen el proceso, es correcto asumir y esperar que si, con una
modalidad procesal diversa a la normal o regular, cabe cumplir mejor con la
finalidad política en virtud de la cual se ha diseñado el flujo procesal, tal
excepción no supone una vulneración efectiva del principio del debido
proceso. Eso es lo que no hay que perder de vista: las reglas procesales no
tienen valor independientemente de las decisiones que se toman para
alcanzar resultados políticos, ni de la capacidad con la que la acción
procesal genera el valor político esperado. El proceso por el proceso es un
bien político valioso sólo en cuanto su observancia se relaciona de forma
indesligable de la finalidad que la cadena procesal y cada uno de sus
eslabones garantizan para la república. Proceso sin razón, y sin relación con
su finalidad, es un patrón vacío, arbitrario y políticamente inútil. En
cualquier caso el proceso debe quedar afirmado por, desde y para la
finalidad política cuyo resultado debe alcanzar el parlamento. Y tal finalidad
es siempre potestad de la representación el definirla, pero tal definición
depende del valor y compatibilidad que debe mantener con los principios
constitucionales a los que debe mantener fidelidad la comunidad política en
general y la representación parlamentaria en especial.
Entre los casos que cabe referir como límites de legitimación se incluye las
restricciones que fija el Artículo 79 de la Constitución, el mismo que estipula
la falta de competencia de los representantes para presentar iniciativas que
generen gasto público, así como las relativas a la aprobación de tributos con
fines predeterminados. Una y otra materias se las reserva
constitucionalmente indicando que sólo el gobierno tiene iniciativa. De
ocurrir que un congresista presentara iniciativas que contradijeran la
cláusula de competencia, las mismas estarían afectadas con una falta
insubsanable, en razón de lo cual cabe que fueran calificadas como
improcedentes, ya sea por las Comisiones o por el Pleno. Cuando en el
proceso que rigió hasta el año 1992 las proposiciones eran examinadas por
el Pleno en primera lectura la improcedencia podía ser declarada en esa
etapa, evitando así derivarlas a una Comisión. Actualmente la capacidad
para declarar la improcedencia antes de que la iniciativa llegue a Comisión
no existe. Por ello existe un recargo competencial a nivel de las Comisiones,
las mismas que se convierten en instancia de análisis de admisibilidad,
procedibilidad y de fondo. Obviamente un arreglo de esta especie no aligera
sino que entorpece la misión de estos órganos, los mismos que dejan de
especializarse en temática materialmente específica para abordar
cuestiones relativas a las competencias de los titulares de la iniciativa.
El sentido o razón de ser de incluir como requisito dos aspectos con niveles
tan altos de incertidumbre obedece, sin embargo, a que precisamente las
argumentaciones relativas a la carencia de causa válida en función de que
sirvan o no para lograr el bienestar o felicidad de la república pueden
determinar que el acto legislativo no tenga capacidad para generar efectos.
Si bien es cierto grados de flexibilidad y apertura de este tipo son
potenciales fuentes de inseguridad en la vida jurídica, la experiencia
muestra que la vida colectiva tiene mayores niveles de cohesión y de
acuerdo que los que cabría presumir que genera una posición como la
sostenida. El temor a la inseguridad o a la incertidumbre difícilmente se
reduce con cláusulas menos discrecionales con las que trata de cerrarse el
paso al carácter plástico de la vida social. El afán usualmente liderado por
los profesionales del derecho resulta ser más una complicación que
pretende cerrarle el paso a la vida y a realidades que no admiten sutura
por, ni con, el lenguaje. La positivización como receta para la aplicación o
vigencia del derecho es una trampa que lleva a perder de vista que la
naturaleza del derecho no es la de un mito que reifica el universo
lingüístico. Las palabras no valen más que lo que la convicción, la
conciencia y el compromiso de los actores hacen de ellas a través de los
significados y los sentidos que a ellas les dan la experiencia y la cultura de
los protagonistas de los fenómenos políticos o sociales.
En tanto que en la causa típica del acto legislativo se estima una finalidad
plausible, de carácter ideal y de contenido moral, general, para todo acto en
el proceso legislativo, los intereses, y la intención, están referidos a las
consideraciones prácticas y concretas que los protagonistas del proceso
enuncian como motivación de la propuesta que presentan o cuya
aprobación recomiendan o endosan con sus votos. Los intereses y las
intenciones son ajenos a la causa en un acto legislativo. El uso de la
competencia o facultades legislativas se apartan de la causa si no atienden
a la finalidad abstracta y general que atiende el acto legislativo en
abstracto. Tales usos se refieren a aspectos contingentes, variables,
prácticos y concretos cuando se examinan los intereses e intenciones
planteados o declarados por los actores del proceso legislativo. El nexo
entre la vida psíquica y los intereses sociales que se declaran en el proceso
Ahora bien, si el plazo rige aún a favor del Presidente de la República pero
el Congreso ya tomó acción y dirigió las observaciones a uno de sus
órganos, lo que corresponde es que el propio Congreso conozca la solicitud
y tome la determinación acorde con la evaluación de las consideraciones
mediante las cuales el Presidente de la República requiere el retiro de las
observaciones. La acción que desarrolla el Congreso no debe significar, de
otro lado, un impedimento para el ejercicio de la facultad presidencial, por
ello es que se entiende que durante el proceso de evaluación de la solicitud
presidencial de retiro de las observaciones el plazo queda interrumpido
hasta que el Congreso resuelve sobre la solicitud presidencial. Si el
Congreso sólo ha recibido o registrado el documento proveniente del
Despacho presidencial el procedimiento es sencillo y de trámite directo.
Pero si luego de haberse recibido o registrado se asume competencia
disponiendo un curso de acción mediante un proveído, decreto o disposición
la cuestión importa una situación diversa. En este último supuesto es
imprescindible la evaluación de la situación y del pedido de forma tal que el
proceso no sea bloqueado de manera unilateral sino con el compromiso de
los órganos comprometidos en un acto que tiene no carácter personal ni
privado sino institucional o corporativo. Como se anticipó previamente el
tiempo que tarde el Congreso en evaluar y decidir sobre el pedido
presidencial no corre en contra del ejercicio de la facultad presidencial, sino
que interrumpe su decurso hasta que, si el Congreso accede a la petición, el
Presidente de la República recupere formalmente y efectivamente la
facultad constitucional. ¿Qué justifica el distinto tratamiento para ambos
casos? Que cuando el Congreso no ha asumido competencia ni iniciado un
curso de acción se entiende que la observación del Presidente saliente aún
no ha surtido efectos materiales en el destinatario a quien se dirige la
observación. Si la observación ya surtió efectos el tratamiento que ha de
darse al pedido es de distinta naturaleza puesto que el Congreso vinculó la
observación con sus procedimientos institucionales.
Generalmente, sin embargo, este tipo de interrelación entre los poderes del
Estado para tramitar documentos que se dirigen entre el Congreso y el
gobierno se realiza de modo informal y sin mayor ni especial o detenido
análisis en las implicancias normativas. El criterio y supuesto manejado es
que la interacción se desenvuelve con criterios eminentemente políticos.
Tales criterio y supuesto son ciertos y válidos. Sin embargo, los alcances de
ese tipo de lógica fallan cuando la disposición o voluntad de interactuar son
revisados a partir de una lógica diferente y se opta por revisar la relación
política desde una perspectiva jurídica. No deja de ser cierto que cuando
hay entendimiento entre los actores del proceso, y siempre que no se
vulnere una norma fundamental de convivencia ni de organización del
Estado, la comprensión de buena fe basta. Pero cuando existen niveles
competitivos, de antagonismo o incluso conflictivos entre ambos poderes
del Estado es necesario contar con un marco jurídico sólido que permita
ordenar las cuestiones inciertas que surgen en la interacción política. De ahí
que sea indispensable examinar con interés y acuciosidad el aspecto y
marco jurídico en el cual habrá de producirse la discusión de forma que se
cuente con los argumentos básicos y mínimos que faciliten la gestión de los
asuntos que comprometen a la vez al gobierno y al parlamento. Es la
necesidad de elaborar tal marco sólido lo que justifica la mayor exigencia y
precisión de definiciones y conceptos, en un espacio de suyo tan escurridizo
efectivamente como lo son los procesos políticos.
No cabe pues usar la segunda votación como medio para modificar el texto
aprobado en la primera votación. La aprobación de la iniciativa o del
dictamen en primera votación fija, congela y cierra el contenido de la
materia en el tiempo. Si en el segundo debate ocurriera que se modifica el
texto aprobado en el primero, el texto aprobado como consecuencia del
segundo debate debe tenerse por aprobado por primera vez, naciendo de
este modo la exigencia de una obligatoria segunda votación. El debate y las
modificaciones producidas en la segunda votación en ningún caso bastan
para el cumplimiento del requisito de segunda votación. Si el texto es
modificado en segundo debate el requisito cuyo cumplimiento exige la regla
de la doble votación es cumplible únicamente si las modificaciones
introducidas en el segundo debate que apruebe el Pleno es nuevamente
sometido a segundo debate y votación sobre el texto corregido, asumiendo
de este modo que el primer debate y votación carecen de valor para que la
regla de la segunda votación se cumpla.
Es por ello que el Reglamento del Congreso precisa que la segunda votación
se cumple con un debate y votación a totalidad. Esto es, debe debatirse y
votarse el texto como una unidad total y completa. Rota la totalidad debe
entenderse que el Congreso ha aprobado dos distintas iniciativas. El
requisito es que una misma iniciativa sea aprobada dos veces con el mismo
texto. Si hay dos voluntades en el tiempo el Congreso no aprueba, mantiene
ni ratifica dos veces una misma declaración legislativa. El requisito de
segunda votación no niega ni impide que el texto aprobado en primera
votación reciba modificaciones, puesto que siempre es posible que la
representación cambie el sentido de sus apreciaciones y su decisión. Lo
que significa la segunda votación es únicamente la garantía y seguridad de
que la voluntad es la misma en igual alcance y sentido en dos distintos
momentos.
El tema de los remedios de los actos procesales está asociada a los vicios
de su formación en sede parlamentaria, y está asociada al análisis de la
cuestión sobre la recuperabilidad, subsanación, confirmación o conversión
que cabe en relación a los actos afectados en su validez, efectividad o
existencia por los vicios que en ellos se producen. En cualquier caso, sólo
cabe recurrir a remedios cuando existe una falta, esto es, cuando se ha
incumplido con un elemento, un presupuesto o un requisito exigible en tal
medida que sea posible impugnar su validez o eficacia.
Entre los vicios objetivos éstos pueden ser por el origen, por la preparación,
o por la emisión del texto legislativo.
Los vicios de origen pueden ocurrir en caso que la iniciativa sea presentada
por quien no es titular con legitimidad para proponerla. Una iniciativa
reservada a otro titular adolece de un vicio de origen. Tal supuesto genera,
en principio, la ineficacia del acto legislativo y no sólo la falta de validez. La
ocurrencia de vicios de esta especie se dan cuando inadvertidamente un
congresista presenta una propuesta cuya materia está reservada al
Presidente de la República, o cuando otras entidades constitucionalmente
reconocidas con la facultad de iniciativa legislativa presentan propuestas
sobre contenido ajeno al propio de sus competencias. En este último
supuesto se dio en alguna ocasión la presentación de un proyecto por la
Defensoría del Pueblo, en el que cubría temas de prerrogativas
parlamentarias en exceso de sus competencias institucionales.
Considerando que la inexistencia de competencia legislativa tiene el
carácter de vicio procesal, su presencia afecta la validez del proceso. La
subsanación del mismo dependerá del tipo de infracción producida. Si el
exceso se da en relación con un sujeto procesal cuya competencia no es
subsanable por el Congreso, el acto estará afectado en su validez y no
genera efectos. Este caso se presenta cuando la iniciativa le corresponde al
Presidente de la República, quien no interviene como actor directo en el
proceso de constitución de la ley. Pero si el vicio ocurre en relación con
competencias propias del Congreso, éste sí es posible subsanarlo o
convertirlo en sede parlamentaria (como habría ocurrido si, a pesar del
exceso competencial de Defensoría del Pueblo, el Congreso avala la
iniciativa y la procesa durante su estudio, evaluación y debate, y el Pleno
adopta un texto a partir de que la materia le fue ajena al autor de la
iniciativa original).
Entre los vicios subjetivos, los dos tipos más importantes son el error y el
dolo.
Entre los casos en los que cabe un error subjetivo puede señalarse aquél en
el que se vota un texto por otro, entendiendo o suponiendo que el texto
votado es aquél que se pretendió votar y promulgar, en vez del correcto. En
el Senado de la República se dio un caso de esta naturaleza cuando al leer
el texto cuyo contenido se sometía a consulta se leyó un texto erróneo, el
mismo que quedó formalmente aprobado sin ser su contenido el que debió
aprobarse. La voluntad del Senado estaba en disconformidad con el texto
aprobado. Lo que se quiso aprobar era correcto, pero la declaración del
texto legislativo discrepaba de la voluntad emitida por el Senado. Fue un
problema de error en la declaración corporativa. Y el error del Senado tenía
la propiedad de obligarlo según la declaración equívocamente formada. Sin
embargo, la ausencia de coincidencia entre lo pretendido y lo declarado
hubo de ser corregido de manera que el acto no estuviese afectado con un
grave vicio de formación en el acto legislativo relativo a hechos
disconformes con el propósito buscado.
Todo vicio puede dar lugar a una acción judicial o constitucional contra la
norma impropia o inválidamente aprobada. Quien quiera que tuviera interés
procesal legítimo puede en efecto iniciar y plantear una pretensión para que
una ley incorrecta o irregularmente integrada en el sistema jurídico sea
inaplicada o declarada inválida o inconstitucional por vicios ocurridos en el
proceso de formación de la voluntad legislativa. La cuestión a definir será si
el petitorio deba deducir la nulidad de la ley, o si en vez deba solicitarse la
inaplicación de una norma inconstitucionalmente procesada o, en su caso,
la inconstitucionalización e inexequibilidad de la misma norma.
Dicha cuestión entraña una problemática poco sencilla, toda vez que
plantear el argumento de la nulidad de una ley por vicio esencial en su
proceso de perfeccionamiento legislativo, equivaldría a asumir
implícitamente la posibilidad de que exista una categoría tal como la ley
nula, la misma que no puede ser ni tener la categoría de ley por serle
inherente un vicio objetivo o subjetivo que acarree nulidad. Tal asunción
contradiría el criterio de que toda ley se presume válida hasta que no pueda
probarse lo contrario. Argumentar la nulidad de una ley constituye una
colisión frontal con un axioma legislativo básico y fundamental, difícil de
conciliar con la postulación de que exista en efecto una ley nula ipso iure, o
de pleno derecho. La ley, de tener tal naturaleza, no admite presunción de
nulidad en su contra. Sin embargo, como toda obra humana, es preciso
presentarla no como un objeto inmutable ni incorruptible sino sujeta a
revisión cuando existen elementos de juicio que permitan dudar de la
presunción de su validez.
Por las razones indicadas parece normativamente más sano optar por
alternativas que procuren remedios ante situaciones irregulares. No parece
una regla adecuada que la ausencia de tipificación de vicios y nulidades
baste para omitir el cuestionamiento de actos que adolecen de graves fallas
en su producción. Admitir la posibilidad de que existan vicios en la
producción de un acto legislativo es ya una actitud más sana, y desde esa
misma actitud es más beneficioso para el desempeño de la función
representativa la exposición y discusión de situaciones normativamente
cuestionables en el ejercicio de la potestad legislativa. Es más provechoso
para la institución parlamentaria, y para la propia república, contar con más
recursos y más espacios que permitan la corrección y el enderezamiento de
lo que pudiera padecer de fallas, errores o vicios, antes que el
encorsetamiento rígido de la acción política al amparo de la inamovilidad de
actos cuyo vicios no tienen reconocimiento en el ordenamiento escrito
vigente. Cuanto mayor proximidad y articulación exista con la realidad y con
la comunidad mayor es el valor y calidad de la ley. El mantenimiento de la
ley en una urna pétrea o en un corsé rígido, inamovible e impenetrable aleja
el valor político al que ella debe servir.
Si es así que el referente obligado del beneficio de todo acto legislativo por
igual es la república, el órgano estatal de la representación y de la
legislación por cuenta de la república tiene la opción de definir con qué tipo
de estilo ejercitará tanto la representación como la legislación, y con qué
actitud se relacionará con el titular de las facultades que la Constitución le
reconoce en el régimen representativo en que opera. Según el estilo y
actitud subjetiva con que se relacione el legislador respecto del cliente
institucional en la república se dará un uso distinto de las políticas
legislativas. Los instrumentos de planeamiento legislativo difieren en su
peso, valor y alcances según tales estilo o actitud.
Por tanto, la primera cuestión que debe definirse al inicio de todo proceso
legislativo, sea quinquenal o anual, es cuál es la posición desde la que se
desarrollará la acción legislativa por quienes tienen a su cargo la
conducción de la integridad y las distintas fases del proceso legislativo. Esto
es, cómo se entenderá el mandato representativo en su dimensión
legislativa por quienes tienen el poder y la competencia para priorizar la
actividad y el proceso legislativo. Para determinar el papel que debe
asumirse y las estrategias a utilizar respecto del proceso legislativo, los
conductores de éste necesitan diagnosticar la situación que deben
enfrentar. El diagnóstico define la actitud o estilo a partir del cual se realice
el planeamiento legislativo, según las oportunidades y riesgos que cada
distinta situación o circunstancia impone.
(OBJETIVOS) (MISIÓN)
Los supuestos elementales enmarcan el planeamiento legislativo y dan
forma y contenido a las estrategias para la orientación de los procesos
durante un período legislativo. De igual modo tales supuestos generan
también el mayor o menor uso de los instrumentos de programación, y la
intensidad y contenido en cada uno de ellos. ¿Cuáles son los instrumentos
de programación? En términos generales, y según el desenvolvimiento de la
política nacional reciente, el principal instrumento es la Agenda Legislativa
Priorizada, también conocida como Agenda Legislativa Anual, que es el
instrumento que fija políticas priorizadas con criterio de mediano y largo
plazo, así como la Agenda de Sesiones, que es el instrumento en que se
consigna la relación de iniciativas sobre los que debe debatir el Pleno en
cada día de sesión.
+ + +
actitud prospectiva
del Congreso
+ + +
Acción legislativa
Visión transparente
prospectiva del
país Gestión inclusiva del
proceso legislativo
Dirección por
objetivos Características
de la Agenda Políticas legislativas fijadas
por consenso entre los
Legislativa
Gestión y órganos y grupos
evaluación por parlamentarios
resultados
La Agenda de sesiones
Sin Agenda Legislativa anual el dato más sobresaliente es que quien tiene
que dirigir el proceso legislativo omite una responsabilidad trascendental.
Tan trascendental como puede serlo la conducción del órgano del Estado
encargado de la definición de la ley en el país. Supone un acto de descuido
el omitir el cumplimiento de una tarea funcionalmente prevista en el
Reglamento del Congreso. Es en el Reglamento del Congreso donde se
registra el mandato de ordenar el ejercicio de la función legislativa no según
la coyuntura ni la discrecionalidad de los voceros o protagonistas del
proceso legislativo, sino según un instrumento de gestión o dirección
estratégica de las políticas públicas legislativas. La dimensión de una norma
de esa magnitud no es diminuta ni prescindible. Todo lo contrario. Reviste
una gravedad singular de cuyo cumplimiento depende la efectividad y
resultados demandables al Congreso.
El cuadro que sigue permite visualizar la lógica del flujo de la estrategia que
empieza con la elaboración de la Agenda Legislativa, y los hitos
organizacionales, procesales y logísticos asociados a su ejecución y
cumplimiento.
Los órganos del servicio parlamentario que mayor valor pueden aportar en
la cadena de producción del proceso estratégico de la institución son el
Centro de Investigación y Análisis Temático, y el Centro de Documentación
y Biblioteca, porque suministrarán información, análisis e investigación
necesarios para optimizar la evaluación que realizan tanto las Comisiones
como el Pleno del Congreso. En cada uno de estos dos órganos existen
recursos materiales y personal cuya tarea constituye en entregar
información en distintos niveles de profundidad. Puede ser información
documental, o información especializada en la que se provee el de análisis
Agenda Legisla
de la documentación disponible. El papel de ambos órganos es facilitar el
proceso de toma de decisión institucional, y su participación es decisiva en
la lógica de la inclusión del proceso político en la sociedad de la
información.