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ANTOLOGÍA DE TEXTOS

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Los textos recogidos se reproducen por cortesía expresa de Dña. María Teresa Ortega Coca y están publicados en su obra:
Eduardo García Benito y el Art Decó. Ayuntamiento de Valladolid y Diputación de Valladolid. Valladolid, 1999. Pags. 135-165

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Lo que vengo a buscar en Valladolid es un adolescente que busco en vano en las orillas del
Sena. Un adolescente que encuentro a cada paso en Valladolid, en el laberinto de sus calles, en los
soportales de una plaza, embelesado ante un puesto de figuras de Navidad. Un adolescente ávido de
conocer, que al marchar abandoné sólo, dormido en el andén de la estación y que se despierta y
viene a mi encuentro en cualquier parte del mundo cuando una campana toca con la voz de la
Catedral. Un adolescente que me espera en el andén cuando llego y me acompaña a todas partes y
que se me parece
...
Antes de entrar de lleno en el sujeto, me parece necesario hacer un poco de historia. Yo he
sido siempre un admirador de la belleza. Lo feo me vuelve triste y me da ganas de morirme. La
belleza del mundo es maravillosa. El arte no es otra cosa que un deseo del hombre de prolongar, de
fijar para la eternidad, el instante fugitivo de una visión de belleza. La belleza en la mujer y en las
flores, me parece la más grande, la más exquisita maravilla del mundo. Pero el mundo está lleno de
belleza. Desde que sale el sol y nos deja ver su gloria, hasta que se oculta y nos deja ver el cielo lleno
de estrellas, yo no me canso nunca de dar gracias al Creador que nos da tanta riqueza.
Y no es que yo haya venido a este mundo en un ambiente particularmente favorable. Yo he
nacido en Valladolid, una vieja, noble, austera ciudad, perdida y olvidada en el centro del árido
desierto castellano, pero donde la mujer posee una singular belleza (…)
...
Yo creo que mi vocación se decidió un día de mis siete a ocho años en la hojalatería de Gil
San José. Este vecino mío era un verdadero artista. Hacía «mesas revueltas» y jaulas de grillos
imitando la entonces famosa casa del Barco de la calle Gamazo. Cada balcón era una jaula. Esto claro,
me admiraba, pero lo que más me impresionaba era vede recortar la hojalata con unas tijeras y salir
de aquello un Montgolfier con su tripulante vestido de marinero. Después, cogía un pincel y pintaba
el globo de diferentes colores y al tripulante los pantalones blancos, la marinera azul y el sombrero
de paja amarilla. Ver el gris del metal transformarse en blanco de nieve, azul de cielo y amarillo, era
para mí un tal encanto, que aún hoy día, cuando lo recuerdo, me da una emoción que nada puede
igualar. Desde entonces yo he pintado muchos cuadros, y cada vez que cubro un lienzo, la magia del
color me produce la misma emoción.
Cuando llegué por primera vez a París, venía yo de Madrid donde me había conducido, como
todos los jóvenes artistas de provincias, el deseo de progresar en mi arte. Me fui a Madrid a los diez
y ocho años y sin otro viático que las doscientas pesetas que me dio el Ayuntamiento de Valladolid

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por haber sido premiado mi boceto en el concurso de carteles para la feria. Mis padres no podían
darme otra cosa que su bendición.

Una vez en Madrid hice el ingreso en la Escuela de San Fernando y frecuenté el Círculo de
Bellas Artes, donde conocí a Zubiaurre, que por aquel entonces, podía tener treinta y tantos años y
fama de gran pintor. Le gustó lo que yo hacía y me invitó a su estudio, cosa que me impresionó
mucho, pues era como un museo en pequeño. Un gran salón, alto de techo, con una gran ventana
alta, por donde entraba una luz tamizada que iluminaba unos cuadros verdes con unos personajes
que parecían esconderse detrás del oro de los marcos. El suelo de tarima encerada, con algunos
tapices; muebles antiguos; mesas con libros y sillones cervantinos. Todo lo cual, desde entonces,
representó para mí un ideal de vida .
….
(…) En Madrid me las arreglé como pude, y después de un paso rápido por la Escuela de San
Fernando, de copiar algunos grecos en el Museo del Prado y de un baño matinal en la Cibeles que
con otros periodistas queríamos convertir, no habiendo otros, en baños municipales, aproveché la
coyuntura de una bolsa de viaje que concedía el Ayuntamiento y me fui a París.
Llegué allí y, naturalmente, la ignorancia de la lengua y su simpatía natural me hizo buscar la compañía
de españoles. Había por entonces allí un grupo de artistas catalanes. Los catalanes han constituido
siempre en París una mayoría entre españoles. Barcelona está casi más cerca de París, que de Madrid,
y de todas maneras, en París hay más campo, como suele decirse.

Yo creo que, por mucho que se viaje, no se conoce a un pueblo hasta que no se ha mezclado
uno en su vida real, en la vida cotidiana con sus habitantes. Se puede vivir muchos años en un país,
sin llegar a conocerle, si nuestra actividad, nuestros medios de vida, son independientes de la vida del
país en que vivimos. Nuestra integración empieza cuando nos integramos en su vida económica, es
decir, cuando el sustento proviene del país en que vivimos.
Mientras duró mi pensión, mi estancia en París se puede considerar como una visita turística.
Sólo cuando la visita se prolonga y la estancia se convierte en definitiva, entonces ya es otra cosa, ya
es usted de casa. Sobre todo si nuestra actividad se relaciona con la vida de la ciudad en que vivimos.
A mí me ha pasado esto en Francia. Recuerdo que cuando yo empecé a tener una cierta
independencia económica, quise irme a vivir a Suiza y me aburrí soberanamente. En aquel pueblecito
limpio al borde de un precioso lago, donde yo no tenía nada que hacer, más que comer y pasear,

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cada vez que veía a un guardia municipal, o al cartero, les envidiaba. Al menos ellos hacían algo.
Participaban en la vida de la comunidad. Eran algo en el pueblo. La sensación de vivir al margen de
una sociedad activa, esa sensación de inutilidad, de parásito, me es insoportable.
Pero volvamos a París. Cuando se me terminó la pensión, se me presentaba un problema
difícil de resolver: el de mi sustento. Pero mi preocupación mayor era cómo resolverle en París, pues
yo quería quedarme, y en todo el tiempo que yo había pasado allí no había tenido ningún contacto
real con los franceses. Como además no me quedaba ningún dinero, me acordé de Arenal que era un
donostiarra que fue premio de Roma, como compositor de música, en los años 1910 a 1912. Arenal
fue el último eslabón español de mi vida parisina

Hacía ya más de un mes que mi pensión había terminado, y al encontrarme sin fondos, me
acordé de Arenal. El tenía que recibir su pensión de Roma, y como yo le había prestado algo otras
veces, me fui a vede desde Montparnasse, donde yo he vivido siempre, hasta Montmartre, al otro
extremo de París, donde él vivía. Le encontré durmiendo en su cuarto, donde entre la cama y el
piano, apenas si podía moverse. La ventana cerrada, a oscuras y un olor a éter que hacía difícil
respirar. Le expliqué mi caso, y sin levantarse, me alargó un luis de oro que sacó del bolsillo de su
chaleco que tenía sobre una silla al Iado de la cama. Yo le dejé durmiendo, y con ese viático entré de
lleno en la vida parisina.
Mis primeros amigos fueron un grupo de catalanes, entre los que recuerdo a Bofill, Borrull,
Novella, Solá, Dunyach, Julio González, Clará y Gargallo, escultores, el dibujante Gosset y los
pintores vascos Arrúe, Ugarte y Arriarán. Bofill, el decano de todos, contemporáneo de Querol y
Benlliure, llevaba más de veinte años en París cuando yo llegué. Tenía éste su estudio en la calle
Vercingetorix, estudio que ocupaba casi por entero un león de cuatro metros de largo por dos de
alto, destinado a figurar, según creo, en el monumento a Alfonso XII, en el jardín del Prado, en
Madrid. En un rinconcito del estudio había una estufa que servía para calentar el local en invierno y
para cocinar todo el año. De vez en cuando, Bofill nos invitaba a comer una paella entre amigos y
aunque yo no fuera de la misma generación, Bofill me tomó cierta simpatía y me invitaba a menudo a
estos ágapes. Allí conocí a Julio González, un poco más tarde éste me presentó a Pablo Picasso, que
ya empezaba a tener nombre en París.
Al que no llegué a conocer personalmente fue a Manolo Hugué, célebre entonces más por sus
fechorías que por su escultura. Acababa éste de marchar de París, dejando allí una leyenda que
amenizaba siempre nuestras charlas. Manolo era un verdadero bohemio.

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A ese grupo de amigos, hay que añadir mis paisanos Ignacio Gallo, escultor, y el violinista
Julián Jiménez, como yo pensionados por el Ayuntamiento de Valladolid; el asturiano Eduardo
Torner, después ilustre musicólogo, y José Arenal.
Entre todos formábamos un grupo de montparnasianos con ramificaciones montmartrenses.
En efecto, de vez en cuando, una excursión del otro lado del Sena nos llevaba a la rue Ravignan,
famosa hoy por haber vivido allí Picasso, Braque, y el poeta Reverdi, y en donde por entonces vivía
Juan Gris.

Juan Gris, en aquellos tiempos vivía muy pobremente, casi podíamos decir de una manera
miserable.

Vivía entonces con una parisina, mujer alta como él, rubia, guapa y fina, tipo aristocrático muy
aparejado al suyo, aunque enteramente opuesto. En medio de una miseria me dieron los dos una
impresión de elevada elegancia. He visitado después a muchos millonarios que no me han dejado esa
impresión.
A pesar de la simpatía instintiva que sentí por Gris, su arte no pudo influenciarme en modo
alguno. Gris había sido un buen dibujante, colaborador de «L' Assiette au beurre», una publicación
parisina humorística que desapareció poco antes de la Primera Guerra Mundial y a la que
colaboraron casi todos los artistas de talento de ese tiempo.
Juan Gris había abandonado el dibujo en las revistas y adoptando en pintura las teorías
cubistas, que por entonces empezaban a tener cierta boga
…..
La primera exposición cubista de conjunto fue, si no me equivoco, en una galería de la rue de
la Boétie y se titulaba La Section d'Or. Debo decir que aquello me impresionó. En el poco tiempo que
llevaba en París, había descubierto los bailes rusos, de Diaghilev en el teatro de los Campos Eliseos, y
el cubismo. Desde entonces no se ha inventado otra cosa. (En arte se entiende). Los artistas no han
hecho más que repetirse.
En esta exposición conocí por primera vez a Amadeo Modigliani. Aunque éste no fue nunca
cubista, buscaba sin embargo un estilo entre las tendencias del momento, Juan Gris (que en realidad
se llamaba González) hizo el prólogo del catálogo de esa exposición explicando la teoría nueva, y
desde entonces se le consideró como el teórico del cubismo ...

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En esa época nos veíamos casi todos los días en el café de la Rotonda y algunas veces
comíamos juntos en casa de Rosalía, un restaurante de la calle Campagne Premiere, un local pequeño
con tres o cuatro mesas y un fogón en el fondo, separado de la sala por una cortina, donde la
propietaria, Rosalía, hacía la comida. Rosalía era una italiana que había sido modelo de Bouguereau,
que podía ser nuestra madre, y que como a sus hijos nos trataba pero cuya belleza resplandecía aún a
través de los años. Modigliani también parecía una medalla romana, y yo no sé si era esto, y que los
dos eran italianos, el caso es que Modigliani no pagaba nunca. Quizás éste, de vez en cuando, la
regalaba un cuadrito.
¡Brava, buena Rosalía! Modigliani no era el sólo a pagarla así; en la pared, alIado de nuestra
mesa, pintado sobre el mismo yeso, había un paisaje de Utrillo. ¿Qué ha sido de todo eso? Hoy vale
millones. Estoy seguro que Rosalía no se ha llevado el provecho.
Recuerdo que una vez yo había hecho un cartel para un fabricante de licores que me dejó en
casa las muestras. Una noche, después de cerrar la Rotonda, nos quedamos unos cuantos en la calle
sin saber que hacer. Había allí, entre otros, Modigliani; un violinista, Gillet; Chavan, un grabador y
tres o cuatro más que ahora no recuerdo. Había también algunas mujeres, una maniquí de Patou
judía, morena, de una belleza incomparable, de la que estábamos enamorados todos, y no sé quien
más; sí, el vizconde de Lascano, creo, escritor y cónsul de una República de América del Sur, pues ha
hablado de esta soiré en un opúsculo dedicado a Modigliani.
El caso es que yo pensé en mis licores e invité a todos a venir a mi estudio a beberlos
Modigliani, que ya estaba un poco bebido, se puso aún peor en casa y hasta insultó a Gillet,
diciéndole que tocaba el violín como una portera. En fin, después de haberse bebido todo, se
marcharon a las primeras horas de la mañana, Gillet me dijo después que Modigliani se acostó en un
banco de la plaza del León Belfort y que allí le dejaron dormido. A los pocos días supimos que
estaba en el hospital de la Charité con una pulmonía complicada de meningitis. iPobre
Modigliani!, al poco tiempo asistimos todos a su entierro ...

Mi primer amigo francés fue un editor de Arte. Tenia este la casa en la isla de San
Luis, un barrio muy típico de Paris; una islita entre los dos brazos del Sena, detrás de
Nuestra Señora de París, poblado únicamente de palacetes del siglo XVII Y XVIII, tranquilo y
silencioso, en medio del tumulto parisino.
Este editor, a quien fui a ver con mi carpeta de dibujos, me acogió con tal amabilidad,
que mas parecía un antiguo amigo que un hombre a quien yo iba a vender tímidamente mi

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mercancía.
Nuestra amistad ha durado muchos años.
Yo he hecho para éI cubiertas de libros, catálogoss y carteles, libros llenos de
ilustraciones de historia y, sobre todo, una serie de estampas, grabados en madera, que
resucitaron la antigua imagine ria de Epinal, celebre en Francia, en tiempos de Napoleón.
Este estilo un poco antiguo, pero lleno de encanto popular, de aleluyas en colores vivos, me
lo sugirió el ambiente arcaico de la isla de San Luis, el gusto propio de mi editor por el siglo
XVIII, y mi recuerdo infantil de las aleluyas españolas.
Esta edición tuvo tal éxito, que me hizo un nombre en Paris y una reputación de
hombre de gusto, y de la noche a la mañana empecé a recibir invitaciones a inauguraciones
de exposiciones, a primeras representaciones teatrales, a algún salón literario y
proposiciones de otros editores. Y así, empecé a colaborar en Fémina en La Vie Parisienne, en La
Gázette du Bon Ton, y más tarde en Vogue y Vanity Fair, las revistas americanas que todo el mundo
conoce.
Y así empecé a tener amigos franceses y a descubrir un mundo nuevo, un mundo del que yo
no tenía idea (...)
Esa tradición aristocrática del siglo XVIII francés en el que una sociedad brillante no tenía otra
preocupación que la de ser agradable, espiritual, inteligente, culta; esa sociedad de que nos hablan los
escritores pre-revolucionarios y Merimée y Balzac y Musset, todavía existía, todavía existe.
Un salón literario en París, es un centro intelectual donde la conversación es un arte. Emitir
una vulgaridad es cerrarse la casa. Por ejemplo, hablar de dinero. Hablar de dinero es una cosa de
mal gusto, porque se supone que todo el mundo lo tiene o que esas cosas sólo interesan a gente de
poco vuelo. Lo extraño es que en España, que ha dado al mundo los más grandes místicos, la gente
considera que uno ha triunfado cuando ha ganado dinero. El pueblo más idealista es también el
pueblo más materialista de la tierra. No acabo de comprender esta contradicción. En lo que a mí se
refiere, mi cultura espiritual se la debo a Francia, mi sentido práctico, quizá a un lejano parentesco
con Sancho Panza.
Yo he tenido la buena o mala fortuna de haber aprendido a hablar y pensar en francés, en un
salón literario tradicionalista. Todo en aquella casa era del período pre-revolucionarío, los muebles y
las ideas. El ídolo de los intelectuales que yo empecé a frecuentar era Charles Maurras, el paladín de
la Monarquía.
Por aquel entonces todavía había gente en Francia, que creía en una restauración. Casi todos

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los escritores que conocí en aquella casa son hoy personalidades eminentes. Menos los muertos,
todos han traicionado a Maurras.
Allí conocí a León-Paul Fargue, delicioso poeta hoy tan celebrado. A Emilio Henriot, escritor,
crítico literario, novelista, miembro de la «Academia Francaise», presidente de la «Alliance Francaise
International», y no sé cuántas cosas más, pues todo esto le ha valido haber sido resistente y haber
traicionado a Maurras. A Jean Louis Vaudoyer, también hoy académico y director que fue de la
Comedie Francaise. A Bernard y Roger Boutet de Moonvel. A Jacques y Marcel Boulanger, los
últimos «dandyes» de Francia. Al delicioso Eugene Marsan, historiador de Merimée, que tanto quería
a España, pues era un descendiente de los Montpensier y, por consiguiente, un poco pariente de la
Reina Mercedes. A Jean Giraudoux: el editor Bernad Grasset; a Maurice Donnay, ya viejo pero
elegante y derecho; a Tristan Bernard; Roland Dorgeles, de la Academia Goncourt; Luis Sue, el gran
arquitecto y decorador; el doctor Mardrus, traductor de «Las Mil y Una noches», Martinau,
Bernouard, también editores. Los únicos extranjeros que frecuentaban la casa éramos tres españoles.
El pianista Ricardo Viñes; Eugenio D'Ors, cuando venía a París, y un servidor. Los demás, nunca vi allí
más que franceses. Me olvidaba, también conocí allí al gran escultor uruguayo Pablo Mañé, casi
también español por consecuencia. No sé por qué en aquella casa un español no era considerado
como extranjero (...)
Paul Poiret era un modisto famoso, pero al mismo tiempo fue un hombre que transformó el
cuadro de la vida parisina en general durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial.
Modas, mobiliario, perfumes, todo lo transformó él. Fue el que trajo la moda del arte negro, el que
descubrió a pintores como Dufy y Segonzac. Las fiestas que daba en su casapalacio del Faubourg Saint
Honoré, tenían una atmósfera de «Las mil y una noches». En una de ellas conocí al editor americano
Condé Nast, cuya amistad influenció tanto en mi vida. Todo París venía allí.
La casa del Faubourg Saint Honoré era, como digo, una de esas casas palacios que la
aristocracia del siglo XVIII se hacía construir en la ciudad y en los que vivían fastuosamente rodeados
de caballerizas y servidumbre. En uno de estos palacios había instalado Poiret su casa de modas y su
residencia. Estaba rodeada de un jardín frondoso con grandes árboles y en este jardín había instalado
un pequeño teatro. Un techo neumático amarillo, globo inmenso que se inflaba y cubría el jardín las
noches de representación, protegiendo así a la asistencia contra una lluvia posible.
En una de estas fiestas actuaba un «bailaor» español que me pareció conocer. Durante el
descanso subí al escenario para saludar a mi compatriota. El no me conoció. Cómo podía imaginar él
entonces que aquel invitado vestido de «smoking» podía ser alguien del barrio de San Andrés. Yo

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desde luego, reconocí al «bailaor». Era Vicente Escudero. Le pregunté si no era de Valladolid y él me
contestó, con un puro acento andaluz: «No, zeñó: yo soy de Graná». Bueno -le dije yo-, ¿no te
acuerdas cuando trabajabas como tipógrafo en casa de Miñón, donde yo era dibujante y que bailabas
al mismo tiempo que introducías el papel en la máquina? Entonces me dice: ¿Tú eres Eduardo?... Mira
perdona, yo digo que soy de Granada, porque todo el mundo conoce Granada y el Sacromonte,
mientras que Valladolid y el Pisuerga, aquí en París, nadie sabe dónde está eso. Desde entonces,
Vicente Escudero y yo nos hemos vuelto a encontrar muchas veces en París y en Nueva York.
Escudero ha sido el primer bailarín que ha sacado del arroyo el arte flamenco para llevarle a la sala
de conciertos. Un gran artista. Nuestra amistad ha durado siempre ...

Con Paul Poiret y en su ambiente, empecé a pintar mujeres. Como yo había pintado toreros
eso de “chic” me fue muy fácil. Todo el mundo en España ve la diferencia en ponerse la montera un
torero de pueblo y un matador de toros. Pues bien, esa es la diferencia entre una mujer elegante y
otra que no lo es, o lo es menos. Gracias a Paul Poiret yo pude apreciar esa sutileza. Esto, yo creo es
lo que me valió mis contratos con las revistas americanas.
En cuanto a París y mis amigos franceses mi afecto y agradecimiento es infinito, pues cuanto
soy, o cuanto he sido, aparte mi persona, cuyas raíces profundas no he podido arrancar de esta
tierra de Castilla que tanto quiero, a ellos se lo debo.

Voy a hablar ahora de mi viaje a América o más bien a Nueva York.
Cuando llegamos mi mujer y yo a Nueva York, mis amigos nos recomendaron un hotel en la
calle 45: el hotel «Algonquin». Este hotel, situado en un sitio céntrico, cerca de la Quinta Avenida,
tenía la fama de albergar a escritores, artistas y, sobre todo, actores, de paso por Nueva York. A
nosotros nos pareció un poco triste. Rodeado de grandes rascacielos que veíamos por vez primera,
apenas si la luz del día entraba en los cuartos de los pisos bajos y había que tener siempre encendida
la luz eléctrica, cosa que da una atmósfera extraña al que está acostumbrado a ver el sol al amanecer.
El hall, el cuarto, los pasillos, la escalera, los ascensores, en pleno día, iluminados con luz eléctrica, da
la sensación de no haber salido del barco, de estar aún en el mar.
De allí nos fuimos a vivir en un piso en Washington Square, una plaza que se parece mucho a
la de una ciudad europea, donde yo me encontraba más a gusto. Después resultó que, sin saberlo me
había ido a vivir a Grenwich Village, el Montparnasse de Nueva York, al mismo tiempo que el sitio
más elegante de la ciudad, exceptuando Park Avenida. Pero nosotros vivíamos en el lado sur,

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mientras que las familias aristócratas como los Poste y los Witnes vivían en el lado norte de la plaza.
De todas las maneras, no nos separaba más que un jardín con algunos árboles y yo desde mi ventana
tenía la mejor vista, pues veía las fachadas de sus casas más armoniosas que las nuestras.
El lado norte de Washington Square le constituye, o constituía entonces, una fila de casas
bajas de dos pisos un poco elevados sobre un entresuelo en contrabajo. Una escalerita exterior
conduce a la puerta de entrada, del primer piso, puerta generalmente pintada de blanco y encuadrada
por dos columnas dóricas y un frontón del mismo estilo. El cuadro de las ventanas a guillotina,
también pintado en blanco, es de un efecto agradable sobre un ladrillo rojo de las fachadas. En
general estas fachadas están rodeadas de una reja baja que protege un jardincillo. Toda esta
arquitectura tiene el aspecto amable de Park Lane: el Londres aristocrático del siglo XVIII.
Washington Square era para mí un oasis en medio de la monstruosa y hostil selva de rascacielos.
En Washington Square vivían al mismo tiempo que nosotros un grupo de artistas -pues ya he
dicho que Greenwich Village era un poco el Montparnasse de Nueva York-, que enseguida fueron
nuestros amigos. Los artistas americanos no son bohemios. Algunos afectan ese desgarbo en el vestir
y se dejan la barba cuando viven en París, pero no es más que afectación y por lo general tienen una
cuenta corriente en el Banco.
Nuestros amigos no eran bohemios. Todos tenían familia o un medio normal de vida. Los que
no eran ricos, hacían ilustraciones para las revistas cuando no vendían pintura. Entre estos amigos
veíamos con frecuencia a Leslie Saalbourg, el gran dibujante de la revista inglesa «Esquire», siempre
vestido como un verdadero «dandy» de Inglaterra. A Joseph B. Platt, el decorador de la película
famosa «Gonne with the Wind», «Lo que el viento se llevó», con su mujer niña, dulce y deliciosa
criatura, hija del escultor Evans. El pintor Brooks y su mujer Anna Brooks, también artista, y otro
pintor de origen francés, Bouché, famoso hoy.
También vivía cerca de nosotros, y era amiga de nuestros amigos Platt, la gran actriz
Charlotte Monterrey, la compañera de Eugenio O'Neil, el Premio Nóbel, aunque a O'Neil no llegué a
conocerle. Estaba ya muy enfermo y no frecuentaba a nadie. Pero recuerdo perfectamente la primera
representación en un teatrito del barrio, de la comedia «Emperador Johnes», obra después famosa
en el mundo. A Charlotte la vi alguna vez en casa de los Platt.
Con estos amigos como vecinos, Nueva York no nos pareció una ciudad extraña. La
profesión crea entre los hombres una afinidad de sentimientos que aboliza las fronteras. Además en
una tierra donde hay para todos, ninguna envidia ha nublado nunca nuestra amistad. Veinte años más
tarde, una de mis hijas, nacida precisamente en Washington Square, ha vuelto a Nueva York como

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redactora de la revista Vague, y ha sido acogida con la mayor amistad por los hijos de estos amigos
que ellos siguen viviendo en Washington Square. No son como yo, que no me he parado en ninguna
parte. Es verdad que ellos nacieron allí, en una tierra con todas las oportunidades, y yo he tenido que
buscar esas oportunidades siempre en tierras que no eran la mía.
De Washington Square nos fuimos a vivir a Bronxville, un pueblecito de Westchester County,
a media hora al norte de Nueva York, muy simpático, donde vivían lejos de la ciudad, en sus casas, en
medio de jardines sin separación ni tapias, y así las calles son paseos como los del Campo Grande de
nuestra ciudad, literatos, directores de negocios o agentes de publicidad, artistas, editores, en fin,
gente que en cierto modo tenía algo que ver con la edición y el libro.
Nos llevaron allí nuestros amigos Francis y Eveline Wurzburg, administrador él de las edi-
ciones Condé Nast. Tenían éstos una casa de estilo inglés preciosa, amueblada con un gusto
exquisito. Las tejas que la cubrían las habían traído de Inglaterra, pues las tejas nuevas, nos decían,
son demasiado agresivas y destruyen la armonía del paisaje. Delicadeza que he encontrado raramente
en Europa, donde, al parecer, la gente es más culta. Estos pueblecitos americanos no se parecen en
nada a los pueblos de Europa generalmente aglomeraciones de labradores, a poca distancia de una
ciudad más o menos importante que les sirve de mercado. Son más bien una pequeña ciudad en un
espacio verde, necesaria para huir de esa monstruosidad que es la aglomeración de Nueva York, con
sus diez millones de habitantes.
Nosotros alquilamos allí una casita, hicimos venir algunos muebles de París y allí nos
instalamos. Por nuestros amigos Wurzburg conocimos a los Nichols, una familia de artistas, pintor él
y presidente de la National Academie; a George Bellows y Speicher, dos pintores famosos hoy; a los
Baekeland, familia del inventor de la «bakelita», artistas también aunque millonarios, y así
formábamos todos un grupo simpático, y no sentimos nunca el abandono social, o la vida al margen
del extranjero en un país extraño. La única dificultad quizás fue encontrar padrinos para bautizar a
nuestra segunda hijita, nacida en Bronxville, pues todos nuestros amigos eran protestantes y la
comunidad católica la constituía el cura y cuatro policías irlandeses, única fuerza armada de la
localidad. Uno de ellos actuó de padrino.
Como América en aquellos tiempos vivía en plena prosperidad, a mí me parecía aquello un
verdadero Eldorado.
Otro entrañable amigo, fue Frank Crowninshield, director de Vanity Fair, una revista literaria y
artística, americana, que se publicó durante varios años en Nueva York y Londres. Crowninshield era
un americano educado en Europa, donde su padre, pintor, había vivido muchos años. Inglaterra,

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Francia, Italia, eran países donde había pasado su infancia. Hablaba admirablemente las tres lenguas y
para él Nueva York, era una continuación de Eton o Roma.
La guerra había abierto un paréntesis en América, que estaba un poco alejada de Europa. El
contacto de las tropas americanas habían creado un deseo, una necesidad, de acercamiento a los
valores morales esenciales de la civilización occidental, un deseo de crear en Norteamérica una elite
intelectual de carácter europeo. Vaníry Faír tenía esa ambición y Frank Crowninshield venía a buscar
talentos para su revista en Europa. Yo no sé si vio en mí un talento posible o sencillamente una
simpatía personal, el caso es que me propuso venir a New York bajo su protección y con su bolsa
abierta. Nunca hice uso de ella, pero siempre es bueno saber que tiene uno donde caerse, como
suele decirse. Mi agradecimiento y mi amistad han durado siempre.
Para mí, que había conocido América rica y en plena prosperidad, la nueva situación era una
singular experiencia. La gente que había comprado todo a plazos: casas, muebles, automóviles, etc.,
no podía pagarlo a causa del paro. Todo se vendía, y todo se vendía por nada.
Como yo me había habituado a vivir en el campo, alquilé una casa amueblada en un pueblecito
de Connecticut, Estado lindante con Nueva York, a media hora de tren de esta ciudad. Una casa con
un jardín de una hectárea, a dos minutos de la playa. Las habitaciones de los criados sólo -tres tos de
baño- me costaría hoy doble de lo que yo pagaba por la casa entera. Pero la gente tenía que pagar los
impuestos, y el que podía irse a otra parte, alquilaba la casa nada más que porque el Estado no se la
confinase por falta de pago de éstos.
En cuanto nos instalamos, los vecinos vinieron a visitarnos, y según costumbre colonial,
ofrecerse en lo que nos pudieran servir. Les devolvimos la visita, y así a los pocos días de estar allí ya,
teníamos amistad con todos. La agencia les había dicho, sin duda, quiénes éramos, pues en estos
pueblecitos todo el mundo se conoce y los artistas generalmente encuentran simpatía en todas
partes.
Old Greenwich, nombre de nuestro pueblecito, era como un club de amigos. Todas las
semanas nos reuníamos varios vecinos en el tenis de uno de ellos. Otras veces en la playa, y vivíamos
así como en una ciudad de veraneo.

En general los vecinos eran gente de buena posición. Yo vivía en ese pueblo de lujo porque a
pesar de la crisis, mis asuntos particulares iban bien. Hacía retratos, cubiertas para las revistas y
dibujos para la publicidad. Estos se pagaban a precios muy elevados y yo tenía un buen agente y
muchos encargos. Finalmente hice una exposición, otra vez en la galería Wildenstein, que me puso de

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nuevo de actualidad.
Así es que para mí no había crisis y aunque nunca segundas partes fueron buenas, en medio
de las dificultades de la mayoría de la gente, nuestra situación era privilegiada y así pasamos dos años.
Sin embargo, en cuanto pensé que tenía bastantes reservas para poder pintar sin preocupaciones
materiales, tomamos el barco y nos volvimos otra vez a Europa. No me extraña que mis amigos me
tomaran por loco, aunque como se habrá notado mi locura ha sido siempre la misma.
Tampoco esta vez pude lograr hacer mi retorno de una manera definitiva. Nos quedamos una
temporada en París, pero mi prolongada ausencia me había hecho perder muchos contactos. Las
cosas habían cambiado. Los «Salones» de pintura no tenían la importancia de antes. Las reputaciones
las hacían ahora los marchantes y el que no había pasado por ellos, tenía, como ya he dicho, pocas
probabilidades de ser «prima donna». Además yo estaba un poco cansado de París y quería volver a
España. Decidimos pasar el verano en el País Vasco. Alquilé una casita en Hernani. Desde allí había un
autobús que nos llevaba a San Sebastián en pocos minutos.
Al cabo de un mes o dos, un buen día -o malo-, el autobús desapareció. Esto era en julio de
1936. Cuando volví a vede estaba transformado en carro de asalto, acorazado con chapas de hierro a
los dos lados...

En el interior iban unos diez o doce hombres con fusiles. Nuestra casa estaba a cosa de un
kilómetro del pueblo, y no contestando el teléfono de San Sebastián, me fui a Hernani a ver 10 que
pasaba. En el camino encontré una mujer que llevaba un niño en sus brazos, la cual me dijo que había
venido a pie desde San Sebastián. Que allí todo eran tiros y revolución, y que había venido a
refugiarse en su pueblo...
En el pueblo vi a unos hombres delante de una taberna, y parado enfrente de éstos, un coche,
por la ventanilla del cual asomaba una mano que apuntaba al grupo con una descomunal pistola. Yo
pasé delante como si nada. Pregunté a un mozo si había alguna autoridad en el pueblo, y con la
amabilidad característica de los españoles, aun en estas circunstancias y sin conocerme, se ofreció a
acompañarme a la alcaldía, donde me dijo estaba el cuartel general.

Después de algunas peripecias conseguimos embarcar en un barco de guerra inglés que había
en el puerto, y que nos llevó a Francia.
En París, un americano de Colombia me compró varios cuadros y con esto compré una casa
en Fontainebleau, donde pensaba vivir tranquilo para siempre, pero tampoco me dejó la suerte. La

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segunda guerra mundial y la invasión alemana nos hicieron cambiar nuestros proyectos, y después de
pasar un año y medio refugiados en San Juan de Luz, pues no se podía sacar ningún dinero de Francia,
decidimos volver a París, donde por fm y por fuerza nos instalamos de nuevo, y donde hemos vivido
los últimos veinte años.
El que no ha vivido fuera, no sabe lo que un español expatriado puede querer a España. No se
sabe lo que valen las cosas hasta que no se pierden. Así de la patria. Cuando yo vengo a Valladolid, la
gente me dice: «Pero, señor, ¿qué puede usted encontrar aquí, usted que puede vivir en París y
pasear por las orillas del Sena y ver el Louvre, la Torre Eiffel y el Moulin Rouge? Pues bien, y ya creo
que lo he dicho, lo que vengo a buscar en Valladolid es un adolescente que busco en vano en las
orillas del Sena. Un adolescente que encuentro a cada paso en Valladolid, en el laberinto de sus
calles, en los soportales de una plaza, embelesado ante un puesto de figuras de Navidad, un
adolescente ávido de conocer, que al marchar abandoné solo, dormido en el andén de la estación, y
que se despierta y viene a mi encuentro en cualquier parte del mundo cuando una campana toca con
la voz de la Catedral. Un adolescente que me espera en el andén cuando llego y me acompaña a
todas partes y que se me parece.
Sentir la necesidad de volver es un sentimiento complejo.
Los años de la adolescencia marcan generalmente para siempre la formación, la base de la
persona ¡Se tienen tantos recuerdos! Nada les puede borrar. La canción típica de un coro de niños.
El pregón del botijero. La flauta de Pan del afilador. Temas inolvidables de nuestra infancia. Corremos
siempre tras nuestra juventud. Algunas veces, a los españoles que han viajado, todo lo de fuera nos
parece mejor, otras veces ocurre lo contrario. Cuando estoy lejos y pienso en España, mi juicio
crítico desaparece; no me queda más que una sensación y sentimiento. Todo en España me parece
mejor. A veces se piensa con la cabeza, otras con el corazón.
Quisiera poder vivir algunos años más en España, en ese ambiente del estudio un poco
oscuro, intimidad de penumbra, la luz de una ventana ancha a dos metros del suelo, aislando el taller
del huerto o la calle. Uno o dos cuadros en caballetes. Algunos más terminados, en las paredes. Un
lienzo empezado. Al lado una mesita con paleta y colores, otra mesa más grande, más lejos, con
revistas y papeles. Un gran sillón. El modelo María de la O, en reposo.
Alguien que toca la guitarra. El taller, perfumado de olor a claveles de los talleres de pintor.
Fuera, en la calle el sol que mete a la gente en los aposentos. Una voz de mujer canta una copla,
lejos, en alguna azotea. De vez en cuando, la campana de un convento toca. Y luego..., el silencio.
Eso, y tres o cuatro amigos quien poder hablar de cosas del espíritu.

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Y morir en España.

E. G. B. (París, 1958 - Valladolid, 1962)

PENSAMIENTOS DEL ARTISTA

«Vivimos actualmente un período muy confuso en arte. En todas las artes, pero principal-
mente en la pintura. No habiendo ya regla ni norma por la que poder juzgar una obra, el artista
inquieto se encuentra ante un complicado desequilibrio de teorías contradictorias que paralizan su
expresión. Desde algún tiempo cierta crítica exige como principal cualidad del artista la originalidad,
confundiendo algunas veces ésta con la incapacidad. Esta búsqueda de la originalidad a toda costa, nos
ha llevado a muchas extravagancias. No se puede inventar el arte todas las mañanas. El arte es una
larga cadena. Desde Giotto a Goya y Manet, los artistas han continuado esta cadena a través de los
siglos, añadiendo su eslabón hasta formar un lenguaje inteligible. Desde hace algún tiempo estamos
destruyendo este lenguaje. Con frecuencia la gente dice, viendo ciertas obras actuales, «no
entiendo», y el caso es que la mayoría de las veces no hay nada que entender.

Ya sabemos que el mundo cambia y que ya en los años 1910 ó 12, época en que yo llegué a
París, Marinetti, en su manifiesto futurista, aconsejaba quemar los museos. El mensaje llega ahora a
España, -con un poco de retraso, como siempre-. Y después de quemar los museos ¿qué? ¿Habrá que
quemar todo lo anterior? ¿Las catedrales, las bibliotecas, las partituras de Mozart, de Bach, de
Beethoven, etc., todo lo que constituye nuestra civilización? El arte para seguir siendo arte, tiene que
respetar las reglas indispensables de la comunicación.

En mi ya larga carrera, he cumplido ya ochenta años, mi vida no ha sido otra cosa que una
dedicación total al arte. Empecé muy joven como dibujante litógrafo en la imprenta vallisoletana de
Pedro Miñón. A los veinte años me fui a Madrid, ingresé en San Fernando y me gané la vida dibujando
en los periódicos y copiando cuadros del Prado. Poco después marché a París.

Hice allí mi primera exposición particular en 1917, en una Galería del Faubourg Saint Honoré.
Desde entonces he expuesto con regularidad durante veinticinco años en los Salones oficiales

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franceses, «Societé Nationale del Beaux Arts» y el «Salon d'Automme» de París, en los que fui
nombrado Societario. He hecho exposiciones particulares en la Galería Charpentier de París y en la
de Wildenstein de Nueva York, y durante treinta años, he dibujado las portadas de las revistas
internacionales «VOGUE», «VANITY FAIR» y en otras he hecho miles de dibujos y muchos retratos,
entre otros el del Mariscal Petain, Jefe del Estado francés, los de la familia imperial de Indochina, etc.
He vivido pues, cuarenta años fuera de España entre París y Nueva York, donde se han elaborado
todos los “ismos” actuales -impresionismo, expresionismo, cubismo, futurismo, surrealismo...

El arte evoluciona y quizá lo que empezó como revolucionario a principios de siglo, acabará
como clásico a finales del mismo. Personalmente me niego a encerrarme en una fórmula única y
sacrificar así mi libertad de expresión. Es posible que mi inquietud me lleve de nuevo a mis tentativas
anteriores, aunque ya no sé si tendré tiempo de hacerlo...

Por ahora, he aprovechado mi última estancia en París para pintar estos cuadros que aquí
expongo. Uno no puede liberarse fácilmente del embrujo del Sena. En cuanto a mis temas taurinos
no puedo más que repetir lo que ya dije otra vez. Me place prolongar un momento más este sueño
interior que he llevado tantos años dentro. La España de esos hombres que se juegan la vida al sol a
las cinco de la tarde, vestidos de seda y oro con una espada en la mano.

El pintor, si es sincero, pinta lo que le emociona. La mujer, un paisaje, un espectáculo. A mí


me han emocionado siempre los toros, por atavismo sin duda, como a todos los españoles. Si no
hubiera sido pintor, me hubiera gustado ser un buen banderillero. Como a Machado. Yo también, a
pesar de mi exilio, soy español.

SOBRE LAS FECHAS DE LAS OBRAS

Me preguntas las fechas de mis obras.


Cómo podría darte cuándo hice estos pequeños dibujos La frutera, La joven asomada a la
ventana o el retrato de Vicente Escudero.
¿Tú crees que la fecha importa?
Siempre pensé que lo importante no es el que te matriculen. Sino averiguar, para luego decir,

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como eres un ser vivo. Acercarse a esa intuición que te guiaba para ver si volcaste en tu obra lo
esencial del mundo en que vivías.
Siempre voy y vengo a través de mis estilos sin intentar pararme en lo definitivo.
Pararse es morir.
Pero también lo es no detenerse a completar aquello que no se terminó.
Quisiera aún tener tiempo de recorrer etapas anteriores, para decir aquello que entonces
quise hacer y lo dejé para otro día.

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