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ISBN : 1989 - 6514

Siranda. Revista de Estudios Culturales, Teoría de los Medios e Innovación Tecnológica


Número 3
http://grupo.us.es/grupoinnovacion/
Año 2010

PUBLICIDAD H2O: PRESENTACIONES Y REPRESENTACIONES DEL AGUA EN EL


DISCURSO PUBLICITARIO
ADVERTISING H2O: PRESENTATIONS AND REPRESENTATIONS OF WATER IN THE
ADVERTISING DISCOURSE

Javier García López


Universidad San Jorge
jgarcia@usj.es

Resumen
La historia de la publicidad viene marcada por su relación con el medio ambiente y
los elementos que lo constituyen. Muchos anuncios están impregnados por un
discurso “verde” que condiciona la interpretación de los mensajes. El agua, como un
elemento arquetípico, una representación humana que nos sirve para construir un
discurso sobre nuestra naturaleza y nuestra cultura, tiene una estrecha vinculación
con la publicidad. A través de un análisis publicitario, pretendemos obtener algunas
conclusiones sobre la influencia del agua en publicidad actual, a partir de la
representación de dicho elemento en los anuncios televisivos españoles.

Palabras clave: Discurso publicitario, representación, agua, medio ambiente

Abstract
The history of advertising is marked by its relation with the environment and the
elements that constitute it. Many adverts are impregnated with "a green" discourse
that conditions the interpretation of the messages. Water, like an archetype, a human
representation that serves us to construct a discourse about our nature and our
culture, has a connection with advertising. Through a advertising analysis, we try to
reach some conclusions about the influence of water in the present advertising
discourse, from the representation of this element in Spanish television adverts.

Key words: Advertising discourse, representation, water, environment

INTRODUCCIÓN

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El agua es un elemento cuya existencia da lugar a la vida en todas sus dimensiones


conocidas. Lo que llamamos naturaleza o medio ambiente se constituye
precisamente a partir del agua, entendida esta como un elemento sin el cual
ninguna entidad viva podría existir. Es el componente que más abunda en la
superficie terrestre y forma parte de cualquier organismo vivo. Pero el agua, como
elemento arquetípico, es también una representación humana que nos sirve para
construir un discurso sobre nuestra naturaleza y, por tanto, sobre nuestra cultura
(Böhme, 1998). Existe, por tanto, una conexión funcional entre la esencialidad del
líquido elemento como componente sin el cual no existiría la vida, y su
representación simbólica en nuestra cultura. Tradicionalmente, no se ha dado mucho
valor al agua como un elemento capaz de estructurar nuestro conocimiento y
nuestra experiencia, a partir de su carga simbólica. El agua es también un símbolo y,
como tal, determina nuestra forma de pensar y comportarnos, aunque esta influencia
sea producto de un proceso de cognición inconsciente para nosotros.

EL AGUA: EL ARQUETIPO
En los últimos tiempos, los discursos sobre el agua que se plasman en los medios de
comunicación de nuestro país tienen que ver más con la escasez de este líquido y su
utilización que con su carga simbólica. Sin embargo, hay en este acontecimiento un
entramado subyacente, que va más allá de la propia utilización del agua como
materia. Se trata de un discurso aparentemente explícito pero que, sin embargo, se
asienta sobre bases simbólicas, que asocian la apropiación del agua como posesión
ideológica (llamamos aquí la atención sobre el tratamiento del agua como objeto y
sujeto a la vez). De esta manera, se pone de manifiesto que el valor simbólico del
agua llega a suplantar el valor objetual de este componente, de forma que la
posesión del agua tiene mucho que ver, aunque no solamente, con la idea de
poseer un símbolo, y no sólo un objeto. La mayoría de asentamientos humanos se
han desarrollado en torno al agua, en sus diversas formas: ríos, lagos, manantiales,
mares… Sin lugar a dudas, ello permitió el desarrollo de civilizaciones enteras, así
como de su estructura económica. Esta relación funcional entre hombre y agua
también ha llevado aparejada una relación simbólica, de manera que los pueblos
más “ricos” (entendiendo el término como una construcción simbólica más) han sido
aquellos que estaban en posesión del agua. Esta idea entronca directamente con la

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noción ideológica de lo ecológico, tal y como propone Contreras (2007: 42-63). El


agua también tiene un papel fundamental en la ecología, desde el punto de vista de
su relación con el hombre; así, el elemento agua determina las relaciones del hombre
con su entorno, de manera que también influye en su cultura.
La relación del agua, como elemento simbólico, con el hombre no ha sido siempre la
misma. La proliferación de los medios de comunicación de masas ha conferido una
nueva relación entre el agua y el hombre, de manera que aquellos construyen una
representación determinada de este elemento, forjando una concepción fijada de su
significación cultural. Dentro de este campo mediático, la publicidad conforma un
discurso predominante dentro de la sociedad actual. Nuestra vida cotidiana discurre
rodeada de anuncios y mensajes persuasivos a las órdenes del sistema de consumo
que determina y legitima nuestras conductas sociales e individuales. Además, el
discurso publicitario contemporáneo tiene un carácter institucional que lo hace
indisociable del fondo y la forma de nuestra cultura. Pero, ¿qué peso tiene el
elemento agua en el discurso publicitario actual? ¿Utilizan las empresas y marcas el
recurso de la representación del elemento agua para publicitarse? ¿Puede el discurso
publicitario contemporáneo fijar una nueva relación simbólica entre el agua y el
hombre?

LA CAPACIDAD REPRESENTATIVA DE LA PUBLICIDAD


La publicidad conforma, desde su aparición, un hecho cultural; una manifestación
inherente, por ende, a las dinámicas sociales inmersas en la corriente consumista que
caracteriza a las sociedades contemporáneas. La publicidad impregna nuestras vidas
cotidianas sin que podamos evitarla: televisión, prensa, revistas, radio, grandes
almacenes, ciudades enteras se visten de publicidad. El discurso publicitario se
comporta ante nosotros y ante la realidad de la vida cotidiana que nos rodea de una
forma ambivalente. El hecho de que la relación existente entre la publicidad y la
realidad constituya un vínculo ambivalente supone que, por un lado, la publicidad
construye nuestra concepción de la realidad y, por otro, la realidad alimenta a la
publicidad, sin la cual no tendría cabida ningún discurso. En este estadio, la
publicidad, huelga decir, conforma una estructura comunicativa dominante y juega
un papel determinante en la creación de significado social, influyendo incluso en la
construcción de las identidades sociales e individuales. Tal y como propone González

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Martín (1982: 37), “a través de la publicidad es la propia sociedad la que exhibe y


consume su propia imagen”. El discurso publicitario actual sirve para organizar, en
cierto modo, el supuesto equilibrio que debe existir entre la oferta y la demanda, de
manera que ayuda a estructurar el sistema económico en el que nos desenvolvemos.
Por tanto, la publicidad influye en la institución de una sociedad organizada a partir
de la lógica del consumo, donde los bienes y servicios se utilizan para establecer las
relaciones sociales. Pero la publicidad también conforma un sistema de
representación, un procedimiento simbolizador en el que el receptor debe extraer un
sentido que él mismo ha de sintetizar, aunque dicho sentido no sea únicamente
producto de su exclusivo trabajo. El resultado de la interpretación de lo narrado
depende en gran medida de la estructuración de la emisión que, en el caso de la
publicidad, depende tanto de los anunciantes como de las agencias de publicidad
dedicadas a la tarea. Estos emisores tratan de establecer un orden concreto en la
jerarquización de las necesidades humanas, por medio de una glorificación de los
productos y servicios anunciados, a través de la emergencia de una serie de valores
que se relacionan con los objetos y que, en ocasiones, llegan a ocultarlos para
aparecer como los únicos protagonistas del acto comunicativo publicitario.

Todo relato publicitario, por tanto, conlleva un acto de persuasión, de atraer al otro
hacia tu propósito y, si es posible, encaminarlo hacia la consecución de un
comportamiento determinado. Sin embargo, no toda la publicidad comporta un acto
de seducción. Seducir significa “apartar, desplazar, llevar aparte, desviar al otro de su
vía para traerlo a tu propio lugar. […] aquí se trata de fascinar: la imagen es el agente
de esta fascinación” (Imbert, 2003: 44). Y en muchas ocasiones, esta labor de
seducción se lleva a cabo a través del recurso agua como representación de de una
serie de valores que transporta como ente arquetípico. Precisamente, los objetos
producidos por las empresas (productos, servicios, marcas e instituciones en sí
mismas) se convierten en imaginarios. Los objetos, por tanto, son metáforas de la
realidad. Los productos contraen la esfera de lo real y la expanden en un mundo
imaginario (Ibáñez, 2002: 175). Hay una transformación de lo real, que se instituye en
imaginario. En ese proceso de transformación del significado contribuye la
publicidad, como un discurso social dominante

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PUBLICIDAD, SÍMBOLO Y AGUA


El discurso publicitario es, por definición, un acto retórico que se mueve en la esfera
de lo semiótico y, por tanto, se forja en una articulación concreta de signos. Las
herramientas que sirven de fundamento al relato publicitario son los signos, cuya
unión hace florecer un lenguaje determinado por las palabras, las imágenes, los
sonidos… Se trata de un entramado similar al lingüístico, aunque modelado por un
sincretismo particular, una conjunción de estructuras de diversa índole. Todo sistema
semiótico configura una estructura concreta de la realidad. El lenguaje de las
palabras, por ejemplo, asienta la concepción de verdad como algo irreversible, y todo
a través de una convención social. Esto es, los hombres han creado una calificación
de las cosas que se erige válida y obligatoria de manera uniforme. Es lo que
Nietzsche (2007) llama “el poder legislativo del lenguaje”, que ofrece las primeras
leyes de la verdad. Los hombres acceden a la verdad por medio de un alejamiento
continuo de las cosas. El lenguaje aumenta las distancias entre el sujeto y el objeto.
Actúa como discurso común de la representación y de las cosas. La utilización de un
lenguaje digital, que aleja al sujeto del objeto, es una de las características
diferenciadoras de los hombres frente a los demás animales, que utilizan un lenguaje
analógico, que no permite la distancia entre objeto y sujeto (aunque bien es cierto
que últimamente se ha descubierto que ciertos animales como los delfines son
capaces de utilizar un cierto lenguaje digital). La función de descripción y
representación del lenguaje es un juego que se manifiesta como camino supremo
para acceder a la verdad. Todo pensamiento es enunciado, forma lenguaje y, por
ello, se torna lejano frente al mundo. Lo que aporta significado a los hombres no es el
objeto en sí, sino la imagen que se forjan del objeto, a partir del lenguaje. Una
imagen arbitraria, convenida e imperante, que adquiere validez universal. En este
sentido, Bueno (2000) manifiesta que, a través de los discursos mediáticos (entre los
que se incluye la publicidad), las apariencias son mucho más fuertes que la verdad; es
más, la propia verdad es absorbida por las apariencias. Las apariencias llegan a
convertirse en el mundo de referencia, el mundo de nuestra vida cotidiana. El
cerebro utiliza su estructura de representación del propio organismo y de los objetos
externos para crear una nueva representación (o película en el cerebro). El cerebro
crea así una cartografía que indica la implicación entre el cerebro y los objetos (esta

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representación, se sabe, corre a cargo del tálamo y la corteza cingulada). Pero, como
argumenta Bueno (2000: 120), no es la “cartografía que el cerebro hace del cerebro”
lo que nos lleva, por construcción, a un conocimiento efectivo de las apariencias
introspectivas; es la cartografía de las apariencias (de los sentimientos, de los afectos,
de los apetitos…, identificados a través del lenguaje) la que nos conduce a la
cartografía del cerebro. Y es una ilusión creer que es la cartografía del cerebro la que
nos conduce a la cartografía de las apariencias. En definitiva, la publicidad se plantea
como la proyección del simulacro social creado, a su vez, por ella misma. La
publicidad se acerca a la sociedad de forma similar a “una especie de zoom como en
el porno (que) nos aproxima demasiado a lo real, que nunca existió, (y que) no tuvo
nunca sentido más que a una cierta distancia” (Baudrillard, 2005: 189).

Por tanto, son las representaciones de la realidad las que configuran nuestra forma
de conocer y experimentar nuestra vida cotidiana. En la actualidad, ya no hay duda
de que la verdad no puede ser considerada objetividad; la idea de verdad aparece
desprovista de todo reflejo, de todo espejo. El hombre lleva a cabo producciones
(metáforas) que se consideran como la realidad porque un determinado grupo social
las ha determinado como fundamento de su modo de vida común. Es cierto que se
trata de un punto de vista impregnado por lo irracional, aunque la referencia a lo
irracional sirve precisamente para criticar la noción metafísica de verdad como
adecuación al objeto (como objetividad y evidencia) y para fundamentar esta visión
de verdad como una idea relacionada de forma intrínseca a la producción
interpretativa en torno a lo representado, que llevan a cabo los hombres en su
devenir cotidiano. Esta producción interpretativa de los hombres (propia del lenguaje
digital) conforma sus vidas y, por ende, el mundo entorno en el que se desenvuelven.
Los individuos interpretan los mensajes publicitarios influidos por la carga cultural, por
las orientaciones preestablecidas que acompañan a cada receptor en su vida
cotidiana. Antes de recibir el mensaje, cada sujeto dispone de una amplia gama de
discursos y representaciones con los que está en contacto en otras esferas de la vida
diaria (mensajes explícitos o implícitos de otras instituciones, de personas conocidas,
de la familia, de otras fuentes de información,…), y que, inconscientemente, filtran y
comparan con el mensaje recibido por los medios de comunicación. No hay en los
medios de comunicación ningún texto inocente, que no tenga cierta relevancia en la

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construcción de significados para nuestra vida cotidiana y que no sea digno de


estudio atento. Cuando se habla de la estructura de los mensajes de los medios de
comunicación, no se trata de simple entretenimiento, aunque los contenidos de los
programas, en muchas ocasiones, plantean una naturaleza aparentemente trivial. Por
ejemplo, el trabajo de Mattelart y Dorfman (1987) sobre los dibujos animados del
pato Donald muestra cómo la individualidad, la libertad y el modo de hacerse rico, así
como la sexualidad y la naturaleza de la familia se enmarcan en supuestos
ideológicos sobre las costumbres aparentemente inocentes de los habitantes de
Patolandia. En este sentido, Morley (1996: 122) argumenta que los emisores
introducen una dirección en la estructura del mensaje, con el objetivo de lograr una
comunicación eficaz. Los emisores impregnan el mensaje con ciertas clausuras que
permiten establecer una “lectura preferencial o dominante” para la posible
interpretación. Se trata de que la interpretación del receptor se ajuste lo máximo
posible a la estructura del mensaje emitido. Para que un texto, en este caso un texto
mediático, logre transmitir por completo al receptor el sentido preferencial o
dominante dependerá de un hecho determinante: que el receptor comparta códigos
ideológicos, que obtiene de otras esferas institucionales, con los códigos ideológicos
del texto mediático. De esta forma, Morley establece tres posibilidades que el receptor
del mensaje puede adoptar en su situación de decodificador: que acepte totalmente
el mensaje, que lo comparta en una parte, o que se oponga por completo. La
recepción y la interpretación del mensaje dependen en gran medida del contexto
social estructurado en el que se inserta el decodificador individual. Aún así, la lectura
dominante que impone el emisor guía la interpretación del texto y, en la mayoría de
los casos, se impone a una potencial lectura opuesta. La mayoría de receptores se
adhiere de una forma más o menos ajustada al macrodiscurso de los medios de
comunicación; esto es, interpreta la posible lectura preferencial de los medios,
articulando de este modo una especie de estructura ideológica marcada, en cierta
medida, por el emisor.

En este sentido, el agua puede ser considerada también un símbolo y, como tal,
determina nuestra forma de pensar y comportarnos. Existe una conexión funcional
entre la esencialidad del líquido elemento como componente sin el cual no existiría la
vida, y su representación simbólica en nuestra cultura. Así, el agua contiene una gran
capacidad evocativa (simbólica):

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- El agua es salud.
- El agua es fertilidad.
- El agua es belleza.
- El agua es movilidad (velocidad).
- El agua es vida.
- Agua y violencia (agua como superpotencia natural).
- Agua y divinidad.

Además, el elemento agua se muestra ante nosotros a través de una doble vertiente
semiótica. Por un lado, el agua se presenta ante lo humano como una fuerza
sublime, que trasciende lo terrenal: el hombre no sobrevive debajo del agua. Por
otro, el agua se presenta ante lo humano como una fuerza vital: el hombre es
porque existe el agua. Es decir, la utilización del agua por parte del discurso
publicitario supone una vinculación natural de aquello que se muestra (vende) y
quien lo recibe (el receptor o audiencia). Se trata, por tanto, de una articulación
aparentemente natural, pero que adquiere fuerza en el momento en que el objeto se
convierte en símbolo: el agua y la salud, el agua y la violencia, el agua y la divinidad…

LA CARGA IDEOLÓGICA SUBYACENTE


Los sistemas de representación, como el publicitario, conllevan también una carga
ideológica, en el sentido de Althusser (1969), quien piensa que las personas no
pueden alcanzar el total conocimiento de lo real, debido a que el verdadero
conocimiento está sujeto a un tipo de enmascaramiento que no se puede identificar
de una manera simple. Por ello, piensa Althusser, las personas creen que nunca son
ellas las que tienen una falsa conciencia de lo real, sino que son los demás quienes
sufren un proceso de falsa conciencia, que les impide alcanzar el conocimiento real.
De esta manera, siempre son los demás los que están determinados por la ideología
dominante y no nosotros. La ideología es, así, producto de las costumbres. Es una
costumbre en sí misma. Las ideologías, por tanto, se establecen como el marco de
pensamiento, de conocimiento, sobre el mundo. Como escribe Hall (1998: 39-40),
“las ideologías son las ideas que las personas utilizan para imaginarse cómo funciona

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el mundo social, cuál es su puesto dentro del mismo y qué deberían hacer”. De esta
forma, se puede decir que las ideologías son sistemas de representación.

Los sistemas de representación son sistemas de significado. Con estos sistemas de


significado los humanos representamos el mundo ante nosotros y ante los demás.
Estas construcciones de significado llevan implícitas una serie de costumbres
específicas. Es más, el conocimiento ideológico es el resultado de estas costumbres.
Así, explica Hall (1998: 45), cada una de las costumbres sociales está constituida
dentro de la interacción que existe entre el significado y la representación, y ellas
mismas pueden ser representadas. En otras palabras, no existe costumbre social
alguna fuera del discurso. De todas formas, esto no significa que porque todas las
costumbres sociales estén dentro de lo discursivo, no haya más costumbre social que
el discurso.

Por ello, estos procesos pueden tener un gran peso social en tanto guías y
orientadores de los comportamientos potenciales de la sociedad, del devenir de
nuestra vida cotidiana, y de los posibles discursos ideológicos posteriores. A partir de
los campos ideológicos se crean estructuras de significado, que se plantean como
pautas inamovibles. Es, por ejemplo, el caso del campo semántico que se desarrolla y
se muestra en publicidad a través del mecanismo de representación que se acaba de
exponer, donde entra en juego la diferenciación entre significante, significado y
signo. Un signo es simplemente una cosa que tiene un significado particular para
una persona o grupo de personas. El signo está compuesto por un significante, el
objeto material, y un significado, lo que significa el objeto para nosotros. Aunque, en
la práctica, un signo siempre se refiere a una cosa y su significado juntos. Partiendo
de esta diferenciación, nos encontramos con el término referente. El referente es el
objeto real que nos encontramos en el mundo real. Es algo externo al signo, puesto
que este es una configuración simbólica de aquel. Los anuncios, normalmente, están
compuestos por un conjunto de signos externos a la realidad en tanto que se alejan
del referente. Por ello, los anuncios están compuestos de sistemas referenciales.

Como indica Williamson (1978: 30), para nosotros las cosas son como son, pero en
este caso las cosas son, se nos muestran y se nos aparecen, como son conectadas en
la publicidad. Lo que vemos en los anuncios son formas naturales. El receptor no se

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cuestiona el sentido de la yuxtaposición publicitaria. Lo que de hecho es una


yuxtaposición ilógica, sin sentido (una cara de persona y un frasco de colonia
conviven como un solo objeto, por ejemplo) llega a ser invisible para el receptor, que
asume la naturaleza, la realidad, del asunto. Las imágenes, las ideas o los sentimientos,
entonces, por su vinculación a ciertos productos, son transferidos desde los signos de
otros sistemas (cosas, o personas, con imágenes) a los productos, más allá de su
origen. Por tanto, el proceso de conexión entre un producto y una imagen-emoción
es inconsciente. La publicidad se basa en emociones, pero no directamente sino a
través de una promesa. Una promesa de alcanzar el placer. Así, la técnica de la
publicidad consiste en transformar sentimientos, modos o atributos en objetos
tangibles. El siguiente paso es que el producto publicitado en sí mismo llegue a
significar algo para nosotros. Por tanto, un producto debe conectarse con un modo
de vida cercano a nuestra experiencia vital. Así que el producto y el mundo de la vida
cotidiana que se plantea en el anuncio se relacionan, aparentemente de forma
natural. En este sentido, un producto pasa de representar una cualidad o sentimiento
abstractos a generar o ser en si mismo ese sentimiento. Es decir, el producto se
convierte, no sólo en un signo, sino en el referente real de ese signo. De esta manera,
un producto puede conectarse con un referente emocional de dos maneras
diferentes: tú puedes salir y comprar una caja de chocolate porque te sientes feliz, o
puedes sentirte feliz porque has comprado una caja de chocolate: y no es lo mismo.
En el primer caso el chocolate no pretende ser más que un signo, significa algo, pero
en términos de un sentimiento que tienes de vez en cuando. Es un signo de un
sentimiento, que es el referente. Pero si el producto crea el sentimiento se convierte
en algo más que un signo: entra en el espacio del referente, y llega a ser activo en la
realidad (Williamson, 1978: 36-37).

No cabe duda de que la transacción de significado que se produce del objeto


prístino al objeto publicitado se debe a una cooperación del receptor en el proceso.
Es cierto que en publicidad un objeto remplaza a una imagen o sentimiento, esto es,
el producto publicitado ocupa el lugar del objeto en su rol original y se apropia del
significado de la imagen o el sentimiento asociados a él. Pero el significado depende
también de nosotros, los receptores, como partes cooperantes en el proceso de
creación de significado. Así, un anuncio nos habla, y simultáneamente creamos una
conversación con él, con lo que significa para nosotros. De esta forma, el receptor se

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constituye en una parte activa del anuncio. Se plantea entonces una tautología, ya
que los anuncios nos ofrecen significados y nosotros damos significado a los
anuncios. Estamos hablando, por tanto, de ideología. Un proceso de producción de
significado que se nos presenta invisible, como ya mostraba Althusser. Por definición,
estos procesos de creación de significado forman parte de un aparato ideológico,
aunque no se nos presenta como tal. En la ideología, las conciencias se construyen
sobre nosotros, y nosotros no las cuestionamos porque las vemos como verdad. Los
receptores estamos sumidos entonces en la ilusión de escoger. Se trata de una falsa
libertad que propone la estructura capitalista en la que nos desenvolvemos. Por tanto,
la publicidad se vale de esta falsa conciencia de libertad para invitarnos a crear
libremente nuestra propia conciencia, nuestra propia identidad, de acuerdo con el
camino que la propia publicidad marca. Sin embargo, como decíamos antes, ningún
sujeto forma parte de una ideología hasta que participa en su creación. Por eso,
paradójicamente, el hecho de que exista una ideología depende de que nosotros
participemos como iniciadores de la acción. Así, la conexión entre el mundo del
producto y el mundo referencial se hace por nosotros, en nosotros, y también con
nosotros, ya que a nosotros, como receptores, también se nos da un estatus de
objeto de intercambio. Es el caso, por ejemplo, plantea Williamson, de la “gente
Pepsi” o las “chicas Sunsilk”, donde los productos forman parte de las vidas cotidianas
de las personas y llegan a ser parte de tu experiencia, se erigen en modos de vida a
seguir. Por ello, “nos diferenciamos de otras personas por lo que compramos (la
forma extrema de esto es el individualismo). En este proceso nos identificamos con el
producto que nos diferencia; y esto conforma un tipo de totemismo” (Williamson,
1978: 46).

Los anuncios crean sistemas de diferenciación social que aparentan ser una
estructura básica de nuestra sociedad. Los objetos reales son extraídos de nuestro
mundo físico y absorbidos por un sistema de símbolos cerrado. Los anuncios, por
tanto, constituyen un sustituto de la realidad y de las emociones producidas por lo
cotidiano. Los sentimientos se unifican de forma extrema con los productos. Y lo que
es más importante, no compramos un producto sólo para formar parte del grupo
social adherido a dicho producto, sino que, además, debemos sentir de forma natural
que pertenecemos a ese grupo y que, por ello, compraremos el producto. Aunque
hay que tener en cuenta que el receptor le da el significado al anuncio por su propia

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individualidad, a pesar de que ese significado dado de forma individual se haya


construido tomando como referencia la identidad del grupo de referencia.
Precisamente, el éxito de los anuncios yace sobre el hecho de que estos nos dan la
seguridad de ser nosotros mismos, como individuos separados, y que podemos
escoger. Es crucial mantener el mito de que la elección es una postura individual y
que concuerda con nuestra forma de pensar, a pesar de que, por supuesto, aunque
esa forma de pensar esté íntimamente ligada con la ideología del sistema, sintamos
que es nuestra en particular.

Entonces, podemos decir que la publicidad se establece como un aparato ideológico:


como un sistema de significado dentro de lo simbólico, ya que permite representar al
sujeto su lugar en el imaginario. Los anuncios falsifican la posición del sujeto, y
falsifican su relación con el anuncio. Los anuncios nos presentan la imagen de los
productos en un contexto determinado, y nos invitan a participar de ello. Además, es
imprescindible para alcanzar una mayor eficacia, que los anuncios no muestren su
significado de manera inmediata. Deben mostrarlo como el resultado, el premio, de
una interpretación hermenéutica del anuncio. Primero decodificamos la superficie del
anuncio, después descartamos esa superficie y nos introducimos en el significado que
esconde la publicidad concreta. Esto supone un cierto cambio de rumbo con
respecto a la forma en la que el anuncio se introduce dentro de nosotros. Por tanto,
siguiendo las conclusiones de Williamson (1978: 169-170), la mayoría de nuestras
vidas son las vidas no vividas de los anuncios, la otra cara de su imagen del mundo.
Así que este se convierte realmente, de manera literal, en irreal (sublimado,
inconsciente). Como para un adolescente, por ejemplo, es realmente posible vivir casi
totalmente en una parcela onírica de las fotos e historias de las revistas, y ello parece
más real que la realidad (aunque pocas personas lo admitirán). La razón de esta
realidad es que el sueño social es un sueño compartido: lo que se percibe
comúnmente tiene un estatus más objetivo que algunas parcelas particulares
nuestras. Las experiencias reales de las personas deben ser muy similares aunque de
permanecen aisladas, mientras lo que es una experiencia universal es el impacto de
las imágenes sociales y de los medios de comunicación. Así que esto conforma de
hecho un instinto positivo, el deseo de compartir en la realidad social, que nos priva
de nuestro conocimiento verdadero de las realidades sociales. La publicidad debe

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apropiarse, no sólo de las áreas reales del tiempo y el espacio, y darles un contenido
falso, sino de las necesidades y deseos reales de las personas.

CONCLUSIONES
Como se ha planteado más arriba, la naturaleza y la cultura están íntimamente
ligadas, como ya planteó Lévi– Strauss, quien piensa que la cultura es un proceso de
creación de sentido (Fiske, 1990: 121). Esto es, el discurso medioambiental y, en
nuestro caso, el discurso del agua también conforman una estructura simbólica que
determina nuestras formas de conocer. De esta manera, dichas entelequias
(entendiendo al agua como elemento arquetípico y no como un elemento físico)
impregnan nuestra forma de conocer aquello que nos rodea y, por tanto, influyen en
nuestro comportamiento social. Esa creación de sentido, de significación (denotación,
connotación e ideología), no proviene sólo de la naturaleza o la realidad, sino
también del sistema social que forma parte de estas esferas, así como de las
identidades y las actividades cotidianas de las personas insertas en este sistema. Así, el
sentido de nosotros mismos, de nuestras relaciones y de la realidad es producido por
el mismo proceso de creación cultural del que hablamos. En definitiva, naturaleza y
construcción social están íntimamente ligadas, de manera que una influye en la otra
y viceversa.

En todo este entramado, la publicidad consigue utilizar el agua como núcleo de


algunos de sus mensajes, unas veces, y como envolvente simbólico, otras. Cuando el
agua es el protagonista de un anuncio publicitario, todo el discurso y su recepción se
ven impregnados de los valores que allí de dicho elemento. En los demás casos, es el
elemento juega un papel imprescindible dentro del proceso de creación contextual
del discurso publicitario. De este modo, el agua ayuda a fundamentar el tono de los
anuncios en los que aparece, de una manera explícita o implícita. En todo caso, el
agua es un elemento cargado de valores que sirve como herramienta en el proceso
creativo los mensajes publicitarios Desde el punto de vista publicitario, el agua ha sido
aparentemente un convidado de piedra, utilizado para conferir valores a los
productos, servicios y marcas anunciadas. Sin embargo, la importancia del agua en el
discurso publicitario se observa en la capacidad de este elemento de transportar
significaciones, valores y creencias. Desde la aparición de la publicidad audiovisual, el

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ISBN : 1989 - 6514
Siranda. Revista de Estudios Culturales, Teoría de los Medios e Innovación Tecnológica
Número 3
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Año 2010

agua, su presencia, su imagen, su sonido… han formado parte del contexto del
mensaje publicitario. Podemos ver agua desde la publicidad de agua embotellada
hasta la publicidad de automóviles (recordemos el reciente anuncio de BMW, que
plasmaba una antigua entrevista con Bruce Lee, en la que se hablaba de un tipo de
filosofía del agua, y cuyo cierre era: “be water, my friend"). El agua, por su fuerza
semiótica, hace fluir sus valores a través del objeto anunciado, cargándolo de
simbolismo, haciéndolo un mito, alejándolo del logos.

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