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La Revolución en marcha

El 17 de Mayo aparecen en Buenos Aires unos impresos oficiales con el título: “Copia de los artículos de la
“Gazeta de Londres” de 16, 17 y 24 de febrero último, referentes a los sucesos de España”. En ellos se
incluye el Real Decreto firmado por el Presidente de la Suprema Junta de España, Arzobispo de Laodicea,
por el cual se creaba el Consejo de Regencia que entraría en. funciones el 2 de Febrero en la isla de León. El
mismo día 17, los cabecillas de la conjura recurren nuevamente ante los jefes militares en demanda de
apoyo. Saavedra está fuera de la ciudad y Martín Rodríguez se niega a tomar medida alguna en ausencia del
Jefe de los Patricios. Sin embargo, se comisiona a Juan José Viamonte, segundo Jefe del Regimiento, para
que busque a Saavedra, mientras los revolucionarios esperan su regreso en casa de Rodríguez.Cisneros,
entretanto, no ignora lo que está ocurriendo. Quizás para poner un dique al conflicto que se avecina, publica
el 18 una proclama destinada “a los leales y generosos pueblos del Virreinato de Buenos Aires”. En ella
confirma la gravedad de la situación y exhorta a mantener el orden y la paz. El Virrey asegura que, “en el
desgraciado caso de una total pérdida de la Península y falta del Supremo Gobierno", no tomará ninguna
decisión que no sea “previamente acordada en unión de todas las representaciones de esta Capital, a que
posteriormente se reúnan las de sus provincias dependientes” , entretanto se establezca, de acuerdo con los
demás virreinatos americanos, “una representación de la soberanía del señor don Fernando Séptimo”.
Cisneros asegura que no apetece el mando, sino la gloria de luchar en defensa del monarca contra toda
dominación extraña. Finalmente, previene nuevamente al pueblo sobre los “genios inquietantes y malignos”
que procuran crear disensiones.Ese mismo día llega Saavedra a Buenos Aires. Por la noche preside una
reunión en casa de Nicolás Rodríguez Peña, y se traza entonces el plan a seguir: el punto de partida será una
convocatoria a Cabildo abierto. Al día siguiente, Juan José Castelli y Martín Rodríguez visitan al Virrey y le
plantean la necesidad de tal convocatoria. Luego entrevistan al Alcalde de primer voto (Juan José Lezica), y
al Síndico Procurador del Cabildo (Julián de Leiva) para gestionar que la reunión se realice al día siguiente.
Sin embargo, el Virrey y su partido consiguen dar largas al asunto y el 20 acuerdan, por inspiración de
Leiva, acceder a la reunión del Cabildo abierto, pero sólo después de conocer la opinión de los jefes
militares. En las últimas horas de la tarde concurren éstos al Fuerte y ratifican, por boca de Saavedra, la
posición que están dispuestos a defender: para ellos, el Virrey debe dimitir, pues su mando ha caducado con
la disolución de la Junta Suprema de España, y el gobierno debe ser asumido por el Cabildo para luego
transferirlo a la nueva autoridad que el pueblo designe en Cabildo abierto. La suerte del Virrey, a pesar de
los arbitrios dilatorios del síndico Leiva está echada.
El inicio
El año 1809 llega a su fin. En Buenos Aires, las divergencias entre criollos y españoles se hacen cada vez
más profundas. El Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros intenta mitigar esas disensiones con medidas
prudentes, pero ello no basta. La conspiración de los criollos flota en el aire y día a día son más concretas las
informaciones que recibe el mandatario de que se trama una conmoción del orden institucional. El 25 de
Noviembre Cisneros crea el Juzgado de Vigilancia Política, destinado a perseguir tanto a los afrancesados
como a aquellos que auspician regímenes políticos contrarios a la conservación de América en dependencia
de España, incluyendo a quienes propaguen “falsas y funestas noticias sobre el estado de la Nación”. Un
mes más tarde, el Virrey lanza un bando por el que previene al vecindario contra “algunos pocos díscolos
que extendiendo noticias falsas y seductivas, pretenden mantener la discordia y fomentar el espíritu de
partido, tal vez con ideas más depravadas cuyo fondo de malicia no penetran los incautos". El clima de
conmoción impera en Buenos Aires y sólo falta un pretexto formal para que la revolución estalle. Así lo
estima Cornelio Saavedra cuando, en Abril, les confía a sus amigos: “Aún no es tiempo; dejen ustedes que
las brevas maduren y entonces las comeremos”.Las brevas maduran, y el tiempo llega cuando, el 14 de
Mayo de 1810, el barco de guerra inglés Mistletoe arriba a Buenos Aires, trayendo impresos con
informaciones de Cádiz fechadas el 4 de Febrero; ellas confirman categóricamente los rumores que ya
circulaban con profusión en el Río de la Plata. Pero, además, llega con la nave británica la noticia de que el
día anterior, 13 de Mayo, ha anclado en Montevideo la fragata británica Juan Paris, con informes más
actualizados. De este modo, se sabe en Buenos Aires que los franceses están ya muy próximos a Cádiz, que
la Junta Suprema ha sido disuelta y que se ultiman los preparativos para el inmediato tramado del gobierno a
la isla de León. “El martes 15 de Mayo - anota un testigo en su Diario- reventó la explosión esperada por
tanto tiempo". Una diputación militar se apersona ese día a Cisneros y le concede plazo de dos horas para
que confirme o rectifique lo que todo Buenos Aires sabe. El virrey, aunque se toma más tiempo, no puede ya
ocultar los desastres del reino, y se ve obligado a ordenar la publicación de las noticias sobre la guerra de
España, que pocos días antes habían llegado a bordo de los dos barcos ingleses.
La "Legión Infernal"21 de Mayo de 1810. A las 9 de la mañana se reúne el Cabildo, e inicia sus trabajos con
la rutina habitual, pero al poco rato debe interrumpirlos. La Plaza de la Victoria está ocupada por unos 600
hombres armados de pistolas y puñales, que ostentan en el sombrero un retrato de Fernando VII y en el ojal
de la chaqueta una cinta blanca, símbolo de la unidad criollo-española. La multitud, encabezada por
Domingo French y Antonio Luis Beruti, grita airada que se llame a Cabildo abierto y se destituya a
Cisneros. El escándalo que produce esta Legión Infernal - tal es su lema - causa alarma entre los cabildantes,
que se apresuran a solicitar del Virrey que autorice la convocatoria; al oficio formal se agrega un pedido
verbal de que la respuesta fuese urgente y afirmativa. Rápidamente, Cisneros borronea la autorización
requerida y, mientras los delegados del Cabildo entran a la sala para entregarla, otro cabildante corre en
busca de Saavedra con el ruego de que ponga orden en la plaza. La salida de este emisario es advertida por
los manifestantes, que reclaman a gritos la presencia del Síndico para que se les informe si el Virrey ha
accedido a la convocatoria a Cabildo abierto. Sale Leiva al balcón y con palabras mesuradas y prudentes
intenta convencer a los peticionantes de que el Ayuntamiento se ocupará de todo, que se queden tranquilos y
regresen a sus casas en orden. La grita se hace entonces más concreta: clama que el Virrey sea suspendido y
Leiva nada puede hacer para calmarla. En esos momentos entra Saavedra a la Sala Capitular y los
cabildantes le piden que interponga su influencia ante los manifestantes para que despejen la plaza. Desde el
balcón, el Jefe de los Patricios habla a la multitud, asegurándole que nada omitirían él y los demás
comandantes para satisfacer las demandas populares. Pide luego la desocupación de la plaza y la
tranquilidad necesaria para que los cabildantes puedan seguir deliberando. Los manifestantes se retiran, y el
Cabildo se dedica entonces a estudiar la manera de convocar el congreso de vecinos. Finalmente, se resuelve
que la convocatoria se realice para el día siguiente, 22 de Mayo, a las 9 de la mañana. Se confecciona una
lista de los personajes que deben ser invitados y se acuerda, además, que ha de redactarse una “proclama
enérgica” para comenzar la sesión. Se invitará al obispo, a las autoridades jurídicas y administrativas, al
Cabildo eclesiástico, a los comandantes, a los alcaldes de barrio, a diversos catedráticos, oficiales,
sacerdotes y vecinos principales. La convocatoria a Cabildo abierto no es, todavía, una victoria de los
revolucionarios. El partido del Virrey confía en que los votos terminarán dándole la hegemonía. Se
imprimen 600 esquelas de invitación, pero sólo se llegan a distribuir 450, sobre la base de la lista elaborada
por el Cabildo. La mayoría de esos invitados, presumiblemente, apoya la causa del Virrey. Sin embargo,
sólo concurren 251 invitados. La ausencia de los 199 que no se presentan se debe, en su mayoría - según un
autor -, a la pusilanimidad y el miedo, sin perjuicio de que los miembros de la Legión Infernal y muchos
oficiales se encarguen de sugerir el regreso a sus casas a algunos de los invitados que resultan ausentes. Pero
además de la gente que ocupa los altos de la casa consistorial - relata un testigo - hay “una reunión como de
300 personas de capa y, debajo de éstas armadas de puñales y pistolas; a su cabeza está don Antonio Luis
Beruti".
Además de los invitados especiales, concurre una barra entusiasta. French, por su parte, lleva a sus hombres
para dar calor popular a las opiniones de los revolucionarios. En medio de la expectativa general, abre la
sesión el escribano del Cabildo, Justo José Núñez: lee la proclama especialmente preparada, en la que se
aconseja mesura, prudencia y serenidad en las discusiones, sin perjuicio de que todos puedan expresar su
opinión en libertad; se destaca, asimismo, la necesidad de consultar a las provincias interiores del Virreinato
y la conveniencia de no llevar a cabo mudanzas catastróficas.Enseguida Núñez pronuncia la fórmula de
rigor: “Ya estáis congregados; hablad con toda libertad".Entonces comienza un debate que durará cuatro
horas. Por momentos, la sesión se torna desordenada y tumultuoso. Uno de los asistentes, partidario del
Virrey, el coronel Francisco Orduña, contará más tarde que había sido “tratado públicamente de loco” por no
participar de las ideas revolucionarias, y que igual trato se había dado a “otros jefes militares veteranos y
algunos prelados" que acompañaron su voto. Un testigo anónimo, también partidario del Virrey, será más
explícito: “Se les obliga a votar en público y al que votaba a favor del jefe, se le escupía, se le mofaba, hasta
el extremo de haber insultado al Obispo”. En este clima, los oradores proliferan, los términos empleados son
muchas veces duros y no faltan los insultos. Sin embargo, los discursos principales se reducen a cinco: son
los que pronuncian el obispo Benito de Lué y Riega, el doctor Juan José Castelli, el General Pascual Ruiz
Huidobro, el Fiscal de la Real Audiencia, Doctor Manuel Genaro Villota, y el Doctor Juan José Paso.Según
contará luego Saavedra, el obispo - oriundo de Asturias - habla “largo como suele”. Lué es "singularísimo en
su voto”. Dice que “no solamente no hay por qué hacer novedad con el Virrey, sino que aun cuando no
quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada, los españoles que se encuentran en las
Américas deberían tomar y asumir el mando de ellas; éste sólo podrá venir a manos de los hijos del país,
cuando ya no quede un solo español en él". En la versión de un cronista anónimo, el obispo resulta más
concreto: “Aunque haya quedado un solo vocal y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la
Soberanía”'. El argumento irrita a los revolucionarios y a la barra. Tanto, que más tarde el obispo corta el
discurso de un opositor, que le replica, diciéndole:- A mí no se me ha llamado a este lugar para sostener
disputas sino para que caiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los términos que se han
oído.Tan desconcertante resulta la posición del obispo, que nadie, ni siquiera los más acérrimos partidarios
del Virrey, lo va a acompañar con su voto.
"El gobierno de España ha caducado"
Toca a Castelli replicar a Lué, pues es el orador designado de antemano por los revolucionarios para
fundamentar la posición patriota. Sin embargo, la solemnidad del prelado y la angustia del momento lo
hacen vacilar, hasta que el Doctor Cosme Argerich y el Teniente Nicolás de Vedia, tomándolo entre sus
brazos, lo exhortan a que hable. “Castelli rompe el silencio al principio algo balbuciente – narra Vedia – y al
fin con la profusión de la verba que le era genial”, como es – según los miembros de la Real Audiencia - “el
orador destinado para alucinar a los concurrentes”.-Desde que el señor Infante Don Antonio (un tío de
Fernando VII a quien éste confió la presidencia de la Junta Suprema de Gobierno) salió de Madrid (obligado
por los franceses), ha caducado el gobierno soberano de España – como comienza diciendo Castelli. Ahora
con mayor razón debe considerarse que ha expirado, con la disolución de la Junta Central, porque además de
haber sido acusada de infidencia por el pueblo de Sevilla, no tenía facultades para establecer el Supremo
Gobierno de Regencia, ya porque los poderes de sus vocales eran personalísimos para el gobierno y no
podían delegarse, y ya por la falta de concurrencia de los diputados de América en la elección y
establecimiento de aquel gobierno, que es por lo tanto ilegítimo. Los derechos de la soberanía han revertida
al pueblo de Buenos Aires, que puede ejercerlos libremente en la instalación de un nuevo gobierno,
principalmente no existiendo ya, como se supone no existir, la España en la denominación del señor don
Fernando Séptimo".Los argumentos de Castelli tienen una fuerza jurídica indudable, al postular la reversión
de la soberanía al pueblo rioplatense, invocando el mismo principio usado por las provincias españolas ante
la invasión de Napoleón.Tras el discurso de Castelli, replican con ardor el Obispo y el Fiscal Villota. Sin
rebatir las razones fundamentales de Castelli, Villota pone el dedo en la llaga:- En las circunstancias de
apuro en que se hizo el nombramiento de la Regencia, sólo en la Junta Central pueden reunirse los votos de
todas las provincias y la facultad para la elección; cualquier defecto que se pueda notar en ésta, lo subsana el
reconocimiento posterior de los pueblos; el de Buenos Aires no tiene por sí solo derecho alguno a decidir
sobre la legitimidad del Gobierno de Regencia sino en unión de toda la representación nacional, y mucho
menos a elegirse un gobierno soberano, que sería lo mismo que romper la unidad de, la Nación y establecer
en ella tantas soberanías como pueblos”.
Un alegato decisivo
El discurso de Villota desconcierta a Castelli, porque abre en su argumentación una brecha que no había
previsto. No todo está perdido, para los patricios, sin embargo, pues salvadoramente aparece entonces la
mente lógica de Juan José Paso. Su contrarréplica pone punto final a la resistencia española:Dice muy bien
el señor Fiscal, que debe ser consultada la voluntad general de los demás pueblos del Virreinato; pero
piénsese bien que en el actual estado de peligros a que por su situación local se ve envuelta esta capital, ni es
prudente ni conviene el retardo que importa el plan que propone. Buenos Aires necesita con mucha urgencia
sea cubierto de los peligros que la amenazan, por el poder de la Francia y el triste estado de la Península.
Para ello, una de las primeras medidas debe ser la inmediata formación de la junta provisoria de gobierno a
nombre del señor don Fernando VII; y que ella proceda sin demora a invitar a los demás pueblos del
Virreinato a que concurran por sus representantes a la formación del gobierno permanente".De este modo,
apelando a circunstancias de hecho, fundamenta Paso el derecho de Buenos Aires a instaurar un gobierno
provisional. Abrumado por una emoción que llega hasta las lágrimas, Villota no acierta a encontrar
argumentos valederos para destruir el sólido alegato de Paso. El fiscal interviene entonces nuevamente y,
con voz entrecortada, echa en cara a los porteños su desapego a la doliente España:- Es muy doloroso que en
la ocasión de su mayor amargura, trate Buenos Aires de afligirla con una novedad de esta clase,
oscureciendo por una equivocación de concepto las glorias que tenía adquiridas.Mientras tanto, los invitados
y la barra participan activamente. "Las reflexiones del doctor Castelli son aplaudidas con vivas y palmadas
del partido más numeroso - dice el informe oficial de oidores-, al paso que a las del Fiscal sólo corresponden
las lágrimas de los buenos españoles”. El duelo oratorio entre Paso y Villota, de modos, no termina en el
Cabildo. Desde entonces se produce entre ambos un distanciamiento personal.El General Pascual Ruiz
Huidobro también fija su posición, "más atento a su ambición -según Cisneros-, que al servicio de Su
Majestad". El Virrey sospecha que el general cuenta “con que, depuesto el legítimo Virrey, recaería en él el
mando como oficial de mayor graduación”. Fuera o no justificada la suspicacia de Cisneros, lo cierto es que
Ruiz Huidobro sostiene la necesidad de separar inmediatamente al Virrey del mando “por haber caducado en
España la representación soberana que lo nombró”, y agrega que "debe el Cabildo reasumirla, como
representante del pueblo, para ejercerla ínterin se forme un gobierno provisorio dependiente de la legítima
representación que haya en la Península de la soberanía de nuestro augusto y amado monarca el señor don
Fernando Séptimo". Al concluir, Ruiz Huidobro recibe “el débil aplauso de que le victoreen y digan
alabanzas -se lamentaría más tarde Cisneros - tanto los partidarios que asisten al Congreso, como las gentes
que con estudio han introducido a la plaza”.
La votación
Terminado el debate, se procede a votar. La barra patriota escandaliza por cada voto: con vivas si son
contrarios al Virrey, con desafueros si son favorables a Cisneros. La grita se extiende a la plaza, donde los
"infernales" - que ahora, han agregado a las cintas blancas una rama de olivo, símbolo de la victoria - se
hacen eco de lo que pasa adentro a través de elocuentes señales que se les transmiten desde el
Cabildo.“Continúa la votación con todo este desorden - se quejaría más tarde en su informe el ex Virrey
Cisneros- a los que sufragan en favor de la autoridad se les insulta con descaro y escarnio; a los que opinan
en contra se les aplaude no obstante los apercibimientos serios del Cabildo. Se obliga a prestar los votos en
público sin embargo de haber solicitado muchos la votación secreta; por manera que observando los
hombres de bien una formal coacción toman muchos el partido de retirarse ocultamente a sus casas sin
emitir sus votos”. Efectivamente, 25 concurrentes no votan. A favor del Virrey se pronuncian 64 votos, y
162 en contra. La extensa jornada sólo termina pasada la medianoche, en que es preciso buscar refugio para
ponerse a cubierto “del hambre y el frío”.El primero en votar es el obispo, pero nadie acompaña. su
pronunciamiento. Le sigue Ruiz Huidobro, que vota en los términos de su discurso, y arrastra detrás suyo,
entusiasmados, a Vieytes, Feliciano Chiclana, Viamonte y otros. El voto en favor del Virrey que concita más
adhesiones lo emite el oidor Manuel José de Reyes y el voto patriota más acompañado es el de Saavedra,
que sufraga en 299 lugar. Su pronunciamiento dice así: "Que consultada la salud del pueblo y en atención a
las actuales circunstancias, debe subrogarse el mando superior que obtenía el Excmo. señor Virrey, en el
Excm. Cabildo de esta Capital, ínterin se forma la corporación o junta que debe ejercerlo; cuya formación
debe ser en el modo y forma que se estime por el Excmo. Cabildo, y no quede duda de que el pueblo es el
que confiere la autoridad o mando”. Así, con ese voto, amplía Saavedra el alcance del de Ruiz Huidobro, al
subrayar que es el pueblo quien ejerce originariamente la soberanía. Tal principio – que ya había sido
aplicado en España al formarse Juntas de gobierno ante la invasión napoleónica – presidirá todos los
acontecimientos posteriores de los días 23, 24 y 25 de Mayo.
El Cabildo reemplaza al Virrey
El 23 por la mañana se reúne el Cabildo para realizar el escrutinio de los votos emitidos en el borrascoso
congreso del día anterior. “Hecha la regulación con el más prolijo examen – dice el acta del Cabildo –
resulta de ella a pluralidad con exceso, que el Excmo. señor Virrey debe cesar en el mando y recaer éste
provisionalmente en el Excmo. Cabildo, con voto decisivo el caballero Síndico Procurador General hasta la
erección de una Junta que ha de formar el mismo Excmo. Cabildo, en la manera que estime conveniente".
De este modo queda Leiva como jefe virtual del Virreinato. El astuto síndico no pierde la oportunidad de
jugarse una carta brava para afirmar la posición del partido del Virrey. Hábilmente, Leiva señala al Cabildo
que es conveniente conciliar el bien de estas provincias con la autoridad superior, la cual debe velar por la
unión de todos los territorios americanos. Subraya el síndico que, si bien Cisneros ha cesado como Virrey, la
autoridad que de él emana aconseja confiarle la presidencia de la Junta, hasta tanto los diputados de las
demás provincias resuelvan lo que conviene en definitiva. Así lo resuelve el Cabildo y se redacta entonces
un oficio para comunicar la decisión a Cisneros.Hacia las dos de la tarde, los criollos Manuel José de
Ocampo y Tomás Manuel de Anchorena cruzan la Plaza Mayor en dirección al Fuerte. Allí notifican la
novedad al ex Virrey, que les dice:- Acepto la decisión del Cabildo. Pero estoy dispuesto a alejarme del
mando si es preciso. Considero prudente que antes de decidir nada en definitiva, se consulte a los
comandantes de los Cuerpos de esta guarnición.Apenas regresan los dos emisarios al Cabildo, con la
aceptación escrita y condicionada de Cisneros, son citados los jefes militares. Estos responden la consulta de
los cabildantes en forma ambigua, pues se limitan a expresar que el pueblo sólo ansía “que se haga pública
la cesación en el mando del Excmo. señor Virrey, y la reasunción de él en el Excmo. Cabildo; que mientras
no se verifique ésto (el pueblo) de ningún modo se aquietaría”.Son aproximadamente las tres de la tarde,
cuando los comandantes militares abandonan la Sala Capitular. Ni lerdo ni perezoso, Leiva aprovecha la
ambigüedad de su respuesta para, que se confirme a Cisneros al frente de la Junta. Comienza a discutirse
entonces la integración del nuevo cuerpo y, bajo la inspiración del síndico, se propone una Junta con
mayoría de los partidarios del ex Virrey, reservándose sólo dos vocales para los revolucionarios: una la
ocuparía Saavedra, a quien responden las fuerzas, y la otra el prestigioso secretario del Consulado, doctor
Manuel Belgrano.Se trata ahora de redactar un bando cuidadosamente armado, para que la noticia no
exaspere a los revolucionarios. No es fácil hallar los términos más convenientes de la redacción, y en esa
tarea transcurren las horas. Al promediar la tarde, nada se ha resuelto aún, y afuera los ánimos comienzan a
inquietarse. Muchos curiosos se acercan a la Plaza, mientras los cabecillas de la Legión Infernal empiezan a
sospechar que la demora obedece a algún arbitrio turbio de los cabildantes. Como la tensión va creciendo,
Saavedra y Belgrano, por propia decisión, se apersonan al Cabildo para apurar una resolución. Según
confiesa, el mismo Saavedra, allí se enteran con sorpresa del proyecto capitular y ambos se oponen a que se
concrete. Aconsejan, en cambio, que el bando se limite a decir lo que el pueblo quiere: que la autoridad del
Virrey ha caducado y el Cabildo ha, asumido el mando, sin que se hagan agregados ni se acelere demasiado
la constitución de la Junta. El Cabildo no tiene más remedio que acceder y envía nuevos emisarios a
Cisneros para pedirle ahora que autorice la publicación del bando por el cual se comunica al pueblo la
cesación de su autoridad.Los capitulares, sin embargo, habían preparado con cuidado los pasos inmediatos
de su acción. Antes de dar a publicidad el bando se prohíbe, hasta nueva orden, la salida de toda clase de
correo hacia el interior. Cuando están seguros de que la noticia no pasará los límites de la Capital, alrededor
de la seis de la tarde, dan a publicidad el esperado bando, borroneado un poco a la disparado. En él se hace
saber al pueblo que el Virrey cesa en el mando y que el Cabildo asume la autoridad política hasta tanto se
designe una Junta que gobernará “hasta que se congreguen los diputados que se convocarán de las
provincias interiores para establecer la forma de gobierno más conveniente”.Al síndico Leiva le espera una
noche de vigilia: debe meditar cómo hará al día siguiente para copar la situación de alguna manera.
La sorpresa del 24
Son las 9 de la mañana del 24 de mayo. El Cabildo, reunido, escucha la propuesta del síndico procurador
sobre la erección de una Junta presidida por Cisneros e integrada por otros cuatro vocales que, en el
congreso del 22, habían votado contra el Virrey: el cura rector de la parroquia de Montserrat, Juan
Nepomuceno de Sola; el doctor Juan José Castelli; el comandante de Patricios Cornelio Saavedra, y el
comerciante José Santos Inchaurregui, español de nacimiento.. Bastante ha cedido Leiva de su pretensión de
la víspera, pero sigue firme en la idea de que la cesación del mando virreinal no debe llevar apareada la
derrota, del partido del Virrey ni tampoco, de la autoridad personal de Cisneros. La. Junta debe sujetar su
acción a un reglamento dé 13 artículos y su autoridad fenecerá cuando se produzca la llegada de los
diputados del interior con los cuales se acordará la nueva forma definitiva de gobierno. Cisneros mantendrá
sus privilegios y sus rentas y los miembros de la Junta se someterán a las leyes del reino, obligados por
juramento a conservar la integridad de estos territorios para Fernando VII y sus sucesores. El reglamento
prevé, además, una amnistía general, y su artículo 5º, previsoramente, reserva al Cabildo el derecho de
remover a los miembros de la Junta si no cumplen con sus deberes; en tal caso reasumirá dicho cuerpo “la
autoridad que le ha conferido el pueblo”.La propuesta de Leiva es aprobada por el Cabildo; pero, con la
prudencia que las circunstancias aconsejen, se acuerda que antes de darla a publicidad conviene “explorar la
voluntad de los señores Comandantes de los cuerpos de esta guarnición, instruirles de la resolución y de su
objeto, y exigir de ellos si se hallan en ánimo y posibilidad de sostenerla". Se convoca nuevamente a los
Jefes militares. Allí están ahora Saavedra, Gerardo Esteve y Llach, Terrada, Ocampo, Pedro Andrés García,
Rodríguez y Merelo, que después de escuchar la propuesta, le dan su aprobación y prometen su apoyo.
Aparentemente, ya no hay ninguna dificultad para que la Junta entre en funciones y a las tres de la tarde se
realiza la ceremonia del juramento. La inicia el alcalde Lezica con una ferviente arenga y la cierra Cisneros
con su discurso como Presidente de la Junta. Asegura al pueblo que el gobierno provisional se compromete a
ocuparse muy especialmente por la seguridad y conservación de las tierras rioplatenses “y a mantener el
orden, la unión y la tranquilidad públicas”. A las cuatro de la tarde, la Junta se dirige al Fuerte y allí marchan
poco después las autoridades para cumplimentar al nuevo gobierno provisional.Todo parece haber salido
según los planes de Leiva y el Cabildo. Pero los hechos se encargan de demostrar inmediatamente que no es
así. La decisión del Cabildo apoyada por los jefes militares sorprende y excita a los dirigentes del
movimiento revolucionario. Enseguida se suceden las reuniones destinadas a llevar adelante una acción para
revisar los hechos consumados. A las ocho de la noche, la casa de Rodríguez Peña es escenario de una
agitada reunión de dirigentes civiles y oficiales de los cuerpos. Allí se llega a una conclusión: es necesario
“deshacer lo hecho, convocar nuevamente al pueblo”, y obtener del Cabildo una modificación sustancial.
Inmediatamente se llama a Castelli que, tras vacilar inicialmente, termina por aceptar el criterio de la
mayoría. Luego salen emisarios en todas direcciones y, al cabo de rápidas gestiones, los jefes militares
reconocen su error. Todo se sucede aceleradamente y los revolucionarios consiguen, finalmente, el propósito
buscado: a las nueve y media de la noche los miembros de la Junta, convencidos de que su permanencia
acarreará gravísimos conflictos, presentan sus renuncias al Cabildo con el pretexto de que el no haberle
quitado a Cisneros el mando de las fuerzas ha creado descontento. Aunque se plantea al Cabildo la urgencia
de resolver la situación, éste nada dispone esa noche. Mientras tanto, los revolucionarios no se dan tregua y
trazan por su cuenta un preciso plan de acción para asegurarse la posesión formal del gobierno y la
destitución absoluta del Virrey. La experiencia ya les ha demostrado que deben ir preparados y con
candidatos propios. Proyectan entonces la lista que habrán de defender. Esa noche, la agitación de los
revolucionarios y la angustia de los partidarios del Virrey llenan las sombras que ya han caído sobre Buenos
Aires.
El 25 de Mayo
25 de Mayo de 1810. La llovizna del otoño porteño, que ha caído durante toda la semana, no impide que
desde muy temprano haya actividad en el Cabildo. Allí están los cabildantes dispuestos a rechazar las
renuncias, aduciendo que la Junta no tiene facultades para negarse a aceptar un poder que les confirió el
pueblo. Los capitulares apelan a los comandantes militares para hacer respetar lo resuelto y “contener esa
parte descontenta”. De no hacerlo, ellos serán los responsables “de las funestas consecuencias que pueda
causar cualquier variación en lo resuelto ?”.Mientras esto ocurre en la Sala Capitular, la Legión Infernal
vuelve por sus fueros y ocupa la plaza entre una gritería. Por tercera vez aparecen las cintas blancas y los
retratos de Fernando, pero ahora con el agregado de un penacho rojo. Apenas el Cabildo remite a la Junta el
oficio por el cual rechaza las renuncias de sus miembros, muchos penetran en la Sala Capitular, y sus
cabecillas proclaman allí, como representantes de la gente reunida en la plaza, que el pueblo “disgustado y
en conmoción”, no está dispuesto a aceptar a Cisneros como Presidente de la Junta y menos como jefe de
todas las fuerzas, y entiende que el Cabildo se ha excedido en las facultades que el mismo pueblo le confirió
el día 22. Los dirigentes piden que se tomen rápidas medidas para calmar a la gente de la plaza. Cuando el
Cabildo, a regañadientes, promete rever su resolución, los diputados del pueblo reunido en la plaza se
retiran.Pero los cabildantes, confiados todavía en el apoyo de las fuerzas militares, no llevan demasiado el
apunte a esas advertencias. Una vez más, citan a los comandantes para que se presenten a las nueve y media
de la mañana a ratificar el prometido apoyo a la Junta. Esta vez los comandantes asumen una actitud
diferente, y la mayoría de ellos - no está presente Saavedra - señala “que el disgusto es general en el pueblo
y en las tropas” por la designación de Cisneros, hasta el extremo de que ellos no pueden contener esa
opinión generalizada pues se exponen a que los tachen de sospechosos. “El pueblo y las tropas – añaden -
están en una terrible fermentación". Según los jefes militares, es preciso adoptar con tiempo las medidas que
prevengan la realización de actos seguramente funestos para la paz de la ciudad.
"El pueblo quiere saber lo que se trata"
Entretanto, la gente reunida en la plaza atruena con sus gritos y golpea las puertas con violencia exigiendo
“saber lo que se trata”. Después de retirarse los jefes militares, el Cabildo no tiene más remedio que rever
sus medidas. Comunica entonces a la Junta que no queda otra solución que la separación de Cisneros. Este,
sin embargo, no está dispuesto a aceptar fácilmente su derrota, y mucho tienen que esforzarse los capitulares
para conseguir que ratifique los términos de su anterior renuncia y abandone sus pretensiones de gobierno.
Pero esto ya no es suficiente. Representantes de los reunidos en la plaza se apersonan nuevamente al Cabildo
y manifiestan que el pueblo ha resuelto reasumir la autoridad que el 22 depositó en dicho cuerpo, y exige
que se constituya una Junta con los candidatos que en esas momentos presentan: Saavedra, como Presidente;
Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheu y Larrea como vocales; Paso y Moreno como secretarios.
Los dirigentes civiles piden además que en el término de quince días salga hacia el interior una expedición
de 500 hombres “costeada con la renta del señor Virrey, señores oidores, contadores mayores, empleados de
Tabacos y otras que tuviese a bien”.El petitorio se hace en un marco de desorden, en medio de gritos
acompañados de violencia. El Cabildo exige entonces que la petición se formule por escrito “para proceder
con mejor acuerdo?”. En esos momentos llega a la Sala Capitular la renuncia definitiva de Cisneros, quien
manifiesta que realiza ese gesto “con la mayor generosidad y franqueza, resignado a mostrar el punto a que
llega su consideración por la tranquilidad pública, y precaución de mayores desórdenes”. La petición escrita
requerida por el Cabildo a los dirigentes populares es redactada por el subteniente Nicolás Pombo de Otero,
y la firman gran número de oficiales. Su encabezamiento indica que se hace en nombre de “vecinos” y de
“comandantes y oficiales de los cuerpos voluntarios de esta Capital de Buenos Aires”. De este modo, son los
militares quienes ratifican por escrito las aspiraciones antes presentadas por los representantes de los
reunidos en la plaza
¿Dónde está el pueblo?
La plaza está ahora desierta. Es ya pasado mediodía, la hora de la siesta tradicional, y los revolucionarios
porteños se han retirado de la plaza. Cuando reciben la petición escrita, los cabildantes advierten el hecho y
exigen que se proceda a congregar al pueblo, “pues el Cabildo, para asegurar la resolución, debe oír del
mismo pueblo si ratifica el contenido de aquel escrito?”. Pasa un rato; los capitulares salen al balcón y ante
la escasez de gente Leiva pregunta: “¿Dónde está el pueblo?”.Esto colma la paciencia de los pocos exaltados
que permanecen en, la plaza, bajo la llovizna. A partir de ese momento - dice el acta del Cabildo – “se oyen
entre aquellos las voces de que si hasta entonces se había procedido con prudencia porque la ciudad no
experimentase desastres, sería ya preciso echar mano a los medios de violencia; que las gentes, por ser hora
inoportuna, se habían retirado a sus casas; que se tocase la campana del Cabildo y que el pueblo se
congregaría en aquel lugar para satisfacción del Ayuntamiento; y que si por falta de badajo no se hacía uso
de la campana, mandarían ellos tocar a generala y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la
ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar". Esta vez, la amenaza no es velada, sino directa y
terminante. Los capitulares lo comprenden y se dan cuenta de que no queda otro camino que acceder a todo
lo que se pide. El Cabildo aprueba entonces la petición, impotente para resistirse a los jefes militares que
amenazan con la acción, y al corto número de individuos todavía reunidos en la plaza para apoyarlos hasta el
final.Entonces el actuario lee el acuerdo: la Junta debe velar por el orden y la tranquilidad; el Cabildo velará
por la conducta de los vocales y, previo conocimiento del pueblo, los podrá remover si no cumplen con su
deber; también tendrá la facultad de designar los reemplazantes por impedimento de alguno de los
miembros; por otra parte, se limitan las atribuciones de la Junta para establecer impuestos sin aprobación
previa del Cabildo.Casi enseguida, Leiva se las ingenia para que los capitulares aprueben para la nueva Junta
un reglamento muy similar al que debió regir a la efímera Junta que había renunciado el día anterior.Pero la
situación en que ha quedado el Cabildo no es, por cierto, airosa. Fracasadas todas las artimañas de Leiva, el
poder está por entero en manos de los patricios. Los cabildantes quieren conseguir, por lo menos, que la
asunción del nuevo gobierno carezca del boato con que se había rodeado la del día anterior. Con el pretexto
de la urgencia, se resuelve que la Junta se instale “por acta separada y sencilla” y se publique su instalación
por bando “sin detenerse en las fórmulas que se observaron para la instalación de la primera”.La ceremonia.
se lleva a cabo rápidamente, con el protocolo indispensable. Los miembros de la Junta pedida e impuesta por
los criollos se disponen a jurar. Saavedra, antes de hacerlo, manifiesta que acepta el cargo de Presidente
“sólo por contribuir a la tranquilidad pública y a la salud del pueblo”. Luego, juran, en su orden, los demás
miembros.Todos ellos se comprometen a “conservar íntegra esta parte de América a nuestro augusto
soberano don Fernando Séptimo y sus legítimos sucesores” y a “guardar puntualmente las leyes del reino”.
Azcuénaga, cuando jura, pide que en tanto su designación obedece al voto de “una del pueblo”, se consulte
la voluntad de la “que faltase y la represente”.Al terminar la ceremonia, Saavedra promete “mantener el
orden, la unión y la fraternidad”, y también “guardar respeto y hacer el aprecio debido de la persona del
Excmo. Señor don Baltasar Hidalgo de Cisneros y toda su familia”. Asomado al balcón del Cabildo, repite
lo mismo ante “la muchedumbre de pueblo que ocupaba la Plaza”. De allí, en un marco multitudinario, entre
repiques de campanas y salvas de artillería, los miembros de la Junta se trasladan al Fuerte, mientras arrecia
una lluvia torrencial que les sirve de excusa a los capitulares para evadir la ceremonia de cumplimentar a las
nuevas autoridades.El primer gobierno revolucionario del Río de la Plata, que asume el poder en el nombre
del pueblo, ya es un hecho.

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