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c  noche lentamente

andan por el campo las parejas,


las mujeres sueltan su pelo,
cuenta su dinero el comerciante,
los ciudadanos leen con temor las novedades
en el diario de la tarde,
niños con los pequeños puños cerrados
honda y suficientemente duermen.

Cada uno hace lo único verdadero,


sigue una misión sublime,
lactante, ciudadano, parejas:
¿y yo, en cambio, yo no?

¡Sí! También mis nocturnos actos


cuyo esclavo soy,
no pueden escapar al espíritu del mundo,
ellos también tienen sentido.

Y voy así, de un lado para otro,


bailo íntimamente,
susurro tontas canciones callejeras,
a Dios alabo y a mí mismo,
bebo vino y fantaseo,
como si fuera un bajá,
siento en los riñones unas molestias,
sonrío, bebo más,
a mi corazón digo sí
(mañana es imposible),
tramo a partir de pasados dolores
un poema, como jugando,
veo rodar la luna y las estrellas,
intuyo su sentido,
siento como si viajara con ellas
no importa a dónde. 

Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar,
tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía o creía
saber, que una estrella no podría ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una
estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento
silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la
estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y
ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dió unos pasos hacia adelante y se lanzó al
vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa
destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer
firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
(...)
Las cosas que vemos son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que
tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente; porque cree que las
imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser
muy feliz así, pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría.
(...)
Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que
solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada
uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la
trayectoria de la evolución hasta el pez y aún más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un
principio ha vivido en las almas humanas. Todos los dioses y demonios que han existido, ya sea entre los
griegos, chinos o cafres, existen en nosotros como posibilidades, deseos y soluciones. Si el género
humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna
educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses,
demonios, paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos. 



El que haya querido los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del maligno dolor de
cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la
vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos
días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y
esquilmada por las sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la
humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado
todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya querido aquellos
días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el de hoy; lleno
de agradecimiento se sentará junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el
periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte
ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún
chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira
enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi placentero, con el
que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, como anestesiado con un poco de
bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de
dolor tan de agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de
la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado. 

Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que
leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan. En el fondo se podría englobar todo
ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. Virtud es: obediencia. La cuestión
es a quién se obedece. La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y
ensalzadas, son obediencia a las leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por
esas leyes. El que es obstinado obedece a otra ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva
en sí mismo, al "propio sentido". 

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