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Narrativa breve selecta

Crawford, Francis Marion

Published: 2010
Tag(s): Narrativa de terror

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Por la sangre es la vida

C ené en el crepúsculo sobre el tejado de la vieja torre, ya que estaba


fresco ahí durante el gran calor del verano. Aparte, la pequeña co-
cina había sido construída en una esquina de la gran plataforma, lo cual
resultaba más conveniente si las fuentes tenían que ser llevadas por la
empinada escalinata pétrea, rota en varios lugares y por todos lados agr-
ietada por los años.
La torre era una de aquellas construcciones ordenadas en el sureste de
Calabria por el emperador Carlos V, a principios del siglo XVI para vigi-
lar el avance de los piratas bárbaros, cuando los infieles se aliaron a Fran-
cisco I contra el emperador y la Iglesia. Estaban hecha ruinas, un par aún
permanecían intactas, y la mía era una de las más grandes. Como entró
en mi patrimonio diez años atrás, y porque gasté parte de cada año en
ella, son materias que no conciernen a este relato. La torre se elevaba en
una de los más solitarios puntos de Italia meridional, y en el extremo de
un promontorio curvo, que forma un pequeño pero seguro puerto natu-
ral en la parte sur del golfo de Policastro, y justo al norte del Cabo Escala,
el lugar de nacimiento de Judas Iscariote, según una vieja leyenda local.
La torre se eleva en esta porción del terreno, y no hay otra casa que
pueda ser vista en un radio de tres millas de ella. Cuando vine, tomé un
par de marinos, uno de ellos un experto cocinero, y cuando estuve lejos
lo dejé a cargo de un pequeño hombre que una vez fue un minero y que
se amigó conmigo tiempo atrás.
Mi amigo, quien algunas veces me visita en mi soledad estival, es un
artista de profesión, de origen escandinavo, y un cosmopólita debido a la
fuerza de las circunstancias. Nosotros cenamos al crepúsculo; el brillo
del atardecer se había disipado de nuevo, y la tarde púrpura había caído
en la vasta cadena de montañas que atravesaban el golfo hacia el este, y
se alzaban más alto a medida que se van hacia el sur. Hacía calor, y nos
sentamos en una de las esquinas de la plataforma, esperando por el rocío
de la noche. El color se hundió desde el aire, hubo un pequeño intervalo
de tinieblas, y una lámpara envió una veta amarilla desde la puerta ab-
ierta de la cocina donde los hombres estaban preparando la comida.
Entonces la luna surgió súbitamente sobre la cresta del promontorio,
inundando la plataforma e iluminando cada pequeño guijarro de roca y
mata de hierba bajo nosotros, bajo el filo del agua calma. Mi amigo pren-
dió su pipa y se sentó mirando un punto en las colinas. Supe que estaba
mirando, y por un largo tiempo me pregunté si habría visto algo que hu-
biera acaparado su atención. Había pasado un largo tiempo desde que

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habló por última vez. Como la mayoría de los pintores, él confiaba en su
propia vista, como un león confía en su propia fuerza y un venado en su
velocidad, y él siempre se molestaba cuando no podía reconciliar lo que
veía con lo que él creía que tenía que ver.
–Es extraño –dijo. –¿Ves aquel pequeño montículo justo en aquel lado?
–Si –repuse, y supuse lo que vendría.
–Parece como una tumba –observó Holger.
–Es verdad. Parece como un sepulcro.
–Si –continuó mi amigo, con sus ojos aún fijos en el punto. –Pero lo ex-
traño de esto es que veo el cuerpo yaciendo sobre la misma, por supues-
to, –continuó Holger, volteando su cabeza como lo hacen los artistas
–debe ser un efecto de la luz. En primer lugar, no es una tumba. Segun-
do, si lo fuera, el cuerpo debería estar dentro y no fuera. Entonces, debe
ser un efecto de la luz de la luna. ¿Lo puedes ver?
–Perfectamente; siempre lo veo en las noches de luna.
–No parece interesarte mucho –dijo Holger.
–Por el contrario, esto me interesa, pero ya estoy un poco cansado. Tu
no estás tan equivocado, sin embargo. El montículo es realmente una
tumba.
–No puede ser –gritó Holger, incrédulamente.
–No, –respondí –no puede ser. Lo se, porque he tomado el trabajo de ir
allá y verlo.
–¿Entonces qué era? –preguntó Holger.
–Nada
–¿Entonces es sólo un efecto de la luz, supongo?
–Quizás lo es. Pero la inexplicable parte del asunto es que no hay dife-
rencia si la luna ha salido o se pone, o si está en creciente o menguante.
Si hay alguna luz de luna, desde el este o del oeste, mientras brilla sobre
las piedras, uno puede ver el contorno del cuerpo.
Holger removió su pipa con la punta de su cuchillo y usó su dedo co-
mo tapón. Cuando el tabaco ardió bien, él se levantó de su silla.
–Si tu no lo piensas –dijo –iré abajo y miraré el montículo.
Me dejó, cruzó la azotea, y desapareció bajo los oscuros escalones. No
me moví, pero me senté mirando hasta que lo vi salir de la torre. Lo es-
cuché canturrear una vieja canción danesa mientras cruzaba el espacio
abierto bajo el brillo de la luna, dirigiéndose directamente hacia el miste-
rioso montículo. Cuando él estaba a diez pasos de él, Holger se paró,
avanzó solo dos pasos y luego retrocedió cuatro y nuevamente se paró.
Sabía lo que eso significaba. Él había llegado al punto donde la cosa

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dejaba de ser visible, donde, como el hubiera dicho, el efecto de la luz
cambiaba.
Entonces él regresó al montículo y se paró sobre él. Podía ver aún la
cosa, pero ya no estaba tendida sobre la piedra; ahora estaba como arro-
dillada, rodeando con sus blancos brazos el cuerpo de Holger y mirando
en su rostro. Una fría brisa conmovió mi cabello en ese momento, y el
viento nocturno comenzó a soplar desde las colinas, pero sentí como si
fuera la respiración de otro mundo.
La cosa pareció como que trataba de escalar por sus pies, ayudándose
por el cuerpo de Holger, mientras este permanecía erguido, quizás in-
consciente de eso, aparentemente mirando hacia la torre, que es muy
pintoresca cuando la luz de la luna cae por aquel lado.
–¡Regresa! –le grité–. ¡No te quedes ahí toda la noche!
Me pareció como que él se movió muy a su pesar, como que bajó del
montículo, con dificultad. Eso fue. Los brazos de la cosa aún estaban ro-
deándolo por la cintura, pero sus pies no podían dejar la tumba. A medi-
da que él lentamente se movía hacia adelante, se iba cubriendo con una
especie de corona de bruma, ligera y blanquecina, hasta que vi claramen-
te cuando Holger se sacudió, como cuando alguien se asusta. En el mis-
mo momento un leve gemido de dolor llegó a mis oídos a través del
viento. Pudo haber sido una pequeña lechuza que vive sobre las rocas, y
la brumosa presencia se replegó suavemente cuando la figura de Holger
comenzó a avanzar y dejó el montículo.
De nuevo sentí la fría brisa en mi cabello, y esta vez una helada sensa-
ción de horror bajó por mi espina. Recordaba muy bien cuando yo mis-
mo había ido al montículo, bajo la luz de la luna; había estado allí cerca,
y no había visto nada; como Holger, fui y me paré encima del montículo;
y recordaba como, cuando volví, estaba seguro que no había nada allí, y
de pronto tuve la convicción que habría algo si solo miraba detrás mío.
Recordaba la fuerte tentación de mirar para atrás, una tentación que re-
sistí como si fuera algo indigno de un hombre de sentido común, hasta
que me libré, y me sacudí tal cual como Holger había hecho.
Y ahora sabía que aquellos blancos y neblinosos brazos también me
habían rodeado; lo supe en un instante, y me estremecí cuando recordé
que esa noche también había escuchado la misma lechuza. Pero no había
sido ningún búho o lechuza. Era el aullido de la Cosa.
Recambié el tabaco de mi pipa y me serví una copa de fuerte vino del
sur; en menos de un minuto Holger estaba de nuevo sentado a mi lado.

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–Por supuesto, no había nada allí –dijo–, pero es escalofriante. ¿Sabías
que cuando estaba volviendo estaba tan seguro que había alguien detrás
mío que quería voltearme y ver? Hice un gran esfuerzo para no hacerlo.
Se río un poco, sacudió las cenizas de su pipa, y se sirvió una copa. Por
un momento ninguno de los dos habló, y la luna siguió alta, y ambos mi-
ramos a la Cosa que permanecía sobre el montículo.
–Tu puedes hacer una historia sobre aquello –dijo Holger luego de un
largo rato.
–Hay una –le respondí–, si no estás con mucho sueño, te la puedo
contar.
–Adelante –dijo Holger, a quien le gustaban las historias.

E l viejo Alario estaba moribundo en el pueblo, detrás de la colina. Tu


lo recuerdas, no tengo duda. Ellos decían que él hizo dinero vend-
iendo joyas falsificadas en Sud América, y que escapó con el dinero lue-
go de haber sido acusado. Como todos estos tipos, si ellos se traen algo
consigo mismos, lo invierten para refaccionar sus casas, y como no había
albañiles por aquí, él envió dos obreros a Paola. Ellos eran dos corpulen-
tos pillos, un napolitano que había perdido un ojo, y un siciliano que te-
nía una vieja cicatriz de pulgada y media en su mejilla izquierda. Alguna
vez los vi, ya que los domingos acostumbraban bajar por aquí a pescar
en las rocas de la costa. Cuando Alario pescó las fiebres que lo llevaron a
la tumba, los albañiles aún estaban trabajando. Como ellos acordaron
que parte de sus pagas sería el alojamiento y la comida, él los hacía dor-
mir en la casa. Su esposa había muerto, y solo tenía un hijo llamado Án-
gelo, que era mucho más honesto que él mismo. Ángelo estaba por casar-
se con la hijo del hombre más rico del pueblo, y extrañamente, a pesar
que el matrimonio había sido arreglado por sus padres, los jóvenes nov-
ios estaban enamorados el uno del otro.
De esta manera, sucedía que todo el pueblo amaba a Ángelo, y entre el
resto había una salvaje y bonita criatura llamada Cristina, que parecía ser
una gitana. Ella tenía labios muy rojos y ojos negros, y tenía el cuerpo de
un galgo, y la lengua de un demonio. Pero para Ángelo ella no tenía la
menor importancia. Él era poco más que un simplón, muy diferente del
truhán que era su padre; y bajo las que yo denomino circunstancias nor-
males, realmente creo que él jamás habría mirado a otra mujer excepto a
la bonita y pequeña criatura, con la que tuvo que casarse por órdenes de
su padre. Pero las cosas se dieron vuelta, tanto por causas normales o no
naturales.
Había también un joven y apuesto pastor de las colinas sobre Maratea
que estaba enamorado de Cristina, quien parecía vivir muy indiferente

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de éste joven. Cristina no tenía un medio de vida estable, pero ella era
una buena chica y era capaz de hacer cualquier trabajo, en pos de tener
un poco de pan o un plato de arvejas, y un techo bajo el cual poder dor-
mir. Ella era muy feliz cuando tenía algún tipo de tarea cerca de la casa
del padre de Ángelo. No habían médicos en el pueblo, y cuando los veci-
nos supieron que el viejo Alario estaba muy enfermo, Cristina fue envia-
da a Scalea para traer a un doctor. Esto fue casi al anochecer, y si ellos es-
peraron tanto fue porque el enfermo se negaba a permitir cualquier tipo
de extravagancia mientras él fuera capaz de hablar. Pero mientras Cristi-
na estuvo fuera, algunas cosas marcharon muy mal. El abate fue llevado
al lecho, y cuando hubo hecho lo que pudo, dio su opinión de que el vie-
jo estaba muerto, lo anunció a los vecinos y dejó la casa.
Tú conoces a esta gente. Tienen un miedo físico a la muerte muy gran-
de. Hasta que el cura habló, el salón estaba lleno de gente. Sus palabras
salieron difícilmente de su boca. Cayó la noche. Todos se apuraron en
llegar a sus casas, corriendo a través de la calle.
Ángelo, que como habíamos dicho, estaba fuera, Cristina aún no había
vuelto, la sirvienta que había cuidado al viejo durante su enfermedad,
habíase ido con el resto, y el cadáver quedó solitario bajo la parpadeante
luz de la lámpara de aceite.
Cinco minutos después dos hombres miraron con cautela y se movie-
ron sigilosamente por el dormitorio. Eran el albañil napolitano tuerto y
su compañero siciliano. Ellos sabían que era lo que querían. En un breve
momento habían encontrado debajo de la cama una pequeña pero fuerte
cajita de metal, y al siguiente instante habían dejado la casa, al amparo
de la oscuridad. Había sido un trabajo sencillo, ya que la casa de Alario
era la última antes del desfiladero que desemboca en estas rocas, y los la-
drones habían simplemente salido por la puerta trasera, y ya estaban am-
parados por las rocas, a excepción de la posibilidad de encontrarse con
algún campesino retrasado, la cual era casi nula, ya que muy poca gente
utilizaba esa ruta. Ellos llevaban una azada y una pala, y siguieron su ca-
mino sin ningún accidente.
Te estoy contando esta historia como debió haber ocurrido, ya que, por
supuesto, no hay testigos de la parte que ahora viene. Los hombres lleva-
ron la caja a través del desfiladero, intentando enterrarla hasta que fue-
ran capaces de regresar con un bote y tomarla. Así que debían elegir el
lugar adecuado para enterrarlo dado la posibilidad que parte del dinero
estuviera en títulos o en papeles, así que había que procurar un lugar se-
co y resguardado. Sabían que el papel se pudriría si ellos se veían

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obligados a dejarlo por mucho tiempo, así que cavaron su foso aquí aba-
jo, cerca de estos guijarros. Si, justamente donde hoy está el montículo.
Cristina no encontró al médico en Scalea, ya que había sido llamado
desde un lugar más allá del valle, a mitad de camino de San Domenico.
Si ella le hubiera encontrado, él habría tenido que acudir en mula por el
camino superior, que es más uniforme, pero también más largo. Pero
Cristina tomó el atajo a través de las rocas, que pasan cerca de cincuenta
pies por sobre el montículo. Los hombres estaban cavando cuando ella
pasó, y ella los escuchó trabajar. No se habría marchado sin descubrir el
origen de estos ruidos, y ya que ella nunca había tenido miedo en su vi-
da, pensó que a lo mejor eran los pescadores quienes algunas veces vie-
nen de noche para conseguir alguna roca que usar de ancla o juntar algu-
nos leños para prender una fogata. La noche estaba oscura y Cristina
probablemente se acercó mucho a los dos hombres antes de que pudiera
ver que estaban haciendo. Ella los vio, por supuesto, y ellos la vieron
también, e instantáneamente comprendieron que la tenían en su poder.
Había una sola cosa que hacer para estar seguros, y ellos la hicieron de
inmediato. Golpearon a la chica en la cabeza, terminaron de cavar el foso
lo más rápido que pudieron, y enterraron el arcón de metal junto a la chi-
ca. Ellos comprendieron de inmediato que su única posibilidad de que-
dar absueltos de toda sospecha era la de regresar de inmediato, y no ha-
bía pasado media hora que se encontraban chismorreando con el hombre
que estaba construyendo el ataúd de Alario. Él era un compadre de ellos,
y también había estado trabajando en las reparaciones de la casa del vie-
jo. Hasta donde yo pude ser capaz de elucubrar, las únicas personas que
supuestamente sabían donde Alario guardaba su tesoro eran Ángelo y la
sirvienta que había mencionado antes. Ángelo estaba ausente; y fue la
mujer quien descubrió el robo.
Era fácil suponer que nadie más sabía donde estaba el dinero. El viejo
guardaba su caja cerrada con llave, y él mismo guardaba la llave en un
bolsillo de su chaqueta, y no permitía que la mujer entrara a limpiar, a no
ser que él estuviera presente. El pueblo entero sabía que él tenía mucho
dinero en algún sitio, y era probable que los albañiles hubieran descub-
ierto el lugar husmeando a través de la ventana en su ausencia. Si el viejo
no hubiera estado delirante hasta que perdió el conocimiento, él se hub-
iera agonizado aterrorizado de pensar en sus riquezas. La fiel sirvienta
había olvidado la existencia del arcón por unos momentos, cuando se
marchó asustada junto a los demás. Veinte minutos habían pasado hasta
que ella regresó con las dos viejas que siempre eran llamadas cuando al-
guien moría y que preparaban al muerto para el funeral. Cuando volvió

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al lecho del viejo, hizo el ademán como si se hubiera caído algo para po-
der tener oportunidad de agacharse y mirar debajo de la cama. Pero la
caja no estaba. Había sido en la tarde que la había visto, así que habría si-
do robada en el corto intervalo que ella abandonó la habitación.
No había carabineros en el pueblo, no había nada parecido a una ofici-
na municipal, ya que no había municipalidad. Creo que nunca hubo tal
cosa en el pueblo. Así fue como la vieja sirvienta que había vivido toda
su vida en el pueblo, que jamás necesitó recurrir a la ayuda de ninguna
autoridad civil, simplemente salió corriendo a través de la calle, en la os-
curidad, gritando que habían robado la casa de su patrón muerto. Mucha
gente se levantó a mirar que ocurría, pero al principio nadie pareció in-
clinado a ayudarla. La mayoría se murmuraban entre ellos que probable-
mente ella misma habría robado el dinero. El primer hombre en moverse
fue el padre de la chica que se había casado con Ángelo; su opinión era
que la caja habría sido robada por los dos albañiles que estaban alojados
en la casa. Así que organizó una búsqueda por ellos, que comenzó natu-
ralmente en la casa de Alario y finalizó en la carpintería , donde los la-
drones fueron encontrados conversando con el carpintero, que estaba
terminando el ataúd, a la luz de una lámpara de aceite. La partida de
búsqueda los acusó del robo y iba a proceder a encerrarlos hasta tanto se
pudieran traer a algunos carabineros desde Scalea. Los dos hombres se
miraron entre sí por un momento, y de pronto, sin la más mínima dubi-
tación, arrojaron la lámpara, volcaron el ataúd poniéndolo como barrera,
y largaron a correr en la oscuridad. Luego de un breve instante, estaban
siendo perseguidos.
Este es el fin de la primera parte de la historia. El tesoro había desapa-
recido, y no había pistas que suministraran algún dato sobre los ladro-
nes. El viejo fue enterrado, y cuando Ángelo regresó, al final, tuvo que
pedir prestado para pagar por el miserable funeral, y aún así tuvo alguna
dificultad en hacerlo. No es necesario que cuente que habiendo perdido
su herencia, también perdió a su novia. En esta parte del mundo, los ma-
trimonios son hechos sobre estrictos principios de negocios, y si el dinero
prometido no estaba al día pactado, la novia o el novio cuyos padres ha-
bían fracasado en tenerlo, podían dar marcha atrás y cancelar todo. El
pobre Ángelo sabía todo esto muy bien. Su padre no había poseído mu-
cha tierra, y solo tenía el dinero que había traído de Sud América, el cuál
ahora ya no estaba. Solo tenía deudas por los materiales de construcción
utilizados en la refacción de la casa. Estaba arruinado, y la bonita y peq-
ueña criatura que iba a ser suya, le dio vuelta la cara en la más elegante
forma. En tanto Cristina, que habían pasado varios días de su

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desaparición, ya nadie recordaba que había sido enviada al pueblo a bus-
car a un médico y jamás había regresado. Ella ya había desaparecido por
varios días antes, cuando había conseguido un trabajo en una granja dis-
tante. Pero cuando no volvió a ser vista por mucho tiempo, la gente se
comenzó a preguntar, hasta que se convencieron de la idea que ella había
sido conspiradora junto a los albañiles y había escapado con ellos.

H ice una pausa y limpié mis anteojos.


–Este tipo de cosas no pasan en ningún otro lado –observó Hol-
ger, llenando nuevamente su pipa–. Es maravilloso que un encanto natu-
ral tan bello como el que hay por aquí, esté tan cerca del asesinato y la
muerte súbita. Acciones que serían simplemente brutales y desagrada-
bles en cualquier otro lado, se vuelven dramáticas y misteriosas a causa
que estamos en Italia y que estamos viviendo en una genuina torre cons-
truída por Carlos V para protegerse de los piratas bárbaros.
–Hay algo de eso –admití. Holger es el hombre más romántico del
mundo, pero siempre piensa que es necesario explicar todo.
–Supongo que ellos encontraron el cadáver de la infortunada chica
junto con la caja.
–Parece que es de tú interés –respondí–, te lo diré junto con el final de
la historia.
La luna estaba en lo más alto; el perfil de la Cosa sobre el montículo
era ahora mucho más claro a mis ojos que antes.

E l pueblo, poco a poco, regresó a su vida normal, común y corriente.


Nadie extrañó al viejo Alario, quien había estado mucho tiempo au-
sente por sus viajes a Sud América, y nunca se había convertido en una
figura familiar en el lugar. Ángelo continuó viviendo en la casa a medio
terminar, y a razón de que no tenía dinero, ya no podía tener a la vieja
sirvienta, aunque ella, por cariño, venía de vez en cuando y le lavaba una
camisa. Aparte de la casa, él había heredado un pequeño terrero a alguna
distancia del pueblo. Él trató de cultivarlo, pero no puso corazón en el
trabajo, ya que sabía que jamás podría pagar los impuestos del mismo, o
de la casa, la cuál sería confiscada por el Gobierno, o bien embargada por
el reclamo de la deuda de los materiales de construcción
Ángelo era muy desgraciado. Mientras su padre vivía y era rico, cada
chica en el pueblo había estado enamorada de él; pero todo había camb-
iado ahora. Él se había sentido admirado y respetado, y era invitado a to-
mar vino por padres cuyas hijas estaban solteras. Ahora se cocinaba su
miserable cena, y se sentía triste, melancólico y taciturno.

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Al anochecer, cuando el trabajo diurno hubo terminado, en vez de ir a
pasear en espacios abiertos, cerca de la iglesia, con los jóvenes amigos de
su misma edad, él comenzaba a errar en lugares solitarios de las afueras
del pueblo hasta que caía la oscuridad. Entonces regresaba a su casa y se
iba a la cama para ahorrar el gasto de la luz. Pero en aquellas solitarias
horas de penumbra empezaba a tener extraños sueños. Ya no estaba
siempre solo, cuando se sentaba en el tronco de un árbol, donde el sen-
dero cercano tornaba hacia el desfiladero, él estaba seguro que una mujer
caminaba por sobre las rocas sin el menor sonido, como si sus pies estuv-
iesen desnudos; y ella se quedaba bajo un grupo de castaños, solamente
a una docena de yardas del sendero, y lo llamaba con señas, sin emitir la
mínima palabra. A pesar que ella se mantenía en las sombras, él sabía
que sus labios eran rojos, y cuando ella le sonrió, mostró dos pequeñas y
claras hileras de dientes. Él la reconoció de inmediato, y supo que era
Cristina, y que estaba muerta. Aún no experimentaba miedo; él solo se
preguntaba si sería un sueño, ya que pensaba si hubiera estado despier-
to, seguro hubiera tenido miedo.
Aparte, la mujer muerta tenía labios rojos, y esto solo podía suceder en
un sueño. Siempre que él pasaba cerca del desfiladero, al anochecer, ella
siempre estaba cerca esperándolo, o faltaba muy poco para que aparezca,
y él comenzó a pensar que ella se acercaría un poco cada día. Al princip-
io él solo podía estar seguro de sus labios enrojecidos, pero con cada vez
que la veía, estaba distinta, y el rostro pálido se le mostraba con unos
ojos profundos y ávidos.
Fue que los ojos se volvieron tenues. Poco a poco él iba dándose cuen-
ta que algún día el sueño no terminaría cuando volviera a su casa, sino
que continuaría cuando fuera abajo, hacia el desfiladero, desde donde
provenía la visión. Ella estaba cerca ahora cuando le hacía señas. Sus me-
jillas tenían la lividez de la muerte, y tenían la palidez de la inanición,
con la furia y la sed no satisfecha de sus ojos que le devoraban. Ella le ha-
bía hechizado, y al final estaba demasiado cerca suyo. Él no podía decir
si su respiración era ígnea como el fuego o fría como el hielo; tampoco
podía decir si sus rojos labios ardían o estaban helados; o si sus cinco de-
dos de su mano eran brasas o quemaban su piel como la escarcha; no po-
día distinguir si estaba dormido o despierto, ni tampoco si ella estaba vi-
va o muerta. Pero él sabía que la amaba, ella solitaria de todas las criatu-
ras, de esto o del otro mundo, y su hechizo cayó poderoso sobre él.
Cuando la luna subía a lo alto esa noche, la sombra de esta Cosa no es-
taba sola sobre el montículo.

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Ángelo despertó en la fría mañana, empapado del rocío nocturno y
asustado en carne, hueso y sangre propia. Abrió sus ojos hacia la clara
luz y vio las estrellas que aún brillaban en el firmamento. Lentamente
volvió su cabeza hacia el montículo, pero la otra cara no estaba allí. El
miedo lo había paralizado súbitamente, un miedo inenarrable y descono-
cido; saltó y comenzó a correr hacia arriba para escalar el desfiladero, sin
jamás volver a mirar para atrás, hasta tanto hubo alcanzado la puerta de
su hogar en las afueras del pueblo. Ese día regresó a su trabajo, y las ho-
ras se arrastraron agotadoramente hasta que el sol cayó y se hundió en el
mar, y grandes destellos sobre las colinas de Maratea se tornaron púrpu-
ras contra el cielo teñido de gaviotas.
Ángelo cargó en su hombro el pesado azadón y dejó el campo. Se sen-
tía menos cansado ahora que en la mañana cuando comenzó a trabajar,
pero se prometió a sí mismo que iría a su casa sin detenerse en el acanti-
lado, y comería la mejor cena que pudiera prepararse, y dormiría toda la
noche como cualquier cristiano. No sería tentado de nuevo por la sombra
con labios rojos y respiración gélida; no soñaría de nuevo esa pesadilla
de terror y placer. Él estaba cerca del pueblo ahora; había pasado media
hora desde que el sol se había puesto, y las campanas de la iglesia trona-
ron con pequeños y discordantes ecos alrededor de las rocas y barrancos
para comunicar a toda la buena gente que el día se había cumplido. Án-
gelo aún permaneció un momento donde la ruta se bifurcaba, donde el
izquierdo conducía al pueblo, y el derecho hacia el acantilado, donde un
grupo de castaños se levantaba a la vera del sendero. Él se frenó un mi-
nuto, acomodando el sombrero sobre su cabeza y mirando fijamente hac-
ia el mar, y sus labios se movieron mientras él silenciosamente recitaba
una oración familiar. Sus labios se movían, pero las palabras que siguie-
ron perdían su significado y se convertían en otras, y terminaban en un
nombre que él pronunciaba en voz alta: ¡Cristina! Con el nombre, la ten-
sión de su voluntad se relajó súbitamente, la realidad se evaporó y el
sueño regresó de nuevo, y como un sonámbulo, bajó, bajó, por el sendero
hacia la creciente oscuridad. Y a medida que ella se deslizaba por un la-
do, susurró extrañas y dulces cosas a su oído, que, si él hubiera estado en
vigilia, hubiera sabido que no podría comprenderlas; pero en el estado
actual, le parecieron las palabras más maravillosas que había escuchado
en toda su vida. Y ella lo besó, pero no sobre su boca. Él sintió sus pene-
trantes besos bajo su garganta, y sabía que sus labios estaban rojos. Así
que el salvaje sueño se aceleró hacia la oscuridad y las penumbras, a tra-
vés de la pálida luz de luna, y toda la gloria de la noche estival. Pero
amanecer se despertó medio muerto, sobre el montículo de allá abajo,

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recordando y no recordando, falto de sangre, aún extrañamente nostálgi-
co de esos labios rojos. Entonces vino el pavor, el terrorífico pánico in-
nombrable, el horror mortal que guardan los confines del mundo que no
vemos, ni que conocemos al igual que las otras cosas, pero que podemos
sentir a través de gélidos escalofríos en nuestros huesos y del toque de
una fantasmal mano que es capaz de encanecer nuestro cabello. Una vez
más Ángelo se levantó del montículo y corrió hacia el desfiladero, bajo
las primeras luces del día. Pero sus pasos fueron más inseguros esta vez,
y él se detuvo para recuperar el aliento; y cuando se acercó al salto de ag-
ua que se yergue a mitad de la colina, se arrodilló y remojó su cara y be-
bió como el nunca antes había bebido, por que tenía la sed de un hombre
herido que había quedado toda la noche desangrándose a la intemperie.
Ella había regresado, y él no podía escapar, pero podría tenerla cada
noche al crepúsculo, hasta que ella hubiera drenado la última gota de su
sangre. Fue en vano que al final del día él tratara de tomar otro camino y
fuera a casa por alguna senda que no lindara con el desfiladero. En vano
se prometía cada mañana mientras tenía que trepar por su solitario cami-
no rumbo al hogar. Era en vano, ya que cuando el sol ardiente se hundía
en el mar, y el fresco de la noche regresaba, sus pies lo llevaban hacia el
viejo camino, y ella le esperaba en las sombras, bajo los castaños; y en-
tonces todo ocurría de nuevo y él volvía a sentir esos besos bajo su gar-
ganta mientras ella se movía y revoloteaba a lo largo del camino, enla-
zando su brazo alrededor suyo. Y a medida que su sangre decrecía, ella
estaba más hambrienta y más sedienta cada noche, y cada día cuando él
se despertaba en las primeras horas de la mañana, le resultaba más difícil
el esfuerzo de trepar las rocas del desfiladero para llegar a su casa; y
cuando él llegaba a su trabajo, sus pies y sus brazos se cansaban mucho
más rápido del azadón. Él apenas hablaba con los demás, pero la gente
decía que ser estaba "autoconsumiendo" por el amor de la chica que iba a
desposar y que perdió junto con su herencia; y ellos se reían con tal pen-
samiento, ya que este no es un país muy romántico. Durante este tiempo,
Antonio, el hombre que está aquí para vigilar la torre, regresó de visitar
a su gente, cerca de Salerno. Él había estado fuera todo el tiempo, desde
antes de la muerte de Alario, y no estaba enterado de todo esto. Él me ha
contado que regresó una tarde, casi de noche, y subió a la torre para co-
mer y dormir, ya que estaba muy cansado. Era pasada la medianoche
cuando se despertó, y cuando miró que la luna estaba subiendo por la
colina, vio hacia el montículo, y observó algo, y no pudo volver a dormir
esa noche. Cuando regresó en la mañana, a pleno día, no había nada que

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ver sobre el montículo, solo piedras y arena. Luego marchó directo por la
ruta al pueblo, y fue a la casa del viejo cura.
–He visto una cosa maléfica esta noche –dijo–, he visto como un muer-
te bebe la sangre de un vivo. Y la sangre es la vida.
–Dime qué fue lo que viste –dijo el cura, como réplica.
Antonio le contó todo lo que había visto.
–Usted debe traer su libro y su agua bendita esta noche –añadió–. Esta-
ré ahí antes del atardecer con usted, y si le place cenar conmigo mientras
esperamos, estaré listo.
–Iré –respondió el sacerdote–, por lo que he leído en los viejos libros
estos extraños seres no están ni vivos ni muertos, descansan en sus tum-
bas durante el día, y roban la sangre y la vida de los vivos durante la
noche.
Antonio no podía leer, pero estuvo feliz de que el cura pudiera com-
prender todo aquello. Por supuestos estos libros instruían la manera de
terminar la existencia de la Cosa no muerta para siempre.
Así que Antonio regresó a su trabajo, que consistía en sentarse en el la-
do sombrío de la torre, o bien colgarse con una línea de pesca de alguna
roca junto al mar. Pero aquel día él marchó dos veces a revisar el montí-
culo, a pleno sol, y estuvo revisando los alrededores, en busca de algún
hueco en el que este ser pudiera refugiarse; pero no halló nada. Cuando
el sol comenzó a extinguirse y el aire refrescó en las sombras, él fue a lla-
mar al viejo cura, llevando consigo una canasta; en la que pusieron una
botella de agua bendita, y todo aquello que el cura pudiera necesitar pa-
ra su tarea; y ellos bajaron y esperaron en la puerta de la torre, hasta fue-
ra de noche. Pero mientras las últimas luces del día aún se retardaban en
desaparecer vieron que algo se movía, justo allá, dos figuras, un hombre
que caminaba y una mujer que revoloteaba a su alrededor, mientras su
cabeza permanecía sobre los hombros de él, besándole el cuello. El sacer-
dote, según me contó, también, mientras le castañeteaban los dientes,
asió fuertemente del brazo a Antonio. La visión pasaba y desaparecía en-
tre las sombras. Entonces Antonio tomó un envase de licor fuerte, que él
guardaba para ocasiones especiales, y se bebió un trago de esos que ha-
cen que un hombre mayor se sienta de nuevo joven, y luego tomó su lin-
terna, y también su pico y pala, y dio al sacerdote su estola y el agua ben-
dita, acto seguido comenzaron a caminar hacia el punto donde habían
visto la aparición. Antonio dijo que sus propias rodillas se chocaban en-
tre sí al caminar y el cura se tropezaba en su propio latín. Cuando ellos
estaban a un par de yardas del montículo la parpadeante luz de la linter-
na se movió sobre el rostro pálido de Ángelo, inconsciente, como si

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estuviera dormido, y sobre su respingado cuello había una muy delgada
línea de gotas de sangre que era vertida sobre su cuello; y la luz de la lin-
terna también iluminó sobre otra cara que miraba desde esta fiesta, con
dos profundos ojos muertos que veían como a través de la muerte, con
labios rojizos como la vida misma, con dos relucientes dientes sobre los
que brillaba una gota sonrosada. El cura, viejo buen hombre, cerró sus
ojos y exhibió su agua bendita ante él, y su voz rota se tradujo en un gri-
to; y Antonio, quien no se acobardó después de todo, levantó su pico con
una mano, teniendo la linterna en la otra, y le saltó encima, sin saber co-
mo terminaría; y entonces juró que escuchó el grito de una mujer, y la
Cosa se había ido. Ángelo quedó inconsciente sobre el montículo, con la
línea roja sobre su cuello, y las gotas de su mortal sudor en su frente.
Ellos lo alzaron en brazos, medio muerto como estaba, y lo dejaron cerca
de donde estaban; luego Antonio comenzó a trabajar, y el cura ayudó,
aunque él era viejo y no podía hacer mucho. Así que cavaron profundo,
y a lo último Antonio, estando sobre la tumba, se paró y alumbró con su
linterna para mirar lo que podían ver.
Su cabello, que solía ser castaño oscuro, con algunas canas cerca de las
sienes, en menos de un mes quedó totalmente gris como un tejón. Él ha-
bía sido minero cuando joven, y la mayoría de esta gente jamás llegaron
a ver algo como lo que él vio esta noche: esta Cosa que permanecería ni
sobre ni debajo de la tumba. Antonio había llevado algo con él que el cu-
ra no había advertido. Él se había hecho esa misma tarde una afilada es-
taca tallada de vieja madera de barco, que ahora llevaba con él, además
de su pico, cuando bajó a la tumba, alumbrando con su linterna. No pue-
do imaginar ningún poder sobre la Tierra que pueda traducir en pala-
bras lo que ocurrió entonces, y el viejo cura se asustó al mirar. Él dice
que escuchó a Antonio que respiraba como una bestia salvaje, y movién-
dose como si estuviera luchando con algo tan fuerte como sí mismo; y
también escuchó un maléfico sonido, como si algo hubiera perforado
violentamente carne y hueso; el más horroroso sonido de todos, el alari-
do de una mujer, el sobrenatural aullido de una mujer ni viva ni muerta,
pero enterrada en lo profundo durante muchos días. Y él, el pobre viejo
cura, pudo únicamente caer y arrodillarse en la arena, vociferando sus
oraciones y exorcismos en voz alta para ahogar esos sonidos desgarrado-
res. Entonces, súbitamente, un pequeño arcón de metal cayó cerca de
donde estaba arrodillado, siendo iluminado por la luz de la linterna, y al
siguiente momento Antonio estaba detrás de él, con su cara tan pálida
como sebo, empujando la arena y grava dentro de la tumba, con furia, y
mirando por sobre el borde hasta que el foso estuvo medio lleno; y el

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cura dijo que había mucha más sangre fresca en las manos de Antonio y
en sus ropas.

A quí es donde termina mi historia. Holger terminó su vino y se re-


clinó en su silla.
–Entonces Ángelo tuvo lo suyo de nuevo –dijo–, ¿se casó con la chica
que estaba prometida?
–No, él quedó aterrorizado, y se fue a Sud América, y no volví a tener
noticias desde entonces.
–Y este pobre cadáver está aún allí, supongo –dijo Holger–. ¿Sigue
muerto aún?, me pregunto.

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La calavera que gritaba

L a he oído gritar a menudo. No, no estoy nervioso, no; no me dejo


llevar por la imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos
que esto sea uno. Sea lo que sea, me odia casi tanto como odiaba a Luke
Pratt, y sus gritos me están destinados.
Yo, en lugar de usted, no explicaría nunca una historia referente a los
métodos de asesinato más ingeniosos; nunca se puede saber si alguien,
sentado en su misma mesa, no siente cierto cansancio de su cónyugue.
Me he reprochado a menudo, enérgicamente, la muerte de la señora
Pratt, y supongo que tengo alguna responsabilidad en su defunción, si
bien, el cielo es testigo, nunca le desee nada que no fuera una larga y fe-
liz existencia. Si yo no hubiera explicado aquella historia, quizás la seño-
ra Pratt continuaría con vida. Me parece que es
por esto que esa cosa me grita sus amenazas.
La señora Pratt era una buena mujer; tenía, bien mirado, un tempera-
mento agradable y una bella voz. Pero recuerdo haberla oído chillar, un
día, al imaginarse que su hijo había fallecido a causa de un disparo; el re-
vólver se había disparado solo, cuando nadie lo creía cargado. Aquel chi-
llido era el mismo, exactamente el mismo, con una especie de trino agu-
do al final; ¿entiende lo que quiero decir? Claro que sí.
En verdad, yo no había comprendido que el doctor y su mujer no con-
geniaban. Discutían de tanto en tanto, delante mío, y había observado a
menudo que la delicada señora Pratt se enrojecía y se mordía los labios
con violencia para conservar la calma, mientras Luke palidecía y la ataca-
ba con palabras arrogantes. Acostumbraba a portarse así cuando iba a
párvulos, y también más adelante en las diversas escuelas. Era primo
mío, ¿sabe? Por eso he venido. Después de su muerte y de la de su hijo
Charlie, en Africa del Sur, la familia entera quedó extinguida. Sí, el lugar
es muy agradable, de lo más conveniente para un viejo marino que ha
decidido, como yo, pasar el resto de sus días practicando la jardinería.
Se recuerdan siempre los errores con mayor intensidad que las accio-
nes inteligentes, ¿no es cierto? Lo he observado a menudo. Cenaba con
los Pratt, cierto atardecer, cuando les expliqué aquella historia destinada
a generar tan grandes cambios. Era una de aquellas húmedas noches de
noviembre, y la mar
gemía. ¡Silencio! Si calla podría oírla…
¿Oye la marea? Su sonido es lúgubre, ¿no? A veces, en esta época del
año… ¿eh? ¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo! No será comido. Al fin y
al cabo, sólo es un ruido. Pero estoy contento que lo haya escuchado,

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porque siempre hay quien habla del viento, de mi imaginación, o de
cualquier otra cosa. Esta noche ya no volverá a escucharlo, me parece;
habitualmente, grita una sola vez. Sí, ¡muy bien! Ponga más leña en chi-
menea y añada un poco de tabaco a esa mezcla que le gusta. ¿Recuerda
el viejo Blauklot, el carpintero de aquel bajel alemán que nos recogió
cuando el Clontarf naufragó? Nos batíamos en medio de la tempestad
aquella noche, tan cómodos como en un salón, claro, y no había tierra en
un radio de quinientas millas. Y, después, llegó aquel navío, que se alza-
ba y caía con la regularidad del tic-tac de un péndulo. El viejo Blauklot
cantaba mientras
entraba de guardia en el velero. He pensado a menudo en aquel suceso
ahora que me he quedado en tierra para siempre.
Sí, era una noche como aquella; estaba pasando una temporada en ca-
sa, a la espera de tomar el mando del Olympia, en la que sería su prime-
ra travesía. Transcurría el año 1892, a principios de noviembre.
El tiempo era detestable. Pratt estaba con un humor de perros, y la ce-
na, que era infame, verdaderamente infame, y además estaba fría, para
acabar de redondearlo, no contribuía a mejorar el ambiente. La pobre se-
ñora estaba realmente desolada por todo aquello, e insistió en preparar-
nos un pastel de queso que redimiera los nabos demasiado crudos y el
cordero poco hecho. Pratt, seguramente, había tenido un mal día. Quizás
se le había muerto algún paciente.
Fuera como fuese, su comportamiento era bastante antipático.
–Mi mujer intenta envenenarme, ¿sabe? –dijo–. Un día u otro lo conse-
guirá. Noté que esta observación había ofendido a la señora Pratt, e hice
ver que reía diciendo que la señora era demasiado inteligente para
deshacerse del marido con un procedimiento tan elemental; y entonces
me puse a hablar de los métodos
japoneses: vidrio picado, pelos desmenuzados de caballo, y yo que sé
más.
Pratt, siendo su profesión la medicina, conocía el tema, seguramente,
mucho mejor que yo, pero aquella superioridad suya me provocó. Les
expliqué entonces una historia, la de una irlandesa que había sido capaz
de asesinar tres maridos antes que sospecharan nada de ella.
¿Ya ha oído hablar de esta historia? El cuarto marido se las compuso
para permanecer despierto y cogerla por sospresa. Fue colgada. ¿Cómo
se las ingeniaba aquella mujer? Hacía tragar un somnífero al marido de
turno y, cuando éste dormía profundamente, le derramaba plomo fundi-
do en las orejas con la ayuda de un pequeñoembudo de cuerno… No, es-
to es solo el viento que silba. Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por

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la calidad del sonido. Y, además, el otro sonido nunca se produce más de
una sola vez en el transcurso una misma noche, incluso en esta época del
año… ¡si llega a producirse! Era también noviembre. La pobre señora
Pratt murió, súbitamente, en su cama, poco después de aquella velada.
No puedo precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en Nueva York,
en el navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como ca-
pitán. Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo.
¡Qué par de tipos, usted y
yo! Ya casi se cumplen cincuenta años desde que éramos grumetes a bor-
do del Clontarf. ¿Será posible olvidar algún día al viejo Blauklot y su
canción? ¡Ja!, ¡ja! ¡Pero sírvase, haga el favor! Éste es el viejo Hulstkamp
que hallé en la bodega cuando tomé posesión de la casa… , el mismo que
traje de Amsterdam para Luke veinticinco años atrás. Nunca llegó a be-
ber una sola gota. Quizás ahora le sepa mal, ¡pobre chico!
¿Por dónde iba? Ah, sí: le explicaba que la señora Pratt murió súbita-
mente. Luke debió sentirse muy solo, aquí, tras aquella pérdida. Yo lo vi-
sitaba de tanto en tanto. Daba la impresión de estar preocupado, nervio-
so; me explicaba que su clientela era demasiado numerosa para atender-
la él solo, pero se negaba a contratar un ayudante. Pasaron los años. Su
hijo encontró la muerte en Africa del Sur, y entonces Luke se convirtió en
una persona extraña. No sé qué había en él que lo hacía distinto a los de-
más. Me parece que continuó en sus cabales hasta su muerte; no hubo
quejas contra él por su labor, pero corrieron rumores…
De joven Luke era rubicundo, más bien pálido, y tras la muerte de su
hijo comenzó a adelgazar, a adelgazarse cada vez más, hasta el punto
que su cabeza asemejó una calavera cubierta de pergamino; los ojos le ar-
dían con un brillo tan extraño que incomodaban a quien los observara.
Luke poseía un perro viejo, que la señora Pratt había querido mucho y
que la seguía a todas partes. Aquel magnífico bull-dog era la bestia con
mejor carácter del mundo, aunque encogía el labio superior de una for-
ma muy poco tranquilizadora. A veces, durante la velada, Pratt y Bum-
ble (así llamaban al perro) se sentaban y se miraban horas y horas, recor-
dando, sin duda, los buenos viejos tiempos, los tiempos, supongo, cuan-
do la mujer de Luke se instalaba en esta silla de brazos que usted ocupa.
Éste fue siempre su lugar, mientras que el doctor se sentaba en la silla de
brazos donde estoy yo ahora, Bumble se encaramaba ayudándose con las
patas de la silla; se había vuelto viejo y gordo, no podía saltar gran cosa,
y los dientes le bailaban cada vez más. Miraba a Luke, directamente a los
ojos, mientras éste miraba al perro… Y el rostro de Luke parecía cada vez
más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con destellos rojizos; a

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los cinco minutos, a veces menos, el viejo Bumble comenzaba a temblar
de un extremo a otro, y, de pronto, dejaba ir un aullido espantoso, como
si acabaran de golpearlo, se dejaba caer de la silla y corría a esconderse
bajo el bufete, y, allí, gemía de una manera extraña.
El comportamiento del perro no tiene nada de particular para quien
recuerde la mirada de Pratt en los últimos meses. No soy nervioso, ni po-
seo demasiada imaginación, pero creo que podría haber puesto histérica
a una mujer demasiado sensible… ¡se parecía tanto a una calavera env-
uelta de pergamino!
Lo visité el día de Navidad, al atardecer, mientras mi barco se encon-
traba en dique seco, lo que me dejaba tres semanas de vacaciones. Bum-
ble no estaba, y, durante la conversación, comenté que quizás hubiera
muerto.
–Sí –contestó Pratt.
Encontré algo extraño en su voz, no sé qué; lo observé incluso antes
que prosiguiera.
–Lo maté; ya no lo soportaba.
Le pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había
entendido.
–¡Tenia una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de au-
llar… ! –dijo, tembloroso–. No sufrió más, el pobre Bumble –prosiguió,
inmediatamente, como si yo pudiera sospechar que había dado pruebas
de crueldad–. Le drogué la bebida, para dejarlo profundamente dormi-
do, y después lo cloroformicé poco a
poco para que no se sintiera morir. Desde entonces, todo va mejor.
Me pregunté qué había querido decir, ya que las palabras se le habían
escapado de los labios como si no hubiera podido contenerlas. Más tarde
comprendí. Quería decir que ya no escuchaba el grito con tanta frecuenc-
ia, tras la muerte del perro. Quizás creyó, de principio, que se trataba del
viejo Bumble, que aullaba a la luna, en el patio… , pero no es el mismo ti-
po de grito, ¿verdad? Por otra parte, sé lo que es, aunque Luke quizás no
lo supiera. Es solo un ruido, al fin y al cabo, y nunca un ruido ha matado
a nadie. Pero Luke era más imaginativo que yo. Estoy convencido que
este lugar oculta algo que no puedo comprender, pero, cuando no com-
prendo algo, me digo que se trata de un «fenómeno» y no comienzo a
imaginar que me matará, como pensó Luke. No lo entiendo todo, real-
mente, y usted tampoco; no más que cualquier otro hombre que haya pa-
sado largo tiempo en la mar. Se hablaba de las trombas, pongamos por
caso, y no nos poníamos de acuerdo sobre su naturaleza; ahora se habla
de «terremotos submarinos» y se exponen cincuenta teorías, que podrían

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explicar los terremotos si supiéramos qué son. Sufrí uno, un día, y el es-
critorio pegó contra la mampara de mi cabina. Esto
mismo pasó al capitán Lecky; supongo que usted debe haber leído esta
historia en su libro Reflexiones. Muy bien. Si este tipo de fenómenos se
produjeran en tierra, en esta habitación, por ejemplo, un tipo nervioso
hablaría de espíritus, de levitación y de otras tonterías que nada quieren
decir, en lugar de
clasificar este misterio, sencillamente, dentro la categoría de los
«fenómenos» aún pendientes de explicación. Esta es mi opinión, ¿me sig-
ue? Por otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer?
No me
atrevería nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera us-
ted. Solo una cosa inquieta: la coincidencia de que la pobre señora Pratt
muriera en la cama al poco tiempo de la cena donde expliqué aquella
historia. No es la única mujer que ha muerto de esta manera. Luke fue a
buscar al médico de la parroquia
vecina; los dos concluyeron que había muerto a consecuencia de un paro
cardíaco. ¿Por qué no? Es un mal muy frecuente.
Había aquello de la cuchara, claro. No he hablado nunca de ello a nad-
ie, y confieso que me sobresalté cuando la hallé en el armario del dormi-
torio. Era una cuchara nueva, un tanto estropeada aunque no había sido
puesta entre las llamas más de un par de veces. Tenía aún, en su fondo,
restos de plomo derretido. Era una cuchara gris, manchada de impure-
zas. Pero esto no demuestra nada. Un médico rural suele ser un individ-
uo avispado que realiza toda suerte de trabajos manuales, y Luke podía
haber tenido veinte motivos diferentes para fundir un poco de plomo en
una cuchara. Le gustaba pescar en la mar, por ejemplo, y tal vez necesitó
un pedazo de plomo para fabricarse una caña; o quizás necesitara un pe-
so para el reloj del salón, o cualquier otra cosa por el estilo. De todas for-
mas, al descubrir la cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me
acordaba de aquello que había descrito al explicar mi historia de asesina-
tos. ¿Me entiende? La cuchara me impresionó, y de manera negativa. La
tiré. Ahora se encuentra en el fondo de la mar, a una milla del Spit y, si
algún día la marea
la sacara, estaría tan oxidada que nadie la podría reconocer.
Mire, Luke debió haberla comprado en el pueblo, años ha… , y aún
hoy, el comerciante que se la vendió no vende de otra clase. Supongo
que las utilizan para cocinar. De cualquier manera, no era conveniente
que una camarera demasiado fisgona descubriera aquel utensilio man-
chado de plomo: se habría preguntado de qué iba la cosa, y quizás lo

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habría contado, en la hora del servicio, que me oyó explicar la historia
durante la cena; aquella chica se casó con el hijo del fontanero del pue-
blo, y podría recordar no pocos detalles. Usted me entiende, ¿verdad?
Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto a su esposa, en una
tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que ciertos acontecim-
ientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y también lo está
su hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada de un misterio
considerable.
¿Qué misterio? Una mañana lo hallaron muerto en la playa. El juez de
instrucción abrió una encuesta. El veredicto estableció que había muerto
«a manos o entre los dientes de alguna persona o animal desconocidos».
La mitad del jurado consideró que, con probabilidad, algún perro le ha-
bía mordido la arteria traqueal tras lanzarse sobre él; pero no había orifi-
cios en la piel del cuello.
Nadie sabía a qué hora había salido Luke, ni dónde había ido. Lo en-
contraron tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta; bajo su
mano había, abierta por completo, una vieja caja de sombreros, hecha de
cartón, que había sido propiedad de su mujer. La tapa había caído. Pare-
cía como si Luke hubiera intentado transportar, en su interior, una cala-
vera… Los médicos suelen aficionarse a coleccionar este tipo de objetos.
La calavera había rodado por la arena, y se había detenido junto la cabe-
za de Luke. Era una calavera bastante bonita, más bien pequeña, admira-
blemente proporcionada y de un perfecto blanco… , tan perfecto como la
dentadura. Más exactamente, la hilera superior era perfecta, ya que,
cuando la vi por primera vez, le faltaba la mandíbula inferior.
Sí, encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era blanca y pulida,
como lo son las calaveras que se conservan bajo cristal. La gente, aquí, no
sabía de donde procedía, ni qué debían hacer con ella; de nuevo la habí-
an metido dentro de la caja de cartón, y la habían guardado en el armario
del mejor dormitorio.
Naturalmente, me la enseñaron cuando tomé posesión de la casa.
También me llevaron a la playa, para mostrarme el lugar exacto donde
habían encontrado el cadáver de Luke; un viejo pescador me describió la
posición del cuerpo, como yacía tendido junto a la calavera. Solo un de-
talle no conseguía explicarse: ¿por qué el cráneo había rodado sobre un
terreno fangoso hasta la cabeza de Luke, y no, siguiendo la pendiente,
hacia sus pies? En aquel instante el detalle no me llamó en absoluto la
atención, pero luego he pensado con frecuencia, porque aquel lugar es
considerablente escarpado. Mañana ya le acompañaré, si usted quiere… ,
allí mismo he alzado un túmulo de piedras.

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Cuando Luke cayó, o cuando lo hicieron caer, la caja golpeó contra la
arena y su tapa saltó. Su contenido cayó, y debería haber rodado hacia
abajo. Pero no. Se encontraba cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo,
y parecía mirarlo de
frente. Ya he dicho que aquel detalle no me preocupó al principio, pero
después no he podido dejar de pensar en ello, cada vez con mayor frec-
uencia, hasta el punto de imaginarme la escena con tan sólo cerrar los
ojos. Comencé a preguntarme por qué aquel maldito objeto había rodado
hacia arriba y no al contrario, y por qué se había detenido cerca de la ca-
beza de Luke y no en cualquier otro lugar, un paso más allá, pongamos
por caso.
Naturalmente, usted querrá conocer a qué conclusión he llegado, ¿no
es así? Mis conclusiones no explican para nada el fenómeno, no lo expli-
can más que cualquiera de las muchas ideas que he tenido. Pero, al poco,
me rondó por la cabeza otra cosa que me inquietó sobremanera.
Oh, ¡no hago intervenir elementos sobrenaturales! Quizás los fantas-
mas existan, o quizás no. Si existieran, no creo que pudiesen provocar
daño alguno a los vivos, como no sea asustándolos; por lo que a mí res-
pecta, preferiría habérmelas con un fantasma, de la manera que fuese,
antes que con una niebla en el canal de
la Mancha en un día de abundante navegación. No. Aquello que me pre-
ocupó fue una idea estúpida, nada más; no sabría decirle cómo nació, ni
cómo creció hasta convertirse en una certeza.
Pensaba en Luke y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y
con un grueso libro entre las manos, cuando me dije que aquella calavera
podía ser la de la señora Pratt, y desde entonces nunca he podido quitar-
me esa idea de la mente. Usted, claro, me dirá que esto no tiene ni pies ni
cabeza, que la señora
Pratt fue enterrada como buena cristiana, y que descansa en el cemen-
terio de la parroquia; incluso me dirá que es monstruoso suponer que su
marido quisiese conservar aquella calavera dentro de una caja de som-
brero, justo en medio del dormitorio. Ya lo sé; esto lo dictan la razón, el
sentido común y las más elementales probabilidades. Pero estoy conven-
cido de que Luke hizo aquella locura. Los médicos cometen, a veces, ex-
traños actos que pondrían la piel de gallina a personas como usted o co-
mo yo, y que no nos parecen ni probables, ni lógicos, ni tan solo
humanos.
Y, luego… , ¿no lo entiende? Si aquella calavera era la de la señora
Pratt, pobre mujer, la única manera de explicar la actitud de Luke está
muy clara: verdaderamente asesinó a su esposa, de la misma manera que

22
aquella mujer de la historia que yo les había explicado, y temía que al-
gún análisis acabara acusándolo. Yo también había explicado este último
detalle, ¿sabe usted?, y me parece que todo sucedió de la misma manera
que hace cincuenta o sesenta años.
Los investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un peque-
ño pedazo de plomo que rebotava en el interior de cada una. Fue por es-
to que colgaron a aquella mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello.
No quiero saber qué pretendía hacer cuando tuvo aquellos pensamien-
tos; mis inclinaciones no me llevan hacia las historias horripilantes, y no
creo que a usted le gusten en especial, ¿no es así? No. Si le gustan, no le
costará imaginar lo que falta a mi relato.
Aquello debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella
escena de manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que
sucedió. Pratt cogió la calavera la noche anterior al entierro, estoy segu-
ro, tras cerrarse el féretro, cuando la criada se durmió. Apostaría que,
tras separar la cabeza del cuerpo, algo puso en el féretro para substituir-
la. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa que cubría al cadáver?
¡No me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero le confieso
que no deseo saber lo que sucedió, y que odio pensar en historias horri-
pilantes, y comienzo, inmediatamente después, a describirle aquella es-
cena como si yo la hubiese presenciado. Incluso estoy seguro de que
Pratt remplazó la cabeza con la bolsa
de costura de su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora
Pratt usaba cada atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien lle-
na podía llegar al tamaño de… , ¿verdad que me entiende? Pues bien, sí,
¡así sigo! Ríase si quiere, pero usted no vive aquí solo, en el lugar donde
todo sucedió, y usted tampoco explicó a Luke aquella historia del plomo
fundido. No soy nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a enten-
der por qué lo son algunas personas. Pienso en todo esto cuando estoy
solo; por la noche sueño con ello y, cuando esa cosa chilla, le seré franco,
su grito no me gusta más que a usted, aunque debería estar acostumbra-
do tras tanto tiempo…
No debería estar nervioso. Navegué en un barco maldito, que tenía un
activísimo fantasma, ¡se lo juro! Dos tercios de la tripulación murieron
por causa de una fiebre maligna antes de haber transcurrido diez días de
levar anclas; yo siempre he tenido suerte. No habré visto pocas cosas es-
pantosas; tantas como usted, sin duda, y tantas como cualquier otro ma-
rinero. Pero nunca nada me ha obsesionado tanto como esta historia.
¿Sabe?, he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no
se deja. Quiere estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la

23
señora Pratt, en el armario del mejor dormitorio. No está contento en
ningún otro lugar. ¿Cómo lo sé? Porque lo he intentado. ¿No pensará us-
ted que nunca lo he intentado? Mientras permanece aquí se conforma
con gritar de tanto en tanto, por lo general durante esta época del año,
pero si la sacara fuera de la casa, chillaría toda la noche… Ningún criado
permanecería aquí más de veinticuatro horas. Incluso con las actuales
condiciones, con frecuencia he tenido que depender de mí mismo y arre-
glármelas solo durante un par o más de semanas. Ya no queda nadie en
el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este techo; además, re-
sulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla. Las viejas mur-
muran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no
transcurra demasiado tiempo.
Esto no me da miedo. Usted sonríe con la idea misma de que alguien
sea capaz de conceder algún credito a estas habladurías. De acuerdo. Tie-
ne razón. Es una estupidez evidente. ¿No le he dicho que tan sólo era un
sonido? Pero parece nervioso; mira a su alrededor, como si esperara en-
contrar un fantasma detrás de su silla.
Quizás me equivoco por completo respecto a la calavera… y me gusta-
ría creer que quizás estoy equivocado… cuando me lo puedo creer. Qui-
zás sea sólo un bello espécimen que Luke recogiera quién sabe dónde,
hace mucho tiempo… Y, respecto al objeto que rebota dentro de la cala-
vera al menearla, quizás sólo se trate de una piedrecilla, o un pedazo de
tierra endurecida, o alguna otra cosa por el estilo. Las calaveras que han
permanecido enterradas por largo tiempo suelen contener algo que hace
ruido, ¿no es así? No, nunca he intentado sacar el objeto del interior de la
calavera, sea lo que sea. Temo descubrir un trozo de plomo, ¿me com-
prende? Y, de ser éste el caso, no quisiera conocer la historia… porque
deseo no poseer la certidumbre. Si en verdad se tratara de plomo, yo ha-
bría asesinado a aquella mujer, como si yo mismo hubiera cometido el
acto. Todo el mundo lo entendería así, me parece. Mientras no me halle
ante la certidumbre, puedo decirme para mi consuelo que la señora Pratt
murió de muerte natural, y que esa magnífica calavera pertenecía a Luke
desde sus tiempos de estudiante en Londres. La certeza, creo, me obliga-
ría a abandonar la casa y, cuanto más pienso en ello, más veces me digo
que debería abandonarla. Al menos, he abandonado la idea de dormir en
el mejor de los dormitorios, aquel donde se encuentra el armario.
Usted me pregunta por qué no he tirado la calavera al estanque; se lo
contestaré, pero, hágame el favor, deje de llamarla «espantajo»… , no le
gusta nada que le pongan nombres.

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¡Escuche! ¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho! Querido ami-
go, le veo muy pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y tome algo
más de alcohol. Las bebidas holandesas nunca han hecho daño a nadie.
En Java vi como un alemán se bebía medio barril de Hulstkamp, en una
sola mañana y sin parpadear. Yo no bebo demasiado, porque con mis
resfriados la bebida no me sienta demasiado bien, pero usted no está res-
friado y el licor no le causará daño alguno. Además, de noche, allí fuera,
está demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto girará a su-
doeste; ¿oye el golpeteo de las ventanas? La marea debe haber cambiado,
si juzgamos por el gemido de la mar.
No habríamos vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello. Est-
oy seguro. Si usted quiere explicar el fenómeno mediante una coinciden-
cia, yo estaré, naturalmente, muy contento, pero desearía que, si no le
importa, dejara de poner motes a esa cosa. Quizás la pobre señora Pratt
lo oye y los epítetos la entristecen, ¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No pode-
mos llamar fantasma a un objeto que se puede coger entre las manos y
mirar a plena luz del día, y que suena cuando es meneado, ¿no es así?
Pero es algo capaz de oír y de comprender. No le quepa la menor duda.
Al instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque, sen-
cillamente, aquella habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado a
abandonar mi idea. Era el dormitorio de los Pratt, allí estaba el lecho
donde ella murió, y también, cerca de la cabecera de la cama, a la izqu-
ierda, el armario empotrado.
Es allí donde la calavera quiere ser guardada, dentro de su caja de
sombreros. Solo dormí en aquella habitación durante los primeros quin-
ce días tras mi llegada, tuve que dejarla y ocupar el pequeño dormitorio
de la planta baja, junto al gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la
noche cuando preveía que algún paciente lo enviaría a buscar a altas ho-
ras de la noche.
En tierra siempre he dormido bien. Ocho horas son mi dosis, desde las
once de la noche hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde
media noche hasta las ocho cuando tengo visita. Pero en aquella habita-
ción no pude conciliar el sueño hasta las tres de la madrugada… , desde
las tres y cuarto para ser preciso… , como pude comprobar con mi viejo
cronómetro de bolsillo, que aún funcionaba con exactitud; me despertaba
a las tres y diecisiete minutos, exactamente. Me pregunto si no será la ho-
ra en que ella murió.
En aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un chi-
llido así no habría permanecido dos noches seguidas en la habitación.
Tan sólo era un comienzo de grito, como un gemido, como una

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respiración acelerada durante algunos segundos, en el armario; era un
ruido sordo que, en circunstancias normales, no me habría despertado,
estoy seguro. Supongo que en esto usted se me parece, y que, por otra
parte, esta peculiaridad es compartida por todos aquellos que hemos na-
vegado por la mar: no existe sonido natural que nos
moleste, ni siquiera el estruendo de un velero encarado a una tormenta
cuando se
escora para luchar mejor contra el viento. Pero si un vulgar lápiz, en un
cajon de nuestra cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos des-
pertaríamos al instante, ¿no está de acuerdo?… Usted siempre me ent-
iende. Pues bien, dentro del armario el ruido no era más fuerte que el de
un lápiz a la deriva en un cajón… , pero me quitaba el sueño de
inmediato.
Ya he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo
que quiero decir, pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío.
Naturalmente, usted nunca podrá «escuchar» a nadie «comenzar» a gri-
tar; como mucho escuchará un aliento acelerado entre los labios abiertos,
entre los dientes prietos, escuchará un sonido casi inaudible que sale de
manera tan súbita como discreta. Pues era así.
Usted ya sabe que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón
puede saber cómo reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antela-
ción. Los jinetes afirman lo mismo de sus monturas, pero su caso me pa-
rece menos extraño porque los caballos son seres vivos y poseen sentim-
ientos, mientras que sólo los poetas y la gente de tierra se atreven a ha-
blar de los barcos como de seres vivos. Pero yo siempre he notado, de
una manera o de otra, que un barco, al margen de su valor como máqui-
na que transporta determinadas cargas, es un instrumento sensible y un
medio de comunicación entre la naturaleza y el hombre, y entre, más
particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en la barra del ti-
món, si la nave es gobernada manualmente. El navío obtiene sus impres-
iones directamente del viento y la mar, de la marea y las corrientes, y las
transmite a la mano del piloto, de la misma manera como, en lo alto del
mástil, el telégrafo sin hilos recoge las ondas y las transmite hacia abajo
en forma de mensaje.
Puede ver donde quiero ir a parar; percibí que dentro del armario
«comenzaba» algo, y con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo,
aunque quizás no hubiera nada a escuchar y sólo había sido despertado
por un ruido nacido de mi mente. Pero el otro sonido sí logré oírlo. Se
podría decir que aquel ruido estaba envuelto por una caja, y que sonaba
lejano como si llegara en forma de una comunicación telefónica a larga

26
distancia. Sabía que nacía en el armario, cerca de la cabecera de la cama.
Los pelos no se me pusieron de punta, ni se me heló la sangre. Sencilla-
mente, me sentía aturdido al ser despertado por algo que no poseía nece-
sidad alguna de sonar, de la misma manera que, a bordo de un navío, un
lápiz no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina. Por otro lado,
no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y
que el viento, sólo el viento, gemía por la abertura, y había emitido aque-
lla especie de débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el reloj. Eran
las tres y diecisiete minutos. Después me giré para poder dormirme so-
bre la oreja derecha. Es la que me funciona. Casi no oigo nada por la otra,
desde el día en que, de pequeño, me choqué contra el agua al lanzarme
desde lo alto del palo de mesana. El proceso quizás es discutible, lo acep-
to, pero el resultado es bastante cómodo cuando quiero dormir rodeado
de ruidos inoportunos.
Así transcurrió la primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a
repetirse, y también las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo
instante, segundo más segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi
oreja sana, otras no. Examiné con detalle el armario sin encontrar fisura
alguna por donde el viento pudiera filtrarse: el viento o cualquier otra
cosa, ya que las puertas cerraban con precisión, con toda probabilidad
para no dejar entrar polillas. Con toda seguridad, la señora Pratt guarda-
ba su ropa de invierno en aquel armario,
porque siempre olía a naftalina y alcanfor.
A las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que
me había dicho que sería una estupidez dejarme impresionar por tales
fenómenos y que sacaría la calavera de la habitación. ¿Verdad que todo
parece distinto a la luz del día? Pero aquella voz iba cogiendo fuerza… ,
supongo que puede hablarse de una voz… , e incluso una noche consig-
uió llegar a mí por el oído sordo. Lo entendí cuando estuve despierto del
todo, porque mi oreja sana, en aquel momento, se hundía en la almoha-
da, y en aquella posición no debería haber sido capaz de oír ni siquiera
una sirena. Pero sí escuché aquel grito, y me hizo perder la sangre fría… ,
o quizás me asustó, porque estos dos estados del alma se presentan jun-
tos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el armario, cogí la sombre-
rera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la ventana.
Entonces se me erizaron los pelos. La cosa chilló al volar, como una ba-
la de cañón del calibre noventa. Cayó al otro lado del camino. La noche
era muy oscura y pude verla caer, pero sabía que había aterrizado mu-
cho más allá del camino. La ventana se abre justo sobre la puerta de en-
trada, a quince pasos de la estacada, y el camino tiene una anchura de

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diez pasos. Un poco más allá hay una gruesa valla vegetal que bordea las
tierras pertenecientes al presbiterio.
Ya no pude dormir más aquella noche. Quizás a la media hora de ha-
ber lanzado la sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito,
allí fuera, un grito parecido a los que hemos oído esta noche, pero peor,
más desesperado diría.
Puede que mi imaginación me la jugara, pero habría jurado que los
chillidos se acercaban, se acercaban cada vez más. Me fumé una pipa pa-
seando un buen rato de un lado a otro, luego cogí un libro y comencé a
leerlo; pero que me cuelguen si recuerdo lo que leí, ni siquiera el título
del libro, porque sonaba, a intervalos regulares, un grito que habría re-
movido un cadáver en su ataud. Poco antes del alba, alguien llamó a la
puerta principal. No había ningún tipo de confusión. Abrí la ventana y
miré abajo; esperaba encontrar algún cliente que buscara al doctor, porq-
ue la gente, sin duda, creía que el nuevo médico debía vivir en la casa de
Luke. Me sentí casi aliviado al escuchar un sonido humano, tras aquellos
odiosos chillidos.
Resulta imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un peq-
ueño porche. Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contes-
tó, aunque el sonido volvió a repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el
doctor ya no vivía allí. No hubo respuesta, pero me dije que tal vez se
tratara de algún viejo campesino que era sordo. Así que cogí la vela y ba-
jé a abrir la puerta. Ya no pensaba en aquella cosa, palabra, y casi había
olvidado los otros sonidos. Bajé con la seguridad de encontrar allí fuera,
delante de la puerta, alguien que trajera un mensaje. Puse la vela sobre la
mesa del recibidor, de manera que el viento no pudiera apagarla al abrir
la puerta. Mientras manejaba la cerradura, volvieron a llamar. El sonido
no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío y extraño ahora que ya
no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas sensaciones, pero quie-
ro convencerme de que aquellos sonidos procedían de algún cliente im-
paciente por entrar.
¡Pues bien, no! Allí fuera no había nadie; pero al abrir la puerta, man-
teniéndome a un lado para mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y
se detuvo tocando mi pie.
Al sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que era incluso antes
de mirarlo. No puedo decirle cómo lo sabía, y aquella seguridad podía
parecer irracional, ya que estaba seguro, lo recordaba, de haber lanzado
el objeto al otro lado del camino. El dormitorio tiene una ventana con dos
postigos que se abren de par en par, y había cogido un buen empuje,

28
bien calculado, cuando lo lancé. Además, al salir, al día siguiente encon-
tré la caja al otro lado de la valla vegetal.
Me dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez
cayó la calavera. Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía
a tanta distancia. Esto es indiscutible. Es como intentar lanzar una bolita
de papel, o una cáscara de huevo a veinticinco pasos.
Cerré de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con
mucho cuidado y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé to-
do esto de forma mecánica, de la misma manera que una persona en pe-
ligro logra, sin percatarse de ello, ejecutar los gestos que la conducen a su
salvación… , a menos que haga aquello queno conviene hacer. Puede pa-
recer extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue si alguien podía
llegar en aquel instante, y encontrarme allí, en la entrada, mientras aque-
lla cosa me tocaba el pie, un tanto ladeada, fijándome con uno de sus ojos
cavernosos, como si me acusara. Y la luz mezclada con sombras que la
vela introducía en sus órbitas las hacía parecer, a la vez, abiertas y cerra-
das. Después, la vela se apagó inexplicblemente, ya que la puerta volvía
a estar cerrada y yo no notaba el más mínimo soplo del viento. Sacrifi-
qué, con toda seguridad, al menos media docena de cerillas para volver
de nuevo a encenderla.
Me senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un
intenso miedo, y usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado.
La cosa había regresado a su casa y quería subir y volver a meterse den-
tro del armario. Me quedé sentado en silencio, mirando la calavera, hasta
que sentí con intensidad el frío. Después cogí el objeto, lo trasladé al ar-
mario y lo coloqué allí dentro; recuerdo, incluso, haberle hablado, pro-
metiéndole devolverlo a su caja a la mañana siguiente.
¿Quiere saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero
con una luz encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para proteger-
me, sin duda, del miedo… , un miedo cierto, innegable, que puede califi-
carse como cobardía, porque la cobardía nada tiene que ver con lo que yo
sentía. No podría haberme quedado allí solo con aquella cosa en el arma-
rio… , me habría muerto de miedo, aunque no soy más pusilánime que
los demás. Pero piense, amigo mío: sin ninguna ayuda la cosa había atra-
vesado el camino, había subido los escalones de la entrada y había llama-
do a la puerta.
Al llegar el alba, me calcé las botas y salí a por la sombrerera. Me vi
obligado a buscar un buen rato por los alrededores, cerca de la carretera.
Por fin, encontré la caja, abierta; colgaba al otro lado de la estacada. El
cordel que la rodeaba tenía adheridos algunas briznas de hierba, y la

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tapa, que se había desprendido, yacía en el suelo. Esto demuestra que la
caja no se abrió en el momento de lanzarla, sino más tarde; y, si no se
abrió en el mismo instante de salir de mi mano, aquello que contenía de-
bería haber caído al otro lado del camino. ¿Se da cuenta?
Subí la caja al dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la
cerré. Cuando mi joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas:
tenía que marcharse, y tanto le daba si perdía un mes de su paga. La mi-
ré; su cara estaba pálida, con matices desagradables. Fingí sorpresa al
preguntar qué le iba mal; mi esfuerzo fue inútil, porque ella, sencillam-
nete, se giró hacia mí y me preguntó si tenía intención de quedarme en
una casa maldita y, en caso afirmativo, por cuanto tiempo pensaba conti-
nuar viviendo, ya que, aunque ella había observado que yo era en ocas-
iones duro de oído, no conseguía creer que un sordo pudiera dormir con
aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me había paseado por la casa, y
abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las
tres y las cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me
había oído. Me dejó librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana,
encontré una mujer que aceptó venir aquí, para poner un poco de orden
en la casa y hacerme la comida, con la condición de volver a su casa cada
noche. Abandoné el dormitorioaquel mismo día, me instalé en la planta
baja y, desde entonces, no he vuelto a intentar dormir en la mejor habita-
ción. A los pocos días, contraté los servicios de dos hermanas de media-
na edad, dos criadas escocesas procedentes de Londres; y por algún
tiempo gozaron de tranquilidad. Les expliqué que aquel lugar era muy
expuesto, que el viento soplaba con violencia durante buena parte del
otoño y del invierno, y que aquellas circunstancias habían dado una ma-
la reputación a la casa, porque los campesinos tienden a creerse las su-
persticiones y las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de rasgos
duros y negrísimos cabellos, casi sonrieron y me contestaron, despectiva-
mente, que no les preocupaban los fantasmas meridionales, que habían
trabajado en dos casas malditas, en Inglaterra, y que sólo habían visto al
Chico Gris, una aparición que era relativamente banal en Forfashire.
Se quedaron aquí algunos meses y, durante todo el tiempo que vivie-
ron en la casa, disfrutamos de paz y silencio. Una de ellas aún vive por
aquí, pero antes de final de año se marchará con su hermana. Era la coci-
nera. Se casó con el sepulturero, quien trabaja en mi jardín. Esto no tiene
nada de extraño. El pueblo es pequeño, y el sepulturero no tiene demas-
iado trabajo. Entiende bastante de flores, suficiente como para ayudarme
de manera adecuada, y para, sobre todo, realizar los trabajos más duros
de jardinería; aunque me gusta el ejercicio, mis articulaciones se vuelven

30
cada vez más rígidas. Es un individuo sobrio, silencioso, que no se mete
en asuntos que no son de su incumbencia; había enviudado cuando llegó
aquí… Su nombre es Trehearn, James Trehearn. Las dos escocesas nunca
quisieron admitir que la casa estaba maldita, pero cuando volvió a soplar
el viento de noviembre vinieron a avisarme de su marcha; arguyeron que
la capilla, que se hallaba en la parroquia vecina, les hacía caminar dema-
siado, y que no podían oír misa en nuestra iglesia. La más joven regresó
por la primavera y, en cuanto se publicaron las amonestaciones, se casó
con James Trehearn delante del cura… Por otro lado, ya no parece tener
escrúpulos, desde entonces, para escuchar su prédica. Si ella está conten-
ta, ¡yo también! La pareja vive en una pequeña granja que da al presbite-
rio. Usted se pregunta, sin duda, qué relación tiene todo esto con la his-
toria que le explicaba. Me encuentro tan solo que, cuando me visita al-
gún viejo amigo, me lanzó a hablar, a veces, sólo por el placer de oír mi
propia voz. Pero hay algo más que simple palabrería en esto que acabo
de explicar. Fue James Trehearn quien enterró a la pobre señora Pratt, y
después a su marido, que se le unió en la misma tumba no muy lejos de
su granja. Ésta es la relación, en mi mente, ¿lo entiende? Está claro. James
Trehearn sabe algo. Estoy seguro de que sabe algo, aunque es muy
reticente.
Sí, por la noche vuelvo a estar solo, aquí, porque la señora Trehearn
duerme en su casa; cuando me visita algún amigo, la sobrina del sepultu-
rero viene para ocuparse de la mesa. Él se lleva su mujer a casa cada atar-
decer, durante el invierno, pero en el verano, cuando en el campo clarea
hasta tarde, vuelve sola. No es una mujer nerviosa, pero, desde hace al-
gún tiempo, parece estar menos segura de que los fantasmas ingleses se-
an indignos de la atención de una escocesa. ¿No es divertida esta idea de
que Escocia tenga el monopolio de lo sobrenatural? Yo lo llamaría una
extraña manifestación del orgullo nacional; ¿no le parece?
Cuando la madera a la deriva prende bien, no existe mejor. Sí, encon-
tramos bastante, porque, lamento decirlo, hay muchos naufragios en esta
zona. Vive poca gente en esta costa; uno puede llevarse toda la madera
que quiera solo tomándose la molestia de ir a buscarla. De tanto en tanto,
Trehearn y yo cogemos una carro prestado y cargamos, entre el Spit y el
pueblo. No quiero saber nada de las hogueras de carbón, mientras pueda
conseguir leña de cualquier clase. Un leño acompaña, aunque solo sea un
pedazo de tablón de cubierta o de madera aserrada… Además, la sal que
lo recubre estalla en chispas bonitas; mire como saltan… , son auténticos
petardos japoneses. Palabra que un viejo compañero, un buen fuego y
una pipa son suficientes para olvidar aquella cosa, allí arriba, sobre todo

31
ahora que el viento se ha calmado. Pero sólo es una pausa, porque sopla-
rá una tempestad antes de amanecer.
¿Le gustaría ver la calavera? ¿Le parece? No veo inconveniente alguno.
No hay razón alguna para que nopueda echarle una mirada, y seguro
que no ha visto en su vida ninguna tan perfecta, excepto por un detalle:
le faltan los dos primeros incisivos de la mandíbula inferior.
Es cierto; aún no le he hablado de esa mandíbula. Trehearn la encontró
en el jardín, el último verano, mientras cavaba un hoyo para plantar un
aspálato.
¿Sabe?, aquí los aspálatos se plantan en hoyos de seis a ocho pies de
profundidad. Sí, sí, claro, había olvidado explicarle esto. Trehearn cava-
ba el suelo con energía, como cuando abre una tumba; si usted quiere
que su aspálato quede bien plantado, le aconsejo contrate a un sepulture-
ro: ¡estos individuos saben cómo debe hacerse, esto de plantar flores y
arbustos! Trehearn había llegado hasta los tres pies de profundidad,
cuando halló una masa blanca de cal junto a la excavación. Observó que
en aquel lugar la tierra era algo más húmeda, aunque, según decía, no
había sido removida en años. Creyó, supongo, que la cal no convenía a
los aspálatos, de manera que comenzó a romperla y a sacarla a la superfi-
cie. Estaba muy dura, me explicó; estaba formada por fragmentos bastan-
te grandes; movido por la fuerza de la costumbre, fue rompiendo los pe-
dazos grandes a picotazos tras sacarlos del agujero. De uno de los trozos
rotos salió una mandíbula. El sepulturero dice que él mismo rompió de
un golpe de pico los dos incisivos, pero la verdad es que no los encontró
por ningún lado. Es un entendido en la materia, ya se lo puede imaginar;
afirmó de un modo inmediato que aquella mandíbula correspondía pro-
bablemente a una mujer joven que conservaba todos sus dientes en el
momento de fallecer. Me trajo el objeto y me preguntó si deseaba conser-
varlo; si yo no lo quería, el lo arrojaría a la primera tumba que abriera en
el cementerio; se trataba sin duda de una mandíbula cristiana que mere-
cía una sepultura decente. Le expliqué que los médicos, con harto frec-
uencia, tiraban huesos en la cal viva para darles un bello color blanco, y
que suponía que el doctor se había fabricado una especie de pozo de cal
con ese fin. Y son seguridad había olvidado aquella mandíbula allí den-
tro. Trehearn me miró, muy tranquilo.
–Tal vez irá bien con la calavera del armario de allí arriba, señor –me
dijo–. Quizás el doctor Pratt tiró la calavera dentro de la cal para blanq-
uearla y, al sacarla, se dejó la mandíbula inferior. Dentro de la cal aún
hay cabellos humanos, señor.

32
En efecto, allí estaban; Trehearn tenía razón. Si Trehearn no sospecha-
ba nada, ¿por qué demonios había sugerido que la mandíbula encajaba
con la calavera? Y así fue. Esto demuestra que Trehearn sabe más de lo
que está dispuesto a admitir. ¿Usted cree que no echó un vistazo al cadá-
ver antes de enterrarlo? O, quizás, cuando enterró a Luke en la misma
tumba…
Muy bien, muy bien, es inútil extenderse en este tema, ¿verdad? Le
contesté que deseaba quedarme con la mandíbula. La llevé a la habita-
ción, y la coloqué en la calavera. No había duda posible: las dos piezas
formaban un todo, como ahora. Trehearn sabe muchas cosas. Hace algún
tiempo, hablábamos de volver a blanquear la cocina, y él recordó, casual-
mente, que aquel trabajo no había vuelto a hacerse desde la semana en
que la señora Pratt murió. No dijo que el albañil, en aquella ocasión de-
bía haberse dejado un poco de cal, ni que ésta fuera la misma que había
encontrado en el hoyo abierto para el aspálato, pero lo pensó. Sabe mu-
chas cosas. Trehearn es de aquellas personas taciturnas que saben muy
bien cómo sumar dos más dos. La tumba no está demasiado lejos de su
granja, ya lo he dicho, y el tipo es increiblemente rápido cuando trabaja
con el pico. Si hubiera
deseado conocer la verdad, habría podido arreglárselas para descubrirla,
y nadie habría sabido nunca nada, a menos que él decidiera contarlo. En
un pueblecito tranquilo como el nuestro, la gente no se va a pasar la no-
che al cementerio para saber si el sepulturero trabaja o no por su cuenta
entre las diez de la noche y el alba.
Es horrible, cuando uno lo piensa, la determinación reflexiva de Luke,
si en verdad cometió… , su fría certidumbre de gozar de impunidad. Pe-
ro, por encima de todo, es necesario admirar la resistencia de sus nerv-
ios, porque aquel asesinato debió ser extraordinario. A veces, pienso que
es horrible vivir en el mismo lugar donde sucedió todo aquello, si verda-
deramente… Siempre acabo por establecer esta condición: «si verdadera-
mente… », ¿sabe?, por bien de su memoria, y también, un poco, por mi
propio bien.
Subiré a buscar la caja de aquí a un minuto. Déjeme encender la pipa.
¡No hay prisa! Hemos cenado muy temprano, y ahora sólo son las once y
media. No he permitido nunca que un amigo se fuera a dormir antes de
media noche, o con menos de tres vasos en el estómago… Beba todo lo
que quiera, pero no beba menos que esto, en memoria de los buenos vie-
jos tiempos.
El viento vuelve a soplar, ¿lo oye? Era solo una pausa, hasta ahora, y
tendremos una mala noche.

33
Sucedió algo, cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfecta-
mente… , algo que me sobresaltó. No me asusto con facilidad, pero a me-
nudo he visto gente espantada, con la respiración cortada, cuando, cre-
yendo estar solos, descubrían, al girarse de golpe, la presencia de alguien
a quien no esperaban. A esto no se lo puede llamar miedo. Usted no lo
llamaría, ¿verdad? Pues bien, en el preciso momento que acababa de po-
ner la mandíbula en el lugar correspondiente de la calavera, los dientes
se cerraron de golpe sobre mi dedo; uno podría haber dicho que quería
morderme, y debo admitir que me sobresalté, antes no comprendí que,
con la otra mano, había presionado la parte superior de la calavera con-
tra la mandíbula. Le aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Era en
pleno día, un día hermoso, y el sol lucía dentro del dormitorio, que era la
mejor habitación de la casa. Era absurdo ponerse nervioso de aquella
manera… , sólo era una sensación errónea, aunque me hizo sentir incó-
modo. Era una tontería, pero aquello me hizo pensar en el extraño vere-
dicto del jurado sobre la muerte de Luke: «… de la mano o entre los
dientes de una persona o de un animal desconocidos». Desde entoces a
menudo he deseado poder examinar aquellas señales en el cuello de Lu-
ke, aunque, anteriormente, hubiera faltado la mandíbula inferior.
A menudo he visto a un hombre llevar a cabo, con sus propias manos,
actos insensatos que él mismo no entendía. Un día, vi un tipo colgado de
un gancho, con una sola mano, en la parte exterior de la borda, mientras,
con la otra mano, se dedicaba a cortar un nudo con su navaja; lo cogí en
aquel momento. Navegábamos en medio del océano, avanzando a veinte
nudos. El hombre no tenía la más mínima idea de lo que hacía. Yo me
hallé en el mismo caso cuando aquella cosa me mordió los dedos. Ahora
lo entiendo. Uno habría jurado que aquello estaba vivo, y que pretendía
morderme. Lo habría hecho de haber podido, porque
debe odiarme mucho, ¡pobre cosa! ¿En verdad cree usted que aquello
que suena en su interior es un pedazo de plomo? Bien, ahora traeré la ca-
ja, y si algo, sea lo que sea, le cae entre las manos, ¡será problema suyo! Si
sólo es una piedrecita o un trozo endurecido de tierra, todo este asunto
se desvanecerá, y me parece que no volveré a pensar nunca más en esta
calavera; pero, a veces, no soy capaz de hacerme el propósito de sacar yo
mismo este pedazo de algo. La sola idea de pensar que podría tratarse de
plomo me incomoda, y estoy convencido que lo sabré pronto. También
estoy convencido de que Trehearn sabe algo; pero es un tipo que nunca
dice nada.
Subiré a buscarla. ¿Cómo? ¿Dice que sería mejor acompañarme? ¡Ja!
¡Ja! ¿Cree usted que me dan miedo una caja de sombreros y un ruidito?

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¡Al diablo esta vela! ¡No se encenderá! Parece como si esta ridícula cosa
entendiera que la necesitamos. Mire esto: la tercera cerilla. Se encienden
bien cuando es mi pipa. ¿Lo ve? Es una caja nueva de cerillas, y la guar-
do en este pote de latón, donde protejo las cosas a las que no conviene la
humedad. ¡Ah! ¿Piensa que la mecha de la vela está demasiado húmeda?
Bien, encenderé esta porquería en el fuego. Allí, al menos, no se apagará.
Crepita un poco, cierto, pero quedará encendida. ¿No quema ahora como
una vela normal? Es un hecho que, aquí, las velas no son de calidad. Des-
conozco de dónde las traen, pero a veces se portan de forma extraña: no
dan tanta luz, la llama es verdosa y echan chispas; incluso a veces se apa-
gan solas, y esto es, al mismo tiempo, enervante y molesto. Debe aceptar-
se, porque aún queda para rato antes no instalen la electricidad en nues-
tro pueblo. Es un brillo muy triste, ¿no cree? ¿Piensa usted que haría bien
si le dejara la vela y tomara el quinqué? La verdad, no me gusta llevar
quinqué. Nunca se me ha caído ninguno, pero siempre me han atemori-
zado… , son peligrosos si lo pensamos. Además, con el tiempo me he
acostumbrado a estas asquerosas velas.
Puede apurar el vaso mientras subo. No quiero que se vaya a dormir
sin, al menos, tres vasos en el estómago. Ni tan solo tendrá que habérse-
las con la escalera, pues dormirá aquí abajo, junto al gabinete de consulta
que, por ahora, es mi domicilio. Así está la cosa: no permito que un ami-
go duerma en el dormitorio de arriba. El último que allí durmió fue el
viejo Crackenthorpe, que pasó, según cuenta, toda la noche despierto.
¿Recuerda al viejo Crack? Se aferra a la Armada, y acaban de ascenderlo
a almirante. Sí, ya voy, a menos que se apague la vela. No he podido evi-
tar el preguntarle si se acordaba del viejo Crackenthorpe. Si alguien nos
hubiera predicho que, de todos nosotros, aquel enclenque bobalicón ha-
ría la carrera más brillante, todos nos habriamos echado a reír. A usted y
a mí no nos ha ido tan mal las cosas, claro… Pero ya voy, ahora mismo.
No quiero que piense que, con la charla, deseo retrasar el momento de ir.
¡Cómo si existiera algo de lo que asustarse! De tener miedo, se lo confe-
saría sin rodeos, y le pediría que me acompañara arriba.

¡H ela aquí! La he trasladado con muchísimo cuidado, por miedo a


molestarla, pobre cosa. Mire, si sacudieramos la caja, quizás la
mandíbula volvería a separarse de la calavera, y de seguro esto no le
gustaría nada. Sí, la vela se ha apagado mientras bajaba por la escalera,
pero ha sido por culpa de una corriente de aire que ha entrado por la
ventana del rellano. ¿Ha oído eso? Sí, ha sido otro grito. ¿Dice que estoy
pálido? No es nada. El corazón me juega malas pasadas, a veces, y he

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bajado demasiado deprisa. De hecho, ésta es una de las razones por las
que prefiero vivir en la planta baja. Este grito, venga de donde venga, no
ha salido de la calavera, por que tenía la caja en la mano cuando he oído
el chillido… , y aquí la tenemos, ahora. Hemos
demostrado, pues, irrefutablemente, que es otra cosa quien profiere los
gritos; nunca dudé, que un día u otro conocería la causa exacta. Alguna
grieta en la pared, sin duda, o alguna fisura de la chimenea, o tal vez al-
guna rotura en la madera de una ventana. Todas las historias de fantas-
mas terminan así. Mire, me alegro de haber ido arriba y traerle el objeto,
porque este último grito resuelve definitivamente la cuestión. ¡Y pensar
que he tenido la debilidad de creer que esta pobre calavera podía gritar
como un ser vivo! Ahora abriré la caja, sacaré el objeto, y lo examinare-
mos bajo la luz. Resulta espantoso recordar que la pobre mujer tenía la
costumbre de sentarse ahí, en la silla donde ahora está usted, una tarde
tras otra, con una luz como esta.
Pero… , acabo de convencerme que todo esto sólo han sido tonterías,
de comienzo a fin… Nada más es una vieja calavera que Luke conserva-
ba de su época de estudiante y que, tal vez, sumergió en la cal para blan-
quearla, sin poder encontrar después la mandíbula.
Sellé el cordel, ¿lo ve?, tras colocar en su lugar la mandíbula inferior, y
escribí algo sobre el papel. Vea… , la vieja etiqueta continua ahí, la etiq-
ueta de la modista con la dirección de la señora Pratt, puesta el día que le
enviaron el sombrerero; había espacio, y escribí: «Calavera que pertene-
ció al señor Luke Pratt, ahora difunto». No sé por qué razón escribí es-
to… Quizás para explicar cómo había ido a parar a mis manos. A veces,
no puedo dejar de preguntarme qué tipo de sombrero guardaba la caja.
¿De qué color le parece que podría ser? ¿Sería un simpático sombrero
primaveral, con plumas delicadas y caprichosas cintas? ¡Es extraño pen-
sar que la misma caja contiene la cabeza que, quizá, llevaba aquellos fan-
tasiosos ornamentos! Pero no: acabamos de convencernos de que esta ca-
lavera proviene del hospital de Londres, donde Luke realizó sus prácti-
cas. ¿No es mucho mejor verlo bajo este prisma? No hay más relación en-
tre esta calavera y la pobre señora Pratt que la existente entre mi historia
del asesinato con plomo y…
¡Dios mío! Coja el quinqué… no deje que se apague; cerraré la ventana
en un segundo… ¡Vaya! ¡Qué soplido del viento! ¡Ahora se ha apagado!
¡Ya se lo había dicho! Carece de importancia; aún queda el resplandor
del fuego. ¡Vea, ya he cerrado la ventana! El pestillo estaba medio desco-
rrido. ¿Y las cerillas? ¿Las ha hecho caer de la mesa el viento? ¿Dónde
diablos están? ¡Ah, aquí! La ventana no volverá a abrirse, porque he

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puesto la barra, una barra como las que antes se fabricaban… , es insusti-
tuible. Ahora, busque la sombrerera, mientras yo vuelvo a encender el
quinqué. ¡Demonio de cerillas! Un sencillo encendedor de mecha funcio-
naría mucho mejor… , deberé encenderlo en el fuego… , no lo había pen-
sado… , muchas gracias… Vaya, ¡por fin! ¿Pero donde está la caja? Sí,
vuélvala a poner sobre la mesa, que la abriremos.
Es la primera vez que el viento hace crujir la ventana de esta manera
pero es porque no la he cerrado bien. Sí, claro, he oído el grito. Ha pare-
cido como si diera la vuelta a toda la casa antes de precipitarse por la
ventana. Esto demuestra que el viento es el único culpable… , el único
culpable de toda esta
historia, ¿no es verdad? Y, si el viento no lo es, lo será mi imaginación.
Siempre he sido imaginativo, aunque no lo sabía, sin duda. Es al enveje-
cer cuando nos conocemos y entendemos mejor, ¿no cree?
Tomaré unos tragos de este Hulstkamp excepcional, aprovechando
que usted se llena el vaso. La humedad de esta borrasca me ha dejado
helado y, con mi propensión a los resfriados… Me dan miedo los resfria-
dos, porque el frío, a veces, parece clavarse en todas mis articulaciones
cuando me atrapa en invierno.
¡Caramba! ¡Esto es casualidad! Encenderé otra pipa, ahora que todo
parece calmado alrededor, y luego abriremos la caja. Estoy muy contento
de haber escuchado, los dos, ese último grito mientras la calavera perma-
necía sobre la mesa, entre usted y yo, porque una cosa no puede hallarse
en dos sitios diferentes al mismo tiempo, y el grito venía, con toda segu-
ridad, del exterior, como es el caso de todos los sonidos del viento. A us-
ted le parece haber oído un grito atravesar la habitación al abrirse la ven-
tana con tanta violencia. Sí, a mí también, pero era natural, ¿no?, porque
todo estaba abierto. No hemos oído nada más que el viento, claro. ¿Qué
más podíamos esperar?
Eche una ojeada aquí, haga el favor, antes no abramos la caja quiero
que compruebe que el sello está intacto. ¿Necesita mis gafas? Ah, ya tie-
ne las suyas. Muy bien. El sello está intacto, y debe poderse leer con faci-
lidad las palabras grabadas en la cera: «Suave, lentamente»; es una alu-
sión al poema El viento del mar occidental, que ruega al viento «que me
lo vuelva a traer» y cosas parecidas. Aquí tengo el sello original, en la ca-
dena del reloj, donde lo llevo desde hace cuarenta años. Me lo regaló mi
esposa, pobrecilla, antes de
casarnos, y nunca he llevado otro. Esto era muy propio de ella, que le
gustaran estas palabras… , siempre le gustó Tennyson.

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Es inútil cortar el cordel, porque está fijado a la caja; me conformaré
con romper la cera y desatar el nudo, y luego volveremos a sellarlo. Mi-
re, me gustará saber que esta cosa está intacta, en su lugar, y que nadie
puede cogerla. No se trata que sospeche que Trehearnn se meta en todo
esto, pero siempre me ha parecido que sabe más de lo que dice.
Mire, he logrado desatarlo todo sin romper el cordel, aunque cuando
lo sellé no creí que la volvería a abrir. Mire, la tapa sale ella sola. ¡Mire,
ahora!
¿Qué? ¿Nada? ¿Vacía? ¡Se ha esfumado! ¡La calavera se ha esfumado!
No, no me pasa nada grave. Sólo intento centrar mis ideas. Todo esto es
muy extraño. Estoy seguro de que la calavera se encontraba dentro de la
caja cuando la sellé la primavera pasada. No lo puedo haber imaginado;
no es posible. Si de tanto en tanto me emborrachara con los amigos, po-
dría aceptar haberme equivocado alguna vez, tras beber en exceso. Pero
no bebo, ni he bebido nunca. Una pinta de cerveza durante la cena, un
poco de ron antes de acostarme, esto es todo lo que bebía en mis mejores
tiempos. ¡Me parece que siempre somos los pobres individuos constante-
mente sobrios quienes acaparamos las crisis reumáticas y de gota! Sí, mi
sello estaba intacto, y la caja está vacía. Es muy extraño.
¡Pero esto no puede ser! No es lógico. Mi opinión es que hay algo de
sospechoso en este asunto. Y no me hable de manifestaciones sobrenatu-
rales, por que no creo en ellas… , nada, en absoluto. Alguien debe haber
tocado el sello y robado la calavera. A veces, cuando en el verano salgo a
trabajar al jardín, dejo el reloj y la cadena sobre la mesa. Trehearn ha te-
nido ocasión de coger el sello durante cualquiera de estos momentos y
utilizarlo sin miedo: él sabe que yo no suelo llegar antes de una hora, co-
mo mínimo.
Si no fuera Trehearn… , oh, ¡no insinúe usted que aquella cosa ha sido
capaz de salir sola de la caja! Si ha sido capaz debe hallarse en algún lu-
gar de la casa, emboscada, al acecho, en algún rincón oscuro. Podemos
dar con ella en cualquier instante… , porque nos espera, nos espera en
las tinieblas. Y, cuando me vea, me lanzará su grito… , me lanzará su gri-
to en medio de la oscuridad, porque me odia, ¡se lo digo!
La caja está vacía. No estamos soñando, ni usted, ni yo. Mire, la vuelvo
del revés…
¿Qué ha sido eso? Algo ha caido de la caja cuando la he girado. Aquí,
en el suelo, a sus pies… Sé que está aquí, debemos encontrarlo. Ayúde-
me a encontrarlo, amigo. ¿Ya lo tiene? ¡Por amor de Dios, démelo, depri-
sa!
¡Plomo! Lo sabía, desde el instante que lo he oído caer. Aquel ruido

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sordo sobre la alfombra, sabía que no podía ser nada más. Así pues, era
plomo en definitiva, y Luke…
Me he turbado… No estoy nervioso, se lo aseguro, solo algo turbado,
eso es todo. Cualquiera lo estaría. Al fin y al cabo, usted no podrá decir
que me dé miedo esa cosa, ya que he subido a buscarla y la he traido has-
ta aquí… Vaya, creía que la llevaba aquí, lo que es lo mismo, y
¡demonios!, antes de permitir que una tontería así me trastorne, prefiero
llevar la caja arriba y guardarla en su sitio. Estoy convencido de que la
pobre mujer murió de aquella manera por mi culpa, porque les había ex-
plicado aquella historia. Es esto lo que me entristece
y me inquieta. A veces esperaba que nunca tendría la certidumbre, pero
ahora ya no puedo dudar. ¡Vea esto!
¡Vea! Un trozo de plomo, sin forma particular. ¡Piense lo que hizo este
pedazo de plomo! ¿No se horroriza? Luke administró a su mujer alguna
droga para que se durmiera, pero, con todo, ella debió padecer un mo-
mento de dolor abominable. ¡Piense! ¡Plomo hirviente que entra en el ce-
rebro! ¡Piense! Antes de poder gritar ya estaba muerta, pero piense só-
lo… , ¡oh!… ¡oh!… ¡Otra vez!… Esto viene de fuera… , sé que viene de
fuera… ¡No puedo quitarme este chillido de la cabeza!… ¡oh!… ¡oh!…

¿C ree usted que me he desmayado? No. Me hubiera gustado, por-


que así todo se habría parado. Está muy bien el decir que esto es
tan sólo un ruido, y que un ruido nunca ha dañado a nadie. ¡Pero tam-
bién usted está blanco como una sábana! Sólo podemos hacer una cosa, si
queremos conciliar el sueño esta noche. Debemos encontrarla, volverla a
meter dentro la caja y encerrarla en el armario que parece gustarle tanto.
No sé como salió, pero desea volver a su lugar. Por eso chilla de esta ma-
nera tan espantosa esta noche. Nunca había gritado así, nunca… Excepto
la primera vez que…
¿Enterrarla? Sí, si logramos encontrarla, la enterraremos, aunque nos
lleve toda la noche. La hundiremos seis pies bajo tierra, y compactare-
mos bien la tierra encima… Nunca saldrá y, aunque continúe chillando,
difícilmente la oiremos si está tan profunda. ¡De prisa! ¡La linterna, y
busquémosla! ¡No debe estar demasiado lejos! Seguro que está allí afue-
ra… Estaba a punto de entrar cuando he cerrado la ventana, lo sé.
Sí, tiene razón: estoy perdiendo el tiempo y debo volver a controlarme.
No me diga nada en un par de minutos; me sentaré tranquilo, cerraré los
ojos y repetiré algo que me sea familiar. Es lo mejor que puedo hacer. «Es
menester sumar la longitud, la latitud y la distancia polar, dividir por
tres y restar la longitud a esta media; después es necesario añadirle el

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logaritmo de la secante de la longitud, la cosecante de la distancia polar y
su seno menos la longitud… » ¿Qué le parece? No me dirá que he perdi-
do los estribos, pues mi memoria continua intacta, ¿no?
Usted objetará, claro, que esto es un recitar mecánico, y que lo apren-
dido en la infancia y que hemos usado casi cada día de nuestra existenc-
ia, nunca lo olvidamos. ¡Pero es al contrario! Cuando un hombre enloq-
uece, la parte mecánica de su espíritu es la primera en deteriorarse y de-
jar de funcionar; uno recuerda entonces acontecimientos que nunca se
han producido, o contempla falsas realidades… , o escucha ruidos donde
sólo hay silencio. Ahora bien, no es este el caso, ni para usted ni para mí,
¿no es cierto?
Venga, recojamos la linterna y registremos los alrededores. No llueve.
El viento sopla como mil demonios. La linterna está en el armario, bajo la
escalera, en el salón. Siempre la he guardado a punto de funcionar, en
previsión del mal tiempo.
¿Dice que es inútil buscarla? No entiendo cómo puede decir algo pare-
cido. Pero es insensato el pensar enterrarla, claro… , por que no quiere
ser enterrada.
Quiere volver a su sombrerera, y a su armario, allí arriba, ¡pobrecilla!
Trahearn la sacó de la caja, ahora lo sé, y rehizo luego el sello. Tal vez la
llevó al cementerio, sin otra intención que proceder con corrección. De-
bió pensar que dejaría de gritar cuando se hallara yaciendo, en reposo,
en la tierra consagrada a la que pertenece. Pero ha regresado. Trehearn
no es mala persona y lo supongo algo beato. ¿No es natural y razonable
todo esto, incluso agradable? Trehearn se dijo que la calavera gritaba
porque no estaba enterrada de manera
decente… , con el resto del cuerpo. Pero se equivocaba. ¿Cómo podía
adivinar Trehearn que la calavera me gritaba su odio porque me detesta
y porque soy responsable del trocito de plomo que sonaba en su interior?
¿Sostiene entonces que es inútil buscarla? ¡Absurdo! Ya le he dicho que
desea ser encontrada… ¡Ah! ¿Qué ha sido ese golpe en la puerta? ¿Lo
oye? Toc… toc… toc… , tres veces, luego una pausa, luego otras tres ve-
ces. ¿No lo encuentra un sonido grave?
Ha regresado. Antes ya había oido este sonido. Quiere entrar, quiere
subir al piso de arriba, quiere su caja. Ahora está delante de la puerta
principal.
¿Me acompaña? La entraremos. Sí, debo admitir que no me gustaría
nada ir yo solo a abrir la puerta. La cosa rodará ella sola por el suelo y se
detendrá tocando mi pie, como la última vez, y la luz se apagará. Me he
amedrentado al descubrir el pedazo de plomo y, además, el corazón me

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juega malas pasadas… Quizás abuso de un tabaco demasiado fuerte. Y
además admito que estoy un tanto nervioso esta noche, más nervioso de
lo que he estado nunca en mi vida.
¡Muy bien! ¡Venga! Vayamos con la caja, así no nos hará falta volver.
¿Oye esos golpes? No se parecen a nada. Si usted mantiene abierta esta
puerta, yo podría encontrar la linterna, bajo la escalera, sólo con la ilumi-
nación de la estancia, sin necesidad de llevar una luz al salón, allí se
apagaría.
La cosa sabe que vamos… ¡Ah! Está impaciente por entrar. Pase lo que
pase, no cierre la puerta hasta que la linterna esté preparada. Supongo
que volveremos a tener problemas con las cerillas. ¡Vaya! La primera ha
fallado, ¡demonio! Ya se lo he dicho: quiere volver a entrar… No existe
ningún otro problema. Por lo que respecta la puerta, todo está bien aho-
ra; ciérrela, haga el favor. Venga a sujetar la linterna, que el viento sopla
fuerte allí fuera, tanto que necesitaré las dos manos. Así, muy bien: man-
téngala muy baja. ¿Aún oye aquellas cosas? Ya estamos. Abriré muy po-
co la puerta y la retendré con el pie. ¡Adelante!
¡Cójala! Sólo es el viento que sopla contra la puerta, nada más… ¡Casi pa-
rece un huracán, aquí afuera! ¿Ya la tiene? La caja está sobre la mesa. Un
momento, déjeme volver a poner la barra. ¡Ya está!
¿Por qué la ha lanzado dentro de la caja con tanta violencia? Eso no le
gusta nada, ¿sabe?
¿Qué me dice? ¿Qué le ha mordido la mano? ¡Tonterías! A usted le ha
pasado lo mismo que a mí. Con la otra mano ha cerrado la mandíbula… ,
se ha herido usted mismo sin quererlo. Déjeme ver. ¿No me dirá que le
sale sangre? ¡Se ha golpeado en todos los dedos! Tiene toda la piel levan-
tada. Le pondré una solución de fenol antes no se vaya a dormir; dicen
que un rasguño hecho por el diente de un cadáver puede traer
complicaciones.
Volvamos dentro y déjeme mirar la herida a la luz. Llevaré la caja; ól-
vide la linterna, no importa si continua encendida en el salón; además, la
necesitaré para subir. Sí, cierre la puerta si lo desea; la habitación estará
más alegre, tendrá más claridad. ¿Le continúa saliendo sangre del dedo?
Le traeré el fenol ahora mismo; pero déjeme ver la calavera.
¡Eh! Tiene una gota de sangre en la mandíbula superior. En el colmillo.
¿No es espantoso? Cuando la he visto rodar por el suelo, en el salón, me
ha parecido que mis manos casi se quedaban sin energía; me han fallado
las rodillas; luego he comprendido que era la borrasca quien la hacía res-
balar sobre los tablones lisos. ¿No me echará la culpa? No, me parece que
no. Hemos crecido juntos, y juntos hemos visto cosas de toda índole;

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ambos somos capaces de reconocer que hemos sentido pánico cuando la
calavera ha resbalado por el suelo hacia usted. No es nada extraño que
tras esto se haya pellizcado el dedo; a mí me pasó lo mismo de tan nerv-
ioso como estaba, y a plena luz del día, iluminado por los rayos de sol.
¿No es sorprendente que estas mandíbulas encajen con tanta perfec-
ción? Debe ser, supongo, por la humedad, porque cierran como tijeras.
Ya he limpiado la mancha de sangre, no era nada agradable de ver. No
tema, que no intentaré abrir estas mandíbulas. No volveré a jugar jamás
con esta pobre cosa… Sencillamente, volveré a sellar la caja; a continua-
ción la llevaremos al piso de arriba y la dejareemos allí donde quiere es-
tar. La cera está en el bufete, cerca de la ventana. Gracias. Pasará tiempo
antes de que vuelva a dejar solo mi sello, no sea que Trehearn…
¿Explicar? Yo no explico los fenómenos naturales, pero si usted prefiere
creer que Trehearn había escondido la calavera entre la maleza, que la
tormenta la ha empujado hasta dejarla delante de la casa, en la puerta
principal, y la ha hecho llamar a la pared como si deseara entrar, no esta-

suponiendo nada que no sea posible, y le daré la razón.
¿Lo ve? Podrá jurar haber visto colocar el sello en esta ocasión, en el
caso de que la historia volviera a repetirse. La cera une tan bien el cordel
a la tapa, que ya no puede pasar un dedo entre aquel y el cartón. ¿Está
convencido? Sí, además cerraré la puerta y guardaré la llave en mi bolsi-
llo, para siempre. Ahora podemos recojer la linterna y subir. Poseo cierta
inclinación a compartir su teoría, según la cual ha sido el viento quien ha
llevado la calavera ante la puerta. Como me conozco la escalera, iré de-
lante. Aguante la linterna a la altura de mis pies y subamos. ¡Cómo gime
el viento, cómo sopla! ¿Ha oído como crujía en el suelo la arena bajo los
pies cuando hemos atravesado el salón? Sí, ya estamos ante la puerta del
mejor dormitorio. Levante la linterna, hágame el favor. Por este lado, a la
cabecera de la cama. He dejado la puerta del armario abierta, cuando he
cogido la caja. ¿No le parece extraño sentir aún, tras tanto tiempo, este
olor peculiar de ropa de mujer? Aquí tenemos el estante. Usted ha visto
cómo he dejado la caja, y ahora me ve girar la llave en la cerradura, y
guardármela en el bolsillo. ¡Ya está!
Buenas noches. ¿Está seguro de que no necesita nada? El dormitorio
nada tiene de extraordinario, pero creo que esta noche le gustará dormir
más aquí que no arriba. Si necesitara algo, llámeme. Solo nos separará un
débil tabique de madera y cal. Y aquí el viento sopla con mucha menos
intensidad. Si quiere tomarse un último trago antes de dormir,

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encontrará un frasco de Hulstkamp sobre la mesa. Por segunda vez, bue-
nas noches y, si puede, no sueñe con aquella cosa.

L a siguiente noticia apareció publicada en el Penraddon News, el 23


de noviembre de 1906:
«MUERTE MISTERIOSA DE UN CAPITAN RETIRADO»
«La extraña muerte del capitán Charles Braddock ha conmocionado el
pueblecito de Tredcombe. Corren historias inverosímiles en relación con
las circunstancias del asesinato, unas circunstancias que continuan sien-
do difíciles de explicar. El capitán retirado, que había mandado con bue-
na fortuna los más rápidos e importantes navíos de una de las principa-
les compañías marítimas transatlánticas, fue hallado muerto en la cama
el pasado martes por la mañana, en su propio caserón, a un cuarto de mi-
lla del pueblo. El médico local le practicó una autopsia y reveló que el in-
fortunado había sido mordido en el cuello por un agresor humano, con
una violencia tal que la arteria traqueal quedó literalmente destrozada,
siendo ésta la causa del óbito. Las señales dejadas por los dientes de las
dos mandíbulas eran tan claras que se pudo contar y comprobar que al
agresor le faltaban dos incisivos inferiores. Se espera que esta particulari-
dad permitirá identificar al asesino, que sólo puede tratarse de un loco
peligroso fugado. La víctima, a pesar de contar con sesenta y cinco
años, estaba considerado un hombre enérgico que había conservado sin
problemas su vitalidad física. Es sorprendente, en consecuencia, no ha-
ber hallado en la habitación señal alguna de lucha; tampoco se ha podido
descubrir de qué manera el asesino se introdujo en el edificio. Se han re-
mitido anuncios a todos los centros psiquiátricos del Reino Unido, pero
aún no se han recibido noticias de la fuga de algún paciente.
»El jurado ha emitido un veredicto que se pude clasificar de singular;
según el jurado: "el capitán Braddock halló la muerte a manos o entre los
dientes de una persona desconocida". El médico local, por lo que parece,
ha aventurado la hipótesis que el loco pudiera ser una mujer, conclusión
a la que ha llegado por la pequeñez de las mandíbulas revelada por las
marcas dejadas por los dientes.
Todo el asunto está rodeado de misterio.
»El capitán Braddock era viudo y vivía solo. No dejó hijos».
Nota del Autor: Quien se interese por las casa malditas y los fantas-
mas, encontrará las fuentes de esta historia en una leyenda referida a una
calavera; la leyenda se conserva en un caserón llamado Bettiscombe Ma-
nor, sito, según creo, en la costa de Dorsetshire.

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