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El hombre que sembraba árboles

Para que un ser humano


muestre cualidades verdaderamente excepcionales,
uno debe tener la buena fortuna de poder observar su actuar
a través de muchos años…
Si su forma de actuar esta desprovista de todo egoísmo,
si su fuerza motivadora es generosidad sin par,
si se está absolutamente seguro
de que no existe el deseo de recompensa
y que además,
ha dejado su marca bien visible sobre la tierra,
entonces uno no se puede equivocar.
Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie sobre las altas montañas casi desconocidas por los turistas, en una antigua región donde los
Alpes descienden hasta Provence en Francia. En los tiempos que emprendí mi larga caminata a través de estas desérticas regiones la
tierra era infértil y descolorida, nada crecía excepto la lavanda silvestre.
Estaba cruzando el área en su punto más ancho y después de caminar tres días me encontré en una desolación sin par.
Acampé cerca de los vestigios de un pueblo abandonado. Se me había agotado toda el agua el día anterior y tenía que
encontrar un poco para beber. Las deterioradas casas, aunque en ruinas como nidos viejos de avispas, sugerían que debió
haber habido un pozo o manantial cerca, en todo caso si había un manantial, estaba seco.
Las cinco o seis casas sin techo y la pequeña capilla con su resquebrajado campanario, azotadas por el viento y la lluvia
se mantenían como las casas y capillas de los pueblos habitados, pero aquí toda la vida había desaparecido.
Era un hermoso día de junio, brillante con la luz del sol, pero sobre esta desprotegida tierra arriba en el cielo, el viento
soplaba con insoportable ferocidad. Gruñía sobre las carcasas de la ruinas como un león al que se le molesta cuando
come, tenía que mover mi campamento a otro sitio.
Después de caminar cinco horas todavía no encontraba agua ni nada que me diera esperanzas de encontrar un poco.
Todo a mi alrededor, hasta los mismos pastizales. estaba igualmente seco. Pensé por un momento que percibí a la
distancia una pequeña silueta negra bien erguida y la tomé por el tronco de algún árbol solitario.
De todas maneras caminé hacia él, era un pastor, treinta ovejas estaban echadas sobre la ardiente tierra entorno a él.
Me dio a beber de su cantimplora y un poco más tarde me llevo a su cabaña a un costado la pradera.
Obtenía el agua -un agua excelente- de un pozo natural muy profundo
sobre el que había construido un rudimentario molinete.
El hombre hablaba poco, como es común en aquellos que viven solos, pero uno podía sentirlo seguro de sí mismo y
confiado de su seguridad, algo inesperado en esta desolada tierra. Vivía no en una cabaña sino en una verdadera casa de
piedra que evidenciaba claramente como sus propios esfuerzos habían reclamado la ruina que encontró a su llegada.
El techo era fuerte y sólido, el viento hacía un sonido como el del mar en la costa.
El lugar estaba en orden, los trastes lavados,
el piso bien barrido, su rifle aceitado,
y la sopa hirviendo sobre el fuego,
noté también que él estaba bien afeitado
y sus botones firmemente cosidos,
su ropa había sido enmendada
con el meticuloso cuidado
que hace invisibles a las costuras.
Compartió su sopa conmigo
y después
cuando le ofrecí un poco de tabaco,
me dijo que no fumaba.
Su perro, tan callado como él,
era amistoso sin ser servil.
Desde el principio fue claro que ahí pasaría la noche; el pueblo mas cercano quedaba a día y medio de camino y además yo
estaba perfectamente familiarizado con la naturaleza de las escasas poblaciones de esa región, había cuatro o cinco de ellas
bien separadas una de otra en las laderas montañosas, entre los bosquejos de encino al final de las brechas para carretas
Estaban habitadas por carboneros y las condiciones de vida eran malas, familias hacinadas, todas juntas en un clima
el invierno como en el verano, vivían en eterno conflicto de personalidades. La ambición irracional alcanzaba proporciones
desmesuradas en el continuo deseo de escapar.
Los hombres llevaban sus carretones cargados de carbón al pueblo para luego regresar, hasta los mas fuertes de carácter
eran quebrantados bajo el yugo de la perpetua rutina. Las mujeres solo alimentaban su aflicción, había rivalidad en todo;
sobre un pedazo de carbón tanto como un asiento en la iglesia, sobre cautas virtudes tanto como cautos vicios o sobre la
incesante lucha entre la virtud y el vicio.
Pero sobre todo estaba el viento,
que incansable enervaba los nervios.
Había epidemias de suicidio
y frecuentes casos de locura
casi siempre homicida.
El pastor fue a traer una pequeña bolsa de la que sacó un puñado de bellotas que puso sobre la mesa. Comenzó entonces a
inspeccionarlas una por una con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo mientras tanto fumaba mi
pipa. Le ofrecí ayuda pero me dijo que era su trabajo y de hecho, viendo el cuidado que dedicaba a su labor, ya no insistí.
Esa fue toda nuestra conversación.
Cuando ya había separado un montón de bellotas buenas las contó de diez en diez eliminando las pequeñas
y las que tenían resquebraduras, luego las examinó más detenidamente.
Cuando hubo así seleccionado cien bellotas perfectas se detuvo y se fue a dormir.
Había paz al estar con este hombre,
al día siguiente le pregunté
si podía descansar un día más,
el lo vio de los mas normal,
o más bien me dio la impresión
de que nada le sorprendía.

El descanso no me era absolutamente


necesario pero yo estaba interesado
y quería saber mas acerca de él.

Abrió el redil
y dejo salir su rebaño a pastar,
antes de partir
sumergió una pequeña bolsa
con las bellotas seleccionadas
en un barril con agua .
Noté que cargaba por bastón una vara de hierro del grueso de mi pulgar y como de metro y medio de largo.
Empecé a andar en un camino paralelo al suyo. Sus pastizales estaban en un valle, dejo el perro a cargo del rebaño
y se encamino hacia donde yo estaba parado, temí que me fuera a reprender por mi indiscreción;
pero no fue eso para nada: esta era la dirección a la que se dirigía y me invito a ir con él si no tenía algo mejor que hacer.
Subió hasta la punta de la colina como a cien metros de distancia. Ahí comenzó a clavar su vara de hierro en la tierra,
haciendo un pequeño hoyo en el que plantaba una bellota a la vez, para luego taparlo con tierra.
El estaba plantando árboles de Encino.
Le pregunte si la tierra le pertenecía, dijo que no, ¿Sabia él de quien era? dijo que no. Suponía que era propiedad de la
comunidad ó quizá pertenecía a gente que no le importaba nada de ella, él no tenía interés en saber de quien era.
Plantó sus cien bellotas con muchísimo cuidado.
Después de la comida de medio día, regreso a su tarea de plantar.
Supongo que debí haber insistido mucho en mis preguntas, pues accedió a contestarme.
Durante tres años había estado plantando árboles en este lugar. Ya había plantado cien mil de ellos. De los cien mil,
veinte mil nacieron y de esos veinte mil, él esperaba que la mitad se perdieran devorados por roedores o algún impredecible
designio de la providencia. Aún así, quedaban diez mil árboles de encino creciendo donde antes nada había crecido.
Fue entonces que empecé a preguntarme la edad de éste hombre.
Tenía obviamente más de cincuenta,… cincuenta y cinco me dijo él. Su nombre Elzeard Bouffier.
En otro tiempo tuvo una granja en los valles bajos, ahí había pasado la vida.
Perdió su único hijo, luego su esposa.
Entonces se retiro a esta soledad donde su único placer era vivir tranquilamente con su perro. Pensaba que ésta tierra
estaba muriendo por la falta de árboles. Añadió que dado que no tenía negocios ni compromisos pendientes,
decidió remediar ésta situación, por aquéllos tiempos y aunque aún era joven llevaba ya una vida solitaria,
así que sabía como tratar cortésmente con almas solitarias.
Mi propia juventud me forzaba a considerar el futuro en relación a mi mismo con cierta búsqueda de la felicidad. Le
comenté que dentro de treinta años sus diez mil robles serían magníficos. El contestó simplemente que si Dios le daba
licencia, en treinta años plantaría tantos más, que éstos diez mil serían como una gota de agua en el océano.
Además, estaba ahora estudiando
la reproducción de árboles de Haya
y tenía un invernadero con semillas
creciendo cerca de su casa.

Los brotes de semilla estaban muy


hermosos
y los protegía de sus ovejas
con una alambrada.

También estaba considerando la


posibilidad de plantar Abedules
en los valles donde, según me dijo,
había cierta cantidad de humedad
a pocos metros de la superficie del suelo.
Al siguiente día nos despedimos.

Al año siguiente llego la guerra de 1914,


en la cual me ví envuelto durante cinco años.
Un oficial de infantería apenas tiene tiempo
para reflexionar en árboles.

A decir verdad,
la cosa en sí misma no me impresiono;
lo había considerado como un pasatiempo,
lo olvidé.
La guerra terminó, y me encontré poseído de un ligero sentimiento de moverme y un enorme deseo de respirar aire puro
durante algún tiempo. No fue por otra razón que me encamine hacia aquéllas desoladas tierras de nuevo.
El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá de los desolados pueblos vislumbre a la distancia una especie de
neblina gris que cubría la cima de las montañas como alfombra. Desde el día anterior había empezado a recordar de
nuevo al pastor que plantaba árboles, diez mil robles reflexione, realmente ocupan un buen espacio.
Había visto morir demasiados hombres durante esos cinco años como para no imaginar fácilmente
que Elzeard Bouffier estaba muerto, especialmente cuando a los veinte,
uno considera a un hombre de cincuenta años como un viejo con nada mas que hacer que morir.
El no había muerto, de hecho estaba increíblemente vigoroso y despierto, había cambiado de trabajo.
Ahora tenía solo cuatro corderos, pero a cambio, tenía un centenar de colmenas de abejas. Se había desecho de los corderos
porque amenazaban sus jóvenes árboles. Me dijo, y yo lo veía por mi mismo,
que la guerra no lo había perturbado en lo mas mínimo. Había seguido plantando ininterrumpidamente.
Los robles de 1910 tenían ya diez años y estaban mas altos que cualquiera de nosotros.
Era un espectáculo Impresionante. Me quede literalmente mudo,
y como el no hablaba, pasamos el día entero caminando a través de sus bosques en silencio.
Divididos en tres secciones, había once kilómetros de largo y tres kilómetros de ancho.
Cuando recuerdas que todo esto ha brotado de las manos y el alma de un único hombre sin recursos técnicos,
es cuando entiendes que el hombre puede ser tan eficaz como Dios en otros reinos aparte del de la destrucción.
También había seguido adelante con sus planes,
las Hayas estaban tan altas como mis hombros y diseminadas mas allá de donde la vista alcanzaba a dominar.
Luego me mostró unos hermosos retoños de los Abedules que había plantado cinco años antes, en el año de 1915,
cuando yo peleaba en Verdum. Los había plantado en aquellos valles que pensaba que eran buenos, y ciertamente,
había humedad muy cerca de la superficie de la tierra.
Los retoños eran como delicadas señoritas y muy bien desarrollados.
La creación parecía desenvolverse como una reacción en cadena.
El no se preocupaba de ello; estaba determinadamente cumpliendo su tarea con la mayor simplicidad,
cuando regresamos hacia el pueblo ví que el agua corría en arroyos que habían estado secos desde tiempos inmemoriales.
Este fue el resultado mas impresionante
de una reacción en cadena
que nunca antes había yo visto.

Por estos secos arroyos alguna vez,


hacía mucho tiempo,
el agua había fluido.

Algunos
de aquellos tristes pueblos que mencioné,
fueron construidos a orillas
de antiguos asentamientos romanos
cuyos rastros
aún se encuentran diseminados;

y arqueólogos que han explorado ahí,


han encontrado anzuelos para peces
donde ahora,
en el siglo veinte,
las cisternas eran necesarias para
asegurar un mínimo abasto de agua.
El viento también esparcía las semillas, conforme el agua iba apareciendo, también aparecían sauces, riachuelos,
praderas, flores y un cierto aire de “estar vivo”.
Mas la transformación fue tan gradual que se hizo parte del patrón de vida sin causar asombro alguno,
los cazadores, al escalar entre desiertos persiguiendo alguna liebre o verraco salvaje,
quizás notaron algún súbito crecimiento de arbolitos, pero lo han atribuido a algún capricho de la naturaleza.
Esto es por lo que nadie se interpuso en el trabajo de Elzeard Bouffier. Si hubiese sido detectado hubiera tenido oposición.
El era indetectable …
¿quién en los pueblos o en las administraciones podría haber pensado en tanta generosidad con semejante perseverancia?.
Para tener una idea mas precisa de esta excepcional personalidad,
no debe olvidarse que Bouffier trabajó en absoluta soledad,
tanto así que hacia el final de su vida perdió el hábito del habla. O quizás fue que no vio más la necesidad de ello.
En 1933
recibió la visita de un guardabosques
que le notificó de una ley
en contra de encender
hogueras en el campo,
pues podía poner en peligro
la seguridad del crecimiento
de estos bosques naturales.

Era la primera vez,


le comentó ingenuamente el hombre,
que sabía de un bosque
que había surgido por sí mismo.
En aquel tiempo Bouffier estaba por comenzar a plantar Hayas en un lugar a doce kilómetros de su casa.
Para evitar las idas y venidas, pues en ese entonces tenia setenta y cinco años,
planeó construir una cabaña de piedra allá mismo en la plantación, al año siguiente así lo hizo.
En 1935, una delegación completa de parte del gobierno, vino a examinar el bosque natural, había un oficial de alto
rango del servicio forestal, un diputado y varios técnicos. Hubo una gran discusión y sobrada charla intelectual.
Se decidió que algo había que hacer, y afortunadamente nada se hizo excepto lo único valioso que se podía,
el bosque entero fue puesto bajo la protección del estado y se prohibió la quema para carbón. Era imposible no ser cautivado
por la belleza de aquellos árboles en la plenitud de salud, lanzaron su hechizo sobre el diputado mismo.
Un amigo mío estaba entre los oficiales de la delegación, a él le explique el misterio. Un día, a la semana siguiente,
fuimos juntos a ver a Elzeard Bouffier. Lo encontramos a diez kilómetros de donde se había llevado a cabo la inspección.
Este forestal no era amigo mío nada mas por que si. Tenía conciencia de los valores, sabía como estar en silencio.
Entregué los huevos que había traído como regalo. Compartimos nuestro almuerzo entre los tres
y pasamos varias horas contemplado la campiña en silencio.
En la dirección de la que habíamos venido, las colinas estaban cubiertas con árboles de siete a nueve metros de altura.
Yo recordaba como había visto la tierra en 1933, un desierto.
Paz, trabajo continuo, el vigoroso aire montañés, frugalidad y sobre todo serenidad de espíritu habían dotado a este viejo
hombre de una admirable e inspiradora salud. El era uno de los atletas de Dios.
Me pregunté cuantas hectáreas más cubriría con sus árboles.
Antes de partir, mi amigo hizo una breve sugerencia acerca de variedades de árboles
para los que ése tipo de suelo era favorable. No insistió en el tema, mas tarde me dijo, Bouffier sabe más de esto que yo,
después de haber caminado una hora recapacitó y añadió “el sabe mucho más de esto que cualquier otra persona,
“él feliz””.
“él ha descubierto una maravillosa manera de ser feliz
Fue gracias a éste oficial que no sólo el bosque, también la felicidad de éste hombre fue protegida.
El diputado envió tres guardabosques a la tarea, y los aterrorizó tanto
que se volvieron inmunes a todas las botellas de vino que los carboneros pudieran ofrecerles.
El único peligro serio
contra el trabajo de Bouffier
ocurrió durante la guerra de 1939.
Como los coches funcionaban con
gasógenos
( generadores de leña),
nunca había suficiente madera.

La tala de robles empezó en 1910,


pero el área estaba tan lejos de los trenes
que la empresa resultó ser
financieramente inviable.
Fue abandonada.
El pastor no llego a ver nada de esto. Estaba a treinta kilómetros de distancia, continuando su trabajo apaciblemente,
ignorando la guerra de 1939 como había ignorado la de 1914.
Ví a Elzeard Bouffier en junio de 1945 por última vez. Tenía ochenta y siete años.
Inicié el camino a lo largo de la ruta a través de las tierras desoladas; pero ahora, a pesar del desorden en el que
la guerra había dejado al país, había un autobús dando servicio entre el valle de Durance y la montaña.
Atribuí al hecho de no conocer los paisajes de mis viajes pasados a este relativamente rápido medio de transporte. Me
pareció también que la ruta me llevaba a través de un nuevo territorio. Fue hasta que ví el nombre de uno de los pueblos
que me convencí del hecho de que me encontraba en aquella región que había estado en ruinas y desolación.
El autobús me dejo en Vergons,
en 1913 éste caserío tenía diez o
doce casas con tres habitantes
que habían sido criaturas
salvajes, odiándose unos a otros,
viviendo del engaño, y muy poco
diferenciados de las condiciones
del hombre prehistórico,
ambos física y mentalmente.

Su condición estaba mas allá


de cualquier esperanza,
para ellos lo único que quedaba
era esperar la muerte,
una situación
que raramente predispone
a la virtud.
Todo había cambiado, hasta el aire.
En lugar de los inclementes vientos secos que me atacaban, una suave brisa soplaba ahora perfumada de fragancias.
Se escuchaba un sonido como agua que venía de las montañas, era el viento del bosque, y lo mas impresionante de todo,
escuchaba de hecho el sonido del agua cayendo en un estanque.
Vi que
se había construido una fuente,
el agua fluía libremente
y lo que más me conmovió
fue que alguien había plantado
un tilo al lado de ella,
un tilo que debía tener cuatro años
y
ya cubierto de hojas completamente,
el indiscutible símbolo de
resurrección.
Además Vergons mostraba evidencia de un trabajo para el que se requiere tener esperanza. La Esperanza entonces, había
regresado. Las ruinas se habían removido y las paredes dilapidadas habían sido derrumbadas, cinco casas restauradas.
Había ahora veintiocho habitantes. Cuatro de ellos parejas de recién casados. Las nuevas casas recién pintadas, estaban
rodeadas de jardines donde verduras y flores crecían en ordenada confusión, coles y rosas, puerros y margaritas, apio y
anémonas. Ahora era un pueblo donde se le antojaba a uno vivir.
Desde ahí seguí a pie. La guerra acababa de terminar y aun no permitía florecer totalmente la vida,
pero Lázaro había salido de la tumba. En las faldas bajas de la montaña vi pequeños sembradíos de centeno y cebada;
allá en lo profundo los angostos valles las praderas se tornaban verdes.
Tomó solamente ocho años desde entonces para que todo el paisaje resplandeciera en salud y prosperidad.
En lugar de las ruinas que había visto en 1913,
ahora se asentaban hermosas granjas recién pintadas, testificando una feliz y buena vida.
Las viejas corrientes alimentadas por las lluvias y nieves que el bosque atrae, fluían nuevamente.
Sus aguas habían sido canalizadas en cada granja, en las huertas de maple,
las fuentes de agua corriente rebosaban sobre alfombras de hierbabuena.
Poco a poco los pueblos habí
habían sido reconstruidos, gente de los llanos, donde la tierra era costosa, se habí
había asentado aquí
aquí,
trayendo juventud, movimiento, y el espí
espíritu de la aventura
A lo largo del camino te encontrabas con gente abierta y franca, chicos y chicas que entienden la sonrisa y que habíhabían
recuperado el gusto por los paseos al campo, contando la anterior
anterior població
población, que irreconocible ahora viví
vivía con bienestar,
eran mas de diez mil gentes que debí
debían su felicidad a Elzeard Bouffier.
Cuando reflexioné que un solo hombre, armado únicamente con sus recursos físicos y morales,
fue capaz de provocar que esta tierra de Cananea resurgiera de la desolación,
es que me convencí de que a pesar de todo, la humanidad es admirable.
Pero cuando me recuerdo la infalible grandeza de espíritu y la benevolencia
que debió haberse tenido para lograr éste resultado,
es que me embarga un inmenso respeto por aquel innato y viejo campesino
que fue capaz de completar un trabajo digno de Dios.
Elzeard Bouffier
murió pacíficamente en 1947
en el hospicio de Banon

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