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Vivir y morir en La Victoria1

Andrea Lagos A.

A mediados de 1984 el régimen de Pinochet estaba a la defensiva. Iniciadas un año antes,


las jornadas de protesta nacional iban en alza y habían transformado a varias poblaciones
de Santiago en reductos de resistencia. En La Victoria, una de las más combativas, dos sa-
cerdotes franceses defendían a los pobladores de la represión policial. Uno de ellos, André
Jarlan, encontró la muerte en plena refriega, mientras leía la Biblia, víctima de una bala
de Carabineros. En este nuevo trance entre la Iglesia Católica y la dictadura se inspira el
cuarto capítulo de la segunda temporada de Los archivos del cardenal.

Por las noches se sentaba en la esquina de 30 de octubre con Ranquil, en la población La


Victoria, ubicada en la zona sur de Santiago. A su alrededor, cinco o seis adolescentes te-
nían sus narices dentro de bolsas con Neoprén y el sacerdote André Jarlan les conversaba
en un español que evidenciaba su origen francés. Era 1984 y hacía solo unos meses que el
cura había llegado a Chile. Mientras lo escuchaban, los muchachos aspiraban y reían.
Jarlan (43) estaba empecinado en sacarlos de la droga, pero primero tenía que lograr que
confiaran en él. Después de unos minutos, los convencía para que caminaran media cua-
dra hasta la casa parroquial, una sencilla construcción de madera de dos pisos en el cora-
zón de La Victoria. Allí vivía junto al cura Pierre Dubois, un religioso francés como él, pero
que llevaba dos décadas en Chile. Adentro, les servía té y marraqueta con mortadela, todo
un lujo en esta población pobre que había sido levantada a partir de una toma de terrenos
en 1957. La misma que se convirtió en una de las más golpeadas por la crisis económica
que afectó al país a partir de 1982, cuando el desempleo nacional alcanzó al 24 por ciento.
En La Victoria, el panorama de ollas comunes que alimentaban a los vecinos hambrientos,
con calles de tierra que se convertían en verdaderos pantanos tras la lluvia, era desolador.
Otras noches Jarlan preparaba para los chicos del Neoprén una gran olla con caldo de ver-
duras y carne de caballo. Sin embargo, esta sopa era más habitual en jornadas de protes-
tas nacionales contra el régimen de Pinochet. Las manifestaciones habían estallado hacía
un año, en 1983, y ya a mediados de 1984 estaban alcanzando su peak. Por primera vez a
la defensiva, la dictadura militar reaccionó con una durísima represión, que en La Victoria
se convirtió en algo cotidiano. En el intertanto, el ministro del Interior, Sergio Onofre Jar-
pa, intentaba llegar a algún tipo de acuerdo con parte de la oposición alineada en la Alian-
za Democrática.

1
http://www.casosvicaria.cl/temporada-dos/vivir-y-morir-en-la-victoria/
Durante la primera mitad de los años 80, muchos de los pobladores de La Victoria arran-
caban hasta la casa parroquial de Jarlan y Dubois, para resguardarse de los perdigones,
balines y balas que contingentes de carabineros disparaban para acallar el descontento.
Algunas veces los que pedían ayuda eran jóvenes quemados que habían sido empujados
sobre los neumáticos de las barricadas encendidas. También llegaban otros a quienes "los
pacos" –pocos vecinos les decían carabineros- les habían despegado parte del cuero cabe-
lludo con la ayuda de una bayoneta o corvo.
La sopa de Jarlan alcanzaba para todos. Y también para los que rezaban al lado de los he-
ridos en la pequeña capilla, mientras se escuchaban los incesantes despachos de radio
Cooperativa, informando sobre lo que ocurría en esa y en otras zonas del país.
Dos fogonazos
Ese día el cura francés había pedaleado por las calles de tierra en su bicicleta verde. Com-
pró víveres para la noche. Se preocupó especialmente de adquirir leche en polvo para los
menores. La leche los ayudaba a paliar los efectos de las bombas lacrimógenas.
Jarlan iba siempre con jockey escocés, jeans, un morral de mezclilla bordado, bototos, y su
estampa de jugador de rugby, alto y fornido. En el afán de ser uno más entre los más ne-
cesitados, un cura de población como él jamás vestiría traje talar negro y cuello vaticano.
Al atardecer del 4 de septiembre de 1984, ya no estaban en la esquina de 30 de Octubre y
Ranquil los jóvenes que aspiraban neoprén. Era la primera jornada de la novena protesta
nacional convocada por las fuerzas de oposición a Pinochet, una nueva manifestación de
desobediencia que duraría ese día y el siguiente. La situación en La Victoria, una población
históricamente de izquierda y combativa, era muy delicada. Los militares ni entraban. Se
quedaban en camiones, vigilantes, fuera de los límites. Carabineros llegaban en sus buses
y radiopatrullas. Allanaban casas y locales, mientras combatían las barricadas de los po-
bladores que expresaban su descontento con piedras, neumáticos en llamas, o miguelitos
que lanzaban al paso de los vehículos verdes.
El periodista del diario Fortín Mapocho Gilberto Palacios tomaba fotos aquella noche en la
población. Estaba a media cuadra de la casa del cura Jarlan, junto a los corresponsales
Timothy Frasca (EE.UU) y Bernard Mathieu (Francia). Así lo recuerda:
Nos ubicamos en las esquinas de las calles 30 de Octubre con Ranquil, hasta que los
pobladores empezaron a gritar que venían los carabineros. Hubo una estampida
muy fuerte, como de bombas lacrimógenas. Eso asustó a los periodistas extranjeros,
que corrieron hacia la casa parroquial. Yo me quedé parado en la mitad de la calle.
Me puse detrás del poste del alumbrado público y escuché gritos que decían ‘ahí va
uno’, ‘el de la mochila’. Un par de segundos después gritaron ‘detrás del poste hay
uno’. Al escuchar eso, yo me asomé un poco, vi dos fogonazos, y escuché dos fuertes
disparos. Me pareció que venían de la esquina nororiente de Ranquil con 30 de Oc-
tubre, donde un hombre parecía haber disparado.
Eran las 6.45 pm y los dos fogonazos surgieron de dos balas que salieron de la subametra-
lladora UZI de un cabo de Carabineros que disparó hacia donde corrían los periodistas.
Aparentemente, quería solo asustarlos, pero no apuntó al aire. Las dos balas locas impac-
taron el segundo piso de la casa parroquial. Adentro, Jarlan se había sentado en su escri-
torio, y leía el Salmo 129. "Desde el abismo clamo a ti Señor / escucha mi clamor / El Señor
dejará libre a Israel / de todas sus maldades", decía el extracto donde estaba abierta su
Biblia. El dormitorio era una liviana construcción de madera y los proyectiles penetraron
sin dificultad. Una de las balas lo impactó en la zona posterior del cuello, cruzando de un
lado a otro su cervical. Murió instantáneamente.
Velas en la población
"En el primer piso, nadie se dio cuenta cuando le dispararon", recuerda el matrimonio de
vecinos de La Victoria integrado por Margarita Caldera y Jorge Rodríguez. Él era presiden-
te del Consejo Parroquial de La Victoria y, en ese momento, estaba en la primera planta.
La casa capilla hervía de gente a esa hora: periodistas refugiados, manifestantes que reci-
bían primeros auxilios, otros vecinos que rezaban en su intento por aplacar el temor.
María Inés Urrutia, religiosa de Las Hermanitas de Jesús, también muy cercana a los dos
sacerdotes franceses y que estuvo allí esa noche, relata que el padre Pierre Dubois prote-
gía mucho a André Jarlan dado que, a diferencia de él -que llevaba desde 1963 en Chile-
Jarlan aún estaba con visa provisional, o sea, sin la residencia definitiva. Había llegado ha-
cía solo 17 meses al país desde Francia. Con cualquier excusa, el régimen podía expulsarlo,
máxime si era uno de esos "curas rojos" para Pinochet, como el gobernante solía denostar
a los sacerdotes de oposición.
"Esa tarde, a eso de las 7, el padre Pierre llegó preocupado, preguntando por André. Subió
al segundo piso, y lo vio sentado. Pensó que se había quedado dormido con la cabeza so-
bre la Biblia. Lo llamó, pero este no contestó. Se acercó y vio que un hilo de sangre corría
por un orificio en el cuello del sacerdote, cerca de la nuca. Dio un grito, no tan fuerte, y
mandó a llamar a la doctora que estaba en el primer piso ayudando con los heridos", rela-
ta la pobladora y vecina de la casa parroquial, Lina Brizzo, que participa en la parroquia
desde hace décadas y que fue testigo de la tragedia.
La doctora Mónica Briceño, hija de un ex obrero de la fábrica de textiles Sumar, había es-
tudiado Medicina en la Universidad de Chile y estaba recién titulada. Sentía mucho cariño
por la gente de La Victoria y, en días de protesta, siempre estaba allí para auxiliar. Su labor
era clandestina, no podía ser descubierta por fuerzas del régimen. Sin embargo, resultaba
complicado llevar a la Posta a los heridos. Siempre estaba Carabineros o la CNI apostados
en la puerta de Urgencia y hacían demasiadas preguntas.
Briceño corrió a examinar a Jarlan, pero de inmediato se dio cuenta que no había nada
más que hacer. Vio lo angustiado que estaba Pierre Dubois, un sacerdote tradicionalmen-
te duro, cerebral, poco demostrativo. "Hay que llevarlo al hospital", ordenó él. "Y yo le
respondí:‘¡No, Pierre, si ya está muerto. No hay nada que hacer! No puedo moverlo por-
que tiene que venir Investigaciones, algún juez o un perito. Es ilegal sacarlo’", recuerda la
médico, casi 30 años después.
Pese a que Dubois lanzó un grito ronco de dolor y de rabia luego de descubrir a su compa-
ñero baleado, reaccionó con velocidad. Debía tener pruebas de cómo había encontrado el
cuerpo de André antes de que llegara la Policía de Investigaciones, para hacerse cargo del
lugar del homicidio. Mandó a llamar a Carlos Navarro, un fotógrafo de confianza, para que
sacara muchas instantáneas de Jarlan y de la habitación. "Apenas la gente de la casa y la
población La Victoria se enteró de la muerte de André, gritaban, lloraban… Pero sucedió
algo muy lindo. No hubo desmanes, sino que toda La Victoria se iluminó con velas que los
pobladores colocaron al medio de las calles. Y la luz se extendió en varias poblaciones ve-
cinas. Era un velorio colectivo", recuerda la pobladora Lina Brizzo. El improvisado adiós
duró cinco noches.
Entre el llanto de dolor y rabia, surgían gritos en medio de la noche: "Los pacos en su locu-
ra, mataron a mi cura", "Justicia, justicia, queremos justicia", y "Asesinos, asesinos". Esa
noche, algunos pobladores enfrentaron al arzobispo Juan Francisco Fresno, quien llegó a
la casa parroquial para entregar su apoyo. Lo consideraban demasiado conciliador con el
régimen, pese a que solo llevaba un año en el cargo: "Cardenal, decídase: ¿Está al lado del
pueblo que sufre o al lado del gobierno que asesina?", le dijo un poblador.
Al día siguiente las casas de La Victoria amanecieron con banderas chilenas, coronadas
con crespones negros. El cardenal Raúl Silva Henriquez, antecesor de Fresno en la Arqui-
diócesis, hizo una declaración fuera de lo común en su visita de pésame a Pierre Dubois:
"Me parece que como han muerto tantos, que muera un sacerdote también está bueno.
Nosotros debemos morir con el pueblo".
Cura de choque
Andre Jarlan había llegado en febrero de 1983 a la parroquia Nuestra Señora de La Victo-
ria. Era el segundo del aguerrido sacerdote Pierre Dubois. Venía de Rodez, una zona cam-
pesina del sur de Francia. Su padre y su hermano se dedicaban a desabollar automóviles.
Jarlan era el opuesto a Dubois. Muy sentimental, preocupado de cocinar y de los detalles.
Lloraba fácilmente. Cercano y llano, había desarrollado una gran cercanía con los jóvenes
y niños de la población. Por eso, trabajaba con los drogadictos en su rehabilitación.
Pierre Dubois era, en cambio, un cura de choque: fuerte, seco, poco emocional. En las dos
décadas que ya llevaba en Chile, había vivido con los mineros del carbón en Lota y había
sido párroco en la población Clara Estrella de Lo Espejo. Cuando arribó a la Victoria, meses
antes que Jarlan, su estilo intimidó a los pobladores.
Como otros curas obreros o que trabajaban en poblaciones, Dubois hacía bastante más
que su labor pastoral. Sin embargo, jamás aceptó ser un seguidor de la Teología de la Libe-
ración, vertiente satanizada por El Vaticano y que enarbolaban curas como Rafael Maroto,
quien en 1984 fue suspendido de sus labores sacerdotales por la Iglesia de Santiago, con
Fresno a la cabeza. En 1988, Maroto se convertiría en vocero del MIR.
Dubois era un hombre de acción, una máquina. Ayudó a organizar a los pobladores de La
Victoria el sistema "Comprando Juntos", para conseguir víveres a menor precio. Él llevaba
las cuentas y les prestaba una bodega a los vecinos que quisieran participar en los 60 gru-
pos de compras al por mayor que llegó a tener. Si había que sentarse en el Comité Político
de los partidos de izquierda de La Victoria, donde se encontraban comunistas, socialistas,
miristas y otros, el cura iba a mediar. No quería que se quebraran las relaciones entre
ellos. "Era como el administrador de la población", rememora la doctora Mónica Briceño.
Además de supervigilar la iniciativa "Salud por Cuadra" -que aseguraba que en todas las
manzanas existieran los implementos básicos para curar y, al menos, una persona que
conociera de primeros auxilios-, se preparaba para las protestas como un profesional. En
su casa-capilla mantenía pinzas, tijeras, vendas, sutura, desinfectante, anestesia y antibió-
ticos, para que se atendieran de emergencia los heridos.
Su arribo a la población coincidió con la gran crisis económica de 1982-1983, que dejó a
millones de chilenos sin empleos y recibiendo paupérrimos salarios en el PEM y POJH, los
planes de empleo de emergencia del régimen militar. Y ahí estaban las ollas comunes or-
ganizadas por los comités vecinales, pero bajo al amparo de la parroquia.
Los ocho allanamientos generales que sufrió La Victoria en dos años fueron soportados
con la fuerza que Dubois daba a los pobladores, según ellos le reconocen. De esos días de
protestas nacionales, un documental realizado por Claudio Di Girólamo, lo captó en una
escena que dio la vuelta al mundo: parado frente a un bus de carabineros, con los brazos
en cruz, interponiéndose entre ellos y los pobladores. Tampoco se libró de palizas, culata-
zos, y detenciones a manos de los policías. Su credo era la no violencia activa.
Erigido como un protector de los pobladores, Dubois fue claramente un primus inter pares
frente a Jarlan, por lo que la muerte de su compañero lo golpeó fuerte.
Lavarse "con agua de manantial"
Cuando se conoció la muerte de André Jarlan, la reacción del gobierno del general Pino-
chet fue inmediata. Se trataba de un problema mayor. Aunque Francia no envió una nota
de protesta por la muerte de uno de sus ciudadanos, el conflicto diplomático comenzó a
escalar, pues ese país estaba gobernado por Francois Mitterand, un socialista solidario con
la oposición a Pinochet. El régimen chileno solicitó, entonces, que la Corte Suprema nom-
brara un ministro en visita. Hernán Correa de la Cerda fue el magistrado elegido.
Sin mediar investigación, en todo caso, el régimen descartó la posibilidad de que Carabi-
neros hubiera tenido alguna participación en el crimen. Primero, la institución declaró que
no existían efectivos policiales en esa zona de La Victoria al momento del baleo. Luego,
Sergio Onofre Jarpa, ministro del Interior, presionó a la Iglesia para que la misa de funeral
del sacerdote no se realizara en la Catedral Metropolitana. Ante la negativa de Fresno a
cancelar la ceremonia en la catedral, el régimen intentó que los pobladores se fuesen en
buses hasta el templo ubicado frente a la Plaza de Armas, para no generar tanta noticia y
prevenir manifestaciones callejeras. El arzobispo intentó convencer al párroco Pierre Du-
bois, pero los pobladores no aceptaron y llevaron el ataúd en andas, en una peregrinación
que recorrió los 15 kilómetros que distancian La Victoria del centro de Santiago. "Se sien-
te, se siente, André está presente", gritaban durante el camino.
El ataúd de Jarlan, con su cuerpo embalsamado, fue repatriado a Francia para su sepultu-
ra. A Pudahuel llegaron miles de personas a despedirlo.
En el aeropuerto Charles de Gaulle, de París, fue recibido por la primera dama francesa,
Danielle Mitterrand, y por altos dignatarios eclesiásticos galos. La misa fue en la catedral
Notre Dame de París, con el canciller francés, Claude Cherysson, presente. Su entierro se
celebró en su pequeño pueblo de Rodez, sin discursos, como él había estipulado en su
testamento.
Tres días después del crimen del religioso francés, el régimen dictó un bando que prohibió
que las revistas Cauce, Apsi, Análisis y el diario Fortín Mapocho, todos de oposición, publi-
casen fotografías en sus ediciones. Ninguna foto del funeral o de las protestas por la
muerte pudo ser divulgada en el territorio nacional. La noticia sí fue profusamente cubier-
ta por la prensa extranjera.
En diciembre y tras una investigación que tardó solamente tres meses, el ministro en visita
designado por la Corte Suprema, Hernán Correa de la Cerda, declaró que en La Victoria
hubo un grupo de Carabineros que disparó balas de fusil y de subametralladoras UZI. Y
que el cabo Leonel Povea Quilodrán fue, sin duda alguna, el autor del disparo que le quitó
la vida al sacerdote. Curiosamente, Ambrosio Rodríguez, el abogado del ministerio del
Interior (después sería procurador, en 1986), era el defensor del cabo Povea. Y en uno de los
alegatos, le comentó privadamente al abogado Héctor Salazar: "Este gobierno necesita la-
varse la cara con agua de manantial". Había que limpiar la imagen del régimen a toda costa.
La declaración de culpabilidad del cabo llevó a que el caso fuera traspasado a la Justicia
Militar, la que postergó -por más de una década- cualquier resolución. Solamente en 1996
la Corte Suprema confirmó el dictamen del Juzgado Militar de Santiago que había sobre-
seído al cabo Povea, teniendo en cuenta sus intachables antecedentes extraídos de un
sumario interno que realizó Carabineros.
Povea Quilodrán jamás pagó con cárcel por su disparo.
Las versiones del régimen intentaron inculpar a grupos de izquierda que habrían dispara-
do desde el techo al sacerdote para generar un mártir y dañar la imagen de Carabineros y
del gobierno. Para hacerlo, aseguraba la versión oficial, los asesinos habían robado armas
a carabineros.
A fines de 1985, el ex general director de Carabineros y ex integrante de la Junta de Go-
bierno, César Mendoza, dio una entrevista sobre el caso de Jarlan, semanas después de su
forzoso paso a retiro por el escándalo del caso Degollados, que implicó a su institución:
– No se olvide que toda acción es en respuesta de otra acción. Nunca se ha visto que Ca-
rabineros salga a matar al padre Jarlan. ¿Qué estarían haciendo esos fulanos a los que
usted se refiere, ah?-, dijo, en referencia a los sacerdotes de La Victoria.
– El padre Jarlan leía la Biblia… -retrucó el periodista.
– Eso es lo que dicen, pues ¿Y a quién le consta?
Una vez que el caso pasó a la Justicia Militar, luego de que el ministro Correa estableciera
la autoría del cabo Povea bajo la figura de "cuasi delito de homicidio", el arzobispo Fresno
retiró la querella por su asesinato. Revelada la verdad, la justicia ya no era su prioridad.
Para el prelado, había llegado el momento de perdonar al asesino: "Como dice el evange-
lio, Cristo nos enseña que hay que hay que perdonar hasta setenta veces siete", recuerda
haberle escuchado a Fresno el abogado Héctor Salazar, querellante en la causa. En ese
minuto, dice el profesional que trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad, sintió una gran
impotencia. Se convenció de que la Iglesia chilena había abandonado a André Jarlan.
El turno de Dubois
Tras el atentado a Pinochet, en septiembre de 1986, y después de un allanamiento policial
a la población que incluyó su emblemática parroquia, Pierre Dubois fue detenido. El régi-
men de Pinochet lo tenía entre ceja y ceja. Tres días después, el 11 de septiembre de
1986, fue expulsado del país, junto con los sacerdotes franceses Daniel Carouette y Jaime
Lancelot. Dos años habían pasado tras la muerte de Jarlan, La Victoria perdía al más influ-
yente sacerdote de la pobación. Solamente en 1990, tras el retorno a la democracia, re-
gresaría a Chile. "Sufrió mucho durante el tiempo en que no fue autorizado a regresar",
cuenta la pobladora Lina Brizzo. Viajaba a Mendoza, para acercarse, e invitaba a poblado-
res de La Victoria a visitarle en bus.
En esos días, Francisco Javier Cuadra, ministro vocero del régimen, explicó así las razones
de la expulsión: "Los sacerdotes participaban en una manifestación en la población La Vic-
toria. Al momento de ser detenidos resistieron la acción de las fuerzas e, incluso, en uno
de los casos intentaron agredir a quienes los estaban deteniendo. Además, portaban pan-
fletos que consideramos altamente inconvenientes… Especialmente en el caso del Padre
Dubois." Agregó que, como gobierno, no podían autorizar que extranjeros interviniesen
de este modo en la vida nacional: "Un compromiso mínimo que todo extranjero toma al
estar en un país que lo acoge de buena manera, es el de respetar sus ideas y no inmiscuir-
se en asuntos contingentes".
En el libro Asociación ilícita, los archivos secretos de la Dictadura, de los periodistas Mau-
ricio Weibel y Carlos Dorat (2013), se señala que el subsecretario del Interior de la época,
Alberto Cardemil, manejaba antecedentes, fichas y análisis de opositores al régimen de
Pinochet, y también de religiosos. Esta información –según los autores- provenía de la CNI
y fue traspasada rápidamente a la Cancillería para que lograra expulsar a Pierre Dubois y a
los dos otros sacerdotes galos.
Hoy, Alberto Cardemil niega cualquier actuación en este episodio. "Recuerdo que todos
los temas de orden público en esa época estaban a cargo del ministerio de Defensa y de la
Junta de Gobierno. No tuve nada que ver. El ministro del Interior, que estaba sobre mí,
tampoco creo que haya impulsado una medida así. Ricardo García [ministro del Interor de
entonces] era la moderación personificada", dice el ex diputado RN.
Sin embargo, otro alto funcionario de ese gobierno, que prefirió mantener su identidad en
reserva, reconoce que ellos se alimentaban de informaciones que recibían de Carabineros
y de la CNI. Además, como en todo régimen dictatorial, la disidencia y el activismo político
no estaban permitidos. "La Nunciatura en Santiago estaba advertida", dice el ex funcionario.
Lo cierto es que Dubois y Jarlan no eran los únicos "curas rojos" que sacaban de quicio al
régimen. También estaban otros sacerdotes como Mariano Puga y el belga Guido Peters
en La Legua; José Aldunate en El Montijo (Pudahuel) y Villa México (Cerrillos); y Roberto
Bolton (Villa Francia), entre muchos. En tiempos de protestas y dictadura, todos fueron
personajes que lograron mantener unidas a poblaciones emblemáticas de oposición.
"¿Qué aprendió en la Escuela Militar?"
Dubois (82) murió en 2013 y los funerales fueron masivos, sufría de Parkinson. Jamás pu-
do volver de párroco a La Victoria. "La Iglesia tiene una deuda con él. Nunca más lo desti-
nó acá y ese era su gran deseo en la vida", dice Margarita Caldera, pobladora.
Para jubilarse había comprado una pequeña casa en La Victoria donde vivió sus últimos
años. Los vecinos hacían turnos para atenderlo cuando ya no podía valerse por sí mismo.
El año 2000, diputados de la Concertación impulsaron una ley para concederle la naciona-
lidad por gracia. En su primera votación, la medida fue rechazada en el Senado, gracias al
voto en contra de los UDI Evelyn Matthei, Andrés Chadwick, Hernán Larraín, Jovino Novoa
y Sergio Fernández, además de los RN Sergio Romero y Carlos Cantero, entre otros. Un
mes más tarde, los honorables cambiarían de opinión aceptando honrar al ex párroco
francés.
El cura Mariano Puga conserva las chalas de Jarlan entre sus tesoros más preciados. Ha
trabajado como obrero durante su vida entera, salvo ahora que, a los 83 años, recorre
itinerante, pueblos alejados, para atenderlos espiritualmente. Estuvo detenido siete veces
durante la dictadura. Incluso en el recinto de torturas de la DINA de Villa Grimaldi. Des-
pués de esta experiencia, Pinochet lo citó. El motivo de este encuentro era para recordarle
a Puga que alguna vez había sido cadete de la Escuela Militar. El año pasado, el sacerdote
desclasificó esta conversación con el capitán general en Radio Universidad de Chile: "Me
preguntó qué había aprendido yo en la Escuela Militar. Y yo le contesté a Pinochet que
una de las cosas que aprendí es que las órdenes del superior no se discuten. ‘Mire, gene-
ral, yo soy discípulo de Jesús, él es mi maestro y él me enseñó que, si se torturaba a al-
guien, a él se le torturaba… Yo he visto, mi general, torturados, desaparecidos, allana-
mientos. Si yo callo eso, Jesús me va a decir ‘No te conozco’. Prefiero quedar bien parado
ante Jesús’".
Dos caras y un grafitti
La habitación de Jarlan aún está intacta, salvo la Biblia ensangrentada. Hoy existe una ré-
plica de ella y está abierta en el mismo salmo que leía al ser asesinado. "La CNI nos allanó
varias veces en busca de la Biblia auténtica, pero la escondimos en la Vicaría", señala la
pobladora Margarita Caldera.
En el frontis de la casa-capilla existe un gran grafitti colorido con las caras de André Jarlan
y Pierre Dubois. Más adentro, en el pasillo del segundo piso, está la bicicleta verde en la
que el primero se movilizaba. Y también el pequeño cuarto de madera con la cama angos-
ta donde Jarlan dormía encogido. Nadie se explica cómo cabía. El bolso de mezclilla con
bordados artesanales, un par de jockeys escoceses de lanilla, y los viejos bototos de cuero.
Su ropa favorita. En las paredes, hay colgadas unas ya desteñidas arpilleras que las pobla-
doras le regalaron en vida. En la pared de madera hay dos hoyos, de dos balas de 9 mm
cada una. Solamente una impactó el cuello de Jarlan. En la parroquia de La Victoria, una
mujer de fé dice "El Señor eligió a Andrés. Él fue su cordero. ‘Cordero de Dios que quitas el
pecado del mundo’, dijo Jesús".

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