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Los recientes terremotos de Japón, de México o de Nueva Caledonia han

venido a recordarme una teoría casi olvidada que, pese a ser


increíblemente lógica, apenas se ha esgrimido como causa de esas
catástrofes: es la teoría del peso del mar. Con el calentamiento de la
atmósfera, el mar tiene unos cuarenta centímetros más de altura desde
hace treinta años. Ello supone añadir un peso de unos cien kilos por
cada diez centímetros de profundidad. Si multiplicamos eso por la
presión del fondo, que a cada diez metros que se profundiza es de una
atmósfera, los números crecen hasta dar una sensación de vértigo,
incrementándose asimismo el peligro de que esa enorme masa se agite.
Independientemente de si esa teoría tiene una base científica y si
coincide o no con las causas del terremoto, su formulación me ha
servido para reflexionar estos días sobre el peso de la información que
soportamos en nuestra sociedad, peso que se manifiesta también en
forma de tsunami que aplasta con su carga de palabras e imágenes
nuestra capacidad creativa y nuestras posibilidades de asimilar aquello
que se nos está transmitiendo.
Muchos manuales pueden ofrecernos millones de datos y una multitud
de conocimientos pero jamás nos podrán enseñar a usarlos
correctamente. Ningún libro nos transmitirá la esencia de las cosas y el
criterio para poder disfrutar de ellas. Esa es una facultad que nosotros,
cada uno de nosotros, tendremos que esforzarnos en poseer. Jorge Luis
Borges escribió en El libro de arena un cuento que tituló “Undr”.
Maestro en hacer creíble lo increíble, Borges nos conducía en aquel
relato por el laberinto de la palabra para recuperar la poesía como
esencia, la voz como precioso venero de la memoria. En el relato, Ulf
Sigurdarson, protagonista del cuento y de la estirpe de los skaldos o
bardos, cuenta la historia de su vida, permanentemente en pos de una
palabra que la diese sentido. A punto de morir en uno de sus viajes por
la brutalidad de los hombres, es salvado por otro poeta, Bjarni
Thorkelsson, quien le recomienda que huya hacia el sur. Al cabo de
mucho tiempo de peregrinación, Ulf regresa y busca al viejo poeta
Thorkelsson, que ya se halla a punto de morir y le musita: “A todos la
vida les da todo pero los más lo ignoran”.
Antes de expirar, Thorkelsson le transmite a Ulf el misterio, la palabra
Undr, que quiere decir maravilla: “Me sentí arrebatado por el canto del
hombre que moría –termina diciendo Ulf-, pero en su canto y en su
acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los
hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos.
Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.”
Escribía el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer: “Cuando la tradición
vuelve a hablar, emerge algo que es desde entonces y que antes no era”.
Es decir, cada vez que con la voz, con el gesto, con la imaginación,
reproducimos un conocimiento del pasado y lo actualizamos, lo
volvemos a crear. Borges recurre a esa palabra eterna, misteriosa y útil
para transmitir la experiencia condensada del mundo y de la vida. Pero
él mismo nos abre los ojos sobre la dificultad para comunicar el sentido
profundo de los verbos más allá de los sonidos: “nadie puede enseñar
nada” –nos dice- recordándonos la necesidad imprescindible de indagar,
de buscar por uno mismo en soledad. Sin duda alude de refilón a una
de las facultades que posee el ser humano –aunque la utilice tan poco-,
que no es simplemente la de enseñar sino la de enseñar a aprender. No
se trata de mostrar un camino o divagar sobre si es o no es largo, sino
de enseñar a caminar por él. No es cuestión de acumular datos y
conocimientos sino de enseñar a usarlos para que nos parezcan más
livianos y su peso no nos impida caminar o nos aplaste. No estará de
más recordar que las grandes civilizaciones desaparecieron por usar
mal los recursos de que disponían y es lícito suponer que el más
inmaterial y valioso de esos recursos, la cultura –o sea el conocimiento
y su cultivo-, se habría convertido seguramente en ese naufragio en el
lastre más pesado de todos.
Durante el siglo XX y parte del XXI nos ha costado reparar en las
posibilidades de lo antiguo como fondo de uso común que se hace
presente y se personaliza cada vez que se dice de nuevo y se vuelve a
crear, en la mente y en la voz del individuo. Los conocimientos antiguos
no son buenos por antiguos sino por haber sido contrastados en común
y haber servido a muchos antes de que nos fuesen útiles a nosotros.
Pero su principal cualidad está en el esfuerzo que nos exigen: además
de seleccionarlos debemos volver a crearlos. De entre todos los bienes
que poseemos, el único que no es reciclable es la cultura, y su uso
banal, repetitivo, puede ir acumulando sobre la sociedad capas y capas
de información, tan inútiles como onerosas, que nos hundan
fatalmente.
Se necesitan años de análisis para una sola hora de síntesis. Y es que
esa síntesis precisa además no sólo de los datos, sino de la
imprescindible capacidad humana para reelaborarlos y convertirlos en
avance, en un nuevo peldaño de la empinada escalera de la evolución
humana. Por eso, la tradición, más que una disciplina científica
constituye una tendencia estética y vital que, por definición, basa su
existencia en el respeto a la historia y a las formas de vida del pasado,
pero que recibe su principal impulso de esa capacidad humana para
evolucionar, renovando ideas y formas de expresión, reutilizando usos y
costumbres. Como tal tendencia, muestra permanentemente su
disposición a incorporar a su propio bagaje asuntos de disciplinas
varias que deben contribuir al estudio y a la comprensión cabal de su
complejidad.
Lejos de formar un conjunto anárquico o arbitrario de saberes aislados,
la tradición –como la ecología- se caracteriza por dar homogeneidad a
todos esos conocimientos, descubriendo y explicando sus conexiones.
Nuestra sociedad –por variada y compleja- puede exhibir todo tipo de
problemas, pero hay uno en concreto que he denunciado públicamente
desde hace casi cincuenta años: el abandono voluntario –e irreversible
ya para algunas generaciones- del campo como medio físico y como
entorno vital. También he recordado alguna vez que esta situación
equívoca se ha visto avalada por la actuación incoherente de la propia
Administración que, mientras por un lado alababa y encarecía oficios
antiguos como actividades y maestrías patrimoniales, los gravaba por el
otro con cargas fiscales o agravios comparativos de orden fabril
atacando subrepticiamente los pilares de una mentalidad contrastada y
secular.
La palabra “mentalidad” es la que mejor define las estructuras del
intelecto sobre las que el individuo basa sus comportamientos. La
mentalidad se basa en códigos compartidos que confieren una identidad
común y que se transmiten de una generación a la siguiente. Y no hablo
de esa transmisión como de un testamento, sino más bien como de una
actitud genética. Los conocimientos que proceden de dicha mentalidad
se encierran en dos: los que atienden a conceptos intelectuales y
creencias del ser humano y los que atañen al planteamiento y solución
de los problemas de su entorno. El lugar común, sin embargo, ese hilo
conductor que se exige a todo trabajo que agrupa intereses y fines
variados, es un hilo con dos cabos –anthropos y etnos- que parecían
haber estado tirando en diferentes direcciones en los últimos tiempos.
No quisiera que estas palabras se tomaran como un discurso nostálgico
o como un aviso desesperado a navegantes de espacios mediáticos
(como se dice ahora), sino como una invitación a la cordura, al
equilibrio, que deben prevalecer en los proyectos culturales de una
sociedad. Las locuras tienen que seguir siendo una prerrogativa
individual –un privilegio irrenunciable además del ser humano- pero
nunca más una vocación social. Parecería contradictorio que, con la
importancia que se da en estos momentos a todo lo “natural”, lo
“étnico”, lo ecológico, en los medios de comunicación, nuestra sociedad
estuviera de espaldas a los cambios irreversibles provocados por la
desidia, la incuria o incluso los intereses espurios.
Ésa es, por tanto, nuestra responsabilidad –responsabilidad que
Cristina y el equipo que ha formado hemos aceptado con plena
consciencia- y nuestra fortuna: abrir cada día el cofre del tesoro y cada
día poder mirarlo con ojos diferentes y críticos. Ése es el único sortilegio
contra el peso del mar.

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