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Vallejo y Ospina: de lo patético a lo risible

“Aquí viene Fernando Vallejo a decirnos que Newton y Galileo no siempre acertaron al
describir el movimiento de los cuerpos o de la luz. Fernando: no regañes a Newton, que él se
equivocaba, pero lo hacía de buena fe, no como ciertos críticos de revista que no son capaces
de leer tu libro sólo porque los obliga a pensar”. Las palabras son del escritor William Ospina,
esta vez a cargo de presentar el más reciente libro de Fernando Vallejo, Las bolas de
Cavendish.

Supuse que en ese conversatorio Ospina sumaría fuerzas con su invitado para darles el golpe
de gracia a Galileo, Newton y Einstein. Pero no fue así: ante los “desatinos” y “fracasos” del
creador del cálculo infinitesimal (todo es posible en estos tiempos de la posverdad) el poeta
se mostró sensible y condescendiente. Ospina lo expresa de manera lírica: “La ecuación
intenta sus malabares, pero alrededor se desesperan los ángeles”.

Quién hubiera pensado, la poesía convertida en arma para refutar a Einstein y en instrumento
para desenmascarar las imposturas de Newton ¡Poesía, filosofía y ciencia, de la mano, qué
síntesis magistral! Sorprende hasta dónde puede llegarse con esa sensiblería, que solo servía,
pensaba yo, para seducir impúberes. Y no denigro de la poesía, aunque no creo que sea de
buen gusto acompañar con guacharaca la música de Bach.

Pero esa compasión con los débiles de mente se torna más adelante en dureza: “El pobre
Galileo y el pobre Newton son dos literatos patéticos que intentan atrapar la realidad en
palabras, pero han renunciado de antemano a la imaginación, a la fantasía, a la emoción, a la
metáfora. No me extraña que no lo logren”. Y a renglón seguido, el poeta filósofo nos
advierte en su habitual tono sacerdotal: “La realidad es demasiadas cosas para que pueda
caber en el incómodo recipiente de la razón…”.

Me sorprende que Ospina pudiera ver algún asomo de imaginación o metáfora en los
Principia Matemática de Newton. Cualquiera que haya leído Es Tarde para el hombre habrá
visto cuán fácil se desborda el receptáculo de su razón. Por eso no es extraño verlo razonando
fuera del recipiente.

Es evidente que ni William ni Vallejo entienden que las teorías científicas no son otra cosa
que metáforas del mundo. ¿Es acaso la gravedad un campo, una fuerza o una geometría
pseudoriemanniana del espacio tiempo? ¿Es el electrón una onda de probabilidad o su espín
un vector de un espacio 2-dimensional complejo? Esas metáforas están escritas en otro
lenguaje, y es otra la sintaxis, y para apreciar su belleza se necesita saber algo de matemáticas,
más allá de poder sumar las once pulsaciones del endecasílabo o las catorce del alejandrino.

No debe alarmarnos, señala Ospina, si Vallejo se atreve a rebatir a Einstein, y para apoyar su
argumento nos da este ejemplo: durante mil años se creyó que las moscas tenían cuatro patas,
pues así lo afirmó Aristóteles, hasta un día en que alguien se dio a la tarea de contarlas, y
descubrió que eran seis. Su ejemplo, sin embargo, no puede ser más desafortunado, pues
contar patas es precisamente labor de científicos, no como Vallejo, que sin tener que contarlas
sabe de antemano que las moscas tiene una pata.

Y si de respetar autoridades se trata, su zalamería no conoce límites, hasta el punto de tachar


de necios a quienes critican ese refrito del Manualito, según él, solo porque su lectura “los
obliga a pensar”. ¿Podrán imaginarse cuántas horas de meditación habrá dedicado Ospina a
desembrollar las leyes de la mecánica celeste o las ecuaciones tensoriales de la Relatividad
General como para terminar convencido de las “imposturas” que Vallejo denuncia en su
librito?

Más que un conversatorio, lo que presenciamos esa noche en el auditorio José Asunción Silva
de Corferias fue un show de vanidad y adulación mutua. De un lado, el iracundo
consuetudinario, esta vez algo senil, pero cada vez más repetitivo y monótono. Del otro lado,
el romántico relamido, procurando con frecuencia desviar la conversación hacia un lado
menos bochornoso… Y no faltó el episodio del teléfono celular repicando en el bolsillo del
abrigo de Vallejo (cuando nos dijo que no usaba celular), y la conversación “casual” con su
pariente Nora, el show de Tola y Maruja que no podía faltar.

Desde su pedestal de gran gurú, Ospina remata el vergonzoso espectáculo con un consejo
solemne: “Muchachos, lean Las bolas de Cavendish, disfruten el esplendor del lenguaje
tratando en vano de atrapar el mundo. Sientan el verdadero espíritu de esta época, y sientan
la nobleza de Fernando Vallejo…”.

Me pregunto, ¿de qué nobleza nos habla? Tal vez cuando Vallejo insulta sin distinciones,
usando vocabulario de barriada; o cuando tilda de payasos y estafadores a todos los
académicos por igual, y a todos los físicos sin distinción; o tal vez cuando se aprovecha de
manera infame de la tragedia personal de un colega (antes su íntimo amigo) para ultrajarlo
¡Qué gallardía, qué grandeza!

Y en cuanto al “verdadero espíritu de esta época”, vale la pena recordar las palabras del
filósofo español Jesús Mosterín: “Desdeñosos de la filosofía escolástica, los humanistas
despreciaban la incipiente actividad científica. Los resultados de Copérnico y Galileo eran
ignorados o confrontados con hostilidad...”.

¡Qué poco ha cambiado el mundo! Cinco siglos después y aún persisten esos mismos
personajes, fantaseando en su majadería, creyendo esta vez que la patanería o la cursilería
son suficientes para echar abajo el monumental edificio de la ciencia, sin duda el patrimonio
intelectual más grande de la humanidad. ¡Qué desvergüenza, qué pobreza intelectual!
http://www.elespectador.com/opinion/vallejo-y-ospina-de-lo-patetico-lo-risible-columna-693385
Por: Klaus Ziegler
La grandeza de Albert Einstein: cien años de relatividad
Hace exactamente un siglo, el 25 de noviembre de 1915, la Academia Prusiana de Ciencias
recibió un artículo que cambiaría para siempre la historia de la física: “Die Feldgleichungen
der Gravitation”.
El trabajo de apenas tres páginas y media incluía las ecuaciones de campo, esa especie de
aforismo extraordinario del cual se deducen como casos especiales las leyes de la mecánica
clásica y de la gravitación de Newton, y se sigue como corolario la Teoría Especial de la
Relatividad.
Las ecuaciones de Einstein pronosticaban, entre otras “extravagancias”, la existencia de
ondas de gravedad, y sugerían la posibilidad de un comienzo y un final para nuestro universo.
También explicaban la precesión anómala del perihelio de Mercurio, fenómeno en aquella
época desconcertante y misterioso.
Seis meses después de que Einstein publicara sus legendarias ecuaciones, el físico alemán
Karl Schwarzschild encontró las primeras soluciones exactas. Las fórmulas indicaban la
existencia de regiones del espacio-tiempo de las cuales nada, ni aún la luz, lograría escapar,
y en cuyo centro colapsaría el tejido espacio-temporal. La posibilidad parecía tan
descabellada que el propio Schwarzschild pensó que se trataba de una fantasía matemática
desligada de toda realidad. No fue hasta 1967, cuando Stephen Hawking y Roger Penrose
despejaron cualquier duda sobre la existencia de "estrellas en colapso gravitatorio completo",
conocidas hoy como “agujeros negros”, luego de que el astrofísico John Wheeler acuñara el
término, a comienzos de 1970.
Pero de todas las predicciones de las teorías de Einstein quizá ninguna resulte tan
sorprendente como la posibilidad de viajar en el tiempo, como él mismo lo sugirió en un
célebre experimento mental. El viaje podría imaginase de la manera siguiente:
En un futuro no muy lejano, un grupo de exploradores parte hacia una nueva tierra prometida,
Kepler-22b, un exoplaneta situado a 600 años luz de distancia (descubierto en 2011 por el
telescopio espacial Kepler). Su sol, una enana amarilla de la constelación septentrional del
Cisne, baña el Planeta con una luz cálida. La distancia y el tamaño de su sol guardan
proporciones similares a las de nuestra estrella. Su radio, 2,5 veces el radio terrestre, hace
pensar que seguramente posea atmosfera, y hasta podría albergar océanos. Su temperatura se
estima entre 22 y 27 grados Celsius; el año es un poco más corto: solo abarca 289 días.
En poco menos de un minuto la nave alcanza los mil kilómetros por hora y sigue acelerando
de manera constante, a razón de 9,8 m/s2. En su interior, los tripulantes experimentan una
fuerza ficticia indistinguible de la gravedad en la Tierra. Nadie percibe movimiento alguno.
Incluso cuando la nave alcance su velocidad máxima, 99.99% de la velocidad de la luz, nueve
meses después de iniciado el viaje (tiempo que registra el cuaderno de bitácora), los
tripulantes tendrán la sensación de encontrarse en una cabina en absoluto reposo. Para ese
momento ya habrán alcanzado el cinturón de Kuiper, en los confines del sistema solar. Los
poderosos motores, alimentados con el escaso hidrógeno disponible en el espacio interestelar,
se detendrán entonces y no se volverán a encender hasta el momento de la aproximación final
al Planeta.
Durante los próximos ocho años permanecerán en total estado de ingravidez. A esa velocidad,
el firmamento, antes saturado de millones de luces remotas, lucirá ahora como un ominoso
telón negro: la luz proveniente de las estrellas registra ahora una frecuencia por fuera del
espectro visible para el ojo humano. Pero aún a esa increíble velocidad, ¿no tardarían los
viajeros más de seiscientos años en llegar a su destino? En efecto, así sería en los calendarios
terrestres, pero no para ellos. La teoría de Einstein predice que al llegar al planeta cada
tripulante solo habrá envejecido alrededor de nueve años.
En Kepler-22b, los exploradores permanecerán durante una década construyendo una base
espacial: son los cimientos de un nuevo hogar para la especie humana. Terminada su misión,
emprenden el viaje de regreso. Al llegar a casa, los jóvenes astronautas serán adultos de
mediana edad después de un largo viaje de veintiocho años y medio, según el calendario de
la nave. Pero aquí, en la Tierra, sin embargo, habrá transcurrido ¡más de un milenio y dos
siglos!
Semejante descripción de la realidad no puede ser más contraria a nuestra intuición, un
escenario que solo el formalismo matemático es capaz de develar. Y existen otras maneras
de “conocer el futuro”. Imaginemos a un criptógrafo que desea descifrar un mensaje en
código, para lo cual es necesario descomponer en factores primos un número entero de un
centenar de cifras. Como experto programador sabe que los algoritmos más rápidos
conocidos tardarían alrededor de un siglo. Sin embargo, el matemático, quien también conoce
la Teoría de la Relatividad, se ingenia una manera de burlar el tiempo.
Para ello se encierra en el interior de un extraño laboratorio que tiene la forma de una esfera
hueca de diez metros de diámetro. La sólida cubierta ha sido fabricada con un material en
extremo denso y resistente. Fuera del recinto, y a una distancia prudente, el científico deja
una computadora donde un programa para hallar factores primos se ejecuta día y noche sin
interrupción. En su interior se ha instalado un reloj de pared y una consola a través de la cual
podrá monitorear el cómputo.
Dentro del cuarto, el hombre flota sereno e ingrávido. Al finalizar el día enciende el monitor
y le echa un vistazo. Para entonces ya podrá leer el resultado de tan prolijo cálculo, pues en
ese lugar exterior a su laboratorio habrá transcurrido más de un siglo, mientras que las agujas
de su reloj habrán marcado apenas unas horas. Pero, ¿cuán macizo ha de ser el revestimiento
de esa cámara inimaginable? Las ecuaciones de campo proporcionan la respuesta: ¡cuatro
veces la masa de Júpiter!
¿Y acaso podrá construirse una máquina para viajar al pasado? La posibilidad matemática
existe en principio, siempre y cuando la geometría del espacio-tiempo permita “bucles de
tipo temporal”. No obstante, en un universo carente de “energía negativa” y cuya estructura
topológica sea simple, como toda la evidencia parece indicar, esa máquina del tiempo de las
películas de ciencia ficción no resulta factible. Esa imposibilidad corrobora el hecho de que
exista una distinción consiste a lo largo del espacio-tiempo entre “pasado y futuro”. Si alguien
pudiese regresar al pasado podría asesinar a su madre cuando ella sea apenas una niña y por
consiguiente el asesino nunca podría haber nacido, lo cual es una contradicción lógica causal.
Resulta prodigioso que una mente humana pueda haber concebido una obra de semejante
calado. Para fortuna de sicólogos e historiadores de la ciencia existe un registro detallado de
los procesos mentales del creador de la Relatividad.
La deducción de la fórmula más famosa de toda la física, E=mc2, para mostrar solo un
ejemplo, ilustra los rasgos más característicos del pensamiento einsteniano. En la mecánica
clásica la energía cinética se conserva solo en colisiones elásticas. Einstein sospecha, por
razones de simetría y de robustez lógica, que esa ley deberá ser la manifestación de un
fenómeno general, válido en cualquier tipo de colisión. De otro lado, sabe que la masa debe
aumentar con la velocidad por un factor aproximado de E/c2, donde c denota, como de
costumbre, la velocidad de la luz, y E es la energía cinética de la partícula en cuestión. En un
verdadero acto de arresto intelectual, Einstein supone que dicha energía debería “contribuir
a la masa en reposo de la partícula” en esa misma proporción. Desde su punto de vista, masa
y energía serían indistinguibles, encarnaciones diferentes de una misma entidad.
Su teoría geométrica de la gravitación, sin duda el más extraordinario de sus trabajos, es en
realidad el resultado de arduos años de búsqueda solitaria, de ensayo y error, de
experimentación formal, de analogías fallidas… Porque la creación científica no es ese
proceso mítico de observación sistemática, demostración y síntesis del que algunos hablan,
sino que obedece a un mecanismo errático, aleatorio y con frecuencia poco riguroso. Razones
estéticas o incluso pura adivinación son a menudo instrumentos más fructíferos que el estricto
razonamiento lógico.
La idea seminal para construir una nueva teoría de la gravitación, como bien se sabe, se
encuentra en el llamado “Principio de Equivalencia”, en palabras del propio Einstein, “der
glücklichste Gedanke meines Lebens” (el pensamiento más afortunado de mi vida). La idea
consistió en darse cuenta de la imposibilidad de distinguir entre un campo gravitatorio y un
sistema acelerado, al menos si las observaciones están confinadas a regiones muy pequeñas,
como en el ejemplo de nuestra hipotética nave.
Ocho años trascurrieron antes de que esa idea pudiera materializarse en sus ecuaciones de
campo. Conocemos de este período su angustiosa lucha por establecer analogías válidas con
el potencial gravitatorio y la ecuación de Poisson. Sabemos de sus muchos ensayos, avances,
retrocesos y frustraciones. Incluso queda el testimonio de ideas matemáticas tan ingenuas
que nos muestran a un Einstein muy diferente del genio sobrenatural de las leyendas
fabricadas por aquellos que rinden culto a su personalidad [1].
No obstante, su obra es tan impresionante que algunos conjeturan que de nunca haber nacido
el autor de la Relatividad quizá nadie hasta ahora hubiese elaborado una teoría semejante. Se
descarta cualquier golpe de suerte, pues es posible afirmar sin exagerar que cada uno de sus
grandes trabajos merecería por sí mismo un premio Nobel. Sin embargo, quienes lo
conocieron dan testimonio de un hombre de habilidades intelectuales “promedio”, al menos
en lo que se refiere a precocidad, memoria o rapidez mental, muy diferente de genios
matemáticos como John von Neumann. Un futuro mediocre le auguraron sus profesores a
ese estudiante taciturno que desperdiciaba sus ratos libres poniendo trampas para ratones.
En el departamento de anatomía de la Universidad de Kansas se preservan trozos de su
cerebro envasados en una solución de alcohol. Cada cierto tiempo aparece algún
neurocientífico que afirma haber descubierto algún rasgo anatómico inusual o alguna
peculiaridad morfológica. Hasta diferencias en el peso de su materia gris se han argüido como
razones para explicar el secreto de su genio. El ejercicio, amén de macabro, es un ejemplo
del más ingenuo y absurdo reduccionismo.
[1] http://www.pitt.edu/~jdnorton/papers/ProfE_re-set.pdf
http://www.elespectador.com/opinion/opinion/la-grandeza-de-albert-einstein-cien-anos-de-
relatividad-columna-604590

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