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La Mentalidad que predispone al Autoritarismo

H. C. F. Mansilla

Durante el último medio siglo todos los países andinos han


experimentado notables procesos de modernización, los que han
generado una marcada especialización de roles y funciones, una intensa
diferenciación de los tejidos sociales y una expansión sin precedentes de
los estratos medios. Algunos de los aspectos más importantes de este
proceso son las múltiples modificaciones acaecidas en la esfera de
aquello que imprecisamente llamamos la cultura popular. El fenómeno
más importante y curioso es, empero, la pervivencia de mentalidades
premodernas en medio del acelerado desarrollo modernizador. El
término premoderno alude aquí a actitudes autoritarias,
prerracionales, convencional-conservadoras y tradicionalistas, las que
persisten paralelamente a la adopción de normativas occidentales
modernas en la esfera económica, la administración pública y el ámbito
académico.

En el área situada entre Ecuador y Bolivia la situación actual puede


ser mejor comprendida si consideramos brevemente las tres grandes
corrientes histórico-culturales que han contribuido a moldear la
mentalidad colectiva y la cultura política del presente: (1) el legado
civilizatorio precolombino, (2) la tradición ibero-católica y (3) la
recepción instrumentalista de la modernidad occidental.
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No hay duda de los notables logros del Imperio Incaico (y de las


culturas que lo antecedieron) en muchos terrenos de la actividad
humana, logros que se extienden desde la arquitectura y la
infraestructura de comunicaciones hasta prácticas de solidaridad
inmediata y un sentimiento estable de seguridad, certidumbre e
identidad, lo cual no es poco, ciertamente. La dignidad superior
atribuida a lo supra-individual fomentó valores de orientación y
modelos organizativos de índole colectivista. Los padrones ejemplares
de comportamiento social eran la predisposición a la abnegación y el
sacrificio, la confianza en las autoridades y el sometimiento de los
individuos bajo los requerimientos del Estado omnipotente. Todo esto
condujo a una actitud básica que percibía en la tuición gubernamental
algo natural y bienvenido y que consideraba todo cambio social y
político como algo negativo e incómodo.

Las civilizaciones precolombinas no conocieron ningún sistema


institucionalizado y permanente para diluir el centralismo político,
para atenuar gobiernos despóticos o para representar en forma efectiva
los intereses de los diversos grupos sociales y de las minorías étnicas.
La homogeneidad y la presión en pro del uniformamiento general eran
sus principios rectores, como puede detectarse parcialmente aun hoy en
el seno de las comunidades indígenas. Esta constelación histórico-
cultural no ha fomentado en la zona andina el surgimiento de pautas
normativas de comportamiento y de instituciones gubernamentales que
resultasen a la larga favorables al individuo como persona autónoma, a
los derechos humanos como los concebimos hoy, a una pluralidad de
intereses y opiniones que compitiesen entre sí y, por consiguiente, al

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florecimiento de un espíritu crítico-científico. Estos fenómenos no


concitan el interés de los intelectuales progresistas, quienes más bien
fomentan una autovisión de los aborígenes basada en un panorama
idealizado y falso del pasado. Es precisamente esta concepción la que
dificulta la difusión de un espíritu crítico-científico: promueve una
visión complaciente y embellecida de la propia historia, atribuye todas
las carencias del pasado y de la actualidad a los agentes foráneos y
evita un cuestionamiento del comportamiento, la mentalidad y los
valores de orientación de la sociedad respectiva.

También hoy entre cientistas sociales existen tabúes, aun después del
colapso del socialismo. Así como antes entre marxistas era una
blasfemia impronunciable achacar al proletariado algún rasgo
negativo, hoy sigue siendo un hecho difícil de aceptar que sean
precisamente los pueblos indígenas y los estratos sociales explotados a
lo largo de siglos ─ y por esto presuntos depositarios de una ética
superior y encargados de hacer avanzar la historia ─ los que encarnan
algunas cualidades poco propicias con respecto a la cultura cívica
moderna, a la vigencia de los derechos humanos y al despliegue de una
actitud básicamente crítica. Además hay que consignar que numerosas
reivindicaciones indígenas encubren conflictos muy habituales por la
posesión de recursos naturales cada vez más escasos, como tierras
agrícolas y fuentes de agua y energía. Nada de esto es sorprendente,
pues pertenece al acervo de la historia universal.

Sobre la tradición ibero-católica con respecto al populismo autoritario


se puede afirmar lo siguiente. La mentalidad prevaleciente en el área

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andina no puede ser disociada del relativo estancamiento histórico que


sufrió España a partir del siglo XVI. Este atraso evolutivo debe ser
visto junto con la ideología prevaleciente entonces de corte dogmático,
antimoderno y acrítico que permeó durante largo tiempo las sociedades
ibéricas, la que fue responsable parcialmente por la esterilidad de sus
actividades filosóficas y científicas, por la propagación de una cultura
política del autoritarismo y por la falta de elementos innovadores en el
terreno de la organización social. En la región andina se expandió una
forma particularmente dogmática del legado cultural ibero-católico, que
se destacó por su espíritu autoritario, burocrático y anticosmopolita. La
Iglesia Católica resultó ser una institución intelectualmente mediocre,
que irradió pocos impulsos creativos en los ámbitos de la teología, la
filosofía y el pensamiento social. Durante la colonia el clero gozó de un
alto prestigio social; la Iglesia promocionó un extraordinario
florecimiento de las artes, especialmente de la arquitectura, la pintura
y la escultura. La Iglesia respetó de modo irreprochable el modus
vivendi con la Corona y el Estado; toleró sabiamente rituales y
creencias sincretistas; y sus tribunales inquisitoriales procedieron, en
contra de lo que ocurría en España, con una tibieza encomiable. Pero
esta Iglesia no produjo ningún movimiento cismático; le faltaron la
experiencia del disenso interno y la enriquecedora controversia teórica
en torno a las últimas certidumbres dogmáticas. Debido a la enorme
influencia que tuvo la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida
universitaria y la cultura en general, todo esto significó un obstáculo
insuperable para el nacimiento de un espíritu crítico-científico.

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En torno a la recepción instrumentalista de la modernidad occidental


se puede decir que las sociedades andinas tienden a adoptar la
modernidad occidental sólo como una racionalidad instrumental de los
medios. Esto se manifiesta de modo patente en la acogida
extremadamente favorable que le ha sido deparada a la tecnología en
todas sus manifestaciones. Los avances técnicos son percibidos en la
zona andina como hechos de validez universal, dignos de ser
incorporados de manera inmediata a las actividades productivas,
distributivas y organizativas del país respectivo. Esta concepción en
torno al carácter únicamente positivo de la tecnología contrasta con la
opinión muy difundida entre nacionalistas, izquierdistas e indigenistas
de que la filosofía del racionalismo, el espíritu crítico-científico, el
genuino individualismo, el respeto inviolable a los derechos de la
persona, el pluralismo ideológico y la libertad de expresión, serían
productos secundarios y fortuitos, circunscritos a un ámbito geográfico
y temporal restringido (la Europa Occidental de los siglos XVI al XIX)
y, por lo tanto, de una validez relativa. En el área andina está
difundida la idea tácita de que es posible y deseable separar un invento
técnico de su contexto científico de origen. La importación masiva de
tecnologías ha dejado de lado el sustrato científico, el espíritu crítico
que hicieron posible la ciencia y, por consiguiente, el florecimiento
técnico-industrial contemporáneo.

Al igual que en una parte considerable de América Latina, una


cultura democrática y pluralista de naturaleza moderna, racional y
previsible es todavía hoy una asignatura pendiente en el área andina.
Lo mismo puede decirse de la prevalencia del Estado de derecho. En

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Bolivia no hay duda de los progresos registrados desde la restauración


de la democracia en 1982, pero todavía carecemos de una cultura
política democrática y pluralista que se haya consolidado seriamente en
todos los estratos sociales y ámbitos geográficos del país. Desde las
primeras encuestas de alta representatividad (1999) sobre estos temas,
la evidencia empírica ha mostrado la coexistencia de nuevas
orientaciones democráticas junto con viejas normativas autoritarias:
las mismas personas que apoyan la democracia persisten en practicar
valores autoritarios, y viven así "entre dos mundos", como afirmó Jorge
Lazarte. De este modo la comprobación empírica ha confirmado las
intuiciones de historiadores, ensayistas y escritores acerca de un
sustrato intolerante, autoritario, colectivista y centralista que
obviamente no pertenece a la esencia de la identidad nacional ─ es
dudoso que tal cosa metafísica realmente exista ─, pero que influye
desde larga data sobre el quehacer político de la nación.

La cultura democrática y el Estado de derecho no han adquirido una


carta segura de ciudadanía y siguen sometidos en gran escala a
consideraciones de oportunidad y a los vaivenes del poder político. En
los casos de Bolivia, Ecuador y Venezuela se puede adelantar la
hipótesis de que las prácticas cotidianas de una buena parte de la
población y de las instancias gubernamentales persiguen pautas
culturales de carácter premoderno y a menudo irracional, que
dificultan una convivencia razonable en la época actual. Se trata, por
otra parte, de padrones de comportamiento colectivo que están muy
difundidos en casi todos los sectores sociales del país respectivo, y que

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son apreciados positivamente por los mismos, lo que impide un cambio


sustancial en el corto plazo.

Se puede argüir, evidentemente, que los procesos de modernización


técnico-económica y de globalización cultural, en los cuales el área
andina está inmersa desde hace décadas, han influido de modo positivo
sobre el funcionamiento de la administración pública y sobre los estilos
de hacer política, de manera que no podría sostenerse la tesis de la
naturaleza premoderna de las prácticas socio-políticas de la región. La
realidad es más compleja. En las ciencias sociales se conoce bastante
bien el fenómeno siguiente. Los cambios en la dimensión del
comportamiento individual y colectivo son por naturaleza muy lentos y
no coinciden necesariamente con modificaciones en los terrenos de la
economía y la tecnología, por más profundas que sean estas últimas.
Uno de los rasgos centrales de la historia contemporánea del Tercer
Mundo consiste justamente en que la adopción del progreso tecnológico,
la utilización de los sistemas más avanzados de comunicaciones y la
importación del armamento más sofisticado pueden tener lugar en
medio de la preservación de rutinas culturales que vienen de muy atrás
y que mantienen su preeminencia en los campos de la política, el
tratamiento efectivo de las leyes, la relación cotidiana del ciudadano
con los poderes del Estado y la vida familiar e íntima. Estos factores
poseen una gran visibilidad simbólica. Sus características exteriores
están concebidas para el consumo popular masivo, y no siempre tienen
una significación profunda y duradera. La constelación actual en
Bolivia es confusa a primera vista porque el movimiento populista y los
sectores políticos afines tienen la reputación de encarnar la

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progresividad histórica y una auténtica modernización según las


verdaderas necesidades del país. Esta opinión está muy difundida en la
sociedad boliviana y, lamentablemente, también en círculos de la
cooperación internacional y la opinión pública europea.
Simultáneamente esta misma corriente fomenta de manera muy
efectiva actitudes, valores y normas que denotan un marcado carácter
premoderno, una propensión a lo antidemocrático, iliberal y
antipluralista y un talante anticosmopolita, provinciano y nacionalista.

El núcleo profundo de la ideología de los partidos populistas es una


doctrina elemental para tomar y consolidar el poder político; todos los
oropeles revolucionarios, indigenistas y nacionalistas representan un
espectáculo, obviamente imprescindible, para ganar adherentes
internos y para satisfacer las expectativas, a veces muy curiosas, de los
donantes y cooperantes externos y de la opinión pública europea. No
son ideologías programáticas en sentido estricto, que contribuyen a
inspirar y a moldear grandes procesos revolucionarios. Y ahí se
presenta uno de los grandes problemas contemporáneos. Notables
movimientos de masas, como los actuales partidos populistas del área
andina, postulan políticas públicas "justas" (para las mayorías siempre
explotadas), envueltas en un discurso moderno y convincente. Parecen,
por ende, concepciones progresistas para reorganizar la sociedad
respectiva y soluciones anti-elitistas a los problemas de desarrollo (la
"refundación" del país respectivo, por ejemplo). Estos aparatos
ideológicos reproducen, empero, prácticas consuetudinarias para
manipular a las masas, reiteran programas y planes desautorizados
por la historia y revigorizan rutinas irracionales referidas a la legalidad

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y al Estado de derecho. La formación de las decisiones y voluntades


políticas en el seno de los partidos gobernantes populistas es vertical en
el sentido de que los de arriba conciben y ordenan y los de abajo
obedecen y cumplen; si existieran opiniones divergentes, estas se
evaporan rápidamente ante la intervención concluyente de las
instancias superiores. En el fondo las marchas, manifestaciones y
bloqueos protagonizados por miles de adherentes de los partidos
gubernamentales del área andina son muy poco espontáneos, pues
estos adherentes que acuden a los lugares de concentración reciben la
orden correspondiente, el aliciente financiero y la amenaza clara en
caso de desobediencia; sin el modesto apoyo pecuniario las actividades
masivas voluntarias serían mucho más reducidas.

Volviendo a las causas de la constelación actual: un factor esencial


debe ser visto en el desencanto colectivo generado por los modelos
llamados neoliberales en América Latina y especialmente en Bolivia,
Ecuador, Nicaragua y Venezuela. En estos cuatro países las élites
asociadas al neoliberalismo y a la economía de mercado desregulado
han tenido un historial particularmente mediocre en el campo de la
ética social y en el desempeño técnico de las funciones
gubernamentales. El descalabro del sistema tradicional de partidos ─
muy notorio en estos cuatro estados ─ tuvo lugar paralelamente al
desprestigio de las modernas élites tecnocráticas. No se trata sólo de
una mala gestión económica de los regímenes liberal-democráticos, sino
de una decepción cultural muy amplia, percibida como tal por la
mayoría de la población. Y esto es lo preocupante.

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Uno de los problemas poco estudiados por los enfoques convencionales


de las ciencias sociales, pero de importancia esencial, se refiere a la
calidad intelectual y ética de los grupos dirigentes que fueron los
encargados de implementar las reformas modernizadoras, introducir la
economía de libre mercado, consolidar las democracias y asumir los
gobiernos respectivos (en Bolivia de agosto de 1985 a enero de 2006). Se
puede afirmar que la gestión deficitaria de los partidos asociados al
neoliberalismo no fue el único factor que desencadenó la desilusión
colectiva. La presión demográfica, las demandas de las nuevas
generaciones y de los grupos que pugnaban por reconocimiento, trabajo
y bienestar, el resurgimiento de las identidades indígenas y la lucha
por recursos naturales cada vez más escasos han promovido
efectivamente una decepción casi ilimitada con respecto a lo alcanzado
y a lo alcanzable en los terrenos, social, económico y político. No se
trata, en el fondo, de una apreciación objetiva de parte de las masas
(los resultados del neoliberalismo no fueron tan negativos en ninguno
de los cuatro países), sino de cómo el desarrollo histórico es percibido
por amplios sectores sociales. Y esta percepción colectiva es muy
desfavorable al conjunto político-ideológico que hoy se denomina
neoliberalismo. No hay duda de que las corrientes populistas han
desplegado un notable virtuosismo al conformar y manipular las
imágenes públicas ahora predominantes en torno a los logros y fracasos
del neoliberalismo. Al perfilarse paulatinamente estos problemas en el
horizonte político, las élites tradicionales no pudieron esbozar una
solución adecuada ni tampoco un imaginario colectivo más o menos
favorable a sus intereses. Frente a este vacío de opciones dentro del
espectro convencional de partidos, una buena parte de la población ha

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sido seducida por el discurso del populismo con ribetes socialistas e


indigenistas. No se trata de una elección racional de estos sectores
sociales sopesando los nexos de los propios intereses con el programa
populista o analizando cuidadosamente las políticas públicas
propuestas por los movimientos contestatarios, sino de un
encandilamiento socio-cultural generado por un discurso
grandilocuente, ambicioso y fríamente calculado frente a la
mediocridad representada por los partidos tradicionales.

La combinación de todos estos factores engendró una "recuperación"


de las tradiciones políticas autóctonas, es decir antidemocráticas y
antipluralistas que ahora se expanden nuevamente por el área andina
y otras regiones de América Latina, junto con un crecimiento
considerable del potencial electoral de los partidos populistas. La falta
de un mejoramiento sustancial del nivel de vida de las clases
subalternas ─ o la creencia de que la situación es así ─, el carácter
imparable de la corrupción en la esfera político-institucional y la
ineficiencia técnica en el ejercicio de funciones públicas han sido, como
se mencionó, los factores que han desencadenado el sentimiento
mayoritario de la desilusión con la "democracia pactada". El populismo
nacionalista e indigenista, que en Bolivia ha desplegado sus alas en los
últimos años criticando exitosamente a la democracia representativa
"occidental", ha significado en el fondo un claro retroceso en la
configuración de las estructuras partidarias internas, en el debate de
argumentos ideológicos y en la construcción de gobiernos razonables,
pues ha revigorizado una amplia gama de procedimientos
paternalistas, clientelistas y patrimonialistas, dotándoles de un

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simulacro muy efectivo de participación democrática. El


funcionamiento interno de los partidos gubernamentales del área
andina no se distingue, justamente, por ser un dechado de virtudes
democráticas, ni en la elección de los órganos superiores de los partidos
por las instancias inferiores ni tampoco en la formulación programática
que provenga espontáneamente de las filas de los militantes de base.

En Bolivia la actual victoria del populismo nacionalista-socialista se


asemeja en algunos rasgos a la involución democrático-institucional
que tuvo lugar a partir de la Revolución Nacional de 1952. Por ello no
es superfluo un breve vistazo histórico. Después de la Guerra del Chaco
(1932-1935) y el descalabro de los partidos y las élites tradicionales,
surgieron nuevos partidos de corte nacionalista y socialista que jugaron
un rol decisivo en las décadas siguientes. Ellos eran la manifestación de
sectores anteriormente excluidos del ejercicio del poder, sobre todo los
grupos y asociaciones del ámbito provinciano y municipal, que hasta
entonces habían tenido una participación exigua en el manejo de la
cosa pública. Los estratos altos tradicionales y sus partidos ejercieron el
gobierno por última vez en los periodos 1940-1943 y 1946-1952 e
intentaron a su modo modernizar las actuaciones políticas, dando más
peso al Poder Legislativo, iniciando tímidos pasos para afianzar el
Estado de derecho y estableciendo una cultura política liberal-
democrática. Estos esfuerzos no tuvieron éxito porque precisamente
una genuina cultura liberal-democrática nunca había echado raíces
duraderas en la sociedad boliviana y era considerada como extraña por
la mayoría de la población. Por otra parte esta cultura liberal-
democrática fue combatida ferozmente por las "nuevas" fuerzas

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nacionalistas y revolucionarias. La lucha contra la "oligarquía minero-


feudal" encubrió eficazmente el hecho de que estas corrientes
radicalizadas detestaban la democracia en casi todas sus formas y, en
el fondo, representaban la tradición autoritaria, centralista y
colectivista de la Bolivia profunda, tradición muy arraigada en las
clases medias y bajas, en la esfera rural y las ciudades pequeñas y en
todos los grupos sociales que habían permanecido secularmente
aislados del mundo exterior. El nacionalismo era y es, en el fondo, una
renovación del clásico espíritu centralista, autoritario y anticosmopolita
que está vigente desde la era colonial. Los nacionalistas y populistas de
entonces asociaron la democracia liberal y el Estado de Derecho con el
régimen presuntamente "oligárquico, antinacional y antipopular" que
fue derribado en abril de 1952. En el plano cultural y político estas
corrientes populistas promovieron un renacimiento de prácticas
autoritarias y el fortalecimiento de un Estado omnipresente y
centralizado. A partir de 1952 y en nombre del desarrollo acelerado se
reavivaron las tradiciones del autoritarismo y centralismo, las formas
dictatoriales de manejar "recursos humanos" y las viejas prácticas del
prebendalismo y el clientelismo en sus formas más crudas. Todo esto
fue percibido por una parte considerable de la opinión pública como un
sano retorno a la propia herencia nacional, a los saberes populares de
cómo hacer política y a los modelos ancestrales de reclutamiento de
personal y también como un necesario rechazo a los sistemas "foráneos"
y "cosmopolitas" del imperialismo capitalista.

En el mundo andino actual podemos percibir algo así como una


disipación continua de la energía, una desintegración de las

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instituciones que garantizan el orden, una intensificación de la


descomposición de normativas estructurantes y finalmente tendencias
autodestructivas (por ejemplo el incremento de la criminalidad y la
inseguridad y la destrucción incesante del medio ambiente). Pero todo
esto no preocupa demasiado a los gobernantes de tendencias
populistas. La experiencia histórica nos señala que las preocupaciones
de los ideólogos populistas estuvieron y están centradas en torno al
control y la indoctrinación de los adherentes, la conquista del poder
político, atribuir al Otro por excelencia (la oligarquía, los países
"imperialistas", los disidentes) la responsabilidad por todo lo negativo
y, ocasionalmente, ambiciosos intentos de modernización acelerada.
Pero ninguno de ellos ha mostrado interés por difundir una educación
política crítica, por analizar adecuadamente el pasado, los valores
contemporáneos de orientación y las pautas normativas de
comportamiento o por popularizar una cultura racional-moderna de la
legalidad. El mismo Estado de derecho jamás formó parte de los
designios populistas de ningún país. Estas "cosas" son consideradas
como minucias sin importancia de la burguesía moribunda. Más bien:
la tentación de formular promesas irrealistas, el vituperio radical de los
adversarios, la práctica de la improvisación a todo nivel y la demagogia
perenne representan las prácticas más usuales de los liderazgos
populistas. En el fondo, es una tendencia a la desinstitucionalización de
todas las actividades estatales y administrativas, la que afianza el
poder y el uso discrecional del aparato estatal por parte de la jefatura
populista. Este acrecentamiento del poder de los arriba (con su
correlato inexorable: la irresponsabilidad) sólo ha sido históricamente

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posible a causa de la ignorancia, la credulidad y la ingenuidad de los de


abajo.

La experiencia histórica nos lleva a sostener que una cultura de la


ambigüedad legal, como es la practicada por los diferentes modelos
populistas, favorece a largo plazo el infantilismo político. La falta de
reglas claras y la omnipotencia de la dirigencia hacen aparecer como
superfluos los esfuerzos propios de los ciudadanos en pro de una
politización autónoma. Las masas son manipuladas o, en el mejor de
los casos, guiadas por el gobierno o el caudillo hacia su propio bien ─
definido unilateralmente desde arriba ─, pero no son inducidas a que lo
hagan mediante un proceso propio de aprendizaje y error, conocimiento
y crítica. Un proceso de politización autónoma lleva a una diversidad de
puntos de vista, a una pluralidad de intereses y, por ende, a una
variedad de líneas políticas. Todos los modelos populistas propugnan,
en cambio, la homogeneidad como norma, el uniformamiento político-
partidario como meta, el organicismo antiliberal como factor
estructurante. Es indudable que esta constelación favorece aspectos
autoritarios, que en algún momento pueden transformarse en
totalitarios. El poder de las imágenes decretadas desde arriba, la fuerza
hipnótica y carismática del líder, el alcance y la cobertura de los medios
modernos de comunicación, la facilidad de manipular a masas
intelectual y culturalmente mal formadas y el sentimiento de gratitud
de estas mismas a un gobierno que les ha brindado algunas ventajas
produce una amalgama poderosa, ante la cual la defensa de los
derechos humanos, la libertad de expresión y el pluralismo ideológico
emergen como fenómenos de segundo rango, como factores

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prescindibles de un orden ya caduco, como antiguallas de una época


pretérita superada ampliamente por la historia contemporánea.

Es altamente probable que una buena parte de la población boliviana,


como lo han establecido las encuestas de opinión pública en torno a la
cultura política, exhiba una marcada aversión por aquellos que piensan
y actúan de modo diferente al de la mayoría. La intolerancia en
relación a lo divergente, la más alta de América Latina, constituye el
rasgo fundamental de la cultura política de estas tierras: la compulsión
al uniformamiento, la celebración de la homogeneidad, la alabanza de
la unidad. Por ello una gran parte de la población boliviana, incluidos
sus intelectuales más preclaros y sus políticos de oposición y sus líderes
de opinión, elogian el hecho de que un candidato presidencial alcance la
mayoría absoluta de los votos emitidos y no haya entonces necesidad de
la vilipendiada "democracia pactada".

Una democracia avanzada y consolidada, en cambio, vive


relativamente bien cuando se produce una pluralidad de opciones
político-ideológicas que quedan más o menos alejadas de la mayoría
absoluta y, entonces, deben concertar una salida entre ellas. Como una
sociedad bien desarrollada es probablemente una sociedad altamente
diferenciada, con una diversidad de partidos y líneas políticas, se
podría inferir que una multiplicidad de partidos sin un claro vencedor
es más bien un signo de adelantamiento histórico. En Bolivia, al
contrario, este resultado es visto negativamente. Por todo ello se puede
aseverar que permaneceremos un buen tiempo en aquel estadio
cultural arcaico que adora las cosas simples y claras, como una mayoría

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política absoluta; que detesta las minorías y que supone que todo
individualista es alguien sospechoso; que desprecia los mecanismos
meritocráticos y que no comprende al carácter precario de toda decisión
política. De ahí hay un paso al autoritarismo en la praxis y sólo dos
pasos a la instauración de un totalitarismo suave, como corresponde al
siglo XXI.

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