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Secularización en Leviatán y Los Hermanos Karamazov: una aproximación desde la

teología política de Carl Schmitt

Resumen

El siguiente trabajo se propone analizar un extracto de Los Hermanos Karamazov en la


clave de Catolicismo Romano y Forma Política, donde Carl Schmitt identifica la
secularización de la Iglesia Romana, personificada en el Gran Inquisidor, como
paradigma de la representación. Si, siguiendo la clave schmitteana, la representación es
la base de la soberanía, entonces la Iglesia Romana es el paradigma de la soberanía. Para
llegar a esta conclusión, demostraremos, en primer lugar, que el dogma de la infalibilidad
papal instancia el decisionismo político de Schmitt, pues consiste en el poder del Papa
para mediar entre las diferentes (y podría decirse, irresolubles) congregaciones del
Catolicismo. En segundo lugar, haremos una comparación entre el decisionismo de
Hobbes y el Catolicismo Romano: mientras que Hobbes construye la soberanía en el
ámbito público, la soberanía del Gran Inquisidor reside en la creencia de la gente.

El Catolicismo como katéchon en Los Hermanos Karamazov

Según Schmitt, la Iglesia Católica es un Katéchon, es decir, una figura de fuerza


inexplicable que retarda un proceso inevitable. La palabra, en sus orígenes bíblicos, es
dicha por el apóstol San Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses, versículos 6 y
7, en el contexto de la aparición del Anticristo. La interpretación de Santo Tomás de
Aquino, tomada como oficial de la Iglesia, así como la de San Agustín, indican que ese
Katéchon debe ser tomado como el Imperio Romano.

De esa interpretación se coge Carl Schmitt cuando, en Tierra y Mar, dice que el Imperio
Bizantino “fue un auténtico dique, un katechon [que ] se sostuvo frente al Islam durante
varios siglos y, merced a ello, impidió que los árabes conquistasen toda Italia” (TM, 19-
20). Además, en El nomos de la tierra, tras delinear la continuidad entre la República
Cristiana y el Imperio Romano, afirma que “lo fundamental de este imperio cristiano es
el hecho de que no sea un imperio eterno, sino que tenga en cuenta su propio fin y el fin

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del eón presente, y que a pesar de ello sea capaz de poseer fuerza histórica. El concepto
decisivo de su continuidad, de gran poder histórico, es el de katechon. Imperio significa
en este contexto la fuerza histórica que es capaz de detener la aparición del anticristo y
el fin del eón presente" (NT, 38). Así lo afirma también en su conferencia del 11 de mayo
de 1951 en el Ateneo de Madrid: “Siglos enteros de historia medieval cristiana y de su
idea de Imperio se basan en la convicción de que el Imperio de un príncipe cristiano tiene
sentido de ser precisamente un tal katechon. Magnos emperadores medievales como Otón
el Grande y Federico Barbarroja, vieron la esencia histórica de su dignidad imperial en
que, en su calidad de katechon, luchaban contra el Anticristo y sus aliados y aplazaban
así el fin de los tiempos" (UM, 32).

Una de las más importantes representaciones de la Iglesia Católica como katéchon,


aunque no explícita, está en Los Hermanos Karamazov. Ahí, el personaje del Gran
Inquisidor personifica una Iglesia Católica que ha cedido a las tentaciones del demonio:
el milagro, el misterio y la autoridad. No es, sin embargo, por maldad arbitraria que el
Inquisidor haya cedido a estos valores. Más bien, se comporta como Katéchon porque ve
un riesgo anarquista en la llegada de Cristo. Su objetivo es evitar el caos.

Para comprender esto servirá contextualizar un poco el texto en cuestión. El capítulo V


de Los Hermanos Karamazov, titulado “El Gran Inquisidor”, no narra propiamente
acciones que estén configuradas en relación con el resto de la novela, sino un poema
inventado por Iván, el Karamazov ateo, el Karamazov que habla francés y por tanto
representa, en el mundo de Dostoyevsky, la decadencia de la modernidad. Este poema,
descrito por él mismo como disparatado, es declamado frente a Aliocha en el contexto
de una conversación sobre el perdón. En él, Iván narra la nueva llegada de Jesús al
mundo:

«No es así como Él prometió venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial,
súbitamente, ‘como el relámpago que brilla desde Oriente hasta Occidente’ . No,
no ha venido así; ha venido a ver a sus niños, precisamente en los lugares donde
crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En su misericordia infinita,
desciende a mezclarse con los hombres bajo la forma que tuvo durante los tres
años de su vida pública» (HK, 513).

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Si bien había prometido venir al final de los tiempos, ha venido antes, es decir, se ha
adelantado a su tiempo, y ha llegado a un momento de la historia humana en donde el
modo en que la iglesia pregona la fe dista mucho de la libertad que él había ideado
durante su estancia en la tierra, lejos de cualquier institución opresora.

«En este momento pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran
inquisidor. Es un anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos,
pero en los que se percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa
vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos
de la Iglesia romana: vuelve a vestir su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le
siguen sus sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se
queda mirando desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ataúd
depositado ante El, la resurrección de la muchacha... Su semblante cobra una
expresión sombría, se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden uña luz
siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y ordena a su escolta que lo
detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado está el pueblo a someterse a su
autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para dejar paso
a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias del Santo Oficio
prenden al Señor y se lo llevan» (HK, 515)

Dado que la venida de Cristo al mundo no coincide con el apocalipsis, sino que ocurre
durante un periodo histórico pasado, queda claro que el poema de Ivan no es dogma del
cristianismo, sino más bien una invención libre de la novela. Esto permite interpretar a
la Iglesia Católica como Katéchon, mas no solo en un sentido teológico, sino bajo una
acepción secularizada: Cristo es tomado prisionero por el Gran Inquisidor, pues este lo
considera una amenaza para el orden público: «No tienes derecho a añadir ni una sola
palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a trastornarnos? Porque
tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes» (HK, 516). Es así que al principio
del relato decide que lo quemará en la hoguera, como el peor de los herejes, y que serán
los mismos fieles quienes alimentarán el fuego.

«Todas tus nuevas revelaciones supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya


que parecerían milagrosas. Y Tú, hace quince siglos, ponías por encima de todo
esta libertad, la de la fe. ¿No has dicho muchas veces: “Quiero que seáis libres”?
Pues bien —añadió el viejo, sarcásti- co—, ya ves lo que son los hombres libres.

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Sí, esa libertad nos ha costado cara —continúa el anciano, mirando a su
interlocutor severamente—, pero al fin hemos conseguido completar la obra en
tu nombre. (HK, 518)

¿Por qué la hostilidad del Inquisidor para con Jesús? ¿En qué consiste dicho trastorno?
Desde un punto de vista estrictamente teológico, la relación entre Cristo y la Iglesia es
una relación compleja, pues si bien Cristo, en cuanto cuerpo ausente, es su origen, por lo
mismo, por ser cuerpo ausente, no puede formar parte de ella. El Inquisidor funge de
Katéchon porque decide que no es aún el tiempo de que Jesús venga a la tierra, porque
detiene, momentáneamente, un resultado inminente para la humanidad.

Sin embargo, su función de Katéchon no está fundada en una característica suya, como
personaje: en su senilidad o, en fin, en una invención arbitraria de Iván Karamazov. Por
el contrario, dentro del mundo de Dostoyevsky, el Inquisidor obedece un principio
racional para rechazar a Jesús; es decir, hay una divergencia en términos de contenido,
que podríamos llamar filosófica o teológica. Así, una vez que terminan sus amenazas
concretas, el Inquisidor despliega sus razones y revela el motivo racional de aversión a
su prisionero. »—El terrible Espíritu de las profundidades, el Espíritu de la destrucción
y de la nada [dice el Inquisidor] te habló en el desierto, y la Sagrada Escritura dice que
te tentó. No se podía decir nada más agudo que lo que se te dijo en las tres cuestiones o,
para usar el lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que Tú rechazaste» (HK, 520).
Es evidente que el Inquisidor se refiere a las tres tentaciones de Cristo, y que ‘el terrible
Espíritu de las profundidades’, ‘el Espíritu de la destrucción’ es el diablo. Lo curioso, en
este punto —y no parece ser una ironía— es que califique las tentaciones como agudas.
Dirá más adelante, incluso: «No ha habido en la tierra milagro tan auténtico y magnífico
como el de estas tres tentaciones. El simple hecho de plantearlas constituye un milagro.
Supongamos que hubieran desaparecido de las Escrituras y que fuera necesario
reconstituirlas, idearlas de nuevo para llenar este vacío» (HK, 520). Muy pronto quedará
claro que, en efecto, el Inquisidor toma las tentaciones como problemas filosóficos, como
preguntas que ponen en jaque la fe católica, pero no por ser maldades vacuas, sino por
pertenecer a la esencia humana y condensar todas sus contradicciones insolubles. Esto
se ilustra casi literalmente cuando supone que hombres de Estado, filósofos y poetas
idearían, si debieran expresar en tres frases toda la historia de la humanidad futura,
aquellas tres tentaciones. Dirá: «Entonces no era posible advertirlo, ya que el porvenir
era un misterio; pero ahora, quince siglos después, vemos que todo se ha realizado hasta
el extremo de que es imposible añadirles ni quitarles una sola palabra. Ya me dirás quién

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tiene razón, si Tú o el que te interrogaba.» (HK, 521). Así, desafía la palabra de Dios tal
como aparece en las sagradas escrituras y deja en evidencia la nueva adscripción de la
Iglesia a la filosofía del diablo, más cercana al ser humano.

La primera tentación de Jesús, como dice el evangelista Mateo en el Nuevo Testamento


(Mt 4, 1-11), consiste en el poder de convertir las piedras en panes. Jesús responde: no
solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. El Inquisidor
contesta lo siguiente:

«¿pero qué será de los millones de seres que no tengan el valor necesario para
preferir el pan del cielo al de la tierra? Porque supongo que Tú no querrás sólo a
los grandes y a los fuertes, a quienes los otros, la muchedumbre innumerable, que
es tan débil pero que te venera, sólo serviría de materia explotable. También los
débiles merecen nuestro cariño. Aunque sean depravados y rebeldes, se nos
someterán dócilmente al fin. Se asombrarán, nos creerán dioses, por habernos
puesto al frente de ellos para consolidar la libertad que les inquietaba, por
haberlos sometido a nosotros: a este extremo habrá llegado el terror de ser libres.
Nosotros les diremos que somos tus discípulos, que reinamos en tu nombre. Esto
supondrá un nuevo engaño, ya que no te permitiremos que te acerques a nosotros.
Esta impostura será nuestro tormento, puesto que nos habrá obligado a mentir.
Tal es el sentido de la primera tentación que escuchaste en el desierto.» (HK,
523)

En otro lado, añade: «“¡Aliméntalos y entonces podrás exigirles que sean virtuosos!”: he
aquí la inscripción que figurará en el estandarte de la revuelta que derribará tu templo»
(HK, 522). Con esta inversión de los valores cristianos, el Inquisidor demuestra que la
Iglesia, en vez de asumir que el ser humano está a su altura, debe ponerse a sí misma a
la altura del ser humano. De lo contrario —podría bien decir el Inquisidor— se estaría
incurriendo en una especie de elitismo, en una abstracción del ser humano que no se
condice con la realidad de la mayoría.

La segunda tentación de Jesús ocurre cuando el diablo lo transporta al alto de un templo


en la ciudad de Jerusalén y lo insta a que se lance para que los Ángeles lo tomen con las
palmas de sus manos y, así, demuestre que es hijo de Dios. La respuesta de Jesús, bien
conocida, es: “No tentarás al Señor tu Dios”. A esto replica el Inquisidor de la siguiente
manera: «Deseabas una fe libre y no inspirada por lo maravilloso; querías un amor libre

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y no los serviles transportes de unos esclavos aterrorizados. Otra vez te forjaste una idea
demasiado elevada del hombre, pues los hombres son esclavos aunque hayan nacido
rebeldes» (HK, 528). Esta réplica persiste en el argumento del elitismo, pues, desde la
perspectiva del Inquisidor, el ser humano es débil. Pero aparece también otro tamiz, a
saber, aquel de la libertad de la fe y de la capacidad de elegir entre el bien y el mal. El
nonagenario de la Inquisición Española no cree, evidentemente, que la imagen de Jesús
sea suficiente para moldear la acción humana. Queda claro en este punto que Jesús es un
principio de anarquía que se distingue de las «duras leyes de la antigüedad» (HK, 526).

La tercera tentación de Jesús ocurre cuando el diablo lo lleva a un monumento


encumbrado y, mientras le muestra la gloria de todos los reinos del mundo, le ofrece lo
que ve a cambio de su adoración. En esta ocasión, Jesús responde: “Adorarás al Señor
Dios tuyo, y a él solo servirás”. La respuesta del Inquisidor es elocuente: «Si hubieses
aceptado la púrpura de César, habrías fundado el imperio universal y dado la paz al
mundo. ¿Pues quién mejor para someter al hombre que aquel que domina su conciencia
y dispone de su pan? Nosotros hemos empuñado la espada de César y, al empuñarla, te
hemos abandonado para unirnos a él» (HK, 531). ¿Qué quiere decir esto? Evidentemente,
lo que aquí nos muestra el Inquisidor es que la Iglesia, que ya había cedido a las dos
tentaciones anteriores del diablo, ahora cede a la tercera: su universalidad como
institución. El tratamiento que Dostoyevsky da a esta última tentación es quizá la más
importante para nuestros fines, pues se refiere a lo que Carl Schmitt llamará la forma
política del Catolicismo.

Forma Política del Catolicismo

“Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos
secularizados” (TP, p. 37). Con estas palabras, Schmitt introduce la principal tesis
metodológica de su teología política. Otro modo de decirlo es el siguiente: la religión y,
en general, la imagen metafísica de un determinado momento histórico tienen
consecuencias políticas, o la inversa, la verdadera sociología de un concepto político
consiste en el rastreo de su imagen metafísica. En este sentido se puede hablar de la ‘idea
política’ de una religión como el catolicismo, y contraponerla, por decir un ejemplo, con
la ‘idea política’ del protestantismo. Ese es justamente el fin de Catolicismo Romano y
Forma Política. Para Schmitt, la teología política no trata dogmas filosóficos, sino un

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problema histórico conceptual: aquel de la identidad estructural de los conceptos
teológicos y jurídicos. Para trabajar esta identidad, elije el estudio sistemático de lo que
considera los dos ejemplos más desarrollados de racionalismo: la Iglesia Católica en
cuanto racionalidad jurídica y el Estado moderno (ius publicum Europaeum).

Para él, la edad moderna atestigua el surgimiento, apogeo y crisis del estado soberano,
en cuanto agente de secularización de conceptos teológicos y, en ese sentido, de
culminación del proyecto racional occidental. Este estado soberano tiene el monopolio
del poder, que puede ser expresado con la ecuación estado=política, e implica una
separación de ambos términos de la ecuación y la sociedad. En otras palabras, implica un
nivel de representación.

En cierto momento, sin embargo, el Estado comienza a perder el monopolio de la


política, es decir, a deslindarse de la forma política como tal. Es por eso que, siguiendo
con el método de ‘conceptualización radical’, o ‘sociología de los conceptos’, analiza el
modo en que las dogmáticas del Catolicismo tienen un correlato estructural con la forma
política que le permite coexitir con el mundo moderno e incluso posmoderno. La iglesia,
como dice Schmitt, “posee el pathos de la autoridad en toda su pureza. Es una
representación personal y concreta de una personalidad concreta. Además es portadora,
en la mayor escala imaginable, del espíritu jurídico y la verdadera heredera de la
jurisprudencia romana. En esa capacidad que tiene para la Forma jurídica radica uno de
sus secretos sociológicos. Pero tiene energía para adoptar esta Forma o cualquier otra
porque tiene la fuerza de la representación. Representa la civitas humana, representa en
cada momento histórico al propio Cristo personalmente” (CR, 23) y en su capacidad
representativa radica su tarea de katechon, sobre todo frente a la era del pensamiento
económico y la sociedad de consumo.

Bajo este tamiz, la Iglesia Católica se comprende como un Complexio Oppositorum. En


efecto, el Catolicismo, lejos de rechazar un universalismo político, lo abraza al punto en
que, como dice Schmitt, se convierte en el principio de soberanía secularizado. El
Inquisidor dice a Jesús: «Todo lo transmitiste al papa: todo, pues, depende ahora del
papa. No vengas a molestarnos, por lo menos antes de que llegue el momento oportuno»
(HK, 518). Para Carl Schmitt, a partir del Concilio Vaticano II, en donde se establece el
dogma de la infalibilidad papal, la Iglesia Católica se convierte en el paradigma de la
representación. Podría decirse del siguiente modo: no es el caso que el Papa sea infalible

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porque sea Papa, sino que el Papa es Papa porque es infalible. Es la infalibilidad, como
principio formal, y no el legado religioso mismo, el centro del Catolicismo como
institución en el mundo contemporáneo. El papa alcanza su mayor grado de
representación porque encabeza la religión que mayor multiplicidad y contradicción
encuentra entre sus contenidos e inclinaciones.

Cuando decimos que la Iglesia Católica es un Complexio Oppositorum, partimos de un


fenómeno político que no le es exclusivo. Ya en Catolicismo Romano y Forma Política
Schmitt asevera que a todo imperio mundano corresponde un cierto relativismo, una
tolerancia que puede bien resultar oportunista (o estratégica) y que tiende a abstraer las
particularidades culturales, por mor de la unidad política. El imperialismo puede así
abrazar tamices políticos tan disímiles como el conservadurismo, el liberalismo, el
militarismo, el pacifismo, etc. Sin embargo, hay consenso sobre la continuidad entre el
Imperio Romano y la Iglesia Católica en cuanto complejo aparato administrativo.

Según autores como Max Weber o Fiodor Dostoyevski, es claro que la Iglesia no solo
perpetúa el imperio sino que manifiesta el complexio oppositorum en su máxima expresión,
pues se eleva sobre toda forma de vida, sin otredad que se le resista. A la iglesia se le
acusa muchas veces de apoyar causas opuestas en distintos lugares. Por ejemplo, Schmitt
anota que en 1815, la Alianza Sagrada se convirtió en el principal enemigo de los
liberales, mientras que en otros países fue el defensor de esas mismas libertades. Todas
las posibles formas políticas no son más que la realización de una idea que, si bien en
apariencia inconsistente, es consecuencia y manifestación de un universalismo político
(CR, 11).

Más allá de su carácter formal, la Iglesia Católica retiene su existencia concreta de modo
concreto y racional, donando un sentido de particularidad e identidad a cada pueblo. Esta
formalización está basada en una realización del principio de representación. Esta
representación, sin embargo, nada tiene que ver con el universalismo hegeliano, según
el cual la esencia del catolicismo es el espíritu absoluto que resuelve en sí todas las
contradicciones. Schmitt deja muy claro que cuando los románticos esquematizan un
catolicismo ‘orgánico’, es decir, un catolicismo que funja como unidad entre la
externalidad (o podríamos decir, en términos schmitteanos, visibilidad) católica y la
internalidad protestante, están construyendo una fantasía más que resolviendo algo real.
Más bien, tal visión romántica deja entrever la asunción del mundo como realidad

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dicotómica que luego deba ser resuelta. El cristianismo es distinto a la síntesis alemana
entre naturaleza e historia, básicamente porque no concibe ningún polo de la dicotomía
como lo hace el protestantismo o el romanticismo (CR, 9).

El racionalismo de la Iglesia Católica (el mismo que demuestra en su lucha contra la


superstición, los cultos dionisíacos y la sumersión de la razón bajo la meditación), a
diferencia de la industria y la tecnología, no se avoca a la dominación de la materia, sino
que tiene una racionalidad propia, que consiste en ser esencialmente jurídica: ‘el papá no
es un profeta de cristo, sino un vicario’ (CR, 14), dice Schmitt. Y sin embargo —y en
esto radica, una vez más, su carácter de complexio oppositorum—, el papa no es un
funcionario en el sentido moderno del término, es decir, no es una posición impersonal,
sino un oficinista del mandato personal de Cristo, a través de una cadena ininterrumpida.

Hobbes y el Katéchon secularizado

Debe quedar claro que el Gran Inqusidor de Dostoyevsky no pretende construir la


iglesia sobre bases diabólicas por una mera voluntad de poder, sino con el fin específico
de salvaguardar la institución de la iglesia frente al caos, cuya posibilidad nace con la
llegada de Jesús. A un nivel escatológico, siempre cabe la pregunta de por qué no es el
fin del mundo tras la llegada de Cristo a la tierra. El sentido del tiempo pos-encarnación
de Cristo adolece de una previsión del caos. Pero el Inquisidor no se mueve en este
terreno, sino en uno claramente político. Y en términos políticos, el katéchon es el orden
y la institución, o, lo que es lo mismo, aquello que retiene tes anomias. Schmitt encuentra
un paralelo entre el la Iglesia Católica del Gran Inquisidor y el Leviatán de Thomas
Hobbes, cuya filosofía política no tiene un fin positivo, como lo fuera el Summum Bonum
o la virtud griegos, sino un fin negativo, a saber, la contención del apocalipsis o la guerra.
El Estado hobbesiano funciona como un katéchon: previene el caos y la violencia del
Estado de Naturaleza, que no es un origen mítico, sino, en todo caso, un final. En otras
palabras, así se erija un Leviatán, la posibilidad del Estado de Naturaleza nunca
desaparece.

Como apunta Schmitt, Hobbes y El Gran Inquisidor hacen el mismo gesto para con la
religión. En ambos casos, Jesús confiere el poder de legitimidad a la institución. Cuando
Hobbes dice: “Jesús es Cristo”, le confiere el poder de legitimar el Estado, pero desde

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afuera, lo cual hace de ese Estado secular. Según Schmitt, esa marginación de Cristo con
respecto del entramado conceptual que funda la sociedad se parece al gesto del Gran
Inquisidor, quien elige no aniquilar a Jesús, sino controlarlo, mantenerlo como cuerpo
ausente, como condición de posibilidad de la Iglesia, pero al mismo tiempo eliminar su
naturaleza anárquica. Es así que, al final del poema de Iván, el Inquisidor, quien no puede
aniquilar a Jesús (pues lo necesita), cambia de parecer y lo deja ir.

«El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige
a la puerta, la abre y dice: « ¡Vete y no vuel- vas nunca, nunca!» Y lo deja salir a
la ciudad en tinieblas. El Preso se marcha» (HK, 542).

Es en este gesto donde mejor se ve cómo la noción de katéchon encarna la noción de


soberanía en Schmitt. Tanto la figura de la infalibilidad en la Iglesia Católica como la
del soberano en el Estado hobbesiano sienta la base para una filosofía de la decisión
política, pues si alguna vez la soberanía falla, entonces el desorden, la anarquía, el fin
del mundo irrumpe.

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Bibliografía

Schmitt, Carl
2000 Catolicismo Romano y Forma Política, Madrid, Tecnos.

1996 Roman Catholicism and Political Form, traducido por G.L. Ulmen,
Londres, Greenwood Press.

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mundo. Murcia: Universidad de Murcia. Recuperado de
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Beauchamp, Gorman

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20, Michigan, 125-151.

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