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Dos de febrero de 1998: retazos de un elogio de Nino García

I.

Nino García Núñez nació en Valparaíso en 1957.

Cada día rehúyo más de hablar abiertamente sobre música con otras personas por
el riesgo –excesivo, de seguro– de resultar pedante, ampuloso o subjetivo al punto
de desembocar en un hermetismo infecundo. No obstante, cuando me he visto en
una circunstancia de ese estilo, y solo luego de sortear las tácitas barreras de la
confianza o del ritmo de la conversación, me he permitido citar enunciados como el
de la frase que encabeza este acápite. Pronuncio el nombre de «Nino García» y
someto ansiosamente la suerte de la conversación al escrutinio de su propia
supervivencia. Agrego en esas ocasiones que «fue compositor, un compositor
chileno… también fue cantante, arreglista». Me he visto a menudo, con una no
desdeñable desesperación, insistiendo con pequeños datos de reseña biográfica
que, en su síntesis –o al menos en el arrojo de mi intención–, deberían sintonizar a
mis interlocutores con la mención de García para así salvar el diálogo en las
postrimerías de este. «Espejismo», «la OTI», «no sé si ubicas una canción que
cantaba la Gloria Simonetti». Tarareo. Es estéril: pierdo la línea melódica de
Entreparéntesis y acabo cantando, embobado en mi labilidad sonora, unos
arpegios ascendentes de las cuerdas que con mi precaria voz hago indescifrables y,
a fin de cuentas, ajenos. Pienso que Nino García estuvo coqueteando con
Rachmáninoff al componer esa balada que Simonetti reclamó para sí tan solo con
oírla. Estoy tarareando otra canción que no es Entreparéntesis, que no es la
canción que «seguramente escuchó tu mamá, tu tío, qué sé yo… no es tan antigua».
Mierda. ¿Por qué se me tornan tan mezquinos el habla y el canto? Necesito más
recursos para extender aún más profundamente mi fracaso, para derrumbar, de
una vez por todas, la exigüidad sardónica del arsenal de la memoria. «El de Un
beso y una flor», me han dicho, tratando de reanimar la conversación con una
infusión de plomo.

«No –digo–: Nino García Núñez nació en Valparaíso en 1957». Me dicen que lo
conocen. Otras veces que no. Me cuentan en ocasiones que lo ubican, pero que no
le conocen ninguna canción. Me aseguran que es el de Un beso y una flor y me
añaden además que cantaba la de las Cartas amarillas –canción excelente, dicho
sea de paso– y que hacía de actor. Vaya manera de morir en el cénit de su carrera.
«Pero no, no es él», repongo.

II.

Nino García es un espectro. Si el comunismo para Marx habría de ser el espectro


que recorrería Europa, me atrevería a decir que Nino García es también un
espectro –uno de varios, pero no de tantos– que recorre la música chilena desde su
fecundación hasta el abrazo de su propia tragedia.
La fantasmagoría de García tiene poco que ver con la imagen pálida o aguachenta
del imaginario que en ocasiones se cierne sobre el catálogo de presencias
espectrales de uso popular. Nino García es un espectro por su facultad de
materializarse, como seña, influjo, viga o gesto, en la explanada de lo inesperable y
animar, por arte de posesión, dimensiones de la música ajena con el influjo de una
fuerza que a veces ella y sus artífices desconocen de sí misma. La casa de la música
chilena está embrujada y en sus exorcistas impotentes la batalla contra la presencia
ha grabado en los prelados imágenes discordantes que resecan el misal y
resquebrajan las hojitas lúteas del vademécum de la fe.

¿Cómo la aberración de las formas o la impudicia de las transformaciones ha


permitido un truco de Piazzolla en las bases del debut de los De Kiruza? ¿Cómo hay
de pronto reverberaciones de las flautas sibilantes en el cierre de Don Giovanni en
la balada Sin razón?

Ladino espectro, antiguo como el contrapunto, adolescente como el beat;


inmemorial, en definitiva, como la rebeldía, que agazapada espera su tiempo para
vestirse de sus propias flores.

III.

1987.

La Universidad de Chile registra una de sus movilizaciones estudiantiles más


importantes en su historia. El estudiantado y otros grupos de la sociedad rechazan
la gestión del administrador Federici, quien ha sido designado por Augusto
Pinochet para presidir el plantel. En uno de los enfrentamientos entre las fuerzas
armadas y los estudiantes, la alumna María Paz Santibáñez, procedente de la
Facultad de Artes, recibe una bala percutada por el oficial Orlando Sotomayor
Zúñiga, a la postre condenado por la justicia militar, en el frontis del Teatro
Municipal de Santiago.

Por ese entonces, la carrera de Nino García estaba próxima a concluir al menos en
lo concerniente a las actuaciones masivas. Al recibir la noticia del ataque
perpetrado en contra de Santibáñez, de 19 años para entonces, compone La paz y
la guerra y organiza un concierto colectivo de cien horas para honrar el valor de la
vida sometida al escarnio dictatorial. García escribió:

Chile, larga y angosta


universidad intervenida
por un señor que no trepida
en exonerar a la decana vida.

IV.

La factura de un canon de la música chilena podría prescindir de Nino García. Si la


compilación fuese entregada a quien no conociese nuestra historia musical o a
quien, debido a su origen, la ha observado solo desde lo lejos, esta resultaría
probablemente coherente y comprensiva. Claro: los nombres de Violeta Parra,
Víctor Jara, Jorge González u otros, serían infaltables.

El valor de Nino García, no obstante, no se expresa en la estabilidad de los


cimientos del canon o en el carácter compacto que este, con la prolijidad de su
aparato crítico y la rigurosidad de su afán compilatorio, puede manifestar. Como ha
señalado Walter Benjamin, el modo de emerger de la figura de García es más
semejante al del lenguaje alegórico que al del coleccionista. Señala Benjamin:

«Quizá es posible concretar así el secreto motivo que subyace al coleccionismo:


abre el combate con la dispersión. Al gran coleccionista le perturba de modo por
completo originario la dispersión y el caos en que se halla toda cosa en el mundo.
[...] El alegórico en cambio representa el polo opuesto del coleccionista. Ha
renunciado a iluminar las cosas con el empleo de la investigación de sus afinidades
o su esencia. Así que las desliga de su entorno, mientras que deja [...] a su
melancolía iluminar su significado. El coleccionista, por su parte, liga aquello en
que ve correspondencia; así puede alcanzar una enseñanza sobre las cosas por sus
afinidades o su sucesión en cuanto al tiempo. [...] En lo que atañe al coleccionista,
su colección jamás está completa, y aunque le falte una sola pieza, lo coleccionado
permanece como mero fragmento, como desde siempre son las cosas en cuanto
hace a la alegoría (Obra de los pasajes, H 4 a, 1)».

Para bien o para mal, muy probablemente solo podamos hacer historia de Nino
García por medio de retazos o acercamientos alegóricos que permiten turbar la
ecuanimidad arquitectónica del canon al enfrentarnos al vitral trizado de la casa de
la música nacional. Su presencia, o bien, la insinuación de sus compases, el swing
descendente de los acordes de séptima menor de Espejismo o el aire nostálgico de
la evocación de Víctor Jara o Violeta Parra en la Sinfonía democrática son una
llave de acceso a una visión melancólica de nuestra historia sonora. En efecto,
luego de la audición de García, todo detalle de lo escuchado en el futuro está
sometido al efecto de ausencia que reclama la concreción faltante de ese espectro
que solo puede circundarse rastreando compilaciones aficionadas o videos de baja
fidelidad en YouTube; una vez más, sin curador, sin aparato crítico, desramado en
la dispersión, la primera costra del olvido.

Si se escucha, pues, a la melancolía, puede oírse el repicar de estados de la


sonoridad en los que lo docto no conseguía aún ser del todo discernible de lo
popular. Se oye, en otras palabras, una pérdida irreparable o un aura en el que los
trazos de Bartók irrigan, por medio del invisible puente invisible de García, los
sonidos de la Sauras de Hindemith 76. El sonido de García invoca la
excepcionalidad creativa de los aportes de Luis Advis, Sergio Ortega o Tomás
Lefever, aunque con un efecto de amargura que emerge al contemplar cómo las
piezas de estos autores son más bien encasilladas en el registro de la particularidad
o la burla misma de la regla. En este sentido, la música de García permite observar
que lo específicamente importante de estos autores no ha sido la reunión de lo
docto con lo popular, sino la puesta en relieve de que los recursos técnicos,
armónicos o físicos no tienen otra filiación estilística que los propósitos del autor
mismo. Por esa razón, la música de García, como en el mito platónico del
andrógino, permite observar el nexo que une lenguajes, sin lograr no obstante
soslayar el hecho de que se trata de una costura posterior y efectista de una forma
de la experiencia estética que ya no parece ser perseguida en el medio en que vivió
el autor. La costura es, a fin de cuentas, una ligadura melancólica que grita por lo
ausente en la mera contemplación de su expresa presencia.

Un canon sin Nino García, sería irremediablemente un canon coherente e


incompleto. Sin embargo, uno que lo incluyese estaría irremediablemente
destinado a experimentar los efectos progresivos de esa ausencia que reclama más
y más fuertemente aquello ya perdido, el vértigo por la distancia que disloca. No
hay coleccionismo que abarque a García, porque él y su música son el fragmento
que ilumina la hebra roja del tapiz no desde su esplendor, sino desde la injusticia
de su actual olvido.

V.

Nino García interpreta Espejismo junto a Casablanca. Un teclado dibuja un


arpegio descendente que va siendo devorado sinuosamente por la armonía sutil de
los sintetizadores. Los fotogramas están plagados de una fatamorgana que
convierte al tiempo en un río innavegable y de aguas ardientes que no pueden
trasladar siquiera al recuerdo. «Esperando al tren en que no vendrás», canta Nino,
y un solo de saxo surca una modulación que retrotrae la canción a mi bemol menor
nuevamente. La estación Leyda, devorada por el fuego en 1984, será clausurada
prontamente. Con ella será también exterminado el círculo de las sombras que
investían de preminencia el extemporáneo tramo conducente a Cartagena. El
sonido se inflama como botellas nacidas al calor de las arenas y el rostro de García
se funde, incierto, con el resto de los espejismos. Una película argéntea reviste el
sonido que nace y muere junto a García; hay formas especulares y tretas de lo
visible que se reflejan de manera abominable y encantadora luego de oírlo. Parece
que no hay tiempo para los fantasmas, parece que no hay nuevos viajes a
Cartagena, parece que ya no habrá instancia para ripostar en Leyda. Una boleta –
por cierto fantasmagórica– de la Sociedad de Derechos de Autor acusa un saldo
negativo en la cuenta de García. El desfalco económico es absoluto. «Lo que pudo
ser / ya nunca será / donde pude estar / no estaré jamás». Un silbido, con acento,
sin sordina, un desgarro de viento. Es Pedro Aguirre Cerda y es 2 de febrero de
1998. Ultimado por el olvido, dirá María Eugenia Zúñiga; suicidio, indicará la
prensa. En un lugar de Leyda, en otra forma, tal vez.

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