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I.
Cada día rehúyo más de hablar abiertamente sobre música con otras personas por
el riesgo –excesivo, de seguro– de resultar pedante, ampuloso o subjetivo al punto
de desembocar en un hermetismo infecundo. No obstante, cuando me he visto en
una circunstancia de ese estilo, y solo luego de sortear las tácitas barreras de la
confianza o del ritmo de la conversación, me he permitido citar enunciados como el
de la frase que encabeza este acápite. Pronuncio el nombre de «Nino García» y
someto ansiosamente la suerte de la conversación al escrutinio de su propia
supervivencia. Agrego en esas ocasiones que «fue compositor, un compositor
chileno… también fue cantante, arreglista». Me he visto a menudo, con una no
desdeñable desesperación, insistiendo con pequeños datos de reseña biográfica
que, en su síntesis –o al menos en el arrojo de mi intención–, deberían sintonizar a
mis interlocutores con la mención de García para así salvar el diálogo en las
postrimerías de este. «Espejismo», «la OTI», «no sé si ubicas una canción que
cantaba la Gloria Simonetti». Tarareo. Es estéril: pierdo la línea melódica de
Entreparéntesis y acabo cantando, embobado en mi labilidad sonora, unos
arpegios ascendentes de las cuerdas que con mi precaria voz hago indescifrables y,
a fin de cuentas, ajenos. Pienso que Nino García estuvo coqueteando con
Rachmáninoff al componer esa balada que Simonetti reclamó para sí tan solo con
oírla. Estoy tarareando otra canción que no es Entreparéntesis, que no es la
canción que «seguramente escuchó tu mamá, tu tío, qué sé yo… no es tan antigua».
Mierda. ¿Por qué se me tornan tan mezquinos el habla y el canto? Necesito más
recursos para extender aún más profundamente mi fracaso, para derrumbar, de
una vez por todas, la exigüidad sardónica del arsenal de la memoria. «El de Un
beso y una flor», me han dicho, tratando de reanimar la conversación con una
infusión de plomo.
«No –digo–: Nino García Núñez nació en Valparaíso en 1957». Me dicen que lo
conocen. Otras veces que no. Me cuentan en ocasiones que lo ubican, pero que no
le conocen ninguna canción. Me aseguran que es el de Un beso y una flor y me
añaden además que cantaba la de las Cartas amarillas –canción excelente, dicho
sea de paso– y que hacía de actor. Vaya manera de morir en el cénit de su carrera.
«Pero no, no es él», repongo.
II.
III.
1987.
Por ese entonces, la carrera de Nino García estaba próxima a concluir al menos en
lo concerniente a las actuaciones masivas. Al recibir la noticia del ataque
perpetrado en contra de Santibáñez, de 19 años para entonces, compone La paz y
la guerra y organiza un concierto colectivo de cien horas para honrar el valor de la
vida sometida al escarnio dictatorial. García escribió:
IV.
Para bien o para mal, muy probablemente solo podamos hacer historia de Nino
García por medio de retazos o acercamientos alegóricos que permiten turbar la
ecuanimidad arquitectónica del canon al enfrentarnos al vitral trizado de la casa de
la música nacional. Su presencia, o bien, la insinuación de sus compases, el swing
descendente de los acordes de séptima menor de Espejismo o el aire nostálgico de
la evocación de Víctor Jara o Violeta Parra en la Sinfonía democrática son una
llave de acceso a una visión melancólica de nuestra historia sonora. En efecto,
luego de la audición de García, todo detalle de lo escuchado en el futuro está
sometido al efecto de ausencia que reclama la concreción faltante de ese espectro
que solo puede circundarse rastreando compilaciones aficionadas o videos de baja
fidelidad en YouTube; una vez más, sin curador, sin aparato crítico, desramado en
la dispersión, la primera costra del olvido.
V.