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R. Javier Mier
Índice
Capítulo Página
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3 ............................................................................................................. 30
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monstruo rugió enseñando sus blancos colmillos; fuese lo que fuese, eso
había matado a su amante, no cabía la menor duda. Comenzó a correr y
a correr perseguida por la bestia, sin otra idea en su cabeza que salvarse
a sí misma. ¿Su amante? La sangre en la tierra lo declaraba muerto,
quizás en las fauces del monstruo, ya no importaba. Continuó corriendo,
tal vez durante más de una hora. Pero todo en vano, ahora se
encontraba allí, tendida en el suelo y a merced del mismísimo Diablo.
¡Qué triste final para una mujer tan hermosa y joven como ella, con
todo un futuro por delante! Todo por culpa de una pasión sin sentido,
una simple infidelidad hacia su esposo, al cual también amaba. ¿Por qué
no se habría mantenido tranquila como todas las mujeres decentes, en
vez de jugar ese peligroso juego de verse todas las noches con el
desgraciado de su amante, escondida en la espesura del bosque?
Pero no, no podía pensar de esa manera; no se arrepentía
absolutamente de nada, ella amaba a su amante sin importar las
consecuencias.
Miró a su lado y distinguió en la oscuridad una gruesa rama con
punta, la cual clavó con furia en la pierna del animal. La bestia, de un
manotazo, la hizo rodar por el suelo, arrancándose al instante la
pequeña ramita, la cual miró con desprecio. La muchacha intentó todo
para detenerlo, hasta el símbolo de la cruz con los dedos, pero nada. Ese
ser nada tenía que ver con Dios ni con el Diablo, era algo más
complicado.
Por fin la tortura terminó. La bestia le clavó sus garras en el pecho,
levantándola a más de un metro en el aire, luego la miró a los ojos,
mientras ella observaba los de él. Eran unos ojos amarillos cuyas pupilas
reflejaban la mismísima muerte, y una muerte con sufrimiento y agonía.
A continuación, simple y llanamente, le arrancó la cabeza de un
mordisco; el cuerpo lo tiró a la hierba para devorarlo más tarde.
Un terrible aullido inundó la noche de primavera de aquel pequeño
pueblecito francés en la región de Vivarés.
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mirada era fría como piedra, y en sus ojos se escondía una sabiduría
incomprensible. Las muertes por la bestia eran una intriga, pero sin
duda, lo que más llamó la atención de Edouard fue ese extraño sujeto
con acento italiano.
— ¿Quién es usted? —le preguntó Edouard días atrás.
— Mi nombre es Ivan Haring, y he venido aquí con la misma misión
que usted, llegar al fondo de lo que está sucediendo. No obstante, sé
mucho más de lo que usted sabe, y eso me lleva a persuadirlo de que se
marche cuanto antes, se está arriesgando mucho…
— Pero, ¿para quién trabaja usted?
— Para el Señor, para el Todopoderoso, y para la seguridad de
todos.
Y dicho esto se marchó sin más.
« ¡Que hombre tan raro! »pensaba Edouard devorando el desayuno
que consistía en unas galletas sin sabor, y un vaso de leche semi-
cortada.
Una vez terminado, con una extraordinaria frialdad, se levantó del
asiento tras mirar de reojo al mesero que esperaba algo de propina, y
caminó hacia la puerta mientras se limpiaba la boca con el pañuelo de su
bolsillo, murmurando algunas palabras sin sentido.
Miró a su alrededor y contempló las polvorientas calles empedradas;
tan desoladas como un cementerio en la noche. Se recostó a la pared
del hotel, y allí se detuvo a pensar durante varios minutos, en silencio,
minutos que disfrutaba como en éxtasis.
« Llegaré al final de esto ».
El reloj marcaba las 7:14 de la mañana, hora en la que la mayor
parte de aquellos aldeanos ya estaban despiertos y realizaban las
labores matutinas. A lo lejos distinguió varios niños correteando entre
las casas, algunas mujeres se dirigían al mercado del centro para
comprar alimentos, mientras sus esposos, en su mayoría leñadores,
desde mucho antes partieron a la floresta para comenzar su trabajo; la
madera de Vivarés era exportada a toda la nación.
De repente Edouard salió de su trance, y recobrando la conciencia,
comenzó a recorrer varias calles con pereza, sin rumbo fijo,
rememorando antiguas batallas de las cuales había salido ileso. Pero no
era tiempo para pensar en el pasado, la bestia asechaba en la oscuridad,
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esperando la caída del Sol para volver a matar. Medio siglo atrás, un
poco más al norte, en la región de Gévaudan, ocurrieron una seria de
muertes muy parecidas a estas, por un período de cuatro años, en plena
guerra. Los dos enormes lobos cazados ahora se encontraban disecados
en un museo de Paris, el cual visitó unos días antes de partir hacia aquí.
Eran dos monstruos enormes, del tamaño de un león africano, con un
pelaje entre negro y castaño; poseían largos colmillos capaces de
desgarrar cualquier cosa, y unas garras enormes y afiladas. Claramente
se trataba de una pareja de lobos, sin embargo, el gigantesco tamaño
hacía dudar sobre su credibilidad. Edouard los había contemplado con
detenimiento, estudiando cada detalle del animal. Según cuenta la
leyenda, fueron abatidos por un campesino que fabricó balas de plata.
Quizás necesitara balas de plata para exterminar a esta nueva bestia.
Pero él era un hombre inteligente, un hijo de la Era de la Razón que no
creía semejantes patrañas. Su experiencia le decía que un propósito
humano se encontraba detrás de todas aquellas muertes, quizás con la
ayuda de algún animal exótico.
Pero pronto dejó de pensar en todo esto, deteniéndose en una
esquina, pues varios hombres salían del bosque con el cuerpo
destripado de una mujer, sin cabeza. A su paso docenas de personas se
aglomeraban en torno al cadáver para ver los detalles. Las mujeres se
cubrieron el rostro con las manos mientras los hombres impedían a los
niños observar tal escena. Otra gente cerró puertas y ventanas, como si
tal cosa contaminara sus casas. Pero en el rostro de todos se reflejaba lo
mismo, un miedo aterrador.
Inmediatamente se dirigió al cúmulo de personas. Con un poco de
dificultad y pidiendo permiso logró llegar a uno de los hombres más
próximos al cuerpo, el cual con seguridad era uno de los que lo habían
encontrado en el bosque.
— ¿Dónde la hallaron? —le preguntó de inmediato.
— A dos millas de aquí —respondió el sujeto de espesa barba negra.
— ¡Dios mío! ¿Qué puede ser lo que está asesinando a estos
inocentes?
— Solo el mismo Diablo le hace esto a una persona, solo el
mismísimo Diablo.
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muchos años. Estaba por dejar a su marido loco y celoso e irse del
pueblo con Adrien, pero ya ve lo que sucedió al final. ¿Usted piensa que
Adrien lo hizo, verdad? La quería mucho, eso se lo puedo asegurar, su
amor se remonta a la niñez.
— No lo dudo, pero va a tener que explicar que fue lo que pasó en el
bosque y por qué él se salvó, digo, si no está muerto también. ¿Vio usted
algo inusual en Adrien anoche?
— No, como siempre, normal, no es de esos hombres apasionados
por el alcohol —Edouard recordó cuan apasionado era por la bebida, un
vicio incontrolable que desde muy joven no supo controlar.
— ¿Y cuando se marcharon usted cerró la puerta y se acostó? —
preguntó.
— Sí, como siempre.
— ¿Vive sola?
— Mi marido murió hace cinco años, poco antes de que comenzaran
las muertes. Lo encontraron desangrado bajo un puente, sin embargo,
su cuerpo no estaba herido, solo había perdido la sangre como por arte
de magia.
— Se la habrá chupado un vampiro —bromeó Edouard sin
percatarse de la delicada situación. Madeleine le lanzó una cruel mirada
que lo hizo meditar unos momentos sobre sus duras palabras. ¡Qué
idiota!
— No es muy agradable que digamos, monsieur Edouard —dijo la
señora—, aunque tiene su encanto… pero no, su cuerpo no tenía una
sola herida, por minúscula que fuese, ni siquiera dos puntitos en el
cuello… y ahora si me disculpa tengo que salir, por favor, márchese ya.
— Fue un placer hablar con usted, madame. Lo siento, lo siento de
veras, no quise ofenderla con mi pesada broma, a veces no pienso lo
que digo y suelen suceder cosas como estas. Espero pueda perdonarme.
— No se preocupe por eso. Y el placer fue mío… y… ¡No se vaya! —
Edouard ya se estaba levantando cuando lo detuvo aquel repentino
grito, que lo dejó paralizado.
— ¿Qué desea, madame?
— Vivo sola y… hace mucho tiempo que no tengo relación con
ningún hombre. Lo veo a usted así… ahora… y…
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aldeanos. Sin embargo, tal como dijo el mismísimo Ivan Haring, las
bestias no tienden a ser tan agresivas salvo si son guiadas por una mano
humana. ¿Por qué le arrancó la cabeza? ¿Por qué destripaba a las
víctimas pero no se los comía por completo? Todo indicaba que la
bestia, fuese lo que fuese, estaba siendo dirigida por alguna persona
muy racional, consciente del motivo de sus actos: simplemente matar,
no comer. Algún psicópata como tantos que existen desgraciadamente
por el mundo era el autor intelectual de aquellos hechos. ¿Pero quién
podría beneficiarse de soltar un monstruo para matar mujeres y niños
inocentes en una región tan remota de Francia? Tal vez alguien en
desacuerdo con la monarquía, pero… las muertes comenzaron durante
el imperio de Bonaparte. No, no existían conflictos políticos en esta
ocasión, tal como pudieron haber existido medio siglo atrás por parte de
la noble familia Chastel, contraria a los excesos de Luis XVI.
Pero por ahora tendría que lograr la confesión de Adrien, ahí se
encontraba la clave, Adrien daría el veredicto final, ya que era el único
superviviente al ataque de la bestia, pues todos las otras historias eran
sobre avistamientos en la lejanía del bosque, por leñadores asustados y
supersticiosos. Un hombre razonable como él se basaba en hechos y no
en testimonios. Recordó los sucesos ocurridos varios días atrás,
envueltos en una nebulosa de dudas. Fue la noche en que su compañero
Donatien murió en las garras de la bestia, mientras él y los aldeanos
eufóricos la perseguían con armas y antorchas en la mano por todo el
bosque. Sin embargo, no podía recordar bien nada de lo ocurrido. Varios
días después amaneció en una cama de la iglesia, bajo los cuidados del
padre Grégoire. Y cuando le preguntaron sobre lo ocurrido no supo que
contestar. Intentó recordar al monstruo que lo había atacado, sin
conseguirlo. Los aldeanos tampoco lo habían visto, solo él fue testigo de
la bestia, pero aquellos hechos fueron borrados de su mente debido al
trauma que debió haber sufrido.
Al poco tiempo apareció el misterioso sujeto que decía trabajar para
Dios, con sus atavíos negros y su sombrero de ala ancha. Ivan Haring
parecía conocer más sobe la bestia que todos los campesinos de la
región, y pronto, aliado con el padre Grégoire, comenzó a ocultar los
cuerpos desgarrados en la iglesia del pueblo, luego de que estos eran
traídos, impidiendo de esta forma que él, Edouard, los examinara.
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gran poder sobre el padre Grégoire, un poder que resultaba ilógico para
Edouard, que lo observaba estupefacto desde el umbral de la iglesia.
— Por última vez, abandona este lugar, Edouard —decía Ivan Haring,
avanzando hacia él—. Lo que aquí guardamos va más allá de tu
entendimiento, son asuntos de la iglesia, los cuales debemos
salvaguardar de personas curiosas y sin fe.
— ¿Por qué lo obedece, padre? —le preguntó Edouard al
sacerdote— ¿Por qué sigue las órdenes de alguien que no parece
pertenecer al clero?
— Pero sí pertenezco —interrumpió Ivan—. Y estoy por encima del
padre Grégoire, como puedes ver. Ni siquiera el obispo de Viviers puede
darme órdenes. Así que ahora márchate y déjanos solos al padre y a mí,
tenemos trabajo que hacer.
— Como su eminencia deseé —gruñó Edouard con sarcasmo y se
alejó con paso rápido de aquel lugar, volteando de vez en cuando hacia
su espalda, para descubrir que Ivan Haring y el sacerdote entraban a la
iglesia, tras cerrar la puerta con seguro.
« Llegaré al fondo de este misterio »se prometió mientras caminaba
sin rumbo por aquellas calles empedradas, ya no tan desoladas como en
la mañana.
De repente sintió el crujir de su estómago y se percató que ya era la
hora del almuerzo. Tras darle varias vueltas al poblado, terminó por
detenerse frente al pequeño y sucio hotel en que se hospedaba, allí
pediría su almuerzo. La mujer que atendía el lugar, ayudando al mesero
de la mañana debido a la cantidad de personas comiendo a esa hora,
tras coquetear un poco con él, le llevó su comida a la mesa. De repente
algo lo comenzó a intrigar, nunca antes tuvo tanta suerte con las
mujeres, y en los últimos días en este pequeño pueblo, parecía atraer a
todas. Era ya la segunda. Pero no le dio muchas vueltas a esa idea. Probó
la comida con desaire, tal vez no era algo exquisito, pero al menos
calmaría esa hambre que lo devoraba por dentro, últimamente había
tenido más apetito de lo habitual. Bebió un poco de agua y comenzó a
comer con suma tranquilidad, sin percatarse de la extraña mirada de la
mesera. Sin duda ese era su día de suerte con las mujeres.
En la mesa de enfrente reían mientras tomaban cerveza, tres
jóvenes vestidos muy diferentes a la gente del pueblo. Edouard no
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gitanos, tal vez un león. No creo que lobos tan enormes como esos
existan.
— Los lobos que vimos disecados en Paris bien podrían ser una falsa
—agregó Lester—, pero eso nadie puede saberlo, ya que no permiten
acercarse lo suficiente como para tocarlos. No obstante, este libro tan
antiguo parece dar testimonio de una plaga de los que azotó estas
tierras dos mil años atrás, antes de la llegada de los romanos.
— No tengo idea de que pueda significar lo que allí está escrito —
dijo Isabelle—, solo sé que quizás le pueda sacar provecho. Estuvo
viendo algunas imágenes que parecen indicaciones de como domar a los
lobos.
De repente Marcus comenzó a toser, envuelto en una nube de polvo
que había caído del techo. Cerró el libro inmediatamente y se refugió a
la entrada del salón. El polvo continuaba cayendo, allá arriba podían
escuchar el sonido de alguien o algo muy pesado corriendo de un lado
para el otro, provocando el temblor de la habitación.
— Es hora de irnos —anunció la marquesa, y tomando la delantera,
se dirigió escaleras arriba, rumbo a la salida, seguida por los jóvenes.
Una vez en la superficie cerró la puerta con la tranca de hierro, y sin
pronunciar palabra alguna, los dirigió al salón principal, rodeado de las
grandes pinturas de la humanidad.
— Mañana que vuelvan los dejaré a solas con mi manuscrito —
dijo—. Ahora ordenaré al señor Debray que guíe vuestro carruaje a la
posada del pueblo, en donde podrán descansar y recuperar fuerzas.
Mañana en la noche los quiero de vuelta, pero solo después de la caída
del Sol, nunca recibo a nadie durante el día.
El señor Debray entró en la sala muy agitado y preocupado, con sus
ojos negros fuera de sus órbitas. Algo importante sucedía.
— ¡Señora, ya está aquí!
— Ya lo sé, querido —respondió la marquesa con una serenidad y
una calma increíble—. Yo me ocuparé… Ahora haz lo que te mando.
Lleva a estos maravillosos jóvenes a la posada, no conocen el camino y
necesitan que alguien de aquí los guíe.
— Como usted ordene, mi señora —dijo el mayordomo haciendo
una reverencia.
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hasta que finalmente, cinco años atrás, volvimos para habitarla. Hoy en
día nadie se acuerda de la persona que fui, ni mucho menos que este fue
mi hogar, hace mucho tiempo atrás.
— ¿Por qué se marchó con la marquesa y abandonó su pueblo
natal? ¿Nunca sintió nostalgia?
— Dejé de sentir nostalgia en el mismo instante que me fui. Tomé la
decisión de marcharme con Isabelle el día que todo dejó de tener
sentido para mí.
— ¿A qué se refiere con que todo dejó de tener sentido, señor
Debray?
— ¿Por qué me hacen tantas preguntas? Confunden mi vieja mente.
El otro sujeto, ese maldito hombre vestido de negro, ese que se hace
llamar Ivan Haring, también me hizo muchas preguntas esta mañana. Le
dije que se marchara pero intentó entrar por la fuerza, tuve que
golpearlo y cerrarle la puerta en la cara. Me amenazó el muy
desgraciado, pero yo también lo amenacé a él… —el viejo volteó a mirar
a los chicos, asustado, como si hubiese cometido un error al decir
aquellas últimas palabras.
Los jóvenes se miraron sin comprender nada.
— ¿Ivan Haring? —dijo Marcus en alta voz, que hasta ahora se había
mantenido callado.
— Olviden lo que dije, nosotros los viejos a veces hablamos cosas sin
sentido.
Los chicos se volvieron a mirar, ideando una pregunta que pudiese
sacar algo de información a aquel misterioso anciano.
— ¿Cómo es que consiguen comida? —le preguntó Jeannette.
— Yo me encargo de eso, voy al pueblo y la compro… No me hagan
más preguntas, por favor —el mayordomo empezaba a titubear.
— ¿Cuál es tu nombre completo?
— Soy… Soy… Guillaume Abelardo Debray. Sí, ese es mi nombre —el
viejo comenzó a suspirar, como si el recuerdo de su nombre completo
perturbara su mente, un recuerdo vago y sombrío.
— ¿Qué edad tienes? —le peguntó Lester.
— Prefiero no decirla, me avergüenzo por lo anciano que soy.
— ¿Y qué edad tiene la señora?
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— Hay algo más… sus ojos, sus ojos reflejaban algo incomprensible
para mí, diferentes a los de su mayordomo, los cual encontré vacíos y sin
vida.
— Olvidemos lo sucedido, ayer estábamos exhaustos por el largo
viaje, y nerviosos por el hecho de haber escapado del castillo de su
padre —y señaló a Jeannette—. Quizás hoy en la noche cuando
volvamos encontremos a la marquesa un poco más normal y no nos
hipnoticemos con su belleza y su mirada.
— No es la primera vez que la veo —confesó Marcus de repente.
— ¿Qué dices? ¿La has visto antes? ¿Es cierto? ¿Dónde? ¿Cuándo?
— No, no importa. Es una tontería.
— Marcus, soy tu amigo desde hace cuatro años. Si no confías en mí,
¿entonces en quién? Alexandro está lejos. Los amigos están para
ayudarse en las buenas y en las malas, no solo para compartir las fiestas
y las borracheras que hemos disfrutado juntos. Vamos, cuéntame, estoy
preocupado por ti y necesito saber que pasa por tu cabeza para poder
ayudarte.
— Gracias, Lester, eres muy amable. No sé qué sería de mí sin ti, sin
Alexandro.
— Bueno, ya déjate de romanticismos y cuéntame —rió el
muchacho.
— Soñé en varias ocasiones con ella cuando era niño, pero mis
recuerdos son difusos. Creo que esos sueños me los inventé después de
lo ocurrido.
— ¿Lo ocurrido? ¿Y qué fue lo ocurrido? Explícate, Marcus.
— La vi en Cambridge, en la universidad. No comenté nada porque
pensé que era producto de mi imaginación, pero ahora veo que no es
así. Mi ángel negro del sueño es real. Ella misma confesó haber estado
allí, por eso nos conoció y nos envió la carta para que la visitáramos a su
mansión de Vivarés.
— Continúa —suplicó Lester.
— De acuerdo, empezó aquella noche en que representábamos
Hamlet en el teatro de la universidad, frente a cientos de estudiantes y
maestros. Tú estabas demasiado inspirado en tu personaje, Hamlet,
como para darte cuenta de su presencia. Pero yo si la vi, la vi y por esa
razón hubo un instante en que me quedé mudo, con todos volteando
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Era tal el terror que se cernía sobre aquel pueblo, que tal vez en todo el
trayecto hacia la posada no encontraran un alma humana. Y así fue.
Allí en la puerta se encontraban sentados con cara de preocupación,
Lester y Jeannette. Marcus de seguro estaría por las nubes en el cuarto,
admirando el crepúsculo.
— ¿Quién es ese? —preguntó Jeannette al descubrir a Adrien.
— Es una larga historia —respondió Edouard— ¿Y Marcus?
— ¿Marcus? —dijo Lester— Marcus se fue hace unos minutos en
uno de los caballos del coche hacia no sé sabe dónde; estaba como
sonámbulo, no sé qué diablos le sucedía.
— Me topé con Ivan Haring en el camino —dijo Edouard restándole
importancia al asunto del chico desaparecido—, justo cuando acababa
de averiguar donde es que se encuentra el cementerio de San Gabriel.
Por cierto, está muy cerca de la mansión de vuestra amiga la marquesa.
Como dije, me topé con Ivan Haring, quien me afirmó que trabaja para
el Vaticano y que el propio Papa es quien lo envió aquí. No estoy seguro
si sus palabras son ciertas, afirma que el Vaticano anda detrás de alguien
de por aquí, y que ese alguien está relacionado con los asesinatos. Pero
lo que más me confunde es su teoría sobre el responsable de las
muertes de las personas, afirma que este a quien traigo conmigo, el
amante de la que asesinaron ayer, es un hombre lobo, y además, me dio
un antídoto en una jeringa para impedir su transformación, en caso que
suceda.
— Entonces si cree realmente en los hombres lobo —dijo Lester—,
por eso tiene ese libro allá abajo, en el sepulcro de la iglesia, junto a los
cadáveres. Soy una persona razonable, me niego a creer lo que para mí
es absurdo, sin embargo, ya hemos vistos varias cosas que relacionan las
muertes con una bestia legendaria. En este momento no se qué pensar.
— Yo tampoco —confesó Edouard—. No obstante, mantendré
esposado a este sujeto e irá con nosotros al cementerio, necesito ver la
tumba de ese mayordomo. Regresaré antes de la media noche para
encontrarme con Ivan Haring sin que este sospeche a donde he ido,
necesito ganarme su confianza, tal vez así me revele toda la verdad.
Recuerden, no los estoy obligando a venir, ustedes me siguen si lo
desean.
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trabajo, pienso yo, si se supone que una vez cada mil años alguien
excava una tumba de un cementerio.
Los chicos asintieron con la cabeza. Era la hipótesis más razonable,
aunque aún quedaba una duda en sus cabezas. ¿Quién era Isabelle de
Leclerc?
— Tal vez la marquesa también haya fingido su muerte años atrás, y
su tumba se encuentre en este mismo lugar —sugirió Lester—. ¡Voy a
buscarla! —y en un arranque de valentía saltó a la superficie con
tremenda agilidad, echando a correr como poseído por un demonio, tras
lanzar el antídoto al suelo, perdiéndose en la creciente niebla.
Edouard recogió la jeringa y se sentó junto a Adrien, contemplando
a veces la Luna oculta tras las nubes, a veces el rostro de su prisionero.
Un aire frío y fantasmal sopló en esos momentos por todo el
cementerio.
— Esa nube está por desaparecer —anunció Adrien—. Entonces
veremos si el maldito Ivan Haring decía la verdad.
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— Recuerdo muy bien esa mirada —le dijo este—, tú… ¿tienes algo
que contar?
— ¡Nada en absoluto! —refunfuñó Edouard y volteó la vista.
Se sentía confundido, estaba cansado y no había dormido lo
suficiente en esos días. De repente el mundo desapareció y todo
comenzó a dar vueltas, hasta que por fin volvió a la normalidad,
encontrándose tendido en el suelo, con la pala a un lado.
— ¿Te encuentras bien? —le preguntó Jeannette riendo de su caída.
— Sí, solo necesito descansar —dijo Edouard y se levantó,
sacudiéndose el polvo y recobrando el equilibrio. Miró al cielo, la nube
se estaba moviendo.
Aún la Luna no se vislumbraba por completo, mientras la niebla se
extendía por el cementerio con la intención de no desaparecer,
tendiendo su espeso manto a muchas millas de distancia, tal vez incluso
sobre el pueblo. A lo lejos los graznidos de las aves nocturnas formaban
juntos una macabra sinfonía, y los aullidos de los lobos sobre los riscos
se mezclaban con los susurros de la noche.
Lester le echó otra mirada al ataúd vacío: «Guillaume Abelardo
Debray, un muerto viviente». Enseguida rompió a reír.
Lo más probable, y estaba seguro de esa opción, es que como afirmó
Edouard, todo no fue más que un complot en el que el viejo señor
Debray fingió su muerte para desaparecer del pueblo. ¿Con qué fin? No
lo imaginaba.
Edouard meditaba en soledad, tendido en el suelo. La jeringa
reposaba sobre la tierra lista para ser usada. Se incorporó, estiró sus
músculos, y caminó unos pasos alrededor de la tumba, mientras todos
los ojos se posaban en él, aunque eso ya no le molestaba. Miró al cielo y
dijo:
— ¡Vuelvo enseguida!
Nadie habló. Tomó la pala y marchó rumbo al carruaje con paso
lento. Nuevamente atravesó solo la mitad del cementerio, hasta llegar a
su destino ya sin temor alguno, aunque en la travesía anterior había
visto un sin fin de espíritus o lo que fueran, espiándolo tras las lápidas.
«Estúpida imaginación», fue lo que pensó. Guardó la pala en el coche y
miró al cielo otra vez, la nube ya se había movido un poco, quedando la
mitad de la Luna al descubierto.
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dice santo y se acuesta con prostitutas debe tener cierto poder sobre las
criaturas del Diablo, ¿no creen? —todos asintieron.
— Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Jeannette— ¿Vamos o no?
— Mejor no —pensó Lester—, esa mujer me asusta, es demasiado…
bella… para mi gusto.
Los chicos se sentaron en el suelo, muy juntos el uno al otro. El
viento soplaba sobre sus rostros polvorientos, y a Jeannette le dio un
pequeño escalofrío en su cuerpo, producto de la tensión. Edouard daba
vueltas de un lugar a otro, mientras Adrien permanecía pensativo,
mirando fijamente el cuerpo del mayordomo.
— Es increíble como del maldito viejo casi no sale sangre —comentó
de repente Adrien—, es como si estuviera seco por dentro.
— Será un muerto viviente —rió Lester, ya más clamado.
— Quizás no estés del todo errado.
Adrien se acercó al cadáver del mayordomo, y con el pie lo volteó
boca arriba, observando su rostro polvoriento y herido. Fue entonces
cuando recordó algo, algo que había olvidado hace muchos años, pero
que ahora volvía a su mente. No era la primera vez que se cruzaba con el
señor Debray.
— ¿Dices que lo has visto antes? —exclamó Lester— ¿Dónde?
¿Cuándo?
— Hace muchos años, cuando era apenas un niño. Con el tiempo lo
olvidé, pues murió cuando yo constaba solo con doce años. Sin
embargo, este hombre no puede ser otro que el viejo Abelardo,
Abelardo, el loco del árbol.
Todos miraron a Adrien, asombrados.
— ¿El loco del árbol? —preguntó Lester.
— Sí, así lo llamaban. El viejo Abelardo era un sujeto demente que
se dedicaba solo a cuidar un estúpido árbol existente en su jardín. Una
tarde varios leñadores bajo las órdenes de su hijo, llegaron al pueblo
para cortarlo. Y así lo hicieron, descubriendo algo horrible enterrado
bajo su tronco… el cuerpo de su difunta esposa, conectado al árbol por
medio de las raíces, que brotaban justo de su corazón. Yo fui testigo del
increíble suceso, se los puedo asegurar. Al día siguiente tanto Abelardo
como la casa fueron destruidos por un incendio… Y ahora lo veo aquí,
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vivo, frente a mí… y su tumba vacía. Recuerdo que unos días antes de su
muerte entable una larga conversación con él.
— ¿Qué te dijo?
— Me contó sobre su mujer, de cómo falleció dando a luz, y de
cómo no la enterró en un cementerio. Después de ver aquel cadáver
putrefacto bajo el árbol, comprendí sus palabras. Abelardo creía
firmemente que el espíritu de su amada estaba contenido en el interior
de la planta. Tonterías de un viejo decrépito. Fui yo la primera persona a
la que contó su gran secreto, poco antes del incendio.
— Eso ocurrió hace…
— Fue en 1796, lo recuerdo muy bien.
Edouard y los jóvenes se miraron asombrados, aquella historia
coincidía perfectamente con sus investigaciones. El señor Debray fingió
su muerte en aquel año, ya ahora volvía a aparecer en el pueblo que una
vez fue su hogar.
— O tal vez se trata de un muerto viviente —volvió a decir Lester, en
tono de broma.
— Los muertos vivientes no… —Jeannette estuvo a punto por decir
que no existen, pero se contuvo. ¿Acaso minutos antes no los había
perseguido un hombre lobo? La teoría de un muerto viviente no parecía
tan descabellada en ese momento.
— Es él, recuerdo bien su rostro —afirmó Adrien—. El señor Debray
no es otro que el viejo Abelardo, el loco del árbol.
Edouard se encontraba muy confundido. A su mente le arribaron
imágenes de toda clase. El ser que vigilaba tras los arbustos, una criatura
de respiración muy pesada… las dos mujeres y el hombre… más
arbustos… la mujer gritando… un rugido a la Luna… ¡sangre!… La esfera
amarilla salió del resguardo de la nube. Se sentía muy mal, desde varios
días atrás no dormía bien, despertando más cansado de lo que se
acostaba, acompañado de un bello en el pecho que nunca poseyó, y una
gran atracción para con las mujeres que nunca antes hubo
experimentado. Desde hace tiempo se hallaba en ese estado, teniendo
visiones, intensos dolores de cabeza, y todo eso acompañado de una
sensación rara que no podía definir con claridad. ¿Cuándo comenzó?
¡Ah! Ahora lo recordaba. Su mal dormir se inició después de la noche en
que su compañero perdió la vida, persiguiendo a la bestia. No lo podía
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acercaba más a los arbustos, pero estos despedían una aroma que
confundía a la bestia.
El hocico de la bestia se encontraba a solo un metro de Lester y
Adrien, ni con todo el aromatizante del mundo hubiesen podido
engañarlo. De un zarpazo cortó la planta, y rugió ferozmente. Lanzó una
mordida que terminó en el aire, ya que los dos saltaron esquivándola. A
continuación, corrieron rápidamente pendiente abajo, rodeando al
monstruo, el cual se volteó y recomenzó su carrera.
El juego había culminado y ahora la bestia avanzaba a grandes
zancadas, en poco tiempo arremetería contra los hombres sin que estos
pudiesen evitarlo. Solo un milagro los salvaría de su inminente destino.
Ya habían dejado el cementerio atrás y ahora se dirigían a la espesura de
los árboles, que les brindarían algo de protección sobre su enemigo, con
todo ese cuerpo grande y pesado. Era ese el milagro esperado.
Mientras tanto, en el cementerio, algo se agitaba. Jeannette le dio
una patada a la tapa del ataúd y saltó a la superficie con una agilidad
que nunca imaginó poseer. Miró a su alrededor sin advertir peligro
alguno, salvo una quietud amenazadora que le perturbaba la mente,
junto a un viento frío que desde mucho tiempo atrás corría por el lugar.
Contempló el ataúd en el cual fue encerrada, pero al momento se
vio en la necesidad de voltear la vista, la imagen le producía nauseas.
— ¡Qué hedor! —exclamó después de oler sus ropas.
De repente, sin poder evitarlo, comenzó a arquearse hacia delante y
un líquido color gris surgió de su boca, desparramándose por todo el
suelo. En poco tiempo su estómago quedó completamente vacío.
Había pensado en permanecer escondida en el ataúd, aunque
vomitase mil veces sobre sí misma, ¡pero no! En un arranque de valor
impropio de su persona, tomó la decisión de dirigirse también hacia el
carruaje, en el sendero, en donde debía estar su amado y Adrien, en
caso de no haber sido devorados por la bestia.
Lentamente se dirigió hacia camino con la esperanza de
encontrarlos sanos y salvos, y ver a Edouard con forma humana otra vez.
Ya no avistó muertos tras las cruces, como si la presencia del hombre
lobo hubiera ahuyentado hasta a los fantasmas del lugar; solo los
aullidos sobre las colinas lastimaron sus oídos. Pero estos eran lobos
normales y se hallaban muy lejos, nada que temer. Sin embargo, otro
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Qué raro había terminado todo. Edouard, que juró llegar al fondo
del asunto, descubrió al final que él era el asesino, sufriendo licantropía
cada noche de Luna llena después de aquel fatídico día en que una
enorme bestia le mordió la pierna, bestia que debía ser alguna especie
de licántropo aún más cercano a los lobos por el hecho de andar sobre
sus cuatro patas y no sobre dos, como él, según le contaron sus
compañeros. Comprendió entonces el por qué de su extraño olor, como
su pecho antes lampiño ahora rebosaba en vellos gruesos, largos y
enroscados, el por qué del crecimiento de las uñas con tanta rapidez, y
sobre todo, por qué atraía tanto a las mujeres; era por el olor, un aroma
a lobo macho que resultaba irresistible para las hembras en celo de su
especie, lo escuchó mucho tiempo atrás en alguna conversación sobre el
tema. Las visiones que tuvo no eran más que recuerdos de sus noches
de matanza. Esa imagen de alguien que espiaba desde los arbustos se
correspondía con él y no con Augustin, como en un principio pensó. Esas
mañanas en que despertaba más cansado de lo que se acostaba ya
tenían su explicación, aunque no tan racional como hubiera deseado.
¿Quién le creería semejante locura? ¿Quién comprendería su
naturaleza? El hombre siempre ha ignorado los eventos sobrenaturales,
niega los sucesos que no tienen explicación aunque los vea con sus
propios ojos, es algo propio de la naturaleza humana, y por ende, del
mismo Edouard, un hijo de la Era de la Razón. Pero… ¿cuál es el
concepto de lo sobrenatural? Algo imposible. Pero si sucede no es
imposible, entonces deja de ser sobrenatural. ¿Y cuál es la conclusión?
Que lo sobrenatural no existe, que todo en el mundo forma parte de la
naturaleza, de las leyes físicas. Lo más probable. Un hombre lobo sería
algo natural entonces, hacer magia también, al igual que levantarse de la
tumba como un zombi. Si todo eso existe, pues es natural, solo que
sucede en muy pocos lugares y muy pocas veces, es casi improbable que
en un mundo tan grande alguna persona se encuentre inmiscuida en esa
clase de hechos, son sucesos insignificantes en un globo gigantesco,
están fuera de lugar, no debieran existir, pero allí están, forman parte de
esta naturaleza que nos rodea, no cabe la menor duda.
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Dejaron de una vez por todas el bosque, y lo que vieron los asombró
más de lo que ya estaban. ¡La mansión de Isabelle ardía en llamas!
Por las ventanas y por la gran puerta salía un humo negro que
sentenciaba la muerte. Un pira gigantesca en medio de la nada,
iluminando las mismísimas nubes. El cielo y todo el lugar se hallaba
contaminado por el fuego, que ahora se expandía por el césped de los
alrededores de la casa, muy cerca de los árboles.
Lester y Jeannette sintieron unos terribles deseos de llorar, pero se
resistieron, no era momento para eso. ¿Estaría con vida la bella mujer
que conocieron la noche pasada? Es cierto que no les brindaba
confianza, pero en el fondo de sus corazones la amaban, amaban su piel
blanca bajo aquel vestido rosa, sus hipnóticos ojos azules, su voz que
pronunciaba sus nombres de una manera mágica, amaban de forma
general su carácter misterioso; una mujer perfecta que no podría morir,
los ángeles no mueren y son menos hermosos.
Edouard azotó a los caballos y el descuartizado coche avanzó a
mayor velocidad, levantando una espesa nube de polvo detrás. Estaban
muy sorprendidos por lo que presenciaban sus ojos. ¿A qué se debería
aquel repentino incendio? ¿Habría sido accidental? De ser así, ¿cuáles
fueron las razones? Lo que todos temían era encontrar a Isabelle
muerta, ella era una mujer tan hermosa y con tanta sabiduría, que de
seguro les podría aclarar muchas de sus dudas sobre esa noche. Ya no
pensaban en ella como la señora del monstruo que profanaba el
cementerio, la cual se encontraba detrás de algún plan maligno, ahora
regresó a sus mentes aquella imagen del ángel perfecto que no puede
hacerle daño a nadie.
Se detuvieron lo suficientemente alejados del fuego. Lester saltó
fuera del carruaje y corrió a la fuente, inmune a las llamas, seguido por
Adrien. Edouard y Jeannette contemplaron aquel horrible lugar desde
sus asientos, un inmenso palacio en llamas, llamas tan altas que
parecían alcanzar las estrellas. Pronto el calor comenzó a sentirse en su
piel.
— ¿Qué habrá sucedido? No comprendo nada —Jeannette miraban
el desastre con compasión, con los ojos humedecidos.
Un jinete montado sobre un enorme corcel negro salió de un
costado de la mansión a toda velocidad, alejándose enseguida por el
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— Fue ese que dice servir a Dios —le dijo Lester enfurecido—. ¡Mató
a mi amigo!
Edouard arrebató de sus manos el cuerpo, y tomándolo en sus
propios brazos, corrió escaleras abajo. Lester lo siguió sin parar de llorar,
esquivando los escombros que amenazaban con caer sobre su cabeza.
No más hubieron salido de la habitación el techo se vino abajo,
produciendo un estrépito ensordecedor y grandes llamaradas que les
quemaron las ropas. El cadáver de Isabelle quedó así a merced de las
llamas. Pero qué importaba una señora desconocida cuando habían
perdido a uno de sus amigos. No obstante, Lester no pudo dejar de
pensar en ella.
Bajaron rápidamente al primer piso, que dentro de poco también se
desplomaría en pedazos, y tras cruzar el salón de los antiguos cuadros ya
inexistentes, salieron a la fuente en donde los esperaban los demás.
Jeannette rompió en lágrimas, sosteniéndose de la fuente para no
caer. El sonido de sus lamentos se expandió por el aire, impulsado por
las llamas, impulsado por el dolor.
Edouard colocó el cuerpo de Marcus sobre la tierra, y enseguida
Lester se inclinó junto a él, tomando su cabeza en sus manos y
besándolo en la frente ensangrentada, entre sollozos y gritos de
angustia. Los rizos le caían sueltos hacia atrás, dándole un aspecto raro,
casi angelical.
Jeannette también se arrodilló ante el cadáver y abrazó a Lester, que
no paraba de llorar. Adrien se mantuvo sentado en la fuente,
jugueteando con el agua, como si no comprendiese lo que acababa de
suceder. Más pedazos de madera ardiente cayeron cerca y tuvieron que
alejarse hacia el carruaje, en donde los caballos relinchaban asustados.
Ahora fue Lester quien cargó el cuerpo de su amigo.
— ¿Y la marquesa? —preguntó Jeannette angustiada.
— Está muerta —respondió Lester—. Le cortaron la cabeza, y fue
ese maldito que dice servir a Dios, Ivan Haring.
Acostaron a Marcus en el asiento trasero del coche y Lester se sentó
junto a él, con su cabeza sobre las piernas, acariciándole el rostro y los
rizos llenos de polvo. Jeannette se acomodó a su lado un tanto apretada.
En todo el viaje no volteó a ver el cuerpo de su amigo, no poseía el valor
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