You are on page 1of 145

_____________________________________________

R. Javier Mier
Índice

Capítulo Página
1 ............................................................................................................... 6
2 ............................................................................................................... 9
3 ............................................................................................................. 30
4 ............................................................................................................. 60
5 ............................................................................................................. 74
6 ............................................................................................................. 92
7 ........................................................................................................... 107
8 ........................................................................................................... 114
9 ........................................................................................................... 126
10 ......................................................................................................... 139
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

La mujer miró hacia los lados pero no distinguió peligro alguno, a su


alrededor todo era selva… selva y pantano. Hacía buen rato que corría
sin parar perseguida por la bestia, que ahora despistaba. Presa en pánico
rompió en lágrimas. Estaba allí, toda despeluzada, arañada, y con el
vestido hecho añicos; allí, en medio del bosque, perseguida por un
monstruo.
Los pájaros volaron en desbandada huyendo de algo, y el verlos
aletear sobre su cabeza intimidó aún más a la pobre mujer. A
continuación se miró las manos cubiertas de lodo y advirtió que su
pierna derecha sangraba un poco, nada grave, una herida superficial que
no tardaría en curarse con los debidos cuidados. Pero no era para nada
superficial el rastro de sangre dejado a su espalda, perdiéndose dentro
de la maleza con ese olor característico que tanto atrae a las bestias.
El crujir de las hojas la obligó a voltearse, el monstruo se hallaba a
solo cinco metros. Sin pensarlo dos veces rompió a correr a todo lo que
daban sus frágiles piernas, cortándose el rostro con las ramas secas de
los árboles y rasgándose aún más el vestido. Miró hacia atrás para
asegurarse, la bestia aún la perseguía.
Tras saltar un arrollo arribó a un pequeño claro, en donde se detuvo
frente a un árbol, al cual logró subir sin mucho esfuerzo presa del
pánico. A su espalda el mundo moría bajo las pisadas de la criatura,
como si se tratase del mismísimo Diablo. La mujer se aferró lo más
fuerte que pudo para no caer, ya no sentía al animal.
Un sonido rompió el silencio de la noche, un lobo desde una colina
le aullaba a la Luna llena alta en el firmamento, tan clara, tan hermosa,
tan romántica y encantadora; en otras partes del mundo jóvenes
enamorados se besaban bajo su luz jurándose un falso amor eterno,
bajo la luz de la misma Luna que ella temía. « ¡Qué injusticia! »pensó.
El lobo volvió a aullar. Un zarpazo desgarró el tronco bajo sus pies, la
bestia saltaba intentando alcanzarla. La joven comenzó a gritar, grito
que se perdió en la nada, debía estar a varios kilómetros del poblado.
Los pájaros volaron lo más lejos posible, también ellos le temían a la
bestia.
— ¡Maldita seas, bestia del demonio!
6
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Pero el monstruo continuó saltando, y esta vez casi la alcanza. Los


pies de la mujer resbalaban en busca de apoyo, dentro de poco caería al
suelo y eso significaba la muerte. Pero la sola idea de caer entre tantos
colmillos le otorgaba una fuerza sobrehumana y una agilidad sin igual.
¡No! Ella no se permitiría un resbalón.
Un grupo de murciélagos ocultó la Luna por unos instantes, la bestia
lanzó un fiero gemido para saltar más alto aún, y lograr alcanzar al fin a
la desgraciada por una pierna. Tendida en el suelo, con su extremidad
hecha añicos, estaba indefensa. La baba de la repugnante criatura caía a
chorros sobre ella, temblando de pies a cabeza. Tomó una piedra y la
lanzó a su rostro, pero el animal solo refunfuñó, mostrando sus largos
colmillos superiores.
La Parca afilaba su guadaña, dentro de unos minutos tendría trabajo
que hacer. La muchacha vio la muerte reflejada en cada hoja, en cada
grano de arena ensangrentado, en la Luna llena, o en los propios
murciélagos que volaban en desbandada por el bosque. Sin nada más
que hacer, se echó a llorar, comprendiendo que su hora le había llegado.
Su corazón latía a reventar, de una forma u otra, ella dejaría el mundo
de los vivos esta noche.
La joven recordó entonces como había comenzado todo, como
después de una visita a casa de su amiga, se alejó hacia el bosque con su
amante para que ningún chismoso del pueblo los viera. Ella estaba
casada y eso le costaría el matrimonio y la aceptable vida que poseía en
comparación a los demás. Alejarse en la floresta era ya rutina, puesto
que vivían en los límites del poblado. Que perfecto era todo, al menos
para ella. Pero entonces sucedió.
El sujeto le dijo que tenía que orinar y se escondió tras unos
arbustos. Ella se sentó sobre una piedra y esperó pacientemente,
estudiando las ramas de los árboles que le servían de guarida para su
romance. El tiempo pasó, pero su amante no regresaba. No le quedó
otra, tomó la decisión y fue a donde él, pero… ya no estaba allí. En la
tierra existían manchas de sangre que se perdían en la maleza. Ella se
quedó paralizada, pensando en todas las posibles respuestas para ese
extraño suceso.
Un fuerte viento agitaba las hojas de los árboles, como un mal
augurio. Fue entonces cuando lo vio, cuando cayó de bruces al suelo y el
7
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

monstruo rugió enseñando sus blancos colmillos; fuese lo que fuese, eso
había matado a su amante, no cabía la menor duda. Comenzó a correr y
a correr perseguida por la bestia, sin otra idea en su cabeza que salvarse
a sí misma. ¿Su amante? La sangre en la tierra lo declaraba muerto,
quizás en las fauces del monstruo, ya no importaba. Continuó corriendo,
tal vez durante más de una hora. Pero todo en vano, ahora se
encontraba allí, tendida en el suelo y a merced del mismísimo Diablo.
¡Qué triste final para una mujer tan hermosa y joven como ella, con
todo un futuro por delante! Todo por culpa de una pasión sin sentido,
una simple infidelidad hacia su esposo, al cual también amaba. ¿Por qué
no se habría mantenido tranquila como todas las mujeres decentes, en
vez de jugar ese peligroso juego de verse todas las noches con el
desgraciado de su amante, escondida en la espesura del bosque?
Pero no, no podía pensar de esa manera; no se arrepentía
absolutamente de nada, ella amaba a su amante sin importar las
consecuencias.
Miró a su lado y distinguió en la oscuridad una gruesa rama con
punta, la cual clavó con furia en la pierna del animal. La bestia, de un
manotazo, la hizo rodar por el suelo, arrancándose al instante la
pequeña ramita, la cual miró con desprecio. La muchacha intentó todo
para detenerlo, hasta el símbolo de la cruz con los dedos, pero nada. Ese
ser nada tenía que ver con Dios ni con el Diablo, era algo más
complicado.
Por fin la tortura terminó. La bestia le clavó sus garras en el pecho,
levantándola a más de un metro en el aire, luego la miró a los ojos,
mientras ella observaba los de él. Eran unos ojos amarillos cuyas pupilas
reflejaban la mismísima muerte, y una muerte con sufrimiento y agonía.
A continuación, simple y llanamente, le arrancó la cabeza de un
mordisco; el cuerpo lo tiró a la hierba para devorarlo más tarde.
Un terrible aullido inundó la noche de primavera de aquel pequeño
pueblecito francés en la región de Vivarés.

8
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Edouard despertó más cansado de habitual, hacía varios días que


amanecía de esa forma cada mañana. Se encontraba en un sucio cuarto
de hotel, en un pequeño pueblo situado en el recién formado
departamento de Ardèche, al sur de Francia.
Corría el año 1814. Napoleón Bonaparte se encontraba exiliado en la
isla de Elba, y la monarquía había sido reinstaurada por las potencias
aliadas, bajo el mando de Luis XVIII, quién desde un principio intentó
revertir los resultados de la Revolución Francesa, lo que lo hizo
rápidamente impopular. Francia había perdido gran parte de los
territorios ganados con las Guerras Napoleónicas, sin embargo, la mayor
parte de sus fronteras fueron respetadas, y en el interior del país, pese a
las tensiones políticas, se vivía un momento de relativa paz.
Edouard de Lacroix había sido enviado desde Paris por el mismísimo
Luis XVIII, con la objetivo de investigar unas extrañas muertes ocurridas
en la región desde varios años atrás. Hombres y mujeres desgarrados
yacían en las profundidades de los bosques, algunos de estos sin cabeza
y con el estómago abierto, realmente una imagen atroz. La mayor parte
fueron encontrados en claros de la maleza por grupos de leñadores que
luego entregaron los cuerpos a las autoridades. La cifra de muertos era
incalculable, pues desde cinco años atrás, cuando comenzaron las
masacres, fue aumentando día tras día. Desde entonces el terror se
expandió por el pueblo como una ola gigante en medio del mar
tempestuoso.
Edouard se rascó la cabeza y caminó hacia el armario para vestirse y
bajar a comer el desayuno que le prepararían en aquel horrendo lugar.
Era uno de esas personas de carácter fuerte y físico tosco, de ojos
oscuros y un espeso pelo negro que llevaba siempre revolcado,
cayéndole hasta las orejas. Sus vestimentas por lo general se
encontraban cubiertas de polvo. Un poco despreocupado por su
apariencia se puede decir. Pero esto es algo normal en los veteranos de
guerra, que han vivido los horrores de la batalla. Frisaba los cuarenta
años, aunque a simple vista parecía más viejo, debido a su incontrolable

9
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

adicción a la bebida. No obstante, era un hombre serio y de renombre


en Paris, al cual todos respetaban.
Una vez vestido, sacó unas tijeras del armario y comenzó la tarea de
cortar sus largas y jorobadas uñas sucias, similares a unas garras. Ya
arreglado bajó al primer piso del hotel, a la recepción, y allí centró su
atención en un calendario situado en la pared. Era 17 de mayo. El
empleado del lugar lo saludó con cortesía, pero él le hizo caso omiso,
simplemente dio la espalda y se marchó a una mesa para ordenarle al
mesero un desayuno.
Su investigación no marchaba muy bien, en parte debido a la poca
confianza de los pobladores hacia los forasteros. En varias ocasiones
examinó los cuerpos, valiéndose de la autoridad del Padre que radicaba
en la única iglesia, encontrando en todos las mismas marcas, gigantescos
mordiscos producidos al menos por un oso, aunque por la forma de los
dientes, parecía más bien una especie de lobo. Era bien sabido por los
habitantes del lugar que en los bosques y las montañas de los
alrededores merodeaban los lobos, pero estos eran de pequeño
tamaño, incapaces de haber sido los autores de tales atrocidades.
Mientras tanto, la gente continuaba aterrada y no se aventuraba lejos
en el bosque.
Durante unas semanas los ataques habían cesado, pero otra vez las
muertes comenzaron. Apenas un día atrás fue encontrado otro cadáver,
con grotescas marcas de mordidas, sin manos ni pies. Era una nueva
oportunidad para encontrar pistas y resolver de una vez por todas, el
misterio que se cernía sobre aquella remota región de Francia.
Ya en una ocasión estuvo frente a la bestia, pero estos recuerdos
eran borrosos y carecían de sentido, por lo cual los eliminó pronto de su
mente. Un hombre inteligente y perspicaz como él, veterano de antiguas
guerras, no podía dejarse guiar por lo que parecía un simple sueño. Sin
embargo, algo era innegable, y es que estas muertes poseían una gran
importancia, ya que la noticia había traspasado la frontera, pues desde
varios días atrás, arribó al pueblo un extraño sujeto de amplio sombrero,
que le suplicó que se marchase, que no investigara más.
El hombre, de porte militar aunque con un largo y espeso cabello
oscuro que le caía hasta los hombros, vestido con elegantes ropas de
color negro, se hospedaba en el otro pequeño hotel del pueblo. Su
10
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

mirada era fría como piedra, y en sus ojos se escondía una sabiduría
incomprensible. Las muertes por la bestia eran una intriga, pero sin
duda, lo que más llamó la atención de Edouard fue ese extraño sujeto
con acento italiano.
— ¿Quién es usted? —le preguntó Edouard días atrás.
— Mi nombre es Ivan Haring, y he venido aquí con la misma misión
que usted, llegar al fondo de lo que está sucediendo. No obstante, sé
mucho más de lo que usted sabe, y eso me lleva a persuadirlo de que se
marche cuanto antes, se está arriesgando mucho…
— Pero, ¿para quién trabaja usted?
— Para el Señor, para el Todopoderoso, y para la seguridad de
todos.
Y dicho esto se marchó sin más.
« ¡Que hombre tan raro! »pensaba Edouard devorando el desayuno
que consistía en unas galletas sin sabor, y un vaso de leche semi-
cortada.
Una vez terminado, con una extraordinaria frialdad, se levantó del
asiento tras mirar de reojo al mesero que esperaba algo de propina, y
caminó hacia la puerta mientras se limpiaba la boca con el pañuelo de su
bolsillo, murmurando algunas palabras sin sentido.
Miró a su alrededor y contempló las polvorientas calles empedradas;
tan desoladas como un cementerio en la noche. Se recostó a la pared
del hotel, y allí se detuvo a pensar durante varios minutos, en silencio,
minutos que disfrutaba como en éxtasis.
« Llegaré al final de esto ».
El reloj marcaba las 7:14 de la mañana, hora en la que la mayor
parte de aquellos aldeanos ya estaban despiertos y realizaban las
labores matutinas. A lo lejos distinguió varios niños correteando entre
las casas, algunas mujeres se dirigían al mercado del centro para
comprar alimentos, mientras sus esposos, en su mayoría leñadores,
desde mucho antes partieron a la floresta para comenzar su trabajo; la
madera de Vivarés era exportada a toda la nación.
De repente Edouard salió de su trance, y recobrando la conciencia,
comenzó a recorrer varias calles con pereza, sin rumbo fijo,
rememorando antiguas batallas de las cuales había salido ileso. Pero no
era tiempo para pensar en el pasado, la bestia asechaba en la oscuridad,
11
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

esperando la caída del Sol para volver a matar. Medio siglo atrás, un
poco más al norte, en la región de Gévaudan, ocurrieron una seria de
muertes muy parecidas a estas, por un período de cuatro años, en plena
guerra. Los dos enormes lobos cazados ahora se encontraban disecados
en un museo de Paris, el cual visitó unos días antes de partir hacia aquí.
Eran dos monstruos enormes, del tamaño de un león africano, con un
pelaje entre negro y castaño; poseían largos colmillos capaces de
desgarrar cualquier cosa, y unas garras enormes y afiladas. Claramente
se trataba de una pareja de lobos, sin embargo, el gigantesco tamaño
hacía dudar sobre su credibilidad. Edouard los había contemplado con
detenimiento, estudiando cada detalle del animal. Según cuenta la
leyenda, fueron abatidos por un campesino que fabricó balas de plata.
Quizás necesitara balas de plata para exterminar a esta nueva bestia.
Pero él era un hombre inteligente, un hijo de la Era de la Razón que no
creía semejantes patrañas. Su experiencia le decía que un propósito
humano se encontraba detrás de todas aquellas muertes, quizás con la
ayuda de algún animal exótico.
Pero pronto dejó de pensar en todo esto, deteniéndose en una
esquina, pues varios hombres salían del bosque con el cuerpo
destripado de una mujer, sin cabeza. A su paso docenas de personas se
aglomeraban en torno al cadáver para ver los detalles. Las mujeres se
cubrieron el rostro con las manos mientras los hombres impedían a los
niños observar tal escena. Otra gente cerró puertas y ventanas, como si
tal cosa contaminara sus casas. Pero en el rostro de todos se reflejaba lo
mismo, un miedo aterrador.
Inmediatamente se dirigió al cúmulo de personas. Con un poco de
dificultad y pidiendo permiso logró llegar a uno de los hombres más
próximos al cuerpo, el cual con seguridad era uno de los que lo habían
encontrado en el bosque.
— ¿Dónde la hallaron? —le preguntó de inmediato.
— A dos millas de aquí —respondió el sujeto de espesa barba negra.
— ¡Dios mío! ¿Qué puede ser lo que está asesinando a estos
inocentes?
— Solo el mismo Diablo le hace esto a una persona, solo el
mismísimo Diablo.

12
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

¿Y cuál es el concepto de Diablo? Un monstruo de enormes cuernos


y largos colmillos, o el mal en persona bajo cualquier forma, ya sea un
lobo o un asesino en serie. ¡El Diablo puede ser cualquier cosa!
Edouard miró con desagrado el cadáver, con los intestinos colgando
de un costado, y luego volteó a la floresta, imaginando la mujer a los
pies del monstruo, llorando y pidiendo clemencia, gritos en la noche que
nadie podía escuchar.
El galope de un caballo lo obligó a volver a la realidad. El sujeto
misterioso bajó del animal e hizo unas preguntas a varias personas, sin
mirar siquiera a Edouard, que lo observaba desde el tumulto de
chismosos. De momento le pareció que Ivan Haring lo miró de reojo,
pero en seguida se percató que lo estaba imaginando.
El misterioso señor sonrió con perspicacia después de hablar con
uno de los leñadores, y volvió a donde su caballo. Pronto comenzó a
alejarse, desapareciendo enseguida por una callejuela. Edouard no
comprendía nada, aquel hombre se había esfumado sin apenas mirar el
cadáver. ¿Qué clase de investigación llevaba a cabo? Era insoportable no
saber lo que sucedía, pero más insoportable aún con la presencia de
Ivan Haring.
— ¿Ya la identificaron? —preguntó Edouard al mismo sujeto
barbudo, que ahora caminaba a su lado.
— Sí, señor. La conocimos por sus ropas y sus prendas. ¡Pobre
señora! Que Dios se apiade de su alma.
— ¿Era casada?
— Sí, el sujeto vive a solo unas casas de aquí. Ya enviamos a Simone
a que le comunique la noticia, si quiere verlo usted en persona pregunte
por Augustin el herrero.
— Gracias, monseñor.
Y dicho esto dio media vuelta y tomó rumbo a la dirección señalada,
con el objetivo de tener una conversación con el esposo de la víctima. Se
trataba de una pequeña casa de piedra de dos pisos, con un alto techo
de tejas, un poco más cuidada que el resto de las allí existentes,
probablemente debido al oficio de su propietario, quien le vendía armas
y utensilios al mismísimo ejército francés.
Otro sujeto barbudo salía de allí, con paso apresurado, en dirección
al tumulto de personas que trasladaban el cuerpo hacia la iglesia del
13
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

pueblo. El investigador se bajó con calma y tocó suavemente a la puerta


para no alterar a su ocupante, quien debería estar muy deprimido en
estos momentos. Un hombre alto y flacucho le abrió, y efectivamente,
tal como lo supuso, las lágrimas corrían por su rostro.
— Siento mucho lo de su esposa —dijo Edouard simulando pena. El
sujeto comenzó a llorar más fuerte aún.
— Pase —sollozó.
Seguidamente se secó las lágrimas, lágrimas que no comprendía ni él
mismo, ya que en el fondo odiaba a su esposa. Invitó a sentarse al
investigador en la sala, él se mantuvo de pie, con la mirada perdida en la
puerta.
El interior de la casa era relativamente cómodo, Augustin poseía una
buena situación económica en comparación con el resto de la población
de allí, los cuales trabajaban solo para comer. Edouard se acomodó en
su asiento, admirando un cuadro de la fallecida que colgaba de la pared.
Augustin se percató de ello, sin poder contener otro mar de lágrimas.
— Mi nombre es Edouard, enviado por el rey desde Paris a investigar
las muertes ocurridas desde hace varios años en Vivarés. He venido a
preguntarle algunas cosas, claro, si está usted dispuesto a contestarlas
en su condición.
— Veremos si lo puedo complacer, monsieur Edouard —gimió
Augustin mirándolo a los ojos. Cuanta pena daba verlo en ese estado,
pero a Edouard bien poco le importaba esto, era un hombre de carácter
duro y hostil, o al menos eso es lo que siempre mostró en la superficie,
un sujeto sin sentimientos que solo trabaja para ganarse el pan de cada
día.
— Debe calmarse y decirme muy despacio donde estuvo su esposa
anoche, antes que la viera por última vez.
— Fue a casa de su amiga —Augustin pensó unos instantes—, como
cada noche, para luego verse con ese desgraciado que aún no aparece.
Mi mujer me estaba engañando con otro, y yo… iba a matarla anoche,
monsieur, iba a matarla, los iba a matar a los dos… pensará que estoy
mal de la cabeza, lo cual tal vez sea cierto. Lo que me duele es que ahora
no puedo decirle lo que siento, si al menos hablara con el sujeto, el
sujeto con que me engañó todo este tiempo, le juro que… lo mataría
como a un perro. ¡Lo juro!
14
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

A continuación se dejó caer sobre un asiento, como un cuerpo sin


vida. Ahora las lágrimas se habían secado por completo, y sus ojos color
fuego mostraban tal odio que Edouard comenzó a preocuparse, aquel
hombre era capaz de cometer cualquier locura. ¿Tal vez estaba frente a
frente al responsable de aquellas muertes? Años atrás escuchó sobre
otro caso de una bestia, también en Francia, la cual estaba domesticada
por un noble de la región, que le ordenaba cuando y a quién matar.
Casos similares habían ocurrido en diferentes partes de Europa por obra
de los gitanos que soltaban a los leones de sus circos, con el objetivo de
aterrorizar a los aldeanos intolerantes a sus costumbres.
— Anoche salí de la casa con el arma en mi bolsillo —continuó
Augustin—, dispuesto a asesinarlos. Esperé tras unos arbustos a qué
salieran para matarlos ahí mismo, desangrarlos, hacerlos sufrir hasta la
agonía. ¡Pero no! Decidí que era mejor esperar a que se internaran en el
bosque, así podría ocultar sus cuerpos en el pantano y quedar ileso.
Estaba enojado pero no loco, al menos no en ese momento. Los seguí
entre los arbustos; las ramas cortaban mi rostro y desgarraban mis
ropas. Y entonces perdí el conocimiento, creo que la locura se alojó una
vez más dentro de mi cabeza y volví a ser el mismo maniático de antes…
estaba loco como hace tantos años, antes de conocerla a ella. ¡Ha,
desgraciada!
— ¿Cuál era su nombre?
— ¿El de esa perra? Daniella… Los vi besarse entre la maleza, les
apunté escondido tras un árbol, pero algo muy fuerte me pegó en la
cabeza —Augustin temblaba, como poseído—. Recuerdo haber visto mi
pistola caer, y luego todo mi cuerpo contra la tierra… inconsciente.
Cuando desperté ya mi brazo estaba hecho añicos, puede verlo usted
mismo —Augustin le mostró el brazo, quitándose la venda que cubría la
herida, Edouard pudo admirar entonces un zarpazo producido al menos
por un oso—. Caminé algún tiempo entre los árboles, moribundo,
asustado, confundido, hasta que arribé a la iglesia, en la cual fui
atendido sin muchas preguntas. No obstante, le narré al padre todo lo
que le he contado, pero no la parte en que quería matar a mi esposa,
por supuesto, en ese momento había recobrado la razón, no podía dar a
conocer mis oscuras intenciones aun siervo de Dios. Regresé entonces a
la casa y no la encontré, era ya medianoche. Y hoy me entero de esto…
15
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

que no puedo decirle lo que sentía, el odio y el asco que mi inspiraba el


solo verla. No la pude matar por culpa de un animal —hizo una pausa,
Edouard lo miró preocupado, aquella última oración estaba siendo
analizada en su mente: Un animal—. Lo que más deseo en este mundo
es matarla con mis propias manos, y alguien me ha quitado ese placer.
¡Dios, ayúdame!
— Debe calmarse, ¿ha dicho usted que un animal le impidió realizar
su venganza?
— No sé si fue un animal, no pude ver a mi atacante, lo supongo por
el zarpazo que recibí en el brazo y por las historias que se cuentan en el
pueblo. ¿Cree usted que una persona sea capaz de hacer esto?
— También se puede hacer con un arma en forma de zarpa, pero no
indagaré mucho en ello… por el momento. ¿Vio algo más aparte de todo
lo que me ha contado?
— No, allí no… espera, sí, sí… una pequeña salpicadura de sangre
tras unos arbustos, muy cerca de donde yo estaba, pero nada más.
¡Nada más!
— Gracias por su cooperación. ¿Me puede decir cómo se llama la
amiga de su esposa?
— Su nombre es Madeleine, vive a la salida sur del pueblo, tras
cruzar el arrollo, en una enorme casa de madera cubierta de musgo, ella
ocultaba la traición, búsquela, tal vez le pueda servir de más ayuda que
yo, yo solamente era un adorno en la vida de mi mujer, ¡un ingenuo! ¡Se
merecía algo peor que la muerte!
— Es todo por ahora, monseñor —dijo Edouard mientras caminaba
hacia la entrada—, pero es muy probable que regrese con más
preguntas luego de visitar a la amiga de su difunta esposa.
— ¡Ojalá también esté muerta la muy zorra!
— Es usted uno de los principales sospechosos, le aconsejo que no
siga hablando así.
— ¡Yo hablo como me venga en gana!
Y le tiró la puerta en la cara, dejándolo petrificado frente a esta.
« ¡Demente! »pensó Edouard.
Con las indicaciones en su cabeza, pronto arribó a la casa de la
llamada Madeleine, la cual entraba en esos momentos a la vivienda, que
poseía un largo portal repleto de plantas ornamentales, algunas sobre
16
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

macetas en el suelo, y otras colgando de la pared. En el lugar se


respiraba un aroma a frescura que deleitó a viejo Edouard.
Tocó a la puerta con timidez, ese lugar le era de cierta manera
familiar. Una imagen en penumbras le nubló la mente: entre los
arbustos alguien observaba aquella misma casa, pero de noche. Dos
personas en el portal se despedían de una mujer. Luego la imagen
cambió, arbustos y más arbustos, y luego… estaba de vuelta.
¿Acaso fue una visión? No lo pensó así, él no creía en esas cosas,
pero lo que vio coincidía sin duda alguna con la descripción de Augustin;
él observando tras los arbustos como su mujer y su amante se
despedían de Madeleine para internarse en la maleza. ¿Se estaría
volviendo loco? No, ahora tenía que centrarse en el mundo real y poner
todos sus sentidos en el caso, si esperaba llegar a la solución.
La puerta se abrió, y tras esta apareció una mujer de enmarañado
cabello suelto hasta los hombros. La señora sobrepasaba los cuarenta
años, pero existía algo en ella, en sus curvas, de verdad encantador. Tal
vez su rostro no fuese muy hermoso, pero su cuerpo estaba más que
perfecto para pertenecer a una mujer de campo de más de cuatro
décadas. Edouard respiró profundamente para acercarse a ella.
— Buenos días —dijo volviendo en sí.
— Buenos días, monsieur…
— Edouard de Lacroix, agente de la corona. Usted es Madeleine,
¿cierto?
— Cierto, ¿qué desea alguien tan distinguido aquí en mi casa?
— Primero invíteme a pasar y luego hablamos con más calma, le
aseguro que me extenderé lo menos posible, si usted responde a todas
mis preguntas sin titubear, por supuesto —Edouard mostró una sonrisa
que no era propia de su persona, cualquiera podría haberse dado cuenta
de cuan fingida fue, cualquiera menos él.
— ¿Ha pasado algo malo? Pase, pase…
Ya sentados en la modesta sala, Edouard se inclinó hacia adelante y
entrelazó los dedos de sus manos. Contempló la habitación de arriba
abajo, estudiando cada cuadro, cada adorno, cada color, cada luz,
incluso se detuvo a admirar una pequeña telaraña que colgaba del
techo, cosa que ni la propia Madeleine había percibido. Olfateó el aire y

17
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

miró de pronto a la mujer, sentada frente a él, observándolo con ojos


curiosos.
— Su amiga Daniella… ha muerto.
— ¡Cómo! No es posible, pero… si ayer estuvo aquí, en la noche, a
eso de las… No puede ser. ¡Ho Dios! ¿Está como los otros, desgarrada?
—en el rostro de la mujer se vislumbró una mueca abrumadora, un
temor y una angustia propios de una amiga. Mientras tanto Edouard se
mantenía frío y áspero, con los dedos entrecruzados, mirando de
repente para los adornos de la casa, de repente para los ojos de
Madeleine.
— Perdió la cabeza —dijo con suma pasividad, sin mostrar el más
mínimo respeto—. Encontraron el cuerpo y los hombres la reconocieron
aún en su estado, por las prendas quizás. Fui a ver a su esposo, muy
alterado, y me confesó que ella la visitó a usted anoche, lo cual me
acaba de confirmar ahora mismo.
— ¿Usted piensa que yo la maté?
— No se precipite, mirándola bien, no creo que usted sea capaz de
arrancarle la cabeza a nadie. Le haré solo unas preguntas. ¿Quién era el
amante de su amiga? Y no me diga que no sabe nada de su amorío,
hasta Augustin lo conocía y afirmó que usted apañaba la traición. No me
mire así, tan solo quiero un nombre.
— Adrien —Madeleine se pasó la mano por el rostro, secándose el
sudor. Estaba traicionando a un amigo.
— ¿Y donde lo puedo encontrar?
Edouard le alcanzó un pedazo de papel para que la mujer anotara la
dirección, lo cual hizo enseguida y se lo devolvió.
— ¿Satisfecho? —preguntó nerviosa.
— Casi. ¿Desde cuándo se veían esos dos?
— Hace ya tres meses, siempre aquí, y luego se iban a los límites del
pueblo a tener… relaciones. No les permitía quedarse en mi casa todos
los días, salvo en algunas ocasiones. Tampoco podían ir a casa de Adrien,
su hermana vive con él, hace tres días que se marchó a Viviers por
alguna extraña razón, a ella de seguro no le hubiera gustado enterarse
de lo que hacía su hermano con una mujer casada a quien conoce desde
la infancia. Esos dos pensaban que Augustin era un tonto, y se veían
felices. Y yo me alegraba por ellos, verá, Daniella fue mi mejor amiga por
18
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

muchos años. Estaba por dejar a su marido loco y celoso e irse del
pueblo con Adrien, pero ya ve lo que sucedió al final. ¿Usted piensa que
Adrien lo hizo, verdad? La quería mucho, eso se lo puedo asegurar, su
amor se remonta a la niñez.
— No lo dudo, pero va a tener que explicar que fue lo que pasó en el
bosque y por qué él se salvó, digo, si no está muerto también. ¿Vio usted
algo inusual en Adrien anoche?
— No, como siempre, normal, no es de esos hombres apasionados
por el alcohol —Edouard recordó cuan apasionado era por la bebida, un
vicio incontrolable que desde muy joven no supo controlar.
— ¿Y cuando se marcharon usted cerró la puerta y se acostó? —
preguntó.
— Sí, como siempre.
— ¿Vive sola?
— Mi marido murió hace cinco años, poco antes de que comenzaran
las muertes. Lo encontraron desangrado bajo un puente, sin embargo,
su cuerpo no estaba herido, solo había perdido la sangre como por arte
de magia.
— Se la habrá chupado un vampiro —bromeó Edouard sin
percatarse de la delicada situación. Madeleine le lanzó una cruel mirada
que lo hizo meditar unos momentos sobre sus duras palabras. ¡Qué
idiota!
— No es muy agradable que digamos, monsieur Edouard —dijo la
señora—, aunque tiene su encanto… pero no, su cuerpo no tenía una
sola herida, por minúscula que fuese, ni siquiera dos puntitos en el
cuello… y ahora si me disculpa tengo que salir, por favor, márchese ya.
— Fue un placer hablar con usted, madame. Lo siento, lo siento de
veras, no quise ofenderla con mi pesada broma, a veces no pienso lo
que digo y suelen suceder cosas como estas. Espero pueda perdonarme.
— No se preocupe por eso. Y el placer fue mío… y… ¡No se vaya! —
Edouard ya se estaba levantando cuando lo detuvo aquel repentino
grito, que lo dejó paralizado.
— ¿Qué desea, madame?
— Vivo sola y… hace mucho tiempo que no tengo relación con
ningún hombre. Lo veo a usted así… ahora… y…

19
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

La mujer se le lanzó como poseída en sus brazos. Lo besó, lo mordió


en el cuello, en las manos, cerró la puerta y le quitó la camisa. El pecho
del agente repleto de vellos largos y enroscados quedó al descubierto.
Aquella mujer estaba loca, y sus ojos desorbitados reflejaban tal deseo
sexual que Edouard comenzó a asustarse, pero aquellos labios tan
deliciosos no podrían hacerle daño nunca; además, su piel era tan suave,
que el solitario investigador no tuvo otra opción que dejarse llevar.
— ¡Eres mío, mi lobo! —rugió la mujer quitándose la ropa y
lanzándola a un lado. Sus enormes pechos se comprimieron contra
Edouard, y ahora la locura lo invadió a él también.
La situación era más que rara, pero esto no le importó en lo
absoluto, él también necesitaba de la caricia de una mujer y no
desaprovecharía el momento, demasiado tiempo había pasado solo,
marchitándose en la soledad de su habitación. Completamente
desnudos, en el cuarto, se revolcaron en la cama salvajemente, como
dos animales en celo.
— ¡Qué bien hueles! —le dijo Madeleine, sentada con las piernas
abiertas sobre él.
— Tú también —afirmó él fuera de sí.
A las diez y media de la mañana Edouard ya salía de la casa,
renovado y con la mente clara para interrogar a Adrien. Un placer
exquisito recorría su cuerpo y un sabor a gloria se acumulaba en su
lengua. Después de un largo tiempo sin tocar una mujer, ni siquiera una
prostituta, rememoró otra vez lo que significa acostarse con alguien y
entregar todo de sí para satisfacer a la otra persona. De veras necesitaba
eso, solo de esta forma podría seguir adelante con el caso de aquel
pueblucho sin volverse loco.
— Él no fue —aseguró Madeleine desde la puerta, casi desnuda.
— Ya veremos —dijo y comenzó a alejarse con la frialdad que lo
caracterizaba, como si hubiese olvidado de repente el buen momento
que pasó a su lado.
Comió algo en la casa con Madeleine, por lo que no se detuvo hasta
llegar a la residencia del famoso Adrien, muy cerca de allí. La casa se
hallaba en muy buen estado en comparación con las otras que la
rodeaban, prácticamente en derrumbe.

20
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Anduvo hasta la puerta con paso lento, pensando en otras cosas,


rememorando aún las caricias de la mujer, el sonido de su voz, el sabor
de sus besos, y el profundo éxtasis del propio acto sexual. ¡Cuánto
deseaba volver a tocar aquellos espectaculares pechos de hembra en
celo! Así veía él a esa mujer, como una hembra en celo.
Pero tocó el timbre de una vez por todas y cayó de su nube al
mundo de los vivos, no podía seguir pensando en Madeleine. Un sujeto
con cara de chiflado abrió muy asustado, como si lo hubiesen
sorprendido infraganti en algo. Al parecer en aquel pueblo todos
poseían un leve trastorno mental.
— ¿Quién es usted? —preguntó impaciente.
— Soy Edouard, agente de la corona de Francia. ¿Es usted Adrien?
— Sé lo que piensa, yo no la maté, fue él, el otro, yo no la maté. ¡No
la maté! —gritó asustando un poco a Edouard, quien dio un pequeño
salto en el lugar.
— Tranquilícese —le ordenó y entró a empujones a la vivienda, para
sentarse de inmediato en la sala.
Adrien cerró la puerta con nerviosismo. La casa se encontraba en
mejores condiciones que las dos anteriores, como si las personas
involucradas en los asesinatos tuvieran las mejores condiciones
económicas en ese miserable pueblo, en el cual la mayor parte de la
gente o bien era campesina, o bien leñadores, o simples holgazanes.
Edouard se acomodó en su asiento, mientras Adrien lo miraba con
impaciencia, de pie frente a él, sin pronunciar palabra alguna.
— Sabemos que lo que la mató fue un animal, los rumores sobre la
bestia de Vivarés se han extendido por todo el país. Pero cabe la
posibilidad de que alguien pudiera estar involucrado junto con la bestia
en el asunto. ¿Qué ocurrió anoche? ¿Por qué su amante terminó sin
cabeza y destripada? ¿Por qué usted está aquí, sano y salvo, mientras
ella descansa en un ataúd?
— Lo hizo él, él. Me atacó en mi momento más vulnerable, pero
logré escapar, fui más fuerte, pero ella quedó indefensa, no pude hacer
nada, estaba herido y desesperado, yo era una bestia salvaje intentando
sobrevivir, no me importó mi amada, no me importó nadie, la dejé a
merced del monstruo.
Y dicho esto abrió la puerta con brusquedad.
21
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¡Váyase! Yo no lo invité a pasar en ningún momento. ¡Váyase de


aquí! ¡Ya!
— De acuerdo, de acuerdo, cuando esté más calmado volveré.
— Eso mismo dijo el otro, el de sombrero negro, el que dice ser un
siervo de Dios. ¿Puede creerlo? Siervo de Dios con esa facha, y yo que lo
vi acostándose con prostitutas hace días en Viviers, poco después de
visitar al obispo. ¡Bah!
— ¿Te dijo que era sacerdote?
— No, no es sacerdote, pero asegura estar a la altura de ellos… y
quería que confesara mis pecados ante él. Cree que estoy loco, dice que
soy un monstruo, pero… yo no tengo por qué contarle esto a usted.
¡Váyase de una vez!
Edouard se levantó con toda la paciencia del mundo y caminó al
portal, estudiando en detalle el rostro de aquel demente. Adrien parecía
nervioso, mirando aquí y allá en fracciones de segundo. A continuación
un fuerte ruido desvió su atención. La puerta le fue cerrada en la misma
nariz.
« Otro más que me tira la puerta en la cara »pensó Edouard
desilusionado y caminó hacia la calle sin darle mucha importancia al
asunto. Volvería más tarde, cuestión que Adrien se encontrara mejor y
más dispuesto a colaborar con la investigación.
Entonces le llegó a la mente la misma imagen. La pareja
despidiéndose de la mujer y algo asechando desde los arbustos, en la
oscuridad. Vio a Adrien cubriéndose el rostro y gritando, luego arbustos
y más arbustos. ¿Se estaría volviendo loco? Contempló el cuerpo
desangrado pero sin heridas del marido de Madeleine, cinco año atrás,
tirado bajo el puente del arrollo, teñido en sangre. Se imaginó un
vampiro bebiendo sus fluidos, dejando dos pequeñas marcas en el
cuello. Pero la imagen cambió, y se contempló a sí mismo disparándole
en la panza, por donde brotó toda la sangre, y luego… la herida se
cerraba sola, como por arte de magia.
El Sol reflejado en la calle le irritaba los ojos. Tras volver al mundo
real, se cubrió el rostro con la mano y continuó caminando sin rumbo
fijo por las desoladas calles, recordando nuevamente su experiencia con
Madeleine. Movió la cabeza bruscamente como para expulsar aquellos
pensamientos, debía centrarse en la investigación.
22
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Arribó a una taberna situada en el centro del pueblo, lugar de


reunión nocturna de todos los hombres de allí. Era un recinto pequeño
pero acogedor, a pesar del mal estado. Sobre la corroída puerta colgaba
un letrero de madera que invitaba a pasar. Edouard obedeció la
invitación, y arribó a una gran sala repleta de mesas y sillas de madera,
con una barra al fondo en donde servía tragos un señor muy gordo,
vestido de blanco. El lugar a esa hora se encontraba completamente
vacío, salvo por un sujeto que lo miraba fijamente desde una de las
mesas, sosteniendo un sombrero negro en sus manos. Sus ropas y su
largo cabello también eran del mismo color, en contraste con su pálida
piel.
Edouard miró afuera por la única ventana existente y descubrió el
caballo de aquel misterioso señor que tanto odiaba, amarrado a un
poste. ¿Cómo no se había percatado antes? De haberlo hecho no
hubiese entrado, eso era seguro. El extraño individuo lo miró fijamente
mientras sonreía, y eso lo irritaba aún más. A continuación lo invitó a
sentarse a su lado y le brindó un tarro de cerveza, la cual Edouard
aceptó sin darse cuenta.
— Normalmente no bebo en las mañanas —dijo Ivan Haring—, pero
en este endemoniado lugar no venden otra cosa que no sea pan y
cerveza, así que tendré que conformarme.
— Buenos días, monsieur Haring —gruñó Edouard tras tomar un
trago.
— Llámeme Ivan y déjate de formalidades. Te hablaré claro. Debes
irte de este maldito pueblo en este mismo instante. Está condenado,
¿no entiendes? No puedes hacer nada por detener al asesino, y si por
alguna casualidad descubres quién es…
— ¿Acaso no se supone que se trata de una bestia?
— También se trataba de una bestia hace cincuenta años en la
región de Gévaudan, pero todos los que estuvimos ahí sabemos que la
familia Chastel estaba detrás de todo eso. Las bestias no tienden a ser
tan agresivas con los humanos, a no ser que sean mandadas por estos.
— ¿Estuviste en Gévaudan antes de la Revolución? ¿Qué edad
tienes?

23
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Pero esta vez no se trata de una familia aristócrata como en


aquella ocasión, la aristocracia hace tiempo que desapareció. Ahora es
algo… distinto. Por cierto —dijo olfateando el aire—, que raro hueles.
Seguramente se trataba del perfume que se roció en casa de
Madeleine, pero no le dio mucha importancia. Aquella extraña mujer
tenía muy mal gusto para todo, a pesar de lo que había disfrutado
estando a su lado.
— ¿Huelo mal? —preguntó por pura curiosidad.
— No, todo lo contrario, hueles muy bien. ¿Qué perfume usas?
— No te detengas en cosas simples. Dime, ¿qué sabes que yo
desconozca?
— Demasiadas cosas, y por eso quiero que te vayas, no sigas, te
estás metiendo en un callejón sin salida y pronto la oscuridad caerá
sobre ti. La oscuridad lo envuelve todo, y los hombres de estos tiempos
comienzan a dejar de creer en su poder.
— Deja de hablar con acertijos. ¿Por qué le dijiste a Adrien que eras
un siervo de Dios?
— ¿Te contó algo de lo sucedido?
— ¡Respóndeme a lo que te pregunto!
— ¿No te contó nada?
— Habló sobre la bestia, pero de una forma muy extraña. Se refería
a ella como un monstruo que no podía controlar. ¿Por qué le dijiste que
servías a Dios? ¿Por qué me lo dijiste a mí hace días?
— Tienes las uñas largas, deberías cortártelas más a menudo.
Edouard se sentía incómodo con aquel sarcasmo. Se contuvo para
no gritarle. Respiró hondo y se acomodó en la silla, relajándose lo mejor
posible y contando hasta diez, siempre le resultaba. A continuación
contempló sus uñas.
— Me corto las uñas todos los días —afirmó y tomó otro trago,
saboreándolo.
— Es increíble como algo tan delicioso resulta tan perjudicial para
los humanos. Dicen que la cerveza fue descubierta en la Primera Ciudad
por los hijos de Caín.
Ivan se inclinó hacia adelante con la cabeza apoyada sobre las
manos, dejando al descubierto un crucifijo de plata muy grueso.

24
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Rápidamente se echó hacia atrás y sonrió, ocultándolo bajo sus ropas,


mostrando cierto nerviosismo.
— ¿Cree usted en Dios? —preguntó Edouard con la misma ironía
que caracterizaba a su adversario.
— Sí, con toda mi alma. Trabajo para él, ya se lo he dicho.
— Entonces es un sacerdote, aunque se acueste con prostitutas.
— Eso de no tener sexo lo inventó el hombre queriéndose asemejar
a Jesús, y nadie se le puede igualar. Entonces, ¿por qué mantener la
castidad si serás aceptado en el cielo de igual forma? Pero no, no soy
sacerdote ni nada que se le parezca, aunque te aseguro que estoy a la
altura de cualquier padre en la jerarquía católica, e incluso más.
— Entonces, ¿es usted un siervo de Dios?
Ivan Haring lo miró fijamente, mostrando unos ojos grises algo
insólitos.
— ¿Lo parezco? Váyase lo antes posible, antes de que se vea
involucrado en esto. Créame cuando le digo que es peligroso, váyase de
una vez por todas, por favor.
— No lo haré —sentenció Edouard y tras vaciar el tarro de un solo
sorbo, dio media vuelta y desapareció tras la puerta.
Ivan se quedó paralizado, mientras lo seguía con la vista. Su mirada
reflejaba una lástima inexplicable, la cual solo comprendía él. Se terminó
su cerveza bajo la mirada del chismoso tabernero, para levantarse de
inmediato y dejar una buena cantidad de propina.
Edouard caminaba por la calle sin rumbo fijo, su objetivo era alejarse
de la taberna y alejarse de ese Ivan Haring que tanto lo irritaba. Meditó
sobre lo que sabía. Adrien y la difunta sin cabeza eran amantes muy
enamorados desde la niñez. Augustin intentó matarlos, vigilándolos tras
los arbustos, como pudo advertir en su visión. ¿Y que era esa visión?
¿Podría confiar en ella? Según el marido celoso algo lo derribó. Él nunca
creyó esa historia, aunque vio la herida en su brazo. Pero tal vez solo
forcejeó un poco con Adrien y este lo hirió varias veces con un cuchillo,
sin embargo, este último no quería declarar, al menos por ahora. Por
otro lado, no imaginaba capaz a Augustin de cortarle la cabeza y abrirle
el vientre a su esposa, a fin de cuenta, era su esposa. Además, con que
fuerza y con qué estómago podría haberlo hecho. Solo quedaba la
opción de la enorme bestia en la cual creían ciegamente todos los
25
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

aldeanos. Sin embargo, tal como dijo el mismísimo Ivan Haring, las
bestias no tienden a ser tan agresivas salvo si son guiadas por una mano
humana. ¿Por qué le arrancó la cabeza? ¿Por qué destripaba a las
víctimas pero no se los comía por completo? Todo indicaba que la
bestia, fuese lo que fuese, estaba siendo dirigida por alguna persona
muy racional, consciente del motivo de sus actos: simplemente matar,
no comer. Algún psicópata como tantos que existen desgraciadamente
por el mundo era el autor intelectual de aquellos hechos. ¿Pero quién
podría beneficiarse de soltar un monstruo para matar mujeres y niños
inocentes en una región tan remota de Francia? Tal vez alguien en
desacuerdo con la monarquía, pero… las muertes comenzaron durante
el imperio de Bonaparte. No, no existían conflictos políticos en esta
ocasión, tal como pudieron haber existido medio siglo atrás por parte de
la noble familia Chastel, contraria a los excesos de Luis XVI.
Pero por ahora tendría que lograr la confesión de Adrien, ahí se
encontraba la clave, Adrien daría el veredicto final, ya que era el único
superviviente al ataque de la bestia, pues todos las otras historias eran
sobre avistamientos en la lejanía del bosque, por leñadores asustados y
supersticiosos. Un hombre razonable como él se basaba en hechos y no
en testimonios. Recordó los sucesos ocurridos varios días atrás,
envueltos en una nebulosa de dudas. Fue la noche en que su compañero
Donatien murió en las garras de la bestia, mientras él y los aldeanos
eufóricos la perseguían con armas y antorchas en la mano por todo el
bosque. Sin embargo, no podía recordar bien nada de lo ocurrido. Varios
días después amaneció en una cama de la iglesia, bajo los cuidados del
padre Grégoire. Y cuando le preguntaron sobre lo ocurrido no supo que
contestar. Intentó recordar al monstruo que lo había atacado, sin
conseguirlo. Los aldeanos tampoco lo habían visto, solo él fue testigo de
la bestia, pero aquellos hechos fueron borrados de su mente debido al
trauma que debió haber sufrido.
Al poco tiempo apareció el misterioso sujeto que decía trabajar para
Dios, con sus atavíos negros y su sombrero de ala ancha. Ivan Haring
parecía conocer más sobe la bestia que todos los campesinos de la
región, y pronto, aliado con el padre Grégoire, comenzó a ocultar los
cuerpos desgarrados en la iglesia del pueblo, luego de que estos eran
traídos, impidiendo de esta forma que él, Edouard, los examinara.
26
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Se dispuso entonces a ir a la iglesia, con el propósito de persuadir


esta vez al padre para que lo dejara pasar. Quizás ahora, sin la presencia
de Ivan Haring por allí, Grégoire no opusiera resistencia a mostrarle el
cuerpo desmembrado para estudiarlo. De esta forma arribó a la entrada
del recinto sagrado, con las puertas cerradas por dentro. Varios
leñadores se dispersaban por los alrededores, después de haber
entregado el cuerpo al padre.
Se detuvo frente a la gigantesca puerta de madera, y tras meditar
unos segundos, se decidió a tocar. Se escucharon pasos en el interior, y a
continuación el sonido metálico de un cerrojo al abrirse. El padre
apareció en el umbral, muy alterado ante la reciente muerte, parte de
sus atavíos se hallaban manchados de sangre.
— ¿Qué lo trae a la Casa del Señor, monsieur Edouard?
— Usted sabe a lo que vine, padre. Deseo examinar el cuerpo que
recientemente le trajeron. Necesito examinarlo para continuar con mi
investigación.
— Monsieur, usted sabe muy bien que no es mi voluntad la que le
prohíbe la entrada a la iglesia, yo recibo órdenes de alguien superior a
mí.
— ¿Acaso ese extraño sujeto llamado Ivan Haring es superior a usted
en la jerarquía católica? ¿Cómo es eso posible?
— ¡Ho, hijo mío! Desconoces muchas cosas, así como las desconocía
yo antes de su llegada. Pero lo que está sucediendo en este pueblo va
más allá del poder que tienes en tus manos. Te aconsejo que te retires
antes de que esta maldición caiga también sobre ti.
— ¿Qué maldición? ¡Necesito entrar a examinar los cuerpos!
¿Dónde los tienes?
El sacerdote estaba nervioso, mirando en todas direcciones, como si
alguien lo vigilase. Edouard se percató de ello, de su angustia, de su
miedo. Había algo oculto en esa iglesia por encima de unos simples
cuerpos desmembrados.
— Aléjate de este lugar, Edouard —dijo alguien a su espalda.
Ivan Haring se encontraba allí, en medio de la calle, mirando
fijamente al sacerdote, que solo se limitó a bajar la cabeza. Aquel
extraño sujeto de largos atavíos negros y sombrero de fieltro ejercía un

27
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

gran poder sobre el padre Grégoire, un poder que resultaba ilógico para
Edouard, que lo observaba estupefacto desde el umbral de la iglesia.
— Por última vez, abandona este lugar, Edouard —decía Ivan Haring,
avanzando hacia él—. Lo que aquí guardamos va más allá de tu
entendimiento, son asuntos de la iglesia, los cuales debemos
salvaguardar de personas curiosas y sin fe.
— ¿Por qué lo obedece, padre? —le preguntó Edouard al
sacerdote— ¿Por qué sigue las órdenes de alguien que no parece
pertenecer al clero?
— Pero sí pertenezco —interrumpió Ivan—. Y estoy por encima del
padre Grégoire, como puedes ver. Ni siquiera el obispo de Viviers puede
darme órdenes. Así que ahora márchate y déjanos solos al padre y a mí,
tenemos trabajo que hacer.
— Como su eminencia deseé —gruñó Edouard con sarcasmo y se
alejó con paso rápido de aquel lugar, volteando de vez en cuando hacia
su espalda, para descubrir que Ivan Haring y el sacerdote entraban a la
iglesia, tras cerrar la puerta con seguro.
« Llegaré al fondo de este misterio »se prometió mientras caminaba
sin rumbo por aquellas calles empedradas, ya no tan desoladas como en
la mañana.
De repente sintió el crujir de su estómago y se percató que ya era la
hora del almuerzo. Tras darle varias vueltas al poblado, terminó por
detenerse frente al pequeño y sucio hotel en que se hospedaba, allí
pediría su almuerzo. La mujer que atendía el lugar, ayudando al mesero
de la mañana debido a la cantidad de personas comiendo a esa hora,
tras coquetear un poco con él, le llevó su comida a la mesa. De repente
algo lo comenzó a intrigar, nunca antes tuvo tanta suerte con las
mujeres, y en los últimos días en este pequeño pueblo, parecía atraer a
todas. Era ya la segunda. Pero no le dio muchas vueltas a esa idea. Probó
la comida con desaire, tal vez no era algo exquisito, pero al menos
calmaría esa hambre que lo devoraba por dentro, últimamente había
tenido más apetito de lo habitual. Bebió un poco de agua y comenzó a
comer con suma tranquilidad, sin percatarse de la extraña mirada de la
mesera. Sin duda ese era su día de suerte con las mujeres.
En la mesa de enfrente reían mientras tomaban cerveza, tres
jóvenes vestidos muy diferentes a la gente del pueblo. Edouard no
28
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

lograba quitarle los ojos de encima, en realidad, nadie allí lo hacía,


llamaban demasiado la atención.
El primero, cabello lacio casi hasta los hombros, recogido en una
pequeña cola; unas pocas greñas le sobresalían por detrás de las oídos.
Su vestimenta era sencilla, pero con cierta clase, algo poco común por
allí. El segundo traía el pelo ondulado a mitad del cuello, suelto por
completo. Vestía muy parecido al primero. La otra era una chica de
largos cabellos castaños, muy hermosa y risueña, un rostro angelical a
pesar de la carencia de maquillaje.
Tras cruzarse las miradas, Edouard bajó la cabeza y continuó
comiendo.

29
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

El carruaje rodaba a toda velocidad por el camino escabroso,


esquivando los numerosos baches y charcos existentes. La Luna llena
brillaba en el firmamento repleto de estrellas, iluminando el rostro del
joven que conducía el coche. Detrás, en la lejanía, se escuchaba el
ladrido de los perros, como recuerdo de que nunca más podrían volver
al castillo del Jean de Baloup, conde de Viviers.
— ¿Crees que tardaran en percatarse de que me marché, Lester? —
preguntó una joven de largos cabellos castaños, asomando la cabeza
fuera del coche.
— No lo sé —contestó el chico, que sostenía las riendas de los
caballos—, pero te aseguro que para media noche ya estaremos muy
lejos de los dominios de tu padre, y luego de nuestra visita a la
marquesa Isabelle, abandonaremos estas tierras para siempre. Te
prometí la libertad, Jeannette, y yo siempre cumplo mi palabra.
— Te amo, Lester —dijo la chica y metió la cabeza al carruaje, que
tropezaba una y otra vez con las piedras del camino.
Recordó entonces como había comenzado todo, una semana atrás.
Aquella mañana en que conoció al apuesto joven inglés sintió por
primera vez esa sensación en el estómago que llaman amor. Sus ojos del
color del mar la cautivaron desde el primer instante, ya no le importaba
su honor, su nombre, su fiesta de compromiso con un vejestorio que la
duplicaba en edad, ya no le importaba nada, solo quería escapar de esa
vida miserable a la cual la condenaría su padre, con el único propósito
de aumentar sus riquezas. Pocos días atrás se le confesó a ese
espléndido y hermoso joven proveniente del antiguo enemigo de su
país, las diferencias políticas no significaban nada para ella como pudo
serlo para su familia. Lester era el amor de su vida, nunca lo dudó, y por
eso, en aquel pajar detrás del castillo de su padre, se le entregó en
cuerpo y alma, y le juró amor eterno. Y ahora escapaba con él rumbo a
una pequeña aldea, en la cual se entrevistarían con una extraña
marquesa que los había invitado a su mansión… y después… después se
marcharían a Londres.

30
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Escucha como ladran los perros, Jeannette —susurró Marcus, el


otro chico que se encontraba escondido dentro del carruaje—. Se han
percatado de que huimos con los caballos. Los guardias de tu padre no
tardarán en despertar y comenzar a perseguirnos, espero estemos lo
suficientemente lejos para ese entonces.
— Ten fe, Marcus —le dijo Jeannette—. Yo sé que todo saldrá bien.
Lamento haberte involucrado en esto, es algo solo entre Lester y yo…
— No te preocupes, Lester es mi amigo hace demasiado tiempo,
estoy con él en las buenas y en las malas, y si él te ama, pues yo te
protegeré como si fueras mi propia novia.
—Gracias, Marcus.
El chico de largos cabellos negros y ondeados hasta mitad el cuello
se acomodó en su asiento, contemplando con sus grandes ojos azules
esa Luna llena que brillaba con todo su esplendor, dibujada contra un
cielo de color negro. Y bajo esta, en los bosques que los rodeaban, pudo
escuchar el aletear de los pájaros nocturnos volando en desbandada,
ahuyentados por algún animal más grande. ¡Ho! Cuanto amaba la noche,
los bosques, los lugares lúgubres. Allá en Cambridge, después de la caída
del Sol, escapó en varias ocasiones en compañía de su fiel compañero
Alexandro, a un cementerio cercano. Y allí, sobre las tumbas, mientras
fumaban opio, recitaban poesías y escribían historias de terror,
inspirados por las sombras escondidas tras las cruces, que bajo los
efectos de la droga, cobraban vida propia.
— Que cielo tan tenebroso —le comentó Jeannette.
— Para mí es hermoso —sonrió Marcus.
— ¡Mira, Marcus! —exclamó Lester desde afuera— ¡Hay Luna llena,
seguro que salen los hombres lobos!
— Ojalá —suspiró el chico reclinándose hacia atrás.
El tiempo transcurrió, y de esta forma arribaron a un cruce de
caminos en donde existía un pequeño poste con varias indicaciones. A
un lado se alzaba una pequeña casita de madera en donde un anciano
cortaba unos troncos, acompañado de su perro.
— ¿Sabe usted donde hay algún hotel donde podamos
hospedarnos? —le preguntó Lester en un perfecto francés, alzando la
voz, con lo cual el sujeto se despertó.

31
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Claro, monseñor. Más adelante, en el pueblo, justo a la entrada,


encontrará una modesta posada. Es lo mejor que tenemos por aquí. No
cobran mucho y la comida es mala, pero al menos es un lugar decente
donde dormir, mejor que estar tirado aquí como yo, a la intemperie.
— También buscamos a la marquesa Isabelle. Nos dijeron que vive
por aquí.
— ¡Ah, la marquesa Isabelle! Vive en un casón entre los bosques
cercanos al pueblo, si siguen ese camino de ahí —y señaló el camina del
oeste—, arribarán a su esplendorosa mansión. Es una persona muy rara,
nunca se la ve fuera de allí. Se trata de una ermitaña con dinero. Vino de
Paris, según afirmó ella misma, hace unos cinco años, y como ya he
dicho, se la ve muy poco fuera de su casa, no me imagino cómo se
alimenta.
— ¿Y qué edad tiene ella? —preguntó de improviso Marcus,
asomando la cabeza por la ventana del coche.
— No lo sé, pero los que la vieron el año pasado dijeron que solo
aparentaba unos cuarenta, no más que eso. Yo nunca la he visto, en
realidad pocos han tenido ese privilegio, cuando va al pueblo es siempre
por un corto período de tiempo, inmediatamente regresa a la soledad
de su mansión. Y nadie va a visitarla salvo forasteros como ustedes.
Existen muchos rumores sobre su persona, pero sabrá Dios cuales son
ciertos y cuáles no. Lo que sí les puedo asegurar es que su belleza no
tiene igual. Mi hermano conversó con ella una noche, en la taberna, y
estuvo atontado toda la semana siguiente, como si esa mujer lo hubiera
hechizado. Un ángel, así se refirió a Isabelle cuando le pregunté por su
estado. ¿Y por qué quieren ver a esa extraña mujer? Claro, si se puede
saber.
— Recibimos una invitación suya hace un mes —respondió Lester—.
Creo que quiere contratarnos para estudiar unos libros antiguos que
tiene en su poder. Somos estudiantes de Historia de la Universidad de
Cambridge.
— ¡Entonces son ingleses! Lo imaginé por vuestro acento. Tengan
cuidado, jóvenes, no todos los hombres de por aquí son tan amistosos
como yo con los forastero, y menos si son de una país que hasta hace
poco más de un mes estuvo en guerra con el nuestro.

32
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Sabemos a lo que nos arriesgamos al cruzar el Canal, pero la


recién instaurada Corona nos protege. Si nos hacen daño lo pagarán
muy caro.
— Pero no solo deben cuidarse de los aldeanos. Hace años que
están ocurriendo extrañas muertes en los alrededores del poblado,
mejor no se queden mucho tiempo. Resuelvan sus problemas rápido y
váyanse.
— Ya hemos escuchado sobe la bestia, de hecho, nuestra visita se
relaciona con esta, pues la enigmática marquesa nos confesó que sus
libros estaban relacionados con la mística maldición que se ha cernido
durante siglos sobre el sur de Francia.
Lester recordó su vista al museo de Paris, en donde contempló,
junto a su amigo, los cuerpos disecados de dos enormes lobos cazados
hace medio siglo en la región de Gévaudan, muy cerca de allí. Y
realmente eran impresionantes. Su tamaño colosal se comparaba casi al
de un caballo, quizás solo un poco más bajo por la postura característica
del lobo. Tenían los ojos rojos, y dos grandes colmillos sobresalían de su
boca. Estar frente a esos raros especímenes fue algo fabuloso, y más por
la historia detrás de ellos. Aquellas bestias gigantescas aterrorizaron los
campos del sur de Francia por un período de cuatro años, sembrando el
terror y la muerte por donde pasaban. Se decía que eran hombres lobo,
y que solo pudieron ser derribados con balas de plata. Ahora solo
quedaban los cuerpos disecados de la pareja cánida, sin ningún rasgo
que lo asemejase a un licántropo.
— Tal vez los mataron en forma de lobo, y ya no pudieron
transformarse en hombres —dijo Marcus en aquella ocasión,
maravillado ante tales criaturas.
— Tonterías —le respondió Lester riendo.
— No dudo que la marquesa Isabelle sepa lo que está ocurriendo
aquí, es una mujer demasiado misteriosa. A mí en lo particular me causa
miedo. Tengan cuidado, jóvenes. La bestia asecha en noches como esta,
siempre bajo la luz de la Luna llena.
— ¡Gracias! —exclamó Lester y azotó las riendas de los caballos, los
cuales enseguida comenzaron a correr en dirección a la mansión de la
marquesa, al oeste. Al poco tanto el viejo como la casita se convirtieron

33
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

en un diminuto punto en la lejanía, perdiéndose en las tinieblas de la


noche, más densas que nunca.
El carruaje, tras seguir el camino que se extendía dando vueltas y
vueltas en el bosque, llegó a un puente que cruzaba un estrecho
riachuelo. Fue entonces cuando comenzó a llover torrencialmente, nada
de unas gotitas de aviso sobre el rostro del conductor, un verdadero
diluvio se lanzó contra ellos de la forma más imprevista posible. Aquella
lluvia era digna del peor de los huracanes, y además, el camino se
hallaba en muy mal estado y repleto de baches que de no ser avistados,
podrían volcar el coche. Lester se acomodó en su asiento,
concentrándose lo mejor posible en dirigir los asustadizos caballos.
Los pájaros del bosque se escondieron temerosos de la lluvia, y en
su vuelo en desbandada, una lechuza casi arremete contra el carruaje,
sobresaltando en sus asientos a los chicos, los cuales no pudieron
reprimir un grito. A lo lejos se comenzó a avistar una luz, luz que cada
vez se acercaba más y más. Pronto el bosque desapareció.
Fue en ese momento cuando la vieron. Aquella gigantesca mansión
bajo el torrencial aguacero, iluminada por los relámpagos de la
tormenta. Una vista magnífica y hermosa, espeluznante y aterradora al
mismo tiempo. Visión clásica de la mansión embrujada que conocían
todos, la cual intentaron borrar de sus mentes para no gritar de miedo.
Aquella casa situada entre el espeso follaje era el lugar idóneo para la
presencia de fantasmas, pero los chicos necesitaban guarecerse a toda
costa de la tormenta, y ese era el mejor sitio para hacerlo, además,
pensaron inteligentemente, ninguno de ellos creía en los fantasmas; en
aquella mansión no habitaba nadie más que una rica y honorable dama
que los atendería con gusto, no en vano los invitó a su país, al otro lado
del Canal.
Se detuvieron en la entrada de la enorme casa, justo al lado de la
hermosísima fuente de extraña arquitectura, que se desbordaba en
agua, y corrieron a guarecerse de la lluvia bajo el arco de la puerta
principal, alta como la de una iglesia, de madera preciosa y con labrados
elegantes y antiguos, pero sin duda alguna hechos en la actualidad. Fue
Lester quien tocó, y un sonido metálico que produjo un largo eco en el
interior de la casa, resonó en sus oídos.

34
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Se oyeron pasos en el interior, y un crujir de clavos y hierros. Los


cerrojos fueron corridos y la gigantesca puerta se abrió hacia atrás,
produciendo un molesto rechinar, quizás debido a la humedad. Un
sujeto bastante calvo, jorobado, vestido de traje y corbata, apareció tras
el umbral. Sonriente, habló:
— ¡Bienvenidos y buenas noches! La señora de la casa los espera en
la siguiente sala.
Entraron empapados, pero el jorobado le entregó a cada uno tres
toallas idénticas. A continuación cerró la puerta y les invitó a que lo
siguieran por el pequeño salón. Arribaron ahora a otra sala, pero esta sí
era gigantesca, y adornada con las pinturas más famosas de la historia
humana. Los asientos no podían ser más finos y cómodos de lo que
parecían a simple vista, y el suelo de mármol brillaba a la luz de las
lámparas existentes tanto en el techo como en las paredes, de color
blanco o gris. Pero cuando observaron el techo, su asombro creció aún
más, allí arriba estaban gravadas muy cuidadosamente las
constelaciones.
Existían pasillos nacientes en este salón principal, pero eran muy
largos y poco alumbrados como para poderles descubrir el final. Unas
hermosísimas escaleras muy adornadas conducían al piso superior justo
en frente. ¡Aquello tenía que ser un sueño, no cabía la menor duda! Ni
siquiera sus mansiones, allá en Londres, eran comparables con esta
maravilla arquitectónica. Si sus ojos no los engañaban, se encontraban
en el mítico Edén perdido, en el mismísimo Paraíso.
Una atractiva mujer de cabellos dorados, largos hasta la cintura,
cayéndole en rizos, y peinados de una forma muy elegante y hermosa,
bajaba por esas escaleras tan coloridas. Vestía de forma extraña, un
largo atavío rosado repleto de diamantes, terminando en finos encajes,
una mezcla entre arte antiguo y moderno. En sus finas manos brillaban
gran cantidad de anillos de inmensos rubíes, y pulseras muy valiosas a
simple vista. Su delgado y largo cuello lucía varios collares de perlas muy
trabajadas, y cadenas de un oro tan brillante como nunca nadie lo ha
visto. ¡Esplendoroso! Su rostro era de una belleza exquisita; su cara, muy
pálida, pero con algunos tonos rosáceos, le proporcionaba un aspecto
encantador; y sus ojos de un azul intenso reflejaban la sabiduría en
persona. Pero a pesar de esto, algunos rasgos casi invisibles revelaron
35
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

que no se trataba de una persona tan joven, aunque podría pasar


inadvertida entre doncellas de veinte si se esforzaba en cubrirse con
maquillaje esas pequeñísimas arrugas cerca de sus ojos. Cuando movió
sus labios, suavemente, fue como si el mundo se desplomara bajo los
tres jóvenes, labios coloreados de un rosa seductor.
Jeannette suspiró maravillada, olvidando por un instante su amor
por el joven inglés con quién escapó del castillo de su padre pocas horas
atrás. Lester y Marcus se quedaron boquiabiertos. Si los ángeles
existieran, ella sería uno.
— Bienvenidos a mi humilde hogar —habló con una voz tan
tranquila, acogedora, tan bella y profunda, sí, muy profunda, que
traspasaba la carne humana y perforaba la mismísima alma. ¡Ah, que
exquisito sonido! Todos deseaban que volviera a hablar, era su voz la
misma puerta al Paraíso, o al menos una visión de cómo debería ser.
Sus ojos se posaron sobre Marcus, el cual bajó la cabeza sin que los
demás se percatasen de lo sucedido.
— Tomen asiento —continuó—. Señor Debray, tráigales té a los
invitados, los fortalecerá. No quiero que atrapen un resfriado.
La distinguida dama se sentó frente a ellos en una elegante posición,
sobre un diván de color blanco que debía ser una obra de arte del estilo
Rococó, cuyo auge terminó varias décadas atrás, poco antes de la
Revolución. En su rostro se dibujó una hermosa sonrisa de inocencia. No
podía tratarse de un ser humano, los seres humanos no eran perfectos,
¡ella sí!
El mayordomo reapareció con tres tazas de té caliente. Los jóvenes,
tras olfatearlo, pues en realidad desprendía un aroma algo raro, se lo
bebieron de un sorbo. Isabelle no tomó. El señor Debray recogió las
tazas y se marchó por uno de los pasillos, disolviéndose en la oscuridad.
Era en verdad un sujeto extraño, de ojos demasiado vacíos, tan carentes
de vida, nada que ver con aquellas perlas azules de su señora Isabelle.
Ella sí que irradiaba luz.
— Como ya saben, soy Isabelle —su voz… su voz era irresistible
como la legendaria palabra de Dios—. Los he invitado a mi hogar con el
objetivo de que descifren unos libros por mí. Son obras que tienen miles
de años, y creo que nadie mejor que ustedes, jóvenes historiadores,
podrían traducir e interpretar lo que allí está escrito.
36
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Los chicos no comprendían el por qué los escogió a ellos dentro de


tantos filólogos y maestros de historia de toda Europa, pero tampoco
desaprovecharían una oportunidad así, pues según su carta, aquellos
libros se encontraban enterrados en un antiguo templo pagano
edificado antes de la llegada de los romanos a la Galia, y lo que estaba
allí escrito parecía relacionarse con las recientes muertes ocurridas en la
región. Solo de imaginar el prestigio que obtendrían al descubrir, gracias
a su investigación, el misterio de las matanzas del Vivarés, les causaba
una dicha sin igual. La oferta era demasiado tentadora.
— ¿Y donde guarda usted esos antiguos manuscritos? —se aventuró
Lester, deseoso de comenzar a traducir lo que allí había escrito.
— Tranquilo, joven, todo a su tiempo. Más tarde se los mostraré,
aunque no será hasta mañana que los dejaré a solas con sus páginas
para que comiencen su trabajo, hoy ya es demasiado tarde. Les he
pagado el alquiler de una habitación en el hotel del pueblo, el señor
Debray los llevará, ya que no tengo habitaciones disponibles en esta
casa.
Los jóvenes se miraron confundidos. ¿Cómo era posible que en
aquella enorme mansión no existieran habitaciones disponibles?
— Aunque parezca increíble —continuó Isabelle—, no tengo cuartos
preparados para ustedes. Además, prefiero no perturbar la soledad de
mi casa —hizo una pausa—. Tal y como comentan los del pueblo, soy
una persona solitaria, y así deseo mantenerme —nuevamente miradas
inquietantes sobre todos. Marcus bajó la cabeza.
— ¿Cómo fue que nos encontró? Solo somos unos estudiantes de la
Universidad de Cambridge, como tantos otros.
— ¡Ah! Pero yo los vi una vez que visité vuestra universidad, hace
poco tiempo… los recuerdo muy bien… y me enamoré perdidamente de
ustedes —volvió a mirar a Marcus con cierta perspicacia, el chico bajó la
cabeza otra vez.
— ¿Hace mucho que vive aquí sola? —preguntó Jeannette de
improviso.
— Hace aproximadamente cinco años, querida, aunque para mí
parece una eternidad.

37
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¿Y nunca se casó? Un hombre del pueblo nos dijo que usted es


muy extraña, que solo sale de aquí una vez al año, y se preguntan cómo
sobrevive, qué come.
— Tengo mis medios, pero por favor, no hagan más preguntas sobre
mí, yo quiero hacérselas a ustedes. Son los jóvenes, los interesantes, los
ángeles que mandé a buscar a Inglaterra… aunque, tú no eres de allí —
dijo señalando a Jeannette, que ante aquellas palabras tragó en seco,
como si la mirada de la marquesa la fulminara—, de hecho, eres de un
lugar no muy lejano de estas tierras.
— Así es, madame. Escapé del castillo de mi padre, el conde de
Baloup, en Viviers. Eso fue hace unas pocas horas, a estas alturas ya se
deben haber percatado de mi ausencia, pero nunca imaginarán que
rumbo tomé.
— Eres una muchacha valiente, joven Jeannette, me recuerdas
mucho a mí en mi juventud.
Los chicos se miraron. Aquella señora era lo suficientemente adulta
para catalogarse de mujer madura, pero el término joven, en ella, se
escuchaba extraño. Su rostro no tenía nada que envidarle al de
Jeannette, todo lo contrario, era mil veces superior en belleza y en…
vivacidad, por llamarle de alguna forma a aquel rasgo encantador que la
diferenciaba de los demás.
— Sé lo que se siente ser obligada por un padre a casarse con un
hombre desconocido al que no se ama —continuó Isabelle—. Pero tu
galán llegó pronto a tu vida, antes de que tal desdicha ocurriera —ahora
miraba a Lester con una sonrisa en su rostro—. Me recuerdas mucho a
un antiguo compañero, Lester, demasiado quizás. Pero en fin… te
felicito, Jeannette, supiste escoger la opción correcta; tú eres como yo,
alguien indomable, aventurera, que no está hecha para vivir sirviendo a
un hombre insensible. Mis largos años de experiencia me dicen que tu
amado Lester es alguien que se merece tu amor, alguien que jamás te
abandonará. ¿Increíble, verdad? Como dos personas de diferentes
lugares del mundo, con diferente dialecto, diferente cultura, pueden
llegar a unirse en el amor más puro que existe. A veces incluso suele
suceder con personas de diferentes épocas —otra vez miró a Marcus,
que aún continuaba con la cabeza apoyada sobre las manos, absorto en
sus propios pensamientos.
38
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— ¿Cómo hace para acertar con los nombres? —preguntó Lester de


repente.
— Tal vez soy adivina —la marquesa sonrió perspicazmente —. Pero
no, simplemente los he estudiado desde que los vi por primera vez en
Londres. Les sorprendería saber cuántas cosas conozco sobre ustedes,
pero no voy alardear sobre mi minuciosa investigación en este
momento, bueno, sí, tal vez una pequeña demostración… Les podría
decir que se escapan ciertas noches de los límites de la Universidad
hacia el cementerio, con los bolsillos llenos de opio, el cual fuman en
grandes cantidades sobre los sepulcros, mientras recitan poesías y
narran historias de terror. Son tres, desconozco por qué extraña razón
no vino con ustedes el muchacho de cabellos rubios.
— Alexandro se quedó en Paris, tuvo que atender unos asuntos de
negocios de su padre, el conde de Lekker. Lamenta no haber podido
asistir a…
— ¿Cómo sabes que nos drogamos en el cementerio? — preguntó
de repente Marcus, que ahora alzaba la cabeza, interrumpiendo a su
amigo— ¿Acaso nos has espiado en la oscuridad de la noche?
— Tal vez —dijo la marquesa con esa sonrisa perspicaz, tan
característica de su persona.
Los jóvenes se miraron asombrados, aquella mujer tan misteriosa
parecía saberlo todo. ¿De dónde había salido aquel ángel vestido de
rosa? Lester no podía dejar de mirarla, pero Isabelle no se inmutaba,
como si nada pudiese perturbar o cambiar su magnífica expresión.
— Que mal vicio ese del opio, una planta que provoca una adicción
incontrolable, arriesgando la salud de quien la consume. ¿Pero qué
significa eso en una vida tan corta? ¿No creen? Qué más da morir quince
años antes de lo normal, de todas formas van a morir, nadie vive
eternamente, ¿o sí?
Isabelle, al principio tan encantadora, ahora comenzó a asustarlos.
Con sus ojos azules miraba sagazmente lo mismo a uno que a otro, y su
mirada parecía perforar la carne y observar el espíritu. Marcus se
encontraba ya impaciente, aún con la cabeza baja, evitando la cruel
mirada que siempre lo obligaba a desviar la propia.
— Son ustedes jóvenes y sanos, son perfectos, y tienen todo lo que
pueden desear por ahora. En sus veinte años de vida han sido muy
39
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

felices, no todos tenemos ese privilegio. Algunos nacimos en un mundo


lleno de temores y mentiras, incapaces de ser dueños de uno mismo.
Pero aún así, algunos quieren más —Isabelle miraba a Marcus—,
algunos desean lo imposible, lo sobrenatural. ¿Por qué no se conforman
con vivir en la paz y la felicidad? ¿Acaso el sufrimiento es para ellos un
juego que desean experimentar?
Los chicos se miraron sin comprender aquellas palabras, pero
Marcus suspiraba con los ojos cerrados, aquel mensaje le estaba
llegando muy profundo, y Lester se percató de ello.
— Esos ambiciosos son los más interesantes —continuó Isabelle—,
son las personas que en el fondo, con todos sus defectos, llegas a amar.
Al menos así pienso yo.
Hizo una pausa, el silencio invadió la habitación por unos segundos.
Qué alivio, de verdad necesitaban que aquella profunda voz parase o sus
cerebros iban a estallar. Isabelle respiró profundamente y rompió el
hielo.
— ¿Qué hay de ti, Lester? Cuéntame de tu vida, o más bien,
cuéntame cómo llegaste a conocer a Marcus.
— No sé que contar, no es más interesante que ninguna otra. Nací
en Londres como el tercer hijo del barón de Rumsfeld. Fui educado en
casa, como es la costumbre, hasta los dieciocho años en que ingresé a la
Universidad de Cambridge para estudiar Lenguas, esa carrera que
siempre me apasionó. Enseguida conocí a Marcus y a Alexandro, y a
pesar de que no compartíamos la misma habitación ni estudiábamos lo
mismo, nuestro gusto por los cuentos de terror y la poesía nos
convirtieron en un grupo inseparable. Pronto comenzamos a reunirnos
en el cementerio para crear nuestras historias mientras fumábamos
opio, o bien ingeríamos láudano; y así nos hemos mantenido durante
cuatro años, inseparables. Pero pronto terminaremos nuestras cerreras
y tendremos, probablemente, que dedicarnos a ayudar en los negocios a
nuestros padres, lo cual me entristece un poco.
— ¿Piensas casarte con esta bella muchacha? —preguntó la
marquesa señalando a Jeannette, que lo miraba con ojos apasionados.
— Sí, es lo que más deseo, por esa razón accedí a traerla conmigo
sin importar el peligro que corremos en caso de ser atrapados por los
sirvientes de su padre. Nos conocimos el mismo día de mi llegada al
40
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

castillo del señor conde, y enseguida nuestras miradas se cruzaron. Lo


demás es historia. La llevaré a Londres, la presentaré ante mi padre y
toda mi familia, y la desposaré enseguida termine mis estudios. Fue lo
que decidimos hoy al atardecer, antes de escapar. Pero antes de volver a
la seguridad de mi país, tenía un compromiso que cumplir con usted, y
por eso estoy aquí.
— No te preocupes, joven Lester. No creo que el conde de Baloup
los busque tan cerca de sus dominios. Ha de pensar que a estas alturas
ya van rumbo al norte, a Paris. Y si por alguna casualidad llegase a
aparecerse por aquí, yo misma me encargaré de que no les suceda nada
a ustedes. Soy una persona muy influyente, más de lo que aparento.
Lester y Jeannette se miraron mutuamente, suspirando.
— ¿Qué hay de ti, Marcus?
Marcus estaba en las nubes, aún con la cabeza apoyada sobre las
manos. Sin embargo, al oír su nombre reaccionó rápido, levantando la
mirada suavemente. Comenzó a hablar con cierto temblor en la voz,
como si estuviera nervioso.
— Nací en Londres como el primogénito del barón de Bennett.
Desde pequeño me sentí más atraído por la Historia que por los asuntos
financieros de mi padre, lo cual siempre lo ha desilusionado un poco de
mí. No soy su favorito, pero soy su único hijo varón, por lo cual no tiene
más remedio que aceptarme como soy. En fin… a los dieciocho años me
trasladé a la Universidad de Cambridge a estudiar Historia,
compartiendo la habitación con mi gran amigo Alexandro, estudiante de
Derecho, con el cual siempre he compartido los mismos gustos por la
escritura y la poesía. Como dijo Lester, enseguida nos conocimos, y
pronto comenzamos a escapar a hurtadillas hacia un cementerio
cercano, en donde bajo los efectos del opio, creamos historias de
misterio y recitamos poesías, inspirados por la oscuridad de la noche.
Pero mi vida no es tan dichosa como crees, pues mientras que a mis
veintiún años mi mente sueña con un mundo ajeno a los estamentos
tradicionales, mi padre acaba de comprometerme con la hija de un socio
suyo en los negocios. Su nombre es Claire, una muchacha realmente
hermosa, recuerdo que su rostro de princesa, su piel extremadamente
blanca, y sus largos cabellos rubios, me llamaron mucho la atención…

41
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

pero mi corazón le pertenece a otra persona, alguien con quien he


soñado desde que era niño.
— ¿Te vas a casar? —Isabelle pareció sorprendida. Por fin existía
algo que ella ignoraba.
— Sí, la boda está prevista dentro de 2 meses, enseguida culmine
mis estudios.
— A lo que dices es una muchacha muy hermosa. ¿Quién es esa
afortunada dueña de tu corazón, que hace que no ames a alguien que
según tus propias palabras, parece un ángel caído del cielo?
— Creo que usted debería saberlo, señora marquesa.
Dicho esto, el chico volvió a bajar la cabeza.
— Muy bien —dijo Isabelle ignorando sus últimas palabras,
mostrando otra bella sonrisa, y tras esta, unos hermosísimos dientes
blancos dignos de envidia.
A continuación la distinguida marquesa se incorporó con elegancia,
invitándolos a que la siguieran en un recorrido por el amplio salón,
durante el cual fue mostrándoles cada uno de los cuadros.
Existían réplicas de pinturas desde el siglo XV hasta obras del
reciente siglo XIX. Figuraban artistas como Miguel Ángel, Georges de la
Tour, Caravaggio, Poussin, Rembrandt, Johannes Vermeer, Jean Antonie
Watteau, François Boucher, entre otros. La Mona Lisa de da Vinci no
podía faltar. Y es que allí había de todo, de todas las épocas y de todas
las nacionalidades. Incluso hasta obras originales, de pintores aún
desconocidos, o al menos no tan famosos. Un diminuto museo
internacional. Isabelle comenzó a describir cada pintura al detalle, cosa
que despertó el interés de los chicos, que desde siempre se vieron
atraídos por el arte.
Les llamó mucha la atención una pintura en particular, que mostraba
una mujer portando una larga peluca blanca, vestida con atavíos propios
del siglo XVIII, pero de rostro muy parecido al de Isabelle; incluso
poseían esa misma mirada misteriosa y perspicaz. Unos grandes ojos
azules e hipnóticos sobresalían al resto de los detalles de la obra.
— Lo pintó Jean-Marc Nattier —afirmó Isabelle sonriendo—. Se
trata de mi abuela, la marquesa de Leclerc, muy famosa entre la nobleza
de Paris por aquellos tiempos; dicen que se codeaba con la alta
aristocracia reunida en el palacio de Versalles. Pero de ese antiguo
42
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

esplendor ya no queda mucho, salvo una pequeña riqueza que heredé


de mi padre, la cual no pudo ser arrebatada por los revolucionarios de
finales del siglo, y con la cual me retiré a estas desoladas tierras de
Vivarés, para vivir el resto de mis días en paz y tranquilidad, sola en la
quietud del bosque, como siempre deseé; únicamente el señor Debray,
mi fiel mayordomo, me acompaña en mi aislamiento. Soy feliz así, lo
suficiente como para no morir de tristeza.
— ¿Y a quién pertenecía esta casa con anterioridad? —preguntó
Lester.
— Era la casa de campo de una antigua familia que perdió todo con
la Revolución. Necesitaban dinero y me la vendieron a un precio muy
bajo, hace ya veinte años. Se encontraba prácticamente en ruinas, pero
yo la restauré hasta dejarla como hoy en día la pueden observar, solo
cuando estuvo terminada, hace cinco años, fue que comencé a habitarla.
Invertí mucho dinero en este piso de mármol y ese techo con las
constelaciones, una verdadera obra de arte. Pero eso no es lo único
esplendoroso existente por aquí, aunque ustedes no verán el resto, al
menos no hoy.
Lester imaginó cientos de maravillas arquitectónicas que deberían
existir en aquel palacio, pero se contuvo para no pedirle a Isabelle que
se las mostrara. Ya se imaginaba caminando por esos largos y suntuosos
pasillos de mármol, subiendo la gran escalera rumbo a las habitaciones,
habitaciones dignas de los más refinados palacios europeos. Pero de
inmediato abrió los ojos al mundo real. ¡Dios mío! Todavía estaba
soñando.
Isabelle les invitó a tomar asiento otra vez y ordenó al señor Debray
que trajera vino, al poco tiempo el mayordomo jorobado apareció con
una botella cubierta de polvo.
— Ha estado añejada por décadas —dijo en tono solemne la
marquesa—. El anterior dueño de la mansión me la regaló tras la
compra. Ábrela, señor Debray.
El viejo vació un poco del licor violáceo en tres copas de cristal que
pronto vaciaron los jóvenes. Isabelle no bebió. Su sabor era
indescriptible, ninguno de ellos había probado jamás nada así, ni
siquiera en las opulentas fiestas celebradas por sus padres. Se

43
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

mantuvieron estáticos, saboreando al máximo aquella bebida mágica


que los llenó de vida y felicidad.
— ¿Cómo se sienten ahora? —preguntó Isabelle conociendo la
respuesta— Seguramente mejor. ¿Pero qué hago? Hemos hablado un
buen rato sobre muchas cosas, excepto sobre esos manuscritos que
deseo que traduzcan e interpreten para mí. Como les he dicho, mañana
los dejaré a solas con ellos, peor por lo pronto, se los mostraré para que
los admiren de una vez.
Lester y Marcus se miraron entusiasmados, deseosos de ver aquellas
páginas con una antigüedad superior a los dos mil años.
Isabelle se levantó otra vez y ordenó a los chicos que la siguieran,
conduciéndolos por uno de los largos y oscuros pasillos de la mansión.
Afuera aún se escuchaba la tempestad, que desde varias horas atrás no
había cesado. Al final del corredor, iluminado por la escaza luz de unas
velas, existía una puerta de madera cerrada con una barra de hierro
justo a la mitad.
La marquesa, sin mucha dificultad, levantó la tranca, tras lo cual
abrió la puerta que conducía a unos escalones que descendían varios
metros bajo la superficie de la tierra. A los costados de la escalera
reposaban varias antorchas eternamente encendidas, alumbrando el
camino en espiral. Isabelle comenzó el descenso, seguida por los chicos,
un tanto nerviosos y asustados por internarse en aquel lugar, siguiendo
a una desconocida cuyo verdadero propósito desconocían.
Tras dar descender dando varias vueltas, arribaron a una pequeña
habitación, también iluminada por la luz de varias antorchas y algunas
velas, sobre una gran mesa de madera justo al centro. Existían unas sillas
recostadas a la rústica pared de piedra, acumulando polvo y telarañas;
allá en un rincón pudieron apreciar el chillido de varios ratones.
— Esto parece un calabazo —susurró Jeannette a Lester.
— No te preocupes, jovencita —dijo Isabelle como si hubiese leído
su mente—, no es mi intención dejarlos encerrados aquí, hacerlos mis
esclavos, matarlos, ni ninguna de esas barbaridades que ahora pasan por
tu mente. Si guardo los manuscritos en este lúgubre salón es solo por
seguridad. ¡Ha! Aquí están.

44
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

La marquesa tomó en sus manos un maltrecho libro de piel, cuyas


páginas parecían deshacerse con el movimiento. A continuación lo volvió
a colocar sobre la mesa repleta de velas, y lo abrió por la mitad.
Lester y Marcus se acercaron para poder ver lo que allí había.
Jeannette se recostó a la pared, un tanto desconfiada de las intenciones
de la marquesa. Sobre aquellas antiguas páginas, fabricadas con un
extraño material, estaban escritas, en un dialecto desconocido, varias
líneas alrededor de los dibujos de unos lobos enormes, sobre lo que al
parecer eran unas montañas nevadas. En la otra página se hallaba muy
bien detallada una enorme Luna llena, cuyos rayos descendían hasta
acariciar la tierra.
Marcus se adelantó, colocándose a un lado de la marquesa, tan
cerca que podía sentir su respiración en su cuello. Tomó con suma
delicadeza el libro y comenzó a ojearlo suavemente, admirando cada
una de las figuras allí impresas, en su mayoría, gigantescos lobos. Una de
las imágenes retrataba unos guerreros galos enfrentándose a una de las
bestias provenientes de las montañas, la cual, en la página siguiente,
había despedazado a cada uno de ellos, mientras otra, de menor
tamaño, devoraba los intestinos de uno de los cadáveres. En la lejanía se
podía apreciar una pequeña aldea rodeada de cuerpos ensangrentados,
y más de esos gigantescos lobos, pavoneándose por las desoladas calles.
— Ya entiendo por qué dice usted que este libro parece estar
relacionado con las muertes ocurridas en la región —le dijo Lester a
Isabelle—. En sus páginas se muestra a la bestia en la que creen todos
los campesinos de aquí, la que según ellos es la autora de la matanza.
Nosotros vimos unos lobos muy parecidos a esos de ahí, disecados en el
museo de Paris. Fueron abatidos hace cincuenta años en Gévaudan,
presuntamente con balas de plata, aunque eso es solo una leyenda a la
que no hay que darle crédito.
Marcus continuó ojeando las páginas del libro, sin pronunciar
palabra alguna.
— Las autoridades aseguran que no existe tal bestia —interrumpió
Jeannette—. Mi padre el conde ha enviado varios sirvientes y cazadores
a los campos en su búsqueda, sin encontrar indicios de su existencia. La
mayor parte de los hombres razonables apuestan más por un
responsable humano, o quizás, por una criatura amaestrada por los
45
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

gitanos, tal vez un león. No creo que lobos tan enormes como esos
existan.
— Los lobos que vimos disecados en Paris bien podrían ser una falsa
—agregó Lester—, pero eso nadie puede saberlo, ya que no permiten
acercarse lo suficiente como para tocarlos. No obstante, este libro tan
antiguo parece dar testimonio de una plaga de los que azotó estas
tierras dos mil años atrás, antes de la llegada de los romanos.
— No tengo idea de que pueda significar lo que allí está escrito —
dijo Isabelle—, solo sé que quizás le pueda sacar provecho. Estuvo
viendo algunas imágenes que parecen indicaciones de como domar a los
lobos.
De repente Marcus comenzó a toser, envuelto en una nube de polvo
que había caído del techo. Cerró el libro inmediatamente y se refugió a
la entrada del salón. El polvo continuaba cayendo, allá arriba podían
escuchar el sonido de alguien o algo muy pesado corriendo de un lado
para el otro, provocando el temblor de la habitación.
— Es hora de irnos —anunció la marquesa, y tomando la delantera,
se dirigió escaleras arriba, rumbo a la salida, seguida por los jóvenes.
Una vez en la superficie cerró la puerta con la tranca de hierro, y sin
pronunciar palabra alguna, los dirigió al salón principal, rodeado de las
grandes pinturas de la humanidad.
— Mañana que vuelvan los dejaré a solas con mi manuscrito —
dijo—. Ahora ordenaré al señor Debray que guíe vuestro carruaje a la
posada del pueblo, en donde podrán descansar y recuperar fuerzas.
Mañana en la noche los quiero de vuelta, pero solo después de la caída
del Sol, nunca recibo a nadie durante el día.
El señor Debray entró en la sala muy agitado y preocupado, con sus
ojos negros fuera de sus órbitas. Algo importante sucedía.
— ¡Señora, ya está aquí!
— Ya lo sé, querido —respondió la marquesa con una serenidad y
una calma increíble—. Yo me ocuparé… Ahora haz lo que te mando.
Lleva a estos maravillosos jóvenes a la posada, no conocen el camino y
necesitan que alguien de aquí los guíe.
— Como usted ordene, mi señora —dijo el mayordomo haciendo
una reverencia.

46
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

A continuación la marquesa condujo a sus invitados hasta la puerta,


en donde se despidió con gran amabilidad y gratitud, siempre
mostrando esa hermosa y misteriosa sonrisa. Había cesado la lluvia y
eran pasadas las once de la noche, demasiado tarde para aquel poblado
campestre.
— Hasta mañana queridos míos. Espero que descansen a gusto.
¡Buenas noches!
Isabelle hizo un gesto de despedida con su mano, al cual los jóvenes
respondieron desde lejos. La gigantesca puerta se cerró provocando un
gran estrépito, quedando otra vez al aire libre, en la inmensidad del
bosque. El señor Debray ya se había acomodado en el carruaje y
sostenía las riendas de los caballos, sonriendo con malicia, mostrando
unos dientes de color negro. Los chicos se subieron detrás, y cuando ya
estuvieron todos dentro, el coche echó a andar, partiendo por el oscuro
y fangoso camino que se internaba en los árboles.
Marcus se volteó para contemplar la mansión por última vez, y vio la
frágil figura de Isabelle en una ventana de un piso superior, mirándolos
fijamente con sus hipnóticos ojos azules.
Lester suspiró, la Luna llena sobre el tejado de la mansión le daba el
mismo aspecto de casa embrujada que antes, bajo la tormenta. ¿Pero
acaso no había deseado él momentos antes vivir allí para siempre con
Isabelle, como mismo lo habían deseado todos? Imaginaba los carnosos
labios de aquella magnífica mujer moviéndose lentamente mientras
hablaba. Su más profundo deseo en ese momento era besar sus labios,
esos labios que pronunciaban su nombre como ningún otro. «Lester».
Observó detenidamente a Jeannette, y qué imperfecta la encontró, con
solo veintiún años le vio más arrugas en el rostro que a Isabelle, el cual
parecía de porcelana. Bajó la vista y qué poco agraciado encontró el
cuerpo de su amada. Era Isabelle una verdadera diosa, un ángel negro y
misterioso que causaba miedo y amor al mismo tiempo. Hasta Jeannette
pensaba en ella. ¡Enamorada de una mujer! Nunca antes se sintió
atraída por alguien de su mismo sexo, sin embargo, cuando miró a su
amado Lester no le llamó la atención en lo absoluto. ¿Quién era aquella
mujer que producía tal efecto en las personas? Lester ordenó al señor
Debray que apresurara el paso para alejarse de la mansión lo antes
posible, pensándolo bien, para la seguridad de su corazón, lo mejor sería
47
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

no volver a ver a la marquesa de nuevo. No, no quería volver a mirar


esos ojos nunca más.
Dejaron el bosque atrás en poco tiempo, tomando el camino que
conducía al poblado. A lo lejos los aullidos de los lobos atormentaron a
los atontados chicos, muy nerviosos después de aquella extraña
entrevista. Solo el señor Debray parecía inmune a los ruidos de la noche,
dirigiendo el carruaje a gran velocidad como si estuviera poseído por un
demonio, girando bruscamente en cada curva.
Lester abrió la escotilla que los comunicaba con el conductor, y
después de mirar a sus compañeros, se decidió a hablar con el extraño
mayordomo.
— ¿Qué desean? —preguntó este tras hacer una fea mueca con la
boca, mostrando sus puntiagudos y sucios dientes.
La luz de la Luna iluminaba el rostro del viejo jorobado, gracias a lo
cual los chicos pudieron observarlo en detalle. Aquel sujeto, a pesar de
las finas ropas, tenía muy mal aspecto; le faltaban demasiados dientes, y
los poco aún existentes se encontraban picados; también sus ojos eran
un misterio, en cuyo centro existían unas grandes pupilas pardas que
reflejaban el vacío. Jeannette hizo una mueca de asco al descubrir sus
uñas largas y sucias, de un color negruzco.
— ¿Hace mucho que trabajas para la marquesa? —le preguntó la
chica con una mirada perspicaz.
El jorobado no contestó, concentrándose en dirigir a los caballos por
el sinuoso camino. Jeannette volvió a formular la pregunta.
— Hace casi veinte años que trabajo para la señora Isabelle. Me
contrató el mismo día que llegó a este pueblo, y desde entonces le he
servido, acompañándola por diferentes lugares del mundo. Es una mujer
muy amable, es mi ángel de la guarda, y yo soy el suyo.
— O sea, podría afirmar que existe un fuerte lazo entre los dos.
— Sí, puede decirse que sí.
— Dice que lo contrató al momento de llegar. Entonces usted es
oriundo de este lugar, el cuál abandonó hace veinte años para
marcharse con ella, y ahora, recientemente, ha vuelto aquí para habitar
en la mansión.
— Viví aquí durante toda mi vida. Después me marché con la
marquesa a diferentes lugares, mientras la mansión era restaurada,
48
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

hasta que finalmente, cinco años atrás, volvimos para habitarla. Hoy en
día nadie se acuerda de la persona que fui, ni mucho menos que este fue
mi hogar, hace mucho tiempo atrás.
— ¿Por qué se marchó con la marquesa y abandonó su pueblo
natal? ¿Nunca sintió nostalgia?
— Dejé de sentir nostalgia en el mismo instante que me fui. Tomé la
decisión de marcharme con Isabelle el día que todo dejó de tener
sentido para mí.
— ¿A qué se refiere con que todo dejó de tener sentido, señor
Debray?
— ¿Por qué me hacen tantas preguntas? Confunden mi vieja mente.
El otro sujeto, ese maldito hombre vestido de negro, ese que se hace
llamar Ivan Haring, también me hizo muchas preguntas esta mañana. Le
dije que se marchara pero intentó entrar por la fuerza, tuve que
golpearlo y cerrarle la puerta en la cara. Me amenazó el muy
desgraciado, pero yo también lo amenacé a él… —el viejo volteó a mirar
a los chicos, asustado, como si hubiese cometido un error al decir
aquellas últimas palabras.
Los jóvenes se miraron sin comprender nada.
— ¿Ivan Haring? —dijo Marcus en alta voz, que hasta ahora se había
mantenido callado.
— Olviden lo que dije, nosotros los viejos a veces hablamos cosas sin
sentido.
Los chicos se volvieron a mirar, ideando una pregunta que pudiese
sacar algo de información a aquel misterioso anciano.
— ¿Cómo es que consiguen comida? —le preguntó Jeannette.
— Yo me encargo de eso, voy al pueblo y la compro… No me hagan
más preguntas, por favor —el mayordomo empezaba a titubear.
— ¿Cuál es tu nombre completo?
— Soy… Soy… Guillaume Abelardo Debray. Sí, ese es mi nombre —el
viejo comenzó a suspirar, como si el recuerdo de su nombre completo
perturbara su mente, un recuerdo vago y sombrío.
— ¿Qué edad tienes? —le peguntó Lester.
— Prefiero no decirla, me avergüenzo por lo anciano que soy.
— ¿Y qué edad tiene la señora?

49
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Más de cuarenta, se los aseguro —el jorobado rió


maliciosamente—. Y la serviré hasta el final de sus días.
— Te trata muy bien, supongo —dijo Jeannette—. No piensas
dejarla nunca. ¿No tuviste familia, esposa, hermanos, hijos?
— No lo sé… —dijo, y dando por finalizada la conversación, volteó al
frente, para volver a concentrarse en guiar a los caballos.
En poco tiempo arribaron a la entrada del pueblo, el cual les pareció
en extremo atrasado y pobre, con unas calles en muy mal estado, y unas
casas viejas y mal construidas dignas de lástima. Encontrar alguien
caminando fuera de su hogar a esas horas les fue difícil, aquel lugar era
tan desolado como un desierto. Solo un viejo se atravesó en su camino,
que al ver al mayordomo de la marquesa, huyó despavorido por una de
las callejuelas. Finalmente llegaron a la única posada, en el cual ya
estaba pagada una habitación.
El señor Debray dejó estacionado el coche a un lado del pequeño
edificio, tras lo cual se bajó de un salto, demostrando gran agilidad. Los
tres jóvenes se despidieron del viejo mayordomo, y este se marchó
rumbo a una de las muchas callejuelas, explicando que debía comprar
algunos alimentos para su señora. Quizás era un poco tarde para realizar
tal actividad, pero los chicos se hallaban demasiado exhaustos para
continuar indagando sobre la misteriosa vida de la marquesa y su
mayordomo; era hora de irse a dormir.
Contemplaron el cielo unos segundos parados en la puerta del hotel,
como para tomar un respiro, cuando de repente un sujeto chocó contra
Lester, empujándolo hacia Jeannette.
— ¡Oye, que te sucede! —gritó Lester, pero el maleducado señor ya
se había perdido en la oscuridad de otra de las callejuelas, gruñendo
como un animal.
— Eso fue realmente raro —dijo Jeannette y comenzó a reír de los
extraños ruidos provenientes del sujeto de la callejuela, a pocos metros
de distancia.
Entraron al recibidor, en el cual fueron atendidos por un muchacho
aún más joven que ellos, el cual, al escuchar sus nombres, les entregó la
llave de una de las habitaciones y les indicó su ubicación, a la izquierda
después de subir las escaleras del fondo.

50
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Lester, Marcus y Jeannette subieron rápidamente, deteniéndose en


la entrada del cuarto, en donde contemplaron las dos pequeñas camas,
cada una en un rincón.
A continuación se lanzaron sobre estas, Marcus en una, y Lester y
Jeannette en la otra. Pronto quedaron completamente dormidos, todos
excepto Marcus, que contemplaba la enorme Luna llena, dibujada tras la
ventana.
¿Quién era esa Isabelle que solo aceptaba visitantes en la noche?
¿Quién era esa que daba órdenes tan estrictas a su siervo? Un siervo
que la obedecía ciegamente, sin importarle su pasado, su familia, un
señor ya de edad como para que lo cuidaran a él y no él a una dama tan
fuerte y erguida, tan hermosa y llena de misterios.
Pronto él también calló rendido ante el sueño. Y allí amaneció.

Cuando Lester abrió los ojos ya Marcus estaba despierto, y sentado


junto a la ventana se mantenía pensativo contemplando el Sol, el cual
parecía más brillante que nunca, alzándose sobre las colinas lejanas.
Unos pájaros se posaron en el borde del ventanal, el chico los espantó y
se volteó hacia Lester. Jeannette aún dormía.
— ¿Por qué hablaste tan poco en la mansión? Parecías muy
emocionado cuando recibimos la carta de la marquesa. Nunca antes te
habías comportado así.
Marcus no contestó, continuaba absorto en sus pensamientos.
— Estás igual que yo —sentenció Lester.
— Igual no, peor, mucho peor que tú, Lester —Marcus hablaba
mirando el exterior, contemplando la luz de la mañana—. Esa mujer me
habló sin mover los labios, podía oír su voz dentro de mi cabeza, y no
creo que sea producto de su belleza.
— ¿Y qué te dijo?
— No lo sé, no puedo recordarlo, todo me parece un sueño, incluso
creí cuando desperté, que lo era de veras. Pero entonces los vi a ustedes
ahí, dormidos en la misma posición de anoche, y supe que no había sido
una pesadilla, era la realidad, la pura realidad.
— Marcus, estamos enamorados de ella, todos nosotros, hasta
Jeannette que es mujer, me di cuenta como la miraba. Eso es lo que
sucede, esa bruja nos ha hechizado con su belleza.
51
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Hay algo más… sus ojos, sus ojos reflejaban algo incomprensible
para mí, diferentes a los de su mayordomo, los cual encontré vacíos y sin
vida.
— Olvidemos lo sucedido, ayer estábamos exhaustos por el largo
viaje, y nerviosos por el hecho de haber escapado del castillo de su
padre —y señaló a Jeannette—. Quizás hoy en la noche cuando
volvamos encontremos a la marquesa un poco más normal y no nos
hipnoticemos con su belleza y su mirada.
— No es la primera vez que la veo —confesó Marcus de repente.
— ¿Qué dices? ¿La has visto antes? ¿Es cierto? ¿Dónde? ¿Cuándo?
— No, no importa. Es una tontería.
— Marcus, soy tu amigo desde hace cuatro años. Si no confías en mí,
¿entonces en quién? Alexandro está lejos. Los amigos están para
ayudarse en las buenas y en las malas, no solo para compartir las fiestas
y las borracheras que hemos disfrutado juntos. Vamos, cuéntame, estoy
preocupado por ti y necesito saber que pasa por tu cabeza para poder
ayudarte.
— Gracias, Lester, eres muy amable. No sé qué sería de mí sin ti, sin
Alexandro.
— Bueno, ya déjate de romanticismos y cuéntame —rió el
muchacho.
— Soñé en varias ocasiones con ella cuando era niño, pero mis
recuerdos son difusos. Creo que esos sueños me los inventé después de
lo ocurrido.
— ¿Lo ocurrido? ¿Y qué fue lo ocurrido? Explícate, Marcus.
— La vi en Cambridge, en la universidad. No comenté nada porque
pensé que era producto de mi imaginación, pero ahora veo que no es
así. Mi ángel negro del sueño es real. Ella misma confesó haber estado
allí, por eso nos conoció y nos envió la carta para que la visitáramos a su
mansión de Vivarés.
— Continúa —suplicó Lester.
— De acuerdo, empezó aquella noche en que representábamos
Hamlet en el teatro de la universidad, frente a cientos de estudiantes y
maestros. Tú estabas demasiado inspirado en tu personaje, Hamlet,
como para darte cuenta de su presencia. Pero yo si la vi, la vi y por esa
razón hubo un instante en que me quedé mudo, con todos volteando
52
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

hacia mí, esperando que dijera algo. Primero no le di importancia, pero


luego, al finalizar la obra, nuestras miradas volvieron a cruzarse. Allí, en
el público, la gente aplaudía en frenesí, todos menos una, que aunque
de pie, se mantenía estática y me miraba fijamente a mí. Era Isabelle,
toda vestida de negro, con sus cabellos rubios sueltos hasta la mitad de
la espalda… y me sonreía —Marcus hizo una pausa, intentando recordar
las cosas con mayor claridad.
»Hice una reverencia y el telón cayó entre nosotros. Recuerdo haber
corrido fuera del escenario para volverla a ver. Yo tenía que encontrar a
esa diosa vestida de negro, necesitaba verla, necesitaba escuchar su voz,
mirar sus ojos azules, hipnóticos, encantadores… Pero las masas se
marchaban en un tumulto, y me fue imposible dar con aquella
misteriosa mujer de rostro pálido. Isabelle había desaparecido.
» Volví a subir al escenario, cruzando el telón, y comenzamos a
festejar como si nada hubiese pasado, pero yo sabía que lo que había
visto era real, una mujer blanca como la nieve y rubia como el Sol,
vestida completamente de negro. Ella era mi ángel oscuro, mi reina de la
oscuridad. Soñaba que hacía el amor con ella todas las noches, incluso
cuando dormía con Rosaleen. Mi mayor deseo era poder besar sus
labios, sentir su boca junto a mi piel, y acariciarle ese cuerpo, esa piel
blanca y seductora, besar sus pechos… pero para qué te cuento esto,
son cosas demasiado íntimas que carecen de importancia para ti.
»Varias noches después, cuando me asomaba a la ventana de mi
habitación, me parecía verla, pero parpadeaba y desaparecía. En una
ocasión cerré los ojos, los abrí y aún se mantenía allí. Llamé a Alexandro
para que este la viera con sus propios ojos, pero cuando se asomó ya
había desaparecido, así que me mandó a la cama mofándose de mí y
diciendo que yo estaba completamente loco. Pensé que era cierto, que
estaba loco, que estaba obsesionado con una mujer tan bella a la cual no
tenía acceso y que solo existía en mi mente.
»Y ahora descubro que ella existe de verdad, que no era una ilusión,
y que está tan próxima a mí. ¡Ho, Lester, no sabes cómo me siento!
»Otra cosa. ¿Recuerdas la fecha de esa obra? —Lester afirmó con la
cabeza— Al día siguiente fue cuando encontraron muerto al muchacho
de primero bajo el puente de la universidad.
— ¿Y qué quieres decir con eso?
53
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Nada, nada, olvida lo que he dicho, necesito organizar las ideas y


luego… hablaremos con más claridad, ahora, por favor, solo déjame…
contemplar el Sol.
Lester rió por semejante estupidez: contemplar el Sol.
Jeannette despertó en ese instante, también repleta de dudas sobre
la noche anterior. Marcus ya se había incorporado y ahora todos juntos
bajaron a desayunar, desilusionándose un poco por la comida de aquel
horrible lugar. Enseguida de terminar, se marcharon a pie, a dar una
vuelta por el pueblo, necesitaban liberarse de aquellos perturbadores
recuerdos.
Aquel lugar era un verdadero desierto. Penas encontraron personas
en las deshechas calles. Las casas se hallaban casi todas en mal estado, a
punto de venirse abajo. Lo que más deseaban era marcharse de allí
cuanto antes, pero para eso necesitaban culminar la tarea encomendada
por la marquesa, lo cual los ilusionaba lo suficiente como para
permanecer allí.
Al poco tiempo de estar caminando de un lado para el otro, llegaron
a un esquina repleta de personas, y corrieron a ver qué sucedía. Unos
hombres cargaban un cuerpo sin cabeza hacia la iglesia del pueblo. Los
intestinos colgaban de la panza, goteando sangre sobre el pavimento.
Decenas de personas se asomaban por las ventanas de sus casas, otras
salían a la calle a contemplar el suceso de cerca, mientras otros, más
temerosos, cubrieron sus ojos con las manos para no ver semejante
barbarie.
— ¿Qué significa esto? —preguntó Lester a uno de los hombres más
próximos al cadáver, que desprendía un olor fétido e insoportable.
— Es el tercer cadáver de esta semana, joven —dijo el sujeto de
enmarañada barba negra—. Por sus fachas parecen forasteros. Váyanse
de aquí antes que les suceda algo a ustedes también. Este pueblo está
maldito, ¡maldito de verdad!
La turba de leñadores continuó su camino seguida por docenas de
chismosos, dejando a los tres jóvenes petrificados en la entrecalle,
mirándose las caras, a solas con ellos mismos. Todas las puertas y las
ventanas se cerraron de inmediato, la gente estaba asustada.

54
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— En este pueblo todo es extraño —bromeó Marcus mirando sus


propios pasos, como si los contase, para luego comenzar a reír como
loco, inquietando a sus amigos.
— Así parece —dijo Lester con seriedad, su mirada reflejaba cierto
miedo, aunque se esforzaba por ocultarlo de Jeannette—. Primero esa
marquesa ermitaña nos hipnotiza de tal forma que aún hoy amanecimos
como si estuviésemos drogados, y ahora esto.
— Por suerte ya me siento normal y no me invaden la mente más
imágenes de la marquesa —dijo Jeannette—. Es increíble como incluso a
mí, siendo mujer, me causó el mismo efecto que a ustedes. Pero al
menos con el tiempo se desvanece el hechizo que nos dejó así. ¿Saben
que creo? Que simplemente es demasiado bella para este mundo, y que
nosotros no estamos acostumbrados a ver personas así, salvo en
nuestros sueños.
— Pero Jeannette, mi amor —dijo Lester—, espero no te ofendas
por mi sinceridad, sabes bien que mi corazón solo te pertenece a ti, pero
ella es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, más hermosa aún
que cualquier mujer que haya imaginado o soñado jamás.
— No te preocupes, te entiendo, mi amor, recuerda que yo también
sentí lo mismo. Su mirada era tan penetrante, tan hipnótica. Tal vez eso
fue lo que sucedió, con sus ojos azules nos hipnotizó, nos hipnotizó con
alguna clase de truco.
— Tal vez por eso escuchaba su voz en mi cabeza —susurró Marcus.
— ¿Qué has dicho? —le preguntó Jeannette acercándose.
— Nada, creo que no me siento bien, es todo.
Jeannette le rozó la mejilla con un dedo y sonrió, compadeciéndose
de su estado, Marcus se encontraba realmente muy demacrado,
afligido, y algo atontado. A continuación miró a Lester, su amado, quien
tampoco se había recuperado del todo. El chico no lograba olvidar el
perfecto movimiento de los labios de la marquesa al pronunciar su
nombre: «Lester».
— También es muy rica —comentó la chica, intentando dejar a un
lado su belleza—. Ese suelo de mármol y esos muebles son propios del
palacio de un rey. Ni siquiera en el castillo de mi padre, conde de Viviers,
existen unos lujos similares. Y el techo, y las pinturas, y las otras
maravillas que no vimos… todo parecía de otro mundo.
55
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Según ella misma afirmó —dijo Lester—, desciende de una


antigua familia aristócrata que se codeaba en Versalles con el mismísimo
Rey. También su enorme parecido con su abuela, en aquel cuadro, es
lago intrigante.
— Es rara, pero ya la veremos hoy en la noche, cuando nos
encontremos por segunda vez. Dicen que la segunda impresión ya no
causa tanto efecto —sin embargo, algo en el fondo le afirmaba que
luciría exactamente igual que la primera vez.
El tiempo transcurrió. Los chicos se dedicaron a pasear por aquel
pequeño pueblecito, aprendiéndose cada calle, así como los pocos
puntos importantes, el mercado, la taberna y la iglesia, cerrada toda la
mañana por alguna extraña razón.
Al medio día los tres jóvenes caminaban rumbo a la posada para
organizar algunas cosas de la habitación. Marcus, separado de sus
compañeros, pateaba las piedras del camino con desdén, como si ya la
vida no significara nada para él. Jeannette lo observaba inquieta.
— Desde ayer está así, retraído —susurró acercándose a Lester—.
¿Qué diablos le sucede? Apenas te habla, se supone que son grandes
amigos. Tienes que intentar hacerlo entrar en razón, Lester, siento pena
por él, lo conocí hace apenas unos días, al igual que a ti, pero es
suficiente para saber que ese no es su estado normal.
— Lo sé, normalmente es difícil hacerlo callar, se la pasa bromeando
sobre cualquier cosa. Voy a ver qué puedo hacer, pero creo saber qué es
lo que tiene.
El sonido del trote de un caballo los obligó a voltearse. A los pocos
segundos un sujeto de largo taje negro y sombrero de ala ancha del
mismo color, se detuvo justo a su lado, saltando del enorme corcel,
también de color negro. Su cabello largo caía suelto hasta los hombros
bajo el sombrero, que ocultaba parte de sus ojos, de mirada penetrante.
El extraño señor hizo una reverencia y se presentó.
— Mi nombre es Ivan Haring… digamos que soy un investigador.
Necesito hablar con ustedes de inmediato.
El sujeto frisaba los treinta y cinco años, de cuerpo voluminoso y
atlético, piel blanca aunque bastante quemada por el Sol, muy áspera.
Se le descubría una diminuta barba bien recortada, de vellos negros y

56
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

gruesos, quizás algo separados los unos de los otros, distribuida de


forma perfecta por casi toda la cara.
— ¿Qué desea, señor? —preguntó impresionado Lester.
Los chicos advirtieron una enorme pistola que sobresalía de su
cinturón, lista para ser usada en cualquier momento.
— Tranquilos, jóvenes. No les pienso hacer daño. Además, estamos
en medio de un pueblo, todo el mundo me vería, así que pueden
calmarse. Solo deseo mantener una conversación pacífica con ustedes,
hacerles unas cuantas peguntas, solo eso.
Los tres chicos se juntaron para prestarle la mayor atención posible.
— ¿Conocen ustedes a cierta mujer llamada Isabelle? Vive en las
afueras del poblado. Se hace notar por su extremada belleza y…
— Sí —se anticipó Lester—, ayer en la noche hablamos con ella, nos
invitó a su mansión hace algún tiempo para hacerle un trabajo especial.
— ¿Qué tipo de trabajo especial?
— Traducir un antiguo libro que tiene en su poder, yo soy estudiante
de Lenguas y mi amigo de Historia; venimos de la Universidad de
Cambridge.
— ¡Dos jóvenes ingleses en territorio francés unos meses después
de finalizada una guerra entre sus países! ¡Sí que son osados!
— Nos interesaba demasiado ver ese antiguo libro. En sus páginas
parece estar la clave de las muertes ocurridas en Vivarés.
— Más que interesados en un antiguo libro, me parece que
buscaban un poco de aventura, de diversión. Lo puedo ver en sus ojos,
en especial en los de él —dijo señalando a Marcus, que aún pateaba las
piedras bajo sus pies—, aunque no lo aparente a simple vista —Ivan
Haring sonrió sagazmente.
— Ignórelo —dijo Lester refiriéndose a su amigo—. Está así desde
ayer, como atontado.
— Lo imagino —otra sonrisa se dibujó en los labios del extraño
caballero—. ¿Notaron algo raro en la marquesa anoche? Lo más simple,
tan solo una mirada fuera de lo normal, algo.
— ¡Todo en ella es raro! —exclamó Jeannette sonriendo.
Ivan Haring se llevó la mano a la barbilla, acariciándosela con
suavidad, como si pensase en algo. A continuación rompió el silencio.

57
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Por favor, escuchen lo que digo, váyanse de aquí lo antes posible.


Por favor, no vuelvan a esa mansión, es muy peligroso. Márchense de
este pueblo de una vez por todas, comprendan que la muerte se ha
apoderado de este lugar, que está maldito, condenado. Si se quedan una
noche más… la Parca se encargará de ustedes.
— No le tememos a la Parca —Lester reía—, no puedo irme sin
comprender el por qué. Nos dice que nos marchemos pero no nos
explica las razones que nos llevarían a hacerlo. ¿Así pretende que lo
obedezcamos, sin preguntar? Ahora, si nos dijera cuál es el peligro,
entonces tal vez nos esfumaríamos de inmediato. ¿Cuál es el misterio
detrás de la marquesa Isabelle? ¿Sabe usted que es lo que está matando
a las personas en los bosques?
— Me lo imagino, y es algo que va más allá de su entendimiento. Esa
mujer, Isabelle, es peligrosa… No necesitan saber más, váyanse de una
vez por todas.
El caballero subió a su caballo, y partió a todo galope en dirección
norte, dejando detrás una nube de polvo que hizo toser a los jóvenes.
Cuando la polvareda se hubo aplacado, ya el misterioso sujeto había
desaparecido. Marcus sonrió a pocos metros de sus amigos.
— ¡Está completamente loco! —dijo.
Los muchachos continuaron dando vueltas por el poblado, sin
rumbo fijo, hasta que decidieron volver a la posada, ya era hora del
almuerzo.
Luego de haber comido lo suficiente, reían con cervezas mientras
dejaban transcurrir el tiempo, sin nada mejor que hacer. Se puede decir
que ya habían olvidado a Isabelle por completo, pero no era así, en el
fondo de sus corazones seguía tan presente como antes.
Hablaban de antiguas anécdotas suyas. De cuando fueron a Italia, a
Génova, la antigua tierra de la madre de Alexandro, en donde este
poseía propiedades. O cuando Lester, Alexandro y Marcus se
emborracharon tanto que amanecieron en un parque de la universidad,
rodeados de estudiantes que reían sin parar. O de cuando fueron a un
taberna y se encontraron en medio de una pelea. Marcus y Alexandro, al
momento de ver el primer golpe, se esfumaron por una ventana y
echaron a correr, dejando a Lester y a otro amigo, solos en medio del
tumulto. Estuvieron enojados y sin hablarse durante dos semanas
58
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

debido a ese incidente, pero ya lo habían olvidado. Jeannette se


mostraba maravillada por sus historias, tantas cosas vividas, mientras
toda su vida fue de enclaustramiento ene l castillo de su padre,
esperando a casarse con algún sujeto adinerado de la región, escogido
por su padre. Pero ya eso había quedado atrás, ahora estaba aquí, con
su amado, y con la esperanza de que una vez pisaran suelo inglés,
anunciarían su matrimonio ante la familia de Lester, y serían felices por
el resto de su vida, como esos cuentos de hadas que tanto leyó en la
soledad de su cuarto.
Lester se volteó, su sexto sentido le advertía que lo observaban, y
efectivamente, detrás de él, un hombre de cabello corto pero muy
enmarañado, no les quitaba los ojos de encima, hasta que volviendo en
sí, continuó comiendo.

59
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¿Qué me ven ustedes? —gruñó Edouard, todavía se encontraba


un poco frustrado por su encuentro con Ivan.
Los tres jóvenes se miraron sorprendidos. Fue Lester quien habló:
— Nada señor, fue usted quien empezó a mirarnos.
Edouard lo meditó unos segundos. Aquel joven tenía toda la razón,
fue él quien comenzó todo, pero su furia e impotencia no le permitían
disculparse y echarse atrás. Se acomodó en el asiento listo para entablar
una conversación.
— ¿Qué hacen tres forasteros en este pueblucho de mala muerte?
—preguntó mostrando una calma ficticia, mientras se mordía los labios.
— Vinimos a ver a la marquesa Isabelle de Leclerc —habló Lester—.
Somos estudiantes de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra.
— ¡Ingleses! —exclamó Edouard— Es una suerte que la Corona los
proteja, de lo contrario se verían en serios problemas.
— Ya lo sabemos. Ahora, ¿quién es usted?
— Soy un agente del rey —se vanaglorió Edouard mostrando una
sonrisa falsa—. Como ya sabrán, en este pueblo han ocurrido una serie
de… muertes, y yo fui enviado para averiguar quién o qué está detrás de
estas; aunque puedo decir que no he tenido mucho éxito hasta ahora.
Les aconsejo que se marchen lo antes posible, sería triste que tres
jóvenes como ustedes terminaran destripados entre los bosques. Quizás
hasta yo tenga que marcharme… —Edouard suspiró con melancolía.
— ¿Marcharse? ¿Por qué?
— Ni yo mismo lo sé, ni siquiera me atrevo a conjeturar algo. Hace
un tiempo llegó un extraño personaje todo vestido de negro, aliado con
el padre de la iglesia, y desde entonces no me han permitido examinar
los cadáveres. Estoy harto de no poder hacer nada.
— Nosotros hablamos con ese extraño personaje que dices —se
adelantó Jeannette—Hace menos de una hora que nos lo encontramos
en medio de la calle, y estuvo haciéndonos una serie de preguntas. Al
final nos recomendó que nos marchásemos de aquí.
— ¿Qué les preguntó?

60
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Nos preguntó por la marquesa, parecía muy interesado en su


persona, así que le dijimos todo lo que sabíamos.
— Hicieron mal, estoy seguro; ese sujeto no me inspira la menor
confianza. Sabe mucho, más de lo que imagino… ¡si tan solo me contara
todo! Maldito sea él y su Dios.
— ¿Es sacerdote?
— Me dijo que no, pero afirmó que en la jerarquía católica se
encontraba al lado de los padres, o incluso más alto. Sea quien sea, tiene
que ver con la religión. Adrien, un testigo, me dijo también algo por el
estilo. Y yo creo que es cierto, aunque no logro imaginar cual es su
vínculo con la iglesia, él se niega rotundamente a hablar sobre el tema.
¡Qué hombre tan extraño! ¿Por qué estaría interesado en una marquesa
ermitaña de las afueras del pueblo? Tal vez piense que tiene algo que
ver con las muertes ocurridas en los alrededores, lo cual me parece una
idea sin sentido. No obstante, tal vez merezca la pena que la visite. ¡Ho!
Mil perdones. Mi nombre es Edouard, Edouard de Lacroix.
Lester y Jeannette se presentaron con cortesía ante el investigador,
que aún no paraba de mirarlos de pies a cabeza. Marcus no habló, el
chico se mantenía con la cabeza gacha, mirando la espuma de la
cerveza, sumido en una especie de estado letárgico. A Edouard le
incomodaban mucho las personas así, tan despreocupadas y aturdidas.
— Y el que no se ha enterado que estoy aquí, ¿quién es?
— ¡Marcus! —exclamó Lester y lo golpeó con su hombro— ¿Qué te
sucede?
— ¡Ho, lo siento! —dijo el muchacho volviendo en sí— Estaba en las
nubes. Soy Marcus, mucho gusto —a continuación extendió su mano,
dejándola así varios segundos, hasta que por fin Edouard se decidió y le
extendió la suya de mala gana.
— Ya que nos conocemos —dijo Edouard—, ¿podrían hablarme
sobre esa marquesa ermitaña que visitaron anoche?
— Una ermitaña con mucho dinero —agregó Lester sonriendo—. Su
nombre es Isabelle. Vive en una mansión entre los bosques, y créame, es
la mansión más hermosa que he visto jamás. La gente comenta que solo
viene al pueblo en busca de comida una o dos veces al año, y que nunca
se inmiscuye en sus asuntos. Vive sola con su mayordomo, tan o más
misterioso que ella.
61
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Isabelle —suspiró Edouard intentando imaginar a la dama—. No


he escuchado mencionarla, la gente de este lugar es demasiado
reservada. ¿Pero donde es que vive exactamente?
— A la salida norte del poblado, al final de un camino que se desvía
hacia la izquierda, tras pasar el bosque, se encuentra la majestuosa
mansión. Llegó aquí hace cinco años, aunque compró la propiedad hace
unos veinte, convirtiéndola en el hermoso palacio que es ahora. Tiene
unos cuarenta años, pero aparenta mucho menos. De una belleza
exquisita —Lester se estaba inspirando—, sus ojos son muy, muy azules,
la piel blanquísima, con ligeros toques rosáceos, y su cabello es rubio
dorado, pero un dorado hermoso de verdad…
— ¡Lester! —le interrumpió Jeannette.
— De verdad te impresionaría —afirmó el muchacho a Edouard—.
¿Piensas visitarla?
— Sí, en cuanto tenga una oportunidad. ¿Pero en que se relacionan
ustedes con una mujer así? ¿Por qué invitó a su mansión a dos jóvenes
de otro país?
— Quiere que descifremos un antiguo libro que tiene en su poder.
Se trata de unos manuscritos muy antiguos, anterior a la llegada de los
romanos a estas tierras. Ayer le echamos un breve vistazo, y lo que allí
se encuentra plasmado, parece relacionarse con las muertes ocurridas
en Vivarés en los últimos años.
— ¿Por qué afirmas tal cosa? ¿Qué hay en ese antiguo libro?
— Aún no lo hemos descifrado, pero vimos las imágenes. Imágenes
de grandes lobos, como hombres que bajan de las montañas nevadas
para acabar con los ejércitos y destruir las aldeas. Son muy parecidos a
las bestias cazadas en Gévaudan hace medio siglo, las cuales
contemplamos en el museo de Paris.
— Yo también las vi, aunque siempre dudé de su veracidad. ¿Creen
que realmente se trate de lobos gigantes que bajan de las montañas a
despedazar gente? Ni siquiera devoran todos los cadáveres, algunos
simplemente los mutilan y los dejan ahí tirados, como si cumpliesen
órdenes estrictas de matar y no cazaran para comer.
— ¿Y qué piensas entonces sobre todo esto? —le preguntó
Jeannette.

62
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— ¡No lo sé! Y es por eso que no me he marchado, a pesar de las


barreras que me han sido impuestas por ese sujeto de traje negro y el
padre Grégoire, que ahora se ha convertido en su subordinado. Quiero
llegar al fondo del asunto cueste lo que cueste.
— ¿Pero cuáles son tus sospechas? —inquirió Lester.
— Mis sospechas… —Edouard hizo una pausa, recordando cada una
de sus conclusiones a lo largo de su estancia en el pueblo—. Mis
sospechas son que detrás de todo esto existe la mano del hombre. Hace
tiempo escuché de un caso en el cual tres personas fueron devoradas
por lobos, y resultó ser que estos estaban domesticados y dirigidos por
un asesino que siempre se encontraba presente en la escena del crimen
cuando ellos mataban. Presiento que este caso es muy parecido. De
hecho, también en Gévaudan una ilustre familia aristócrata se vio
involucrada con los crímenes de la bestia. Ahora que lo pienso, creo que
no es una idea tan descabellada hacerle una visita a la marquesa
ermitaña.
— En lo personal no creo que una persona como ella sea capaz de
matar a nadie. Es una mujer misteriosa, pero demasiado bella para estar
detrás de actos como estos.
— La belleza no juega ningún papel en esta ocasión, jovencito —
sentenció Edouard, sin comprender esa fascinación de los chicos por la
hermosura de una extraña marquesa— ¿Vieron el cuerpo de esta
mañana?
— Sí —afirmaron al unísono.
— Las víctimas fueron atacadas por un animal, pero como ya dije,
también puede que existan personas involucradas en esto. Amigos, no
estoy incriminando a esa bella mujer de la que hablan con tanto… amor,
solo ser un poco extraña y vivir de ermitaña en medio del bosque no la
hace sospechosa. Pero es misteriosa, ustedes mismos lo han dicho, y
necesito hablar con ella, tal vez me pueda servir de ayuda en mi
investigación. Además, posee un libro en su poder estrechamente
relacionado con los sucesos que aquí tienen lugar.
— Sigo diciendo lo mismo, no creo que una mujer tan hermosa
pueda estar involucrada, o siquiera saber algo sobre hechos tan…
repugnantes —aseguró Lester.

63
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— De todas formas iré esta misma tarde y hablaré con ella, y


también con su mayordomo, nunca me han gustado las personas
alejadas de la sociedad.
Se detuvo unos instantes, pensando en sus últimas palabras. ¿Acaso
él mismo no se encontraba alejado de la ciudad, aunque deambulara por
sus calles como un individuo más? Vivir en una casa de Paris y recibir el
periódico no lo hacía miembro de la sociedad, su vida era más que
solitaria y monótona, encerrada entre los muros que él mismo se había
impuesto.
— La marquesa nos dejó muy claro que no recibe visitas durante el
día —explicó Jeannette—. ¿Quién sabe qué extraña razón la haga actuar
de ese modo? El hecho es que solo podemos verla tras la caída el Sol,
según sus propias palabras. Citó a mi amado y a Marcus para esta noche,
cuando comenzarán la traducción del libro.
— Tú no eres inglesa como ellos —la interrumpió Edouard,
percatándose de su perfecto dialecto francés.
— No, no lo soy. De hecho, provengo de un lugar no muy lejano de
aquí, pero prefiero no revelar nada sobre mi persona, ya que ello
compromete mi libertad.
— No se preocupe, mademoiselle, nunca me han importado los
caprichos de las hijas de los nobles franceses, que prefieren escapar con
un joven inglés antes que obedecer los mandatos de su padre —Edouard
sonrió con perspicacia.
— Gracias, monseñor —dijo la chica sonriendo.
— Entonces no podré visitar a la famosa marquesa hasta la noche.
¿Creen que me permita la entrada?
— No lo sabemos —dijo Lester—, pero nada se pierde con
intentarlo. Te irás con nosotros después de la caída del Sol.
— Después de la caída del Sol… ¡me parece bien! Siempre me ha
gustado acostarme tarde, aunque últimamente lo estoy haciendo más
temprano que de costumbre. Me alegra que confíen en mí, tal vez juntos
podamos llegar al fondo de todo esto.
Los chicos afirmaron con la cabeza, entusiasmados ante la idea de
descifrar las muertes ocurridas desde hace más de cuatro años en
aquella remota región de Francia.

64
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— ¿Y ahora que piensan hacer? —preguntó Edouard a sus nuevos


compañeros.
— Nada en específico, salvo dejar que pase el tiempo. Hasta la
noche no sabremos nada más sobre la marquesa ni sobre su misterioso
mayordomo.
— Pero… ¿qué tiene su mayordomo de extraño?
— Sus ojos están vacíos —dijo de repente Marcus, aterrizando otra
vez de su nube—. No reflejan nada, absolutamente nada, como si la vida
lo hubiese abandonado hace mucho. Afirmó haber vivido en este mismo
pueblo veinte años atrás, pero desde aquella época se marchó con
Isabelle, y hoy en día, según sus propias palabras, nadie lo conoce ni lo
recuerda.
— Entiendo —dijo Edouard pensativo, y así permaneció varios
segundos, en un total silencio—. Si de verdad vivió alguna vez en este
pueblo —dijo luego—, entonces su nombre está en el registro de
bautizos de la iglesia. Deberíamos buscar información sobre él.
— Me parece una gran idea —dijo Lester.
— La cuestión es poder entrar a la iglesia, ya que desde hace varios
días me es prohibida la entrada, el padre Grégoire sigue al pie de la letra
las órdenes de Ivan Haring.
— No creo que robar la llave sea un gran problema —afirmó Lester
sonriendo con malicia, mientras miraba a su compañero Marcus, quien
pareció comprender el significado de sus palabras.
Un cuarto de hora más tarde ya se encontraban frente a la puerta de
la iglesia, alta e imponente sobre las maltrechas casas de su alrededor,
como recuerdo que sin importar dónde, la religión se alza con riquezas y
glamor.
Cerca de allí estaba el mercado, poco menos desolado que un
cementerio. Un pequeño niño corría con una manzana en su mano,
presuntamente robada de algún puesto de comida, mientras un sujeto
gordo le gritaba horrores, sin la suficiente agilidad para perseguirlo.
Lester atrajo su atención con un silbido, tras lo cual el chiquillo se detuvo
frente a él, contemplando sus elegantes atavíos de ciudad, nada que ver
con sus harapos maltrechos y sus pies descalzos. Su rostro se
encontraba cubierto de tierra y su cabello de polvo. Su cuerpo
desnutrido corroboraba el hambre existente en su interior. Sus ojos eran
65
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

grandes y negros, reflejando una gran inocencia, en contraste con los


hechos ocurridos.
— ¿Qué desea usted, monseñor? —preguntó el chico con una voz
muy aguda.
— ¿Quieres ganarte unas monedas? —el muchacho asintió con la
cabeza entusiasmado— Te he visto robar en el mercado, tal vez me
puedas servir.
— Puedo robar cualquier cosa que me proponga, soy muy hábil con
mis manos. Usted ordene y yo cumplo.
— No creo que tengas que robar, basta con que respondas unas
preguntas.
— Usted pregunte, Monsieur.
— Necesitamos entrar a la iglesia sin que el padre se entere. He
visto actuar a chiquillos como tú, sé muy bien que acostumbran a entrar
a hurtadillas en los recintos para robar alimentos y monedas.
— Lo he hecho un montón de veces, yo y mis amigos. Como has
dicho, a veces nos colamos en la iglesia a robar comida sin que el padre
Grégoire se entere, aunque últimamente no nos atrevemos a entrar.
Hemos escuchado ruidos raros bajo el piso, como si existiese un sótano
o algo por el estilo bajo los cimientos. Se escucha como si alguien
cargase cosas muy pesadas, y luego las dejase caer. Mis amigos dicen
que la iglesia esta embrujada, así como todo el pueblo, desde hace cinco
años.
— ¿Ruidos raros? —preguntó Edouard prestando mucha atención a
las palabras el chico.
— Los cuerpos destripados son llevados al interior del edificio, pero
nadie sabe exactamente donde se guardan, salvo los hombres más fieles
al padre. Desde que llegó ese sujeto vestido de negro al pueblo sus
puertas permanecen cerradas la mayor parte del día, como si quisieran
ocultar algo. Desde entonces son me atrevo a entrar.
— No queremos que entres —le aclaró Lester—, solo queremos que
nos indiques por donde podemos hacerlo nosotros sin levantar
sospechas.
— ¡Síganme! —dijo el chico y echó a correr, seguido por los demás.
A un costado de la iglesia, en medio de unos arbustos podados,
existía una pequeña puerta, al parecer, tan cerrada como la principal.
66
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Edouard se acercó e intentó forzarla, no sin antes asegurarse de que no


pasara nadie por la calle; vano intento, del otro lado estaba asegurada
por un cerrojo de hierro.
— Es la entrada que conduce al almacén —dijo el chico con una
sonrisa en su rostro—, pero yo tengo la llave que abre esa cerradura, se
la robamos al padre Grégoire hace mucho tiempo.
Lester extendió su mano, esperando que le fuera entregada la
mencionada llave.
— Antes quiero mis monedas —dijo el chico negando con la cabeza.
Lester metió una de sus manos en los bolsillos, y tras moverla en el
interior, sacó tres relucientes monedas de plata, las cuales entregó al
emocionado muchacho, que brincando de alegría, el entregó la llave de
la puerta. Al poco tiempo se marchó, corriendo y saltando por el medio
de la calle, para dirigirse a los puestos de comida del mercado, en donde
satisfaría su voraz apetito.
A continuación metió la llave en la cerradura de la puerta, la cual
giró sin problemas, mostrando frente a sus ojos un pequeño salón
iluminado por la luz de Sol, en donde reposaban decenas de cajas de
alimentos y bebidas, importadas de diferentes partes del país. Los
cuatro compañeros entraron en la habitación, cerrando la puerta
inmediatamente a sus espaldas, para no levantar sospechas en la calle.
Pronto la oscuridad lo cubrió todo, excepto por un diminuto rayo de
luz que se colaba por la rendija de otra puerta, frente a ellos. Fue
Edouard quien se acercó, pegando su oído a esta, intentando descubrir
si el padre Grégoire se encontraba del otro lado.
— No hay nadie —dijo con felicidad y abrió la puerta, arribando al
interior de la capilla. Los otros chicos lo siguieron
El interior de la iglesia era diferente al resto del desdichado pueblo.
Quizás no fuera la mejor capilla de Francia, pero en comparación con las
casas de su alrededor, era un verdadero palacio. El techo, muy alto
sobre sus cabezas, se encontraba adornado con imágenes bíblicas, en
gran su mayoría, del pasaje del Génesis. Varias filas de asientos se
encontraban alineados frente al altar, un poco más elevado que el resto
del piso, y detrás de este, una gran cruz de oro brillaba con todo su
esplendor, iluminada por los rayos de luz que se colaban por los
ventanales multicolores, provocando un efecto de arcoíris.
67
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¡Esto es lo más bello que he visto en semanas! —exclamó


Edouard, harto de tanta desdicha y horrores.
Allá, sobre sus cabezas, pudieron escuchar los pasos del padre
Grégoire, en el campanario, probablemente haciendo sus labores de
limpieza. Al poco tiempo sus cantos religiosos se expandieron por el
lugar, provocando cierta risa en los chicos, la cual les fue difícil contener.
Edouard les pidió que guardasen silencio.
— Todos los cuerpos de las víctimas son traídos a la iglesia, aunque
no imagino en qué lugar preciso los guardarán.
— El chico mencionó algo sobre ruidos bajo el suelo —dijo Lester—.
Debe existir una especie de sótano en este lugar, solo debemos
encontrar la puerta que nos dirija hacia él.
— También debemos encontrar las actas de bautizo. Normalmente
son guardadas en una de las habitaciones de la iglesia, y esta es
pequeña, así que no nos será difícil encontrarlas. Visité la capilla de
Viviers antes de venir para acá, y allí estuve revisando los manuscritos
que guarda el obispo. Siempre están organizados por fechas, en orden
alfabético, solo debemos buscar el año de nacimiento del mayordomo
de la marquesa… supongo que no habrán olvidado su nombre.
— No, no lo hemos olvidado —aseguró Lester—, pero no sabemos
qué edad tiene, por lo tanto, no podemos saber en qué año nació.
— Busquemos el año de su desaparición —habló Marcus, saliendo
otra vez de su sopor—. Tengo un presentimiento. Ustedes busquen la
entrada al sótano, yo me dedicaré a buscar los registros con la ayuda de
Jeannette.
Edouard asintió con la cabeza, un poco confundido ante la actitud
del chico.
A continuación comenzaron a revisar todas las puertas existentes en
los laterales de la capilla, encontrando en poco tiempo una habitación
en donde existían, sobre unos estantes, un montón de libros y registros
de nacimientos, bautizos, comuniones y muertes.
Marcus y Jeannette comenzaron a revisar los papeles, mientras
Edouard y Lester partieron en búsqueda de la entrada al supuesto
sótano existente bajo los cimientos de la iglesia.
— El señor Debray dijo casi veinte años —dijo Marcus a su
compañera—, o sea, que la fecha es ligeramente menor a ese número.
68
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Busca los registros de un período posterior en cinco años a 1794. Ahí


encontraremos algo, lo sé.
Mientras, Edouard y Lester se habían internado en otra de las
habitaciones, en cuyo interior se encontraba una trampilla de madera,
con una cerradura, la cual halaron sin muchos problemas, descubriendo
bajo esta un largo pasillo de escalones que descendía varios metros bajo
tierra. Un fétido aire salía del interior, haciendo dudar unos instantes a
ambos. Pero reaccionando, tras cruzarse las miradas, se decidieron a
bajar, primero Edouard, seguido por Lester. Allá arriba, sobre sus
cabezas, el padre seguía cantando.
Las escaleras de caracol descendían metros y metros, iluminados por
la luz de las antorchas, prendidas durante toda la noche y el día. A
medida que descendían, el aire se hacía más espeso, mezclado con ese
nauseabundo olor a muerte y putrefacción.
Pronto se hallaron en medio de un pequeño sepulcro en donde se
alzaban algunas tumbas de monjes y padres ilustres que ejercieron
antaño la palabra de Dios. Existían un gran número de antorchas
colgando de las paredes, iluminando de manera gloriosa aquella docena
de tumbas de piedra, con inscripciones en latín, y la figura tallada sobre
estas, del cuerpo de la apersona que reposaba dentro. También, en
algunos puntos de las paredes, existían inscripciones en latín, las cuales
pudo traducir Lester sin mucha dificultad.
— Aquí se encuentran enterrados antiguos sacerdotes de Vivarés.
Aquello que vez allá —dijo señalando unas inscripciones en la pared,
junto a la estatua de un ángel—, es una plegaria por sus almas, para que
puedan llegar al cielo.
— Nunca imaginé que la iglesia de este pueblecito tuviera un
sepulcro bajo sus cimientos.
— Por alguna razón el obispo de Viviers mandó a construir este
lugar. Quizás le hecho de encontrarse en un pueblecito fantasma la
convierta en un punto estratégico para enterrar personalidades
importantes, cuyas tumbas no quieren que sean saqueadas por
cazadores de tesoros.
— Es muy probable. Veo que dominas bien el latín, muchacho.
— El latín no es la única lengua antigua que domino. ¡Mira! Allá
parece haber algo.
69
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Edouard y Lester avanzaron entre las tumbas, hasta llegar a un


pequeño arco que conducía a otra habitación, aproximadamente del
mismo tamaño que la anterior. De su interior salía aquel fétido olor a
cuerpos putrefactos, varias moscas que pasaron cerca de sus rostros les
advirtieron de lo que allí había. Lester tomó una de las antorchas de la
pared e iluminó el lugar.
Allí, sobre unas mesas de piedra colocadas en dos filas, se
encontraban seis cuerpos mutilados, la mayor parte, con los intestinos
de fuera. La sangre bañaba el lugar, incluyendo las paredes, y las
moscas y los gusanos se amontonaban sobre los apestosos cadáveres.
Lester no pudo contener los deseos de vomitar, arrojando el almuerzo
sobre una de las paredes ensangrentadas. Edouard lanzó una pequeña
carcajada.
— Eso pasa cuando no se está acostumbrado a ver cosas así —dijo, y
recobrando la seriedad de inmediato, se concentró en examinar lo que
se hallaba antes sus ojos.
— Con que aquí es a donde trasladan todo los cuerpos —dijo Lester,
recobrando el control sobre su cuerpo mientras se tapaba la nariz con su
mano.
— Así es, joven muchacho, aunque esperaba ver algo más… extraño.
Edouard se acercó a uno de los cuerpos, el cual se encontraba sin
cabeza. Después de palpar los pechos de lo que parecía ser una mujer y
examinar los intestinos que colgaban sobre la panza, se volteó hacia
Lester.
— Es el cadáver que encontraron en la mañana, la sangre aún está
fresca. Si te fijas —y señaló unas marcas en diferentes partes del
cuerpo—, parecen mordidas de un animal muy grande, un oso cuando
menos. También hay un zarpazo aquí, sobre el hombro.
Lester observaba los cuerpos con repugnancia, mientras caminaba
de un lado a otro de la habitación, que ya comenzaba a asfixiarlo. De
repente pareció chocar contra algo de la altura de su cadera, y
ordenando a Edouard que elevara la antorcha, descubrió una mesa de
estudio, con varios libros y pergaminos sobre esta.
Edouard encendió las antorchas existentes en la pared de la
habitación usando la que ya sostenía en su mano, facilitando así la visión
del lugar. Lester se había sentado en una pequeña silla y ahora
70
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

examinaba aquellos manuscritos cubiertos de hongos y humedad. El


viejo veterano se detuvo junto al chico, observando los dibujos que
figuraban sobre el papel.
En una de las páginas pudieron observar varios símbolos cristianos, y
numerosas inscripciones y versos cuya función era expulsar a los
demonios. Entonces lo vieron, la gigantesca figura lobuna, con cuerpo de
hombre, erguida sobre sus dos patas traseras, devorando un monje de la
Iglesia Católica, mientras otro, alzando una cruz en sus manos, intentaba
ahuyentarla. Lester pasó a la siguiente página, en donde existían
representaciones de diferentes cabezas, la primera, totalmente humana,
pero las otras iban presentando ciertas malformaciones, hasta llegar a la
última, muy diferente a la original, parecida a la de un lobo. Edouard no
pudo contener una exclamación de asombro ante lo que sus ojos
estaban viendo. Lester continuó ojeando el grueso libro, contemplando
aquellas imágenes sobre juicios de hace más de cien años, hogueras
ardientes en donde eran quemados los acusados de ser hombres lobo, y
tribunales de la Inquisición sacrificando niños peludos y deformes.
Un grabado sobre un juicio de la Inquisición, llamó en particular la
atención de Edouard, quien ordenó a Lester que se detuviese en esa
página, la cual comenzó a mirar con detenimiento. En el tribunal, justo
en primera fila, frente al acusado de licantropía, se hallaba dibujado un
sujeto de largos atavíos negros y sombrero de ala ancha.
— ¿Qué fecha tiene ese juicio? —le peguntó a Lester.
— Dieciocho de marzo de 1640 —respondió el chico, tan confundido
como su compañero—. ¿Por qué lo preguntas?
— Nada, me pareció ver algo… No tiene importancia.
— Los acusados de licantropía son quemados en la hoguera —
comenzó a leer Lester—, con el objetivo de que el fuego purifique sus
almas. La plata no surte el efecto deseado sobre ellos, ni tampoco las
cruces, son demonios más antiguos que el cristianismo, provenientes de
una época salvaje y pagana, y como paganos deben ser asesinados,
ardiendo en el fuego purificador… La marca de la bestia es muy fácil de
reconocer —continuó en otra página, en donde se mostraban las marcas
de los colmillos de los licántropos, así como las heridas producidas por
sus garras, exactamente iguales a los cuerpos existentes a sus espaldas.

71
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Me niego a creer que estas muertes son obra de un hombre lobo


—gruñó Edouard enojado, dando vueltas de un lado para el otro—.
Debe haber una explicación más racional. No puedo llegar ante el rey y
decirle que todo esto es obra de una legendaria criatura. Hace mucho
tiempo que los juicios de la Inquisición contras los licántropos y las
brujas se dejaron de realizar, al probarse que todo no era más que una
gran calumnia.
— Edouard —lo interrumpió Lester—, debo recordarte que estamos
en una iglesia. Es lógico que el padre Grégoire crea en esta historia, pero
no significa que sea cierta. Yo también soy un hombre razonable y me
niego a creer que tales criaturas existen, siempre he sabido que son
producto de la imaginación humana, creadas de la misma forma en que
yo creo poesías y escribo cuentos de terror. Tú querías saber que
escondían el padre e Ivan Haring, pues aquí lo tienes, pero no tiene por
qué ser la verdad absoluta.
El sonido de una campana retumbó en sus oídos, recordando que no
estaban solos en la iglesia, y que ya había pasado demasiado tiempo
— Creo que deberíamos irnos —dijo Edouard y cerró el libro de un
golpe sobre las manos de su compañero.
Subieron las empinadas escaleras después de dejar todo como
estaba antes de su llegada. Y una vez estuvieron en la superficie
cerraron la trampilla con cuidado de no hacer el menor ruido, aunque de
haberlo hecho, nadie lo hubiera notado, ya que las campanas sonaban
sin parar, en una verdadera sinfonía.
— Es la hora de la misa —anunció Edouard, y tomando a Lester de
un brazo, lo arrastró hasta la habitación en donde Marcus y Jeannette
buscaban aún en los registros algún indicio sobre el mayordomo de la
marquesa Isabelle.
Los pasos del padre Grégoire en las escaleras de la torre les
anunciaron que de no salir cuanto antes, serían descubiertos. Marcus y
Jeannette habían organizado los registros de la habitación, dejándolos
como antes, intactos, y enseguida que vieron aparecer a los otros por la
puerta, a una señal, partieron todos corriendo hasta el almacén, al
mismo tiempo que el enorme portón de la entrada del sagrado recinto
era abierto de par en par, mientras un tumulto de fieles entraba a
ocupar las filas de asientos.
72
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Los cánticos se alzaron por toda la capilla, alabando a la Santa


Madre y a su hijo, pero para ese entonces ya Edouard y los jóvenes se
encontraban cerrando la puerta del almacén que daba a la calle, y
guardando la llave en uno de sus bolsillos.
— Efectivamente hay un sepulcro debajo de la iglesia —dijo Lester
algo sofocado, respirar aire puro otra vez era restablecedor—. No van a
creer lo que vimos allí abajo…
— Y tú no vas a creer lo que descubrimos Marcus y yo en una de las
actas.
Marcus sacó de su chaleco unos viejos documentos, los cuales
sostuvo con sumo cuidado en sus manos, parecían muy débiles. Tras
haber soplado todo el polvo que lo cubría, y palparlo cuidadosamente,
comenzó a leer.
— Guillaume Abelardo Debray, nacido en 1729 y fallecido en 1796…

73
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Edouard y Lester se quedaron boquiabiertos, mientras Marcus


sonreía, como si no le dice importancia al asunto. Jeannette fue quien
habló ahora.
— Este sujeto, que vivió toda su vida en este pueblo, murió de un
incendio en 1796, hace exactamente dieciocho años. Su cuerpo
carbonizado fue enterrado en el viejo cementerio de San Gabriel, hoy en
día abandonado. El lugar donde un día estuvo su casa actualmente es
ocupado por otra vivienda. La historia de su familia es desgraciada, su
esposa murió al dar a luz, y de su único hijo, Maurice, no se tienen
noticias, ya que se marchó de aquí desde muy joven y nunca más
regresó.
— ¡Déjame verlo! —exclamó Edouard arrebatándole el documento
de las manos a Marcus.
— Espere, monsieur, aún estamos a un costado de la iglesia. Le
recomiendo que lo guarde y que vayamos a la posada, allá podrá leerlo
con más calma.
Y dicho esto echaron a andar rumbo al pequeño hotel, no sin antes
percatarse de no haber sido vistos saliendo de la iglesia por ojos
chismosos que pudieron correr con la noticia al padre.
Edouard no habló en todo el camino, a pesar que Lester y Jeannette
intentaron sacarle conversación; su mente trabajaba. ¿Qué significaban
aquellas imágenes de antiguos juicios de licantropía llevados a cabo por
la Inquisición? ¿Realmente el causante de aquellas muertes era una
bestia legendaria? No podía imaginarlo, aunque su mente escéptica se
negaba a creerlo. Recordó entonces todas esas imágenes del bosque,
las dos mujeres y el sujeto en la casa, y algo que los observaba desde la
maleza. Una muchacha gritando. ¡Qué horror! Y luego estaba aquí de
nuevo, caminando por las estrechas calles de un pueblecito fantasma,
con tres jóvenes a su lado a los cuales acababa de conocer, pero que
ahora compartían su misma misión, descubrir la verdad sobre los hechos
ocurridos en las remotas tierras de Vivarés.
Arribaron a la posada en poco tiempo, pasando de largo por el
recibidor para entrar a la habitación de los chicos. Marcus fue quien
pasó de primero, para acomodarse en la ventana y quedarse allí durante
74
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

todo el rato, abstraído del mundo, contemplando los pájaros que


revoloteaban en los árboles, y la luz del Sol que se reflejaba en su
cuerpo.
Edouard intentó ignorar a tan fastidioso sujeto, y luego de sentarse
sobre una de las camas, abrió el documento, el cuál comenzó a leer en
voz baja junto a Lester.
— Pero, ¿cómo puede ser que esté muerto si lo vimos con nuestros
propios ojos? —dijo Lester una vez hubieron terminado.
— Lo más probable —dijo Edouard—, es que ese jorobado esté
utilizando un nombre falso, aunque es inexplicable por qué eligió a una
persona sin importancia alguna. Mi experiencia me da otra opción, hubo
un caso similar años atrás, en los días de Napoleón, y resultó ser que el
sujeto que pensaban muerto no lo estaba de veras, toda su muerte no
fue más que un teatro, su ataúd se encontraba vacío.
— ¿Y cómo sus familiares no se dieron cuenta del fraude? —
preguntó Jeannette.
— Obviamente la familia también estaba involucrada. Declararon
que el supuesto difunto murió en un incendio, por lo cual nadie se
atrevió a observarlo en su lecho de muerte. No se puede negar que es
una gran coincidencia que el tal Guillaume Abelardo Debray también
haya fallecido en un incendio. Como les decía, el sujeto fingió muy bien
su muerte, lo que le permitía escapar de la justicia para siempre, pero la
guardia de Napoleón fue más astuta. Desenterraron el ataúd, y para
sorpresa de todos, lo hallaron vacío. Días más tarde atraparon al sujeto a
punto de abordar un barco a Italia.
— ¿Piensas que este caso del señor Debray sea similar? ¿Qué cosa
tan mala pudo haber hecho un anciano para fingir su muerte?
— Solo hay una forma de saberlo.
— ¿Dónde está el cementerio? —preguntó Lester decidido.
— ¡Alto, alto, alto! —exclamó Jeannette— ¿No pensarán…?
— No queda otra opción, mademoiselle —afirmó Edouard con una
sonrisa en su rostro, como si disfrutara el momento—. Averiguaré la
ubicación de ese cementerio así tenga que preguntarle a todos los
habitantes de este maldito pueblo. De hecho, lo haré ahora mismo.
Volveré en muy poco tiempo, no creo que sea tan difícil dar con su
ubicación. ¿Ustedes me acompañarán?
75
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Por supuesto que sí —afirmó Lester hablando por todos—,


también sentimos curiosidad por saber la verdad escondida tras todo
esto, aunque la idea nos cause un poco de… miedo.
— Si encontramos el cementerio, hoy en la noche ya todo estará
confirmado, y sabremos de una vez por todas quién es en realidad ese
misterioso mayordomo que se hace llamar el señor Debray, y tal vez
incluso la identidad de esa extraña marquesa ermitaña.
— Espero que eso suceda lo antes posible —dijo Lester—. No se
puede confiar en nadie, aunque estoy casi seguro que sea cual sea el
misterio que se esconde tras ella, no es una mujer peligrosa, sino todo lo
contrario.
— No te guíes por la hermosura, Lester —le afirmó Jeannette un
tanto molesta—, las sirenas griegas eran igual de bellas y llevaban a los
marineros a la perdición.
— Ya te pareces a Marcus, citando pasajes de la antigüedad —dijo el
chico sonriendo.
— ¿Pero no nos condenarán los habitantes del pueblos por excavar
en su cementerio?
— Tú misma dijiste que estaba abandonado, nadie va a preocuparse
por eso.
— ¿Pero y los familiares que tengan sus muertos allí? ¿Acaso ya no
los visitan?
— Si me permiten, buscaré información por el pueblo. Cuando
vuelva ya veremos qué hacer. Algo me dice que esa marquesa Isabelle y
su extraño mayordomo están relacionados con las muertes, y haré hasta
lo imposible para encontrar la verdad, aunque tenga que abrir todas las
tumbas de San Gabriel. Ustedes no tienen por qué seguirme en mi
misión, no los estoy obligando a nada, descubrir el por qué de las
muertes es mi problema y de nadie más. Así que les vuelvo a preguntar,
¿vienen conmigo o no?
— No tenemos nada mejor que hacer —habló de repente Marcus,
como despertando de un sueño.
— Los cementerios no nos asustan, allá en Cambridge visitábamos
uno muy a menudo, a mitad de la noche, para crear nuestras historias
de terror, ¿qué puede tener este camposanto de diferente? Por otro
lado, vinimos a Vivarés no solo para estudiar un antiguo libro pagano,
76
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

sino también para romper con la monotonía de nuestras vidas —Lester


rió—. Vamos mi amor —dijo mirando a Jeannette—. Hace días me dijiste
que estabas harta de vivir encerrada entre cuatro paredes, que deseabas
aventuras, recorrer el mundo a mi lado; ayudemos entonces a Edouard
con su investigación, al fin y al cabo, todos aquí sabemos que los
fantasmas no existen, ¿qué nos podría pasar?
— La idea me asusta —confesó la chica—, pero no niego que me
encantaría saber la verdad sobre la marquesa.
— Entonces ya está decidido, todos iremos —afirmó Lester—.
Queremos saber quién es la persona que nos mandó a buscar desde tan
lejos, y también la identidad de su horrible mayordomo. Estamos
contigo, Edouard.
— Bien. Entonces saldré a la calle para ver que puedo averiguar.
Espérenme aquí y no se muevan, volveré con la mayor brevedad posible.
Edouard descendió rápidamente las escaleras, casi a punto de caer,
y ya en el recibidor preguntó al encargado por el viejo cementerio, el
cual confesó no saber. Salió a la calle con paso rápido, preguntando a
cada persona que se le cruzaba en el camino, pero nadie parecía
conocer acerca de un antiguo cementerio denominado San Gabriel.
Cuando ya se había dado por vencido se topó con un anciano
sentado frente a la puerta de su casa, al cual le preguntó por el
cementerio sin muchas esperanza.
— ¿San Gabriel? Está a las afueras del pueblo, a la salida oeste —
Edouard se dejó caer sobre una pared, de una vez por todas había dado
con la persona correcta después de caminar y caminar bajo el ardiente
Sol de la tarde—. Se desvía usted a la izquierda en el cruce de caminos
del norte —continuó el anciano—, y antes de cruzar el puente que lo
lleva a la mansión de la marquesa ermitaña, encontrará a su izquierda el
cementerio. Es imposible perderse, pues verá las cruces tras los árboles
que rodean el camino. Desde hace casi veinte años no se entierra nadie
allí, desde que comenzaron a ver personas muertas por aquel lugar y
corrió el rumor de que estaba maldito.
— ¿Y ya no va nadie a visitar a sus familiares enterrados allí?
— No se atreven, señor, los muertos no son algo con lo que se
pueda jugar. Y en aquel lugar hay demasiados, y no precisamente
dormidos.
77
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Edouard reprimió una leve sonrisa, era increíble la ignorancia de


aquellos pueblerinos, todos asustados por una tonta leyenda de niños.
Por esa razón nadie le quiso hablar del cementerio cuando preguntó.
¿Pero qué se puede esperar de personas que en toda una vida no habían
salido de aquel lugar, que no conocen el mundo? No más que
ignorancia.
— Muchísimas gracias —dijo y el viejo sonrió.
Edouard dio media vuelta y partió corriendo hacia la posada por el
medio de las desoladas calles. Una vez más la esperanza de descubrir
algo nuevo renacía en él, después de muchos días de ignorancia y mal
dormir. Su misión: ir al cementerio y excavar en la tumba para verificar si
existía un cuerpo enterrado allí. Algo dentro de él le afirmaba que esta
noche iba a ser memorable.
Cuando solo lo separaba una cuadra de su destino, fue interceptado
por Ivan Haring, montado sobre su enorme caballo. Intentó rodearlo,
pero el jinete le hizo una señal para que se detuviera, y él obedeció,
manejado por una fuerza misteriosa, quizás la curiosidad. Ivan Haring lo
invitó a subir junto a él, y tras meditar un poco, Edouard aceptó. Tal vez
sería conveniente entablar otra conversación con el misterioso hombre
vestido de negro, quizás ahora sí estuviera dispuesto a contarle todo lo
que sabía. Ivan dirigió el caballo por las calles desiertas del pueblo, sin
rumbo fijo.
— Eres persistente, Edouard, veo que no desistirás de tu
investigación, pues bien, el monstruo te va a comer —Ivan sonreía, pero
tras su sonrisa se vislumbraba una seriedad y una preocupación
inquietante.
— ¿Qué monstruo? —preguntó Edouard, impidiendo revelar
cualquier información sobre lo que vio en el sepulcro de la iglesia.
— ¿Quieres seguir adelante? ¿Quieres introducirte en esto conmigo
para no abandonarlo jamás, por nada del mundo?
— ¡Sí, sí quiero, dime de una vez!
— Un simple sí no basta. Necesito que te comprometas.
— ¿Y cómo diablos me voy a comprometer?
— Con tu palabra me basta, ¿tienes palabra?
— Por supuesto que la tengo, soy un caballero. Ahora dime de una
vez.
78
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Adrien, el amante de la última víctima, es un hombre lobo.


Entonces era cierto que tanto Ivan Haring como el padre Grégoire
creían al pie de la letra las historias sobre licantropía; por eso
conservaban aquel libro en el sótano de la iglesia, junto a los cuerpos
destripados, los cuales estudiaban a la luz de las antorchas.
— O al menos eso pienso —continuó Ivan—, no estoy seguro. Y ya
que no quieres desistir de tu investigación, tienes que ayudarme.
Necesito que te quedes con él esta noche, con esta jeringa —Edouard la
observó con rareza, poseía un líquido azul que nunca antes había visto
—. Hoy es Luna llena y de seguro se transformará —Edouard recordó las
palabras de Adrien: «dice que soy un diablo»—. Cuando caiga el Sol
sobre el horizonte, si lo vez transformándose, lo inyectas, así de simple,
eso detendrá el proceso al menos por esta noche. Tal vez no haga falta,
no estoy seguro de que Adrien sea la bestia, pero no tengo otra forma
de comprobarlo que permanecer con él, sin embargo, yo necesito salir
esta noche a resolver otro asunto, por eso te lo pido a ti, te he estado
estudiando durante los últimos días y me he percatado que eres una
persona confiable. ¿Qué me dices?
— ¿Qué asunto es ese que tienes que atender? ¿Por qué siempre
hablas con tanto misterio? ¿Por qué te niegas a contarme lo que sabes?
¡Respóndeme, Ivan Haring! ¿Qué asunto vas a resolver esta noche?
— Lo siento, no te puedo decir.
— Y yo no creo una palabra de lo que dices. ¡Un hombre lobo! Jamás
he escuchado semejante estupidez. Vi los cuerpos escondidos bajo la
iglesia y el libro de la Inquisición sobre la mesa. ¿De verdad es en eso en
lo que crees? Investigo estas muertes para darle una explicación
racional, no para convertirme en un cazador de monstruos míticos.
— ¿Te parece racional los cuerpos destripados y sin cabeza? En estas
tierras no hay osos, y los lobos comunes son demasiado pequeños e
inofensivos para realizar tal cosa.
— Tal vez alguien haya domesticado un león…
— ¡No sigas balbuceando estupideces, Edouard! Como hijo de la Era
de la Razón te niegas a aceptar estas cosas, pero en la oscuridad del
mundo existen seres que ni siquiera te imaginas, seres que por fuera
pueden parecerte humanos, pero que por dentro son algo muy distinto.
Ahora toma esta vacuna y no la pierdas por nada del mundo, ojalá la
79
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

bestia no sea Adrien, estarías en peligro de muerte. ¿Puedo confiar en


ti?
Edouard pensó unos instantes. Algo se le estaba ocurriendo en su
mente, algo que lo haría llegar al final de todo aquel asunto.
— De acuerdo —dijo de repente, decidido—, me quedaré esta
noche en casa de Adrien con esta inyección. Puedes confiar en mí.
Ivan Haring espoleó el caballo para aumentar la velocidad, y pronto
estuvieron justo frente a la casa del sospechoso. Después de haber
dejado el semental amarrado a un poste, ambos entraron, empujando la
puerta suavemente. Allí se encontraba Adrien tirado en el piso,
amarrado a una columna y con una mordaza en la boca, gimiendo en
medio de su locura.
No más Ivan Haring le hubo quitado la venda el sujeto le escupió el
rostro, furioso. Este se lo limpió con desdén, sin darle mucha
importancia al hecho.
— Es por tu bien, Adrien, resiste —y le volvió a colocar el pañuelo en
la boca—. Confiaré en ti —dijo dirigiéndose a Edouard—, cuida de él y
no salgas de aquí, volveré a media noche y entonces te dejaré en
libertad y te contaré todo lo que sé. Lo prometo.
— Por ahora solo dime algo —suplicó Edouard—. ¿Para quién
trabajas?
— Para el Señor, ya te lo he dicho.
— Hablo en serio, Ivan. Solo hago esto para que me cuentes la
verdad, de lo contrario me iría ahora mismo y tiraría la vacuna al primer
callejón, sabes bien que no creo en hombres lobos. Dime para quién
trabajas.
— No puedo revelar mi identidad, Edouard, compréndeme, tú
también eres un agente de alguien superior.
— Ya no más, estoy en esto por mi cuenta, olvida los códigos. ¿De
dónde eres? ¿Para quién trabajas? ¿Qué te propones?
— De dónde soy es un misterio incluso para mí, he vivido en
demasiados lugares como para tener una sola nacionalidad.
— ¿Para quién trabajas entonces? ¿Cuál es tu vínculo con la Iglesia?
Ivan suspiró.
— El Papa.

80
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— ¿El Papa? —exclamó Edouard molesto— ¿Te estás burlando de


mí? ¿Dices que el Papa en persona fue quien te envió a un pueblecito
insignificante? ¿Qué interés podría tener el Papa en este lugar? ¿Viniste
del Vaticano solo a esto?
— ¿Esto? Llamas esto a una serie de asesinatos atroces en donde se
hallaron personas destripadas por un ser que no es de este mundo. Pero
no, tienes razón, no vine aquí por unas simples muertes, aunque fueron
estas muertes lo que sirvió para dar con el paradero de la persona que
busco desde hace tanto tiempo. El Vaticano conoce de la existencia de
estos seres y no puede permitir que la gente ordinaria tenga
conocimiento sobre ellos, por eso insistí tanto en que te marchases,
para evitar a toda costa que llegásemos a un momento así. ¿Qué me
propongo? Terminar con las muertes ocurridas en este sitio desde hace
cinco años, y exterminar al ser que he venido a buscar. Soy Ivan Haring,
un servidor de Dios. Espero que hayas quedado satisfecho, pues no te
diré nada más por ahora.
Edouard quedó boquiabierto. Estaba más confundido aún que antes,
pero al menos había logrado una explicación al asunto, aunque no la
creyera en su totalidad. Ivan Haring le puso la mano sobre su hombro
derecho.
— ¿Te quedarás y cuidarás de Adrien?
— Puede marcharse, Ivan, yo cuidaré de él.
— ¡Que Dios lo proteja entonces!
Ivan se marchó cerrando la puerta de un golpe. Edouard pudo
escuchar cómo se alejaba a todo galope por la calle. Qué giro tan raro
había dado la situación, primero, odiaba fieramente a ese sujeto, y
ahora se convertía en su ayudante personal, prometiéndole cuidar a un
sospechoso de licantropía, cosa que por supuesto, él no terminaba de
creer.
« Algo se trae entre manos ese loco y yo lo averiguaré, sé que esta es
la mejor forma, siguiéndole la corriente ».
Edouard se recostó a la pared, exhausto, pensando en todo lo
ocurrido por la mañana y parte de la tarde. Primero, el cuerpo
destripado de la muchacha. Segundo, Augustin, un loco que deseaba
matar a su propia esposa, que resultó ser la difunta. Por otro lado,
Madeleine, esa fogosa mujer que se acostó con él sin muchos
81
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

preámbulos; realmente muy extraño. Y Adrian, el amante de la víctima,


otro demente, acusado por Ivan Haring de licantropía. Ivan Haring, un
misterioso sujeto siempre vestido de negro y cubriendo su cabeza con
un sombrero de ala ancha, enviado a Vivarés desde el Vaticano por el
mismísimo Papa. Además, esos jóvenes ingleses que conocían a una
marquesa ermitaña llamada Isabelle y a su mayordomo, un anciano que
presuntamente se encontraba muerto desde hace veinte años atrás.
Ivan Haring se mostró muy interesado en ellos, demasiado, más de lo
normal, lo que entrelazaba los hechos ocurridos unos con otros tejiendo
una compleja red de dudas que quizás nunca podría desenredar. Sin
dudas era un gran misterio el que se cernía sobre ese pueblo, y él
tendría que resolverlo, era su obligación como enviado del rey.
Pensó en la visión; alguien que asecha desde los arbustos, la
conversación de dos mujeres y un hombre, una muchacha gritando.
¿Qué significaba eso? Intentó relajarse, de esa forma no podría
descansar, y lo necesitaba mucho, hacía muchas noches que la pasaba
muy mal, despertando en las mañanas más cansado de lo que se
acostaba.
Miró con pena al desdichado de Adrien, con los ojos desorbitados,
sudando mucho. No pudo contenerse y le quitó la mordaza, tirándola a
un lado.
— Yo no soy la bestia —aseguró Adrien muy sobresaltado—, él lo
piensa así, pero no lo soy, es… alguien más.
— Yo no sé qué pensar —dijo Edouard más bien hablando consigo
mismo—. Ese sujeto dice provenir del Vaticano y asegura cumplir las
órdenes del mismísimo Papa, encontré un muerto resucitado llamado
Guillaume Abelardo Debray que ahora trabaja para una marquesa
ermitaña, los asesinatos siguen ocurriendo, pero aún estoy cuerdo y no
creo en hombres lobos, no obstante a eso no te soltaré, en mi mente
existe demasiada confusión para tomar una decisión propia. Dime, ¿qué
fue lo que pasó anoche en el bosque?
— Te lo diré con lujo de detalles, no te preocupes, no mentiré —
tomó aliento para comenzar—. Pero prométeme que me soltarás luego.
— Eso depende de tu historia.
— Bien, comenzaré entonces. Yo llevaba tiempo viéndome con ella a
escondidas y se hizo rutina para nosotros internarnos en el bosque para
82
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

hacer el amor como dos chiquillos, ya que Madeleine no siempre


permitía que lo hiciéramos en su casa, no quería verse comprometida.
Anoche fue como cualquier otra, nos besábamos hasta que le dije que
tenía que ir a orinar. ¡Maldita sea! Entonces llegó la bestia, fue más
fuerte que yo. Me lanzó a un lado, pero en su estupidez se rasguñó
fuertemente uno de sus brazos con una rama. Luego se volteó hacia mi
amada y corrió tras ella; le gustan las mujeres al desgraciado. Yo regresé
a mi casa y…
— ¡Cállate! ¡No quiero escuchar más patrañas! ¡Bastante tengo con
aguantar a ese loco de Ivan Haring! ¡No vuelvas a hablar de un hombre
lobo, de una bestia, o de lo que sea! ¡Necesito un nombre, un humano a
quien culpar!
— Es humano solo de día, en la noche…
— ¿Qué te dije? Parece que no vas a cooperar. Bueno, entonces no
te soltaré.
— Por favor, ¡desata las cuerdas!
— Si me cuentas la verdad lo haré.
— ¡Esa es la verdad, no existe otra! —Adrien estaba a punto de
romper en lágrimas.
Edouard se le acercó por detrás y lo liberó, un alivio para aquel
pobre desgraciado con las manos ya bastante quemadas por el
rozamiento. Luego, cuando se creía libre, su captor se lanzó sobre él y
con un ágil movimiento lo inmovilizó, amarrando nuevamente sus
manos con la cuerda, pero esta vez tras la espalda y no sujetas a la
columna. Lo levantó y lo empujó afuera, a la calle.
— Ahora vamos a ver a unos amigos para ir al cementerio de San
Gabriel. Antes de la media noche estaremos de vuelta sin que Ivan
Haring sospeche nada.
— Pero ese cementerio es muy viejo, ya no entierran a nadie allí,
solo se expondrán a la bestia. Yo no…
— Tú irás con nosotros, ¡camina!
Eran las cinco y media de la tarde, el Sol se ocultaba tras las
montañas y el cielo comenzó a tomar un color opaco. La Luna, ya
dibujada sobre el firmamento, se hallaba oculta tras unas nubes de
lluvia. Todos los habitantes se escondían en sus respectivas casas, por lo
que nadie vio al pobre Adrien, amarrado, siendo conducido por Edouard.
83
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Era tal el terror que se cernía sobre aquel pueblo, que tal vez en todo el
trayecto hacia la posada no encontraran un alma humana. Y así fue.
Allí en la puerta se encontraban sentados con cara de preocupación,
Lester y Jeannette. Marcus de seguro estaría por las nubes en el cuarto,
admirando el crepúsculo.
— ¿Quién es ese? —preguntó Jeannette al descubrir a Adrien.
— Es una larga historia —respondió Edouard— ¿Y Marcus?
— ¿Marcus? —dijo Lester— Marcus se fue hace unos minutos en
uno de los caballos del coche hacia no sé sabe dónde; estaba como
sonámbulo, no sé qué diablos le sucedía.
— Me topé con Ivan Haring en el camino —dijo Edouard restándole
importancia al asunto del chico desaparecido—, justo cuando acababa
de averiguar donde es que se encuentra el cementerio de San Gabriel.
Por cierto, está muy cerca de la mansión de vuestra amiga la marquesa.
Como dije, me topé con Ivan Haring, quien me afirmó que trabaja para
el Vaticano y que el propio Papa es quien lo envió aquí. No estoy seguro
si sus palabras son ciertas, afirma que el Vaticano anda detrás de alguien
de por aquí, y que ese alguien está relacionado con los asesinatos. Pero
lo que más me confunde es su teoría sobre el responsable de las
muertes de las personas, afirma que este a quien traigo conmigo, el
amante de la que asesinaron ayer, es un hombre lobo, y además, me dio
un antídoto en una jeringa para impedir su transformación, en caso que
suceda.
— Entonces si cree realmente en los hombres lobo —dijo Lester—,
por eso tiene ese libro allá abajo, en el sepulcro de la iglesia, junto a los
cadáveres. Soy una persona razonable, me niego a creer lo que para mí
es absurdo, sin embargo, ya hemos vistos varias cosas que relacionan las
muertes con una bestia legendaria. En este momento no se qué pensar.
— Yo tampoco —confesó Edouard—. No obstante, mantendré
esposado a este sujeto e irá con nosotros al cementerio, necesito ver la
tumba de ese mayordomo. Regresaré antes de la media noche para
encontrarme con Ivan Haring sin que este sospeche a donde he ido,
necesito ganarme su confianza, tal vez así me revele toda la verdad.
Recuerden, no los estoy obligando a venir, ustedes me siguen si lo
desean.

84
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Claro que te seguiremos —afirmó Lester—, además, tenemos que


encontrar a Marcus, es nuestro amigo y no lo podemos abandonar así.
Estoy casi seguro de que se marchó a la mansión, por eso debemos ir y
verificar si se encuentra allí. No sé qué locas ideas le estuvieron
rondando la cabeza este día, pero esa marquesa lo perturbó mucho más
que a nosotros.
— Siempre me pareció un joven extraño —dijo Edouard—, tan
aturdido, tan inexpresivo, discúlpenme, sé que es vuestro amigo, pero es
lo que pienso. Pero en fin, si está a mi alcance lo ayudaré en lo que sea
necesario.
— Él nunca se había comportado así. Algo grande le debe estar
pasando. Es un buen chico, se lo aseguro. Debemos encontrarlo y
averiguar que le sucede, aunque yo creo conocer la respuesta —susurró
esto último.
— Entonces suban al carruaje y asegúrense de no dejar escapar a
este sujeto, yo conduciré.
— ¡De acuerdo! —exclamaron Lester y Jeannette al unísono.
Edouard se sentó en la parte delantera del coche, ahora con un
caballo menos, y tras azotar con las riendas a los sementales, partieron a
toda velocidad rumbo al norte del poblado, absortos cada quien en sus
propios pensamientos. Los pájaros cantaban alegremente sobre los
copos, como si en aquel lugar no existiera la muerte, y la brisa
mediterránea, mezclada con el aroma de las flores, movía los árboles de
un lado a otro, intentando avisarles algo.
Arribaron al cruce de caminos y tomaron el sendero de la izquierda,
rumbo a la mansión. Pronto la noche comenzó a extender su velo sobre
la tierra, y los murciélagos, junto a los pájaros nocturnos, emprendieron
sus rondas sobre los cielos, entonando chillidos y cantos aterradores. A
lo lejos los lobos comenzaron a aullar.
Se detuvieron justo antes de llegar al puente que cruzaba el
riachuelo, y bajaron del carruaje hacia el lado izquierdo del camino.
Edouard sujetaba con firmeza a Adrien. A ambos lados de la senda
existían árboles y arbustos, pero en el lado izquierdo hacia el cual
avanzaban, advirtieron que la maleza se alzaba solo unos pocos metros,
más allá existía alguna especie de claro. Atravesaron los matorrales y

85
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

salieron a un gigantesco valle, en el cual se alzaban cruces por todos


lados, majestuosas e imponentes.
— ¡El cementerio de San Gabriel! —anunció Edouard con tono
solemne.
Una espesa niebla se cernía sobre las tumbas, proporcionándole un
aspecto aterrador al lugar. El viento silbaba cerca de sus oídos, y les
pareció escuchar voces y pasos sobre la tierra, aunque como siempre, en
estos lugares, eso es perfectamente normal, todo se debe al producto
de una imaginación asustada, mezclada con el fragor de la noche.
Edouard centró su atención en una cruz más grande de lo normal, y
le pareció ver una mujer vestida de blanco que caminaba lentamente
con la cabeza gacha, hasta detenerse y mirarlo fijo… luego desapareció.
Asustado, parpadeó varias veces y se frotó los ojos. ¿Se estaría
volviendo loco? No, en una situación así, como había pensado antes, es
perfectamente normal tener cierto tipo de visiones.
En el cielo la Luna llena aún no se mostraba en su totalidad. La
oscuridad ya caía sobre la tierra, y varias estrellas comenzaron a brillar
en los pedazos de firmamento que se descubrían entre los nubarrones.
— ¡Por aquí! —indicó Edouard a los demás y se internó en la
creciente niebla del cementerio de San Gabriel.
Caminaban despacio, decididos, pero al mismo tiempo algo
atemorizados. Allá en Cambridge frecuentaban el cementerios a mitad
de la noche, pero nunca estuvieron en uno tan alejado de la civilización y
cubierto de una niebla espectral como esta, que le proporcionaba una
visión clásica de terror.
Tras pasar gran número de tumbas, se detuvieron en una un poco
más derruida que las demás, con una lápida polvorienta y fea, de varios
años de antigüedad. Edouard empujó a Adrien con delicadeza hacia
Lester, para que este lo sujetara, y se agachó sobre la inscripción,
limpiando el polvo existente primero con la mano, y luego con un soplo.
Un aullido perturbó el silencio existente. En aquella zona de Francia
abundaban los lobos, que en los fríos inviernos descendían de las
montañas a cazar las ovejas de los pastores, y en los últimos años, a los
propios pastores. El hecho es que desde muchas noches atrás esos
aullidos habían atemorizado a todo el pueblo, encerrado en sus casas.

86
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Edouard no se inmutó, tras limpiar la lápida casi en su totalidad,


descubrió un nombre conocido.

Guillaume Abelardo Debray (1729-1796)


Con amor de tu hijo, que te quiere por siempre.

— ¡Entonces era cierto! —exclamó Lester asombrado— ¡El


mayordomo de Isabelle falleció hace veinte años en este pueblo!
— Esperen aquí —dijo de repente Edouard y le entregó la jeringa a
Lester—, vuelvo en un segundo —y salió corriendo en dirección al
carruaje.
Jeannette se sentó sobre la tierra, con los pies cruzados y apoyada
con los brazos hacia atrás. Lester y Adrien la imitaron, este último
recostándose a una de las tumbas por el hecho de tener las manos
inmovilizadas.
— ¿Dónde estará Marcus? —se lamentaba Lester mirando hacia la
dirección en que se encontraba la mansión.
— No te preocupes —lo consoló Jeannette—, él aparecerá, lo sé.
— Ojalá lo que digas sea cierto, mi amor —dijo y bajó la cabeza,
meditando.
La noche avanzaba. Ya un gran número de estrellas cubrían el cielo,
pero la Luna aún se ocultaba tras las nubes. La niebla cada vez más
espesa producía extrañas alucinaciones en los jóvenes. Jeannette creyó
ver un hombre caminar entre las tumbas, pero al frotarse los ojos,
desapareció. ¿Acaso se estaría volviendo loca? Así lo creyó Lester, quién
aún no veía nada extraño. Mientras tanto, Adrien permaneció en
silencio, contemplando los alrededores.
— Nunca me imaginé envuelta en algo así —comentó Jeannette—.
Un día atrás solo soñaba, encerrada en mi habitación, escapar con mi
amado príncipe azul venido desde tierras lejanas… y ahora estoy aquí,
con él, aterrada en un cementerio, pero feliz de ser completamente
libre.
— ¿De verdad no te arrepientes de haberte fugado conmigo, mi
amor? —le preguntó el chico con ojos nostálgicos.

87
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Jamás me arrepentiría, querido. Esto es lo que siempre soñé, ver


el mundo, vivir experiencias, ya fueran buenas o malas, cualquier cosa
salvo continuar marchitándome en mi prisión de roca, o casarme con un
hombre que ni siquiera conozco. Lester —Jeannette se acercó al chico y
lo besó en la mejilla—, siempre te agradeceré lo que hiciste por mí y por
nuestro gran amor.
— No hay nada que agradecer, mi amor. Desde que te vi por
primera vez, aquella noche en la sala del castillo de tu padre, supe que el
destino había unido nuestros caminos. Hablo como un poeta, lo sé, pero
solo así te podría expresar todo lo que sentí aquel día en que besé tus
labios por primera vez, a escondidas de tu doncella personal.
Jeannette rió, recordando el gracioso momento en que sus mejillas
se ruborizaron y salió corriendo asustada por el contacto físico.
— Solo espero salir ilesos de todo esto —dijo—, y navegar hacia
Inglaterra, como me dijiste, para casarnos y estar juntos para siempre —
la joven suspiraba mientras el joven ahora reía, recordando la obra que
un día representó en el teatro de la universidad, Romeo y Julieta.
— ¿Dónde crees que te ande buscando tu padre a estas alturas?
— Probablemente en Paris, o más al norte, cerca del Canal. Pobre,
nunca imaginará que estoy tan cerca de casa… —Jeannette rompió a reír
sin poder controlarse, llena de dicha y felicidad— El vejestorio de mi
prometido, sea quien sea, debe estar ardiendo de la ira.
Lester y Jeannette comenzaron a reír a carcajadas, mientras eran
observados por Adrien, pasivo en un rincón., absorto en sus propios
pensamientos y temores.
Ya eran las 6:15 de la tarde, Lester no le quitaba los ojos de encima a
su reloj.
Un grito. No, era solo el viento silbando sobre las cruces. De repente
comenzaron a sentir pasos a sus espaldas, pero no descubrieron nada al
voltearse, una tranquilidad sospechosa se extendía por todo San Gabriel,
y ese silencio los perturbaba aún más. Jeannette se aproximó a Lester;
solo Adrien se hallaba lejos, temblando de frío y de miedo.
Un aullido proveniente de la lejanía se extendió por todo el valle.
— Es la bestia —dijo en voz baja Adrien—, les dije que no era yo,
vendrá y nos matará a todos, ya lo verán.

88
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Los pasos se acercaban. Los tres se volvieron y escucharon el sonido


de una pala frente a ellos, que luego se materializó en las manos de una
oscura silueta humana. Un grito inundó la noche. Jeannette temblaban
del susto mientras Lester la tranquilizaba. Edouard estaba cavando en la
tumba del señor Debray.
— Hubieras avisado —protestó Lester enfadado—. Menudo susto
nos diste, pensamos que íbamos a morir en manos de... la bestia.
— ¡No digas tonterías, aquí no hay ninguna bestia! —exclamó
Edouard y continuó cavando con gran ímpetu. La tierra la tiraba a su
espalda, haciendo una pila que crecía y crecía cada vez más. Adrien
comenzó a reír como poseído.
— ¿Tienes la vacuna? —le preguntó Jeannette a Lester, observando
la creciente locura del prisionero.
— Sí —contestó el muchacho.
Pasó un buen tiempo antes que el investigador culminara, tiempo
que se convirtió en una verdadera eternidad por la simple tortura de
encontrase parados en medio de un cementerio al comenzar la noche.
Por suerte la niebla se había disipado un poco, y una sola nube ocultaba
la Luna, más grande de lo habitual. Sin embargo, los constantes aullidos
inundaban los alrededores. Adrien continuó riendo.
— ¿Y tú de qué te ríes? —le gritó Lester cuando ya no lo soportó
más.
— Así comenzó anoche… primero aullidos, y luego… la bestia. No
sobreviviremos —y continuó riendo a carcajadas.
— ¡Estás loco! —sentenció el muchacho ciñendo el entrecejo y
volviéndose para contemplar la tumba.
Edouard sudaba exhausto. Había logrado hacer un enorme agujero
en el suelo, junto a la lápida. Se apoyó en la pala y llamó a sus amigos. A
continuación les señaló un ataúd podrido y descompuesto por los años,
pero que gracias a la madera de buena calidad, aún mantenía la forma.
Adrien continuaba riendo.
— Baja aquí y ayúdame a abrirlo —ordenó a Lester.
— ¿Abrirlo? —tartamudeó este— ¿Te has vuelto loco? Yo no bajo
ahí ni con una pistola en la cabeza, la sola idea me produce… nauseas.
— ¡Lester, déjate de estupideces! Baja aquí y ayúdame a abrir esta
maldita caja, solo así llegaremos al fondo de este asunto. Prefieres
89
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

marcharte sin haber conocido nunca la verdad… Lo suponía. Vamos, baja


y ayúdame.
Lester se lanzó al hueco y se tapó la boca con su mano, intentando
no vomitar como en aquella ocasión, en el sepulcro de la iglesia. La
simple idea de estar cerca de un cadáver le producía asco, y más aún si
este se encontraba descompuesto por el paso de muchos años. Menudo
hedor debía tener.
— Créeme cuando te digo que un cuerpo enterrado desde hace
tanto tiempo no tiene la menor pestilencia —le aseguró Edouard—. Solo
encontraremos unos huesos secos sin rastros de putrefacción —Edouard
le dio unas palmaditas en el hombro, dándole fuerzas—. Vamos, a la
cuenta de tres… ¡tres!
Colocó la pala en la abertura de la tapa, y con todas sus fuerzas,
utilizándola de palanca, intentó forzarla ayudado por el chico. La madera
podrida cedió y el contenido de la caja se mostró a todos los allí
presentes. Jeannette saltó de la impresión, a la vez que una exclamación
salía al unísono de la boca de Edouard y Lester.
— ¡Está vacío!
Un fuerte viento helado sopló sobre la llanura. El pelo de la chica se
balanceó desordenadamente de un lado a otro, otorgándole el aspecto
de un frágil fantasma pálido.
— Algo en el aire está mal —decía Adrien—. Está por suceder —
repetía una y otra vez.
— ¡Cállate de una vez! —le gritó Lester desesperado.
Jeannette temblaba de miedo en un rincón.
— Entonces el mayordomo de Isabelle fingió su muerte hace
dieciocho años —dijo Lester abrumado—. ¿Pero por qué? ¿Por qué
abandonó su hogar para servir a la extraña marquesa?
— No tengo la menor idea, muchacho —dijo Edouard aún muy
impresionado—. Algo es seguro, el mayordomo de la marquesa es el
verdadero Abelardo Debray, que fingió su muerte en 1796 para
desaparecer, y reaparecer hace cinco años en la mansión, con su señora.
No creo que se trate de un farsante, este no se tomaría el trabajo de
excavar la tumba y sacar el cuerpo del verdadero Abelardo, y luego
volver a cerrar el ataúd correctamente y sepultarlo. Es demasiado

90
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

trabajo, pienso yo, si se supone que una vez cada mil años alguien
excava una tumba de un cementerio.
Los chicos asintieron con la cabeza. Era la hipótesis más razonable,
aunque aún quedaba una duda en sus cabezas. ¿Quién era Isabelle de
Leclerc?
— Tal vez la marquesa también haya fingido su muerte años atrás, y
su tumba se encuentre en este mismo lugar —sugirió Lester—. ¡Voy a
buscarla! —y en un arranque de valentía saltó a la superficie con
tremenda agilidad, echando a correr como poseído por un demonio, tras
lanzar el antídoto al suelo, perdiéndose en la creciente niebla.
Edouard recogió la jeringa y se sentó junto a Adrien, contemplando
a veces la Luna oculta tras las nubes, a veces el rostro de su prisionero.
Un aire frío y fantasmal sopló en esos momentos por todo el
cementerio.
— Esa nube está por desaparecer —anunció Adrien—. Entonces
veremos si el maldito Ivan Haring decía la verdad.

91
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Las siete de la noche.


Lester regresó junto a sus compañeros, exhausto de tanto correr.
Había revisado casi todas las tumbas sin encontrar ninguna que tuviese
inscrito aquel nombre que sonaba tan hermoso y perfecto en su mente,
Isabelle.
— ¿Quién será esa misteriosa mujer? —se preguntó, mirando la
enorme Luna llena, ya casi al descubierto.
— Ya lo averiguaremos —afirmó Edouard—. Por ahora sabemos que
Guillaume Abelardo Debray fingió su muerte en 1796, y que cinco años
atrás, en 1809, reapareció en el pueblo para servir a la misteriosa
marquesa, justo en la fecha en que comenzaron las muertes.
Edouard se recostó a la pala, enajenándose del mundo por unos
instantes. Se imaginó al mayordomo de Isabelle saliendo del ataúd cual
zombi, levantando primero una mano y removiendo luego la tierra sobre
él; con sus atavíos llenos de polvo se dirigió hacia la marquesa, quien lo
esperaba con los brazos abiertos y con ropas limpias en las manos;
después entraban en la mansión, y los vio allí, en la misma monotonía
durante cinco largos años, la señora misteriosa y el muerto viviente a su
servicio.
Le llegó a la mente la imagen del marido de Madeleine desangrado
bajo el puente, las víctimas de la matanza, desgarradas, algunas de ellas
sin cabeza. Entonces tuvo la misma visión. Tras los arbustos, la bestia
asechaba al hombre y a las dos mujeres, para lanzarse enseguida sobre
Amanda y luego sobre su amante. Recordó los sucesos que le ocurrieron
a él mismo días atrás, en medio del bosque, mientras perseguía al
supuesto monstruo.
Contempló sus uñas y notó que eran inmensas y curvas, semejantes
a las garras de un animal. ¿Acaso no se las había cortado por la mañana?
¿Era presa de alucinaciones o estaba en sus cinco sentidos? Se palpó el
pecho velludo, como nunca lo había tenido, al menos que lo recordase.
Admiró la Luna llena tras la nube y suspiró, apretando con fuerza la
jeringa contra su pecho, mientras miraba con desprecio a Adrien,
sentado frente a él.
92
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Recuerdo muy bien esa mirada —le dijo este—, tú… ¿tienes algo
que contar?
— ¡Nada en absoluto! —refunfuñó Edouard y volteó la vista.
Se sentía confundido, estaba cansado y no había dormido lo
suficiente en esos días. De repente el mundo desapareció y todo
comenzó a dar vueltas, hasta que por fin volvió a la normalidad,
encontrándose tendido en el suelo, con la pala a un lado.
— ¿Te encuentras bien? —le preguntó Jeannette riendo de su caída.
— Sí, solo necesito descansar —dijo Edouard y se levantó,
sacudiéndose el polvo y recobrando el equilibrio. Miró al cielo, la nube
se estaba moviendo.
Aún la Luna no se vislumbraba por completo, mientras la niebla se
extendía por el cementerio con la intención de no desaparecer,
tendiendo su espeso manto a muchas millas de distancia, tal vez incluso
sobre el pueblo. A lo lejos los graznidos de las aves nocturnas formaban
juntos una macabra sinfonía, y los aullidos de los lobos sobre los riscos
se mezclaban con los susurros de la noche.
Lester le echó otra mirada al ataúd vacío: «Guillaume Abelardo
Debray, un muerto viviente». Enseguida rompió a reír.
Lo más probable, y estaba seguro de esa opción, es que como afirmó
Edouard, todo no fue más que un complot en el que el viejo señor
Debray fingió su muerte para desaparecer del pueblo. ¿Con qué fin? No
lo imaginaba.
Edouard meditaba en soledad, tendido en el suelo. La jeringa
reposaba sobre la tierra lista para ser usada. Se incorporó, estiró sus
músculos, y caminó unos pasos alrededor de la tumba, mientras todos
los ojos se posaban en él, aunque eso ya no le molestaba. Miró al cielo y
dijo:
— ¡Vuelvo enseguida!
Nadie habló. Tomó la pala y marchó rumbo al carruaje con paso
lento. Nuevamente atravesó solo la mitad del cementerio, hasta llegar a
su destino ya sin temor alguno, aunque en la travesía anterior había
visto un sin fin de espíritus o lo que fueran, espiándolo tras las lápidas.
«Estúpida imaginación», fue lo que pensó. Guardó la pala en el coche y
miró al cielo otra vez, la nube ya se había movido un poco, quedando la
mitad de la Luna al descubierto.
93
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

« Espero que Lester use el antídoto a tiempo y detenga a Adrien


»pensó, como si de repente la historia del hombre lobo no le pareciese
tan descabellada como en un principio.
Contempló otra vez el firmamento y advirtió que la Luna brillaba casi
ya con todo su esplendor, solo la parte inferior era cubierta levemente
por la nube; un temor se alojó en su mente, recordando las leyendas
sobre licantropía que hubo escuchado antaño, ¿no sería ya esto
suficiente para la transformación?
Edouard sintió pasos en la oscuridad, los aullidos producían un
terrible eco en todo el paraje, y tuvo la impresión que lo observaban. Un
terrible dolor en el pecho se adueñó de él, y la cabeza estuvo a punto de
reventarle. ¡El monstruo estaba cerca!

En medio del cementerio, Lester, Adrien, y Jeannette advirtieron lo


mismo. Un grito se extendió por la noche de los campos aledaños al
pueblo, sobresaltando a los jóvenes. La luz de la Luna se reflejaba contra
la piel de Adrien, proporcionándole un aspecto aterrador. Lester tomó la
inyección en sus manos y se acercó a este, listo para hundírsela en su
piel al menor movimiento sospechoso. Adrien sonrió y se incorporó.
— Desata el nudo, estúpido, ya ves que no soy yo.
Un aullido demasiado alto para ser de un lobo común se escuchó a
solo unos pocos metros de ellos. Algo avanzaba rápidamente escondido
en la oscuridad, en la niebla, a grandes zancadas, con una respiración
muy fuerte y profunda. Todos se juntaron en un solo sitio, esperando lo
peor.
De la niebla saltó una bestia gigantesca y peluda, erguida sobre sus
dos extremidades inferiores. Su cabeza era semejante a la de un lobo,
pero más grande, y dos largos colmillos sobresalían de sus fauces. Era el
famoso monstruo del que fueron advertidos.
— ¡Desátame, Lester! —gritó Adrien desesperado, extendiendo sus
manos hacia atrás lo más que le fue posible.
El muchacho obedeció intentando no temblar, cortando la soga con
una navaja que siempre guardaba en sus bolsillos. De inmediato echaron
a correr los tres en la misma dirección, hacia el otro extremo del
cementerio. El monstruo aulló con fiereza, y saltó tras ellos dispuesto a

94
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

devorarlos. El sonido producido por la criatura era insoportable, al punto


de casi reventar sus tímpanos.
El más alejado era Adrien, en la delantera, mientras que la última y
por ende la más vulnerable, era Jeannette, que gritaba
desesperadamente mientras corría a todo lo que daban sus frágiles
piernas. El monstruo le pisaba los talones.
— ¡Lester, ayúdame! —gritó asustada, rodeando las tumbas en su
carrera, pues ella no poseía esa habilidad de sus compañeros para
saltárselas.
El monstruo estaba a menos de un metro de la chica, habían dejado
el cementerio atrás y ahora corrían por la pradera de hierbas altas hasta
la rodilla, que frenaba un poco su velocidad. Jeannette resbaló y cayó
rodando pendiente abajo por una ladera, alejándose de esta forma de la
criatura, que se detuvo en la cima y lanzó un rugido a la noche, para
saltar inmediatamente hacia ella. Lester levantó a la pobre muchacha y
echó a correr tomándola de la mano, de esta forma la apresuraría un
poco más, aunque significara retrasarse él.
Más adelante comenzaba el bosque, en la cual ya Adrien se había
internado rompiendo las ramas que se le interpusieron en el camino y
abriendo un sendero, el cual los demás se dispusieron a seguir por ser
mucho más seguro, ya que en cualquier momento podrían resbalar y
caer en brazos de la muerte. Los pájaros nocturnos salieron en
desbandada no más el monstruo hubo irrumpido en los árboles.
Los chicos corrían a gran velocidad mientras las ramas cortaban su
frágil piel, pero eso ya no era importante. Adrien les llevaba una buena
ventaja, era la segunda vez que lo perseguía la bestia, y sus pies se
habían adaptado a no ceder al cansancio. Lester, con la jeringa en la
mano, pensó en la posibilidad de enfrentarse al monstruo y clavar la
aguja en su brazo, ¡pero no! No poseía la suficiente audacia.
¿Dónde estaba Edouard? ¿Acaso fue devorado por la criatura? Lo
más probable. Cuando la Luna salió por completo escucharon el grito de
su amigo en la lejanía. Sí, Edouard estaba muerto.
Lester ya no sostenía la mano de su compañera. Jeannette había
caído al suelo y la bestia se irguió sobre ella, mostrándole su inmenso
cuerpo peludo y musculoso, tan horrible como la misma muerte. Fue
entonces cuando logró lanzar una medición aproximada de su estatura
95
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

erguida, tres metros, un verdadero gigante; aunque siempre caminaba


inclinado, sobrepasando ligeramente los dos. Pero pensó que tal vez
nunca podría decírselo a nadie, la chispa de la vida se apagaría en tan
solo unos segundos y todos sus pensamientos e ilusiones se podrirían en
la tierra y en el estómago de la criatura. Una pena.
El animal le lanzó un zarpazo, pero ella rodó por las hierbas secas
esquivándose del mortal golpe. Le lanzó otro, y otro, pero ella lo evadía
con agilidad, rodando de un lado a otro, llenándose todo el cabello de
basuras y hierbas. El monstruo rugió de nuevo al cielo, y fue entonces
cuando Lester, que corría velozmente, se arrojó sobre él con la jeringa
en la mano. Intentó penetrar su carne con la aguja, pero el enorme lobo
lo lanzó contra un árbol, y saltó luego hacia él, mostrando los colmillos.
Lester se agachó para no morir bajo las garras que despedazaron la
corteza; y le dio la vuelta al tronco cuando la bestia intentó morderlo, y
echó a correr hacia Jeannette, quien ya se levantaba con cierta
dificultad.
— ¡Corre! —gritó.
Rodaron por una pendiente hasta estrellarse al final en unos
arbustos repletos de espinas e insectos que se les metieron en todos
lados. Tras lanzar una maldición se los sacudieron y retomaron la
carrera, el hombre lobo ya estaba tras ellos y Adrien había desaparecido.
El tiempo fue pasando, y los músculos de sus piernas comenzaron a
ceder.
Sin importar cuánto corrieran, aquella bestia los superaba en
tamaño, y por ende, en velocidad. No hubo pasado mucho tiempo
cuando volvió a alcanzarlos, y agarrando a Jeannette por una pierna, la
derribó bajo sus pies; la chica comenzó a gritar. Lester se detuvo y se
volteó sin saber qué hacer, sus ojos escrutaron la oscuridad buscando
una solución. Tomó una roca y se la lanzó al hocico.
— ¡Hey, bestia del demonio, ven por mí, mi carne tiene mejor sabor
que la de ella! —y le lanzó otra piedra directo a uno de sus ojos.
El hombre lobo refunfuñó y lentamente avanzó hacia él, olvidando a
la chica, por completo a su merced. Lester corrió a su izquierda y trepó
a un árbol, algo dentro de sí le afirmaba que esa criatura no sabría como
trepar. En pocos segundos logró alcanzar casi el copo del árbol, pero ese
algo dentro de su pecho le había mentido, el astuto monstruo sí pudo
96
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

trepar, y aferrándose a las gruesas ramas, ascendía lentamente,


clavando de vez en cuando sus garras en la corteza para no caer.
— ¡Jeannette, corre! ¡Vete de aquí!
Jeannette permaneció estática, no deseaba presenciar la muerte a
su amado. Lester agarró con fuerza la jeringa y la apretó fuerte contra su
pecho, quizás susurrando algún juramento o pidiendo la gracia de ese
Dios en el cuál no creía. A continuación se soltó de la rama en que
estaba, cayendo a gran velocidad hacia el suelo. Antes de arremeter
contra este logró aferrarse a la espalda del animal, el cual intentó
morderlo por el brazo, pero el muchacho clavó enseguida la aguja en su
cuello y presionó el émbolo, introduciéndole un poco del líquido en su
cuerpo. El monstruo quedó pasmado, lanzó un débil gemido y tiró a
Lester al suelo con desdén. Luego saltó a otro árbol, y a otro, y a otro,
hasta que se perdió de vista, disipándose en la oscuridad de la noche.
Jeannette abrazó a su amado, allí, en el suelo, y rompió en lágrimas.
La sangre manaba de la cabeza del chico, pero no parecía nada grave,
tan solo una herida superficial. Se encontraba muy golpeado, lleno de
morados y arañazos, pero la joven se miró a sí misma y descubrió que
también ella se hallaba en el mismo estado. Se abrazaron y se besaron,
muertos de miedo, temblando.
— ¿Te encuentras bien? —le preguntó ella— Estás sangrando de la
cabeza.
— Sí, estoy bien —dijo y se tocó la herida, haciendo una mueca por
el dolor producido al palparla—. No es nada grave, es superficial, creo,
aunque quizás lleve algunas puntadas. Pero no te preocupes, no me voy
a desangrar —y comenzó a reír.
Jeannette también comenzó a reír, feliz de ver a su amado sano y
salvo.
— Vamos, te ayudaré a levantarte —dijo, y sosteniéndolo con fuerza
logró ponerlo en pie. Lester parecía un poco mareado, pero tras unos
segundos recuperó la estabilidad—. ¿Sí lo inyectaste? —preguntó luego,
mirando con miedo a su alrededor.
— Así es, no nos molestará más esta noche, aunque solo le pude
echar unos pocos milímetros del líquido, la jeringa sigue casi llena —alzó
la inyección al aire para poder observarla a la luz de la Luna, y

97
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

efectivamente, apenas le había introducido unos milímetros del


antídoto, tal vez eso no sería suficiente para detener la transformación.
De repente un hombre salió de la oscuridad, haciendo saltar del
susto a los pobres chicos. Se encontraba muy arañado y herido, con las
ropas hechas añicos, destripadas por completo; sus ojos demacrados
reflejaban un temor sin igual. Alzó la cabeza y sonrió con desgano. Era
Edouard.
— ¡Por Dios —exclamó Jeannette, su corazón estaba a punto de
reventar.
— ¡Estás vivo! —Lester no podía contener su felicidad, pensó en
abrazarlo pero se detuvo, se encontraba demasiado adolorido para eso.
— La inyección no fue suficiente —dijo Edouard—, debes meterle
todo el líquido en su maldito cuerpo para que funcione, es lo que indica
la lógica.
— Hice lo que pude —se lamentó el chico.
— ¿Entonces…? —gimió Jeannette.
— Volverá, volverá para matarnos a todos. ¿Dónde está Adrien?
— Él no es —intervino Lester—. Cuando la bestia nos atacó estaba a
nuestro lado, y huyó de ella junto a nosotros.
— ¿Dónde está ahora?
— No sabemos, corre muy rápido, nos llevaba mucha ventaja.
Espero que no haya muerto.
Otro sujeto apareció de entre los árboles, haciendo saltar del susto
nuevamente a Jeannette, a punto de morir de un infarto. Era Adrien,
también muy arañado y exhausto. Se recostó a un tronco, respiró
profundamente, y se incorporó.
— ¡Ya ves, estúpido parisiense! —exclamó refiriéndose a Edouard—
La bestia no era yo… es alguien más.
— No fui yo quien te acusó —le dijo Edouard—. Ni siquiera creía en
la bestia.
— La inyecté —repitió Lester—, pero fue mi poco el antídoto que
logré introducirle en su cuerpo, de seguro regresará más furiosa que
antes.
— Entonces marchémonos de aquí lo antes posible —sugirió Adrien.
— Dame la jeringa —ordenó Edouard, y Lester no titubeó en cumplir
sus órdenes.
98
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Edouard se sentó en una roca cercana para examinar la inyección.


Miró al cielo, como estuvo haciendo durante toda la noche, y se levantó
de repente. Todos lo observaron, a la expectativa de algo. Caminó unos
pasos en círculos y ordenó que lo siguieran.
— ¡Vámonos de aquí lo antes posible! —dijo y comenzó a andar.
Avanzaron varios minutos entre los bosques, en dirección al
cementerio. La tranquilidad había vuelto y los pájaros nocturnos
cantaban alegremente sobre las ramas, como si nada hubiese sucedido.
Edouard parecía admirado por cualquier insignificante ser de la noche,
los contemplaba y sonreía como si fuesen personas; los chicos lo
miraron extrañados. La Luna brillaba en lo alto, pero ni rastros del
hombre lobo. ¿Qué había sido de él? ¿La minúscula porción de medicina
lo habría convertido en hombre? Y en ese caso, ¿quién era? Las
preguntas los atormentaban continuamente.
— Discúlpenme por lo de antes —dijo de repente Adrien.
— ¿A qué te refieres? —le preguntó Lester.
— Ya sabes, a lo de antes. Me comporté como un cobarde, como un
egoísta. Ustedes estaban a merced del monstruo y yo huí despavorido,
solo pensando en mí, en nadie más que en mí, igual que ayer, cuando
dejé morir a mi amada. Me siento muy mal por eso, les aseguro que no
volverá a ocurrir…
— Tranquilo —le dijo Lester sonriendo—. Es muy común, en casos
de vida o muerte, solo pensar en salvarse a sí mismo, es un instinto
animal, supervivencia, no te sientas mal por eso.
— Gracias, pero sabes que lo que dices no es cierto. Yo te vi, cuando
tu amada se quedó rezagada, como tú volviste por ella sin importar las
consecuencias. Arriesgaste tu vida por salvarla, algo que yo no me atreví
hacer por mi adorada Daniella. No somos animales, somos personas, y
no podemos abandonarnos a nuestros bajos instintos cuando estamos
en peligro. Siento no haber sido más valiente.
— Tranquilo, olvida lo sucedido, no hay nada que disculpar.
Jeannette contempló a su amado, pensando en el heroico acto que
había realizado minutos atrás. Él le había salvado la vida una vez más.
Primero la salvó al rescatarla de la agonía que le esperaba en caso de
permanecer en el castillo de su padre, y ahora, se enfrentó a una bestia

99
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

legendaria para evitar que esta la devorara. ¡Lester! Nunca antes se


sintió tan enamorada de aquel hermoso joven de Inglaterra.
Salieron por fin al valle, y un viento frío los recibió, refrescándoles el
rostro. ¡Qué alivio! Adrien tomó la delantera, subiendo la pendiente que
conducía al cementerio y asegurándose de que no hubiese peligro.
Edouard comenzó a resoplar, se encontraba exhausto. Lester lo ayudó
en el ascenso, logrando que se mantuviera en pie; demasiadas cosas le
habían sucedido en un mismo día.
Pronto las lápidas se comenzaron a vislumbrar tras la niebla.
Un sonido familiar les llegó a sus oídos. Entre las tumbas alguien
excavaba sin mucho cuidado de que lo vieran. Los golpes de la pala se
sentían cada vez con más frecuencia y más fuertes, acompañados de una
respiración pesada que comenzó a expandirse por todo el lugar. Adrien
se ocultó tras una lápida e hizo una señal para que los demás hicieran lo
mismo.
Avanzaron a gatas durante algunos minutos, escondiéndose tras los
sepulcros existentes, lo suficientemente grandes como para ocultarlos.
Entonces lo vieron. En medio de San Gabriel un anciano, calvo y
encorvado, profanaba una tumba con su pala. El señor Debray sonrió a
las estrellas con sus escasos dientes podridos, para luego continuar su
trabajo, mientras tarareaba una canción. Ya había sacado un buen
montón de tierra, dentro de poco llegaría al ataúd.
Lester se acercó sigilosamente al anciano, a pesar de las súplicas de
sus amigos, y cuando se hallaba a solo unos metros de este, se lanzó
sobre él, empujándolo contra una cruz. La pala cayó de sus manos tras
un gemido de sorpresa. El muchacho la recogió y la movió en el aire
como símbolo de amenaza. El jorobado le lanzó una mirada de odio que
le paralizó el corazón, pero su cuerpo no se detuvo. Comenzó a caminar
con lentitud hacia el señor Debray, pero cuando estuvo lo
suficientemente cerca como para asestarle un golpe, este se arrojó
sobre él, tirándolo al suelo, en donde le mordió el antebrazo. El
muchacho gritó como nunca por el dolor.
Adrien corrió en su ayuda, y tomando la pala del suelo, golpeó
ferozmente al mayordomo en la cabeza, el cual cayó desplomado a la
tierra después de un fuerte grito, con el cráneo hecho trisas.

100
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Lester se incorporó y se tocó la herida, que manaba sangre a


borbotones. Maldita sea, aquellos sucios dientes parecían tener veneno,
el ardor resultaba insoportable. Edouard y Jeannette se acercaron,
contemplando el cuerpo desplomado sobre la tierra. Adrien tiró el arma
al suelo, junto a este.
— ¡Maldito viejo loco! —protestó Lester— ¡Ese desgraciado acabó
con mi brazo!
Edouard se rasgó un pedazo de su pantalón, el cual ya se encontraba
hecho añicos, y se lo extendió al muchacho para que se vendara. Fue
Jeannette quien lo tomó y con mucho cuidado le envolvió la tela sobre la
herida.
— ¿Te sientes bien? —le preguntó Adrien.
— Como nunca —dijo y miró el cuerpo del mayordomo, con su
cabeza partida en dos, de la cual no brotaba la suficiente sangre.
— ¿Acaso el desgraciado no tiene nada en las venas?
— Todo parece indicar que no, pero eso no importa ahora,
dejémoslo ahí. Ojalá que los insectos hagan bien su trabajo y lo devoren
vivo.
— Con que este es el famoso señor Debray, el misterioso sujeto
fallecido hace veinte años —dijo Edouard caminando alrededor del
cuerpo, mirándolo en detalle— ¿En qué tumba estaría cavando?
Se asomaron al hoyo abierto, en su interior se vislumbraba un
fragmento del ataúd al cual quería llegar, pero aún imposible de abrir.
Edouard se acercó a la lápida y leyó el nombre iluminado por la luz de la
Luna.

Paul Anselme Bathurst (1731-1796)


— No es nadie importante —afirmó Edouard—. O eso creo —
susurró luego—. ¿Para qué querría abrir la caja?
— Solo hay una forma de averiguarlo —sugirió Adrien. Los jóvenes
lo miraron asustados.
Adrien recogió la pala y excavó un poco más, dejando la tapa del
ataúd fuera por completo. Edouard se lanzó al foso impaciente, se
posicionó a su lado, y juntos abrieron la caja utilizando la pala como
palanca, igual que en la vez anterior.
101
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

La luz iluminó un esqueleto sin rastros de carne salvo en algunas


coyunturas. Un poco de pelo disecado se extendía sobre su cráneo,
mientras que sus costillas se encontraban esparcidas por toda la caja.
Estaba en la posición normal de un muerto, nada extraño o inusual.
Adrien cerró el ataúd de un golpe, no era necesario soportar por mucho
tiempo más aquella escena.
Edouard se rascó la cabeza, confundido. ¿Para qué el mayordomo
excavaba en esa tumba? ¿Para qué necesitaba aquel cuerpo de puros
huesos?
— No comprendo nada —dijo Lester.
Miraron nuevamente el cuerpo del señor Debray, aparentemente
muerto, aunque su cabeza partida en dos apenas soltando sangre era un
verdadero misterio. Pronto las moscas comenzaron a posarse sobre la
herida, percudiendo una imagen repugnante. Edouard se agachó junto a
él y le tomó el pulso, increíblemente aún estaba vivo.
— No creo que se levante en un buen tiempo —dijo—, tal vez
incluso muera si lo dejamos aquí tirado. ¿Qué sugieren?
— Dejarlo aquí —habló Lester—, que la suerte dirija su destino.
Edouard se incorporó y se sentó sobre una cruz, sin importarle en lo
absoluto si profanaba o no la tumba, no era momento para pensar en
eso, además, aquel cementerio estaba abandonado desde hacía muchos
años. Miró al cielo y suspiró, la Luna llena atormentaba sus
pensamientos. Un aullido lejano opacó el silencio existente.
— ¡El hombre lobo! —gimió Jeannette.
— Creo que deberíamos ir a la mansión de Isabelle a buscar refugio
—sugirió Lester—, ella no sabe que matamos a su mayordomo,
podemos fingir que no pasó nada.
— ¿Y nuestro aspecto? ¿Se te olvida eso? —le hizo notar Jeannette.
— Decimos que nos atacó la bestia, como fue en realidad. Estoy
seguro que ella sabe mucho más sobre el hombre lobo que nosotros…
— Al igual que ese desgraciado de Ivan Haring. ¿Dónde estará
ahora? —se preguntó Edouard mirando a su alrededor.
— Tal vez ya regresó a mi casa —supuso Adrien—, y al no hallarme
allí, nos ha de buscar por todo el pueblo. No puede imaginarse que nos
encontremos aquí, en el viejo cementerio. Aunque cree que yo soy el
monstruo, me gustaría que estuviese con nosotros, ese maldito que se
102
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

dice santo y se acuesta con prostitutas debe tener cierto poder sobre las
criaturas del Diablo, ¿no creen? —todos asintieron.
— Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Jeannette— ¿Vamos o no?
— Mejor no —pensó Lester—, esa mujer me asusta, es demasiado…
bella… para mi gusto.
Los chicos se sentaron en el suelo, muy juntos el uno al otro. El
viento soplaba sobre sus rostros polvorientos, y a Jeannette le dio un
pequeño escalofrío en su cuerpo, producto de la tensión. Edouard daba
vueltas de un lugar a otro, mientras Adrien permanecía pensativo,
mirando fijamente el cuerpo del mayordomo.
— Es increíble como del maldito viejo casi no sale sangre —comentó
de repente Adrien—, es como si estuviera seco por dentro.
— Será un muerto viviente —rió Lester, ya más clamado.
— Quizás no estés del todo errado.
Adrien se acercó al cadáver del mayordomo, y con el pie lo volteó
boca arriba, observando su rostro polvoriento y herido. Fue entonces
cuando recordó algo, algo que había olvidado hace muchos años, pero
que ahora volvía a su mente. No era la primera vez que se cruzaba con el
señor Debray.
— ¿Dices que lo has visto antes? —exclamó Lester— ¿Dónde?
¿Cuándo?
— Hace muchos años, cuando era apenas un niño. Con el tiempo lo
olvidé, pues murió cuando yo constaba solo con doce años. Sin
embargo, este hombre no puede ser otro que el viejo Abelardo,
Abelardo, el loco del árbol.
Todos miraron a Adrien, asombrados.
— ¿El loco del árbol? —preguntó Lester.
— Sí, así lo llamaban. El viejo Abelardo era un sujeto demente que
se dedicaba solo a cuidar un estúpido árbol existente en su jardín. Una
tarde varios leñadores bajo las órdenes de su hijo, llegaron al pueblo
para cortarlo. Y así lo hicieron, descubriendo algo horrible enterrado
bajo su tronco… el cuerpo de su difunta esposa, conectado al árbol por
medio de las raíces, que brotaban justo de su corazón. Yo fui testigo del
increíble suceso, se los puedo asegurar. Al día siguiente tanto Abelardo
como la casa fueron destruidos por un incendio… Y ahora lo veo aquí,

103
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

vivo, frente a mí… y su tumba vacía. Recuerdo que unos días antes de su
muerte entable una larga conversación con él.
— ¿Qué te dijo?
— Me contó sobre su mujer, de cómo falleció dando a luz, y de
cómo no la enterró en un cementerio. Después de ver aquel cadáver
putrefacto bajo el árbol, comprendí sus palabras. Abelardo creía
firmemente que el espíritu de su amada estaba contenido en el interior
de la planta. Tonterías de un viejo decrépito. Fui yo la primera persona a
la que contó su gran secreto, poco antes del incendio.
— Eso ocurrió hace…
— Fue en 1796, lo recuerdo muy bien.
Edouard y los jóvenes se miraron asombrados, aquella historia
coincidía perfectamente con sus investigaciones. El señor Debray fingió
su muerte en aquel año, ya ahora volvía a aparecer en el pueblo que una
vez fue su hogar.
— O tal vez se trata de un muerto viviente —volvió a decir Lester, en
tono de broma.
— Los muertos vivientes no… —Jeannette estuvo a punto por decir
que no existen, pero se contuvo. ¿Acaso minutos antes no los había
perseguido un hombre lobo? La teoría de un muerto viviente no parecía
tan descabellada en ese momento.
— Es él, recuerdo bien su rostro —afirmó Adrien—. El señor Debray
no es otro que el viejo Abelardo, el loco del árbol.
Edouard se encontraba muy confundido. A su mente le arribaron
imágenes de toda clase. El ser que vigilaba tras los arbustos, una criatura
de respiración muy pesada… las dos mujeres y el hombre… más
arbustos… la mujer gritando… un rugido a la Luna… ¡sangre!… La esfera
amarilla salió del resguardo de la nube. Se sentía muy mal, desde varios
días atrás no dormía bien, despertando más cansado de lo que se
acostaba, acompañado de un bello en el pecho que nunca poseyó, y una
gran atracción para con las mujeres que nunca antes hubo
experimentado. Desde hace tiempo se hallaba en ese estado, teniendo
visiones, intensos dolores de cabeza, y todo eso acompañado de una
sensación rara que no podía definir con claridad. ¿Cuándo comenzó?
¡Ah! Ahora lo recordaba. Su mal dormir se inició después de la noche en
que su compañero perdió la vida, persiguiendo a la bestia. No lo podía
104
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

recordar con exactitud, pero esforzando su mente al máximo algunas


imágenes borrosas aparecieron, y conformó la historia de lo que le
sucedió aquella noche, hace días, aunque no pudo precisar cuántos en
realidad. Vio a su amigo siendo descuartizado por el monstruo, justo
frente a él, impotente por no poder ayudarlo.
Despertó de su sueño y se tocó la cabeza, su frente sudaba y le dolía
el pecho, como rato antes le sucedió en el carruaje, cuando fue a
guardar la pala y se encontró frente a frente con la bestia. Adrien lo miró
con rareza. El cielo estaba muy despejado, y la Luna llena brillaba en
todo su esplendor; ni una sola nube escondía aunque sea la más mínima
parte de su forma redonda y perfecta. Edouard empezó a toser. ¿Qué
demonios le estaba ocurriendo?
— ¿Crees que los hombres lobos le teman a las cruces o a cualquier
otro símbolo cristiano? —le preguntó Jeannette a Lester.
— No lo creo. Cuando bajamos al sepulcro de la iglesia vimos un
antiguo libro de la Inquisición en donde leí algo acerca que ni la plata ni
los símbolos cristianos provocaban algún efecto sobre los licántropos.
Son criaturas más antiguas que nuestra religión.
— Pero la palabra de Dios es eterna, existe desde el principio de los
tiempos.
Lester miró a la ingenua chica, sonriendo.
— No lo creo, mi amor.
Edouard se paseaba de un lugar a otro, nervioso e impaciente,
pensando en sus propios problemas. Adrien lo miraba de reojo,
estudiando cada gesto, cada paso, incluso la frecuencia de su
respiración.
— ¿Tienes algo que decirnos? —le preguntó con cierta perspicacia.
— Nada —murmuró Edouard mientras lo miraba con desprecio.
— Yo creo que sí —aseguró Adrien—, ¿qué es eso que tienes en la
pierna?
Momentos antes Edouard le había alcanzado un pedazo de su
pantalón desecho a Lester para que se vendara la herida. Entonces su
tobillo quedó al descubierto, y en él se apreciaba claramente, a pesar de
la oscuridad, las marcas de dos caninos gigantescos que le debieron
haber destrozado los huesos. No obstante, la herida ya había cicatrizado
sin señales de infección, algo muy raro debido a su gran tamaño.
105
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¿Qué fue eso? —preguntó Lester habiendo advertido las marcas.


— Es una larga historia, ocurrió hace algún tiempo, no lo recuerdo
bien. Algo me mordió muy fuerte ahí, una noche.
— Sea lo que sea, será mejor que lo cuentes ya.
— Entonces vámonos, caminemos hacia el coche para marcharnos
de una vez por todas de este sitio maldito, no podemos darnos el lujo de
permanecer aquí ni un minuto más.
— Pero entonces tenemos que ir obligatoriamente a la mansión
para rescatar a Marcus, ¡no podemos dejarlo ahí!
— No sabemos si está allí o no, Lester, es solo una suposición —le
aclaró Jeannette.
— ¡Habla de una vez, Edouard! —exclamó Adrien impaciente— Te
escucharemos de camino al carruaje, luego decidiremos qué hacer.
¡Vamos!
— ¡Cállate! —gritó Edouard alterado— ¡Nadie te ha pedido tu
opinión! Les voy a contar como fue que me hice esta herida, pero
necesito que este sujeto no se meta otra vez conmigo —y señaló a con
furia a Adrien, el cual simplemente sonrió.
Otra corriente de aire frío les heló los huesos. Más aullidos
inundaron la oscura y tenebrosa noche de aquel remoto pueblecito
francés. Comenzaron la marcha hacia el camino, al momento que
Edouard iniciaba la esperada narración.

106
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Todo comenzó al atardecer, con la caída del Sol. La bestia había


vuelto a atacar el pueblo, acabando con la vida de una pequeña niña.
Los campesinos, embravecidos, tomaron armas y antorchas para
internarse en la espesura del bosque detrás del asesino, a pesar de no
conocer la verdadera naturaleza de este, dirigidos por la imponente voz
del sacerdote de la iglesia, el padre Grégoire, que iba en la delantera.
También yo fui con ellos, armado con un mosquete, en compañía mi fiel
compañero Donatien, quien me acompañó desde Paris luego de que
fuésemos enviados por el rey a investigar las muertes ocurridas en
Vivarés desde los tiempos de Napoleón.
»En el cielo se dibujaba una enorme Luna llena, como ahora,
presagiando algo terrible. Allá sobre los copos de los árboles graznaban
los pájaros nocturnos y se escuchaba el aletear de los murciélagos,
volando en grandes grupos. Mientras, el griterío de los hombres furiosos
se expandió por toda la espesura del bosque, escuchándose a varias
millas de distancia. LA luz de las antorchas iluminaba mi rostro y el
sendero que seguíamos entre los árboles, un camino de ramas rotas y
troncos despedazados por la fuerza de la bestia.
»No sabíamos qué clase de criatura era, salvo que se trataba de un
animal muy fuerte, capaz de matar a diez hombres él solo. Allá a lo lejos
podíamos escucharlo, alejándose a grandes zancadas, huyendo de la
turba enardecida. Los aldeanos contaban antiguas leyendas sobre
gigantescos lobos que desde épocas inmemoriales bajaban de las colinas
para cazar humanos, como si fuesen simples ovejas. No eran lobos
comunes, como los que abundaban por la región, sino bestias salidas del
mismísimo infierno, tan grandes como un caballo.
»— Mi abuelo vio uno de esos monstruos hace años —escuché decir
a un hombre un día en la taberna—. Fue en los tiempos del rey Luis XVI,
cuando los húsares llegaron desde la capital para combatir a la bestia,
que había cobrado más de cien vidas en un período de cuatro años. Pero
eso fue más al norte, en Gévaudan, y los enormes lobos fueron
finalmente cazados y llevados ante la corte del rey. Se dice que las balas
comunes no podían penetrar su cuerpo, tan resistente como una
107
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

armadura medieval. Tampoco las plegarias servían de nada. Solo las


balas forjadas con la plata de unas medallas fueron capaces de derribar
a la pareja de enormes lobos, macho y hembra.
»Yo no creía en tal historia, a pesar de haber visto los lobos
disecados en Paris, ya que bien podría tratarse de un fraude, o
simplemente que esas bestias asesinadas hace años no fueran las
verdaderas responsables de las muertes, pues por lo general los lobos
no atacan a la gente. No obstante, fuere lo que fuere, nosotros lo
perseguíamos listos para matarlo de una vez por todas, y descubrir la
verdad escondida detrás de todo.
»—Tengo un mal presentimiento —me confesó Donatien, corriendo
a mi lado—, no creo que haya sido buena idea internarnos en el bosque
a perseguir a la bestia.
»— Somos muchos —le dije—, mientras estemos juntos no
corremos peligro alguno.
»¡Cómo me arrepentí de aquellas palabras! Anduvimos un buen
rato, corriendo entre los árboles con los mosquetes listos y las antorchas
en alto, en medio de la turba de campesinos furiosos. Uno de ellos, un
sujeto barbudo, andaba muy cerca de nosotros, portando también un
mosquete, listo para disparar al menor movimiento. Le hice una señal
paraqué nos siguiera, y pronto nos alejamos un poco del grupo,
subiendo una pequeña colina que nos proporcionaba una mejor vista de
los alrededores.
»Y entonces lo vimos, allá a lo lejos, corriendo sobre sus cuatro
patas, zigzagueando los árboles mientras dejaba un rastro de sangre
detrás. La oscuridad de la noche no nos permitió verlo muy bien, pero
debía ser, efectivamente, gigantesco, aunque quizás no tanto como un
caballo, como fue afirmado en muchas ocasiones.
»— ¡Por aquí! —gritó Donatien al grupo de aldeanos y bajó
corriendo la pendiente, hacia el otro lado, disparando al aire para atraer
la atención de la bestia.
»¡Mi gran amigo Donatien! Nos conocimos mucho tiempo atrás,
durante las primeras guerras de Napoleón, y desde entonces nunca nos
separamos, convirtiéndonos en dos inseparables compañeros de
aventura. Salvó mi vida en muchas ocasiones, así como yo la suya.
Estuvimos prisioneros en campamentos enemigos, escapamos de
108
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

fortalezas impenetrables, dirigimos ejércitos… Y todo para que


terminara así… Lo extraño mucho…
— Ve a lo concreto, Edouard —lo interrumpió Adrien—. No nos
interesan tus problemas personales ni tus lamentos.
— Bien —refunfuñó Edouard—. La turba de aldeanos giró sobre sus
pasos y ahora se dirigía hacia nosotros, disparando al aire y agitando las
antorchas. Yo me mantuve de pie, sobre la colina, intentando ver los
detalles de la criatura que corría en zigzag allá abajo.
»— ¡A por él! —gritaban los hombres una y otra vez, gruñendo
como fieras salvajes, dirigidos por el frenético padre Grégoire.
»Donatien avanzaba por el claro existente frente a mí, solo, hacia la
bestia, así que antes de que llegase el resto de los hombres, partí
corriendo cuesta abajo, acompañado del sujeto barbudo que ahora me
seguía.
»Corrimos a todo lo que nos daban nuestras piernas, intentando
alcanzar en la menor brevedad posible a mi compañero, ya muy cerca de
la bestia. Pude ver como Donatien alzaba su mosquete y descargaba
sobre la criatura, que esquivó las balas con gran agilidad, saltando de un
lado a otro. Donatien volvió a disparar, pero el ser se movía ágilmente, e
incluso parecía que las pocas balas que lo alcanzaban, no penetraban su
cuerpo.
»— ¡No huyas, bestia del demonio! —gritó mi amigo y continuó su
carrera hacia el monstruo, que ahora corría despavorido en línea recta,
rumbo al río.
»— ¡Detente, Donatien! —le grité— ¡Espérame! —pero mi
compañero hizo oídos sordos a mis palabras, concentrado únicamente
en acabar con aquel extraño ser.
»Los aldeanos ya habían bajado la colina y ahora también corrían
por el claro, gritando a todo pulmón, espantando a todos los animales
nocturnos que se cruzaban en su camino.
»Pronto el claro terminó, y otra vez nos internamos en la maleza de
los árboles, cuyas ramas cortaron mi rostro y desgarraron mis ropas una
y otra vez. Donatien iba delante, pisándole los talones a la bestia.
»De repente vi que mi compañero se detenía en seco, y que cargaba
su mosquete muy nervioso. Apresuré más el paso, y entonces vi la
silueta del animal, muy parecido a un perro o un lobo, pero mucho más
109
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

grande. Sus ojos amarillos brillaban en la oscuridad, así como los


colmillos que sobresalían de sus fauces. Se encontraba justo frente a mi
amigo, quién aún no cargaba su arma. Estuvo a punto de morir en sus
garras, pero yo intercedí por él una vez más, disparando mi mosquete e
hiriendo a la criatura justo en el lomo, sobre la cabeza. Pero aquel lobo
gigante solo se sacudió, y tras un terrible gemido, echó a correr a toda
velocidad, rumbo al oeste, hacia el río.
»— ¡No lo dejes ir, Edouard! —exclamó mi compañero cargando de
una vez por todas su arma, y poniéndose en pie.
Enseguida comenzamos a correr, mi compañero y yo, junto al fiel
campesino que nos seguía, con la antorcha en alto. Allá detrás los
hombres aún seguía rugiendo, furiosos, pero sin poder alcanzarnos.
»— ¿No deberíamos esperarlos? —le sugerí a Donatien.
»— ¡No! —respondió rotundamente este— No los necesitamos.
Cacémoslo nosotros solos.
»— ¡Donatien! —le grité enfurecido— ¿Estás loco? ¡Ni siquiera
sabes lo que es!
»— ¿No lo viste? Era un simple lobo… más grande lo habitual.
»Pero lo que yo vi no era un lobo, sino el mismísimo Diablo, con
aquellos ojos amarillos que escrutaron los míos, como si poseyera cierta
inteligencia. Y ahora mi amigo me decía que era un simple lobo. ¿Acaso
no vio su tamaño, sus ojos, sus colmillos? Sí, se movía como un lobo, en
cuatro patas, pero poseía una astucia impropia de este animal.
»Continuamos corriendo entre los árboles, seguidos de los aldeanos,
muy lejos atrás. Seguimos los rastros de sangre dejados por la bestia en
las hojas sobre la tierra, y en el tronco de los árboles, contra los cuales,
al parecer, arremetía en su carrera. Estaba herida.
»De repente perdimos su rastro, como si se hubiese evaporado en el
aire. El sonido de unas hojas secas al romperse nos avisó que estaba
cerca, y cuando menos lo esperábamos, la enorme bestia peluda se
abalanzó sobre Donatien, mordiéndole el costado; a mí me lanzó un
manotazo, lanzándome hacia el tronco de un árbol. Sacudió a mi amigo
en el aire, ignorando los disparos del campesino a menos de un metro
de distancia, y luego lo lanzó a la hierba. Donatien había muerto. Saltó
entonces hacia el pobre hombre junto a ella, al cual le arrancó la cabeza

110
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

de un zarpazo. Entonces me miró a mí, con esos terribles ojos amarillos,


y a la luz de la Luna, pude ver en detalle todo su cuerpo.
»No difería mucho de un lobo común, a excepción de su colosal
tamaño. Me recordó a las bestias exhibidas en el museo de Paris, de
hecho, era muy parecida. ¿Pero por qué un lobo, por gigantesco que
fuera, se dedicaba a atacar a los hombres de la región, sin ni siquiera
comerlos? Tal vez realmente existiese una mano humana detrás de todo
eso, dirigiendo los ataques del monstruo domesticado. Pero era ya muy
tarde para pensar en todo eso, yo estaba allí, tendido en el suelo, frente
a la mismísima muerte.
»El enrome lobo se lanzó sobre mí, alcanzando mi pierna, la cual
hizo añicos, pude sentir cada uno de mis huesos astillarse bajo la presión
de sus colmillos. Lo pateé con la otra pierna, golpeándole el hocico, con
lo cual el animal refunfuñó y me soltó, resoplando.
»Pero no fue mis golpes lo que lo obligó a soltarme, sino una serie
de disparos provenientes de algún lugar del bosque, que penetraron su
lomo. La bestia echó a correr en dirección oeste, y yo la seguí, corriendo
a pesar de mi herida, con el mosquete en una mano.
»Frente a mí se descubrió un risco que se alzaba sobre un precipicio,
en cuyo fondo corría el río Ardèche, muy caudalosos en esa época del
año. Y sobre el risco, con pose imponente, vi por primera vez al extraño
sujeto vestido de negro, con una larga capa del mismo color, y un
sombrero de ala ancha. Poseía una pistola en cada mano, las cuales
disparaba una y otra vez sobre el lobo, que corría en línea recta, muy
rápido, hacia él. De repente las balas se le terminaron, pero aquel
temerario hombre se agachó un poco en un extraño movimiento, para
cargar sus pistolas a una mayor velocidad, las cuales rápidamente volvió
descargar sobre la criatura, que ahora saltaba justo sobre su cuerpo. Las
balas atravesaron la panza del animal, el cual voló por encima del sujeto,
cayendo por el precipicio, hacia el río. Pude sentir el sonido del agua al
chocar contra el cuerpo sin vida del lobo. El hombre guardó sus pistolas
y se volteó para mirar mi rostro estupefacto, admirando su gran talante
y aquella capa negra que no paraba de ondear, movida por el viento del
abismo.
»Ivan Haring me sonrió, allí de pie, observando como la turba de
campesinos llegaba donde yo me encontraba tendido, sin fuerza para
111
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

levantarme debido a la herida de mi pie. Fue lo último que recuerdo


sobre esa noche. A continuación me desmayé.
»Cuando desperté ya estaba en una cama de la iglesia, con la herida
vendada, bajo los cuidados del padre Grégoire, sentado junto a mí. Ardía
en fiebre, señal de infección, y pronto un terrible dolor de cabeza se
adueñó de mí. Pero nada de eso me importaba, yo solamente quería
descansar, necesitaba… olvidar. Y realmente olvidé, ya que cuando fui
interrogado por el padre y por los campesinos no pude brindarles ningún
tipo de información. No recordaba los sucesos de esa noche, ni siquiera
la muerte de Donatien. Luego llegó el extraño sujeto, Ivan Haring, y me
preguntó lo mismo, pero tampoco supe qué contestarle. La herida en mi
pie sanó rápidamente, pero también era un misterio para mí, supuse
que me la había hecho con alguna rama o algo por el estilo. Desde ese
día me volví loco de veras, sin poder dormir bien, y solo hace unos
minutos fue que recobré todos estos recuerdos, por medio de unas
visiones que desde esta mañana no me dejan en paz.
»Eso es todo lo que tengo que contar, no recuerdo nada más. Esa es
la historia de la herida que tengo en el pie. No creo que… sirva de
mucho…
Se detuvieron en medio de las tumbas. Lester y Adrien se miraron
asombrados. Jeannette abrazó a su amado, asustada. A continuación,
minutos de silencio. Los jóvenes meditaban, escrutándose las miradas
mutuamente. El viento agitó sus ropas y arremetió contra le herida al
descubierto de Edouard, ya casi curada por completo.
— Dijiste que se te astillaron los huesos. ¿No fuiste a un médico? —
le preguntó Adrien.
— La verdad —confesó Edouard—, en esa mañana que desperté sin
recuerdos, la herida ya casi había cicatrizado, ni siquiera el padre
Grégoire le dio importancia.
Adrien y Lester se volvieron a mirar.
— ¿Qué es lo que ves en las visiones? —le preguntó Lester.
— Alguien o algo que acecha desde los arbustos a un hombre y dos
mujeres, luego más arbustos que le arañan la cara al ser que mira, y
luego… te veo gritar, Adrien, gritar muy aterrorizado… Esa visión se
corresponde con el relato de Augustin. Adrien, él los iba a matar a
ustedes dos, a ti y a Amanda anoche, pero la bestia se le adelantó.
112
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— ¿Estás seguro que lo que ves en la visión es lo que le sucedió al


señor Augustin? —le preguntó Adrien, conociendo ya la respuesta.
Edouard pensó un poco, estaba sudando frío y en sus ojos se
reflejaba un miedo aterrador. Sus manos comenzaron a temblar y el
dolor de cabeza volvió.
— Edouard —le dijo suavemente Adrien—, tú fuiste mordido por un
hombre lobo, lo que ves entre los arbustos es a mí, a Amanda y a
Madeleine despidiéndonos anoche, y no lo ves por los ojos de Augustin,
¡no!, lo ves por tus propios ojos. Edouard, ¡tú eres el monstruo!
¡Tú eres el monstruo!
Las palabras formaron eco contra las tumbas, o quizás simplemente
el cerebro de Edouard se las repetía una y otra vez para que se diera
cuenta de la realidad.
¡Tú eres el monstruo!
Edouard sonrió y miró al cielo buscando la esfera amarilla, luego
bajó la cabeza lentamente, susurrando algo indescifrable. En sus ojos se
reflejaba la locura.
— Es increíble las vueltas que da la vida, ¿verdad? —dijo un poco
más calmado— Hace unos minutos yo me rompía la cabeza tratando de
averiguar quién estaba detrás de las muertes, y ahora descubro que soy
yo… ¡yo!
— ¡Edouard! —exclamó Lester— La inyección no fue suficiente, tú
mismo lo dijiste, ¡te volverás a convertir!
— Así es —dijo el pobre hombre con expresión nostálgica.

113
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

La niebla en vez de disiparse hacía todo lo contrario, cada vez se


concentraba más. El cielo era espantoso, en el horizonte se agruparon
muchas nubes negras de extrañas formas, y sobre estas, brillaba la Luna
casi en su totalidad, ocultando solo una ínfima esquina inferior. Los
habitantes del pueblo se encerraron en sus casas, ya se habían
acostumbrado a ello luego de las muertes ocurridas. Cada noche de
Luna llena, desde cinco años atrás, el monstruo salía a cazar por los
bosques cercanos al pueblo. ¿Quién sabe cuando terminaría la
maldición?
En el cementerio de San Gabriel cuatro personas discutían sobre la
bestia, entre las tumbas de los viejos muertos. Lester Y Jeannette se
abrazaban asustados, al igual que Adrien, que daba pasos hacia atrás.
Edouard, el viejo agente de la Corona que había jurado llegar hasta el
fondo del asunto, de repente descubrió que él era el asesino, que él era
la famosa bestia, y ahora se encontraba aún más asustado que todos.
Un terrible dolor de cabeza desde tiempo atrás se había adueñado
de él, también le dolía el pecho y sudaba frío. Los intestinos y su
estómago estaban por reventar, algo se removía en su interior junto con
una comezón inexplicable que le recorrió toda su piel. ¡Se estaba
transformando! La inyección no fue efectiva por la minúscula ración de
medicamento, él mismo lo dijo, necesitaba más antídoto. Se miró las
uñas de las manos cortadas por la mañana y las encontró inmensas. El
pelo en su pecho crecía con cada segundo que pasaba, enroscándose
cada vez más. Definitivamente su momento le había llegado.
— ¡Huyan! —balbuceó— ¡Corran, sálvense de mí! ¡Me estoy
convirtiendo! —y se retorció, cayendo de espaldas al suelo.
Comenzó a dar golpes en la tierra con sus manos, avanzando como
una serpiente de espaldas al piso, hasta que los ojos se le pusieron en
blanco. El dolor y la agonía se adueñaron de cada célula de su cuerpo
ahora en mutación. Luego comenzó a gritar. Los dos jóvenes y Adrien
comenzaron a dar pasos atrás, temerosos, pero incapaces de echarse a
correr. Edouard se retorció aún más, tal parecía que un demonio había
entrado a su cuerpo y le quemaba la piel. Más gritos. Las manos se le
114
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

doblaron de forma antinatural, pero ni un solo hueso se le partió, o al


menos no los escucharon crujir. Por último comenzó a rasgar lo harapos
que le quedaban. Su pecho velludo quedó al descubierto, y se
despedazó la carne con sus propias manos, ahora convertidas en garras.
Las tiras de pellejo volaron por los aires y tras estas, un intenso pelaje,
negro como la noche, brotó hacia la superficie. Sus patas se alargaron y
se curvaron, filosas uñas surgieron de estas. Las orejas se le estiraron, al
igual que todo su rostro; la nariz se le desplazó hacia adelante y un
hocico empezó a surgir. El pelo brotaba como un caudal imparable de
agua, pero un pelo espeso, grueso y negro, un pelo de lobo.
Continuó transformándose y gritando, hasta que en pocos segundos
se incorporó dando un pequeño salto. Ya no era más Edouard, ahora era
la bestia. Con su espalda semi-curvada, una mezcla entre la posición
erguida del hombre y la del lobo, descansaba sobre sus cuatro patas. El
monstruo contempló la Luna y se irguió por completo para lanzar un
terrible aullido que les estremeció los tímpanos a todos.
Se diferenciaba en muchos aspectos al enorme lobo descrito por el
propio Edouard en su narración, ya que poseía ciertos rasgos humanos,
como su cuerpo y sus largos brazos, no obstante, la cabeza era
indiscutiblemente similar a la de un cánido.
— ¡Corran! —gritó Lester, y tomando a Jeannette por la mano,
rompió a correr a todo lo que daban sus piernas. Adrien los siguió.
La bestia lanzó un rugido, y luego de un pequeño salto hacia delante,
comenzó la persecución de sus presas. Esta vez corrían en el lado
contrario, hacia el camino y hacia el carruaje. Adrien enseguida tomó la
delantera, saltando sobre las cruces con tremenda agilidad mientras los
otros solo las esquivaban.
El cementerio parecía no acabar, y el camino lejos de acercarse se
alejaba cada vez más. Jeannette, en medio de la carrera, gritaba y
lloraba, siempre apresurada por Lester, que hacía un esfuerzo
sobrehumano por empujarla adelante y no atrasarse demasiado él. Pero
el hombre lobo solo jugaba con ellos, no corría tan rápido y a veces se
detenía para aullar a la Luna. No cabe duda, estaba disfrutando la
persecución.
Llegaron a donde habían excavado antes, la tumba del propio señor
Debray. Lester se detuvo en seco, frenando consigo a la muchacha.
115
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Abrió el ataúd vacío sin pronunciar palabra alguna; el monstruo se


encontraba bastante lejos, apenas se distinguía debido a la niebla, sin
embargo, sus pasos resonaban en el suelo.
— ¡Métete ahí! —ordenó a Jeannette.
Las chica obedeció sin chistar y se acomodó dentro, algo apretada.
Lester cerró caja, suspiró y echó a correr, pidiendo a Dios que el hombre
lobo no diera con ella. Pero eso no sería suficiente, tenía que asegurar la
protección de su amada de una forma más segura. Se decidió de una vez
y paró su carrera sosteniéndose de una gigantesca cruz.
— ¡Hey, demonio! ¡Ven a por mí!
El monstruo se detuvo a pocos metros de la tumba del señor
Debray, olfateando el aroma a ser vivo que flotaba hacia su nariz. Ya
estaba cerca, pero Lester no paraba de gritar y saltar.
— ¡Vamos, es a mí a quién quieres! ¡Mírame, Edouard!
Aquel nombre lo hizo voltear su vista hacia el chico y emitir otro
terrible aullido a la Luna. Al momento echó a correr a grandes zancadas,
dispuesto a devorarlo de una vez y terminar con aquel estúpido juego
que había iniciado.
Lester comenzó a correr más veloz de lo que hubiera imaginado
jamás. El hombre lobo le pisaba los talones, pero él no cedería ante el
cansancio ni ante las gotas de sudor que resbalaban por su frente, a
pesar de que la noche era bastante fría.
El muchacho saltó una pendiente muy empinada, y una mano lo
sujetó por la espalda, inmovilizándolo casi en el aire e impidiendo su
caída. Luego lo arrastró hacia atrás con una fuerza sobrehumana.
¡Demonios! La bestia lo había alcanzado.
Bajo una roca de la pendiente existían unos arbustos, y tras estos se
escondieron Adrien y el joven, muy sorprendido y asustado aún. Adrien
le suplicó en silencio que se callara, y se quedaron muy... muy quietos. El
hombre lobo se detuvo justo encima de ellos y empezó a olfatear el aire,
su víctima había desaparecido como por arte de magia, no obstante, aún
le quedaba el sentido del olfato.
Varios minutos se mantuvo allí, inmóvil, olfateando el aire sin hallar
nada inusual en este. Le aulló a la Luna otra vez y saltó delante de ellos,
para continuar oliendo el entorno con esa inmensa nariz peluda, encima
de unos largos colmillos que sobresalían de su boca. Cada vez se
116
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

acercaba más a los arbustos, pero estos despedían una aroma que
confundía a la bestia.
El hocico de la bestia se encontraba a solo un metro de Lester y
Adrien, ni con todo el aromatizante del mundo hubiesen podido
engañarlo. De un zarpazo cortó la planta, y rugió ferozmente. Lanzó una
mordida que terminó en el aire, ya que los dos saltaron esquivándola. A
continuación, corrieron rápidamente pendiente abajo, rodeando al
monstruo, el cual se volteó y recomenzó su carrera.
El juego había culminado y ahora la bestia avanzaba a grandes
zancadas, en poco tiempo arremetería contra los hombres sin que estos
pudiesen evitarlo. Solo un milagro los salvaría de su inminente destino.
Ya habían dejado el cementerio atrás y ahora se dirigían a la espesura de
los árboles, que les brindarían algo de protección sobre su enemigo, con
todo ese cuerpo grande y pesado. Era ese el milagro esperado.
Mientras tanto, en el cementerio, algo se agitaba. Jeannette le dio
una patada a la tapa del ataúd y saltó a la superficie con una agilidad
que nunca imaginó poseer. Miró a su alrededor sin advertir peligro
alguno, salvo una quietud amenazadora que le perturbaba la mente,
junto a un viento frío que desde mucho tiempo atrás corría por el lugar.
Contempló el ataúd en el cual fue encerrada, pero al momento se
vio en la necesidad de voltear la vista, la imagen le producía nauseas.
— ¡Qué hedor! —exclamó después de oler sus ropas.
De repente, sin poder evitarlo, comenzó a arquearse hacia delante y
un líquido color gris surgió de su boca, desparramándose por todo el
suelo. En poco tiempo su estómago quedó completamente vacío.
Había pensado en permanecer escondida en el ataúd, aunque
vomitase mil veces sobre sí misma, ¡pero no! En un arranque de valor
impropio de su persona, tomó la decisión de dirigirse también hacia el
carruaje, en el sendero, en donde debía estar su amado y Adrien, en
caso de no haber sido devorados por la bestia.
Lentamente se dirigió hacia camino con la esperanza de
encontrarlos sanos y salvos, y ver a Edouard con forma humana otra vez.
Ya no avistó muertos tras las cruces, como si la presencia del hombre
lobo hubiera ahuyentado hasta a los fantasmas del lugar; solo los
aullidos sobre las colinas lastimaron sus oídos. Pero estos eran lobos
normales y se hallaban muy lejos, nada que temer. Sin embargo, otro
117
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

aullido, esta vez más cercano, la petrificó en su lugar. ¿Estaría vivo su


amado Lester? ¿Y Adrien? ¿Y Marcus donde se encontraba?
Lester y Adrien se encerraron en el coche esperando que la bestia
no los encontrara allí, pero esta ya se acercaba entre los árboles,
derribando gruesas ramas y aplastando los pequeños arbustos con sus
grandes pies. Lester saltó al asiento delantero y azotó a los caballos con
ímpetu, dirigiéndose a la mansión de Isabelle a toda velocidad. El
monstruo corría rápidamente detrás de ellos, tan rápido como el propio
carruaje.
— ¡Más rápido! —gritaba Adrien nervioso, mirando por la ventana
trasera al enorme hombre lobo que se impulsaba saltando para tomar
mayor velocidad.
Pero los caballos no daban para más. Lester hacía grandes esfuerzos
por esquivar los baches y los troncos tirados por las esquinas del camino,
pero esto no era suficiente. El monstruo rugía mientras avanzaba hacia
ellos, y en sus ojos se vislumbraba un odio que no podía ser humano, un
deseo de matar, de comer carne, propio de un animal salvaje.
— ¡Si nos alcanza estamos muerto! —exclamó Adrien sin dejar de
mirar hacia atrás— ¿Esta cosa no puede ir más rápido?
— ¡Los caballos están sofocados, no pueden esforzarse más!
— ¡Maldición! Yo no pienso morir esta noche.
Desesperado, abrió un cajón existente junto al asiento del
conductor, y encontró un arma dentro de este. Como suponía, todo el
mundo las guarda en el mismo sitio.
— ¡Ahora sí te matare! —gritó emocionado.
Se desplazó al lado izquierdo del coche y bajó la ventanilla de la
puerta, por la cual sacó la mano derecha con el arma y disparó. Mala
puntería, falló en todas las ocasiones. Sonrió para calmarse y se
acomodó dentro del carro, besando el mango de la pistola para la
suerte; estaba muy nervioso, tendría que calmarse o no acertaría ni una
vez. Después de una maldición lo intentó de nuevo, y esta vez sí lo logró,
una bala penetró en el hocico de la bestia y una chispa de sangre brotó
de la herida, sin embargo, no parecía nada grave para el monstruo, su
piel era demasiado resistente. Otra bala le penetró una pata, pero tras
cojear un poco se restableció. Adrien disparó cinco veces contra el

118
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

estómago del hombre lobo, pero las heridas parecían superficiales,


como pequeñas picaduras en una coraza de hierro.
— ¡Esto no funciona, Lester! —exclamó asustado— ¡Ese lobo
gigante tiene la piel demasiado gruesa!
— Es posible que solo muera con balas de plata —sugirió Lester
girando bruscamente a la izquierda.
— ¡Cuidado! —gritó Adrien.
El hombre lobo saltó sobre coche y se aferró con las garras traseras
justo encima de él, provocando un gran aplastamiento entre Lester y
Adrien. Allí arriba le aulló a la Luna una vez más. Adrien le disparó varias
veces, traspasando el techo con las descargas y haciendo que el lobo se
tambaleara un poco y casi cayera al suelo, pero no, sus garras estaban
bien aferradas a la madera del carruaje.
Entonces metió la mano, despedazando por completo el techo del
carro, y agarró a Lester por el cuello, levantándolo en peso. Adrien le
disparó en la mano y soltó a su compañero de inmediato, salpicando de
sangre todo su rostro. Continuó disparando una y otra vez hasta que el
monstruo por fin cayó al suelo y se estrelló contra las piedras del
camino, aún agarrado de la parte inferior del carruaje.
— ¡Dispárale! —gritó Lester restableciendo el coche, que giraba a la
deriva por el camino debido al frenesí que sufrían los caballos, muy
asustados ante la presencia de la criatura.
Adrien sacó la mano nuevamente por la ventanilla y disparó tres
veces al brazo del monstruo, hasta que este se soltó de una vez por
todas y rodó por el camino, hecho trisas, perdiendo sangre a borbotones
y rompiéndose de seguro cada hueso de su cuerpo. Ambos lanzaron un
grito de alegría y chocaron sus manos como símbolo de triunfo. Lester se
palpó el cuello para verificar su estado, la bestia lo había herido con las
garras.
Entonces su temor aumentó. ¿Por un arañazo se convertiría él
también en un hombre lobo? ¿O era nada más por la mordida del
animal, como la rabia de los perros? No estaba seguro, pero al menos
constaba con el antídoto en su poder para volver a ser humano. Si las
cosas se ponían feas se lo inyectaba en su brazo y al diablo con Edouard.
— ¡Vuelve! —ordenó Adrien.

119
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

El chico obedeció, haciendo frenar a los caballos y obligándolos a


girar e sentido contrario, provocando una gran polvareda. Por unos
instantes el entorno se nubló, pero las partículas levantadas por las
ruedas del coche cayeron de inmediato al suelo, dejándoles ver la
imagen del hombre lobo allá a lo lejos, retorciéndose de dolor. Lester
apretó los dientes, miró hacia su compañero y este asintió con la cabeza.
Azotó a los caballos una y otra vez, hasta que estos, en contra de su
voluntad, echaron a correr en dirección a la bestia a todo lo que daban
sus pies. Pasaron de largo, muy cerca del monstruo, que aún se retorcía
en el polvo. Lester volvió a azotar a los caballos y tomó rumbo al
cementerio para recoger a su amada Jeannette, y entonces… marcharse
lo más pronto posible de allí. Poco le importaba si Edouard moría o no, o
si continuaba matando gente, de todas formas él hacía mucho tiempo
que dejó de ser humano.
Adrien reía a carcajadas contemplando el arma. Miró hacia atrás y
pudo advertir como el monstruo se erguía de nuevo y comenzaba a
correr hacia ellos, pero esta vez muy lentamente, apenas sin fuerzas. A
la pistola tan solo le quedaba una bala.
— ¿No hay más cartuchos? —le preguntó a Lester, temblando.
— No —dijo el chico después de revisar—. ¿Cuántas balas te
quedan?
— Una sola.
— ¡Qué los dioses se apiaden de nosotros!
Minutos más tarde frenaron el coche al lado del cementerio,
levantando otra inmensa nube de polvo. Tras comprobar que el hombre
lobo no se hallaba cerca, bajaron con mucha cautela, dirigiéndose a los
árboles. Adrien, con la pistola en lo alto para disparar al menor
movimiento, caminaba en la retaguardia, y Lester, con la jeringa en su
mano, el arma más letal en esos momentos, se encontraba listo para lo
peor mientras irrumpía en la maleza.
Algo era seguro, en poco tiempo la bestia, Edouard, los encontraría,
ya que poco tiempo atrás lo vieron en el camino, corriendo hacia ellos.
Lester detuvo a su compañero con una señal, del otro lado de los
árboles se escuchaban unos pasos, pero pasos muy suaves y torpes para
ser del animal, no obstante, Adrien se adelantó con la pistola adelante.
— ¿Quién anda ahí? —gritó Lester.
120
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Una voz conocida le respondió:


— ¡Soy yo!
Lester corrió dando saltos hacia Jeannette y la apretó muy fuerte
contra sí mismo, besándola en medio de su exaltación. Fue muy
inteligente de su parte ocultarla en el ataúd, era claro que la bestia se
interesaba más por él que por los demás debido al antídoto que llevaba
consigo, y aparte, el olor fétido de la tumba despistó su olfato.
Adrien bajó el arma y suspiró aliviado. Jeannette lo miraron
sonriendo, también estaba feliz de verlo.
La niebla en el cementerio ya casi desaparecía.
Un rugido conocido les obligó a voltearse y entonces lo vieron. El
monstruo se hallaba tras ellos, repleto de sangre y muy herido, pero de
pie y listo para devorarlos uno por uno sin el menor esfuerzo. Adrien
apuntó directo a la cabeza del endemoniado ser y se preparó para
disparar. El viento sopló con más fuerza, moviendo de forma
espeluznante los vellos negros del animal. El hombre lobo mostró sus
dientes, como una amenaza, llenando de babas la hierba bajo sus pies.
— Se ríe de nosotros —dijo Jeannette muerta de miedo.
La bestia saltó hacia delante, Adrien disparó y… ¡maldición!... falló el
tiro. De un manotazo fue derribado al suelo, quedando inconsciente,
pues su cabeza embistió contra una roca y un poco de sangre salió
volando por los aires. Jeannette cayó de espaldas al suelo por la
impresión, pero el hombre lobo no se interesaba en ella, sus ojos se
posaron sobre el muchacho, Lester, que caminaba lentamente hacia
atrás con el antídoto en la mano, asegurando que se vislumbrara bien
bajo la luz de la Luna.
El monstruo tomó al pobre Lester por el cuello, alzándolo en peso y
mirándole directo a los ojos, exactamente frente a los suyos; la vacuna
aún brillaba en su mano.
— ¡Mátame de una vez, bestia estúpida, si vas a hacerlo! —dijo el
chico y comenzó a reír a carcajadas.
El hombre lobo le rugió a solo unos centímetros de su rostro,
dejándolo sordo y medio aturdido, atiborrado de babas por doquier, con
un olor tan desagradable como los muertos putrefactos del cementerio.
Volviendo en sí y gritando furioso, Lester alzó su mano y clavó la aguja
en el cuello de su oponente. Se escuchó un gemido. La bestia soltó al
121
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

joven, pero este se agarró del pelaje de su pecho para no caer, y


presionó lo más que pudo el émbolo, introduciéndole ahora sí todo el
líquido dentro. El antídoto corría por sus venas, llevando consigo un
hormigueo que descontrolaba sus sentidos. Pronto llegó el vértigo.
Agarró al chico por un pie y lo lanzó contra un árbol. Lester perdió el
conocimiento.
A continuación solo se escucharon gritos en la noche.

Cuando Lester recuperó la conciencia estaba tumbado sobre la


hierba y Jeannette le acariciaba el rostro con esa cálida y delicada mano
que tanto amaba. Tenía el rostro lleno de polvo y lloraba de alegría. Una
leve brisa acarició su cabello, suelto y desgreñado, otorgándole un
aspecto tierno y encantador. Lester se incorporó con trabajo, un dolor
insoportable le recorría el cuerpo, y su cabeza latía, queriendo estallar
en mil pedazos. Enseguida besó a su amada, notando cierto sabor
amargo en sus labios, como si hubiera vomitado, pero eso ya no
importaba, ya no importaba nada, ¡estaban vivos! Luego la abrazó… y
nuevamente la besó, estrechándola en sus brazos. Todo había
terminado.
Miró a su alrededor y descubrió a Adrien hablando con un Edouard
de forma humana, quien lloraba sentado sobre una piedra. Su piel
poseía decenas de cicatrices producidas al parecer por los disparos que
recibió en su forma lobuna, sin embargo, no eran lo suficiente graves
como para causarle un verdadero daño. Solo su nariz necesitaría de
ciertos cuidados, se encontraba muy destrozada. Las manos y los pies no
paraban de temblarle, fueron demasiadas emociones en una sola noche.
— Desconozco si el antídoto me mantenga en mi forma humana
para siempre o solo por esta noche —dijo Edouard—. ¿Y las demás?
¿Tendré que curarme todos los días de Luna llena?
— Ivan Haring ha de saber, tienes que verlo, solo él te puede salvar
—le afirmó Adrien.
— Y yo que llegué a pensar que tú eras la bestia… e Ivan Haring
seguro todavía lo piensa.
— Probablemente, pero ahora tú le explicarás todo, al menos por
esta noche no te transformarás más, algo dentro de mí me lo asegura —
Adrien sonreía.
122
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Lester se levantó y caminó lentamente hacia Edouard, Jeannette lo


observaba con ojos nostálgicos, muy orgullosa de él. Edouard también lo
miró, con una expresión de sumo agradecimiento que Lester supo
interpretar. Aquel chico de largos cabellos castaños que en un principio
no le agradó mucho, ahora se convertía en su eterno salvador, un amigo
al que recordaría para toda su vida.
— Suerte que mi cuerpo era extremadamente duro, de no ser así
hubiese muerto —bromeó Edouard.
— Perdóname por haberte disparado —suplicó Adrien por enésima
vez.
— No tengo nada que perdonar, si no lo hubieses hecho a estas
alturas yo sería un monstruo y tuviera en mi estómago a ambos. Te lo
agradezco. Además, perdóname tú a mí, mírate esa herida en la cabeza,
¡te lancé contra un árbol! —Edouard sonrió— Agradezco mucho lo que
hicieron por mí, y a ti más que a nadie, Lester, tú que tuviste el valor
suficiente para enfrentarme frente a frente y clavar la inyección en mi
piel.
El chico le extendió tímidamente su mano, y sonrieron ambos a la
luz de la Luna, ella, que había sido testigo de todo. Se separaron tras
varios segundos de emoción, y entonces Lester se sentó a hablar sobre
lo ocurrido. Jeannette se acomodó a su lado, abrazándolo con cariño,
mientras le acariciaba los cabellos cubiertos de sangre.
— ¿Qué hora es? —preguntó de repente el joven.
— Exactamente las nueve de la noche —respondió Adrien sacando
su reloj del bolsillo.
— Hace solo dos horas que te transformaste, Edouard. Para mí fue
hace una eternidad.
— Para mí también —dijo él—, para mí también…
— Por cierto, Lester —dijo Jeannette sonriendo—, que mal olor
había dentro del ataúd del señor Debray. ¿No se te ocurrió una idea
mejor? —el chico comenzó a reír.
— Jeannette —dijo luego—, ese mal sabor en tus labios… vomitase,
¿cierto?
La chica asintió con la cabeza.
— Ya estamos a mano —a continuación, múltiples carcajadas.

123
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Entonces pensaron: ¿y el señor Debray? Estaría aún donde lo


dejaron. Tenía que estar allí, ¿acaso no estaba moribundo? Edouard le
tomó el pulso, encontrándolo con vida, pero en muy mal estado para
levantarse. No, no había de que preocuparse, Isabelle nunca se enteraría
de la traición por parte de sus amados jóvenes.
Suspiraron aliviados, de una vez por todas habían resuelto el caso de
las muertes que comenzaron hace cinco años en todo Vivarés,
comprometiendo incluso el buen prestigio de la reinstaurada Corona. El
caso del hombre lobo, el destripador del pueblo, había llegado a su fin.
Ahora solo les quedaba encontrar a Ivan Haring y aclarar el asunto, en
especial Edouard, que aún albergaba la maldición en sus venas.
Se levantaron los cuatro y sonrieron con alegría, contemplando el
cementerio; la niebla había reaparecido, y les pareció escuchar pasos y
ver muertos entre las cruces, muertos que sonreían. Rieron a carcajadas,
los muertos no hacen daño, no son de carne y hueso, ya se habían
enfrentado a cosas peores, se habían enfrentado a un hombre lobo, a un
ser nacido en el mismísimo Infierno. ¿Por qué temerle entonces a un
espíritu?
Tomaron rumbo al camino y al carruaje, que aunque destrozado aún
les serviría para sacarlos de San Gabriel. Decidieron no verificar el
cuerpo del señor Debray, era imposible que se hubiese levantado
después de tal golpe en la cabeza, descuartizada como se la dejaron,
aunque sin derramar mucha sangre.
El canto de los pájaros inundó la noche y los murciélagos volvieron a
revolotear sobre sus cabezas. Todo había terminado.
Por fin arribaron al coche, el cual miraron con cierto desaire,
convertido en una verdadera chatarra. Los caballos ya se encontraban
más calmados, respirando sin mucha dificultad a pesar de lo mucho que
tuvieron que correr. El propio Edouard tomó las riendas, Adrien se sentó
a su derecha, y en lo que quedaba del asiento trasero se recostaron los
jóvenes.
— Y ahora, ¿a dónde vamos? —preguntó Edouard.
Lo pensaron varios segundos, Lester se decidió y habló por todos:
— Iremos a la mansión de Isabelle, tiene mucho que explicarnos.
Esto todavía no ha terminado —Jeannette se alarmó de solo pensarlo,
no estaba lista para otra aventura, pero la desaparición de Marcus
124
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

tampoco le era indiferente, pasara lo que pasara, tenían que arriesgarse


por salvar a su amigo.
— ¡Pues entonces a la mansión de Isabelle! —exclamó Edouard y
azotó a los caballos.
El coche dio media vuelta y tomó rumbo a la casa de la marquesa
ermitaña, muy lentamente. Una mujer tan extraña y fantasmal seguro
sabría algo acerca de la maldición del hombre lobo, y además, ¿por qué
su mayordomo excavaba en un cementerio abandonado a mitad de la
noche? Allí había gato encerrado. Isabelle tenía muchas cosas que
explicar.
Otro aullido se extendió por los campos de aquel remoto pueblecito
francés.

125
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Qué raro había terminado todo. Edouard, que juró llegar al fondo
del asunto, descubrió al final que él era el asesino, sufriendo licantropía
cada noche de Luna llena después de aquel fatídico día en que una
enorme bestia le mordió la pierna, bestia que debía ser alguna especie
de licántropo aún más cercano a los lobos por el hecho de andar sobre
sus cuatro patas y no sobre dos, como él, según le contaron sus
compañeros. Comprendió entonces el por qué de su extraño olor, como
su pecho antes lampiño ahora rebosaba en vellos gruesos, largos y
enroscados, el por qué del crecimiento de las uñas con tanta rapidez, y
sobre todo, por qué atraía tanto a las mujeres; era por el olor, un aroma
a lobo macho que resultaba irresistible para las hembras en celo de su
especie, lo escuchó mucho tiempo atrás en alguna conversación sobre el
tema. Las visiones que tuvo no eran más que recuerdos de sus noches
de matanza. Esa imagen de alguien que espiaba desde los arbustos se
correspondía con él y no con Augustin, como en un principio pensó. Esas
mañanas en que despertaba más cansado de lo que se acostaba ya
tenían su explicación, aunque no tan racional como hubiera deseado.
¿Quién le creería semejante locura? ¿Quién comprendería su
naturaleza? El hombre siempre ha ignorado los eventos sobrenaturales,
niega los sucesos que no tienen explicación aunque los vea con sus
propios ojos, es algo propio de la naturaleza humana, y por ende, del
mismo Edouard, un hijo de la Era de la Razón. Pero… ¿cuál es el
concepto de lo sobrenatural? Algo imposible. Pero si sucede no es
imposible, entonces deja de ser sobrenatural. ¿Y cuál es la conclusión?
Que lo sobrenatural no existe, que todo en el mundo forma parte de la
naturaleza, de las leyes físicas. Lo más probable. Un hombre lobo sería
algo natural entonces, hacer magia también, al igual que levantarse de la
tumba como un zombi. Si todo eso existe, pues es natural, solo que
sucede en muy pocos lugares y muy pocas veces, es casi improbable que
en un mundo tan grande alguna persona se encuentre inmiscuida en esa
clase de hechos, son sucesos insignificantes en un globo gigantesco,
están fuera de lugar, no debieran existir, pero allí están, forman parte de
esta naturaleza que nos rodea, no cabe la menor duda.
126
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Edouard conducía el carruaje pensando en todo esto, y no es que de


pronto renaciera en él el filósofo que todos llevamos dentro,
simplemente necesitaba mantener la cordura, crearse sus propias leyes
naturales. Ahora se había convertido en uno de los seres que a través de
los siglos ha aterrorizado a los niños en los cuentos para que se coman
toda la comida, o para que se vayan a la cama, había pasado a formar
parte de ese mundo de las tinieblas al cual tanto temen los hombres
supersticiosos.
A pesar del antídoto que lo mantenía en forma humana, la Luna
llena brillando sobre el firmamento atormentaba sus sentidos, sin poder
quitarle los ojos de encima. «Tan bella» pensó. El mundo entero había
cambiado a sus ojos, la noche se le hizo terriblemente encantadora, y los
olores del mundo se hicieron más fuertes, más profundos, más
llamativos. Nada volvería a ser como antes nunca más.
Pasaron el puente de madera que cruzaba el riachuelo, corriendo
con suavidad, tal vez un poco más crecido de lo normal por la lluvia de la
noche anterior. Aminoraron la velocidad del coche, la mansión de la
hermosa marquesa cada vez se encontraba más cerca, el bosque ya casi
desaparecía. A lo lejos se comenzaron a divisar unas luces.
— ¿Y qué le diremos? —preguntó Lester de pronto.
— Sencillo —explicó Edouard—, la verdad, excepto la parte en que
casi matamos a su mayordomo. ¿Quién sabe lo que hará si se llegase a
enterar?
— Ojalá esa ermitaña nos permita entrar a nosotros—dijo Adrien
recostado a la ventana de una de las puertas, hecha añicos.
— Si no les permiten la entrada permanecen afuera mientras
nosotros hablamos, luego les contaremos todo con lujo de detalles —
sugirió Lester.
Los caballos otra vez comenzaban a resoplar, exhaustos de tanto
ejercicio, pero no era momento para detenerse. Lester contempló el
techo doblado, con un agujero en medio, por donde tiempo antes el
hombre lobo metió su mano para agarrarlo del cuello, arañándolo un
poco. Había salpicaduras de sangre por doquier, como recuerdo de la
horrible pesadilla que se vivió allí dentro. Sin embargo, ahora esos
detalles no eran importantes, mientras continuaran con vida las
trivialidades serían simplemente: trivialidades.
127
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Dejaron de una vez por todas el bosque, y lo que vieron los asombró
más de lo que ya estaban. ¡La mansión de Isabelle ardía en llamas!
Por las ventanas y por la gran puerta salía un humo negro que
sentenciaba la muerte. Un pira gigantesca en medio de la nada,
iluminando las mismísimas nubes. El cielo y todo el lugar se hallaba
contaminado por el fuego, que ahora se expandía por el césped de los
alrededores de la casa, muy cerca de los árboles.
Lester y Jeannette sintieron unos terribles deseos de llorar, pero se
resistieron, no era momento para eso. ¿Estaría con vida la bella mujer
que conocieron la noche pasada? Es cierto que no les brindaba
confianza, pero en el fondo de sus corazones la amaban, amaban su piel
blanca bajo aquel vestido rosa, sus hipnóticos ojos azules, su voz que
pronunciaba sus nombres de una manera mágica, amaban de forma
general su carácter misterioso; una mujer perfecta que no podría morir,
los ángeles no mueren y son menos hermosos.
Edouard azotó a los caballos y el descuartizado coche avanzó a
mayor velocidad, levantando una espesa nube de polvo detrás. Estaban
muy sorprendidos por lo que presenciaban sus ojos. ¿A qué se debería
aquel repentino incendio? ¿Habría sido accidental? De ser así, ¿cuáles
fueron las razones? Lo que todos temían era encontrar a Isabelle
muerta, ella era una mujer tan hermosa y con tanta sabiduría, que de
seguro les podría aclarar muchas de sus dudas sobre esa noche. Ya no
pensaban en ella como la señora del monstruo que profanaba el
cementerio, la cual se encontraba detrás de algún plan maligno, ahora
regresó a sus mentes aquella imagen del ángel perfecto que no puede
hacerle daño a nadie.
Se detuvieron lo suficientemente alejados del fuego. Lester saltó
fuera del carruaje y corrió a la fuente, inmune a las llamas, seguido por
Adrien. Edouard y Jeannette contemplaron aquel horrible lugar desde
sus asientos, un inmenso palacio en llamas, llamas tan altas que
parecían alcanzar las estrellas. Pronto el calor comenzó a sentirse en su
piel.
— ¿Qué habrá sucedido? No comprendo nada —Jeannette miraban
el desastre con compasión, con los ojos humedecidos.
Un jinete montado sobre un enorme corcel negro salió de un
costado de la mansión a toda velocidad, alejándose enseguida por el
128
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

camino sin detenerse siquiera un momento a contemplar los recién


llegados, los cuales observaron con atención todo su recorrido,
intentando descubrir su identidad. No más se hubo adentrado en el
bosque aumentó el galope, para desaparecer en la maleza cual fantasma
en las tinieblas de la noche.
— ¡Desgraciado! —gruñó Lester— Él fue quien hizo esto. ¡Fue ese
Ivan Haring!
Edouard y Jeannette corrieron hacia la fuente para observar más de
cerca el incendio. A cada minuto las llamas aumentaban su tamaño, y
pronto comenzaron a caer pedazos de madera cerca de ellos, como
piedras arrojadas de un volcán en erupción. Tuvieron que dar un
pequeño salto hacia atrás para no morir por el golpe de una ventana que
se abalanzó sobre ellos. Nunca antes los jóvenes habían presenciado un
incendio verdadero, y concluyeron que era peor que el mismísimo
Infierno.
Lester tomó una dura decisión, entraría con la esperanza de salvar a
la marquesa, no podía dejarla morir allí, de lo contrario se arrepentiría
de ello para toda su vida. Además, era muy probable que su amigo
Marcus también se encontrara en ese lugar, pues no le cabía en la
cabeza que el muy cobarde se hubiese marchado rumbo a casa después
de presenciar las muertes, dejándolos abandonados en el pueblo.
Recordó la pelea en la taberna de Londres que tuvo lugar hace tiempo,
tal vez sí acostumbraba a irse en el peor momento. Pero no, no quería
pensar en tal posibilidad. Marcus era su amigo.
Corrió hacia la inmensa puerta sin escuchar los gritos de los demás,
implorándole que se detuviera. De una patada la tiró abajo, y un calor
infernal arremetió contra su rostro, quemándole parte de sus cabellos.
El inmenso salón también ardía en llamas. Los cuadros de las obras más
grandes del mundo se quemaban grotescamente, mientras el suelo de
mármol se había convertido en un basurero de cosas chamuscadas.
Avanzó a grandes zancadas, esquivando los escombros ardientes
que embestían contra el suelo, a su lado. Se detuvo justo en frente del
cuadro de la abuela de Isabelle, una mujer tan parecida a ella que se
podría afirmar que se trataba de la misma persona. Una idea
descabellada le rondó su cabeza, pero enseguida la eliminó,
contemplando un gran trozo de madera chamuscada que había caído
129
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

justo en frente. Se dignó entonces a levantar la vista hacia el techo, pero


tuvo que bajarla de inmediato, el aspecto que presentaba era el de un
río de lava corriendo sobre su cabeza y arrojando desechos hacia todos
lados.
Corrió hacia las escaleras al final del salón y una vez arriba tomó
hacia la derecha, algo le decía que por allí se encontraba la habitación de
la marquesa. Subió y subió hasta llegar a un pasillo en llamas, donde
justo al final existían otras escaleras. Escogió una de ellas, y saltando
sobre los escalones, puesto que se encontraban también chamuscados,
corriendo el riesgo de que se partiesen al menor peso, arribó al tercer
piso.
La habitación allí existente ardía más aún que todas, y la madera se
encontraba en peor estado, dentro de poco el techo arremetería contra
su cabeza. Fue allí en donde comenzó el fuego, sin lugar a dudas. Las
cenizas volaban por el aire impidiéndole ver con claridad, y las tablas
crujían bajo el peso de su cuerpo como si se fueran a partir de un
momento a otro. El calor sofocante lo hizo sudar en exceso, y el humo le
impedía respirar con facilidad. Pronto la tos empezó a atormentarlo y un
fuerte dolor en la garganta y en el pecho se adueñó de él.
Cubriéndose los ojos con la mano logró entrar y descubrir algo… en
un rincón existía un cuerpo sin cabeza todo cubierto de polvo y cenizas,
con las ropas chamuscadas. Era el cuerpo de Isabelle, aquellas curvas
todavía agraciadas, y esa piel lisa, a pesar de las cenizas que la cubrían y
la sangre que la manchaba, no podían pertenecer a ninguna otra
persona más que a ella. Además, aquel pedazo de vestido negro algo
anticuado, pero igual de hermoso, cabe decir, no lo usaría nadie más en
todo el mundo.
Miró a otro sitio y encontró la cabeza de la dama con los ojos en
blanco, muy cerca de ser consumida por las llamas. Su cabello rubio
estaba tostado por completo, y su piel había tomado un leve bronceado
que no la afeaba en absoluto, a pesar de estar muerta. El color de sus
labios desapareció, pero igual se encontraban bellos y llenos de vida,
como si en cualquier momento fuesen a moverse para hablar. La sangre
le manchaba el cuello.
¡Qué desgracia! Cuanto no hubiera dado Lester en ese momento
para devolverla a la vida, solo por escuchar aquel nombre que
130
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

pronunciaba como ningún otro: «Lester». Unos deseos macabros le


vinieron a la mente. ¿Estaría perdiendo el juicio? ¿Era posible que su
locura lo impulsara a besar aquellos labios muertos, aquella cabeza sin
vida? La miró nuevamente de reojo, su hermosura resultaba irresistible.
— Aún después de muerta cautivas a la gente —susurró para sí y
volteó la vista para no caer en la tentación.
Aquellas llamas se habían llevado el conocimiento que fueron a
buscar a la mansión, nunca sabrían por qué el mayordomo excavaba en
el cementerio, ni por qué una mujer tan bella vivía en la soledad del
bosque con costumbres tan extrañas. Ese maldito Ivan Haring les había
impedido la comprensión de todo. Miró a varios sitios, impresionado por
aquel espectáculo. El desgraciado de Ivan se merecía arder en las llamas
del Infierno. Se lo imaginó cortándole la cabeza a la marquesa con
alguna espada, y prendiendo fuego al lugar, después de llenarlo de
combustible. ¡Bastardo!
El polvo enceguecía sus ojos, que no paraban de soltar lágrimas por
el calor. Pero lo que vio a continuación lo hizo llorar de verdad y caer de
rodillas en el suelo, quemándose la piel.
¿Cómo no lo advirtió antes? Cerca del cuerpo de la marquesa estaba
tendido Marcus, pero en una sola pieza. Sus ropas se encontraban
chamuscadas, y su piel también estaba cubierta de cenizas. Su cabello,
muy tostado por el calor, y sus ojos en blanco, le removieron el corazón
a su amigo.
Retomando el control de su cuerpo corrió hacia él y se agachó para
tomarle el pulso. Comenzó a gritar y a llorar. ¡Estaba muerto! ¡Muerto
de veras! Le miró los ojos en blanco y se los cerró con la cabeza entre
sus manos. Unas machas de sangre salpicaban su boca, pero sus labios
ya habían perdido el color de la vida.
— ¡Nooooooo!
El grito se esparció por toda la habitación, escurriéndose por la
ventana y advirtiendo a sus amigos que un desastre había tenido lugar.
A continuación, más lágrimas.
Sintió pasos a su espalda y se volteó sin temor, era Edouard, quien
se paró a su lado y contempló la escena, pasándose la mano por el
rostro, muy impresionado. Él, que llegó a pensar que todo había
terminado, y ahora esto, un nuevo misterio por resolver.
131
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— Fue ese que dice servir a Dios —le dijo Lester enfurecido—. ¡Mató
a mi amigo!
Edouard arrebató de sus manos el cuerpo, y tomándolo en sus
propios brazos, corrió escaleras abajo. Lester lo siguió sin parar de llorar,
esquivando los escombros que amenazaban con caer sobre su cabeza.
No más hubieron salido de la habitación el techo se vino abajo,
produciendo un estrépito ensordecedor y grandes llamaradas que les
quemaron las ropas. El cadáver de Isabelle quedó así a merced de las
llamas. Pero qué importaba una señora desconocida cuando habían
perdido a uno de sus amigos. No obstante, Lester no pudo dejar de
pensar en ella.
Bajaron rápidamente al primer piso, que dentro de poco también se
desplomaría en pedazos, y tras cruzar el salón de los antiguos cuadros ya
inexistentes, salieron a la fuente en donde los esperaban los demás.
Jeannette rompió en lágrimas, sosteniéndose de la fuente para no
caer. El sonido de sus lamentos se expandió por el aire, impulsado por
las llamas, impulsado por el dolor.
Edouard colocó el cuerpo de Marcus sobre la tierra, y enseguida
Lester se inclinó junto a él, tomando su cabeza en sus manos y
besándolo en la frente ensangrentada, entre sollozos y gritos de
angustia. Los rizos le caían sueltos hacia atrás, dándole un aspecto raro,
casi angelical.
Jeannette también se arrodilló ante el cadáver y abrazó a Lester, que
no paraba de llorar. Adrien se mantuvo sentado en la fuente,
jugueteando con el agua, como si no comprendiese lo que acababa de
suceder. Más pedazos de madera ardiente cayeron cerca y tuvieron que
alejarse hacia el carruaje, en donde los caballos relinchaban asustados.
Ahora fue Lester quien cargó el cuerpo de su amigo.
— ¿Y la marquesa? —preguntó Jeannette angustiada.
— Está muerta —respondió Lester—. Le cortaron la cabeza, y fue
ese maldito que dice servir a Dios, Ivan Haring.
Acostaron a Marcus en el asiento trasero del coche y Lester se sentó
junto a él, con su cabeza sobre las piernas, acariciándole el rostro y los
rizos llenos de polvo. Jeannette se acomodó a su lado un tanto apretada.
En todo el viaje no volteó a ver el cuerpo de su amigo, no poseía el valor

132
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

suficiente para hacerlo. Edouard azotó a los pobres animales y dieron


media vuelta, dirigiéndose al camino.
— Si hubiésemos tardado un poco más ya su cuerpo habría ardido
junto a toda la casa —sollozó Lester, contemplándole todavía el rostro
sin vida.
— Es una lástima que no hayamos podido recuperar también el
cuerpo de la marquesa —dijo Edouard de improviso.
— ¡Qué me importa esa mujer! ¡La conocí ayer! —Lester estaba muy
alterado— ¡Es Marcus lo que me duele, mi gran amigo Marcus!
A Lester le dolieron sus propias palabras, para él Isabelle no era una
simple mujer, era una distinguida y hermosa dama a la cual admiraba
como a ninguna otra cosa. Pero tenía que sacársela de su cabeza o se
volvería loco, ella estaba muerta.
Pasaron el puente y Edouard aceleró el coche un poco más. Lester
miró hacia atrás, contemplando por última vez la mística mansión en
medio del bosque, ahora consumida por las llamas, que se alzaban
decenas de metros sobre el techo. Era una triste imagen, y más aún por
ser la última. Allí quedaba la hermosa marquesa Isabelle, junto con
todos los misterios que envolvían su persona.
Durante el camino Lester no pronunció palabra alguna, encerrado en
su propia tristeza. Jeannette también se mantuvo callada, observando
con tristeza a su amado. Habían venido de tan lejos para encontrar la
muerte de la forma más espantosa posible. ¿Cómo les contaría Lester a
los padres de Marcus, allá en Londres, sobre lo ocurrido? Estos ni
siquiera sabían que su hijo había partido en un viaje hacia Francia.
Comprendieron entonces por qué el chico fue a la mansión esa tarde,
desde la noche anterior se mostró retraído, fuera de este mundo, algo
que incomodaba mucho a Edouard, y es que Isabelle lo había hechizado,
y él no fue lo suficientemente fuerte para resistirse a su encanto… ¿pero
quién lo era? El propio Lester ya la extrañaba, deseoso de escuchar de
nuevo su voz angelical. Marcus partió esa tarde a caballo con un solo
propósito, verla de nuevo, ver esos ojos azules que lo volvían loco, sin
sospechar que tras ellos solo encontraría la muerte.
Pasaron muy de prisa por el cementerio San Gabriel, no deseaban
rememorar lo ocurrido en aquel tétrico lugar.

133
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

La angustia por la marquesa y su amigo no desaparecía, creándose


numerosas interrogantes en sus cabezas. ¿Quién mató a Marcus? Solo
podía haber sido una persona, Ivan Haring, no lo dudaron ni por un
segundo. No obstante, existía algo extraño en todo aquello. El cuerpo de
Marcus no poseía heridas, Lester ya se había cansado de buscar. Estaba
muy pálido, eso sí, como todos los muertos, aunque cabe decir que más
frío de lo normal, como si aquel fuego infernal no lo hubiese calentado
en lo absoluto. Sus labios ya tomaban el color marrón característico de
los cadáveres, y unas ojeras negras aparecieron bajo sus ojos,
maximizando el aspecto famélico que ya poseía.
Arribaron al cruce de caminos y tomaron rumbo al pueblo, cuyas
luces ya se divisaban. Por supuesto, no encontraron en todo el trayecto
ni rastros de Ivan Haring, y cuando por fin llegaron al poblado tampoco,
a pesar de haberlo buscado por todas las calles y callejones a oscuras. El
misterioso sujeto había desaparecido.
Tampoco encontraron indicios de su presencia en la iglesia, a donde
llevaron el cuerpo de Marcus, más pálido y frío con cada minuto que
pasaba. El padre Grégoire los recibió, asombrado por aquella repentina
muerte, y por las noticias del terrible incendio que aconteció en la
mansión de la marquesa, sobe el cual en poco tiempo todo el mundo se
enteró.
Un aullido inundó la noche, la Luna brillaba en lo alto y Edouard no
se pudo contener, pasando su mano por su cabeza, como si aquella luz
lo atormentara. Pronto un cúmulo de nubes cubrió la esfera amarilla.
Eran exactamente la media noche.
El padre Grégoire les preguntó por lo sucedido, pero nadie cometió
el error de mencionar que Edouard era el hombre lobo. Todos
coincidieron en que fueron atacados por la bestia, a la cuál dieron
muerte, y que luego fueron a la mansión a buscar a Marcus,
encontrándola en llamas, y a Isabelle muerta y sin cabeza. Culparon a
Ivan Haring atestiguando que lo vieron salir a caballo de la casa en el
momento en que arribaron. El padre Grégoire, para sorpresa de todos,
tampoco conocía mucho sobre el extraño sujeto, o tal vez simplemente
les mintió, pero ninguno estaba dispuesto a cuestionar sus palabras, ya
que aquel sacerdote devoto de la fe no traicionaría sus ideales para
darles información.
134
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— A estas alturas ya debe estar muy lejos, rumbo a Roma —fueron


sus únicas palabras sobre Ivan Haring.
Acostaron el cuerpo de Marcus sobre una cama, y allí el propio
padre, ayudado por Lester, comenzó a limpiarle la sangre y el polvo que
lo cubría, hasta dejarlo en un estado decente. Jeannette, sin el valor
para ayudarlos en la tarea, se mantuvo sentada sobre una silla en un
rincón, a su lado hablaban en voz baja Adrien y Edouard.
Los aldeanos pronto llegaron a la iglesia, tocando con ímpetu las
gigantescas puertas, pero el sacerdote, tras pedirles que se marchasen,
cerró la puerta con una enorme tranca de hierro, y volvió a donde el
cadáver, para continuar estudiándolo.
El sonido de los cascos de un caballo llamó la atención de todos,
alguien allí fuera exigía entrar a la iglesia sin importar las órdenes del
padre. Otra vez Grégoire marchó hacia la puerta, esta vez en compañía
de Lester, quien reconoció de inmediato a aquel muchacho de largos
cabellos rubios y finísimo vestimenta, bajando de un enorme corcel.
— ¡Alexandro! —exclamó emocionado y a continuación, se
abrazaron.
— ¿Qué ha pasado? —preguntó el chico de piel extremadamente
blanca— Los campesinos parecen alarmados, dicen que hay un cadáver
aquí dentro. ¿Dónde está Marcus?
— Sígueme —le susurró Lester, y tras cerrar otra vez la puerta de la
iglesia, lo condujo por la gran capilla hasta la habitación en donde se
encontraba el cuerpo de su amigo.
Alexandro lanzó un grito de tristeza seguido de profundos lamentos
y sollozos. Se arrodilló junto a la cama y tomó la mano del que fue su
mejor amigo desde la infancia. Las lágrimas brotaron de sus ojos como
un caudal imparable, sin dejar de mirar el rostro de aquel fiel
compañero que lo había abandonado para siempre.
— ¿Cómo fue que murió? —preguntó, intentando calmarse.
— No lo sabemos —dijo Lester—, tal parece que simplemente dejó
de respirar. No existen heridas en su cuerpo de ninguna índole. Por otro
lado, está demasiado frío, si tenemos en cuenta que no murió hace
mucho tiempo.

135
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

— ¡No puede ser! —Alexandro comenzó a golpear la pared con


furia— ¡Es mi mejor amigo! ¡Lo conozco desde que éramos unos niños!
¡No puede ser! ¡No!
— Hay que llevarlo de vuelta a Londres para que sea sepultado por
sus padres —dijo Lester, cabizbajo en una esquina—. Yo mismo les daré
la noticia.
— Gracias, Lester —dijo Alexandro—, porque yo no poseo el valor
para hacerlo.
El padre Grégoire, hasta ahora observando la escena parado en la
puerta, avanzó hacia el cadáver, y con una pequeña aguja, hizo un
pequeño corte en el pulgar de Marcus, del cual no brotó nada de sangre,
excepto unas pequeñas gotitas insignificantes.
— ¡Está seco por dentro! —exclamó el sacerdote.
A continuación descubrió el cuello del muchacho, oculta bajo la
camisa, y lo palpó con su mano durante varios segundos, observando en
detalle su piel.
— Que raro —dijo una vez terminó—. Tampoco allí tiene marcas.
— ¿A qué te refieres, padre? —le preguntó Lester, como si
sospechase algo.
— Nada importante, hijo mío. La causa de la muerte de este chico es
un verdadero misterio. Todo lo que sabemos es que tiene muy poca
sangre en las venas, pero no existen marcas en su cuerpo que apunten a
un desangramiento.
Edouard recordó la historia narrada por Madeleine, esa fogosa
mujer con quien estuvo en la mañana. Cinco años atrás, bajo un puente
del pueblo, encontraron el cuerpo de su marido en las mismas
condiciones, muerto, sin sangre en las venas, pero sin ninguna herida,
como si hubiese muerto de un paro cardiaco, y por arte de magia, todos
sus fluidos hubieran desaparecido.
Lester se sentó junto a Jeannette, abrazándola. Alexandro advirtió a
la hermosa joven desconocida para él, pero no peguntó nada sobre su
procedencia, ya que conocía la excesiva obsesión de su amigo por las
mujeres, y el gran don que tenía para enamorarlas. De seguro se trataba
de otra de sus muchas conquistas.
— Pensé que te quedarías más tiempo en Paris —le dijo Lester.

136
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

— Terminé los asuntos que me obligaron a permanecer allí con mi


padre, y enseguida tomé un carruaje hacia Viviers, y ahí conseguí un
caballo para llegar hasta aquí. Quería sorprenderlos con mi llegada, pero
al parecer el sorprendido fui yo —otra vez se puso a sollozar, dando
golpes en la pared y maldiciendo al destino.
Edouard y Adrien se marcharon a la capilla, dejando a los chicos a
solas, también el padre Grégoire se había ido a otra habitación. Lester se
levantó de su asiento y comenzó a dar vueltas en un lugar para el otro,
hasta que fue detenido por Alexandro, quien le exigió saber todo lo
ocurrido. Jeannette lo miró a los ojos, como si se comunicasen sin
palabras.
— ¿Qué sucede? —preguntó Alexandro, percatándose de ello.
Lester comenzó a contar toda la historia, desde que llegaron al
pueblo, la noche anterior, hasta unas pocas horas atrás, cuando
encontraron a Marcus muerto. Pero astutamente omitió los datos sobre
el hombre lobo y el señor Debray, alguien como Alexandro no se creería
jamás semejante cuento y lo acusaría de irrespetuoso para con su
difunto amigo. De esta forma, improvisando, creó para Alexandro una
historia que mezclaba elementos falsos y ciertos, pero lo
suficientemente creíble para que no quedasen dudas sobre sus palabras;
no obstante, le lastimaba mucho no poder contar la verdad, y más aún
lo lastimaría el mentirle a los padres de Marcus, pero sin dudas esa era
la mejor opción.
— Y esa marquesa Isabelle —preguntó Alexandro una vez Lester
hubo terminado su narración—, la que nos invitó a este endemoniado
lugar, ¿quién es en realidad?
— Lo ignoramos. Solo sabemos que era… una ermitaña que vivía en
medio del bosque —Lester la recordaba con nostalgia—. Murió en el
incendio junto a Marcus. Fue un maldito fanático religioso el que
prendió fuego a la casa y los asesinó a ambos. Ivan Haring es su nombre,
pero ya desapareció de este lugar, a estas alturas debe ir a todo galope
hacia la frontera con Italia, y de ahí a Roma, al Vaticano.
Alexandro volvió a golpear la pared, por su rostro rodaban dos
inmensas lágrimas.
— ¡Es una lástima que ese infame no pague por lo que hizo! —
exclamó furioso.
137
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

Lester pasó su mano por los hombros de Alexandro, alentándolo un


poco.
— Esta misma noche llevaremos su cuerpo en el carruaje hasta
Viviers —dijo Lester—, de ahí a Paris, y de ahí hacia Londres, para que
reciba una sepultura digna de alguien como él.
Alexandro asintió con la cabeza, aún con los ojos envueltos en
lágrimas.
Pasó el tiempo. La noche avanzaba y llegó el momento de partir.
Edouard también los acompañaría hasta Paris, era esa la última noche
del mes en que había Luna llena, lo cual le daba cierta tregua, ahora que
ya no tenía antídoto. Adrien, tras despedirse afectuosamente, se marchó
a su casa, prometiendo que ayudaría en lo que fuese necesario, que se
mantendría en contacto. Nunca más lo volvieron a ver.
Los jóvenes y Edouard, como conductor, subieron al carruaje con el
cuerpo del difunto, para comenzar el largo trayecto hacia Viviers. Pronto
el carruaje se perdió en las tinieblas del camino, para abandonar para
siempre aquellas tierras de muerte y desolación.

138
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

10

Veintidós días después. 7:15 de la mañana.


Edouard despertó muy cansado, observando inmediatamente el
reloj junto a su cama. Hacía mucho que los jóvenes ingleses se habían
marchado a su país, olvidándose de su problema, esa maldición que aún
llevaba en la sangre. Le molestaba en cierto modo no haber conocido la
verdadera causa de la muerte del joven fallecido, ¿pero que importaba
ahora? Él se encontraba en una situación peor. Esa noche sería Luna
llena, y sin el antídoto, se transformaría en una bestia otra vez, y
entonces la historia se repetiría, esta vez en Paris.
A su regreso a la ciudad le informó al rey de que finalmente las
muertes habían terminado, muertes causadas por una manada de
enormes lobos hambrientos, similares a los cazados hace cincuenta años
en Gévaudan. Satisfecho por su trabajo, el propio Luis XVIII lo condecoró
con honores, sin sospechar que dentro de aquel hombre se ocultaba la
verdadera bestia causante de las últimas muertes producidas en Vivarés.
Se acurrucó entre las sábanas para volver a dormir, pero alguien
tocó a su puerta estrepitosamente. Se levantó enfadado y recogió la
carta que traía el joven cartero.
Se sentó sobre la cama y abrió el sobre, sin imaginar quién habría
podido enviárselo.

Buenos días, Edouard.


Supongo que ya debes imaginar quién soy, en caso contrario, te diré
mi nombre: Ivan Haring. No te asombres, no desaparecí cual fantasma,
como muchos pensaron. Me vi en la necesidad de marcharme lo antes
posible hacia el Vaticano para declarar ante el Papa que mi misión
estaba culminada, así como tú declaraste ante el rey.
Fue grande mi sorpresa al enterarme que el hombre lobo eras tú y no
Adrien, como en un principio pensé, pero como esa era la última noche
de Luna llena, decidí que no era necesario apresurarme para volver a
encontrarnos tú y yo. Te preguntarás el por qué de mi carta, no te
preocupes, contestaré todas tus interrogantes, ahora sí, sin muchos

139
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

preámbulos. Te inyectaste el antídoto, pero aún eres un hombre lobo,


esta noche volverás a convertirte a menos que te reúnas conmigo.
Piensas que fui yo quien asesinó a la marquesa Isabelle y al
muchacho, y sí, tienes todo la razón en culparme, yo fui el responsable
del incendio ocurrido en la mansión; el misterio oculto tras la marquesa
ermitaña fue la misión que me fue encomendada por el mismísimo Papa,
las muertes llevadas a cabo por la bestia que tienes dentro solo fueron
un nexo para dar con la persona que buscaba. Pero te aseguro algo,
querido Edouard, no es un crimen lo que cometí, aunque debo imaginar
que no comprendes el por qué de tal afirmación.
Por eso te pido que te reúnas conmigo en la cafetería de San
Dionisio, a una cuadra de tu departamento, justo a las ocho de la
mañana.
Saludos cordiales
Ivan Haring

Edouard quedó paralizado, con la carta aún en la mano. El milagro


que tanto había esperado por fin llegó. Ivan Haring había reaparecido, y
probablemente tuviera en su poder el antídoto capaz de evitar que esa
noche se transformara en hombre lobo.
Se levantó y se vistió lo más rápido que pudo. Cerró con cuidado el
apartamento y marchó rumbo a la cafetería sin probar bocado alguno.
Una multitud de personas se aglomeraban en torno a la calle, entre
gritos y silbidos, por la cual desfilaba el mismísimo rey, aún festejando la
victoria de la monarquía sobre el imperio de Napoleón. Pero Edouard no
tenía tiempo para eso, y pasando entre las personas a base de
empujones, logró salir a una calle lateral en la cual se encontraba la
susodicha cafetería.
Se detuvo frente al lugar, observándolo. Almorzaba allí desde mucho
tiempo atrás. Luego de suspirar emocionado entró y pidió una taza de
café para reconfortar sus adoloridos huesos. Ni vio rastros de Ivan
Haring por el lugar, pero estaba consciente que él vendría, tarde o
temprano aparecería por la puerta con esa sonrisa mezquina que tanto
odiaba.

140
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

Sentado en su mesa meditó sobre las palabras de Ivan en su carta,


mientras jugueteaba la cucharita de la taza.
«El misterio oculto tras la marquesa ermitaña fue la misión que me
fue encomendada por el mismísimo Papa, las muertes llevadas a cabo
por la bestia que tienes dentro solo fueron un nexo para dar con la
persona que buscaba». ¿Cuál era ese misterio relacionado con la
marquesa? ¿Qué relación podría tener aquella mujer con la maldición
que ahora corría por sus venas? Pensó en la terrorífica escena de Ivan
Haring cortándole la cabeza a Isabelle con una espada, sin mostrar el
menor escrúpulo. No obstante, le tranquilizaba encontrarse con él, ya
que solo así conseguiría el antídoto y pasaría otra noche más sin
convertirse en la bestia que tanto odiaba y temía. Tal vez incluso
existiera un antídoto permanente.
El tiempo pasó… ya eran más de las ocho… y nada. Llevaba media
hora sentado como un estúpido en aquel lugar, jugueteando con la taza
de café. Esperó unos minutos más pero solo se sentó frente a él el
fantasma de la soledad. Decidió irse sin hablar con el sujeto, perdiendo
las esperanzas de curar su maldición y conformándose con su suerte,
pero fue en ese preciso instante cuando lo vio entrar por la puerta con
su característica sombrero de ala ancha.
Vestía de negro, como siempre, y se sentó frente a Edouard,
sonriéndole con ironía. Pidió una taza de café para él, la cual trajeron de
inmediato. La empleada intentó coquetear con Edouard, pero este le
ordenó que se marchase de inmediato, no era tiempo para eso. Ivan
Haring tomó lentamente el café, saboreando inclusive el olor que
desprendía hacia su nariz.
— Antes que nada —dijo una vez hubo terminado—, me alegro
mucho de verte con vida. Podrías haber muerto aquella noche, en el
cementerio.
— Las balas no me hicieron mucho daño, mi piel era dura, aunque
supongo que nada que la plata no pueda atravesar.
— En eso te equivocas. Lo que sabes sobre hombres lobos son puras
patrañas, leyendas de campesinos ignorantes, aunque debo reconocer
que algunas sí son ciertas. Así que olvida la plata, es inútil contra los que
son como tú. ¿No te has puesto a pensar el por qué de la leyenda de las
balas de plata? Es algo estúpido, una invención de un aldeano que por
141
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

simple casualidad derribó a las bestias de Gévaudan utilizándolas. ¿Qué


tiene la plata que no tenga otro metal? La lógica, es algo que pocas
personas utilizan. Existen varias formas de matar a un hombre lobo en
su forma de bestia. Una, cortándole la cabeza, lo cual es muy difícil. Dos,
quemarlo hasta reducirlo a cenizas, lo cual es casi imposible. Tres,
dispararle con algo lo suficientemente fuerte como para atravesar su
cuerpo, pero ahora solo se me ocurre un cañón —una sonrisa se dibujó
en su rostro—. Claro, que con una buena escopeta de cazador podrías
volarle la cabeza. La cuarta es la más sencilla, y es la que yo siempre
utilizo, balas en cuyo interior está el antídoto. Esa es la opción más
eficaz contra un hombre lobo. Ya en su forma humana los puedo matar
como me venga en gana —Ivan Haring volvió a sonreír.
— ¿Los matas?
— No existe un antídoto permanente, y no puedo cuidar como niños
a todos los licántropos. Pero contigo… quizás haga una excepción.
— ¿Sabes algo sobre el origen de estas bestias?
— En el Vaticano existen teorías, pero no sabemos a ciencia cierta el
origen de ninguna criatura sobrenatural de este mundo. La explicación
lógica, la más científica, es que la mutación se debe a un veneno que se
transmite con los colmillos. Ahora, los orígenes de tal rabia se
desconocen. Lo siento, me gustaría contarte más.
— ¿En serio trabajas para el Vaticano?
— Por supuesto, y desde hace mucho tiempo, más de lo que
imaginas. Te aseguro que si la guardia del rey Luis XVIII me atrapase no
me sucedería nada.
— Eres un hombre misterioso, Ivan…
— Lo soy —afirmó este.
Edouard no paraba de mirarlo, aún asombrado ante su presencia.
Recordaba la primera vez que lo vio, allá en lo alto del risco,
enfrentándose él solo a la bestia, como si el miedo no se hubiera alojado
nunca en su alma.
— ¿Por qué mataste al chico y a la marquesa? —le preguntó de
repente.
— No te niego que fui yo quien le cortó la cabeza a Isabelle, pero al
muchacho… al muchacho no lo maté, cuando entré en la casa ya estaba

142
Gritos en la Noche | R. Javier Mier

allí tirado, simplemente lo dejé en el lugar, a merced de las llamas,


debieron encontrar su cuerpo chamuscado.
— Te equivocas —dijo Edouard con una sonrisa burlona—, no lo
encontramos chamuscado, lo encontramos muerto pero bien
preservado, sin una sola herida en su cuerpo.
— ¿Y qué hicieron con el cadáver? ¿Con el suyo y con el de Isabelle?
— A ella no pudimos salvarla y ardió junto a su mansión, pero a
Marcus lo llevé en mis brazos al carruaje. Ya debe haber sido enterrado
en Londres por su familia, muy lejos de aquí —Edouard comenzó a reír.
Un tono de preocupación asomó en la voz de Ivan Haring.
— No… debieron hacer eso. Ese muchacho es un peligro para el
mundo… Fue un error fatal de vuestra parte.
— ¿A qué te refieres? ¿Por qué es un peligro? ¿Acaso no está
muerto?
— Muerto sí que está, pero aún así es un peligro. ¡Qué tonto fui al
dejarlo con vida! Debí matarlo cuando tuve la oportunidad. Para que
comprendas por qué digo esto debes saber lo que pasó anoche en la
mansión de Isabelle.
— ¿Y qué fue lo que sucedió exactamente anoche en esa mansión,
aparte de dos asesinatos cometidos por ti?
— Si quieres que te cuente lo que ocurrió debes dar un paso muy
importante en tu vida, debes jurarme lealtad y unirte a mi Orden, solo
así te será rebelada toda la verdad. Debes abandonar tu cargo en las
filas del ejército… no te preocupes por el dinero, ganarás mucho más del
que jamás imaginaste, pero este ya no significará nada para ti, créeme.
Otra cosa… ¿crees en Dios? —aquella pregunta sonaba extraña, fuera de
contexto. No obstante, parecía llevar un profundo significado consigo.
— Si me hubieras preguntado eso anoche te hubiera contestado que
no, pero ahora, después de lo ocurrido, sí, ¡te digo que sí creo!
— Entonces jura por Dios que cuando te cuente lo sucedido te
convertirás en mi ayudante y te unirás a la Orden. ¿Aceptas o no?
— ¿Y si después me negara?
— Te mataría como el animal que eres, no es la primera vez que lo
hago —Edouard percibió en sus ojos que lo que decía era cierto, y dudó
unos instantes en dar su respuesta, sin embargo, el deseo de

143
R. Javier Mier | Gritos en la Noche

conocimiento le atormentaba la mente. Él conocería toda la verdad sin


importar el precio que fuese necesario pagar.
— Lo que más deseo en estos momentos es introducirme en ese
mundo que desconozco —dijo con decisión y firmeza—. ¡Claro que
acepto! Deseo saber lo que tú sabes, deseo unirme a tu Orden.
— Entonces acomódate, te revelaré lo ocurrido anoche en la
mansión, y en general, en todo el pueblo. Comprenderás entonces por
qué Marcus es un peligro que hay que exterminar cueste lo que cueste.

Fin

144

You might also like