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Selección de Las sospechas del dinero.

Moral y economía en la vida popular, de Ariel Wilkis


(Buenos Aires: Paidós, 2013, ISBN: 9789501289138). No circular ni citar sin autorización
del autor.

Introducción
La nueva realidad latinoamericana del dinero

Quizá detrás de la moneda esté Dios.


“El Zahir”, Jorge Luis Borges

“No veo mi ganancia”, dice Mary en voz alta para que la escuchen sus nietos. Ellos revolotean
alrededor del refrigerador de tergopol, que transporta los helados que elaboró con un polvo
sintético comprado en el almacén de la villa. Se enoja y sonríe, a la vez, al ver cómo los helados
desaparecen de las manos de sus nietos.
Esta mujer de 58 años vive hace veinticinco en Villa Olimpia. Su casa actual, menos precaria que
la anterior, presenta igualmente un sinfín de problemas por la falta de agua corriente, de cloacas
y de un techo que evite las filtraciones.
Llegó desde Paraguay al Oeste del Gran Buenos Aires junto a sus cuatro hijos. La esperaban dos
hermanos, ya instalados en Villa Olimpia, quienes trabajaban como albañiles. Como tantas otras
familias, los establecidos y los recién llegados a la periferia relegada de la ciudad de Buenos
Aires integraban un movimiento migratorio que crecía a la par de las esperanzas por encontrar
una vida mejor en un país vecino.
Al abandonar la pieza que le prestó uno de sus hermanos, sintió que sus anhelos se concretaban:
el sueño de la casita propia parecía posible. Pero nada fue fácil. Para comprar su terreno, Mary
le pidió ayuda a su hermano menor. Este dinero prestado quedaría grabado en su memoria y en
su dolor, porque nunca logró devolver el préstamo. A veinte años de aquel episodio, todavía no
puede perdonar cuando alguien de su familia le reclama esa deuda, originada en su condición de
inmigrante, mujer, madre soltera y pobre.
Cada noche, antes de dormir, Mary hace sumas y restas. En esos pequeños montos de dinero, en
esos cálculos de escala minúscula, concentra su deseo y su imaginación para mejorar un
presupuesto que se mantiene en déficit permanente.
Mary imagina nuevas fuentes de ganancias. Piensa visitar la feria de La Salada para comprar
ropa a precios módicos y luego revenderla más cara. Muchos vecinos de la villa prefieren
quedarse en sus casas antes que trasladarse al gigantesco mercado popular desplegado sobre la
vera del río más contaminado de la región. Ella replica un modelo de negocio que realizan
muchas otras mujeres, que ganan su dinero mediante la intermediación entre consumidores y
vendedores de las ferias populares. Estas mujeres forman un eslabón más en las redes de
comercialización de mercancías provenientes de China, Brasil, Paraguay, o de los talleres de
costura que inundan la periferia de la ciudad de Buenos Aires.
También, imagina cómo aumentar ese dinero ganado mejorando su venta de bebidas y alimentos
todos los fines de semana en la cancha de fútbol de la villa, el lugar y el momento de mayor
efervescencia. El deporte se mezcla con las apuestas de dinero y el consumo de bebidas y
comidas. Mary se ha ganado el respeto suficiente para que nadie invada su lugar en la cancha, un

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respeto que alcanza, incluso, para que medie cuando los equipos rivales dejan de lado el balón y
regulan sus pasiones a golpes de puño.
Mary sigue pensando. El próximo verano invertirá en una heladera nueva. Ya sabe cómo: le
pedirá a su comadre, titular de una tarjeta en una cadena minorista de electrodomésticos, que le
saque un crédito. Ella le pagará en cuotas. Hace tiempo ya que Mary sabe que puede contar con
ese recurso y se le ha tornado una costumbre usarlo, al igual que hacen gran parte de las familias
del barrio.
No siempre hace falta salir a buscar las oportunidades: a veces, llegan hasta la puerta de la casa
de Mary. Cada tanto, la visitan unos jóvenes del barrio que le ofrecen objetos robados. Para
Mary, es una ocasión para equiparse con teléfonos celulares modernos, televisores nuevos,
reproductores de DVD. O puede, a su vez, revender los bienes robados entre sus vecinos. Presta
atención: espera que los jóvenes pasen presurosos, como si transportaran algo que les quema las
manos, y le digan: “Doña, ¿quiere…?”.
Estos muchachos se parecen a sus hijos mayores. No solo por la edad. Cuando sus hijos llegan
del frigorífico donde trabajan, sacan de un bolso unos cuantos kilos de carne. Antes de cambiarse
la ropa manchada de sangre, preparan varios paquetes pequeños en fracciones; poco tardan en
llegar los clientes, que negocian la cantidad dinero que pagarán por cada envoltorio. El dinero y
la carne se intercambian bajo la mirada atenta de Mary. Una vez finalizadas las ventas, les pide a
sus hijos una parte de lo recaudado. “Ellos saben que me tienen que dar el dinero, ¡yo pongo
también!”, me dice en guaraní primero y, luego, lo traduce al español. Mary aplica este principio
al dinero que proviene de la venta de carne robada y a todos los ingresos de sus hijos. Para ella,
la fuerza y unidad de su familia descansa en este principio de equidad distributiva. El dinero,
piensa y siente Mary, debe ser cuidado; solo así se protege a la familia. La memoria del dinero
que marcó la historia con su hermano pauta estos valores que quiere transmitirles a sus hijos.
Sus hijos son, además, su sostén. Mary está enferma, tiene un tumor desde hace algunos años. A
veces, el mal se hace sentir, y mucho: en esos momentos, debe dar un paso al costado y
descansar. Sus hijos la ayudan y la acompañan. Los vecinos saben que, cuando Mary no visita
sus casas junto a Luis Salcedo, el líder político de la villa, es porque su salud se lo impide. Ella
recibe un sueldo por su trabajo de militante, “un sueldo político”, aclara. Este dinero militado
tiene dos tiempos: el de la expectativa de recibirlo, que es constante, y el del monto y el día del
pago, que varían. Mary hace su trabajo, visita las casas de sus vecinos, les resuelve problemas en
nombre de Salcedo, los invita a algún acto o movilización al centro de la ciudad de Buenos Aires
y aguarda.
La espera del dinero también pauta sus sentimientos. Cuando se prolonga mucho, Mary se enoja
con Salcedo y, por unos días, evita encontrarse cara a cara con él. Cuando se siente “deprimida”,
como ella dice, se acerca a conversar con el cura de la villa. Los problemas materiales con
Salcedo tocan sus emociones, y siente que del sacerdote recibe contención, que hablar con él le
hace bien.
“Decile que te pague”, le aconseja el párroco, desde el lugar de quien sabe cómo administrar el
dinero en un contexto que mezcla necesidades materiales, cuestiones políticas y afectos. Las
donaciones monetarias llegan a su parroquia como un gesto de solidaridad con su obra: las
empresas de la zona o algún político en ascenso proveen el dinero donado. Algunas personas
cobran por hacer tareas de limpieza; pero las mujeres del barrio más próximas al párroco no
reciben nada, son “voluntarias”: ellas encarnan el dinero sacrificado.
Mary aguarda y renueva sus esperanzas. Las madres de sus nietos han empezado a cobrar las
becas de ayuda escolar del gobierno; su hijo menor ha ingresado a un plan social para trabajar en

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una cooperativa de construcción: he ahí buenas señales. Ahora, falta que sus hijos mayores
obtengan la ciudadanía argentina y puedan conseguir un empleo en la municipalidad, con “un
salario de verdad”.
Difícilmente se podría narrar la vida cotidiana de Mary y su familia si dejamos de lado la
relación que mantiene con el dinero. ¿Cómo comprenderíamos muchos de sus sufrimientos, su
angustia, sus ilusiones, sus esperanzas? Al excluir el dinero de la narración, una porción del
mundo de los sentimientos y afectos de Mary quedaría oculta y silenciada.
En la dimensión colectiva, la exclusión del dinero también plantearía importantes interrogantes:
¿cómo podríamos hablar de la economía barrial y sus conexiones con universos mercantiles
como las ferias populares o las grandes tiendas? ¿O captar la lógica de la economía ilegal basada
en los objetos robados? ¿O bucear en el interior de las redes políticas y religiosas?
Según sugieren estas preguntas, tomar en cuenta el dinero, no solo nos garantiza darle expresión
y visibilidad a parte de los afectos y sentimientos de Mary; sino que, además, nos permite
conectar su experiencia personal con las dinámicas sociales, económicas y políticas en las que
está inmersa. En pocas palabras, el dinero nos ayuda a descifrar cómo es su vida colectiva.
Mary y su familia nos muestran la primera evidencia de la tesis que defiende este libro: el dinero
ocupa un lugar central en la vida personal y colectiva de las clases populares.
Esa afirmación desafía las interpretaciones habituales sobre el papel del dinero en el mundo
popular. La literatura, el periodismo, la sociología y la historia suelen exponer dos posiciones: o
bien, el dinero está excluido de la vida popular, o bien, se lo tiene en cuenta para exhibirlo como
símbolo de degradación moral. Ambas posiciones remiten a la misma concepción.
Una larga tradición de Occidente –que se remonta a Aristóteles, pasa por San Agustín y llega
hasta Marx, como la reconstruyeron Maurice Bloch y Jonhatan Parry (1989)– ha declarado al
dinero culpable de una extensa lista de males. Se lo juzga responsable de la corrupción y la
desintegración. Viviana Zelizer (1994), cuyos trabajos inspiraron las ideas centrales de mi
argumento, proporciona una figura clara para describir esta perspectiva: el dinero parece un
ácido que disuelve la vida social. Se comprende, por lo tanto, que las sospechas sobre el dinero
hayan delineado una forma de interpretarlo.
Mi propuesta parte de la tensión entre la perspectiva de la sospecha y la realidad concreta del
dinero en la vida personal y colectiva de personas como Mary. Mientras que la primera es
parcial, ya que solo subraya una dimensión del dinero, la segunda es total: con y por él se
conectan cada una de las dimensiones de esas vidas, en intensidades variables.
Desde esta perspectiva, el dinero resulta tan central, como lo son las piezas en el armado de un
rompecabezas. Así como estas son múltiples, también lo son los significados y usos del dinero en
la vida social. Lo sistematizó de manera ejemplar Zelizer en The Social Meaning of Money
(1994). Algunas de estas piezas aparecen en el relato de Mary, existe el dinero prestado, el
donado, el militado, el sacrificado, el cuidado y el ganado.Pero en la vida social hay muchas
otras. Sin estas diferentes piezas de dinero, no se puede armar el rompecabezas de la vida
personal y colectiva. El dinero sospechado dejaría este tablero incompleto. Aunque se trata de
una pieza que solo muestra la degradación, la corrupción o el individualismo, vimos en relación
a Mary y su familia, que el dinero conecta a las personas a través de elementos similarmente
subjetivos: esperanzas, afectos, deseos, respeto, orgullo, odios y conflictos.
Este libro sostiene que resulta imprescindible una nueva perspectiva sobre el dinero para
comprender la conexión del mundo popular con la dinámica económica contemporánea. Al igual
que en la biografía de Mary, el armado del rompecabezas de la vida de estos sectores sociales
requiere una concepción total sobre el dinero.

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<nivel 1>Latinoamérica: un laboratorio del dinero
Acostumbrados a observar la globalización de bienes y personas de las clases más acomodadas,
perdemos de vista cómo los mercados populares, no solo representan los signos del atraso
económico –informalidad, pobreza, marginalidad–, sino también los de una economía popular
globalizada (Lins Ribeiro, 2012). Estos mercados constituyen nodos de la circulación mundial de
mercancías. Los flujos de dinero que ellas mueven construyen un paisaje nuevo del mundo
subalterno, que vibra al ritmo de las ganancias y el consumo.
En el DF mexicano, en La Paz o en el Gran Buenos Aires, los mercados populares están repletos
de mercancías y de dinero, que se funden con los sueños y las esperanzas de las miles de
personas que transitan por sus calles y sus puestos precarios. En mercados como Tepito, El Alto
o La Salada, se respira una misma atmósfera, impregnada de las expectativas de ganar y de
gastar dinero. Personas como Mary, que piensan y sienten al ritmo de quienes están buscando su
ganancia, respiran este aire.
Mary anhela comprar una heladera con la tarjeta de crédito que le prestará su comadre. Este
deseo señala del lugar que ocupan las grandes cadenas de comercios, los bancos, las agencias
financieras y las compañías de tarjetas en la realidad material y simbólica de las clases populares
latinoamericanas.
Estas instituciones del capitalismo financiero llevan su oferta de dinero prestado hasta las
periferias de las grandes ciudades: se establecen en las cercanías de los barrios marginales e,
incluso, ingresan a ellos. Las tarjetas de crédito ya no portan su tradicional signo distintivo de
clase: se han vuelto plebeyas. En manos de trabajadores informales, de cuentapropistas, de
beneficiarios de planes sociales, de jóvenes de las barriadas, se han convertido en un pasaporte al
consumo. Las prácticas financieras (obtener préstamos formales o informales, endeudarse o
sobreendeudarse) configuran la palanca que mueve el consumo popular, cuya intensidad
económica quedaría inexplicada si no tomamos en cuenta esta financiarización.
Tanto Mary, como sus hijos y las madres de sus nietos, han recibido dinero de origen estatal
mediante programas sociales. Sus historias de esperas y esperanzas sobre este dinero se
confunden con las de otras familias de la región. Los Estados latinoamericanos han asumido un
paradigma idéntico de intervención social: poner dinero en las manos de los pobres. El Plan
Bolsa de Familia (Brasil), los Bonos Juanito Pinto (Bolivia), el Programa Tekoporã (Paraguay),
el Programa Familias en Acción (Colombia), el Programa Oportunidades (México), el Programa
Juntos (Perú) y el Bono de Desarrollo Humano (Ecuador), constituyen variaciones locales de un
mismo proceso monetario transnacional. El dinero llega a las familias a través del Estado, bajo
planes diseñados por expertos de organismos internacionales como el Banco Interamericano de
Desarrollo (BID) o el Banco Mundial (BM).
El clientelismo político se ha instalado como una imagen poderosa sobre la relación de las clases
populares con la política y, también, con el dinero. La relación de Mary con Salcedo se puede
interpretar bajo esta etiqueta deformante: el sueldo político que recibe, produce escándalo y
pavor entre cientistas sociales, periodistas y activistas de las ONG anti-corrupción. La misma
indignación que condena la degradación política entre los habitantes de las favelas (Brasil), los
pueblos jóvenes (Perú), las Callampas (Chile) o los cantegriles (Uruguay).
Si se deja de lado esta indignación, un hecho asoma crucial para los regímenes democráticos de
la región: la presencia creciente del dinero en la política. Cabría plantear una hipótesis sugestiva
que la perspectiva del clientelismo oscurece: los regímenes democráticos se han ido

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desarrollando, a la par que la política popular se ha ido monetizando. Para decirlo rápidamente:
más democracia ha significado más dinero en la política; sobre todo, en la vida política popular.
Las conexiones de la biografía de Mary con los nuevos procesos económicos y políticos de
América Latina, se pueden rastrear, de modo idéntico, a partir de las huellas que la presencia del
dinero deja en la vida social de todas las clases populares latinoamericanas. Esta acumulación de
narraciones nos puede transportar, como ya lo hicieron Mary y su familia, a lo largo de la
economía ilícita, como el tráfico y el mercado de bienes robados. A diferencia de la violencia
política de décadas pasadas, que parecía poco conectada al dinero, la creciente violencia asociada
al mercado de los bienes ilícitos no puede contarse sin especular sobre los sentidos que adquiere
dinero para aquellas personas que participan en esta economía. Lo ha abordado el periodismo:
Sebastián Hacher (2011) ha narrado el clima de violencia y dinero que hace vibrar el
contrabando y la piratería de mercancías; Cristian Alarcón (2010) se internó en las redes
transaccionales de tráfico de drogas entre Perú y Argentina.
El dinero nos transporta, también, por las actividades religiosas: la expansión de grupos
pentecostales le dio otra visibilidad al dinero, que Diana Nogueira de Oliveira Lima (2008)
explora en Brasil y Francesco Zanotelli (2005), en el mundo católico de México. Y, por los
dramas familiares que producen las deudas, los divorcios y las herencias: Lucía Müller desglosa
los procesos de endeudamiento en las familias populares del sur de Brasil (2009); Magdalena
Villareal (2009) reconstruye las tensiones cuando las deudas pautan la vida de las familias pobres
rurales de México; Taylor Nelms (2012) da voz a los comerciantes de los mercados populares de
Quito; Macarena Barrios (2011) cuenta las presiones financieras sobre los hogares de bajos
recursos de Santiago de Chile. Y, hasta por el juego: tanto la quiniela como el bingo o el juego
de cartas, ocupan cada vez más tiempo y dinero, según muestran Da Matta y Soaréz (1999),
Fernando Rabossi (2011) y Pablo Figueiro (2012), quienes revelan cómo este anima la
sociabilidad popular, ya sea en el jogo do bicho, en el chichon entre vendedores callejeros de Foz
de Iguazú, o en las apuestas de una agencia de quiniela de la periferia de Buenos Aires.
El dinero circula en relaciones mercantiles, políticas, religiosas, familiares, amorosas, ilícitas y
lúdicas. También, se asocia a procesos transnacionales, como la globalización de mercancías, la
financiarización o los programas de transferencia monetaria, que transforman el paisaje de la
vida popular. Al calor de estas circulaciones monetarias locales y transnacionales, recientes y
tradicionales, mercantiles y afectivas, que se mezclan entre sí; el dinero adquiere una nueva
centralidad en la vida popular. El dinero está en todos lados. Todas las dimensiones de la vida
personal y social de las personas se conectan con y por el dinero, que resulta –para emplear un
concepto muy caro al pensamiento de Marcel Mauss– un hecho social total.
Este libro, que invita a pensar este nuevo rol del dinero, encuentra en la vida popular un
laboratorio monetario que proyecta sus resultados más alla de ella.
Sin embargo, nos hallamos aún lejos de captar la ramificación del dinero por cada rincón de toda
la vida social. Entre las realidades y el pensamiento del dinero, se alza un desacuerdo de
intensidades: mientras que las primeras son múltiples y heterogéneas, el segundo es monocorde y
gira en torno a una misma melodía que se repite una y otra vez: la sospecha.

<nivel 1>Las palabras de la sospecha


En la década de 1930, Armando Castro y Mario Vieira compusieron la letra y la música de un
samba, cuyas palabras equiparan a la mujer con el dinero, Dinheiro Rasgado[Billete Roto]:

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<a bando>
Mulher, você é igual ao dinheiro [Mujer, tú eres igual al dinero]
Que vai pelo mundo inteiro [Que va por el mundo entero]
Tudo de mão em mão. [Todo de mano en mano]
Tudo que você constrói [Todo lo que construyes]
Você mesma destrói [Tú misma destruyes]
Você não tem coração [Tú no tienes corazón].
Oh, oh, oh. [Oh, oh, oh]
E assim, a vida continua. [Y así, la vida continúa.]
Você passa pela rua [Tú pasas por la calle]
Fingindo ser direita [Fingiendo ser muy recta]
Seu destino é cruel. [Tu destino es cruel.]
Igual dinheiro, papel [Igual al dinero, billete]
Rasgado ninguém aceita [Roto nadie lo acepta]
Ninguém aceita, ninguém aceita. [Roto nadie lo acepta, nadie lo acepta]

A principio del siglo XX, el samba nació cantándole al dinero, recuerda el antropólogo brasileño
Ruben Oliven (1997). Décadas después, durante los años treinta y los cuarenta, el Brasil pasó por
un período de grandes transformaciones. Con el crecimiento de la urbanización y el trabajo
asalariado, surgió un paisaje social al que hubo que adaptarse compulsivamente. Los cantantes
de samba observaron con atención este proceso; Castro y Vieira entre otros. Sus canciones
hablaban, precisamente, sobre esas mutaciones y se referían al dinero para describirlas, en letras
no muy halagadoras, por cierto. El vil metal corrompía y los cantores de samba de comienzos del
siglo XX lo decían a viva voz. Para ellos, el dinero era sospechoso. Deshacía el amor y las
amistades. Suscitaba falsedades y traiciones.
Oliven (2001) comparó la cultura monetaria de los Estados Unidos con la del Brasil. La
resistencia al dinero que encontró en Brasil hunde sus raíces en los trazos de una cultura nacional
que connota negativamente los bienes materiales, una definición con la que se han comprometido
intelectuales de diferentes procedencias, entre ellos, los músicos populares.
Pero, no solo en Brasil y en las canciones de samba hallamos esta visión crítica de la historia
cultural e intelectual sobre el dinero.
En un artículo que publicó en 2011 la revista venezolana Nueva sociedad, Gonzalo Garcés
sacaba a la luz una estructura narrativa recurrente en la literatura latinoamericana: al compararla
con la literatura europea y la estadounidense, encontraba que la referencia al dinero era escasa.
Veía allí un síntoma claro (y negativo) de la relación entre una cultura literaria y un objeto
específico. Si el dinero trazaba un capítulo en la literatura fuera de la región (El mercader de
Venecia, de William Shakespeare; Rojo y negro de Stendhal; Madame Bovary de Gustave
Flaubert; El mercado de Émile Zola; El jugador de Fiódor Dostoyevski, entre otros), en nuestros
países era apenas un pie de página.
El síntoma se medía no solo por la cantidad de textos. También, era de nivel cualitativo o, para
decirlo con precisión, narrativo. En las obras mencionadas, nunca se cuestionaba al dinero; en
cambio, la literatura latinoamericana mostraba una visión más crítica .
“El zahir” de Borges ofrece una narrativa embelesada por el dinero. Una aproximación poco
frecuente en la cultura literaria latinoamericana. Con una contundencia extrema, Borges hace
decir a sus personajes: “Quizá detrás de la moneda esté Dios”. La forma que asoma depende de
mitos y creencias; lejos de tornarse indiferente y neutra, el zahir es una moneda de fe. En las
páginas del cuento, resuena el eco de cierta sociología que pretendió ver que todo poder, incluso,
el monetario, tiene un origen religioso. Émile Durkheim y varios de sus discípulos (Marcel
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Mauss, François Simiand) contribuyeron a crear un programa de sociología que descifra el
mundo económico a partir de sus componentes religiosos. El sociólogo alemán Georg Simmel,
que provenía de una tradición diferente, también compartió esta intuición. Para todos ellos, como
para Borges, el dinero no es un dato objetivo, sino una cuestión de fe.
No obstante, la historia de la literatura y el dinero siguió otro camino. Garcés encuentra que
Roberto Arlt, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Roberto Bolaño coinciden en el
estupor y la desconfianza que manifiestan frente al hecho monetario. Si, para Borges, tal vez
detrás del dinero estaba Dios, la narrativa posterior solo concibe bajo el trasfondo de la
desconfianza.
A esta conclusión, también arribó Esther Whitfield en Cuban Currency (2008), su trabajo sobre
los significados del dinero en la literatura cubana de la década del noventa. Esta producción,
agrupada bajo la etiqueta del nuevo boom cubano, tomaba el dólar como figura de la corrupción,
la disrupción, los juegos de poder y el contacto desigual entre cubanos y extranjeros. Entre los
textos analizados, se encuentra “Money”, de Rolando Menéndez, un cuento que narra la
legalización de la moneda estadounidense durante el denominado Período Especial, cuyo curso
legal no se acompañó de un trayecto moral: el dólar siguió circulando bajo la estela de la
desconfianza. Sospechosamente. Los personajes de Te di la vida entera, de Zoé Valdés,
confunden las palabras dólar y dolor, señala Whitfield.
En obras como Los siete locos, El Coronel no tiene quien le escriba, Conversación en la
Catedral, 2066, “Money” o Te di la vida entera, el dinero es narrado –de manera paradójica,
dada la variedad de estilos y escritores– a partir del “monorritmo escritural” de la decadencia y la
corrupción. Siempre asoma el síntoma de la sospecha: no importa si la narración se sitúa en la
Buenos Aires de los años treinta, el Perú de los cincuenta; en la Colombia durante la década del
sesenta, La Habana de los noventa o en una desfiguración futurista: más allá del tiempo y el
espacio, la narrativa latinoamericana retorna una y otra vez sobre el dinero sospechado.
Estas ideas se pueden explorar en otros textos, además de los literarios, como el de las ciencias
sociales o la política. Se vería, entonces, que, en los debates que forjaron las ciencias sociales
durante las décadas del cuarenta y el cincuenta, los espacios concretos del mundo del dinero y
del consumo (ferias, mercados, comercios) consiguieron escasa legitimidad intelectual y política.
Para hablar del proceso de constitución de un mundo popular centrado en la clase obrera, la
sociología organizó sus preocupaciones en torno a la fábrica y la plaza pública. Las dimensiones
políticas y laborales de estos sectores acapararon su atención, una visión que se prolongó con el
tiempo y relegó a la investigación sobre el dinero.
En una esquematización exagerada, si en la década de los ochenta, la filosofía y la sociología
política dominaban la agenda de las ciencias sociales, durante la de los noventa, se produjo un
viraje sustantivo hacia los análisis sobre las consecuencias sociales del neoliberalismo: estudios
del mercado de trabajo, de la reestructuración del Estado, el aumento de la pobreza, la
transformación de las políticas sociales, el auge del clientelismo y los movimientos sociales. La
fortaleza ideológica del discurso anti-neoliberal exigía la asunción de sus premisas a la hora de
construir determinados objetos, y la posición dominante suponía, como principio, la tesis
socialmente desintegradora de la economía. Las categorías “mercado” y “dinero” funcionaban,
en realidad, como nociones para denunciar la corrosión de la vida colectiva bajo el
neoliberalismo: parte de las ciencias sociales siguió sospechando del dinero, como en las décadas
anteriores.
La misma exploración, llevada a las ideas políticas, mostraría que las variopintas corrientes de
izquierda de la cultura política latinoamericana poseen, desde luego, esta sensibilidad. El

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imaginario político de la izquierda latinoamericana se afirma en la idea del dinero sospechado.
¿Se puede criticar al capitalismo sin mostrar una inclinación, una sensibilidad o una actitud de
aversión hacia el dinero? Desde sus formas nacional-populares, pasando por el marxismo, el
maoísmo o las más recientes ideologías de corte autonomista, las izquierdas políticas han
alimentado posiciones de rechazo al dinero como camino privilegiado de la crítica anticapitalista.
La idea de dinero sospechado funciona como un instrumento de lucha política.
Sin embargo, ¿podemos comprender la realidad contemporánea de los usos del dinero entre las
clases populares latinoamericanas desde la perspectiva del dinero sospechado?
Si nos atenemos a las evidencias acumuladas en esta Introducción, la respuesta es tajante: “no”.
La negatividad que esa idea le imprime al dinero nos impide analizar su realidad social.
Este libro explora la positividad del dinero. Hago una paráfrasis de Michel Foucault y su
concepto positivo del poder: no se trata de ver solo lo que el dinero impide, sino, también, de
comprender qué permite hacer. El dinero no equivale a un ácido social que disuelve los vínculos
entre las personas, como lo explicitó Zelizer, sino que, por medio de él, estas relaciones se
recrean, se mantienen, se significan y, también, se disputan.
Si el dinero sospechado impone una mirada parcial con valoraciones como la desconfianza, o la
idea de la corrupción y la desintegración que genera, habrá que tomar otro rumbo para captar la
realidad total que supone el dinero como fenómeno social. Esta vía implica restituir, junto a los
usos múltiples del dinero, las valoraciones heterogéneas y contradictorias que pone en juego.
Este camino abandona el ritmo monocorde de la sospecha y sitúa a la sociología moral del dinero
en el centro de la vida social de las clases populares.

Esbozo de una sociología moral del dinero


Otra paráfrasis, ahora de Karl Marx: el dinero tiene una doble vida. Por un lado, lo pensamos –y
experimentamos– como un organizador social, sin el cual no podríamos entablar de manera
regular un sinnúmero de actividades y vínculos con otras personas. Pensemos en la cantidad de
situaciones cuya realización diaria le confiamos e imaginemos qué pasaría si el dinero
desapareciese de esos acontecimientos. ¿Cómo nos pondríamos de acuerdo con quien nos vende
el pan cada mañana? ¿Cómo lograríamos que el taxista nos lleve a nuestro destino? El dinero
organiza muchas de nuestras actividades y de nuestros vínculos cotidianos.
La economía define cuatro funciones centrales del dinero:
1) Ser un medio de pago.
2) Operar como unidad de cuenta.
3) Ser una reserva de valor.
4) Ser un medio de intercambio.

Estas funciones describen una institución destinada a organizar transacciones económicas. Las
personas también saben que el dinero les resuelve aspectos prácticos de su vida: lo consideran un
instrumento o un medio para conseguir cosas.
Los expertos en economía y la realidad cotidiana del mundo coinciden en afianzar la dimensión
organizativa del dinero. Pero, el dinero es más que eso: desborda esa dimensión. Allí reside la
segunda vida del dinero, poco explorada en la teoría económica y, hoy, nuevamente tenida en
cuenta por la sociología y la antropología.
Esta renovación –que implicó releer los textos clásicos sobre el dinero, como los de Marx,
Weber, Simmel, Mauss o Simiand– sucedió al calor de la necesidad de proponer una lectura

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menos legítima del dinero. Históricamente, se ha preferido aceptar las expectativas cifradas en su
dimensión organizativa. Sin embargo, las nuevas interpretaciones antropológicas y sociológicas
que exploraron el dinero le dieron una entidad menos instrumental y neutro, y más experiencial y
sensible a sus usos y circulaciones.1
Viviana Zelizer ha forjado instrumentos de conocimiento cruciales para esta perspectiva. Lejos
de adoptar un enfoque homogéneo, concentrado en un mismo uso y significado, su lectura rompe
el molde que encorseta la interpretación sobre el dinero. La pluralidad de significaciones del
dinero (Zelizer, 1994) es un pista que atraviesa este libro. Una ruptura en el mismo sentido
producen otros trabajos, como la contribución de John Parry y Maurice Bloch, Money and
Morality Exchange (1989); The Memory Bank (2000), de Keith Hart, y Marginal Gains (2004),
de Jane Guyer.
Partiendo del sustrato de estas producciones, Bill Maurer (2006) sugiere pensar que lo central del
dinero es la tensión que yace en el corazón de sus representaciones, porque ninguna captura
totalmente su significado: siempre queda un desborde que restituye su heterogeneidad. Su tesis
sostiene que el dinero existe en la vida social debido a sus propios desperfectos, aquellos que se
originan entre las representaciones y los usos que se le dan.
Estas páginas también se ubican en la vereda teórica menos legítima sobre el dinero.2 Propongo
una sociología moral para capturar las significaciones y los desperfectos del dinero, y así
reconstruir las tensiones, los conflictos y los dilemas a que los hechos monetarios exponen a las
personas y sus vínculos sociales. Exploro, por lo tanto, el antagonismo moral que genera el
dinero en la vida social.
Las personas miden, comparan y evalúan todo el tiempo sus virtudes morales. Este
reconocimiento funciona como un poder específico que jerarquiza y diferencia: como un capital
moral. Al final de la obra de Pierre Bourdieu, el concepto de capital simbólico constituyó un
programa de investigación sobre los tipos de reconocimiento que otorgan poder en la vida social.
Este programa orienta la multiplicación de especies del capital simbólico. La noción de capital
agonístico (Mauger, 2006), por ejemplo, pone a prueba el valor del reconocimiento de la fuerza
física. La noción de capital moral se inscribe en este programa al explorar el valor del
reconocimiento de las virtudes morales.
Dicha noción remite a los esquemas de percepción y de apreciación que reconocen propiedades
pertinentes como virtudes en el marco de relaciones específicas. Estas propiedades,
precisamente, funcionan como capital, porque salen de la insignificancia y la ineficiencia en las
que se encontrarían en otro espacio social. Desde esta perspectiva, esta noción constituye un
medio conceptual (Pharo, 2004) que identifica el carácter moral, inmoral o indiferente respecto a
un hecho, una persona o un acto social.
Las virtudes y el estatus como elementos para la valorización de las personas dentro de un orden
social (Weber, 1992) se vinculan mediante la noción de capital moral. Los juicios y las
evaluaciones funcionan al asociar y disociar, es decir, al operar distinciones; en este caso, sobre
actos y personas morales. Como todo esquema simbólico, proveen los instrumentos
clasificatorios sobre el lugar que ocupan los agentes en el orden social.

1
Se pueden consultar varios textos sobre el estado de esta literatura: Maurer (2006); Dufy y Weber (2007); Blanc
(2009); Carruthers y Ariovich (2010).
2
Las investigaciones de Federico Neiburg, Fernando Rabossi y Lucia Müller en Brasil; Magadalena Villareal, en
México; José Ossandon, en Chile, y Mariana Luzzi y Alexandre Roig, en Argentina, también se embarcan en la
exploración de la vida menos legítima del dinero. Sus trabajos, en diálogo con las producciones de otras partes del
mundo, construyen una nueva agenda sociológica y antropológica de la economía.

9
En este sentido, existe una íntima conexión entre el capital moral y la legitimidad de las
jerarquías sociales (Dumont, 2002). Esto implica observar al universo moral, no como un terreno
neutro, sino como uno agonístico y diferenciador. Retomo la idea de Marcel Mauss sobre el don:
las personas se disputan jerarquías sociales y luchan por eclipsar moralmente a los otros.
El concepto de capital moral es familiar a la noción de economía moral (Thompson, 1984; Scott,
1976). Esta implica un conjunto de valores compactos, que movilizan sentidos compartidos sobre
el bien y la justicia, entre otros, de los dominados contra los poderosos. Pero, mientras esta
perspectiva obstaculiza la comprensión de las presiones y la competencia entre las clases
populares, la noción de capital moral explora el mundo moral de los dominados en busca de
diferencias, antagonismos, competencias y jerarquizaciones.
En Ensayo sobre el don, Mauss sugiere que se piense la moneda de una manera que vale la pena
traer a mi argumentación sobre la noción de capital moral. Mauss defiende la idea de que se
puede considerar a los bienes personales como monedas, no desprovistas de componentes
morales para circular como medios de pago. En su texto, las monedas no son hostiles a la moral,
para retomar una figura de Zelizer. El concepto de capital moral se ubica en esta perspectiva:
pretende mostrar al dinero como un transporte de virtudes y valores morales en lógicas
monetarias plurales (mercantiles y no mercantiles, formales e informales, familiares y barriales,
políticas y religiosas, legales e ilegales).
Jane Guyer (2004) propuso tomar en cuenta la conexión entre jerarquía y dinero; en estas
páginas, seguimos su enfoque. El dinero pone a prueba (Boltanski y Thevenot, 1991) a las
personas y sus vínculos sociales. Mientras circula, arrastra consigo jerarquías morales, dibuja un
orden social donde los sujetos se ubican. La sociología moral del dinero que aquí presento
analiza cómo este circula o deja de circular, a la par que se prueban virtudes morales y se lucha
por acumular capital moral. Ser “pagador”, “leal”, “cumplidor”, “respetable”, “generoso”,
“trabajador” o “desleal”, “incumplidor”, “avaro” y “vago”, entre otras clasificaciones recogidas
en los testimonios, constituyen juicios morales que las personas luchan para alcanzar e imponer,
y que, enfrentados, expresan los litigios por definir las fronteras morales que habilitan o prohíben
la circulación del dinero.
Esta dinámica se capta de manera completa si se exploran, no solo los juicios morales, sino,
también, los sentimientos; no como aspectos individuales, sino como variaciones emotivas de los
litigios morales que plantea el dinero. Estos sentimientos, no solo expresan esta dinámica, sino
que ayudan a darle existencia. Sigo la reflexión de Mauss en L’expresion obligatoire des
sentiments [La expresión obligatoria de los sentimientos] y la lectura de Bruno Karsenti (1997):
los sentimientos se interpretan, no solo como simples manifestaciones, sino a través de su
eficacia, como productores de una realidad que contribuyen a simbolizar.
La sociología moral del dinero permite así reconstruir una topografía de los antagonismos y los
sentimientos que se despliegan en torno a las circulaciones monetarias y los lazos sociales que se
anudan a ellas.

La estructura del libro


Este libro recoge materiales diversos. Muchos de ellos se originaron en la investigación que
realicé para obtener el título de Doctor en Sociología en la École des Hautes Études en Sciences
Sociales de París y en la Universidad de Buenos Aires. Durante los años 2006 y 2010, emprendí
una etnografía en barrios relegados de la periferia de la ciudad de Buenos Aires, con el fin de
comprender los usos sociales del dinero en el mundo popular. Produje otros materiales antes y

10
después de esta exploración, como los registros etnográficos sobre la vida de personas sin techo
en la ciudad de Buenos Aires que realicé para mi tesis de maestría, entre los años 2002 y 2005.
Utilizo, también, un estudio de seguimiento de la composición de los presupuestos de hogares en
barrios del conurbano bonaerense, trabajo que realicé en noviembre de 2011. Por último, en
diferentes capítulos, incorporé textos no académicos (como notas de opinión, crónicas
periodísticas o cartas de lector), que escribí mientras desarrollaba mi investigación.
Estos diferentes materiales muestran cómo el dinero circula entre y hacia las clases populares,
por dentro y fuera de la vida familiar y de los barrios relegados, en redes políticas y religiosas, en
transacciones mercantiles y no mercantiles, y en el marco de actividades económicas lícitas e
ilícitas. La estructura del libro reconstruye los litigios por definir las fronteras morales que
habilitan o prohíben estas circulaciones, los conflictos en torno a la fijación y la transformación
de estos límites que ponen en juego modos de distinción y de diferenciación moral permanentes.
El dinero circula o deja de circular a la par que se desarrolla un antagonismo por valer
moralmente. Estas páginas reconstruyen la topografía de estos antagonismos.
Los párrafos sobre la vida personal y colectiva de Mary me habían dado indicios sobre la
importancia que tienen cada una de las “piezas” del dinero; luego, vi cómo ellas reflejaban
procesos económicos y políticos de América Latina. Ahora, vuelvo sobre el dinero donado,
militado, sacrificado, prestado, ganado y sacrificado; pues estas piezas del dinero conectan la
vida de Mary con la de otras personas que conocí mientras producía esos materiales. Cada
capítulo juega con las diferentes piezas para completar el armado del rompecabezas del mundo
popular que propone este libro.
Las frustraciones llevan a que Mary se repliegue en el universo religioso. La contención que le
brinda el padre de la parroquia de la villa la conectan con otras piezas de dinero que integran el
rompecabezas. El dinero donado guarda un rol clave en este tablero. El Capítulo 1 explora la
economía de la donación que alimenta de recursos monetarios la vida popular. A la parroquia de
la villa que asiste Mary, el dinero llega desde afuera del barrio, porque se reconoce a quienes lo
reciben como necesitados. El dinero donado simboliza tal reconocimiento e indica cómo, en
diferentes circunstancias, se responde a la pregunta crucial de la economía de la donación:
¿cómo, cuándo y cuáles necesitados pueden y deben recibir dinero de parte de aquellos que
ocupan posiciones sociales privilegiadas? Este capítulo une las respuestas a estas preguntas en
diferentes circunstancias, desde las donaciones a una parroquia hasta la entrega de limosnas en la
calle, pasando por la ayuda monetaria a una cooperativa de cartoneros. Estas respuestas revelan
cómo el dinero donado posee una jerarquía específica entre las piezas de dinero que nos ayudará
a comprender por qué Mary lo rechaza.
Mary milita para el líder político de la villa y espera. El dinero militado, claro indicador de sus
esperanzas políticas, crea y recrea a su alrededor expectativas, y frustraciones materiales y
afectivas. El capítulo 2 explora esta pieza. ¿La monetización de la vida política popular ha
disuelto los valores, los compromisos y las lealtades? En esas páginas, se retrata la vida política
de los barrios periféricos del Gran Buenos Aires por medio del dinero que circula en las redes del
peronismo.3 Al acompañar a sus miembros durante su labor política cotidiana dentro y fuera de

3
El peronismo es el movimiento político vinculado históricamente a las clases populares argentinas, desde su
creación en la década del cuarenta por Juan Domingo Perón, quien fuera tres veces presidente entre 1946-1955 y
1973-1974. Durante largo tiempo, los sociólogos pensaron que explicar el peronismo era explicar la sociedad
argentina (Jelin, 1997). Esta creencia se ha debilitado, pero no ha desaparecido. El proceso de constitución de la
sociología argentina y su vinculación con el fenómeno peronista ha sido bien documentado (Neiburg, 1998; Blanco,
2006). La controversia sobre el apoyo popular fueron el hilo conductor de las disputas entre quienes se reconocían

11
los barrios (movilizaciones, reuniones y actos), al conversar en sus casas y conocer a sus
familias, comprendí que el uso generalizado del dinero ocupa un espacio central en la
sociabilidad política popular. Si la etiqueta de clientelismo político acentúa el aspecto inmoral
del dinero, en este capítulo, se analiza cómo se vuelve imprescindible para reforzar los
compromisos, las lealtades, las obligaciones, las aspiraciones, así como los proyectos de líderes y
militantes. Al final, no quedarán dudas de por qué Mary y muchos otros esperan.
Mary pudo integrar el grupo de voluntarias que colaboran con el párroco de la villa. Sin
embargo, para ella, el dinero nunca podía ser sacrificado y, por lo tanto, encontraba un límite
para integrarse plenamente a esa vida. El capítulo 3 nos transporta al interior del mundo de la
religiosidad popular. ¿Cómo y por qué se condena o se permite el uso del dinero en un universo
marcado por la espiritualidad y el sacrificio? La historia de un grupo de voluntarias y del cura de
una parroquia de una villa, que realizan una intensa actividad de asistencia social, funciona como
excusa para reconstruir el valor religioso del dinero en el mundo popular. Esta historia habla del
dinero sacrificado, pero, también, cuenta el conflicto que existe entre esta pieza y las otras: si
Mary rechaza el dinero sacrificado, las voluntarias rechazan el dinero militado. Este conflicto
entre piezas no es sino otra de las formas que adopta el antagonismo moral del dinero en la vida
popular, tal como confirma cada capítulo.
“No veo mi ganancia”, les recriminaba Mary a sus nietos cuando comían algunos de los helados
que ella esperaba salir a vender. Este enojo a medias toca un nervio sensible de la vida de Mary y
del mundo popular: la expectativa y el deseo de ganar dinero. En el capítulo 4, indagamos en el
dinero ganado. Su búsqueda no es un dato natural, ni es igual en los diferentes sectores sociales.
La intensidad económica del comercio popular reside en organizar y expresar una legitimidad de
la ganancia, que la condena que pesa sobre esta economía informal le niega. El dinero ganado,
por el contrario, permite descifrar las fronteras morales que contienen las expectativas y deseos
de las ganancias. Para eso, me centré en el material que recolecté de los testimonios de
comerciantes que poseen almacenes pequeños o medianos en las villas, de vendedores en ferias
populares y de protagonistas de la economía ilícita (quiniela clandestina y bienes robados).
Cuando quede demostrado que esta pieza de dinero es imprescindible en la interpretación del
mundo popular, podremos seguir el ritmo de las esperanzas de Mary en su búsqueda de
ganancias.
Mary es implacable: “Ellos [sus hijos] saben que me tienen que dar su dinero”. La fuerza de esta
afirmación nos coloca en el corazón de una micro-política doméstica del dinero. Las familias son
unidades contradictorias, mezcla de sentimientos y reproducción económica, solidaridad y
relaciones de poder. El capítulo 5 analiza los conflictos y acuerdos entre padres e hijos en torno
al dinero dentro del universo familiar, que, si es cuidado, cumple el papel de unir la economía
doméstica y los afectos. Este capítulo presenta tres historias familiares para comprender cómo
ellas se anudan en torno a los valores que los padres intentan inculcar a sus hijos. Estas historias
ofrecen desenlaces diferentes, incluso opuestos; pero todas se tejen con la misma voluntad de

como sociólogos entre la década del cuarenta y la del setenta (Rubinich, 1999). El interrogante sobre esta adhesión
reaparecerá a mediados de los años noventa, cuando se buscó comprender el mundo popular transformado por las
políticas neoliberales de un gobierno peronista (Sidicaro, 1995; Nun, 1995; Svampa y Martucelli, 1997). La
objetivación de la jerarquía del fenómeno peronista dentro de la oferta de objetos científica y políticamente
interesantes permite controlar los obstáculos que esta posición impone. En estas páginas, ensayamos caminos que lo
contienen pero lo desbordan, probamos otras conexiones del mundo popular: encontramos al peronismo pero
buscamos al dinero.

12
preservar la familia cuidando (el valor moral) del dinero. Esta pieza de dinero permite
comprender las dinámicas de reproducción social, tanto en la familia de Mary como en otras.
El dinero prestado marcó el vínculo de Mary y su hermano menor, la memoria y el dolor de una
deuda impaga la persigue durante veinte años. Para comprender esta persistencia, importa situar
el papel del endeudamiento en la vida popular, objetivo del capítulo 6. ¿Qué litigios morales
emergen para definir a quién y bajo qué condiciones prestar dinero? ¿Cómo impactan las deudas
impagas en las distinciones morales? Estas preguntas se responden a lo largo del capítulo, a la
par que se trazan las fronteras morales que contienen al dinero prestado. El endeudamiento será
un hilo conductor que atará situaciones acumuladas a lo largo de cuatro años de trabajo de
campo: desde el fiado, que vincula a comerciantes y vecinos de barrios precarios, pasando por
los prestamos entre familiares, hasta el uso de las tarjetas, el pago en cuotas en comercios y los
créditos en agencias financieras. Al interrogarme sobre estas situaciones, busqué comprender el
papel creciente y las múltiples formas que adopta el dinero prestado en la economía popular. Al
poner esta pieza de dinero en el rompecabezas del mundo popular, se terminará de armar el
tablero completo donde se juega una porción del sufrimiento de Mary y de otras personas como
ella.
Estas páginas pretenden brindar el material para reinterpretar el sentido social del dinero
observando su aspecto menos visible y legítimo, pero, a la vez, más sensible y dramático;
dándole otra existencia a este objeto sospechado que encontramos en la literatura, las ciencias
sociales y la política latinoamericana. El trayecto que proponemos permitirá comprender nuevas
conexiones entre el mundo popular, el dinero y la moral. Por medio de ellas, lograremos
construir un prisma para interpretar las formas actuales de integración y sujeción que están
siendo redefinidas por las dinámicas económicas y políticas, transnacionales y locales, en
América Latina.

13
Capítulo 1
Dinero donado

Lo más personal es impersonal


Transcurría el año 2001. La economía argentina soportaba una recesión feroz desde hacía ya tres
años. Todavía no se había desatado la crisis política y social de diciembre, que supuso la
sucesión de cinco presidentes en dos semanas y dejó 39 muertos, pero los efectos del desempleo
y la pobreza estaban a la vista. Las fronteras sociales y urbanas se habían transformado según
patrones similares al resto de las grandes ciudades latinoamericanas (Schapira, 2002; Janoschka,
2002). Al igual que Quito, Lima, Montevideo, Ciudad de México o Santiago de Chile, a
principios del siglo XXI, Buenos Aires también asomaba como una ciudad fragmentada. Los
procesos de segregación hacia arriba (nuevos barrios privados, torres de alta seguridad) y hacia
abajo (nuevas villas, otros asentamientos precarios) delineaban también sus fronteras.
Como parte del proceso, la ciudad funcionaba como un laboratorio sociológico. Como diría
Erving Goffman, producía múltiples escenas y situaciones de contactos mixtos: personas
distantes en lo social se encontraban próximas físicamente. Los desempleados, por caso, que
habitaban en la periferia, marchaban hacia la plaza principal de Buenos Aires para reclamar
planes sociales. Los trabajadores informales llegaban cada día al centro de la ciudad –solos,
incluso en familia, en grupos– a hurgar en la basura. Se advertía que cada vez más personas
vivían en la calle.
En junio de 2001, yo mismo viví uno de esos contactos mixtos en la ciudad resquebrajada. Un
vendedor de la revista local de la gente sin hogar, Hecho en Buenos Aires, me ofreció el producto
–una versión de la pionera británica The Big Issue: unas pocas hojas con un par de artículos
interesantes y avisos clasificados– con el cual, me dijo, intentaba ganarse el dinero para salir de
la calle.1 Luego de leerla, escribí a la redacción:

Les envío este mail para celebrar la iniciativa por ustedes emprendida junto a los compañeros que resisten
a ser excluidos de la sociedad y buscan alternativas para sobrevivir. Considero que, en esta época que nos
toca vivir, solo es posible oponerse a la injusticia y desigualdad uniendo fuerzas y siendo creativos.

Otros lectores que narraron estos encuentros tejen un registro tácito de lo que pasaba entre
nosotros, hombres y mujeres de clase media con cierta avidez cultural y preocupación social, y
esos otros que habitaban en la calle. Esos pequeños documentos dejan a un lado los malestares
de los contactos mixtos y señalan, en cambio, la gratificación y la felicidad. En el número 29, se
lee: “Los conocí cuando salieron en La Misión [un programa de televisión]. Me pareció
emocionante y bárbara su labor. Desde ese momento empecé a buscarlos por las calles hasta que
por fin pude comprar la revista”. Y, en el 38: “Un día encontré a una mujer sentada en mi
umbral. Fue un encuentro del alma, era una vendedora de Hecho en Buenos Aires. Aprendí
mucho escuchándola. Quizá, lo que más aprendí fue sobre la incertidumbre de esta vida…
Alguien tiene casa, alguien está en la calle, pero nada es definitivo. Entonces, cada vez que me
cruzo con un vendedor, siento una inmensa alegría e intercambiamos”.

1
En muchas ciudades latinoamericanas y del resto del mundo, desde fines de los años noventa, las organizaciones
de personas sin techo han propuesto como medio para salir de la calle, abandonar adicciones y otras
vulnerabilidades sociales, la producción de un periódico o una revista. Los vendedores se quedan con un porcentaje
de la venta. A principios del año 2000, existían 150 de estas organizaciones en todo el mundo.

14
Esas cartas, testimonios personales, encarnan las palabras del sociólogo francés Isaac Joseph,
quien cree que las revistas de la calle han permitido cambiar la experiencia cara a cara con las
personas sin techo. Ellos son menos otros: su alteridad se redujo. Circulan entre nosotros y
vienen a nuestro encuentro. Ese contacto con el vendedor, el momento singular que rescatan
estas cartas. Quienes escriben tratan de comunicar las emociones y los efectos que les causó la
experiencia.
No puedo evitar una pregunta contrafáctica pero central a la sociología moral del dinero: ¿se
podrían expresar esas emociones si suspendiésemos el traspaso de dinero desde los compradores
a los vendedores? Sin colocar una pieza del dinero en el armado de estos encuentros, ¿podríamos
reconstruir las condiciones de expresión de estos afectos y sentimientos?
El retorno sobre estas cartas cumple un rol primordial en este capítulo y en el resto del libro.
Muestra que los sentimientos personales –incluso, los propios– siguen el ritmo de circulación de
una pieza del dinero, que funcionan como variaciones emotivas del dinero donado.

La cara del dinero


Diego no pasó una buena noche. Los moretones le cubrían la frente, la boca y la nariz.
No recordaba mucho. Sí que el día anterior, el 7 de septiembre de 2004, había sido su
cumpleaños y que había vendido todas las Hecho en Buenos Aires que llevaba.2 Después, bebió
mucho alcohol:
–Me escabié. Tuve una pelea, mirá cómo se me infló la cara por las piñas que me dieron. No sé
qué pasó. No sé dónde dormí, pero seguro no fue en una cama bajo un techo… Lo que sí sé es
que con esta cara no puedo ir a vender la revista”.
Desde Georg Simmel a Erving Goffman, pasando por Marcel Mauss, 3 existe una intuición
recurrente sobre el valor del rostro para mantener o disolver los vínculos sociales. En espacios
como la calle, donde –como decía Gilles Deleuze– “lo más profundo es la piel”, y la mirada el
sentido más desarrollado (Simmel), esta idea se torna influyente.
El rostro golpeado de Diego alojaba un enigma monetario, que, quizá, él no lograba descifrar,
pero percibía. Había desistido de salir a vender.
En las cartas de lectores, asoman emociones que permiten una interpretación. En el número 12
de Hecho en Buenos Aires, una mujer escribe: “Me acerco a un vendedor y le pido un ejemplar,
pagando con 2 pesos; al avisarme que no tenía el cambio, le sugiero que se quede con el vuelto.
El vendedor me extiende un segundo ejemplar diciendo: ‘Mejor, llévese otra y regálesela a algún
amigo’. Ahí comprendí la función más importante de la revista: devolver el sentido del trabajo”.
A la mujer, le importó que el vendedor rechazara dinero sin ofrecer una contrapartida. El gesto,
que afirma la naturaleza de la transacción, la sorprende. No era lo esperado. Ella descubre,
entonces, que así obtienen su dinero los vendedores, que la revista cumple la función de devolver
el sentido del trabajo.
Estos testimonios ensamblan opiniones y sentimientos que le dan especificidad al dinero que
conecta a compradores y vendedores. Esta conexión asume su identidad claramente, si

2
Entre 2000 y 2004, alrededor de1.600 personas se anotaron para vender la revista: en su mayoría varones (73,3%),
vivían principalmente en la calle (32,9%), en pensiones y hoteles (23,5%) y en refugios del gobierno municipal
(7,5%).
3
“La cara es la imagen de la persona delineada en términos de atributos sociales aprobados […] Una persona que
puede mantener la cara en la actividad del momento es alguien que en el pasado se abstuvo de ciertas acciones que
más tarde habría resultado difícil encarar” (Goffman, 1970: 13-19).

15
consideramos las opiniones y sentimientos que pesan sobre el dinero cuando es solicitado como
ayuda en la vía pública. El dinero sospechado domina el régimen de opiniones y sentimientos
durante estas interacciones. Que este régimen domine no implica que no existan otros. Pero,
dado que frente a la solicitud de un mendigo se detectan tres posibles respuestas (no dar nunca,
dar de vez en cuando y dar siempre, generalmente, a la misma persona; Damon, 2002), indica la
regularidad del régimen de dinero sospechado en esos encuentros.
Por un lado, el dinero otorga independencia: siempre puede convertirse en otra cosa. Este temor
recoge la interpretación de Simmel sobre la libertad que da poseer dinero. Perspectivas más
recientes, como la sociología del dinero de Viviana Zelizer, le ponen reparos: los usos del dinero
–afirma– tienen restricciones sociales, culturales y morales.
Por otro lado, en estas interacciones fugaces, el pedido de dinero no brinda garantías sobre el
destino que se le dará. No es azaroso que el sustituto más común sea la compra de un alimento.
Se pone esa clase de bien en el lugar del dinero para amenguar la doble sospecha: sobre la
libertad del dinero y sobre las personas que lo solicitan. Este reemplazo reduce la incertidumbre
sobre el uso del dinero, porque el dinero no pasa a manos de los solicitantes y porque los
alimentos garantizan que la donación cubra una necesidad.
El caso de Hecho en Buenos Aires muestra que el régimen de las opiniones y los sentimientos del
dinero sospechado puede ser desafiado y agrietarse para dar paso a otros sentidos.
Casi no existe vendedor de la revista que no haya debido responder a la pregunta: “¿Cómo
llegaste a esta situación?”. Pero, como su tarea consistía en la venta, no en la mendicidad, se
consideraba una consulta legítima y, cada uno a su manera y estilo, resolvía cómo narrar su
historia de vida.
Los vendedores debían dar una prueba de verdad (Fassin, 2000) sobre su identidad social.
Y esa relación cara a cara permitió que muchos compradores cambiaran sus creencias sobre la
gente de la calle. “Quería contarles que, cuando compré la revista por primera vez, entendí qué
distintas se ven las cosas cuando se conoce a la gente”, escribió una mujer en el número 32 de la
revista. “Porque uno suele manejarse con la primera impresión sobre la gente de la calle…”
Sus primeras impresiones la habían llevado a adoptar un prejuicio: esa gente está en la calle
porque quiere. Pero esa estructura se sacudió en ese contacto mixto: “El hombre que me vendió
la revista era muy gentil y simpático –agregó– y me contó que no tuvo otras oportunidades de
trabajo en su vida… Ahora, sé que la gente de la calle no está ahí porque quiere”. Su nuevo
punto de vista sobre esta categoría social se basó en el trato cordial y en el relato biográfico del
vendedor.
En el número 21, un lector subraya las señales sobre el cuidado de sí de ese otro en la calle, que
no imaginaba antes, señales que influyeron sobre sus opiniones y sus sentimientos. “Tuve la
oportunidad de encontrarme con un vendedor de HBA –escribió–. Verlo me causó la alegría de
quien encuentra a un amigo que llevaba tiempo sin ver. Me emocionó escuchar a este hombre
contarme con profundo orgullo en qué consistía su trabajo y cómo había cambiado su vida”.
Gracias al ensamble entre el relato y la emoción, el dinero pudo circular como una pieza
monetaria específica: dinero donado.
Esta pieza se destinó a valorar un esfuerzo, a recompensar una voluntad, a diferenciar y
jerarquizar al vendedor, frente a quienes optan por otras formas de obtenerlo, como la
mendicidad, o de usarlo, como el consumo de drogas o de alcohol. Las expectativas, las
emociones y las clasificaciones que se ligan a la identidad social de los vendedores se anclaron
en esa obligación del cuidado de sí.

16
Esta era la cara esperada de los vendedores, ajustada a la moneda que circulaba entre los
compradores y ellos mismos. Este aspecto constituía su capital moral.
Por eso, Diego no podía salir a ofrecer la Hecho en Buenos Aires. No recordaba nada de lo
sucedido la noche anterior, pero sentía dentro de sí una certeza:
–Con esta cara no puedo ir a vender la revista.
Con esa cara, ¿podría generar una sorpresa positiva, felicidad en el comprador? ¿Podía inspirar
cartas de lectores que celebrasen la venta de la revista de la calle? Esos moretones lo dejaban
afuera de una performance pública centrada en el cuidado de sí mismo. Lo excluían, en
definitiva, del régimen de las opiniones y los sentimientos del dinero donado. Y, por circular en
la calle, lo arriesgaban a que lo confundieran con aquellos a quienes se les aplica el régimen del
dinero sospechado.
La economía popular contiene dinámicas plurales, que podemos reconstruir por medio de las
piezas del dinero. El dinero donado nos traslada a una región de la economía popular; el
prestado, el militado, el sacrificado, el cuidado, a otras. Su circulación suscita varias preguntas:
¿Quiénes son los necesitados legítimos? ¿Quiénes pueden recibir dinero? ¿Qué hacen con el
dinero?
El dinero donado cifra una expectativa de integración: su circulación arrastra el símbolo de un
modo de concebir una participación legítima en la vida social. No se mueve sin operar jerarquías
morales entre quienes se ajustan a esta participación y quienes no lo hacen. Y, precisamente, por
eso tampoco puede dejar de producir desigualdades de poder y de estatus, ya que la realidad
social de esta pieza de dinero conecta a quienes se ubican mejor situados para juzgar y a aquellos
otros obligados a ser juzgados.

El dinero que no se dona


Entre los años 2001 y 2002, se produjo un crecimiento exponencial de las actividades ligadas a la
recolección informal de residuos, resultado de la alta tasa de desempleo y las consecuencias de la
devaluación de la moneda argentina (Paiva y Perelman, 2008). Se estima que en la Ciudad
Autónoma de Buenos y su cordón periférico unas 100.000 personas encontraban en la
recuperación de residuos una alternativa a la imposibilidad de obtener ingresos en el mercado de
trabajo formal. Una nueva manera de nombrar a quienes emprendían masivamente esta práctica
económica antigua ganó la escena pública. La palabra “cartoneros”, recuerdan Perelman y Boy
(2010), engrosó la lista de los nombres que se dan a las miles de personas que viven de recoger
basura en las grandes ciudades: “desechables” en Colombia, “catadores” en Brasil, “chamberos”
en Ecuador, “buzos” en Costa Rica, “resoqueadoes” en México. Categorías que, visiblemente,
cargan fuertes estigmas.
En 2006 un grupo de cartoneros llevó adelante un proyecto de recolección de residuos para
recuperar en la localidad de Rufino, partido de La Matanza. El grupo, integrado por doce
personas, entregaba un volante de presentación que concluía diciendo: “Los miembros de la
cooperativa no pedimos dinero, solo los materiales que luego reciclamos” 4.

4
Llegué a tener contacto con la cooperativa como miembro de un equipo de antropólogos, sociólogos, biólogos y
diseñadores gráficos, que la apoyaron en el armado del programa Reciclando basura, recuperamos trabajo. En el
año 2006, se sancionó a nivel provincial una ley de Gestión Integral de Residuos Sólidos Urbanos que implicaba
“incorporar paulatinamente la separación en origen, la valorización, la reutilización y el reciclaje por parte de todos
los municipios”. De acuerdo con la norma, cada municipio debía incorporar los circuitos informales de recolección y

17
La mayoría de ellos provenía de los barrios con peor reputación de La Matanza: 5 villas y
asentamientos distantes unos kilómetros de Rufino. Muchos de ellos ya trabajaban recolectando
residuos por su cuenta, en el punto más débil de la cadena de comercialización: vendían
cantidades escasas de materiales diferentes y a bajo precio. Los más viejos habían ejercido un
oficio en el pasado (albañiles, choferes); los más jóvenes solo conocían el negocio de la basura y
las changas intermitentes.
¿Cómo lograr la confianza necesaria para visitar los hogares dos o tres días por semana y
recolectar los residuos reciclables? A estas preguntas, se debe sumar una constante que tiñe estos
contactos mixtos: la sensación de inseguridad (Kessler, 2009). Una topología del miedo (Segura,
2006) coloca a las villas y a su población en los espacios centrales de generación de temor. Y
este estigma no era una cuestión abstracta en el caso de Rufino.
Ya desde 2001, cruzaban el barrio, por la mañana y por la tarde, carros que empujaban animales
y conducían tanto niños como adultos, porque era el paso obligado para dirigirse hacia el centro
de La Matanza o a la ciudad de Buenos Aires. El contacto con los rufinenses era mínimo, apenas
para solicitar algunos materiales que se acumulaban frente a las casas como ramas caídas o
escombros de construcción.6 Pero, al calor del estigma, circulaba un rumor: el aumento de los
delitos tenía que ver con los “carreros”. Los vecinos comenzaron a reclamar que se prohibiera su
paso por Rufino, o que se les exigiera la revisión de los carros cada vez que entrasen y salieran
del barrio.
Las representaciones sobre aquellos que llegaban de afuera y, para peor, asociados a la
recolección de residuos, poseían una fuerza negativa contra la que debió luchar el proyecto de la
cooperativa. Así lo vi hacer a Santiago, en noviembre de 2006, con palabras sencillas:
–Señora, somos de la cooperativa. Pasamos de 10 a 12. Cartones, diarios, plásticos, botellas de
vidrios, papeles, ¿me lo puede guardar para el jueves? ¿Y me lo deja ahí, por favor?”.
Señalaba, con prudente distancia, la entrada a la casa.
Los recolectores comenzaron a vestir una pechera y un gorro con los logos de la cooperativa y
del programa Reciclando basura, recuperamos trabajo. Este uniforme, además, ocultaba en parte
sus ropas raídas y sucias, y les otorgaba una cualidad dramática acorde a la idea de prestar un
servicio para el barrio. Llevaban consigo una credencial que los identificaba con el nombre del
recolector, su número de documento y los teléfonos del referente de la cooperativa, así como de
la Delegación Municipal de Rufino.

recuperación a la gestión integral de los residuos. El programa Sin Desperdicios fue implementado por el gobierno
provincial para impulsar esta legislación. La cooperativa tuvo un primer apoyo dentro de este programa.
5
Este municipio se encuentra al oeste de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Por su extensión geográfica y por la
cantidad de habitantes (casi dos millones de personas), adquiere la dimensión política de las provincias más grandes
del país. La primera suburbanización que consolidó los barrios dentro de la Capital Federal fue continuada por un
segundo proceso que formó la corona periférica de los partidos del Gran Buenos Aires (Torres, 1975). Este proceso
se vinculó a la recomposición de las olas migratorias (la relocalización interna reemplazó a la inmigración del
exterior) y al desarrollo del proceso de industrialización por sustitución de importaciones en los años cuarenta. La
Matanza se convirtió en un centro de atracción tanto de industrias como de mano de obra. Esta configuración hizo
que el municipio fuera considerado una ciudad obrera (Manzano, 2009). Sin embargo, los procesos de
desindustrialización que se iniciaron en la década del setenta cambiaron su morfología social y urbana. De las
12.000 industrias que existían a mediados de los años setenta, en el año 2003, quedaban unas 4.000 (Agostino,
2003). En 2006, la tasa de desocupación ampliada en las zonas más relegadas llegaba al 32,1%. Alrededor del 40%
de las personas ocupadas trabajan en empleos no calificados y en el servicio doméstico. El 67,8% de los ocupados
no recibía beneficio social alguno. La pobreza en todo el partido alcanzaba el 48,9%, y el 63,8%, en el área más
relegada (Encuesta de Condiciones de vida, Municipio de La Matanza, 2007).
6
El déficit del sistema privado de recolección de residuos contribuía a estos escuetos contactos mixtos.

18
Luego de unos meses de recorrido por Rufino, los compromisos construidos entre los vecinos y
los recolectores fueron desafiados. Durante algunas semanas, la cooperativa se ausentó del
barrio. Se habían acumulado demasiados problemas que impidieron realizar la recolección. Esta
ausencia reveló las obligaciones que habían contraído los miembros de la cooperativa y que eran
la fuente de su capital moral. Cumplir estas obligaciones les permitía ser reconocidos.
A lo largo de esas semanas, a muchos vecinos, se les habían acumulado bolsas con botellas,
cartones y otros desechos seleccionados para los recolectores. En sus patios o sus jardines, esos
objetos enfatizaban su ausencia. ¿No irían más?
Comenzó a peligrar el reconocimiento obtenido por la cooperativa: se instaló la idea de que era
gente tan desorganizada e imprevisible como los carreros. Los recolectores cumplían los
acuerdos temporales de la organización y la regularidad de las visitas, que causaban la sensación
opuesta a la invasión que producían los carreros, a quienes no querían en el barrio precisamente
por eso. El ritmo de días convenidos para la circulación de la cooperativa por Rufino constituía
su imagen de cuidado, su obligación era que los residuos circularan hacia ellos y no hacia los
carreros.
El capital moral de los recolectores se acumulaba a la par que se intensificaba el antagonismo
moral con los carreros e iba creciendo cuanto más pudieran diferenciarse de ellos. Si la
distinción se volvía brumosa, como en esas semanas de riesgosa ausencia, los residuos caerían
indistintamente en manos de unos u otros y, también, se borrarían las diferencias simbólicas
entre ambos grupos. No importaba que unos y otros compartieran las mismas propiedades
sociales –sus trayectorias laborales en el negocio de la basura, los barrios precarios, las redes
familiares y políticas próximas o mezcladas–: los recolectores se diferencian de los carreros
porque estaban organizados, no ensuciaban y no pedían dinero.
Cuando comenzó el proyecto de recuperación de residuos, en la parroquia de Rufino, entré en
contacto con las mujeres de Cáritas, uno de los miles de grupos laicos que representan en todo el
país la ayuda social de la Iglesia Católica. Su rol se volvía más visible a medida que la pobreza
crecía y el Estado delegaba funciones paliativas en estas organizaciones de la sociedad civil.
Las mujeres se habían conocido en las reuniones de padres del colegio católico de Rufino al que
iban sus hijos. Se definían a sí mismas como “amas de casa” que disponían de tiempo para
ayudar. Cada mes entregaban bolsones de alimentos a otras 140 mujeres. En nuestras
conversaciones expresaban sus concepciones sobre el voluntariado y el sacrificio en la ayuda a
los más necesitados. También, se colaban otros temas, como sucedió aquella mañana soleada
mientras acompañaba al cooperativista Lito en sus recorridos:
–Es terrible lo que está pasando –nos dijo Mabel, consternada.
No se refería al sol impío del que tratábamos de protegernos en el porche de su casa.
–Ayer, la gente que iba a la Plaza de Mayo llevaba un cartel que decía “No venimos por plata”.
Sánchez los lleva dándoles comida, cosas; lleva a mujeres y a chicos para que no le peguen a él.
Lito y yo no intervenimos. El clima político en que se había desarrollado la marcha era el inédito
“conflicto del campo”,7 como se lo llamó. Mabel se identificaba con los portadores de carteles
que se oponían al gobierno y a sus aliados. Mario Sánchez, en la vereda opuesta, había forjado su

7
En el mes de marzo de 2008, a raíz de un decreto que modificaba el régimen de retenciones al sector agrícola, se
suscitó un proceso de movilización social, principalmente, en zonas del interior del país, dinamizado por
productores agropecuarios que se oponían a la medida. El conflicto duró casi cuatro meses con importantes lock-
outs, cortes de ruta y concentraciones masivas en centros urbanos como Rosario o Buenos Aires. El gobierno y sus
fuerzas políticas afines desarrollaron movilizaciones y actos de apoyo a la decisión gubernamental. Finalmente, el
decreto no se promulgó.

19
carrera política encabezando la toma de tierras y la organización de asentamientos en los años
ochenta y, luego, se había convertido en uno de los líderes de los movimientos de desocupados
que surgieron a mediados de la década del noventa contra las consecuencias del neoliberalismo.
Sánchez, una de las caras más visibles de los piquetes –los cortes de ruta que paralizaron La
Matanza a principios de los años 2000–, se alineaba con el gobierno y contra los productores
agropecuarios.
Mientras Mabel hablaba, me preguntaba si sabría que Lito había integrado el movimiento de
desocupados, que había ido a concentraciones similares por comida o un estipendio y que,
además, lejos de condenar a Sánchez, le reconocía su uso de las personas y las cosas,
especialmente, del dinero.
–Participé en el piquete de la Ruta 3 –me había contado Lito en una ocasión–. La mujer del hijo
de mi cuñada estaba con Sánchez, es su secretaria. Me ofreció que tomara parte para conseguir
un plan. Marchábamos muchísimo, yo en esa época andaba sin trabajo.
–Y cuando te incorporaste a la cooperativa, ¿qué hiciste con el plan social?
–Negocié con la referente que le dejaba 20 pesos para quedármelo. Cada uno negocia en función
del trabajo que tiene. La referente nos conoce a todos, sabe el trabajo que tenemos. Algunos te
sacan 75 pesos… Me dijeron que Sánchez va a organizar cooperativas de reciclado. Voy a ir a
hablar con él, porque seguro que consigue más cosas del gobierno.
Frente a la casa de Mabel, me pregunté qué pasaba por la cabeza de Lito al escucharla. ¿Tal vez
no le importaba lo que decíamos? ¿O prefería callar para no contradecirla?
Más tarde, bajo el puente de Rufino (el punto de encuentro, al finalizar los recorridos, donde el
camión buscaba los bolsones), se reabrió la controversia sobre Sánchez. Pero, como los
protagonistas, integrantes de la cooperativa, se sentían pares, el diálogo fluyó con libertad:
–Rubio, te vi junto a Sánchez en la Plaza de Mayo –dijo Mariano en tono socarrón.
Al Rubio no le gustó:
–Ese Sánchez es un hijo de puta. Yo le fui a pedir mercadería y no me dio nada, mientras veía
cómo se la repartían a tipos en autos, que tienen regias casas. A mí, me decía: “No, no puedo
darte, es para la agrupación”. Yo estaba con el carrito y ellos tenían varios autos. Se guardaban
todo en esa casa.
Esta vez, Lito intervino:
–A mí, Sánchez no me sacó el plan. Yo lo conozco, es vecino mío. Cuando tuve problemas con
el plan, fui a hablar con él y me lo arregló.
El Petiso no se mostró tan elogioso:
–Yo cobraba el plan con Sánchez, pero una vez no apareció mi cheque y no lo consiguieron. Ahí
Esther logró conseguir el cheque, que estaba en otra sucursal, y se ofreció a que me pase con
ella. Ella sabe todo lo que me pasó, la muerte de mi vieja y otros familiares cercanos. ¡Hasta fui
fiscal de mesa para las elecciones por el concejal Quiroga!
El dossier Sánchez parecía una memoria de las lealtades y las traiciones entre un líder político y
sus seguidores.

Esta conexión de escenas (en la casa de la voluntaria, bajo el puente) brinda una imagen más
completa de los puntos de vista que se van desplegando como litigios morales. Estos se modulan
al ritmo de regímenes heterogéneos (y opuestos) de opiniones y sentimientos sobre el dinero.
El silencio que Lito mantenía frente al enojo de la voluntaria de Cáritas era un indicador
privilegiado de su sumisión en esa interacción. Las palabras que él podía emitir sobre Sánchez
estaban excluidas de esa relación cara a cara. Tan excluidas, como el dinero que le permitía

20
eclipsar moralmente a los carreros Este encuentro era fruto de una obligación que implicaba
silenciar las percepciones y evaluaciones positivas que tenía del dirigente piquetero. También,
callar sobre las percepciones y evaluaciones del dinero asociado a este último. Lito debía dejar
que la voluntaria expresara su punto de vista, que era regulado por el régimen de opiniones y
sentimientos del dinero donado. Su adaptación a la situación conllevaba no interrumpir el
diálogo. Pese a que conversábamos sobre una experiencia próxima a su persona – o, para decirlo
más radicalmente, que estábamos hablando de él–; Lito no podía contradecir la percepción sobre
el dinero y las personas que expresaba la voluntaria.
¿Acaso su capital moral individual, y colectivo no se basaba en el esfuerzo de ganar dinero
digno contra aquellos que reciben planes sociales o incluso roban?
¿La voluntaria no lo clasificaba positivamente frente a los pobres que mienten y mendigan, al
punto que podía sentir una emoción de orgullo acerca de lo que ella decía sobre él? Las
obligaciones que prescribían esta interacción requerían que Lito se mantuviera en silencio y
dejase que la palabra de la voluntaria circulase, aprobándolo además.
Cuando abandonamos la casa de Mabel, las regulaciones de este encuentro se desvanecieron y,
con ellas, la imposición del silencio. Sin censura, la conversación con Lito mostró otros indicios
de circulaciones monetarias basadas en otro capital moral. Surgió la controversia sobre la figura
de Sánchez, por ejemplo. Su evaluación y su percepción no remitían a experiencias mediatizadas
–la mujer de Cáritas se remitía a cuando lo había visto en televisión–; sino a las personales.
La antropóloga brasilera Lygia Sigaud (1996) propuso pensar que los dirigentes políticos o
sindicales y sus seguidores actúan, opinan y sienten, menos siguiendo una norma jurídica y más
por las obligaciones mutuas que los conecta a los intercambios que los unen. El dossier Sánchez
lo demuestra.
El discurso de Lito se profundizó en las conversaciones bajo el puente con los demás
cooperativistas. Se discutían esas experiencias personales, tanto de cumplimiento como de
defraudación de obligaciones monetarias que Sánchez, según ellos, había contraído.
Lito hacía oír su voz de proximidad personal con el dirigente. Le contestaba al Rubio que no se
trataba de “un hijo de puta”, sino de “alguien que cuando tuve problemas me los arregló”.
Mientras la voluntaria de Cáritas evaluaba a Sánchez como un manipulador que “llevaba a la
gente por plata”, Lito lo consideraba como alguien “que consigue dinero del gobierno”.
La posición del Petiso carecía de la crispación de la del Rubio, que repetía como un mantra
“Nunca me tiró un plan”, como prueba de injusticia. Al narrar su experiencia, él invocaba con
suma naturalidad un regla implícita de los intercambios entre referentes y sus seguidores,. Su
tono tranquilo descansaba en que había actuado conforme a la regulación de estos intercambios.
Las obligaciones no se inscribían de una vez y para siempre en un vínculo: los acercamientos y
los alejamientos entre los referentes y sus subordinados se desarrollan bajo una temporalidad
cambiante.

Otras (re)acciones monetarias


El punto de vista absoluto constituye una representación discontinua del mundo social, al que
divide en: de un lado, actos y personas morales; del otro, actos y personas no morales. En
contraposición, la sociología moral del dinero elabora una perspectiva completa, capaz de
unificar lo que esta representación separa. Ese pensamiento permite reflejar la arbitrariedad de
los juicios y las evaluaciones morales absolutas que experimentan las personas, a la vez que evita
atribuirle a un universo o a un individuo el monopolio sobre ellos.

21
La acumulación etnográfica de los apartados anteriores reveló regímenes heterogéneos de
opiniones y sentimientos sobre el dinero. Heterogéneos solapamientos entre órdenes sociales y
monetarios. En las líneas que siguen, vuelvo sobre lo sucedido cuando intenté traducir esta
perspectiva en una toma de posición en la discusión pública.
En octubre de 2009, días de debate alrededor de la universalización de la ayuda social, escribí
una columna de opinión, “La pobreza y el monopolio de la representación moral”, en el diario
Crítica de la Argentina.
Me referí al tejido de argumentos morales, “movilizados por algunos agentes que forjan su
trayectoria y posición en el campo político reclamando un monopolio de la representación moral
de la sociedad”. En el caso específico de los argumentos a favor de la universalización, dije que
se hacía de la necesidad, virtud. “Quienes hablan de ‘liberar’ a los pobres, o los tratan de
‘rehenes’–como el martes pasado escuchamos declarar a dirigentes de la oposición al salir de una
reunión con miembros de la Iglesia–, trasladan las condiciones de posibilidad de su participación
en el juego político, a una toma de posición sobre la moralidad con la que los pobres hacen uso
de los recursos de origen estatal”, escribí. Su capital político resultaba inversamente proporcional
a la inmoralidad ajena, la que corroía según ellos la vida social de los pobres.
“¿La denuncia generalizada de usos ‘arbitrarios’ y ‘discrecionales’ en la utilización del dinero de
los planes no implica trasponer una escala de valores de agentes externos hacia una vida
colectiva que encontró en esas modalidades de distribución ciertas escalas de justicia?”,
pregunté. Señalé que existían sociólogos y antropólogos preocupados por el mundo popular que
en los últimos años habían elaborado respuestas posibles a estas preguntas: “Sería bueno
escuchar sus voces antes de que se cierre en este debate una única narración sobre los pobres, su
moral y los planes sociales”.
Los lectores del diario con acceso a Internet se sumaron a la discusión con sus comentarios.
“¡Sociólogos y antropólogos, larguen los libros que les hacen daño!”, escribió uno. “Hay una
diferencia enorme entre la caridad, o que el puntero les tire unos mangos, y que sea un derecho
que me corresponde solo por ser niño. Como decía Eva Perón, detrás de toda necesidad hay un
derecho vulnerado…”.
“¡Este señor es oficialista!”, se quejaba otro. “¿Porqué en vez de discutir eufemismos no se pone
a pensar qué pasaría si los marginados empezaran a ver el subsidio como un incentivo para
seguir pariendo hijos? ¿Eso no lo ve nadie? Wilkis: si sos sociólogo, deberías ver esa parte,
¿no?”.
Hubo expresiones más agresivas: “¡’Arbitrarios’ y ‘discrecionales’ son los modos en que se
distribuyen los recursos para financiar a los movimientos sociales bajo la protección de este
gobierno corrupto! ¿Cómo puede ser que se tenga como esclavos a los pobres? ¡¿Cómo puede
ser que no se los eduque, que no se los contenga, que no se los proteja?!”.
Y otros más conciliadores, pero de similar contenido: “Ariel, es muy probable que esta
universalización no termine con la pobreza, pero debemos ser honestos y sinceros: la distribución
dirigida de los planes sociales no lo ha hecho tampoco, con el agravante que usa a los pobres
políticamente. Esta universalización reducirá en gran medida la ‘caja’ conque cada gobierno de
turno tratará de manipular a la masa pobre. Saquemos una pequeña cuenta: la agrupación Tupac
Amaru, en el norte del país, recibe 10 millones mensuales: representan 200 pesos para 50.000
niños”.
El debate del año 2009 sobre la universalización de la ayuda social se insertaba en una serie
histórica. Desde fines de los años ochenta, se generó una sinnúmero de denominaciones y teorías

22
que buscaban interpretar los procesos de relegación social (desempleo, pobreza, déficit
habitacional).
Un inventario de estas denominaciones reconstruiría las luchas simbólicas que movilizaron. Una
serie específica habla de los bienes económicos que circularon: asistencia social focalizada,
caridad, filantropía, economía social, economía popular, cooperativismo, comercio justo. Estas
etiquetas enmarcaron (Mauger, 2001) a las clases populares: fueron utilizadas para interpretarlas
tanto por parte de agentes estatales como por expertos de organismos internacionales, políticos
profesionales, militantes de movimientos sociales y religiosos, integrantes de ONG,
investigadores sociales, economistas y periodistas.
Además, el debate de 2009 evidenció cómo las luchas simbólicas sobre los pobres habían
terminado convertiéndose en litigios morales acerca del dinero público, en parte de un proceso
más amplio de redefinición del lugar que ocupan en la vida popular. Los programas de
transferencias monetarias condicionadas se habían convertido en el paradigma de política social
en todos los países de América Latina.
Cada gobierno de la región desplegó una batería de medidas cuyo componente central fue
transferir dinero a los hogares más vulnerables. Según registros del Banco Mundial, en el año
1997, solo Brasil y México implementaban este tipo de programas; en 2008, las transferencias
monetarias condicionadas se habían extendido a quince países de la región. En Brasil, llegan a
casi 11 millones de familias; en México, a 5 millones; en Colombia, a 1,5 millones y, en Chile, a
215.000. En Ecuador, la cobertura alcanza al 40% de la población Estas políticas mostraron más
claramente el litigio moral planteado sobre el uso del dinero público.
Para comprenderlo, conviene situar en perspectiva la importancia central que tiene el dinero
público en la economía de las fracciones más relegadas de las clases populares.
En el año 2003, un censo socio-demográfico sobre los habitantes de un asentamiento del partido
de La Matanza arrojó que el nivel de pobreza alcanzaba a casi el 96% del barrio y el de
indigencia, el 76% (Abal Medina, et al., 2004). La tasa de desempleo trepaba al 59% y el ingreso
promedio de los hogares se ubicaba en 240 pesos..8
Las tendencias negativas de la crisis económica y social se plasmaban de manera más extrema en
estos territorios.
Otros datos resaltaban en el informe: el 54% de los hogares recibía algún plan social y esos
programas proporcionaban el 36 % de los ingresos monetarios del barrio. El Plan Jefes y Jefas de
Hogar (que otorgaba una suma fija de dinero, 150 pesos de entonces, a casi dos millones de
desempleados en su momento de mayor amplitud) alcanzó a transferir 2.310 millones de pesos
en 2002 y 3.052 millones, en 2003. Si bien la cantidad de beneficiarios disminuyó, en parte, por
mejoras en el mercado de trabajo y el crecimiento económico, la creación de nuevos programas
(Plan Familias, Mano a la Obra y Seguro de Capacitación, entre otros) implicó que continuaran
las transferencias monetarias directas de dinero en calidad asistencial. Entre el 2 y el 6% del
presupuesto nacional fue utilizado para estos fines entre 2002 y 2009 (Cogliandro, 2010).
La cobertura más amplia se logró con la implementación de la Asignación Universal por Hijo.
Los índices de pobreza e indigencia habían disminuido desde el 2003, pero la cobertura se
mantenía extensa y el dinero público se destacaba en los hogares que los recibían. En noviembre
de 2011, seguí, con un equipo, los ingresos y egresos de dinero en hogares de barrios relegados
del conurbano de Buenos Aires:

8
Los datos se ubicaban por arriba del promedio para el conurbano bonaerense que, en el mismo periodo, presentaba:
69% de pobreza, 40% de indigencia y 27,4% de desempleo (INDEC, 2003).

23
 La familia V había recibido 2.900 pesos: 1.400, por beneficios de la asistencia social y
1.500, por el trabajo del jefe de hogar.
 La familia J, ingresó 2.360 pesos: 1.200, provenientes de un programa social; 360, de un
trabajo de empleada doméstica; 700 pesos, de una jubilación y 460 pesos, de la
asignación universal por hijo.
 La familia W ganó en el mes 4.000: 900, de la asignación universal por hijo; 1.200, de
otro plan social y 2.000, por el trabajo como pintor del jefe de hogar.
 La familia P obtuvo aproximadamente 2.100 pesos: 1.100, de la changa del jefe de hogar;
300, de una pensión por invalidez y 880, de la asignación universal por los cuatro hijos.

En suma: entre el 40 y el 80% de los ingresos de estos hogares se componía de dinero


proveniente del Estado.
Si mi nota de opinión en Crítica de la Argentina provocó aquellas reacciones, se debió a que en
ese momento el debate ardía. El 29 de octubre de 2009, la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner firmó el decreto 1602/09, que puso en marcha la Asignación Universal por Hijo.
El acuerdo sobre la necesidad de un programa universal de ayuda se desvanecía al considerar su
alcance real. Los partidos de la oposición señalaban que un programa verdaderamente universal
liberaría a los pobres de su situación de rehenes, posición que implicaba una narración sobre el
uso que los pobres hacían de esa ayuda estatal; la universalización pondría fin a esa explotación.
Mi postura se diferenciaba al llamar la atención sobre cómo esta visión pretendía monopolizar
los juicios morales sobre las circulaciones monetarias hacia las clases populares.
¿Qué pasaba si, también, se reconocían otra combinación de orden social, jerarquías monetarias
y estatus de las personas? Mi pregunta, que generó reacciones de rechazo, mostró hasta qué
punto las impugnaciones morales sobre el uso del dinero estatal se hallaban en el centro de las
representaciones sobre las clases populares. La etiqueta de “clientelismo político” (Vommaro,
2010) enmarcaba estos juicios morales negativos.
Al igual que las cartas escritas como reacción frente a la venta de las publicaciones de la calle,
estos comentarios congelan las emociones personales. Las reacciones a esta nota de opinión son
una pequeña muestra de la actitud de parte de la sociedad hacia los pobres y sus usos del dinero.
Las emociones celebratorias en las primeras cartas y las emociones condenatorias, contenidas en
las segundas, constituyen puntos de vista parciales que representan la particular relación
respecto a determinadas circulaciones monetarias. Esta parcialidad no tiene que impedirnos
preguntarnos si en ellas no hay algo común que las conecta. La pista que seguimos muestra que
estas opiniones y sentimientos son efectos de una misma pieza del dinero: el dinero donado.
Tal vez, parezca sorprendente definir como dinero donado a estas circulaciones que provienen
del Estado. Habitualmente, se asocia a las ayudas estatales con la protección o el derecho social,
para diferenciarlas de las que provienen de la sociedad civil, fruto de la caridad o la filantropía.
El punto que quisiera marcar es el siguiente: pese a su origen, los litigios morales que
acompañaron la transferencia del dinero público en calidad de asistencia social lo convirtieron en
un dinero donado. Bajo esta pieza de dinero, se transportan tanto la autoridad de juzgar como de
condenar. Autoridad que asume una parte de la sociedad en relación a los pobres y el dinero que
reciben por parte del Estado. Desde este punto de vista, el derecho a tener o no una protección
social monetaria por parte de los más necesitados pasa a convertirse en tema de discusión y
quienes opinan lo hacen con la potestad de juzgar los usos del dinero. Los juzgadores se
convierten así en emprendedores morales (Becker, 2009) a través del dinero público, y este se
vuelve dinero donado.

24
Cuando las transferencias condicionadas del dinero pautan el paradigma de las políticas sociales,
resulta casi imprescindible considerar que los litigios sobre el dinero público expresan
concepciones monetarias antagónicas del orden social.
Hoy, estos litigios se han vuelto transnacionales. Los encontramos en el conurbano bonaerense
(Hornes, 2012) como en la ciudad brasileña de Porto Alegre (Eger, 2012) o en un pueblo de
Yucatán al sur de México (Dapuez, 2011). Aquí, allá y en todas partes, el uso eficiente,
delineado por los expertos en políticas sociales, choca con la moral de los receptores, que
definen otras prioridades y movilizan otros sentido del dinero, y, por lo tanto, también del orden
social.

El orden del dinero


Thomas Hobbes nombraba de manera muy precisa el poder del Leviatán para ordenar el mundo:
lo llamaba “el gran definidor”. Para el filósofo político, el caos social equivalía a un caos de
significados. Para terminar con él, se requería un poder capaz de monopolizar la definición de las
palabras y reducir a la nada las controversias de la interpretación.
El modelo hobbesiano fracasó porque su fórmula pecó de absolutista: atribuyó a una sola
institución el poder de ordenador social. La teoría ha sido testigo del esfuerzo por captar la
multipolaridad de poderes que definen los significados de lo social.
El dinero se destaca en esa lista.
El dinero posee el potencial de constituirse en un gran clasificador de personas y de cosas; a la
vez, de ahí deriva, también, su dimensión antagónica.
¿No son acaso las controversias en torno al dinero donado un terreno privilegiado para empezar
a explorar esta interpretación? Las personas enuncian fundamentos sobre las razones por las que
creen que alguien debe recibir dinero como ayuda. Al hacerlo, expresan sus concepciones sobre
el mérito, la justicia, la desigualdad, la igualdad, las jerarquías sociales, la solidaridad… Por
medio de estas evaluaciones, manifiestan sus valores morales: al valorar monetariamente, dicen
lo que piensan y sienten sobre la integración al orden social.
El dinero funciona como “gran clasificador”, porque se usa como escala de evaluación moral y,
por lo tanto, de medida de virtudes. La connotación negativa y positiva de sus usos contiene una
fuerza de jerarquización poderosa. ¿Cómo se convierte el dinero en un signo de virtud? ¿Cómo
se transforma en un estigma? Orden social, jerarquías monetarias y estatus se combinan de
manera variable. El dinero donado ilumina estas combinaciones, porque reparte de manera
desigual la potestad de juzgar y la obligación de ser juzgado.

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Capítulo 2
Dinero militado

Todo dinero es político


A principios del año 2000, el sociólogo argentino José Nun hizo un balance de los
procesos de democratización en América Latina. Luego de casi veinte años de
gobiernos constitucionales repuestos, Nun señaló una paradoja latinoamericana: la
consolidación de esos gobiernos democráticos corrió a la par de la expansión de
regímenes económicos que produjeron desigualdad y exclusión social.
Las consecuencias positivas del primer proceso sufrieron el contrapeso de los efectos
negativos del segundo. Las libertades políticas y civiles se ampliaban; pero lo hacían al
mismo ritmo que las desigualdades. Nun propuso que se reformulara el concepto de
democracia en una tradición menos formal y más sustantiva, orientada, no solo a los
sistemas de elección de elencos gubernamentales, sino también a las condiciones de
vida de las personas.
Sin embargo, en este hallazgo, hay algo más: un proceso menos evidente, pero que
también obligaría a revisar conceptos sobre ciertas condiciones de la participación
política: el papel del dinero en la vida política popular. Una perspectiva más distante
sobre la lucha simbólica de la circulación y uso del dinero entre ellos nos permitiría
considerar que la democratización y la monetización de la vida política son dos
procesos conectados. En la tradición de Max Weber, una sociología económica de la
política saca a la luz que toda competencia regular entre partidos actúa como una
palanca que activa la monetización de sus actividades. Una paradoja se agrega a la que
destacó Nun: la presencia creciente del dinero en la política –una condición para que los
regímenes democráticos en la región se hayan desplegado– ha sido deformada bajo el
registro de la impugnación.
El uso de dinero en los intercambios políticos acumula una larga historia de
impugnaciones. Se cuenta entre los temas predilectos para condenar las prácticas
corruptas e interesadas en las contiendas electorales (Offerlé, 2011). Su circulación
transporta al interior de los lazos políticos la imagen de la compra-venta de voluntades.
El dinero sería un indicador claro de las formas y las razones espurias que esconde la
participación política.
Indudablemente, si más democracia ha significado más dinero en la vida política,
también, lo ha significado para la vida política popular. La paradoja, entonces, reside en
que más democratización también ha generado mejores condiciones objetivas para
impugnar moralmente a las clases populares.
Se advierte en el ejemplo de las voluntarias de Cáritas quienes, por sus opiniones y
sentimientos condenando la inmoralidad del dinero en la participación política, sin
saberlo, tocaban una fibra muy sensible –y poco advertida– sobre los procesos de
democratización de las últimas dos décadas.
Una perspectiva de dinero sospechado conduciría a un callejón sin salida frente a esta
paradoja. Se trata de una visión que reafirma dicha impugnación y no ayuda a completar
el rompecabezas de la vida popular. Y, por lo tanto, tampoco contribuye a
reconceptualizar el lugar del dinero en ella. Sin esta operación, no se sale de ese callejón
sin salida.
Con el dinero, circula más que la indignación por los vínculos políticos: otro orden
social y otro orden monetario, otra combinación de estatus y de virtudes asoman a la par
que abandonamos los vínculos sociales del dinero donado.
La pluralidad de dinámicas requiere el despliegue de piezas de dinero que definan
contornos reales de las regiones de la economía popular. El dinero donado solo captaba

26
una de estas zonas. Pero, cuando nos transportábamos al interior de los lazos políticos,
encontrábamos una pieza diferente: emergía un desacuerdo entre el régimen de
opiniones y sentimientos que impugnaban la moralidad del dinero político y sus usos
reales. El dinero militado aparece como una guía para comprender esta realidad y
desplegar una sociología moral del dinero en la vida política popular. Su despliegue
arroja indicios que permite saldar cuentas con el registro de la impugnación y mostrar la
positividad del dinero en los procesos democráticos.
Desde la sociología, la antropología política y la ciencia política, los análisis sobre el
clientelismo conforman una larga lista (Merton, 1949; Wolf, 1966; Scott, 1969; Schmidt
et al, 1977; Eisenstadt y Roniger, 1984; Gellner, 1986). América Latina no representa
una excepción (Menéndez-Carrión, 1986; Archer, 1990; Escobar, 1994; Gay, 1997;
Kuschnir, 2000 Auyero, 2001; Vommaro, 2010). Son menos los trabajos que se enfocan
especialmente en el dinero–como el de Vilella (2004) en Brasil–. Las páginas de este
capítulo exploran el mundo popular a partir del uso del dinero de la política, mientras
que el libro arroja pistas para comprender la vida politica bajo el prisma del dinero que
circula fuera de ella: esta doble entrada, tal vez, descentre el concepto de clientelismo
para comprenderlo, o mejor dicho, quizá aclare la idea del mundo social que se pretende
comprender a través de él.
En una investigación clásica sobre sociabilidad política en barrios populares, Street
Corner Society (1943), W. F. White describe la circulación del dinero a partir de su
menor valía para imponerse en los vínculos entre los líderes políticos y sus seguidores:
al ser un medio despersonalizado de intercambio, carece de fuerza para mantener
obligaciones morales.
Esta interpretación se ajusta a una concepción del dinero moralmente débil. Aquí, en
cambio, presento otra perspectiva: una concepción moral fuerte del dinero en los
vínculos políticos, que se plasma en el análisis de los litigios morales de la circulación
(o no) del dinero militado.
Tal vez, una pregunta muy sencilla permita explorar esta visión: ¿Qué sucede cuando la
vida política popular se monetiza? Cuando el dinero se presenta cada vez más en los
intercambios políticos –como sucedió en las últimas décadas–, ¿se disuelven los
valores, los compromisos, las lealtades y las obligaciones?
Para responder a estas preguntas, interpreté las transformaciones recientes de la vida
política de Villa Olimpia. Este barrio, donde conocí a Mary, experimentó a pequeña
escala lo que otros autores han detectado en lugares y momentos diferentes: procesos
que afectan a toda una región o la vida social, debido a que el dinero se vuelve cada vez
más presente como medio de intercambio.
Estos procesos funcionan como laboratorios de investigación. Quienes apuestan a
mostrar la dimensión abstracta e impersonal del dinero, sugieren que este proceso
erosiona los valores morales 12 Quienes apuestan a mostrar la heterogeneidad de sus
significados y sus usos, indican que la generalización monetaria produce una rica
variedad de conexiones morales.13

12
Un clásico de esta interpretación lo constituyen los trabajos de Bohannan, entre otros The Impact of
Money on African Subsistence Economy (1959). Siguiendo la división entre monedas primitivas y
monedas modernas de Karl Polanyi, Bohannan señala que la expansión de las modernas disuelve la
separación de las diferentes esferas morales de intercambio.
13
En The Social Meaning of Money, Zelizer (1994), demuestra cómo la creciente monetización de la vida
social en los Estados Unidos a principios del siglo XX no implicó que el dinero fuera tratado como un
mediador universal, abstracto e impersonal: por el contrario, en diferentes escenas y contextos, su uso
adquirió una dimensión social y moral.
27
Cuando llegué por primera vez a Villa Olimpia, hacía cinco años se llevaba adelante un
proceso de urbanización financiado por diferentes instancias gubernamentales y
organismos internacionales.14 Se había originado a mediados de la década del cincuenta,
fruto de los procesos migratorios del interior del país hacia Buenos Aires y de las olas
posteriores provenientes de Estados limítrofes, en especial, de Paraguay.15
Villa Olimpia había asumido los rasgos de las configuraciones urbanas asociadas a las
villas miserias. 16 El proyecto de urbanización apuntaba a modificar las propiedades
típicas de estos espacios relegados: abrir calles que reemplazaran a los “pasillos”,
construir nuevas viviendas y dotarlas de infraestructura (luz, agua, centros
comunitarios). Con este fin, se transfirió al barrio gran cantidad de recursos monetarios
de origen estatal, destinados a la construcción de las casas, y, también, al pago de
puestos de trabajo y de planes de sociales.
Por esas razones, el lugar presentaba las condiciones óptimas para explorar la pieza de
dinero que, en el rompecabezas de la vida popular, denominé dinero militado. En el
mercado de bienes políticos, esta pieza dominó cada vez más los intercambios al
interior de las redes políticas para marcar la competencia entre líderes y la relación con
sus seguidores, a la vez que pautar trazos amplios de la sociabilidad del barrio.
Villa Olimpia se convirtió en un laboratorio monetario. El proceso de generalización
monetaria transformó sus vínculos políticos. La reconstrucción de este proceso puede
proyectar indicios que nos permiten revisar los conceptos del dinero en la vida política
popular.

Una villa en transformación


Luis Salcedo me invitó a caminar. Quería mostrarme la demolición de una casa donde
se construiría una vivienda nueva. Luego de unos minutos, nos paramos frente a una
montaña de escombros, que se transformó en un escenario para que Salcedo
reflexionase en voz alta: “Antes, la gente soñaba con una casa si su hijo se convertía en
futbolista17 o boxeador. Ahora, eso es posible para todos”.
–¿Qué cambió?
–Saben que la política que hacemos es para el barrio. Tal vez, alguien que viene de
afuera no se da cuenta porque siempre tuvo casa. Nosotros no bajamos la doctrina

14
En la década del noventa, la ciudad de Rio de Janeiro desarrolló una de las primeras experiencias de
programas de urbanización de favelas, también con apoyo de organismos internacionales, como el Banco
Interamericano de Desarrollo. Los expertos en políticas urbanas y de vivienda consideran un modelo al
Programa Favela-Bairro (Brakarz, 2002).
15
Los migrantes paraguayos constituyen el grupo más numeroso de extranjeros residentes en Argentina:
alrededor de 325.000 personas de esa nacionalidad residen en el país (Cerruti y Parrado, 2006).
Tradicionalmente, ocuparon las posiciones de menor nivel de la estructura ocupacional, sobre todo, en
empleos de baja calificación del sector de los servicios y la construcción.
16
Las tramas urbanas irregulares, que no se organizan por manzanas sino por pasillos, donde no pueden
pasar automóviles; las viviendas precarias, en su origen, construidas con materiales de desecho y, con el
tiempo, a veces, con mampostería; una alta densidad poblacional; conexiones informales a servicios como
el agua o la electricidad, entre otras características (Cravino, 2007).
17
Entre los nombres propios que ganaron notoriedad en el barrio, se encontraba el de BZ, un futbolista de
la división de ascenso. Todos conocían su trayectoria en el fútbol y hablaban con orgullo de él. En una
entrevista que publicó el diario Crónica en agosto de 2008, BZ dijo: “De pibe quería llegar a ser alguien
importante. Nací en Villa Olimpia. Y hasta el día de hoy seguimos visitándola y la gente nos sigue
reconociendo. No somos de renegar de nuestra raíces […]. Tengo familia y muchísimos amigos que me
quieren y respetan. Y están contentos de que alguien del barrio haya podido lograr algo en su vida,
teniendo en cuenta que vengo de un barrio humilde”.
28
peronista sino el proyecto. Porque nos propusimos tener viviendas, abrir las calles. Si
venís y me decís que tenés algo mejor a lo que tengo yo, listo: me sumo y vamos.
–¿Y si no?
–Súmate y vamos todos juntos.
En la historia de Villa Olimpia, se inició un nuevo período en octubre de 1999. Un
grupo de vecinos se organizó para ocupar y tomar alrededor de 20 hectáreas de la
empresa Gas del Estado ubicadas en la zona lindera. Una suma de factores los movilizó:
los dirigentes barriales acusados de malversación de fondos, la frustración por las
promesas incumplidas de diferentes gobiernos, el crecimiento vegetativo de la
población de la barriada.18 El terreno vacío permitía fantasear con una vivienda propia y
digna. Durante unos meses, un grupo de vecinos acamparon allí, trazaron los lotes y
organizaron la nueva cooperativa, que reemplazó a la antigua, ya totalmente
desprestigiada. Todos los relatos coinciden en que Luis Salcedo se constituyó en el
nuevo líder de este proceso.
La principal virtud de Salcedo fue su inexperiencia política, frente a la reputación
negativa de los antiguos dirigentes de Villa Olimpia. El éxito –tanto de la urbanización
como del nuevo líder– dependía de que se estrecharan los vínculos con los agentes
estatales y partidarios del peronismo, los principales aliados para impulsar ambos
procesos. Junto a Salcedo, se organizó una red política basada, en parte, en sus lazos de
parentesco. Una de sus primas recordaba muy claro ese momento:
–Para empezar a urbanizar y hacer todo esto, hay que anotarse en la política –dijo
Salcedo.
–Sí. Si es para tener nuestra casa, sí –le dije yo–. De ahí en adelante, estamos metidos
hasta acá –y la mujer señaló su frente con la mano.
“El proyecto que cambió el barrio después de cincuenta años”: los miembros de la red
de Salcedo repetían esa frase, que representaba a nivel de la retórica política local la
transformación del equilibrio del poder. Esta percepción, generalizada, infiltraba la
pequeña lección que me dio un vecino mientras señalaba la casa de Salcedo: “Si querés
saber cómo funciona esto, mirá para allá. De ahí salen todas las líneas”.
El proceso de urbanización y el crecimiento político de Salcedo organizaron un
mercado político cada vez más centrado en la circulación del dinero, una transformación
colectiva, pero también individual, de intensidad pautada por la generalización del
régimen de las opiniones y los sentimientos del dinero militado.

Dinero para todos


Analía mantuvo una pasión desde su Paraguay natal: nuestras conversaciones siempre
terminaban con su monólogo sobre la danza de la botella, una coreografía del folclore
paraguayo. En las fotos que más le gustaba mostrarme, aparecían sus hijas o ella misma
más joven, vestidas con trajes blancos adornados con cintas azules y rojas. Continuar las
costumbres la llenaba de orgullo: se reconocía como una gran bailarina y aseguraba
poseer los secretos para hacer el mejor chipá y la receta perfecta de la sopa paraguaya.
Al igual que otras mujeres que llegaban desde Paraguay, empezó a trabajar en el
servicio doméstica, a principios de los años setenta. Luego, ingresó a una fábrica textil.
Sus compañeros operarios le dieron la información para comprar un terreno en una villa
del oeste del Gran Buenos Aires y no lo dudó: con apoyo de sus paisanos, construyó la
primera pieza de su casa. Su proceso de integración a la vida en Villa Olimpia se
interrumpió: su padre se estaba muriendo y Analía debió volver a Asunción.

18
Se estimaba que la población de Villa Olimpia creció de 1.000 a 1.600 familias entre 1992 y 2008.
29
Regresó luego de quince años. Se había casado pero llegó a Buenos Aires separada y
con sus cuatro hijas. Pasarían algunos años antes de que volviera a formar pareja. Eligió
a un hombre más cariñoso al que le gustaba acompañarla a los bailes.
Los días febriles de la toma de1999, la encontraron entre una de las participantes más
activas. No dudó en ocupar un terreno que loteó junto a sus hijas. Con ellas montó una
carpa donde durmieron los largos meses de la toma. Por precaución, Analía, casi nunca
las dejaba solas, menos, cuando asomaban las primeras estrellas. Eran muy jóvenes y
temía dejarlas pasar la noche en un terreno descampado y sin iluminación.
Analía preparaba la comida para todo el grupo, que pasaba los días y las noches sin
abandonar el terreno. El esfuerzo de perseguir el sueño de una casa digna valía la pena.
Con su participación en la toma, comenzó su integración a la incipiente red política de
Luis Salcedo. Como todos en Villa Olimpia, conocía al futuro líder del barrio desde
chico: lo recordaba jugando al fútbol y trabajando en una panadería. Cuando se
garantizó que no los desalojarían, Analía se convirtió en delegada. Se encargaba de
recolectar las cuotas que había que pagar para legalizar la compra de los terrenos. La
construcción de la nueva vivienda dependía de los programas de asistencia del Estado.
El año 2004 fue inolvidable: se mudaron.
A medida que transcurría el tiempo, no solo la traza urbana de la villa empezaba a
cambiar: también se producían transformaciones de otra naturaleza. La urbanización
producía una diferenciación social asociada a la red de Salcedo: para llevarla adelante,
se creaban nuevos puestos de trabajo. Se volvió habitual un chiste: “Acá, en Villa
Olimpia, debajo de cada piedra te encontrás con una secretaria”.
Precisamente, un altercado con una de las secretarias de Salcedo impulsó a Analía a
dejar de apoyarlo. Un día llevó el dinero recaudado al local de la cooperativa. La mujer
que la atendió, en lugar de tomarlo, lo arrojó sobre el escritorio. Luego, miró con
desprecio a Analía y le indicó con un gesto de la mano que se retirara.
Analía se sintió agraviada, menos por el ataque a su persona, que por el desprecio al
esfuerzo de sus vecinos que habían ahorrado ese dinero para pagar las cuotas de sus
futuras casas. Le dijo a Salcedo:
–Pasaron cosas que no me gustaron. Yo me retiro.
El alejamiento de Analía era un indicador de los cambios que se estaban desarrollando
en Villa Olimpia. Ella se encontraba en una posición ambigua y, por eso, dolorosa.
Como integrante del grupo fundador de la red de Salcedo, había apostado al crecimiento
del dirigente, pero quedaba excluida de esas formas nuevas de reconocimiento político.
Un sueldo que se recibía, o no, traducía de manera directa la transformación de los
intercambios políticos en Villa Olimpia.
–A mí me duele, ¿sabes qué es? Que, a la hora de la verdad, cuando ellos (los miembros
de la cooperativa) iban a tener un sueldo, no me convocaron. No entiendo por qué no
me llamaron –me dijo.
Ese dinero, claramente militado, que ella no recibía pese a todo su trabajo para la red, la
dejaba menospreciada, la ubicaba fuera del reconocimiento de Salcedo. Alejarse de la
red significaba protegerse de la derrota en la competencia por acumular capital moral.
No conviene pensar esa salida de la red en términos absolutos, sino como un tiempo de
espera. La sociabilidad cotidiana de Analía estaba impregnada de los contactos con
Salcedo, su familia y otros vecinos que sí la integraban. El tiempo no transcurriría en
vano. Mientras Analía esperaba, la generalización de los sueldos políticos se volvió
cada vez más pronunciada. Ella lo percibía y se lo recordaba a Salcedo cada vez que lo
encontraba: “Cuando haya algo que me pueda beneficiar, avísame. Estoy para lo que
necesiten”.

30
Él se acordaría pero no como lo esperaba ella. Le ofreció sacarle un crédito para que
pudiera comprar una máquina de coser. Sin embargo, era claro que este dinero prestado
no equivalía al dinero militado: esas dos piezas de dinero remitían a dos estados del
capital moral que unían a Salcedo y a Analía. Desde su posición relegada en la red,
podía acceder al crédito, pero, para lograr el sueldo, debía probar nuevamente sus
virtudes políticas y que se las reconocieran.
Y llegó el día.
Sobre la mesa del comedor de la casa de Analía había un cuaderno con una lista de
nombres de los niños que jugarían al fútbol en el barrio. Ya había conversado con las
madres y quería contarle su proyecto a Salcedo: armar un equipo de fútbol infantil.
Esta idea le había dado vueltas por la cabeza desde tiempo atrás, cuando la habían
invitado a participar en la Comisión Deportiva de Villa Olimpia. Aquella vez, Salcedo
había hablado ante los futuros miembros.
–Al comienzo, no habrá sueldos para pagar esta participación, pero en el futuro tal vez
sí. Tendrán que trabajar duro –les dijo para enfatizar la última idea.
Analía ya tenía un proyecto de trabajo y esperaba hablar con Salcedo, demostrarle que
el tiempo fuera de la red no había transcurrido en vano. En una reunión de grupos
provenientes de diferentes villas de La Matanza, tomó la palabra para hablar de su
proyecto.
–Yo había estado antes en la cooperativa, pero, me descarrilé como un tren viejo, me
salí de la vía, me salí del camino –dijo, a modo de preámbulo–. Pero, hoy estoy de
nuevo con otro propósito. Mi deseo es trabajar con los niños.

La competencia política
Mientras recorremos el barrio, Salcedo explica los distintos pasos del proceso de
urbanización (apertura de calles, reubicación de las familias), en un relato que mezcla
cuestiones urbanas con anécdotas personales humanas. Me cuenta su propia historia
dramática: la enfermedad repentina de su padre, las dificultades de la ambulancia para
transitar por los estrechos corredores de la villa, la muerte. Una tragedia, como tantas en
Villa Olimpia y otras barriadas así, que pudo haber sido evitada.
–Ese día me juré: “Esto no va más. Hay que hacer algo”.
Repite la frase con una gran congoja, que parece haber salido cientos de veces de sus
entrañas como ahora.
Avanzamos desde las zonas más antiguas de la villa, todavía intactas, hasta la hilera de
casas recién construidas, en una especie de camino ritualizado. Al desplazarnos se
jerarquizaban lugares, personas y eventos. Aquellos entrenados para recibir a políticos,
técnicos, estudiantes e investigadores –personas externas, en definitiva– hacían del
recorrido una actuación improvisada, pero regulada, que producía una representación
espacial del barrio afín a sus intereses. Todos los habitantes de Villa Olimpia conocían
lo suficiente como para descifrar el valor político de estas visitas que los miembros del
grupo de Salcedo intentaban monopolizar. Los descontentos aprovechaban el carácter
público del paseo:
–¿Por qué no vienen a ver mi casa sin terminar? –desafió un hombre a la representación
oficial del barrio.
–¿Por qué no los llevan a ver toda la basura que está tirada? –dijo una mujer, mirando a
Salcedo.
Escuché el nombre de Beto Ramírez antes de conocerlo. Me habían hablado mucho de
él, un militante histórico del peronismo. Los Ramírez formaban una familia y también
un grupo político, del que Beto sobresalía como el principal interlocutor, a la vez que

31
mantenía una actividad política regular. Las pintadas en los muros del barrio y en sus
inmediaciones llevaban su apodo. Beto pertenecía al mismo partido que Salcedo y a la
misma línea interna del peronismo de La Matanza; por lo cual, su carrera se bloqueó
con la transformación de la estructura del campo político que impulsó el proceso de
urbanización.
Cuando gané un poco de su confianza, también me invitó a recorrer el barrio.
–Seguramente, te mostraron lo que ellos (el grupo de Salcedo) quieren. Yo te voy a
mostrar la verdad –me dijo.
Como había hecho el recorrido con sus contrincantes, Ramírez pretendía cambiar la
perspectiva que suponía que yo me había formado sobre Villa Olimpia. No solo me
había visto varias veces con ellos: mis propiedades sociales –extraño al barrio, de la
universidad– me colocaban en la categoría de invitado al recorrido oficial. Debía recibir
una imagen diferente a la del grupo de Salcedo. Debía “caminar el barrio” con él.
Durante este recorrido, nos encontramos con familias enojadas (no las habían mudado)
y casas nuevas con problemas de infraestructura o adjudicadas ilegítimamente. En
nuestro camino, se configuraba un barrio asociado a una evaluación negativa de Salcedo
y su grupo.
Las personas que cruzamos reproducían el punto de vista de Ramírez, transmitían
impugnaciones a Salcedo proporcionales a la relegación de la carrera política que había
padecido Ramírez y su familia. Parecía que revertir esta situación constituía el camino
necesario para desnudar el relato oficial sobre el proceso de urbanización.
–¿Te llevo a ver las pintadas? –me invitó Ramírez.
Quería que apreciara cómo él también desplegaba una actividad intensa en vísperas de
las próximas elecciones internas en el peronismo.
–Yo no estoy muerto políticamente, como hacen creer desde el grupo de Salcedo.
Su afán dejaba en evidencia la posición defensiva en la que se encontraba. Se inquietaba
pensando en cómo lograr alterar el equilibrio desigual de poder.
–¿Cómo lo ves?
Quería conocer mi punto de vista acerca de la fortaleza de Salcedo.
Las pintadas en los muros que anunciaban la candidatura del líder del barrio llevaban la
firma de la familia Ramírez. Al mostrarme que “no estaba muerto”, reafirmaba también
su subordinación. Por el momento, su actividad política dependía de aceptar el liderazgo
de Salcedo. Sin embargo, Ramírez temía quedar eclipsado totalmente por el político en
ascenso. Por eso, dudaba en aceptar la invitación de Salcedo para que recorrieran juntos
el barrio: al verlos, los vecinos terminarían probablemente por confirmar que el espacio
político local se había clausurado alrededor de la figura de Salcedo.
Aunque Ramírez trataría de evitarlo por un tiempo, sabía que no podría dejar de
alinearse con Salcedo y, por ende, de trabajar para su ascenso político en el peronismo
de La Matanza y la provincia de Buenos Aires. Su única esperanza estaba depositada en
el año entrante: las elecciones en la cooperativa le permitirían representar a los
descontentos con Salcedo. Sentía la seguridad de que su suerte política cambiaría.
Mientras proyectaba un futuro mejor y pensaba cómo lidiar con la coyuntura, Ramírez
posó su mirada en unos jóvenes que pintaban el nombre de Salcedo en los muros del
barrio. Señaló a uno de ellos:
–Yo necesito algo así: un tipo que tenga su sueldo y pueda estar conmigo cuando lo
necesito. Voy a hablar con Salcedo para que los pibes que están conmigo tengan algo
así, algo seguro.

La campaña

32
A mediados de noviembre de 2008, se desarrolló la campaña de afiliación con vistas a
las elecciones internas del partido peronista de la provincia de Buenos Aires. Por
primera vez, Salcedo se presentaba a un cargo partidario. Su red abrigaba expectativas
elevadas.
Si antes resultaba infrecuente hallarlo en el barrio, porque solía pasar más tiempo en su
oficina de la Municipalidad, durante esas semanas, se lo vio constantemente. Las
pintadas con el nombre de Salcedo junto al de otros líderes importantes indicaban su
aspiración de crecimiento político. Su presencia y la intensa actividad de los miembros
de sus redes impusieron un paisaje especial a Villa Olimpia: fueron semanas llenas de
nerviosismo y la tensión propios de un verdadero rito iniciático.
Para cumplir el objetivo de lograr la mayor cantidad de afiliados al partido peronista, se
eligió una vivienda como centro de afiliación, estratégicamente ubicada sobre la calle
principal: quien entraba o salía de Villa Olimpia pasaba casi con certeza frente a ella.
Una fotocopiadora y varias computadoras funcionaban sin parar. Los integrantes del
grupo de Salcedo agotaban sus teléfonos celulares. Hombres y mujeres iban y venían
con sus documentos de identidad en la mano. Todos esos signos indicaban claramente
que el barrio se movilizaba por la apuesta política de Salcedo.
La campaña de afiliación fue un éxito. Los seguidores de Salcedo más optimistas
calculaban que alcanzarían 1.000 afiliaciones. Finalmente, lograron 1.600.
“¿Así que estuviste afiliando?”, me interrogaron en la puerta de la parroquia a la semana
siguiente del cierre de la campaña. Me habían visto acompañar a una mujer de la red a
las casas de algunos vecinos para explicarles cómo era el trámite, qué documentación
había que llevar y, sobre todo, cuán importante era para el barrio el crecimiento político
de Salcedo.
La campaña dejó sus huellas. Los rumores se multiplicaban: por cada afiliado, se habían
pagado 8 pesos; mientras otras especulaciones se alimentaban de esas murmuraciones.
Yo respiraba el mismo aire de esa atmósfera de la sociabilidad colectiva que pauta la
circulación del dinero militado y les dije a las mujeres de la parroquia: “Si pagaron 8
pesos por cada afiliado, le voy a reclamar a Salcedo 32: yo le conseguí 4”. Estallaron en
risas. Sabían que era un extranjero en esta sociabilidad que mezcla política y dinero.
Solo me cabía expresar el régimen de opiniones y sentimientos del dinero militado
como una parodia de una realidad más seria.
En las semanas siguientes a la campaña de afiliación, las mujeres de la parroquia
volvieron a conversar sobre el mismo tema. El tono jocoso había desaparecido.
Asomaba una tensión muy clara en cada una de sus palabras. Una verdad oculta había
tomado estado público y se había confirmado: “El padre se enteró de todos los sueldos
políticos que hay. Todos los que afiliaban cobraban un sueldo”. El sacerdote Francisco
Suárez reaccionó con firmeza frente a la evidencia de los sueldos políticos: “Yo también
le voy a pedir sueldos”, les aseguró a sus colaboradoras en la parroquia.
La verdad que salía a la luz no era muy diferente a la realidad a la que se habían
enfrentado Analía y Beto Ramírez. Como en el caso de Analía, donde el dinero servía
para evaluar una posición relegada en la red, ahora el padre Suárez expresaba esa misma
relegación. Pero el párroco no se diferenciaba demasiado del reclamo que Beto Ramírez
le pensaba hacer a Salcedo después de las afiliaciones: él también le demandaría unos
sueldos para su gente.
Una transformación colectiva, pero también subjetiva, había terminado de consolidarse
en el centro de la vida social y personal de muchos de los habitantes de Villa Olimpia.
El dinero militado se había generalizado. La conversión subjetiva de Analía expresaba a
nivel individual un proceso colectivo. Las demandas de Beto Ramírez y del párroco,
expresaban a nivel social un proceso subjetivo.

33
En su Filosofía del dinero, Georg Simmel exploró cómo el dinero le imprime a la vida
social un relacionismo generalizado. A la par que se acrecienta su uso –reflexionó el
sociólogo alemán– aumentan las oportunidades para que las personas, las cosas, las
situaciones y los vínculos sociales se relacionen entre sí. La generalización del dinero
militado implicó un proceso de esta naturaleza. El sueldo o pago político se había
convertido en una unidad de la vida personal y colectiva en Villa Olimpia. Una
sociabilidad común se sostenía mediante las opiniones y las sensibilidades conectadas a
esta pieza del dinero. El dinero militado producía una unidad tan fuerte que un extraño,
para integrarse a la vida colectiva, debía al menos bromear sobre él.

Rumores
Los rumores que se producen en el seno de un grupo no son independientes de las
normas y las relaciones que anudan a las personas que lo integran. Norbert Elias (1967)
contribuyó a considerar a los rumores desde este punto de vista: los trató como
indicadores de la sociabilidad de una colectividad, tanto por la unidad que producen
como por las competencias y conflictos que desatan. En Villa Olimpia, los rumores
sobre el dinero militado indicaban la nueva fuente de unidad y de litigios morales que
producía la generalización de esta pieza monetaria.
–X está cobrando un sueldo. ¿Cómo puede ser que no trabaje más? No es mucho, pero
tendría que esforzarse –dijo una mujer de la red del padre Suárez a una compañera.
–¿Sabes que a Z, por lo que hace, le pagan fijo? –preguntó un hombre, sobre una mujer
del grupo de Salcedo.
–A mí me llama la atención que la señora T haya dejado un trabajo. Seguro que ella y
W tienen su sueldito en la parroquia –comentó otro.
–Nosotros, en la parroquia, no cobramos nada acá, pero a mí Salcedo me ofreció un
subsidio. No lo cobré por medio de él, sino de un conocido mío que está en otra línea
política. Espero que él no se entere –confesó una colaboradora.
Este tipo de rumores se acumulaban a la par que mis visitas a Villa Olimpia se
extendían. Y, cada vez, se veía de modo más claro que la intensidad social del dinero
militado permite comprender cómo por él los agentes evalúan sus obligaciones mutuas:
el dinero puede ser una fuente de defectos y virtudes porque, precisamente, se convirtió
en una unidad de cuenta moral.
Nunca es tan necesario un lenguaje sociológico de relaciones como cuando intentamos
comprender las evaluaciones morales. Las personas experimentan sus apreciaciones y
sus evaluaciones como posiciones individuales, mientras que el trabajo de investigación
reconstruye el efecto de conjunto que producen y descubre que resultan variaciones
improvisadas de una unidad, con sus tonos particulares de alegrías, gratificaciones,
enojos y temores.
La generalización monetaria en los intercambios políticos no implicó la disolución de
las obligaciones morales. Por el contrario, supuso una conversión de la modalidad en las
cuales se evalúan, se justifican, se representan y se cumplen. Los rumores y las historias
de Analía, Beto Ramírez y del padre Suárez muestran la emergencia y la consolidación
de un nuevo marco para juzgar las obligaciones, en el cual, los cálculos monetarios se
mezclan con las evaluaciones morales. El dinero permite darle expresión objetiva y
numérica a los compromisos políticos, hace factible que un valor económico torne más
preciso el valor moral de las acciones de las personas y su reconocimiento como
virtudes o como defectos políticos.
La hipótesis de la positividad de esta pieza monetaria se comprueba al considerar la
conversión colectiva e individual impulsada por la generalización del dinero militado:

34
esa nueva fuente de unidad y litigios morales impregnó la sociabilidad en Villa Olimpia.
Para arrojar líneas de fuga que permitan renovar los conceptos sobre el dinero en la vida
política popular, debemos explorar internamente el régimen de opiniones y sentimientos
del dinero militado, descubrir en detalle su funcionamiento, no solo como medio de
pago, sino, también, como unidad de cuenta moral.

Un mundo de obligaciones y dinero


Mary y su familia vivían en una casa precaria localizada en la zona más humilde de
Villa Olimpia: un asentamiento de seis manzanas que quedó al margen de la
urbanización. Por eso, sus habitantes sentían que ocupaban la jerarquía social más baja
del barrio. Observaban con bronca y, a veces, con envidia, cómo sus vecinos –que, en
muchas ocasiones, eran también sus familiares– accedían a una vida más confortable.
Los hijos e hijas mayores de Mary habían formado sus propias familias. Algunos se
habían mudado de barrio. Los más chicos todavía vivían con ella. Su casa funcionaba
como un centro de encuentro. No solo sus hijos pasaban a conversar o tratar algún
asunto común: también lo hacían sus nietos, nueras, hermanas y hermanos. Nunca
faltaba algún pariente que llegaba desde Paraguay para pasar una temporada. En este
movimiento de personas, circulaban también otras cosas: a la información y las
novedades se sumaban las posibilidades de hacer negocios, y de eso hablaban la dueña
de casa y sus visitas.
Mary se sabía acompañada por el resto de los vecinos del asentamiento. Con la ayuda
del padre Suárez, había montado un comedor popular. Por su anterior profesión de
cocinera, disponía de conocimientos para lograr alimentar con éxito a un centenar de
niños. Pasaba el tiempo y, para el asentamiento, la casa de Mary iba convirtiéndose en
el lugar donde acudir para obtener información, realizar reclamos o solucionar algún
problema. Su familia había logrado ocupar un lugar central, y lo sería aún más cuando
consiguiera integrase definitivamente en la red política de Salcedo; pues esto sucedió
mucho antes que las transformaciones del espacio político de Villa Olimpia llegaran a
consolidarse.
Durante los primeros tiempos de su carrera, Salcedo carecía del suficiente capital
político que le permitiese blindar el barrio en torno a su apoyo. La porosidad del
asentamiento favorecía estas dinámicas: dada su precariedad, cada tanto incursionaban
competidores y rivales en el espacio político. Los de procedencia diferente
(movimientos sociales, otras fracciones del Partido Peronista) buscaban el apoyo de los
habitantes mediante ofrecimientos diversos (mejoras de infraestructura, oportunidades
de empleo, acceso a las autoridades de la Municipalidad).
El acercamiento de Mary a Salcedo tomó una dimensión clara una tarde de verano,
ganada por disputas políticas tan elevadas como la temperatura. Faltaba mucho para que
un gesto a favor de Salcedo resultara cotidiano frente al líder ya consolidado: en aquel
momento, representaba una apuesta por un futuro todavía incierto. Estos gestos se
valoraban más porque se daban en un clima de hostilidad hacia las aspiraciones de
Salcedo.
Aquel día de calor, un grupo liderado por un dirigente de un movimiento social intentó
tomar el control político del asentamiento. Salcedo se presentó –el primero– para frenar
el intento; lo siguieron algunos de los integrantes de su incipiente red. La tensión
aumentó a lo largo de la jornada. A punto ya de concretarse la amenaza de un
enfrentamiento físico, Mary terció a favor de Salcedo y logró que los vecinos del
asentamiento manifestaran claramente que tomarían partido por él si la hostilidad
llegaba a los puños.

35
Ese gesto de fuerza de Mary funcionó como una suerte de acumulación originaria de
capital moral. Salcedo se encontró frente a alguien que apostaba por su liderazgo: esa
era una prueba irrefutable de sus virtudes, capacidades que le permitieron convertirse en
una persona de su confianza, habilitándole el derecho de entrada a la red política de
Salcedo, vedada exclusivamente a sus parientes o a los integrantes originales del grupo
de la toma de 1999.
A partir de este reconocimiento, Mary abandonaría el comedor que organizaba para la
parroquia del padre Suárez y orientaría todo su esfuerzo en “acompañar” o “trabajar”
para Salcedo, como le gustaba decir a ella.
Varios años después de aquel episodio, la acompañé un mediodía a la Municipalidad.
Llevaba meses a la espera de los papeles para nacionalizar a sus hijos de origen
paraguayo. Esa mañana le habían avisado que ya podía pasar a buscarlos. Durante
nuestro viaje en colectivo, su celular no dejó de sonar con llamados de parte de Salcedo,
preocupado porque en el asentamiento se temía que estallara un conflicto entre vecinos.
La llamaba para asegurarse de que ella resolvería la situación.
Una mujer joven, madre de varios hijos menores, había ocupado un terreno. En poco
tiempo, había logrado montar una vivienda precaria de chapa. El dueño del terreno,
también vecino del asentamiento, le había dado un plazo para que abandonara el lote.
La situación era delicada. Mary intervino:
–Hablo en nombre de Salcedo, quien está al tanto de todo. Debemos arreglar las cosas
entre nosotros.
Conversó separadamente con el propietario y con la joven mujer, y luego los reunió
para cerrar un acuerdo. La mujer se podría quedar unos meses más, pero a condición de
abandonar el terreno una vez cumplido el plazo, y Salcedo haría lo posible para
conseguirle uno nuevo.
La principal preocupación de Mary era evitar divisiones entre los habitantes del
asentamiento. Sabía que ella podría hablar “en nombre de Salcedo” mientras fuera
capaz de preservar el control político dentro del asentamiento. Y, desde aquel momento,
cuando movilizó a sus habitantes en apoyo de Salcedo frente a la competencia de otros
grupos, sus mejores inversiones políticas consistieron en cumplir con las obligaciones
destinadas a no perder el dominio del lugar. Su posición en la red dependía de este
imperativo.

Un paso atrás
–En las elecciones presidenciales del año 2003 trabajé con Salcedo a full –me dijo
Mary.
Pero de inmediato reveló:
–En las (elecciones presidenciales) de 2007, di un paso atrás.
Con estas palabras, se refirió por primera vez al período en que dejó de trabajar para
Salcedo, un recuerdo cargado de bronca y enojo.
Mary se sintió profundamente defraudada cuando Salcedo decidió que su sobrina, y no
ella, se encargara del asentamiento. La experiencia subjetiva se correspondía con una
realidad objetiva: la decisión venía a desconocer las virtudes de su trabajo político. Dar
“un paso atrás” significaba enviar una señal clara a Salcedo de que su decisión de
relegarla en la red no le resultaba indiferente.
Un año después, Salcedo revirtió su medida: su sobrina había fracasado como cabeza de
la organización del asentamiento. Mary había esperado que esto sucediera para retomar
su anterior responsabilidad política.

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Mary me habló en estos términos por segunda vez, después de un intenso ciclo de
movilizaciones y actos a los que había convocado el gobierno. Eran las vísperas del Día
del Niño. “No voy a participar en los festejos, no me gusta cómo los está preparando
(Salcedo).” Sus palabras me sorprendieron. Me parecía trivial que no participara: había
dedicado varias semanas a organizar a los habitantes del asentamiento, había asistido a
todos los actos y movilizaciones que salieron de Villa Olimpia para “acompañar” –su
verbo de preferencia– a la Presidenta. Muchas veces, regresó bien entrada la noche, y
soportó días de lluvia y frío.
Sus palabras también me dejaban una incógnita: ¿podría efectivamente dejar de
participar en una actividad organizada por el grupo de Salcedo?
Mi sorpresa obedecía a una falsa apreciación: no percibí que las palabras de Mary
indicaran el estado momentáneo de sus vínculos con Salcedo, las interpreté sin
considerar el ciclo abierto y cambiante de obligaciones mutuas. Trabajar para el
dirigente suponía un equilibrio en este ciclo. Dar un paso al costado expresaba su
disconformidad frente al incumplimiento de las obligaciones mutuas.
Organizar el asentamiento y garantizar el apoyo a Salcedo guiaban su acción y su
compromiso político. Sobre esa base, Mary basaba su reconocimiento y esas
obligaciones constituían la fuente de su capital moral. Por eso, importa comprender los
meses previos a que Mary tomara la decisión de dar un paso al costado: el trabajo
político durante el ciclo de movilizaciones y lo que sucedió posteriormente.
Rescato dos escenas.
La primera, en casa de Liliana.
–Me voy a la marcha, me invitó Mary. Estoy esperando que me pase a buscar.
Le pide a su hija:
–Fijate por la ventana, a ver si viene.
Liliana se había mudado hacía menos de un año a su casa nueva, pero la construcción se
encontraba ya en muy malas condiciones. Hacía tiempo arrastraba el problema de un
olor nauseabundo que salía del caño, roto, que conecta su baño con la red cloacal.
–Hay que ir tras ellos. Para que me arreglen el caño de mi baño, tengo que ir tras ellos –
dijo.
–¿Cómo sería?
–Que me vean en la marcha. Igual, con una vez sola, no creo que me arreglen mi baño,
así que iré a algunas otras. La llevo a la nena, a ella le gusta. Pero si Mary no va, yo no
voy, ¿qué voy a hacer sola? Fijate –le dice otra vez a su hija– a ver si sale.
Liliana comienza a inquietarse y piensa que a lo mejor no va.
–Mary me dijo que a esta hora pasaba, pero capaz que se fue a dormir la siesta y no va ir
porque no tiene ganas. Yo sola no voy a ir –reitera–. Ahí se escuchan los bombos. Están
por salir.
Mary no aparece y Liliana trata de distraerse quitándose el esmalte de las uñas. Camina
nerviosa por la cocina y comienza a esbozar otra hipótesis:
–Capaz que Mary ya fue para allá, para donde están los micros…
Le propongo acompañarla hasta allí, pero Liliana me rechaza:
–Si me ven allá, me voy a tener que quedar. Y sola no voy… Además, ella me invitó,
supongo que me dijo a esta hora porque me pasaba a buscar.
Liliana está tan ansiosa, que no deja de caminar y cambiar de ideas sobre qué hacer.
Finalmente, decide:
–Cambiate –le ordena a su hija–. No vamos a ningún lado.
Sus palabras cargan resignación y preocupación.
En la otra escena, Mary se sienta a la puerta de su casa, junto a su padre y a una amiga.
En la mano, tiene una lista y, cada tanto, mira hacia la calle para ver si pasa alguien.

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–¿Venís al acto? –le grita fuerte a un hombre joven que pasa frente a su casa.
El muchacho le responde que no, porque consiguió una changa, pero le confirma que
los hijos de una vecina sí que irán. Mary está concentrada en su lista: le preocupa que
los nombres estén bien escritos, me pide que yo los escriba.
Dos horas más tarde, ya en el micro hacia la Ciudad de Buenos Aires, llegamos al peaje
de la autopista. Una gran cantidad de micros escolares espera en fila para poder pasar.
Provienen de diferentes lugares de la provincia de Buenos Aires y todos se dirigen al
centro. Quedamos detenidos varios minutos. Bajo para saber cuál es el inconveniente.
Le piden a Mary que cambiemos de micro por otro más pequeño. ¿Por qué en este se
traslada tanta gente? Ella se resiste: el micro número 15 le fue asignado a ella.
Durante el ciclo de movilizaciones, el barrio Villa Olimpia se asemejaba a una orquesta
sin director, para utilizar la imagen del sociólogo francés Pierre Bourdieu: sería erróneo
ubicar la figura de Salcedo en la dirección de estos procesos colectivos, porque se
hallaba inscripto en intercambios políticos al igual que el resto de los habitantes del
barrio. Su carrera dependía de su alianza con sectores del gobierno. Debía, por lo tanto,
movilizar al barrio y mostrar su fuerza. Sin embargo, esto no dependía únicamente de su
voluntad.
Las movilizaciones surgían del encuentro entre oferta y demanda por expresar apoyo
político. El lenguaje local traducía este encuentro en dos categorías: invitar y mostrarse.
En los días previos a cada acto, los miembros del grupo político y su líder invitaban a
los vecinos de Villa Olimpia a acompañarlos: visitaban sus casas o aprovechan un
intercambio de palabras en un fugaz encuentro mientras caminaban por el barrio. Pero,
la respuesta no era inmediata: dependía de la construcción de una demanda de apoyo a
Salcedo.
Frente a una movilización, Mary consideró importante que Liliana fuera. Si quería
resolver el tema del caño averiado, debía mostrarse.
El trabajo político de Mary consistía en reforzar este imperativo en los habitantes del
asentamiento. Mediante su participación en las movilizaciones, se los invitaba a
expresar un apoyo al líder político. “Una vez que te conocen, (los miembros de la red)
preguntan: ‘¿Qué pasa con Fulano que no viene?’”, explicaba Mary cuando recorría el
barrio para invitar a una nueva movilización.
En uno de estos recorridos, nos encontramos con una vecina que había dejado de
participar en las movilizaciones tras enfermarse. Su estado de salud había empeorado;
probablemente, no volvería a subirse al autobús de los apoyos. Mary, precavida, ya
había hablado con Salcedo sobre la situación de la mujer. Al verla, aprovechó para
transmitirle que no se preocupara, porque accedería a los medicamentos que necesitaba
para restablecer su salud. Antes de cerrar la conversación, Mary le dejó un consejo:
“Decile a tu hijo que venga a la marcha, así conversa con la esposa de Salcedo que te
puede facilitar una máquina de coser para hacer algunos trabajos”.
Por medio de estas intervenciones, Mary reforzaba la creencia en la virtud de mostrarse,
una regla que gobernaba buena parte de los intercambios políticos. Sin esta creencia, la
oferta para expresar el apoyo a Salcedo no construiría la demanda correspondiente.
La convicción que ayudaba a producir partía de una autoconvicción. Su posición en el
mercado de intercambios políticos sostenía las obligaciones de organizar el apoyo a
Salcedo. Su capital moral, proporcional al reconocimiento de seguir esta regla, se veía
en el cuidado que Mary le prestaba a la lista, al transporte y al resto de las actividades
que le permitían organizar el apoyo a Salcedo: avisar con tiempo, preparar la comida y
la bebida para el viaje… Y se hacía visible en la cantidad de gente que se movilizaba
por ella: este número era el indicador objetivo tanto de las obligaciones que ella cumplía
con la red como las que asumía con la gente del asentamiento.

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Obligaciones incumplidas
Aquella expresión reiterada, “trabajar para Salcedo”, sintetizaba el equilibrio cambiante
de obligaciones mutuas, las que Mary debía cumplir con respecto al líder de la red y él,
con ella, y las que ella asumía con la gente del asentamiento. Su posición en el campo
político dependía de esta configuración de obligaciones.
Cuando Mary decidió dar un paso al costado, disociaba su trabajo político del nombre
de Salcedo. Podía asociarlo con otra red –el rumor de su descontento circuló y Beto
Ramírez se interesó en conversar con ella–, o bien, dejarlo en suspenso. Si no
participaba en el festejo del Día del Niño, en realidad, tomaría ese camino: se excluiría
de una actividad que movilizaba a todo el barrio. “Si dejo de aparecer, todos empiezan a
hablar”, dijo, molesta.
Una conversación anodina sobre el robo de una garrafa de gas evidenció que las
obligaciones de Salcedo quedaron desequilibradas con respecto a las de Mary tras el
ciclo de movilizaciones. El intenso “trabajo político” de esos meses se había alimentado
con promesas mutuas.
Pero el cumplimiento no alcanzaba siquiera a la reposición de un objeto necesario para
cocinar los alimentos cotidianos:
–Salcedo todo el tiempo dice que sí, pero nada –lo acusó–.
A Mary, le habían robado la garrafa de gas. Cuando Salcedo se enteró, le dijo que no se
preocupara, que él le conseguiría una. Esperó a que Salcedo o Kuko –su mano derecha–
se la comprasen, o le dijeran algo sobre la restitución, pero no obtuvo respuesta.
–Yo no la compro, no porque no pueda, sino porque me dijeron que me conseguirían
una.
Sus decepciones se acumulaban. Un año antes se había quemado la casa donde se
preparaba la copa de leche para los niños del asentamiento que Mary organizaba.
Todavía esperaba que Salcedo diera la autorización para iniciar las tareas de
reconstrucción:
–¡Yo tengo la mano de obra, los paraguayos de acá! Los chicos tienen que ir a la
parroquia.
Mientras conversamos, la llamó una de las sobrinas de Salcedo para preguntarle sobre la
cantidad de leche y chocolatada necesaria para 1.000 niños y niñas. “Después le
contesto”, murmuró: un contraste total con toda su historia de atender el teléfono a la
gente de la red de inmediato. Continuó nuestro diálogo:
–A Tamara (una mujer que alquilaba un cuarto en su casa y la ayudaba a cocinar lo que
vendía en la cancha de fútbol de Villa Olimpia) le exigí que fuera a las marchas, así
Salcedo la tenía en cuenta… ¡Pero no le conseguí nada! ¿Te parece que vaya a hablar
con Beto Ramírez? Si yo trabajo con Salcedo…
No esperaba mi respuesta, en realidad. Siguió:
–La casa de mi hija ya tendría que estar terminada. En marzo, le habían dicho. ¡Parece
mentira! Todas las casas vecinas suyas las terminaron, y la de ella no. ¡Yo pongo plata
de mi bolsillo para las movilizaciones! Tengo que llevar algo para comer y para tomar,
algo para la murga. Me dan los chicos sin comer y yo les tengo que alimentar. Salcedo
sabe esto, por eso me da unos 100 pesos en cada movilización.
El flujo de bienes, que se volvió más inconstante con el tiempo, estaba compuesto por
objetos cualitativamente diferenciados. Adquirían su valor en relación a los
intercambios políticos que les permitían sostener; su ausencia los ponía en cuestión. Esa
discontinuidad en la circulación desestabilizaba la posición de Mary. Le dificultaba su
trabajo político en el asentamiento (la falta de un espacio físico para la merienda) o

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descalificaba su autoridad, porque cuando los recursos no llegaban se cuestionaba su
nombre, no el de Salcedo. Se desafiaban las promesas que había realizado y las
obligaciones asumidas.
Conversé con Tamara en una de las movilizaciones a las que Mary le había pedido que
asistiera con sus hijos. Nunca había estado en un acto. Debía mostrarse –para que
Salcedo la tuviera en cuenta– porque su marido, detenido por una causa de tráfico de
drogas, solo obtendría una salida condicional de la cárcel si podía certificar que poseía
un trabajo. Este era el pedido a Salcedo. Mary había asumido la obligación de
conseguirle este certificado.
Le dolía el debilitamiento de su autoridad porque advertía que Salcedo no le daba ya ni
siquiera mercadería para Tamara y sus hijos. ¿Cómo obtener el certificado para que su
marido saliera de la cárcel? ¿Cómo asegurárselo?
El registro de la pérdida de autoridad por parte de Mary comprendía también sus
relaciones con la familia. ¿Cómo podrá mantener su posición en la red y en el
asentamiento si su propia hija debía esperar para recibir una casa? ¿Cómo mantener
cohesionados en torno a su actividad a sus hijos, hijas, yernos y nueras, si Mary
enfrentaba dificultades para conseguirles bienes que distribuir entre ellos?
Ella los necesitaba para garantizar una cantidad mínima de personas en las
movilizaciones, pero también los necesitaba como apoyo: constituían tanto su fuerza
social como moral.

Sueldo político
Las circunstancias posteriores volverían a modificar la posición de Mary con respecto a
Salcedo. Finalmente, dio un paso atrás en el festejo del Día del Niño; su ausencia se
debió al recrudecimiento de una enfermedad grave que le habían diagnosticado años
atrás. Cuando volví a verla, la encontré muy preocupada por su salud. Pero sus palabras
más beligerantes habían desaparecido: “Todo bien con Salcedo…Yo pensé que había un
poco de bronca, pero él sabe que, cuando yo estoy con mi depresión, desaparezco.
También sabe que cuando hay algo urgente, ahí sí voy, sin fallar”.
Como su estado de salud le dificultaba sostener su puesto de comidas en la cancha de
fútbol, la economía de su hogar se había resentido. Si antes había sido elusiva cuando
conversamos sobre si recibía dinero por su trabajo en la red política, las circunstancias
actuales permitían retomar el tema: “Salcedo sabe cómo estoy. Algo me tira”.
Esta transferencia consistía en un sueldo de 200 pesos mensuales y un complemento que
se ajustaba según la situación: “Cuando necesito algo más, me lo da”, me dijo. En esta
ocasión, el complemento indicaba la preocupación de Salcedo por su salud. Mary se
encargaba de señalarme que este dinero era “como un plan”, en referencia a los
programas sociales del gobierno, “pero en realidad no lo era”. A diferencia del plan, el
dinero que recibía era un pago personalizado. Esta modalidad de transferencia permitía
que el monto variara según los vaivenes que siguiera el vínculo con Salcedo.
Las circunstancias para que Mary se decidiera a dar un paso al costado se diluyeron. Al
sueldo político, lo acompañaron otras transferencias de la red de Salcedo: su nieto
recibió una beca para el colegio, se comenzó a reconstruir la casa para el merendero del
asentamiento, su hija había logrado mudarse, el hijo menor había conseguido empleo en
una cooperativa de construcción que manejaba el grupo de Salcedo.
El dinero circulaba, y reconocía así las obligaciones y las inversiones políticas
realizadas por Mary en el barrio. Salcedo la eligió para que narrara su trabajo en el
asentamiento durante la campaña de afiliación en reuniones junto a habitantes de otras
villas de La Matanza.

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Salcedo volvía a mostrar que podía confiar en Mary, que sabía que ella estaría cuando la
necesitara. Mary recuperó las expectativas sobre sus aspiraciones y el futuro: conseguir
que le hicieran su casa y que sus hijos obtuvieran un “puesto seguro” –como denominó
al trabajo en la Municipalidad–. El capital moral que la unía a Salcedo y a la red
política orientaba estas aspiraciones. Las mismas, me confesó Mary, no se extendían
más allá de un año. Ese era el tiempo que se disponía a esperar.

La espera
El 24 de diciembre de 2009, hablé por teléfono con Mary para desearle que pasase unas
felices fiestas con su familia. Parecía contenta porque la había llamado. Me dijo que
tenía muchas cosas para contarme y me anticipó que uno de sus hijos había conseguido
al fin un puesto en la Municipalidad dentro del año de espera que se había fijado para
mantener sus expectativas sobre Salcedo.
Marcel Mauss aseguró que no conocía otra noción generadora de derecho y de
economía: “Espero es la definición misma de cualquier acto de naturaleza colectiva”. Je
m’ attends á, escribió, y la traducción en el español es “tengo esperanza de”. Bruno
Karsenti interpretó estas líneas:
“Si la espera es preferible a la obligación para caracterizar el modo de determinación
que opera en el origen del derecho y la economía es porque da cuenta de una
disposición del sujeto bajo la forma de dar por descontado el porvenir, y no la
imposición inmediata de actuar bajo el impulso de una autoridad exterior […]. El
individuo ‘espera algo’ y actúa en consecuencia: pero su modo de acción, la forma
precisa que esta toma y el resultado que produce, siguen estando suspendidos en una
contingencia exactamente circunscripta por la red compleja de obligaciones que se
encuentra inserto” (Karsenti, 1997; 2009).
El pago político adquiere su significado como productor de una actitud temporal. En el
reconocimiento de las virtudes dentro el esquema de las obligaciones políticas, cuyo
indicador más objetivo es la circulación del dinero militado, se configura la esperanza
de Mary por el futuro de sus hijos. Esta interpretación permite controlar, no solo el
modo en que la transacción monetaria se autonomiza del ciclo amplio de obligaciones
entre Mary y Salcedo, sino también la propia autonomización de las circulaciones
monetarias asociadas a la política.
En el prefacio a la compilación Money and Morality of Exchange, Maurice Bloch y
Jonathan Parry sugieren que las diferentes culturas dan significado al dinero según si se
lo asocie a transacciones de corto o de largo plazo. Las primeras tienden a la
competencia y al individualismo; las segundas, a reproducir la cohesión social. Cuando
domina la visión disolvente del dinero, su simbología se desconecta de las transacciones
de largo plazo. En cambio, el dinero militado organiza la participación de Mary en la
red de Salcedo según sus esperanzas. Por eso esta pieza, no solo garantiza la
reproducción social del grupo familiar de Mary, sino la de la propia red política y la
posición de su líder. Mediante el dinero militado se simboliza el cumplimiento de las
obligaciones mutuas: funciona como una unidad de cuenta moral de los vínculos
políticos y, por lo tanto, de cohesión social.

La política del dinero


El dinero en el mundo de la política resulta incómodo. La oposición de Max Weber
entre quienes viven de la política y quienes viven para la política se puede interpretar
como un reconocimiento de esa presencia incómoda del dinero. La reflexión de Weber
implicó darle legitimidad a un uso subordinado y no jerarquizado del dinero: podían
recibir pagos monetarios quienes ocuparan roles inferiores, pero no los dirigentes. Más

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allá de esta solución específica, el problema persiste: el dinero en el mundo político, ¿es
legítimo? ¿Para quiénes? ¿Por qué?
La generación de intelectuales latinoamericanos que se aglutinó alrededor del concepto
de transición a la democracia no consideró mucho este aspecto de los regímenes
democráticos; la generación que la siguió y centró su atención en las transformaciones
del mundo popular, tampoco. Sin embargo, la monetización de la política popular
produce un contexto para que estas preguntas resuenen con fuerza.
Bajo una perspectiva de la sospecha, conectada solamente con órdenes sociales
individualistas y sin ligazón con la cohesión social (para reponer la distinción de Bloch
y Parry), la positividad del dinero político queda oculta.
Viviana Zelizer (1996) identifica tres sistemas de pago que las personas usan para
distinguir sus relaciones sociales: regalo, derecho y compensación. ¿Cuál de estas
categorías cubre los significados de la categoría del dinero militado? Creo que cada una
de estas formas aporta una porción al significado que los agentes dan a esta pieza de
dinero.
Podemos ver esta interpretación en el vínculo entre Mary y Salcedo. El dinero militado,
por un lado, cobraba el significado de un regalo. Mary enfatizaba cómo Salcedo se
preocupaba por medio del dinero. Cuando estaba mal de salud, el líder de la red política
le “tiraba unos mangos”. Pero, por otro lado, emergían los otros significados: el derecho
(el lenguaje del reclamo y la distribución justa que otorgaba sentido a este dinero) y la
compensación (Mary tenía una clara contabilidad de los actos que realizaba como parte
de su “trabajo político”.) Estas tres aristas se articulaban, a veces de manera conflictiva,
para definir una forma de pago que ninguna de ellas agota del todo.
Cuando las representaciones sobre estas circulaciones, tanto eruditas como profanas,
quedan asociadas al lenguaje de la impugnación, se pierde de vista esta triple
constitución del medio de pago. Se quedan, generalmente, solo en la forma del regalo o
en la de la compensación, y señalan así la sujeción que producen en términos de deudas
personales o de explotación. Mi interpretación del vínculo entre Mary y Salcedo bajo
una perspectiva que intenta captar los ciclos de obligaciones elude esta mirada
unidimensional: al introducir el tiempo, se abandona una concepción uniforme de las
obligaciones y se toma en cuenta cómo los agentes actúan de manera diferente según el
momento del ciclo en el que se encuentran. Así, el derecho o la compensación se
presentaban como posibles significados del pago político cuando el favor de Salcedo
aparecía lejano en el tiempo. La experiencia de autonomía que Mary mostró en esos
períodos era tan real e importante, como la de subordinación que mostró cuando el
dinero que le tiraba Salcedo le permitía sobrellevar algunos apremios económicos.
Según este argumento, el dinero militado se asemeja a un don pleno si abandonamos
una lectura simple. Recordemos las dificultades terminológicas que la palabra don le
producía a Mauss (2006). Ninguna categoría terminaba de expresar esa mezcla de
interés y desinterés, de obligación y libertad, de utilidad y generosidad. Cada una de
estas aristas da cuenta, también, del dinero militado, ninguna por separado sino en
relación con las otras. El dinero militado es un régimen heterogéneo de opiniones y
sentimientos que contiene toda esta mezcla.
Si la perspectiva del dinero sospechado solo puede comprender un polo de esta
amalgama de representaciones (calificándolo como interesado, obligado, utilitario), se
debe a que no capta el antagonismo por ganar valor moral que pone en juego el dinero
militado. La positividad de esta pieza descansa, por lo tanto, en los litigios por el
reconocimiento de las virtudes y los defectos en los cuales se ponen a prueba los
vínculos políticos.

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