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REVISTA BABAR
ARTÍCULOS

Clásicos infantiles: aproximaciones

Ana Garralón • 29/04/2005

Clásicos contemporáneos para niños. Algunas elucubraciones (*)

En el momento en el que trataba de acercarme a una definición razonable de


“clásico infantil” para poder abordar la no menos compleja definición del
“clásico infantil contemporáneo”, saltó a la prensa una noticia que ocupó varios
días y varias secciones de cultura de diferentes periódicos del mundo: el señor
Harold Bloom, más conocido por su afición a establecer cánones, había decidido
establecer uno dedicado a lecturas infantiles (1).

Como si Bloom volviera de un viaje fantástico por el más allá -justo acababan de
operarle a corazón abierto- arremetía de nuevo contra la saga de libros de Harry
Potter acusándolos de “mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés”.
Estas declaraciones no me sorprendieron: nada más comenzar el boom de la
pottermanía, Bloom se colgó su etiqueta de anti-potter y comenzó su campaña.
Cuando se quedó sin argumentos ante padres que le decían que sus hijos, al
menos, leían algo, echó mano de Stephen King, quien había escrito una reseña
en The New York Times explicando con toda seriedad que los chicos que leían a
Harry Potter a los 9 o 10 años, en la adolescencia iban a leer a Stephen King.
Esto le agradó mucho a Bloom quien dijo: “¡Está exactamente en lo cierto, no es
que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!”

En fin: si bien no soy muy favorable a cruzadas de ningún tipo


-entretanto el Papa autorizó la lectura de Harry Potter como
libro que respeta los valores católicos frente a esas prohibiciones de
fundamentalistas que lo acusaban de incitadores a la magia negra- las palabras
de Bloom invitaban a una cierta reflexión y, sobre todo, prometían una luz en
mi búsqueda de definiciones, encerrada como me sentía en un cuarto sin
ventanas. Pronto me entró la duda: ¿estaba hablando Bloom de clásicos? Más
bien establecía un canon, algo así como las lecturas básicas para un lector donde
se citaban autores sin grandes sorpresas: Stevenson, Chesterton, Shakespeare,
Chejov, Lewis Carroll, Kipling, Mark Twain. Eso que él mismo dijo con cierta
pretensión: “Son los libros que habría elegido Borges para chicos”. Y, con su
selección, de alguna manera, estaba revisando qué significa leer hoy en día y
criticando lo que ahora editoriales y mediadores llaman (llamamos) libros “para
niños”. Ál mismo lo expresó así: “no acepto la categoría de literatura para niños,
que hace un siglo tenía alguna utilidad, pero que ahora es más bien una máscara
para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”. Bloom,
como otros investigadores, había establecido una selección de lecturas, pero sin
adentrarse en definiciones, sin dar luces a los que, como yo en ese momento,
estábamos deseando tenerlas a mano.

Y, sin embargo, aunque en los cánones abundan los clásicos, tratar de definir lo
que es un clásico comme il faut, ya saben: definición, tendencias o escuelas,
ejemplos y conclusiones, no estaba resultando una tarea sencilla. ¿Por qué? Por
un lado, mi no pertenencia a círculos universitarios, donde estas cuestiones
están bien repertoriadas. Ya se sabe que los que pajareamos de manera libre sin
adscribirnos a ningún ámbito académico, nos permitimos a veces (más bien casi
siempre) alejarnos de las etiquetas, ignorar corrientes y despreciar escuelas
críticas e interpretativas para lanzarnos a un mundo de suposiciones nuevas e
intuitivas que, muchas veces, hacen que nos caigamos de la rama.

Como no era mi intención que eso ocurriera y, dado que el señor Bloom no me
había ayudado nada, volví a mis lecturas de intelectuales y escritores que
hubieran reflexionado sobre los clásicos. Todos hablan del valor de los clásicos,
pero ¿cómo reconocerlos exactamente?. No quisiera ser tan irónica como Juan
Valera quien dijo: “Escasísima cantidad de obras maestras tiene una fama que
jamás se marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y
toda persona culta, o que presume de culta, los compra, aunque nunca los lea. Si
por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos autores, pongo
por caso, de Homero, de Píndaro o de Virgilio, a las pocas páginas se duerme o
se aburre.” (2) ¡Caray! Pues es cierto que tiene algo de razón pero, ¿ocurre eso
ahora, y con libros para niños? Juan Valera, no se si lo recuerdan, escribió unos
cuentos muy bellos para niños inspirados en tradiciones clásicas (3). ¿De
verdad estaba pensando que sus lectores se iban a aburrir? No lo creo, aunque
pienso que algo de cierto hay en esas lecturas obligadas de ciertos clásicos, o en
la gran ligereza con que hoy en día se citan determinados autores y,
simultáneamente, resultan del todo indiferentes -o ignorados- por los lectores.

Hubo también otro escritor, Italo Calvino, que recopiló cuentos tradicionales
-una de cuyas ediciones estuvo disponible en una colección juvenil- y que se
pronunció igualmente sobre los clásicos, con un libro publicado póstumamente
y titulado: Por qué leer a los clásicos (4). Calvino da en ese libro varias definiciones.
Bueno, varias no, muchas: ¡ni más ni menos que catorce! En el fondo, lo que ofrece son aspectos
atractivos de esos textos, viejos pero aún vivos. Y escogí dos porque coincidían sobre todo con la
idea de clásico infantil en la que nos podemos refugiar, aunque, ya lo veremos, con ciertos matices.
Calvino dijo: “Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y
amado”. Esta era su definición número dos. Y en la número tres decía: “los clásicos son libros que
ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se
esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo e individual”.

Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido
leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de
interpretaciones sin término
(Borges)
Lo que Calvino está haciendo con su definición es expresarse desde el punto de
vista del lector, es decir, habla de una riqueza para el que ha leído y amado esos
libros. Esto nos ayudaría a entender por qué hay clásicos diferentes en cada
país, porqué cada colectivo cultural tiene unos textos de referencia diferentes.
Esto explicaría que en Francia Babar sea un clásico infantil mientras que para
otros representa un modelo burgués de colonialismo; o que en Inglaterra lo
sea Robinson Crusoe, modelo evidente para otros de la defensa del capitalismo;
o que en Cuba el clásico mayor sea José Martí -desconocido en otros países de
habla no hispana-; mientras que nosotros, buena cuestión, ¿qué tenemos
nosotros? nos guiamos por otras lecturas. Y aquí debo indicar que no me refiero
a esas lecturas a las que hacía mención Valera como configuradoras de un
estatus intelectual culto y que, en ocasiones, en la enseñanza todavía se
transmiten con esa idea rancia. Se trata de libros a los que el lector da vida y
perdurabilidad.

Otro intelectual que ha abordado con mucha lucidez y claridad la idea de un


clásico es Jorge Luis Borges: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo
de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo
fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin
término” (5). Borges insiste a menudo en la idea de que “un clásico no es un
libro que necesariamente posee tales o cuales méritos” sino una elección
voluntaria y subjetiva de un colectivo -o la individualidad- frente a una serie de
textos en los que han descubierto ese “todo deliberado, fatal y profundo” que es,
sin ir más lejos, la esencia de la condición humana, sus interrogantes y
contradicciones. En esta definición aparecen dos ideas que retomaremos en
varios momentos de este artículo: la del encuentro personal y la de la relectura.

Sobre el encuentro personal, Borges, durante los años en que trabajó como
profesor de literatura inglesa les recomendaba a sus estudiantes que no leyeran
los libros porque fueran famosos o porque alguien los recomendara. Les sugería
que leyeran solo aquello que les agradara (6).
Sobre la relectura, en este punto, el clásico dejaría de ser una imposición para
convertirse en un encuentro personal. Resulta frecuente escuchar a lectores de
todo tipo cómo, año tras año, sienten el impulso de volver a leer libros que les
han gustado desde sus tiempos infantiles o juveniles. Roberto Cotroneo, en un
sugerente ensayo sobre la lectura titulado: Si una mañana de verano un
niño. Carta a mi hijo sobre el amor a los libros (7) resume la pasión por la
relectura con estas palabras: ” en la literatura las conclusiones no existen; en
literatura nada se concluye. Todo es ambiguo, todo fluye. Un mismo libro nunca
es el mismo: por eso volver a leer resulta hasta más estimulante que descubrir
nuevos libros”.

Un gran “relector” español, a quien debemos el mérito de haber


rescatado de los círculos invisibles algunas lecturas juveniles, -me
refiero a Fernando Savater y su luminoso ensayo La infancia
recuperada (8)- explica cómo, a pesar de ser libros que se han leído
durante la juventud en condiciones anímicas y psicológicas muy
concretas, y parecen haber cumplido su función entonces,: “ya
creciditos, maduritos, volvemos de vez en cuando al espacio prohibido de las
historias, donde acechan todavía las selvas de ojos fulgurantes y los buques
fantasmas de la infancia. Bajamos a la brumosa tierra natal de nuestra alma
cloroformizados por la madurez, acolchados por esa sensación de extravío
controlado que nos invade los sábados por la tarde. Izamos como divisa una
palabra que para unos es censura, para otros incentivo y para todos defensa
pertinente contra el veneno fatal de la nostalgia: evasión.”

No sé si para ustedes será aclaratoria toda esta exploración en busca de


definiciones o, más bien, en la búsqueda del tesoro de los clásicos, de aquellas
claves que los hacen perdurables. Hasta ahora tenemos algunas ideas luminosas
que nos permiten llegar a alguna conclusión: hay clásicos universales, hay
clásicos nacionales y hay clásicos personales. Después de leer a Savater, a
Calvino, a Borges, podemos hacer inmediatamente una lista de sus clásicos, de
lecturas memorables a las que acuden, como lo recuerda Savater cuando se
refiere a La isla del Tesoro: “raro es el año que no la releo al menos una vez; y
nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella” (9). Y qué
curioso, por lo demás, que el autor de esta novela, Stevenson, esté también en la
lista de Borges, quien dijo de él que “es una de las perdurables felicidades que
puede deparar la literatura” (10).

Otro escritor, Gabriel García Márquez, que en sus memorias ha contado el


rechazo que, durante años le produjo la lectura de El Quijote resume la
pervivencia de los clásicos con una sencilla frase: “la única razón por la cual uno
vuelve a leer a un autor, es porque le gusta” (11).

También llegamos a la idea importante de que los libros clásicos no lo son


porque alguien determine sus cualidades (¡cuántos libros habitan las muertas
estanterías de los estudios universitarios y sus ediciones están agotadas hace
años!), sino por el valor que le den sus lectores. El escritor C.S. Lewis, que hoy
aparece en muchos listados de clásicos juveniles por su serie de novelas
fantásticas Crónicas de Narnia(12), escribió un breve ensayo que se tradujo
recientemente en nuestro país: La experiencia de leer (13), en el que aborda,
precisamente, la idea de dividir las obras, no en buenas o malas, sino más bien a
los lectores en buenos o malos según sean sus conclusiones sobre los libros que
leen.

De manera que, como muchas veces en literatura, tenemos que movernos en el


ámbito de la subjetividad, es decir, de los gustos personales. No es cometido
aquí explorar qué gustos, es decir, qué clásicos personales representarían a la
cultura española: me temo que no hay ningún estudio que haya indagado sobre
los gustos de los lectores infantiles con rigurosidad, pero sí podemos acercarnos
de manera intuitiva a los clásicos -también los contemporáneos- que
permanecen en nosotros.
* Conferencia leída el 4 de marzo en el marco de las Jornadas: Leer a los
clásicos desde la infancia, celebradas en Murcia, 2003
1 La Nación, Argentina. 28.1.2003 y La Vanguardia, España, 28.1.2003
2 Carlos Garía Gual: Sobre el descrédito de la literatura y otros avisos
humanistas. Barcelona: Península, 1999
3 Juan Valera: El espejo de Matsuyama y otros cuentos. Barcelona: Labor,
1989
4 Tusquets, 1992
5 Jorge Luis Borges: Sobre los clásicos. En: Otras inquisiciones. Madrid.
Alianza, 1985
6 En: Literatura fantástica. Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Carlos García
Gual, Luis Alberto de Cuenca, Rafael Llopis, Antonio Rodríguez Almodóvar,
Gonzalo Torrente Ballester. Madrid: Ediciones Siruela, 1985
7 Madrid: Taurus, 1998
8 Madrid: Alianza, 1983
9 Savater: op. cit.
10 Jorge Luis Borges: Borges A-Z. Madrid: Ediciones Siruela, 1988
11 El olor de la guayaba
12 El sobrino del mago, El león, la bruja y el armario, El caballo y su jinete, El
príncipe Caspio, El viaje del amanecer, El sillón de plata, La última
batalla (todos publicados en Alfaguara entre 1987 y 1991) publicados
originalmente entre 1955 y 1956.
13 Barcelona: Alba, 2000

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