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REVISTA BABAR
ARTÍCULOS
Como si Bloom volviera de un viaje fantástico por el más allá -justo acababan de
operarle a corazón abierto- arremetía de nuevo contra la saga de libros de Harry
Potter acusándolos de “mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés”.
Estas declaraciones no me sorprendieron: nada más comenzar el boom de la
pottermanía, Bloom se colgó su etiqueta de anti-potter y comenzó su campaña.
Cuando se quedó sin argumentos ante padres que le decían que sus hijos, al
menos, leían algo, echó mano de Stephen King, quien había escrito una reseña
en The New York Times explicando con toda seriedad que los chicos que leían a
Harry Potter a los 9 o 10 años, en la adolescencia iban a leer a Stephen King.
Esto le agradó mucho a Bloom quien dijo: “¡Está exactamente en lo cierto, no es
que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!”
Y, sin embargo, aunque en los cánones abundan los clásicos, tratar de definir lo
que es un clásico comme il faut, ya saben: definición, tendencias o escuelas,
ejemplos y conclusiones, no estaba resultando una tarea sencilla. ¿Por qué? Por
un lado, mi no pertenencia a círculos universitarios, donde estas cuestiones
están bien repertoriadas. Ya se sabe que los que pajareamos de manera libre sin
adscribirnos a ningún ámbito académico, nos permitimos a veces (más bien casi
siempre) alejarnos de las etiquetas, ignorar corrientes y despreciar escuelas
críticas e interpretativas para lanzarnos a un mundo de suposiciones nuevas e
intuitivas que, muchas veces, hacen que nos caigamos de la rama.
Como no era mi intención que eso ocurriera y, dado que el señor Bloom no me
había ayudado nada, volví a mis lecturas de intelectuales y escritores que
hubieran reflexionado sobre los clásicos. Todos hablan del valor de los clásicos,
pero ¿cómo reconocerlos exactamente?. No quisiera ser tan irónica como Juan
Valera quien dijo: “Escasísima cantidad de obras maestras tiene una fama que
jamás se marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y
toda persona culta, o que presume de culta, los compra, aunque nunca los lea. Si
por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos autores, pongo
por caso, de Homero, de Píndaro o de Virgilio, a las pocas páginas se duerme o
se aburre.” (2) ¡Caray! Pues es cierto que tiene algo de razón pero, ¿ocurre eso
ahora, y con libros para niños? Juan Valera, no se si lo recuerdan, escribió unos
cuentos muy bellos para niños inspirados en tradiciones clásicas (3). ¿De
verdad estaba pensando que sus lectores se iban a aburrir? No lo creo, aunque
pienso que algo de cierto hay en esas lecturas obligadas de ciertos clásicos, o en
la gran ligereza con que hoy en día se citan determinados autores y,
simultáneamente, resultan del todo indiferentes -o ignorados- por los lectores.
Hubo también otro escritor, Italo Calvino, que recopiló cuentos tradicionales
-una de cuyas ediciones estuvo disponible en una colección juvenil- y que se
pronunció igualmente sobre los clásicos, con un libro publicado póstumamente
y titulado: Por qué leer a los clásicos (4). Calvino da en ese libro varias definiciones.
Bueno, varias no, muchas: ¡ni más ni menos que catorce! En el fondo, lo que ofrece son aspectos
atractivos de esos textos, viejos pero aún vivos. Y escogí dos porque coincidían sobre todo con la
idea de clásico infantil en la que nos podemos refugiar, aunque, ya lo veremos, con ciertos matices.
Calvino dijo: “Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y
amado”. Esta era su definición número dos. Y en la número tres decía: “los clásicos son libros que
ejercen una influencia particular, ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se
esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo e individual”.
Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido
leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de
interpretaciones sin término
(Borges)
Lo que Calvino está haciendo con su definición es expresarse desde el punto de
vista del lector, es decir, habla de una riqueza para el que ha leído y amado esos
libros. Esto nos ayudaría a entender por qué hay clásicos diferentes en cada
país, porqué cada colectivo cultural tiene unos textos de referencia diferentes.
Esto explicaría que en Francia Babar sea un clásico infantil mientras que para
otros representa un modelo burgués de colonialismo; o que en Inglaterra lo
sea Robinson Crusoe, modelo evidente para otros de la defensa del capitalismo;
o que en Cuba el clásico mayor sea José Martí -desconocido en otros países de
habla no hispana-; mientras que nosotros, buena cuestión, ¿qué tenemos
nosotros? nos guiamos por otras lecturas. Y aquí debo indicar que no me refiero
a esas lecturas a las que hacía mención Valera como configuradoras de un
estatus intelectual culto y que, en ocasiones, en la enseñanza todavía se
transmiten con esa idea rancia. Se trata de libros a los que el lector da vida y
perdurabilidad.
Sobre el encuentro personal, Borges, durante los años en que trabajó como
profesor de literatura inglesa les recomendaba a sus estudiantes que no leyeran
los libros porque fueran famosos o porque alguien los recomendara. Les sugería
que leyeran solo aquello que les agradara (6).
Sobre la relectura, en este punto, el clásico dejaría de ser una imposición para
convertirse en un encuentro personal. Resulta frecuente escuchar a lectores de
todo tipo cómo, año tras año, sienten el impulso de volver a leer libros que les
han gustado desde sus tiempos infantiles o juveniles. Roberto Cotroneo, en un
sugerente ensayo sobre la lectura titulado: Si una mañana de verano un
niño. Carta a mi hijo sobre el amor a los libros (7) resume la pasión por la
relectura con estas palabras: ” en la literatura las conclusiones no existen; en
literatura nada se concluye. Todo es ambiguo, todo fluye. Un mismo libro nunca
es el mismo: por eso volver a leer resulta hasta más estimulante que descubrir
nuevos libros”.