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I

El Ejecutor del Demonio

Cuenta la leyenda (si es cierto o no, lo verán ustedes) que cuando una
persona muere violentamente su alma permanece en un incesante viaje
entre el mundo de los muertos y la tierra de los vivos. Cuenta además la
misma leyenda, que si una persona muere y deja algo muy importante sin
concluir, su alma vagará constantemente entre los dos espacios hasta que
alguien concluya esa tarea pendiente.

En enero del año 2012 mi familia sufrió la pérdida de uno de sus miembros,
pues uno de mis tíos maternos se suicidó, ahorcándose con una cuerda.
Antes de ahorcarse, mi tío golpeó a su cónyuge en la cabeza, primero con
el anverso de su pistola y luego con un martillo en el cráneo, hasta dejarla
gravemente herida y darla por muerta.

Dándola por muerta, el hombre se dirigió caminando a casa de su madre


(mi abuela), a una distancia de unos tres kilómetros, y dejó allí a su niña
mayor. Fue hacia una parte alejada de la casa y se colgó en un árbol de
mango.

Nunca se supo la causa cierta de tan lamentable suceso, y ambas familias,


tanto la de mi tío como la de la mujer, quedaron muy conmocionadas. Para
sorpresa de todos, la mujer sobrevivió a las heridas infringidas por mi tío y
se recuperó en muy poco tiempo.

Es necesario decir que mi tío era dueño de un gran colmado, el cual se


hallaba anexo a su casa. Fue este colmado la razón por la que me vi
involucrado tan directamente en esta historia.

Como los vecinos y conocidos de mi tíos era bastante supersticiosos, nadie


quiso hacerse cargo del negocio, y mucho menos vivir en la casa que antes
había sido habitáculo del difunto, hasta que me hicieron la propuesta a mí,
que me la daba de valiente y escéptico, y con mucho gusto la acepté.

Fue una gran sorpresa para todo el hecho de que yo aceptara vivir en la
misma casa donde hasta hace poco había vivido alguien que se suicidó de
una manera tan violenta. Esto despertó en todos los vecinos un gran
respeto y admiración hacia mí. La familia de la esposa de mi tío me tomó
cariño, y aunque nadie le perdió el miedo a la casa, todos se atrevieron a
comprar en el negocio, pues yo les resultaba muy simpático y confiable.
Destaqué en el negocio por mis capacidades de relaciones humanas y
administrativas, por lo que supe ganarme las simpatías de todos cuantos
me rodeaban. Entre todas las personas que conocí allí, con la que mejor
entablé amistad fue con la que había sido esposa del difunto, llamada María
Elene. He de aclarar que antes del trágico suceso tenía poco o ningún
contacto con mi familia materna, por lo que no conocía a la esposa de mi tía
hasta ese momento.

Bien, durante aquellos primeros días de mi labor en el negocio de mi tío,


todos esperaban mi renuncia o alguna muestra de miedo por mi parte, pues
corrían los más variados rumores acerca de voces que se escuchaban a
mitad de la noche, sombras que se avistaban en medio de las tinieblas y
susurros que uno que otro curioso lograba captar provenientes del interior
de la casa.

Para decepción, o quizás alivio, de mis vecinos, el tiempo pasaba y no daba


muestras de estar asustado y ni me daba por enterado de todas las cosas
que se rumoraban acerca del colmado y la casa. Sin embargo, si fui
experimentando cambios subversivos, casi imperceptibles en mi
personalidad y mis hábitos.

Como he dicho anteriormente, establecí una estrecha relación de amistad


con María Elena, pues sentía hacia ella un cariño inexplicable y que era
reprobado por mi familia, pues la consideraban como la culpable de la
tragedia de mi tío. Sin embargo, en mi interior sentía que desde hacía
tiempo conocía a aquella mujer y que desde siempre la había querido. A
veces, una palabra, un gesto o cualquier actitud de ella me parecían
familiares, e incluso llegaba a predecir sus deseos, tal y como si llevara
años conociéndola.

La situación se tornó verdaderamente incómoda cuando, pasado cierto


tiempo, María Elena, que sin ser bella podía atraer a más de uno, comenzó
a recibir los cortejos de algunos hombres que se veían interesados por ella.
Cuando alguno de ellos intentaba conquistarla en mi presencia, unos celos
inexplicables, una extraña sensación se apoderaba de mí y apenas lograba
contenerme para no insultar o agredir al susodicho enamorado.

En adición a esto, existían otros hechos de gran importancia que merecían


mi reflexión. El más importante era el relacionado con la hija mayor que
había procreado mi tío con María Elena, la pequeña Rossy. A pesar de que
me era totalmente desconocida, desde el primer día que la vi, por algo que
podríamos definir como instinto o la fuerza de la sangre, supe que la niña
era mi pariente sin necesidad de que me la presentasen. De inmediato sentí
por ella un cariño paterno inexplicable.

Rossy correspondió a mi amor de una manera extraña. Siendo apenas una


niña de unos cuatro años, que apenas sabía hablar y que había sido muy
apegada a su difunto padre, era muy tímida y retraída y no permitía que
nadie se acercase a ella o intentase cargarla. Cuando realicé mi primer
intento de acercarme a ella y cargarla, advertido de que sería rechazado
por ella, tuve la agradable sorpresa de ver que la niña me aceptaba
cariñosamente y se arrojaba a mis brazos como a los brazos de un padre.

Desde el primer momento, Rossy se mostró totalmente apegada a mí, y


sólo yo podría tratarla directamente. Sólo comía si yo le daba la comida,
sólo jugaba conmigo, sólo me sonreía a mí e, incluso, en poco tiempo
comenzó a llamarme tío, en lugar de primo, y luego, para mi agradable
sorpresa, me llamaba papi.

En cuanto a los demás cambios que sufrí en mi personalidad y mis hábitos,


debo citar los siguientes: antes de mudarme en aquella casa, mis hábitos
nocturnos eran normales, pues me dormía alrededor de las nueve de la
noche y solía despertar a las seis de la mañana; pero luego de vivir allí,
invariablemente me dormía a la medianoche y despertaba a las cuatro y
media. Además de esto, mis gustos gastronómicos cambiaron
radicalmente, pues comencé a tomarle gusto a comidas que antes no eran
de mi agrado y a dejar de lado los que habían sido mis platos favoritos.

Estos cambios, como ya he mencionado, surgieron de manera subversiva e


imperceptible, por lo que no llamaron mi atención de inmediato.

A partir de la tercera semana se fueron dando cambios internos y externos


que resultaban difíciles de ignorar. Por ejemplo, de acuerdo a María Elena,
en cuya casa solía echar mis siestas algunas tardes, cuando dormía
permanecía con los ojos abiertos y a veces hablaba dormido, articulando
palabras dispersas que hablaban sobre enfermedad, infidelidad, muerte,
maldad y otras tantas cosas que he olvidado.

Al principio, no le prestaba mucha atención a estos hechos dispersos, hasta


que se fueron haciendo demasiado evidentes y no pude más que
reflexionar con respecto a ellos.

Otro asunto que comenzó a preocuparme era sentir unos incesantes “deja
vú” que me asaltaban en cualquier momento, recordando cosas que nunca
había vivido o que no sabía. Estos pseudorecuerdos eran referentes a
negocios, discusiones y llantos de la pequeña Rossy. Hubo un momento en
que fue tan fuerte el deja vú que llegué a recordar un número telefónico con
sorprendente acierto.

Poco a poco fue pasando el tiempo, y con él mi vida se iba transformando,


aunque yo era completamente consciente del cambio. Ya no era el mismo
joven que se había mudado en aquella temida casa, aunque seguía
manteniendo el mismo escepticismo de antes con relación a los asuntos de
la muerte que tanto atraían y fascinaban a mis vecino y conocidos de aquel
lugar.

A medida que transcurrían los días y las semanas fue aumentando en mí


una justificada preocupación, pues no sólo eran los cambios que habían
surgido en mí los motivos de ello, sino que la gente comenzaba a
compararme con el difunto. Incluso algunos llegaron a correr despavorido a
verme en la oscuridad y confundir mi silueta con la de mi tío, que ya llevaba
unos meses fallecido.

Mi vida fue convirtiéndose en un tormento silente, pues no podía evitar


sentirme como un ser extraño en un cuerpo ajeno, como si alguien o algo
externo compartiera mi propio cuerpo conmigo y estuviese formando parte
integral de mí. Esta sensación me perseguía constantemente y me
mantenía en una agonizante preocupación.

Llegó el momento en que mis vecinos comenzaron a temerme, pues


consideraban que algo extraño me sucedía, más aún porque decían que de
noche se escuchaban unos extraños sonidos en la casa, como murmullo de
conversación, y que entre ellos distinguían mi voz, como si yo fuese uno de
los interlocutores de esa conversación.

Así transcurrió un mes más, inmerso en esta incertidumbre de lo que me


sucedía, sintiéndome cada día más extraño, adoptando hábitos y actitudes
que me diferenciaban más y más del joven que hasta hace unos meses
había sido.

Y así viví, hasta que sucedió aquello.

Recuerdo que era una noche clara, pues la luna llena iluminaba el ambiente
con una luz casi diurna, dando a todo una atmosfera de paz y serenidad
que llegaban al alma. Había transcurrido un día normal, con mucho trabajo
como siempre, por lo que me sentía extremadamente exhausto y sin deseo
de hacer nada.
Luego de cerrar el negocio, aproximadamente a las ocho y media, tomé un
largo baño que me ayudara a descargar el cansancio de mi cuerpo y
restituyera un poco de las fuerzas que había perdido durante la jornada.
Luego me metí en la cama a leer un poco, y sin darme cuenta me dormí.

Por falta de otro lenguaje más específico y expresivo que reflejen mis
recuerdos con exactitud, recurro a las palabras para intentar describir las
pesadillas que me asaltaron aquella noche. Aunque el recuerdo no
permanece con tal nitidez en mi memoria, sí puedo decir que nunca
olvidaré aquella noche, pues en ella quedaron marcados mi vida y mi
destino para siempre.

Al quedar profundamente dormido, de inmediato me vi inmerso en un


extraño sueño. Era yo, y a la vez era otro cuerpo el que se hallaba en
medio de aquella multitud de seres semidesnudos que, a ritmo de los
tambores y otros instrumentos de percusión, bailaban una extraña danza
frenética que los llevaba a un éxtasis demoniaco, haciéndolos gritar de una
forma capaz de estremecer a cualquier ser viviente. Me hallaba en medio
de ellos, pero era como si no me viesen, como si no fuesen capaces de
notar mi presencia en aquel lugar, como si mi presencia en medio de ello no
fuese más que una realidad abstracta y yo un ser etéreo, invisible e
intangible.

La música no se detenía, sino que iba aumentando su intensidad


gradualmente, mientras en mí aumentaba de igual manera la confusión y
sentía que una extraña niebla se cernía sobre de mí. Todos a mi alrededor
estaban entregados a aquel baile inhumano, danzando en círculos
alrededor de un altar en cuyo centro había una barra de hierro rodeada por
un fuego incesante. Ya no me sentía en medio de aquella multitud, aun
seguía sintiéndome encerrado en un cuerpo que no era el mío. Ahora era
una mujer la que se hallaba en el centro de aquella alocada multitud que se
había entregado al frenesí del baile y perdido todo rastro de razón humana.
Todos gritaban mientras danzaban, en un especie de rito de invocación,
como dirigiendo sus plegarias a aquella mujer que danzaba en el centro,
más cercana al fuego del altar que todos.

Aquella figura que se arrastraba en el suelo, que deba saltos frenéticos, que
se halaba los cabellos y prorrumpía en accesos de éxtasis sobrehumano;
aquella mujer que danzaba aún más que los demás, con su cuerpo bañado
en cenizas y cubierto de confusos signos extraños, me parecía familiar,
aunque no lograba comprender de quien se trataba.
Cuánto tiempo duro aquel rito a ritmo de tambores me sería imposible
especificarlo, pues la niebla de confusión no se apartaba de mi mente,
como si en ella habitasen dos conciencias distintas, una de las cuales
entendía todo aquello pero no le transmitía ese conocimiento a la otra.

Al cabo de no sé cuánto tiempo, por un efímero instante, fui consciente de


mí mismo, pues me sentí acostado en medio de una cama, bañado en un
sudor frío y en medio de una profunda oscuridad. Pero como he dicho, sólo
fue por un efímero instante, pues luego me vi, o me sentí, o sentí esa otra
conciencia (¿quién podrá saberlo) en un escenario distinto al anterior.

Ahora me hallaba en medio de la sala de aquella casa que había sido mi


casa durante varios meses. Cosa extraña, pues me sentía a mí mismo
sentado en medio de aquel espacio semi vacío, pero a la vez era capaz de
ver mi propio cuerpo allí sentado, como si se tratase de otra persona.
Estaba sentado con una botella de ron en una mano y una pistola en la
otra. Tenía un aspecto horrible, como de hombre ebrio que no ha logrado
apartar de su mente algo que lo atribula y que ha intentado olvidar con el
alcohol.

Frente a mí había una mesa, y sobre ésta había un pequeño frasco; lo


tomé, aunque no sé si físicamente o sólo con la conciencia, y lo destapé. El
frasco contenía miel, una miel oscura y con un olor penetrante, y en medio
de aquel líquido puro había un pequeño papel lleno de escritos. Sin saber
cómo, vi que el papel estaba abierto en mis manos y pude leer en él varias
palabras escritas en un idioma extraño, tal vez creole. Pero algo llamó
especialmente mi atención, pues en una parte de aquel papel vi los mismos
signos extraños que había visto en el cuerpo desnudo de la mujer que
danzaba alrededor del fuego. Los signos estaban escritos horizontalmente y
divididos en dos parte, en medio de las cuales se hallaba un nombre
claramente escrito, un nombre que por más que lo intento no he logrado
recordar. Pero, y he aquí lo verdaderamente extraño, cuando desvié mi
mirada de aquel papel por un instante y lo miré nuevamente ya no era aquel
nombre extraño el que se hallaba escrito allí, sino mi propio nombre, tan
claramente escrito que no me cupo ninguna duda de que era mi nombre
con apellido y todo lo que se encontraba en medio de esos extraños
círculos.

Aún hoy, cuando ha pasado mucho tiempo de aquellos días de pesadilla,


logro dibujar los signos tal y como los vi en aquel sueño, o pesadilla, pero
no logro recordar el nombre que vi antes que el mío en aquel trozo de
papel.
Cuando levanté mi vista de aquel extraño papel y miré hacia donde me
encontraba sentado (¿o era otra persona?) vi que ya no tenía la botella en
la mano, sino que en una aún sostenía la pistola, mientras que con la otra
abrazaba contra mi cuerpo a la pequeña Rossy. Espantado, corrí hacia mi
propio cuerpo e intenté gritarle que soltase a la niña, pero era como si yo no
estuviese allí, como si mi cuerpo estuviese ocupado por otro ser, por otra
conciencia, y mi propia conciencia no fuese más que una fuerza invisible e
imperceptible que sólo podía observar, sin poder hacer ni decir nada.

De repente, sin saber cómo, vi aparecer a aquella mujer, su cuerpo


desnudo y todo lleno de cenizas y símbolos extraño. Al verla, la niña se
abraza fuerte a mí (¿o debo decir a él?) y esconde el rostro de aquella
mujer que se va acercando poco a poco. La mujer camina como un cuerpo
sin espíritu, como si hubiese dejado atrás aquello que la hacía humana y se
tratase sólo de un cuerpo vacío.

Viene hacia mí, la niña sale huyen y se esconde en la habitación, debajo de


la cama. Escucho sus sollozos, mas permanezco inmóvil, ahí sentado como
un cadáver, sosteniendo aun la pistola en manos. Y ella continúa
acercándose a mí, a él, a nosotros.

De pronto, sin una palabra, sin ningún otro sonido, escucho, veo, siento
cuando la pistola cae pesadamente sobre el cráneo de esa mujer. Veo la
sangre correr por su rostro, la siento en mis manos, en las manos de él, la
siento en mi ser. Ella no emite ni el mínimo gemido, permanece inmóvil
mientras seguimos golpeándola con la cacha de la pistola, una y otra vez,
descargando nuestra furia sobre ella, sintiendo que nuestra sangre hierve
con ira, con una ira que aumenta al ver que ella no grita, no da muestras de
sentir dolor. Escucho (escuchamos) el llanto de la niña que mira desde la
puerta que conduce a la habitación, pero no pienso, no me importa, sólo
deseo acabar con ella, con aquella mujer que se merece los mayores
tormentos en el infierno, la furia del más sádico de los demonios que
habitan los abismos del mal.

La dejo tirada en el suelo, sangrando hasta más no poder; voy en busca de


algo y me topo con un martillo. Al volver a la sala la veo (la vemos)
incorporándose con ayuda de la mesa y veo que toma el frasco que
contiene la miel. Me quedo observándola, sin saber qué hace, y veo que
destapa el frasco e intenta tomar del líquido que hay en él. Sus manos
tiembla, su rostro ya no es un rostro humano, sus ojos están inyectados de
una extraña expresión infrahumana y su cabello empapado en sangre le da
un aspecto macabro.
Entonces sí, yo (no él, no nosotros, sino YO) me acerco a ella, la miro,
siento repugnancia y odio. Guiado por ese odio, rompo la barrera que me
impide actuar, le arrebato el frasco e impido que pueda tomar del líquido.
Siento en mis manos (en nuestras manos) una fuerza sobrehumana,
mientras me invade el deseo de acabar con ella, de borrar de la faz del
universo su existencia, su nombre y su recuerdo. La golpeo con el martillo
en la cabeza, una, dos, tres veces; sigo golpeando aún cuando ella ha
caído completamente, porque siento un fuego en mi pecho que sólo se
apagará si la golpeo, si descargo sobre ella todas las furias juntas.

Cansado de golpear, tomo a la niña en mis brazos, tomo una cuerda que
veo por ahí, y así desnudo, vestido sólo con un bóxer, a plena media noche,
salgo de mi casa, como poseído por un deseo y un pensamiento que no
son míos, pero que me dominan. Camino, con la niña abrazada fuertemente
a mi cuello, camino sin pensar. Sólo sé que ella existe, que ella es mi vida,
pero no puedo dejar de caminar.

Los pies me arden, el corazón late fuertemente, pero sigo caminando hasta
llegar a una casa, una hermosa casa pintada de un azul que bajo la luna
refleja belleza. No conozco esa casa, no la recuerdo, pero tomo a la
pequeña y la dejo frente a la puerta. Luego me dirijo hacia la parte trasera
de la casa, hacia la oscuridad, hacia la soledad; y mientras me alejo de
aquello que, sin saber por qué, sé que amo siento que me acerco a mí
mismo.

Al cabo de caminar unos cuantos metros, me detengo frente a un árbol, me


siento bajo él y, por primera vez durante todo este martirio que ha durado
años, lloro, lloro amargamente sabiendo que serán mis últimas lágrimas.

Anuda (él, no yo) un extremo de la cuerda a una rama del árbol, mientras
en el otro realiza un nudo corredizo. Lo observa con mirada perdida durante
unos segundos, mientras yo veo la escena petrificado, ajeno a mis
pensamientos y sin ser dueño de mi voluntad. Y allí, en ese lugar, en ese
lugar, a aquella hora, bañado por la luz de la luna que se filtra entra las
ramas de los árboles, allí se cuelga aquel ser, aquel hombre que dejó de
ser hombre, aquel que murió mientras vivía y sintió la vida al morir. Murió
sin quejas, sin intentar liberarse, como resignado a lo que parecía
inevitable.
Permanecí petrificado durante varios minutos, sin saber qué hacer. Frente a
mis ojos trascurrieron, como proyectados en una pantalla, todos los
momento significativos de mi vida, sucediéndose uno a otro a una velocidad
vertiginosa. Sin saber cómo, me vi corriendo como un loco, deshaciendo a
la carrera el camino que él acababa de recorrer. Corría a toda prisa,
sintiendo como si todos los demonios del infierno me estuviesen
persiguiendo. Y de repente, caí, perdí el conocimiento y no supe más de mí.

Al despertar al día siguiente, seguía sintiendo los latidos de mi corazón


acelerados por una fuerte emoción. Tardé bastante tiempo en recuperar
plena conciencia de mí y sólo podía escuchar un bip incesante y voces que
a veces se acercaban, otras veces se alejaban o terminaban perdiéndose
por completo en el espacio.

Cuando por fin pude hablar y pensar con cierta claridad, descubrí que me
hallaba acostado sobre un cómodo lecho, mientras una hermosa joven
vestida de blanco revisaba algo en una carpeta: estaba en el hospital.

Según lo que me dijeron, me hallaron tirado a la puerta de mi casa, la cual,


extrañamente, se hallaba cerrada por dentro y sin nadie en ella. Estaba
empapado en sudo, en bóxer y totalmente sucio de pies a cabeza. Alguien
me encontró en ese estado de inconsciencia y me llevó al hospital, donde
lograron estabilizar un poco mi presión cardiaca y calmar la fiebre que me
quemaba.

Así permanecí varios días en el hospital, sin saber exactamente lo que me


había pasado, sin entender cómo llegué hasta la puerta de mi casa en ese
estado, y mucho menos como logré salir de ella sin abrir ninguna puerta o
venta. Mis pesadillas de esa noche no se apartaban de mí, persiguiéndome
el recuerdo de lo que en sueño había visto y sentido.

Los días que permanecí interno no fueron tan desagradables, sobre todo
porque recibía muchas visitas y todos me añoñaban. Sólo dos cosas me
preocupaban y me parecían extrañas: la primera de ellas es que nunca
recibí una visita de María Elena, de la que esperaba más atención; y la
segunda era la extraña actitud de secretismo y reserva que tenían todos los
que me visitaban, además de la misteriosa mirada de compasión que solían
dirigirme, como si supiesen algo de mí mismo que temían que yo supiera y
que los hacía tenerme lástima o compasión.
Al fin llegó el día en que me dieron el alta. Cuando apareció la doctora con
la noticia de que ya podía marcharme en la habitación había algunas
personas de visita. Todos estuvieron de acuerdo en aconsejarme que debía
tomarme un descanso lejos del colmado, del trabajo y del tedio de los
negocios. Incluso me aconsejaban que debía partir desde el hospital a la
casa de mi padre y que ello me harían llegar las cosas suficientes para
pasarme algunos días allí. Movido en parte por mi espíritu de rebeldía y en
parte por otro dese, decliné el consejo y no valieron sus insistentes
palabras, e incluso ruegos, para convencerme de tomar esas vacaciones
que no creía necesarias.

Pero la verdadera razón que me impedía marcharme del colmado era el


deseo de descubrir el misterio que lo envolvía: el suicidio de mi tío, la
extraña curación de María Elena, mi pesadilla, la extraña forma en que salí
de la casa y otras tantas cosas que me ocupaban la mente sin ningún
descanso.

Cuando regresé a casa y al abrir el colmado, noté que la gente me rehuía, y


los pocos que se acercaban evadía mis preguntas con relación a María
Elena, hasta que un niño de unos diez años rompió el silencio que todos se
habían impuesto: la misma noche en que tuve mi caída, a eso de la
medianoche, descubrieron el cadáver de María Elena tirado en medio de la
sala de sus padre, con el cráneo desbaratado y un extraño frasco lleno de
miel tirado en el suelo, tal como si hubiese rodado de su mano.

Ni más que decir que la noticia me traumó de tal forma que debieron
reingresarme al hospital. De acuerdo a lo que me ha contado un amigo,
permanecí en estado de shock durante tres días, como si en mi cuerpo ya
no existiese una mente que lo controlara. Al cabo de esos tres días
comencé a delirar y a hablar incoherencia, por lo que los doctores, con
permiso de mis familiares, decidieron internarme en este Centro de
Rehabilitación Mental (menuda forma de nombrar un MANICOMIO).

Ya hacen cuatro años que estoy aquí encerrado. De acuerdo a los doctores
ya me estoy recuperando y muy pronto podré salir de aquí. Incluso me han
dado más libertades en estos últimos días, como la oportunidad de recibir
visitas cualquier día de la semana y el permiso de leer y escribir lo que
desee. Sólo espero que no lean esto y así me dejen salir de aquí y poder
resolver el misterio que durante cuatro años ha invadido todos mis
pensamientos con la constante duda de lo que realmente pasó en la
tragedia de mi tío y qué papel desempeñé yo en esos acontecimientos.

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