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El concepto de identidad dentro del ámbito sociológico resulta acertado en cuanto reconoce
su carácter volátil, ambiguo y determinista. En ciertos casos, eso no significa, que sea
necesario optar por el abandono de una sociología de la identidad, sino de la tarea de
comprender bajo qué condiciones entendemos la relación del sujeto, la acción social, así
como la identidad misma.
La Real Academia de la Lengua (RAE) define identidad como “el conjunto de rasgos propios
de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás […] conciencia
que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás”. Ahora, esta misma definición
oculta una apropiación del término, produciendo similitudes, así como distancias bajo un
sentido de invisibilizacion, es decir, al mismo tiempo que incluye, segrega, cual arma de
doble filo, impidiendo visualizar su complejidad en cuanto al proceso para construir o asumir,
sea colectiva o individualmente la identidad.
Es necesario rechazar las concepciones simplistas de la acción social, sea por integración,
estrategia, o compromiso pues, no existe un principio único que integre al actor social ni a la
sociedad, sea desde interpretaciones positivas (integración autónoma o racionalidad) así
como negativas (dominación e intereses egoístas). La identidad social es un proceso
complejo, contradictorio, por el cual, el actor se construye en varios niveles de prácticas que
a su vez contienen lógicas diferentes, que “remiten a tipos específicos de relaciones sociales”
(Dubet, 1989. Pp. 534).
La identidad social no está dada, ni es unidimensional, porque resulta del trabajo del actor
que organiza y clasifica su experiencia social con sus identificaciones produciendo una
imagen unificada subjetivamente de sí misma, de ahí que de manera esquemática sea
necesario comprender dichas dinámicas del sujeto apropiándose de una identidad o del papel
del mismo proceso de identificación.