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Dos niños inteligentes


Hubo una vez dos niños de una inteligencia y capacidad increíbles. Desde pequeños
demostraron grandes habilidades, superando ampliamente a cuantos les rodeaban. También
desde pequeños ambos se dieron cuenta de ello, y albergaban internamente el deseo de que
en un futuro todos reconociesen su valía.

Los dos, sin embargo, crecían de forma distinta. El primero utilizó toda su habilidad e
inteligencia para desarrollar una carrera meteórica y mostrar a todos su superioridad:
participaba y vencía en todo tipo de concursos, frecuentaba todas las personas y lugares
importantes y era magnífico haciendo amigos entre la gente influyente. Aún era muy joven
cuando ya nadie dudaba de que algún día sería la persona más sabia e importante del país.

El segundo, sabedor también de sus capacidades, no dejaba de sentir una gran


responsabilidad. Hacía casi cualquier cosa mejor que quienes le rodeaban, y se sentía
obligado a ayudarles, así que apenas podía dedicar tiempo a sus sueños de grandeza, tan
ocupado como estaba siempre buscando soluciones y estudiando nuevas formas de
arreglarlo todo. Así que era una persona querida y famosa, pero sólo en su pequeña
comarca.

Quiso el destino que una gran tragedia azotara aquel país, llenándolo de problemas y
miseria. El primero de aquellos brillantes jóvenes nunca se había visto en una situación así,
pero sus brillantes ideas se aplicaron con éxito en todo el país y consiguieron paliar un poco
la situación. En cambio el segundo, acostumbrado a resolver todo tipo de problemas, y con
unos conocimientos muy superiores, consiguió que en su región apenas se notara aquella
tragedia. Ante aquel ejemplo tan admirable, en todas partes adoptaron sus soluciones, y su
fama de hombre bueno y sabio se extendió aún más que la del primero, llegando pronto a
ser propuesto y elegido para gobernar el país.

El primero de aquellos grandes hombres de increíble inteligencia comprendió entonces que


la mejor fama y sabiduría es la que nace de las propias cosas que hacemos en la vida, de su
impacto en los demás y de la exigencia por superarnos cada día. Cuentan que nunca más
participó en concurso alguno ni volvió a hacer demostraciones vacías, y que desde entonces
siempre iba acompañado por sus libros, dispuesto a echar una mano a todos.

El pequeño bosque junto al mar


Había una vez un pequeño poblado separado del mar y sus grandes acantilados por un
bosque. Aquel bosque era la mejor defensa del pueblo contra las tormentas y las furias del
mar, tan feroces en toda la comarca, que sólo allí era posible vivir. Pero el bosque estaba
constantemente en peligro, pues un pequeño grupo de seres malvados acudía cada noche a
talar algunos de aquellos fuertes árboles. Los habitantes del poblado nada podían hacer para
impedir aquella tala, así que se veían obligados a plantar constantemente nuevos árboles
que pudieran sustituir a los que habían sido cortados.

Durante generaciones aquella fue la vida de los plantadores de árboles. Los padres
enseñaban a los hijos y éstos, desde muy pequeños, dedicaban cada rato de tiempo libre a
plantar nuevos árboles. Cada familia era responsable de repoblar una zona señalada desde
tiempo inmemorial, y el fallo de una cualquiera de las familias hubiera llevado a la
comunidad al desastre.
Por supuesto, la gran mayoría de los árboles plantados se echaba a perder por mil variadas
razones, y sólo un pequeño porcentaje llegaba a crecer totalmente, pero eran tantos y tantos
los que plantaban que conseguían mantener el tamaño de su bosque protector, a pesar de las
grandes tormentas y de las crueles talas de los malvados.

Pero entonces, ocurrió una desgracia. Una de aquellas familias se extinguió por falta de
descendientes, y su zona del bosque comenzó a perder más árboles. No había nada que
hacer, la tragedia era inevitable, y en el pueblo se prepararon para emigrar después de
tantos siglos.

Sin embargo, uno de los jóvenes se negó a abandonar la aldea. “No me marcharé”, dijo, “si
hace falta fundaré una nueva familia que se haga cargo de esa zona, y yo mismo me
dedicaré a ella desde el primer día”.

Todos sabían que nadie era capaz de mantener por sí mismo una de aquellas zonas
replantadas y, como el bosque tardaría algún tiempo en despoblarse, aceptaron la propuesta
del joven. Pero al hacerlo, aceptaron la revolución más grande jamás vivida en el pueblo.

Aquel joven, muy querido por todos, no tardó en encontrar manos que lo ayudaran a
replantar. Pero todas aquellas manos salían de otras zonas, y pronto la suya no fue la única
zona en la que había necesidad de más árboles. Aquellas nuevas zonas recibieron ayuda de
otras familias y en poco tiempo ya nadie sabía quién debía cuidar una zona u otra:
simplemente, se dedicaban a plantar allí donde hiciera falta. Pero hacía falta en tantos
sitios, que comenzaron a plantar incluso durante la noche, a pesar del miedo ancestral que
sentían hacia los malvados podadores.
Aquellas plantaciones nocturnas terminaron haciendo coincidir a cuidadores con
exterminadores, pero sólo para descubrir que aquellos “terribles” seres no eran más que los
asustados miembros de una tribu que se escondían en las laberínticas cuevas de los
acantilados durante el día, y acudían a la superficie durante la noche para obtener un poco
de leña y comida con la que apenas sobrevivir. Y en cuanto alguno de estos “seres” conocía
las bondades de vivir en un poblado en la superficie, y de tener agua y comida, y de saber
plantar árboles, suplicaba ser aceptado en la aldea.

Con cada nuevo “nocturno”, el poblado ganaba manos para plantar, y perdía brazos para
talar. Pronto, el pueblo se llenó de agradecidos “nocturnos” que se mezclaban sin miedo
entre las antiguas familias, hasta el punto de hacerse indinstinguibles. Y tanta era su
influencia, que el bosque comenzó a crecer. Día tras día, año tras año, de forma casi
imperceptible, el bosque se hacía más y más grande, aumentando la superficie que protegía,
hasta que finalmente las sucesivas generaciones de aquel pueblo pudieron vivir allá donde
quisieron, en cualquier lugar de la comarca. Y jamás hubieran sabido que tiempo atrás, su
origen estaba en un pequeño pueblo protegido por unos pocos árboles a punto de
desaparecer.

La llegada inesperada
Menudo revuelo se armó en el Cielo cuando apareció Tatiana. Nadie se lo esperaba, porque
aún era muy joven y además era la mamá de dos niños pequeños, así que San Pedro la miró
muy severamente, diciendo:

- ¿Pero qué haces aquí? Seguro que todavía no te toca...

Sin embargo, al comprobar su libro, San Pedro no se lo podía creer. Era verdad, había
hecho todas aquellas cosas que permitían la entrada al Cielo, incluyendo dar todo lo que
necesitaban sus hijos, ¡y en tan poco tiempo!. Al ver su extrañeza, Tatiana dijo sonriente.

- Siempre fui muy rápida en todo. Desde que Renato y Andrea eran bebés les di cuanto
tenía, y lo guardé en un tesoro al que sólo pudiera acceder ellos.

Todos sabían a qué se refería Tatiana. Las mamás van llenando de amor y virtudes el
corazón de sus hijos, y sólo pueden ir al Cielo cuando está completamente lleno. Aquello
era un notición, porque no era nada normal conocer niños que tuvieran el corazón lleno tan
pronto, y todos quisieron verlo.

Ver los corazones de los niños es el espectáculo favorito de los ángeles. Por la noche,
cuando los niños duermen, sus corazones brillan intensamente con un brillo de color
púrpura que sólo los ángeles pueden ver, y se sientan alrededor susurrando bellas
canciones. Esa noche esperaron en la habitación de Adrián y Andrea miles de ángeles.
Ninguno de ellos había dejado de estar triste por la marcha de su madre, pero no tardaron
en dormirse. Cuando lo hicieron, su corazón comenzó a iluminarse como siempre lo hacen,
poco a poco, brillando cada vez más, hasta alcanzar unos brillos y juegos de luces de
belleza insuperable. Sin duda Tatiana había dejado su corazón tan rebosante de amor y
virtudes, que podrían compartirlo con otros mil niños, y los ángeles agradecieron el
espectáculo con sus mejores cánticos, y la promesa de volver cada noche. Al despertar, ni
Adrián ni Andrea vieron nada extraño, pero se sintieron con fuerzas para comenzar el día
animados, dispuestos a llegar a ser los niños que su madre habría querido.

Así, sin dejar de echar de menos a su mamá, Adrián y Andrea crecieron como unos niños
magníficos y singulares, excelentemente bondadosos, que tomaban ánimos cada día del
corazón tan rebosante de amor y virtudes que les había dejado su madre, y de la compañía
de los miles de ángeles que cada noche acudían a verlo brillar.

Juanija Lagartija
Juanija Lagartija vivía entre unas piedras en el campo. Como a todas las lagartijas, le
encantaba tomar tranquilamente el sol sobre una gran roca plana. Allí se quedaba tan a
gustito, que más de una vez había llegado a dormirse, y eso fue lo que pasó el día que
perdió su rabito: unos niños la atraparon, y Juanija sólo pudo soltarse perdiendo su rabo y
corriendo a esconderse.
Asustada oyó como aquellos niños reían al ver cómo seguía moviéndose el rabito sin la
lagartija, y terminaban tirándolo al campo después de un ratito. La lagartija comenzó
entonces a buscarlo por toda la zona, dispuesta a recuperarlo como fuera para volver a
colocarlo en su sitio. Pero aquel campo era muy grande, y por mucho que buscaba, no
encontraba ni rastro de su rabito. Juanija dejó todo para poder buscarlo, olvidando su casa,
sus juegos y sus amigos, pero pasaban los días y los meses, y Juanija seguía buscando,
preguntando a cuantos encontraba en su camino.

Un día, uno aquellos a quienes preguntó respondió extrañado "¿Y para qué quieres tener
dos rabos?". Juanija se dio la vuelta y descubrió que después de tanto tiempo le había
crecido un nuevo rabito, incluso más fuerte y divertido que el anterior. Entonces
comprendió que había sido una totería dedicar tanto tiempo a lo que ya no tenía remedio, y
decidió darse la vuelta y volver a casa.

Pero de vuelta a sus rocas, precisamente encontró su rabito al lado del camino. Estaba seco
y polvoriento, y tenía un aspecto muy feo. Alegre, después de haber dedicado tanto tiempo
a buscarlo, Juanija cargó con él y siguió su camino. Se cruzó entonces con un sapo, que
sorprendido le dijo:

- ¿Por qué cargas con un rabo tan horrible y viejo, teniendo uno tan bonito?
- He estado meses buscándolo - respondió la lagartija.
- ¿De verdad has estado meses buscando algo tan feo y sucio? -siguió el sapo.
- Bueno - se, excusó Juanija- antes no era tan feo...
- Mmm, pero ahora sí lo es, ¿no?... ¡qué raras sois las lagartijas! -dijo el sapo antes de
largarse dando saltos

El sapo tenía razón. Juanija seguía pensando en su rabito como si fuera el de siempre, pero
la verdad es que ahora daba un poco de asco. Entonces la lagartija comprendió todo, y
decidió dejarlo allí abandonado, dejando con él todas sus preocupaciones del pasado; y sólo
se llevó de allí un montón de ilusiones para el futuro.

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