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Los tres ancianos Y Los loros

disfrazados

Adaptación de un cuento popular de origen desconocido

Una cálida tarde de verano, cuando estaba a punto de ponerse el


sol, una mujer salió al jardín de su casa con una gran jarra de
agua entre las manos para regar las flores ¡Adoraba las plantas y
nada le gustaba más que cuidarlas con esmero!

Mientras contemplaba sus hermosas begonias observó que tres


ancianos de barba blanca como la nieve traspasaban la valla de
su propiedad y se sentaban sobre la hierba. Extrañada, dejó la
jarra sobre el banco de piedra que tenía en la entrada y se acercó
a hablar con ellos.

– Buenas tardes, caballeros. No les conozco… ¿Son nuestros


nuevos vecinos?

Uno de los ancianos, el que estaba sentado a su derecha, se


apresuró a responder:
– No, señora, no somos de por aquí.

La mujer se dio cuenta de que eran muy viejitos y que además


parecían cansados y hambrientos. Generosamente, les animó a
entrar.

– Me da la sensación de que tienen apetito y me gustaría


invitarles a probar el estofado que acabo de preparar. Mi marido
y yo estaremos encantados de compartir nuestra humilde mesa
con ustedes.

Los ancianos se miraron y el que estaba sentado a la izquierda


tomó la palabra.

– Es usted muy amable pero no podemos ser invitados a una


casa los tres juntos.

La mujer se quedó estupefacta.

– Perdone pero no entiendo lo que me dice ¿Qué quieren decir


con que no pueden entrar los tres juntos? Mi casa no es muy
grande pero hay sitio para todos.

El tercer anciano, situado en medio de los otros dos, sonrió y se


lo explicó todo.

– Mi nombre es Riqueza y vengo a traerles toda la fortuna que


se pueda imaginar. Mi compañero de la derecha se llama Éxito
y viene cargado de fama y honores. El que está sentado a mi
izquierda se llama Amor y quiere regalarles afecto y ternura a
raudales.

Por un momento la mujer pensó que esos tipos tan extraños le


estaban tomando el pelo pero antes de que pudiera decir nada,
Riqueza siguió hablando.

– Solo uno de nosotros podrá cenar con ustedes, pues debe


elegir entre la riqueza, el éxito o el amor. No se preocupe,
esperaremos aquí mientras lo decide con su familia.

La mujer asintió con la cabeza y entró corriendo en la casa. Su


esposo estaba tumbado en la cama, muy concentrado en la
lectura del libro que tenía entre las manos; su hija, una linda
niña de diez años, sentadita sobre el suelo de madera peinaba a
su muñeca favorita.

– ¡Escuchadme, por favor, tengo algo urgente que contaros!

Los dos la miraron intrigados y ella relató palabra por palabra la


conversación que acababa de tener con los ancianos de barba
blanca. Cuando terminó, su marido pensó que todo era muy
raro.

– ¡Tranquilízate, cariño! ¿No se tratará de una broma?


– No, no, te aseguro que dicen la verdad ¡Sé reconocer cuando
alguien miente descaradamente y estos tres caballeros parecen
muy sinceros!

– Bueno, vamos a suponer que tienes razón. Si es cierto lo que


cuentan ¡estamos ante una oportunidad increíble que no
podemos desaprovechar!

– Sí, sí que lo es ¡pero tenemos que darnos prisa y decidir ya a


cuál de los tres invitamos a cenar!

El hombre empezó a pasear de un lado a otro más nervioso que


una lagartija dentro de una caja de zapatos.

– Creo que debemos elegir a Riqueza… ¿Te imaginas lo que


sería ser ricos para siempre? ¡Tendríamos de todo y viviríamos
como reyes!

La esposa negó con la cabeza.

– ¡Uy, no sé, no sé!… No lo tengo nada claro ¿No sería mejor


invitar a Éxito? Seríamos admirados por todo el mundo y la
gente nos trataría de manera especial ¡Siempre he deseado ser
una persona famosa e importante!

La niña, que escuchaba atentamente la conversación, los miró


con incredulidad y expresó su más sincera opinión.
– ¡Papá, mamá, no os entiendo! Lo más importante de la
vida es el amor y es a Amor a quien debemos invitar a cenar.

Los padres se quedaron callados y se sintieron profundamente


avergonzados. La madre se agachó y acariciándole la carita, le
dijo:

– Tienes razón, cariño mío, el amor es lo que tiene más valor.

El padre también se puso a su altura y reconoció su


equivocación.

– ¡Ay, hija mía, qué bien hablas y qué bien razonas!


¡Ahora mismo salgo a comunicarles nuestra decisión!

Descalzo como estaba salió al jardín y vio a los tres ancianos


esperando en silencio, tal y como habían prometido.

– Señores, nos gustaría muchísimo que pasaran los tres, pero


como solo podemos escoger a uno hemos decidido que con
mucho gusto invitamos a Amor. Si es tan amable, acompáñeme,
por favor.

Amor, el anciano con más cara de bonachón, se acercó a él y


juntos caminaron sobre la hierba. Entraron en la casa y la mujer
le indicó que se sentara a la mesa.

– Es un placer tenerle con nosotros, señor Amor.


El anciano sonrió y tomó asiento. En ese mismo instante, los
otros dos se presentaron en el comedor. La familia se miró
desconcertada y la mujer se acercó a ellos con amabilidad.

– Pasen, por favor, están en su casa. Estamos felices de que


también se unan a la cena pero me gustaría saber por qué al
final los tres aceptan nuestra invitación. Nos hicieron escoger a
uno y decidimos que fuera Amor… ¡Perdonen, pero la verdad
es que no entiendo nada!

El señor Amor miró a la niña que estaba sentada a su lado, le


guiñó un ojo, y resolvió el misterio.

– Verá, buena mujer, todo tiene una fácil explicación: si hubiera


escogido el éxito o la riqueza los otros dos nos habríamos
quedado afuera, pero me han elegido a mí, y a donde yo voy
ellos van, pues donde hay amor, siempre hay éxito y riqueza.

¡Ahora todo estaba aclarado! El matrimonio entendió que vivir


rodeados de amor es lo que realmente da la felicidad completa.
Gracias a su maravillosa hija habían elegido bien, pues el amor
les traería también éxito y riqueza en la vida.

Los seis se dieron un cálido abrazo y después compartieron el


aromático estofado casero, que por cierto, estaba para chuparse
los dedos.
Los tres ancianos(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA+
Los loros disfrazados

Adaptación de la antigua leyenda de Ecuador

Cuenta la leyenda que hace muchísimos años hubo un terrible


diluvio que inundó las tierras de Ecuador. Las aguas arrasaron
campos y los poblados a su paso, obligando a las personas y a
los animales a buscar refugio desesperadamente.

Según parece, en un valle vivían dos hermanos, un chico y una


chica que al ver que la corriente les alcanzaba, corrieron a
protegerse en la cima de una montaña. Allí, en las alturas,
encontraron una cueva seca y confortable que se convirtió en su
improvisado refugio hasta que pasara el peligro.

Una vez dentro se acurrucaron para darse calor y contemplaron


atónitos cómo los ríos de agua subían monte arriba a gran
velocidad. Más que ríos parecían largas y gigantescas serpientes
reptando peligrosamente hacia la cumbre.

Sintieron verdadero pánico al ver que en cualquier momento el


agua desbordada podía alcanzarlos, pero por suerte ¡la montaña
era mágica! Como si tuviera vida propia, cuando el agua estaba
a punto de rebasar la cueva, la cumbre se elevó hacia el cielo.
No una sino varias veces la montaña creció a su antojo para
ponerlos a salvo y los hermanos dejaron de tener miedo.

Eso sí, tuvieron que enfrentarse a otro grave problema: a


medida que pasaban las horas tenían más y más hambre. Se
encontraban en una cueva sobre el pico de una montaña
altísima rodeados de agua, lo cual suponía un inconveniente
porque no había ningún lugar donde buscar alimento.

Aguantaron mucho tiempo sin probar bocado, y cuando estaban


a punto de desfallecer, dejó de llover.

– ¡Mira, hermanita! Parece que las tormentas y las lluvias han


llegado a su fin, pero todo a nuestro alrededor sigue inundado.
A ver si bajan pronto las aguas y podemos volver a casa.

– Sí, pero mientras tanto ¿qué comeremos?… Llevamos varios


días sin llevarnos nada a la boca y yo ya no aguanto más.

Su hermano la miró con tristeza y la abrazó, pues para eso no


tenía solución.

– Lo siento pero solo nos queda confiar en que el agua


desaparezca rápido para poder bajar la montaña y buscar algo
que comer.

Esa noche la pasaron como siempre arrimados el uno al otro


para no pasar frío. Al amanecer, un rayito de sol se coló por la
cueva y despertó a la muchacha. Abrió los ojos y su corazón
empezó a latir con fuerza.

– ¡Hermano, hermano, mira esto!

El joven se sobresaltó.

– ¡Madre mía!… ¡Pellízcame por si todavía estoy soñando!

¡No se lo podían creer! Algún desconocido se había colado en


la cueva mientras dormían y había colocado un montón de
platos rebosantes de apetitosa comida sobre un mantel fabricado
con hojas. Carne, mazorcas de maíz, fruta fresca… ¡Jamás
habían imaginado poder darse semejante festín en esa horrible
situación!

Se lanzaron sobre las viandas como lobos hambrientos y


empezaron a devorarlas. Comieron hasta que estuvieron a punto
de reventar y después se tumbaron boca arriba, con las manos
extendidas y una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Ha sido la mejor comida de mi vida, hermanita!

– ¡Ay, qué rico estaba todo! Me pregunto quién la habrá


traído… ¿Tal vez alguien que nos vigila?

– No tengo ni idea ¡Todo esto es muy extraño!


– Sí, lo es. Esta noche nos quedaremos despiertos por si vuelve
y le daremos las gracias.

Esperaron impacientes a que terminara el día y la luna llena


apareciera en lo alto del cielo. Entonces se agazaparon tras una
roca que había en la cueva y protegidos por la
oscuridad esperaron la visita del misterioso benefactor.

De repente oyeron unos extraños ruiditos y de entre las sombras


surgieron cinco guacamayos disfrazados de humanos.

¡La visión fue impactante para ellos! ¡Quienes les habían dejado
la comida eran cinco loros que iban cubiertos con ropas de
personas!… ¡Y volvían cargados con más alimentos!

Estupefactos, salieron de su escondite para darles las gracias,


pero cuando los tuvieron cerca, comenzaron a desternillarse de
risa ¡Tenían una pinta tan graciosa y estrambótica que era
imposible aguantar las carcajadas!

– ¡Ja, ja, ja! ¡¿Pero qué hacen estos guacamayos vestidos así?!

– Sí… ¡Ja, ja, ja! ¡En mi vida he visto cosa igual! Se ve que
vienen de una fiesta de disfraces o algo así.

Al escuchar las burlas, los guacamayos se sintieron muy


ofendidos. Sin decir ni palabra se miraron a los ojos y se
largaron volando en un abrir y cerrar de ojos.
Los chicos salieron disparados hacia la entrada de la cueva y
comenzaron a gritar con lágrimas en los ojos.

– ¡Oh, no, no os vayáis por favor! ¡Sentimos mucho haberos


disgustado!

– ¡Por favor, volved! Nos salvasteis la vida y os lo agradecemos


muchísimo ¡Os lo suplico, perdonadnos!

Los guacamayos ya surcaban el cielo muy cerca de las nubes


cuando el viento les llevó el llanto desconsolado de los
hermanos. No pudieron evitar sentir mucha pena por ellos y
como eran animales de buen corazón, hicieron una pequeña
pirueta en el aire y regresaron a la cueva de la montaña.

– ¡Gracias por volver, amigos! Hemos sido muy


desconsiderados con vosotros y os prometemos que no volverá
a suceder.

– Mi hermano tiene razón… ¡No volverá a suceder!

Los guacamayos se sintieron valorados y supieron perdonar.


Desde entonces empezaron a acudir cada día a la cueva,
siempre disfrazados de personas, cargados de comida que los
chicos engullían con auténtico placer.

El tiempo fue pasando y el nivel del agua que lo cubría todo fue
descendiendo poco a poco. El sol, cada vez más brillante e
intenso, ayudó a secar la tierra y a que el paisaje recuperara el
esplendor de antaño.

Por fin, una mañana los dos hermanos descubrieron que los ríos
habían vuelto a su cauce y la ladera de la montaña volvía a estar
a la vista ¡No quedaba ni rastro de la inundación!

Esperaron a que las aves fueran a visitarlos y el muchacho les


anunció con emoción:

– Es hora de que regresemos a casa y reanudemos nuestra vida.


Os vamos a echar mucho de menos… ¡Sin vosotros no
habríamos podido sobrevivir!

Su hermana también estaba conmovida.

– ¡Ojalá pudierais venir con nosotros al poblado, queridos


guacamayos!

Se despidieron de los generosos animales con lágrimas en los


ojos y comenzaron a descender la montaña donde tantos días
habían pasado.

Caminaron unos minutos cuesta abajo y echaron la vista atrás


con melancolía ¡Su sorpresa fue mayúscula cuando vieron que
los cinco guacamayos les seguían como perritos falderos!

El chico exclamó entusiasmado:


– Mira, hermana, se ha cumplido tu deseo… ¡Se vienen con
nosotros!

Los dos continuaron felices con la pequeña comitiva detrás, y al


llegar a su poblado ¡oh, sorpresa!…Los guacamayos se
transformaron en seres humanos de verdad ¡Sin duda, al igual
que la montaña, ellos también eran seres mágicos!

Según cuenta esta antigua leyenda, los loritos eran en realidad


dioses de la selva que, hartos de disfrazarse de personas,
decidieron seguir a los hermanos al pueblo y adoptar forma
humana de verdad para vivir entre hombres y mujeres de carne
y hueso.

Y también cuenta la leyenda que se integraron muy bien con sus


nuevos vecinos, formaron parejas y tuvieron hijos que
heredaron la belleza y los poderes de sus antepasados, los
hermosos guacamayos.
Los loros disfrazados(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA

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