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Crónica: Un día en la escuela pública

(Diario EL NUEVO DIA de Puerto Rico, miércoles, 1 de abril de 2015 - 12:00 AM)

Faltan pocos minutos para que suene el timbre del comienzo de clases y se
escucha el bullicio de los niños y adolescentes que van llegando al plantel. Un
grupo de niños desayunando empanadillas y “icee” frente a la escuela Juan
Antonio Corretjer, en Cupey, despiertan un antojo en mí que, por mi edad,
considero ya no debo satisfacer.
A más de 12 años de haber salido de la escuela intermedia (tengo casi 27 años),
revivo el sentimiento que se apoderaba en mí en el primer día de clases, aunque
un poco diferente, pues la expectativa es otra. Sí, también vine a estudiar, pero
esta vez, con el propósito de plasmar lo que ocurre en una escuela pública a la
que acude una generación sumergida en la tecnología y en tiempos en el que
múltiples sectores del país exigen una reforma para el sistema de educación en
Puerto Rico.
Espero por la directora en la entrada del plantel, en donde ubica un busto que
celebra a uno de sus egresados: Félix “Tito” Trinidad.
Mientras, dos amigas caminan hacia el estacionamiento con la vista clavada en
sus celulares.
“Usa el juego de marihuana y me la gasta”, comenta una de las jóvenes sin
levantar la mirada. Su larga cabellera rubia es interrumpida por un parcho rapado
en el lado izquierdo de la cabeza.
Presumo que habla de la batería de su celular y aunque no me falta la curiosidad
para saber cuál es el juego, recuerdo que el Departamento de Educación dio
instrucciones para que no entrevistara a los niños.
Me sorprende también su recorte, creo que jamás me hubiesen dejado entrar al
salón con un peinado así, pero está de moda. Muchas modelos y artistas llevan el
cabello así.
A las 8:00 a.m., suena el timbre (me parece que la chicharra dura mucho tiempo,
pues se queda sonando por lo que parece casi un minuto) y la avalancha de
estudiantes comienza a entrar. Sobre el portón que da acceso a los salones está
escrito con marcador negro la frase “Te amo mi bb”. La declaración de amor
parece un gran saludo a quienes entran a la escuela, como esos cartelones que
leen “Bienvenidos”. ¿Cuánto tiempo llevará eso escrito ahí?
“Quien escribió eso debe haber pasado trabajo”, me comenta el fotoperiodista.
La primera clase para el grupo de noveno grado es estudios sociales. Unos 22
estudiantes se acomodan en el enorme salón. Muchos tienen el celular en mano,
otros escuchan música. La niña del moderno recorte continúa hablando sobre el
juego de marihuana. No deja de conversar con su amiga a pesar de que la
maestra intenta comenzar la clase y exige su atención. “Voy ahora”, contesta la
niña y sigue hablando con su amiga.
Cuando la maestra logra acaparar la atención de los jóvenes, una chica, sentada
en la primera fila, le recuerda que había tarea. Inmediatamente los de atrás
comienzan a intercambiar libretas y a escribir apresuradamente mientras la
maestra pasa escritorio por escritorio revisando el trabajo. Una vez terminada la
ronda, discuten en clase las primeras civilizaciones e identifican Mesopotamia -la
tierra entre ríos- en el mapa.
Un joven se ofrece a repartir los libros que parecían haber sido utilizados por
muchos años. De repente, entre el silencio irrumpe una discusión, aunque casi no
se percibe. “¡Pen%3#*!”, le suelta la chica del recorte a un joven, lo que provoca
carcajadas en el grupo. Uno de sus compañeros, sin embargo, le llama la atención
con un semblante que delata lo que parecería vergüenza ajena. La maestra
también la regaña.
Durante la clase, varios estudiantes esconden su celular entre las libretas y
escriben mensajes. Entonces, justo antes de terminar el periodo, el sonido de una
canción de reguetón retumba en el salón. Una estudiante olvidó apagar el sonido
de su teléfono inteligente. La maestra recuerda que los teléfonos deben
permanecer apagados y se despide de la clase.
¿Qué hubiese pasado en mi salón si uno de los pocos Nokia, esos de colores con
los que jugábamos “snake”, hubiese sonado? A mí me daría pánico, pues
resultaría en la confiscación de mi preciado teléfono y un demérito que en mi casa
no me perdonarían. A los 15 años, sería devastador.
Apenas son las 9:00 a.m., confieso que el periodo se me hizo hasta más largo que
cuando me tocaba a mi sentarme en el pupitre.
De camino a la clase de educación física se percibe que el plantel es cerrado y
oscuro. Ni una ventana deja entrar luz natural, las paredes están marcadas por los
años y los estudiantes, y el piso, por más limpieza que reciba, no da para más.
El gimnasio es un salón largo y angosto con una docena de máquinas para hacer
ejercicios de pesas, ubicado en la parte superior del comedor. Allí, algunos hacen
la rutina que el joven maestro impartió. Otros conversan, como si fuera un tiempo
de descanso entre clases. Parece haber menos estudiantes que en la clase
anterior, aunque minutos más tarde el conteo llega a los 22.
“Déjame cerrar aquí, porque se me escapan”, nos dice el maestro mientras
introduce una llave por la cerradura del portón que divide las escaleras y el
gimnasio. En las paredes, están escritas las listas que establecen quienes son “el
corillo” y “las kangry”. Los estudiantes ruegan por ir a la cancha, a lo que el
instructor contesta que será a la media hora de comenzar el periodo. Una vez allí,
algunos juegan baloncesto, otros voleibol y el resto, permanece sentado en un
banco.
“Ahora vamos para matemáticas. Esa es la mejor clase”, dice uno de los
estudiantes. Son las 10:00 a.m. ¿De verdad está entusiasmado por matemáticas?
Algo me dice que no necesariamente es la materia lo que lo emociona.
El salón parece ser de otro plantel al compararlo con el primero, que lucía
acogedor. Éste es más oscuro, telarañas adornan el techo manchado por
filtraciones de agua y la falta de algunos pedazos de plafón deja al descubierto el
metal que da forma a la estructura. Los escritorios están corroídos, rotos y
manchados. Muchos llevan las firmas de los estudiantes que han pasado por ellos.
Además, no están organizados en filas como en un salón tradicional. Ahora, se
marca la división entre la clase de noveno grado. En el lado izquierdo, se sientan
los pocos que atienden a lo que dice la maestra. En el derecho, están
aglomerados los más alborotosos. La maestra, quien no se molesta en reagrupar
el grupo, en una voz muy suave y sujetando un triángulo de papel, imparte su
clase. Sentada en su escritorio, en el fondo del salón, no logro escuchar lo que
dice debido a que habla muy bajito y además compite con la algarabía de los
jóvenes. Sin embargo, logro percibir que habla de los ángulos de un triángulo.
A los pocos minutos entra la directora, una mujer joven que intenta esconder su
evidente ansiedad, y le anuncia a la maestra que los estudiantes deben pasar a la
biblioteca, donde recibirán una orientación sobre la escuela vocacional Miguel
Such, ya que el próximo año comenzarán la escuela superior.
“Tú no quieres progresar. Vas a ser una mantenida toda la vida comiendo corn
flakes”, le dice una estudiante a la muchacha del juego de marihuana, mientras
discutían a cuál escuela quieren ir.
El cuarto al que llaman biblioteca solo tiene varias versiones de enciclopedias de
algunos años atrás. Al lado izquierdo del salón hay una línea de computadoras. En
el centro, un hombre en sus cuarenta espera frente al proyector a los estudiantes,
que se sientan en mesas frente a él. Parece otro grupo. Atienden al maestro de la
vocacional, quien les habla de la importancia de estudiar para ser exitosos en el
futuro y proyecta un vídeo sobre el ofrecimiento académico de su institución. Al
final de la orientación algunos dicen qué carreras les interesan. Las niñas se ven
atraídas por el estilismo, aunque una dice que le gustaría diseñar videojuegos.
Mientras, los varones se inclinan más por la mecánica.
Llegan las 11:00 a.m. y es hora de que el grupo pase a la clase de inglés. La
maestra espera a los estudiantes frente al salón y le pide ayuda a uno de los
jóvenes para terminar de pegar decoraciones del Día de la amistad en la puerta. El
salón luce más alumbrado, aunque con las ventanas cerradas, y una vela esparce
un aroma floral. Nuevamente, el grupo parece transformarse. La maestra no da
paso a interrupciones y aunque estricta, parece ser querida y respetada por sus
estudiantes. Aunque entienden lo que la maestra les dice en inglés, le contestan
en español y a veces bromean con las pronunciaciones de algunas de las
palabras.
“Se dice snapchat, no esnapchat”, dice una de las jóvenes.
La maestra les dicta palabras para que copien en la libreta y busquen su
significado en español y tiene que advertir que no pueden utilizar Google. Algunos
se quejan, por lo “difícil” quees buscar en el diccionario.
“Es que tiene tantas palabras”, protesta una joven. “Misi, yo no soy bilingüe”,
confiesa otra, mientras mira escondida su celular. Sin embargo, todos completan
el trabajo.
En ese momento, recuerdo cuando realizaba trabajos con la enciclopedia de la
computadora, Encarta, y tenía que llamar a San Juan Estudia Conmigo para que
me enviaran la información por fax. No eran tiempos de Google, pero como quiera,
se percibían como métodos de estudio innovadores.
A la hora de almuerzo, el comedor huele a la salsa “barbecue” que marinó el pollo,
servido con papas majadas. Los estudiantes hacen una fila ordenada para que les
sirvan comida. Mientras adentro se respira tranquilidad, afuera frente a las oficinas
administrativas dos estudiantes de séptimo grado se caen a golpes ante la mirada
de algunos de la elemental. Se mueven por todo el recibidor de la escuela en un
baile violento durante varios segundos, hasta que un maestro los separa. Uno de
los chicos decide marcharse sin consecuencias, pero al otro la rabia lo consume.
En su rostro colorado y sudado se percibe el coraje que siente y el maestro de
modificación de conducta trata, sin resultados, de calmarlo.
La directora llega a la escena y le llama la atención al niño. “Ay, tú también déjame
quieto”, le grita. Por lo que la mujer lo agarra por el brazo para llevarlo a su oficina.
Segundos más tarde, se escucha la puerta golpear la pared y sale corriendo el
menor, perseguido por varios miembros de la facultad. Logran llevarlo nuevamente
a la oficina y allí se queda.
Mientras, otros chiquitos juegan en el estacionamiento con hojas y tierra. “Yo
quiero salir en el periódico”, comenta un pequeño con espejuelos. Allí también,
una pareja de estudiantes de intermedia, sentada en un banco, se acaricia. Al otro
lado, tres muchachas conversan con un joven -que no es estudiante- a través de
la verja que divide el plantel de la carretera.
Todos en sus pequeños micromundos. Cada grupo de amigos tiene su “spot” ya
determinado. Recuerdo el mío en la escuela superior… de verdad no entiendo
porqué nos gustaba tanto pasar el periodo libre en el baño.
A la 1:00 p.m., solo queda una clase: ciencias. La joven maestra imparte las
instrucciones gritando, como en un intento para controlar al grupo, pero no lo
logra. Una joven se sienta en el piso para escribir en el celular e ignora cuando la
instructora le ordena guardar el aparato y sentarse en el escritorio. La clase
completa parece una competencia entre lo que dice la maestra y lo que hablan los
estudiantes. Otra vez, el grupo se transforma. Dejó de ser aquel que seguía al pie
de la letra lo que la maestra de inglés les decía y regresó a ser el mismo que
acudió a la clase de matemáticas.
“Misi, relax, hoy es viernes”, le dice la misma chica que alegó no ser bilingüe,
cuando notó la desesperación de su maestra ante la falta de orden en el
salón. Másadelante, la maestra trata de anunciar los proyectos que se realizarán
la próxima semana, pero mientras habla, los adolescentes salen del salón,
ignorándola. Ya se acercan las 2:00 p.m. y el comienzo de su fin de semana.

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