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COMPARACIÓN ENTRE TOMÁS DE AQUINO y DUNS ESCOTO

I.- CONTEXTO HISTÓRICO

Tomás de Aquino y Duns Escoto son las figuras más señeras de las dos
principales corrientes de la escolástica y la culminación del pensamiento teológico y filosófico
del siglo XIII, sin duda el más importante y productivo del pensamiento medieval (aunque Duns
Escoto está ya a caballo del siglo XIV –murió en 1308, a los 43 años de edad, por lo que su obra
principal se desarrolla en los últimos años del siglo XIII y los primeros del XIV- debe ser
considerado como el último gran filósofo del siglo XIII y posiblemente como el último gran
escolástico). Al mismo tiempo, representan el agotamiento de la propia escolástica; la figura
de Santo Tomás fue tan importante para los dominicos que sus sucesores se limitan a
reproducir sus ideas sin añadir apenas nada novedoso; por su parte los franciscanos, que
mantienen un alto nivel de producción filosófico-teológica (en buena parte como contrapunto
y crítica frente al arraigado tomismo) están ya poniendo las bases del final del pensamiento
medieval y van apuntando los cambios que darán paso al pensamiento renacentista, lo que se
hace especialmente palpable en la importantísima obra de Guillermo de Ockam.

Por muy importante que sean las figuras individuales de los dos pensadores, y
por mucho que los avances de la escolástica e deban a impulsos personales, no podemos
limitarnos a analizar su obra fuera del contexto histórico en que se desarrolla como si fueran
islas sin ninguna conexión entre sí. Ambos son hijos de su tiempo y sus aportaciones son
consecuencia del desarrollo político y de la elaboración cultural de su siglo y de los anteriores.

El primer dato que debemos tener en cuenta es que ambos son hombres de la
Iglesia Católica y son fundamentalmente teólogos; piensa, sienten y actúan como teólogos
ante que como filósofos, y su fin es antes que nada la defensa de la fe y la defensa de la
primacía de la Iglesia Católica frente a los grandes retos religiosos y culturales a los que debe
enfrentarse en el siglo XIII. Hasta tal punto esto es así, que muchos historiadores niegan con
fundamento la existencia de una auténtica filosofía escolástica, y consideran que en realidad
no encontramos ante teólogos que con distintos argumentos tratan siempre de proteger la
verdad revelada por la fe de los desafíos cada vez mayores de los filósofos y también de
salvaguardar el poder del papado y de la jerarquía eclesiástica ante los riesgos evidentes para
su primacía que encuentran en el pensamiento pagano, en los planteamientos de
secularización del poder (que tiene su principal expresión en el continuo enfrentamiento entre
el imperio y el papado), en los continuos movimientos heréticos y, especialmente en el siglo
XIII, en la pujanza de la filosofía árabe y judía que con amparo en la divulgación de la obra de
Aristóteles ponía en jaque el papel de la iglesia como intermediaria entre Dios y el hombre.

Es importante igualmente tener presente que no solamente estamos hablando


de dos grandes teólogos defensores de la primacía de la fe y de la Iglesia Católica, sino de
miembros de las dos principales órdenes monásticas de la época, creadas ambas casi al mismo
tiempo, con una finalidad similar (combatir las herejías que llegaban a negar el poder papal),
con historias que se entrecruzan continuamente y que se convierten en el principal
instrumento de control del papado (hasta el punto de que son las que tienen la exclusiva de la

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actividad de la Inquisición), y que desde el punto de vista de la creación filosófica y teológica
representan la dos grandes ramas del pensamiento escolástico del siglo XIII (el agustinismo,
con un fuerte peso de los planteamientos neoplatónicos, y el aristotelismo cristianizado que
culmina en la síntesis de Tomás de Aquino).

Debemos preguntarnos, en consecuencia, cuáles son los hechos y


planteamientos a los que se enfrentan y ante los que reaccionan estos escolásticos; los
principales son los siguientes:

1.- Permanente conflicto entre imperio y papado

A partir del siglo VIII podemos empezar a reconocer un cambio sustancial en la


sociedad medieval, con los primeros papas que van adquiriendo un poder real, consiguen
desligarse de la casi total sumisión de los siglos anteriores al poder político (aristocracia
romana, imperio bizantino), y empiezan a elaborar la denominada tradición del Poder papal. La
iglesia occidental consigue desligarse de los emperadores griegos (lo que no logró la iglesia
griega, cuyos patriarcas siempre dependieron del poder de Bizancio) en buena parte por su
alianza con los lombardos que derrotaron a los bizantinos.

Al mismo tiempo se comienza a atisbar un resurgir del planteamiento imperial


en occidente que se plasma en la Corte Carolingia y en la constitución del Sacro Imperio
Romano, que da inicio a un periodo de colaboración y provecho mutuo. El punto culminante se
produce en la Navidad del año 800 con la coronación de Carlomagno por el Papa, símbolo del
poder de la Iglesia para otorgar legitimidad al emperador, y que da lugar a una doble
dependencia (Por una parte el emperador debía ser coronado por el papa para tener
legitimidad, por la otra los emperadores conservaban el poder de nombrar y destituir a los
papas).

La rápida decadencia carolingia llevó al papado a conseguir el máximo poder, que se


materializa con Nicolás I en el siglo IX. Además, en el ámbito interno se consolida el poder del
papado frente al de obispos y arzobispos, que hasta entonces habían conservado una gran
autonomía ligada a los poderes reales y locales.

A la falta de un efectivo poder político que se contraponga al de la Iglesia se


suma el hecho (que tampoco se produce en oriente) de que los laicos fueron en su gran
mayoría analfabetos durante muchos siglos, por lo que la Iglesia dominaba en exclusiva toda la
actividad cultural e intelectual.

El afianzamiento del poder temporal de la Iglesia se oficializa con la


elaboración del falso documento de “La donación de Constantino”, por el que presuntamente
este emperador donó a la Iglesia la “Roma Vieja” y todo los territorios del Oeste de ésta; este
documento fue tenido por auténtico durante toda la Edad Media y justificó el poder directo de
la Iglesia sobre importantes territorios.

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La iglesia consigue una gran expansión, especialmente hacia Alemania y las
Islas Británicas (en este caso es muy significativo, puesto que apenas se produjeron en este
territorio invasiones bárbaras, por lo que se paso directamente de la cultura romana a la que
representaban los monasterios, lo que explica su gran pujanza y su papel como conservadores
de la cultura clásica, especialmente en los monasterios irlandeses).

Esta gran acumulación de poder se va perdiendo a lo largo del siglo X, tanto


por disgregación interna (los obispos vuelven a desligarse de la autoridad papal, el papado
pierde toda su influencia sobre la iglesia oriental; se suceden papas corruptos e inmorales en
grado sumo), como externas (el papado queda en manos de las familias aristocráticas romanas
y a merced de sus enfrentamientos; el gran avance sarraceno supone un evidente peligro),
hasta el punto de que en torno al año 1000 podemos hablar del punto de mayor decadencia
de la civilización occidental y de un peligro cierto de desaparición de la iglesia como institución
y del papado. La salida a esta situación se encontró en la gran reforma monástica del Siglo XI
(la corrupción del Cluny fue duramente criticada por las principales figuras de la Iglesia –entre
las que destacaba San Bernardo- por lo que aparecen nueva órdenes como los camalduenses,
los cartujos o los cistercienses, continuadores de la regla y la tradición benedictinas) y del
clero, que afianzó el poder del papado imponiendo disciplina y pérdida de privilegios
individuales de los clérigos (especialmente la simonía y el concubinato, que permitían el
control de los señores laicos feudales). A ello se sumó la reforma del papado, impulsada por el
emperador Enrique III tras haber tocado fondo con la compra del papado por Gregorio VI. Tras
las reformas de León IX se recuperó el poder papal y se inició un largo conflicto con emperados
y reyes (especialmente los franceses) que tuvo sus puntos álgidos con los papados de Nicolás II
y Gregorio VII, y que permanece abierto con altibajos en los siglos XII y XIII (el propio Duns
Escoto fue participe en estos conflictos, sufriendo la expulsión de la Universidad de París por
no haber apoyado a Felipe El Hermoso frente a Bonifacio VIII). El siglo XIII vivió episodios de
especial encarnizamiento en la disputa, especialmente durante el papado de Inocencio III (que
incrementó el poder papal con la IV cruzada y la conquista de Constantinopla, impulsó la
matanza denominada “cruzada contra los albigenses”, codificó el derecho canónico
aumentando el poder de la curia y llegó a destituir al emperador Otto), y especialmente
durante el imperio de Federico II (a pesar de que había sido impuesto por Inocencio III, se
enfrentó continuamente a la Iglesia y a sucesivos papas, sobre todo a Gregorio IX, siendo
excomulgado en varias ocasiones).

A ello se suma en el siglo XIII la consolidación de los municipios, con gran


desarrollo de las clases burguesas, que se oponen igualmente a los intentos de restauración
del poder imperial.

2.- El crecimiento de los movimientos heréticos

A principios del siglo XIII varios movimientos heréticos lograron una gran
difusión y un alto grado de organización, hasta el punto de que se convirtieron en un gran
peligro para el poder del papado, al poner en cuestión tanto la legitimidad de los clérigos

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corruptos para administrar los sacramentos como la propia necesidad de la Iglesia para
conseguir el diálogo con Dios o para conocer y explicar las Escrituras.

Cabe destacar entre otras, la de los cátaros o albigenses, que logró una gran
implantación en el sur de Francia como consecuencia del malestar creado por el fracaso de las
cruzadas y por la depravación y acumulación de riquezas de que hacía gala el clero. La herejía
cátara, procedente de Asia, buscaba ante todo la santidad personal a partir del puritanismo
moral (los que conseguían seguir todos los preceptos eran los denominados “perfectos”) y la
práctica de una vida de pobreza. Su teología era dualista, consideraban que el dios del Antiguo
Testamento era falso y malvado y que el único dios verdadero es el del Nuevo Testamento;
muy espiritualistas entendían la materia como esencialmente mala; reservaban la resurrección
de la almas (no la de los cuerpos) para los más virtuosos, estando condenados los no virtuosos
a la transmigración de sus alma a cuerpo de animales (esta creencia les llevó a ser
vegetarianos); su doctrina tiene grandes afinidades con la doctrinas gnósticas.

Otra de las grandes herejías fue la de los “waldenses”, seguidores de Pedro


Waldo, que en 1170 inició una cruzada para observar la Ley de Cristo y creó la sociedad de “los
hombres libres de Lyon”; al principio contaron incluso con el apoyo papal, pero ante el
aumento de sus críticas fueron condenados por el Concilio de Verona de 1184. Mantenían que
todo hombre bueno puede explicar y predicar las Escrituras, sin que por lo tanto sea necesaria
la Iglesia, por lo que prescindieron del clero católico y nombraron sus propios ministros de
Dios.

La respuesta de la Iglesia ante estas herejías fue la persecución y el exterminio


físico, mediante cruzadas de una extrema crueldad que se llevaron a cabo durante el papado
de Inocencio III.

En 1233 Gregorio IX instituyó la Inquisición como instrumento para proceder a


la persecución de la herejías; su finalidad era que los obispos no tuvieran que mancharse la
manos dirigiendo personalmente las persecuciones. Los principales inquisidores fueron desde
el principio y a lo largo de toda su horrenda historia los dominicos y los franciscanos.

3.- La creación de las órdenes mendicantes.

La situación de la iglesia a principios del siglo XIII, sumida en las luchas con el
imperio, rodeada por múltiples movimientos heréticos, lastrada por la corrupción del clero y
las órdenes monásticas (las creadas en el siglo XI para superar la corrupción del Cluny habían
caído en los mismos comportamientos), y la recuperación de sistemas filosóficos que ponían
en cuestión la certeza de la fe revelada, suponía un cierto y grave peligro de rebelión y de
ruptura interna.

Se hacía necesario por ello una nueva reforma monástica y sobre todo una
respuesta a las herejías que exigían una vuelta a la pobreza evangélica y ponían en cuestión a
la propia iglesia como depositaria de la verdad revelada. Una de las principales vías de

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encauzamiento de estos problemas fue la fundación de las denominadas “ordenes
mendicantes” (llamadas así porque en un principio rechazaban la propiedad y las riquezas,
planteando como forma de vida lo obtenido del trabajo y en su caso de la mendicidad, aunque
estos planteamientos fueron pronto abandonados), esto es, los franciscanos y los dominicos,
trascendentales en la formación y desarrollo del pensamiento cristiano a partir del siglo XIII y,
por lo que aquí nos interesa, para el apogeo de la escolástica y los sistemas tomista y
agustiniano que alcanzaron su mayor esplendor en las universidades de París y Oxford.

a) Franciscanos.

En 1209 Inocencio III aprobó de palabra la llamada “forma evangélica de vida”


o “Regla Primera” de Francisco de Asís y sus primero compañeros, gestada por éste tras dejar
sus bienes y retirarse en soledad durante tres años. San Francisco decidió renunciar a cualquier
bien y dedicarse a la predicación y a la realización de buena obras. La orden así creada fue
denominada la de “hermanos menores” en prueba de humildad.

No se conserva esta “Regla Primera”, pero al parecer era una recopilación de


sentencias evangélicas, ya que lo que se pretendía era conseguir una forma de vida igual a la
de Jesús con sus discípulos.

En un principio fue vista con recelo por la Iglesia, puesto que no se


diferenciaba de otros grupos de seglares errantes comunes en la época y recordaba
claramente a “los hombres libres de Lyon”. Pero la gran influencia y número de seguidores que
consiguió en muy poco tiempo llevó a Inocencio III a su aprobación, consiguiendo así de forma
astuta su mantenimiento dentro de la ortodoxia y evitando que se convirtieran en un nuevo
movimiento herético. El siguiente papa, Gregorio IX, amigo personal de Francisco de Asís,
continuó favoreciendo a la orden, lo que favoreció su crecimiento pero al mismo tiempo la
llevó a ir perdiendo la frescura de sus ideales fundacionales y a una rápida corrupción de
muchos de sus miembros.

En 1223 se aprobó por el capítulo general la “Regla Segunda” que, aunque


insiste en la observancia literal del Evangelio, implica una clara sumisión de lo carismático a lo
institucional, debido tanto a la presión jerárquica para encuadrar la nueva orden en el rígido
esquema eclesiástico como a la relajación del principio de pobreza, que se hizo especialmente
patente tras la muerte de Francisco de Asís (de hecho su inmediato sucesor, el hermano Elías,
vivió en pleno lujo).

Las primeras concepciones espiritualistas de la orden se fueron diluyendo


rápidamente, hasta el punto de que además de hacerse cargo de la Inquisición (como ya se ha
indicado anteriormente) se dedicaron a reclutar soldados en las luchas entre güelfos y
gibelinos (el emperador Otto frente al futuro Federico II).

Las tensiones debidas al abandono de sus principios fundacionales dieron lugar


a numerosos enfrentamientos internos, con la creación del grupo denominado “los
espirituales”, muchos de los cuales acabaron quemados por la Inquisición dirigida por sus
propios compañeros. Más adelante, ya en el siglo XIV, la orden vivió una cierta vuelta a sus
principios, lo que llevó a enfrentamientos con el papado que llevaron a la condena y

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excomuniónde su general Miguel de Cesena y a la declaración de herética de la tesis de que
Jesús y los apóstoles no poseían nada.

Por lo que respecta a su enorme importancia en la vida intelectual y cultural de


los siglos finales de la Edad Media, se produce también una extraña evolución, puesto que su
fundador no solo no animaba al estudio sino que incluso desaconsejaba la lectura de los libros,
por considerar que la actitud intelectual era contraria a la vida espiritual que perseguían. De
aquí pasaron, sobre todo a partir de San Buenaventura, a constituir una de las escuelas
filosóficas y teológicas más importantes y a realizar grandes aportaciones a la Escolástica,
especialmente desde la Universidad de Oxford (aunque muchos de ellos enseñaron también
en París), siendo los baluartes del llamado agustinismo del siglo XIII.

b) Los dominicos

La orden de los dominicos fue fundada casi al mismo tiempo que la de los
franciscanos (se aprobó inicialmente por Inocencio III verbalmente en 1215 ó 1216 –no son
unánimes los autores consultados- y ratificada posteriormente por Honorio III).

Sus planteamientos iniciales solo coinciden en la adopción de la pobreza como


forma de vida (si bien en este caso no se hace por una emulación espiritual de la vida de Jesús,
sino como un planteamiento intelectual de instrumentos frente a los movimientos heréticos)
por lo que ambas son llamadas órdenes mendicantes. Tampoco la personalidad de sus
fundadores tiene elementos comunes; frente a la espiritualidad y empatía de Francisco de
Asís, Domingo de Careluaga era un hombre rígido y al parecer falto de toda sensibilidad (se
dice que el único rasgo humano que se conoce de él fue la confesión que hizo a Jordán de
Sajonia de que prefería charlar con las jóvenes y no con las viejas. Este pasaje fue eliminado
solemnemente en 1242 de la biografía de Santo Tomás escrita por el citado Jordán de Sajonia).

La finalidad de su constitución fue la lucha contra las herejías por medio de la


predicación (la orden es conocida como la de los “predicadores”).

Fueron unos inquisidores aún más activos que los franciscanos.

Aunque en un principio su fundador no era muy partidario del estudio pronto


se caracterizó como una orden dedicada fundamentalmente al estudio y con un gran nivel
intelectual (también se les denominó como “orden de doctores”). En 1259 se abolió la regla
que les impedía estudiar ciencias seculares o artes liberales sin dispensa; desde entonces
fomentaron el estudio, hasta el punto de estar dispensados del trabajo manual para tener más
tiempo para estudiar.

Su dedicación fundamental fue la de conciliar la doctrina filosófica aristotélica


con el cristianismo.

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Un elemento importante y común a ambas órdenes religiosas, que explica su
gran importancia intelectual y el desarrollo de la escolástica en las universidades, fue su
decisión de constituirse en órdenes implantadas en las ciudades, renunciando al alejamiento
de la vida propio de las órdenes anteriores, y a participar en los asuntos sociales y mundanos.

4.- La creación de las universidades

A partir del siglo XIII la escuela medieval de siglos anteriores (en la que surge la
escolástica y que trataba de imitar a las escuelas de la edad antigua) se configura como
universidad. El término “universidad” en su origen no indicaba un centro de estudios, sino más
bien una asociación corporativa de estudiantes y profesores.

Bolonia y París representan los dos modelos organizativos en los que se


inspiraron el resto de universidades (Bolonia se configura como una corporación estudiantil,
mientras que París aparece como corporación unitaria de maestros y alumnos) La Universidad
de París representó una ampliación de la Escuela Catedralicia de Notre Dame, y alcanzó la
preeminencia sobre los demás centros de estudios. Mientras que las escuelas catedralicias,
monásticas o palatinas eran instituciones eclesiásticas de carácter local, muy pronto la
universidad de París se transformó en objeto de atención de la curia romana, que favoreció su
desarrollo y sobre todo sus tendencias autonomistas, sustrayéndola de las influencias directas
del rey, del obispo y de su canciller. Así, las aspiraciones de libertad de enseñanza encontraron
la protección papal. Su carácter clerical explica por qué las autoridades eclesiásticas
redactaron sus estatutos, prohibieron la lectura de determinados libros e intervinieron para
apaciguar conflictos y controversias.

La institucionalización y la consolidación de la universidad tuvo dos efectos


especialmente relevantes. El primero consiste en el nacimiento de un conjunto de maestros,
sacerdotes y laicos, a los que la Iglesia confiaba la tarea de enseñar la doctrina revelada; se
trata de un fenómeno de gran alcance histórico, porque hasta entonces la doctrina oficial de la
iglesia estaba y había estado confiada a la jerarquía eclesiástica, los maestros siempre había
sido algo unido al orden episcopal. Ahora, al lado de los dos poderes tradicionales (el
eclesiástico y el real) se añadía un tercer poder, el studium o la clase de los intelectuales, que
ejerció un peso notable sobre la vida social de aquella époda. El segundo efecto es la apertura
de la universidad parisiense a maestros y alumnos procedentes de todas las clases sociales; en
épocas posteriores la universidad se convertirá en aristocrática, pero en la edad media es
popular, en el sentido de que acoge también a estudiantes pobres que podían estudiar gracias
a bolsas de estudios y alojamiento gratuito; una vez que entraban en la universidad
desaparecían las diferencias sociales: goliardos y clérigos constituían un mundo autónomo en
el que la nobleza no estaba representada por la clase social sino por la cultura adquirida.

En las universidades de París y Oxford se produjeron los más importantes


debates sobre las cuestiones que interesaban a los intelectuales y teólogos del siglo XIII: la

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relación entre razón y fe; la posibilidad de prueba de la existencia de Dios; el problema de los
universales; la tradición platónica y agustiniana frente a la irrupción del aristotelismo.

5.- Difusión del aristotelismo. El averroísmo latino

Sin duda el acontecimiento filosófico de mayor relieve en el siglo XIII fue el


conocimiento y la difusión del pensamiento de Aristóteles referidos a la física y la metafísica. Si
bien sus escritos lógicos hacía tiempo que eran conocidos y utilizados, ahora por primera vez
se convierten en objeto de estudio y debate sus escritos de cosmología y de metafísica. La
novedad de estas obras consiste en el hecho de que ofrecen una explicación racional del
mundo y una visión filosófica del hombre, totalmente independiente de las verdades
cristianas.

Hasta ahora las concepciones de la realidad eran básicamente concepciones


teológicas, extraídas de la Revelación y replanteadas y aclaradas mediante la razón. La filosofía
estaba constituida por la lógica y por intuiciones platónicas y neoplatónicas, fáciles de
armonizar con el dato revelado. Todos los teólogos cristianos desde Agustín, y los primeros
escolásticos, se encontraban muy protegidos en su pensamiento tras la absorción al
cristianismo de la obra de Platón, que les permitía ofrecer una explicación racional a las
verdades de la fe sin grandes esfuerzos y armonizar el pensamiento filosófico con los
principales dogmas: Creación del mundo por parte de Dios ex nihilo, el ejemplarismo de las
ideas divinas como explicación del mundo contingente, la libertad del individuo con la
consiguiente obtención del premio o del castigo por nuestro comportamiento, y la
inmortalidad del alma individual con la resurrección de alma y cuerpo; a todo ello se añade la
teoría de la iluminación que introduce San Agustín, que explica la inutilidad de la razón para
conocer verdades que están reservadas para los que reciban la iluminación divina; en último
extremo, y en caso de cualquier discrepancia, no se discute la total subordinación de la razón a
la fe, de la filosofía a la teología, que cierra cualquier tipo de duda.

Ahora la situación cambia sustancialmente. El descubrimiento de las obras


aristotélicas sobre física y metafísica no solo implica el hallazgo de instrumentos formales
autónomos, sino también unos contenidos específicos y unas nuevas perspectivas, gracias a los
cuales la filosofía aspira a ser autónoma y a distinguirse claramente de la teología.

Y la Iglesia, y los pensadores cristianos como Tomás de Aquino y Duns Escoto


no pueden ignorar esta cuestión, porque le irrupción de la doctrina aristotélica fue tan fuerte
que es necesario posicionarse ante ella: o se rechaza o se intenta su asimilación a los
planteamientos del cristianismo, o se corre el riesgo de que se impongan los que abogan por
una plena aceptación de la metafísica aristotélica, lo que a la postre sería catastrófico para la
Iglesia y su preeminencia. Así, en el fondo el gran debate intelectual del siglo XIII es
precisamente éste, y el objetivo de los teólogos cristianos (sean dominicos o franciscanos) es
en el fondo elaborar teóricamente la dependencia última de la razón con respecto a la fe, la
filosofía con respecto a la teología y la ciencia con respecto a la sabiduría. Precisamente por
eso es preciso volver a la advertencia del principio: Tomás de Aquino y Duns Escoto son
básicamente teólogos, y su finalidad es mantenerla preeminencia de la teología sobre la

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filosofía y la de los dogmas de la revelación sobre las especulaciones racionales, por lo que su
aparente reconocimiento de la independencia de la filosofía no conlleva una relación de
igualdad respecto a la teología, sino que lo que hacen es señalar los límites que el pensamiento
humano no debe rebasar.

Las prohibiciones del estudio de Aristóteles no frenaron en la facultad de artes


de París el entusiasmo por las nuevas doctrinas, en las que el profesionalismo de los maestros
de la facultad de artes encontraba por primera vez desde hacía siglos un sistema completo de
“filosofía real”, apoyado en principios y referido a autoridades distintas de las que servían de
base al trabajo de los teólogos.

La primera reacción ante este hecho es el recelo de los representantes de la


antigua escolástica, especialmente entre los autores franciscanos, que consolidan sus
posiciones y configuran el denominado “agustinismo”. Incluso los que incorporan a su
pensamiento algunas de las “nuevas doctrinas” consideran que el aristotelismo es
incompatible con la fe cristiana, por lo que lo combaten en nombre de la teología tradicional.

La segunda línea de reacción viene dada por los que señalan que el problema
no está en Aristóteles, sino en la interpretación de éste que procede de Averroes, al que
acusan de haber interpretado erróneamente el aristotelismo y haberlo desvirtuado en favor de
sus ideas propias, incompatibles con las verdades reveladas. Así, lo que procede no es
enfrentarse a Aristóteles sino reinterpretarlo para lograr una integración con la síntesis
filosófica y teológica cristiana. Este es el objetivo de los dominicos, aunque no de todos como a
veces se señala erróneamente; de hecho los primeros pensadores dominicos (Juan de San
Egidio, Hugo de Sancher o Rolando de Cremona) deben incluirse en la antigua escolástica
enfrentada radicalmente a las nuevas doctrinas; el trabajo de síntesis no se hará hasta Alberto
Magno, y será culminado por su alumno Tomás de Aquino. Pero incluso figuras dominicas
posteriores a éste, como el obispo de Oxford Roberto de Kilwardby, se opusieron férreamente
al tomismo y contribuyeron a la condena de muchas de sus aportaciones.

La reacción de las universidades también tiene distintos matices. En la


universidad de París se forman dos grandes sectores; la facultad de artes acoge
fervientemente las nuevas ideas y se convierte en el gran centro del pensamiento aristotélico,
germen del denominado “averroísmo latino”, que alcanzó una gran difusión en la segunda
mitad del siglo, es claramente (aunque esta denominación tardó un largo tiempo en hacerse
efectiva) la facultad de filosofía de la universidad parisina; por su parte en la facultad de
teología, que tenía un peso mucho más importante, la intervención de la jerarquía eclesiástica
es evidente y así en los primeros estatutos universitarios de 2015 se introduce la prohibición
de utilización y enseñanza de la Metafísica de Aristóteles así como de los “libros naturales” y
sus síntesis; esta prohibición fue reiterada en 1231 por Gregorio IX, mientras que los escritos
de Aristóteles no fueran convenientemente purgados. Más tarde, en 1277 se produjo la
condena de todo el aristotelismo averroísta y de buena parte del aristotelismo escolástico,
incluidas muchas tesis del propio Tomás de Aquino.

En Oxford, más libre de ataduras eclesiásticas, no se produjo un


enfrentamiento tan evidente, pero la adopción de las doctrinas aristotélicas se centro en sus
estudios naturales, especialmente en medicina y otras ciencias experimentales, sentando las

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bases del posterior empirismo inglés y la exigencia demostrativa propia de sus pensadores y
muy especialmente de Duns Escoto. Por su parte la metafísica aristotélica apenas consiguió
introducirse y los agustinianos (especialmente los franciscanos) siguieron imponiendo sus
tesis.

En este contexto y teniendo que enfrentar estos problemas, se desarrolló la


obra de Tomás de Aquino primero y de Duns Escoto unos años después.

II.- PRINCIPALES PLANTEMIENTOS DE TOMAS DE AQUINO Y DUNS ESCOTO.

1.- Relación entre fe y razón

Como ya se ha indicado éste es posiblemente el gran tema de debate filosófico


del Siglo XIII. La filosofía, sometida durante mucho tiempo a la teología, busca un espacio
propio y una independencia que ahora es posible. El averroísmo latino afirma que la razón es
suficiente para el conocimiento del ser humano y que no es necesaria ya la teología, que en
todo caso debe quedar únicamente para asuntos de fe, sin interferir en ningún caso en los
asuntos de la filosofía, a la que ningún tema debe estar vedado.

Los teólogos cristianos se aprestan a combatir este pensamiento y buscan la


forma de seguir situando a la filosofía en un plano de inferioridad, si bien ya no puede
mantenerse una subordinación formal de ésta a la teología.

Tomás de Aquino entiende la razón y la filosofía como “preambula fidei”. La


filofosí posee su propia configuración y autonomía, pero no agota todo lo que se puede decir y
conocer, es preciso integrarla con todo lo que contiene la doctrina sagrada acerca de Dios, del
hombre y del mundo. Así, afirma que “puesto que la gracia no destruye a la naturaleza sino
que la perfecciona, es necesario que la razón natural sirva a la fe”.

Hay un doble orden de verdades cognoscibles por el hombre, incluso sobre las
“cosas divinas”, para Santo Tomás “que Dios existe, y otras cosas de este género, que pueden
ser conocidas por la razón natural sobre Dios, no son artículos de la fe, sino preámbulos para
los artículos”.

La fe, pues, mejora la razón, al igual que la teología lo hace con respecto a la
filosofía. La teología rectifica la filosofía, pero no la sustituye, al igual que la fe orienta la razón,
pero no la elimina.

Concede a la filosofía una autonomía propia respecto a la teología, pero solo


porque hay que formularla con instrumentos y métodos que no se asimilan a los instrumentos
y al método de la teología.

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Sin embargo, la autonomía de la filosofía no puede llevar a aceptar la teoría de
la doble verdad propia del averroísmo latino. Su incorporación de la filosofía aristotélica no es
para Tomás de Aquino más que la armonía entre la verdad revelada con la verdad
racionalmente cognoscible; así, mediante la razón puede llegarse a conocer la verdad de las
cosas, pero finalmente esta verdad tiene que coincidir necesariamente con la verdad de la fe.
En la Summa contra Gentiles escribe sobre las verdades que hacen referencia a Dios que
“existen algunas verdades que superan todos los poderes de la razón humana, por ejemplo,
que Dios es uno y trino. Hay otras verdades a las que se puede llegar a través de la razón
natural, por ejemplo, que Dios existe, que Dios es uno, y otras semejantes”. Así, hay verdades a
las que se puede llegar tanto a través de la razón (y por lo tanto de la filosofía), como de la fe
(y por lo tanto de la teología).

Para Santo Tomás es preciso partir de las verdades racionales, porque la razón
es la que nos sirve de terreno común: “Es necesario recurrir a la razón, a la que todos deben
asentir”. Sobre esta base es posible obtener los primeros resultados universales, porque son
racionales, y edificar sobre ellos un razonamiento posterior que nos sirva para profundizar
desde un punto de vista teológico. A este motivo de carácter apologético hay qu eañaidr dos
consideraciones de carácter más general. La razón constituye nuestro rasgo distintivo. No
utilizar dicha potencia implicaría el abdicar de una exigencia primordial y natural, aunque sea
en nombre de una luz superior. Además existe un corpus filosófico –fruto de ese ejercicio
racional- que es la filosofía griega, cuyos resultados han sido estimados y utilizados por toda la
tradición cristiana. Finalmente Tomás está convencido de que el hombre y el mundo, a pesar
de su radical dependencia de Dios en el ser y en el obrar, disfrutan de una relativa autonomía,
sobre la que debe reflexionarse con los instrumentos de la pura razón, poniendo en juego todo
el potencial cognoscitivo para responder a la vocación originaria de conocer y dominar el
mundo. El saber teológico, pues, no sustituye el saber filosófico, ni la fe sustituye la razón,
porque la fuente de la verdad es solo una.

Por su parte, Duns Escoto se sitúa en una concepción totalmente novedosa,


que se aleja tanto de la absorción agustiniana de la filosofía como de la concordancia tomista
entre filosofía y teología. Escoto propone una distinción nítida entre ambos rterrenos. La
filosofía posee una metodología y un objeto que no son asimilables a la metodología y al
objeto de la teología, por lo que deben delimitarse claramente sus esferas respectivas.

La filosofía se ocupa del ente en cuanto ente y de todo lo que pueda reducirse
a él o deducirse de él. La teología, en cambio, trata de los articula fidei u objetos d ela fe. La
filosofía sigue un procedimiento demostrativo, mientras que la teología adopta el
procedimiento persuasivo; la filosofía se restringe a la lógica de lo natural, mientras que la
teología se mueve dentro de la lógica de lo sobrenatural. La filosofía se ocupa de lo general o
universal, porque se ve obligada a ajustarse por statu isto al itinerario cognoscitivo de la
abstracción; la teología profundiza y sistematiza todo aquello que Dios se ha dignado
revelarnos acerca de su naturaleza personal y de nuestro destino. La filosofía es esencialmente
especulativa, porque se propone conocer por conocer, mientras que la teología es

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tendencialmente práctica, porque deja de lado ciertas verdades, con objeto de inducirnos a
actuar más correctamente.

Sin embargo, no debe entenderse que con este planteamiento Duns Escoto se
oponga frontalmente a la teoría agustiniana de la iluminación por la fe, o que esté planteando
una emancipación en un sentido moderno de la filosofía respecto a la autoridad teológica.
Escoto no sitúa en ningún caso a la filosofía y a la teología en un plano de igualdad, ni siquiera
habla en sus escritos de la filosofía como un saber racional definido en su esencia y en sus
límites. Su expresión más habitual es la de “los filósofos” e incluso en sentido despectivo la de
“filosofantes”. Los filósofos son los que han buscado conocer la verdad con la sola luz de la
razón, pero en el presente estado de humanidad caída en el pecado el hombre no puede por
sus solas capacidades naturales alcanzar a conocer aquella verdad a la que su entendimiento
está, por otra parte, “naturalmente ordenado”.

Tampoco puede el hombre sin la fe conocer la naturaleza de su alma espiritual


en cuanto “naturalmente” ordenada a un fin que solo “sobrenaturalmente” puede alcanzar.
Por esto los “filósofos” fueron incapaces de conocer “naturalmente” y sin el auxilio especial de
la enseñanza sobrenaturalmente revelada el último fin del hombre. Los “filósofos” son para
Duns Escoto hombres viadores que carecen de la luz de la fe, que no pudieron, por no serles
alcanzable naturalmente, concebir una comunicación libre e inmediata por parte de Dios.
“Esto no es naturalmente cognoscible por ciencia, como se ve, que también aquí erraban los
filósofos, que afirman que todas las cosas que proceden de Dios inmediatamente proceden de
él necesariamente”.

Así, realmente Escoto no propugna una separación entre filosofía y teología,


sino que se limita a su constatación, y niega a la filosofía la posibilidad de conocer las verdades
reservadas a la fe cristiana. Se sitúa así, pues, dentro de la doctrina agustiniana, pues considera
que la naturaleza humana, que en el presente estado de pecado es naturalmente incapaz de
conocer su fin, y aun su ordenación natural al mismo, es no obstante “ordenada
naturalmente” al fin alcanzable sobrenaturalmente, lo que lleva a que para Escoto, al igual que
para Agustín, la fe, y sólo la fe, dé al hombre la posibilidad de un conocimiento racional
verdadero y armónico con ella.

2.- Posibilidad de la demostración de Dios y conocimiento de los atributos divinos

Tomás de Aquino considera que es posible probar racionalmente la existencia


de Dios y poder conocer algunos de sus atributos, aún cuando se haga a partir del
conocimiento de lo que no es.

Parte de la identificación que se produce en Dios entre esencia y existencia.


Mientras que en el hombre y en todo lo contingente debe diferenciarse entre su esencia y su
existencia (de forma similar a la diferencia aristotélica entre potencia y acto), en Dios no es
posible establecer tal diferencia, ya que su esencia consiste precisamente en ser, y por lo tanto

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la esencia y la existencia son todo uno. En consecuencia, si pudiéramos conocer la esencia de
Dios no sería necesaria su demostración, sería evidente.

Sin embargo, no conocemos su esencia sino muy imperfectamente. Los


hombres sabios conocen más de la esencia divina que los ignorantes, y los ángeles más que
aquellos, pero nadie conoce lo suficiente para deducir la existencia de Dios de su esencia.
Consecuentemente con este planteamiento, Santo Tomás rechaza el argumento antológico de
San Anselmo.

A pesar de lo anterior, Tomás de Aquino considera que Dios no es cognoscible


sólo por la fe, sino que puede ser conocido por la razón (aunque entiende que la fe es
necesaria para los ignorantes, los jóvenes y los que no tienen tiempo para estudiar filosofía,
por lo que para ellos basta con la revelación).

Pero la demostración de Dios no puede limitarse a la experiencia derivada de


los sentidos (analíticos posteriores), ya que ello llevaría a considerar indemostrable lo que vaya
más allá de los sentidos, sino que es preciso llegar a la demostración de Dios mediante
argumentos a priori (de la causa al efecto, y no del efecto a la causa). El principal argumento
que utiliza para ello es el del motor inmóvil, causante del movimiento del resto de las cosas, ya
utilizado por Aristóteles; este argumento tiene una clara objeción por parte de los teólogos
cristianos, y es que conlleva en su propia definición la eternidad del movimiento, eternidad
que es rechazada por los católicos por ser contraria al principio de creación del mundo por
parte de Dios a partir de la nada; sin embargo esta objeción es errónea para Santo Tomás, por
cuanto si el argumento del motor inmóvil es válido para un mundo eterno más válido es aún
para un mundo creado, puesto que lleva implícita la existencia de un principio y por tanto de
una primera causa.

En la Summa Theologiae ofrece cinco pruebas de la existencia de Dios: primero


la del motor inmóvil, ya mencionada, segundo el argumento de la Primera Causa que, a su vez,
depende de la imposibilidad de un progres infinito. Tercero, debe haber una última fuente de
toda necesidad. Cuarto, encontramos varias perfecciones en el mundo, y éstas deben tener su
fuente en algo completamente perfecto. Quinto, hallamos incluso cosas inanimadas que
tienden a un fin, que debe ser de alguien que esté fuera de ellas, puesto que solamente las
cosas vivientes pueden tener una finalidad interna.

Una vez demostrada la existencia de Dios es posible señalar sus atributos, y a


ello se dedica en la Summa contra gentiles. Podemos decir muchas cosas de Dios, aunque en
cierto modo son cosas negativas: conocemos los atributos de Dios más por lo que no es que
por lo que es. Así podemos afirmar que:

- Dios es eterno, puesto que es inmóvil.


- Es invariable, puesto que no contiene ninguna potencialidad pasiva.
- No puede confundirse con la materia prima, ya que ésta es pura pasividad
y Dios es pura actividad.
- En Dios no hay composición, por consiguiente no es cuerpo, porque los
cuerpos tienen partes.

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- Dios es su propia esencia, puesto que de otro modo no sería simple, sino
compuesto de esencia y existencia. En Dios, pues, la esencia y la existencia
son idénticas.
- No hay accidentes en Dios, no puede ser especificado por ninguna
diferencia sustancial.
- No está en ningún género. No puede ser definido, pero no carece de la
excelencia de cualquier género.
- Dios es bueno y es su propia bondad, es el bien de todo lo bueno.
- Es inteligente, y su acto de inteligencia es su propia esencia.
- Comprende pos su esencia y se comprende a Si mismo perfectamente.

La posición de Duns Escoto sobre la posibilidad de demostrar la existencia de


Dios y conocer sus atributos es muy diferente a la que mantiene Santo Tomás.

Parte de su concepción unívoca del ser, propia de su metafísica, como una


definición deminuta o imperfecta, a pesar de ser el más alto grado de conocimiento al que se
puede llegar con la filosofía y la razón. A pesar de ello, es preciso buscar un modo de pasar de
lo general a lo particular. Considera para ello que existen dos modos supremos de ser: finitud e
infinitud.

No es preciso demostrar la existencia del ser finito, la conocemos por


experiencia, pero sí la existencia del ser infinito.

Es preciso pues responder a dos preguntas claves: ¿qué significa el concepto


ente infinito?, ¿existe algún ente infinito?. Duns Escoto no acepta la demostración a posteriori,
por basarse en cosas contingentes, por lo que intenta construir una demostración del ente
infinito que sea totalmente indiscutible, y para ello debe partir de premisas ciertas y
necesarias. Por ello no toma como punto de partida la existencia real de las cosas, que
considera un hecho cierto pero no necesario, sino de la posibilidad de que las cosas sean,
posibilidad que en sí misma es un hecho necesario pues si no existiera tal posibilidad las cosas
no serían, no podrían existir. Si el mundo existe es absolutamente cierto y necesario que
puede existir; aún en el caso de que desapareciera seguiría siendo cierto que es posible, que
puede existir.

Partiendo de esta premisa de la existencia de la posibilidad, es preciso


preguntarse cuál es su fundamento o causa. Es preciso que exista un ser distinto de las propias
cosas producibles, ya que las cosas no pueden ser la causa de su propia posibilidad antes de
que existan. Este ser o bien existe y actúa por sí mismo o bien existe y actúa en virtud de otro,
lo que nos llevaría de nuevo a la misma pregunta, por lo que es necesario que exista un ser que
sea y actúe por sí mismo, un ser cuya existencia no exija una ulterior explicación, un ser con
condiciones para producir pero que es producible.

Así, si las cosas son posibles también es posible el ente primero, pero con la
diferencia de que éste no solo es posible sino que necesariamente existe en acto, porque si no

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existiese no sería posible su existencia dado que ningún otro ente estaría en condiciones de
producirlo.

El rasgo primero de este ente es la infinitud, porque es supremo e


incircunscribible. Sólo el ser infinito es Ser en sentido pleno, porque es el fundamento de todos
los entes, y, antes incluso, de su posibilidad.

El concepto de “ente infinito” es el más simple y puro, puesto no se trata de un


grado supremo de perfecciones simples que puedan aplicarse a otras criaturas (como la
bondad, la sabiduría, etc), sino que solo es predicable de un único Ser y de ningún otro, pero
en sí mismo es un concepto pobre e insuficiente que no logra penetrar en la riqueza misteriosa
de Dios.

Sin embargo, es el grado máximo de nuestro conocimiento. La esencia divina


no puede ser conocida de modo natural por ningún intelecto creado, ni por similitud de
unicidad ni por similitud de imitación. Se marca así, el límite entre filosofía y teología; todo lo
que excede de este concepto de ente infinito no es conocible por la razón y es un territorio
vedado a la filosofía, propio de la fe y de la teología.

Las diferencias entre estos dos pensadores van más allá en este tema. No se
trata solo de establecer lo que es accesible a la razón y lo que debe reservarse a la revelación,
sino de lo que se tiene derecho a llamar demostración dentro del ámbito mismo reservado a la
razón. Es preciso distinguir entra la demostración a priori, que va de la causa al efecto, y la
demostración a posteriori, que va del efecto a la causa. Santo Tomás es consciente de que la
segunda, dentro de la doctrina aristotélica, es inferior a la primera, pero la estima suficiente
para proporcionarnos un conocimiento seguro de su conclusión. Para Duns Escoto, por el
contrario, solo tiene valor la demostración a priori, ninguna demostración del efecto a la causa
merece el nombre de demostración. De ello resulta que todas las pruebas de la existencia de
Dios son relativas, porque nunca alcanzamos a Dios sino partiendo de sus efectos; la
consecuencia de ello es que los atributos de Dios no pueden ser objeto de demostración
alguna y que en consecuencia para el cristiano sean mucho más ciertos y válidos los hechos
objeto de revelación que los derivados de la razón.

3.- La inmortalidad del alma individual

Se trata sin duda de uno de los temas más candentes y más difíciles de
conciliar con el aristotelismo desde las posiciones cristianas. Aristóteles no llegó a
pronunciarse de forma unívoca al respecto, pero parece mantener la tesis de un alma
preexistente, y por lo tanto eterna, que se une al cuerpo corruptible y mortal de una forma
temporal, y que lo abandona al morir éste; esta unión constituye una forma de la existencia
como compuesta de materia (en este caso el cuerpo, el receptáculo) y forma (el alma),
conocida como hilemorfismo. Si el alma es preexistente y abandona al cuerpo no cabe hablar

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de una futura resurrección de los cuerpos (dogma de fe cristiano) y por el contrario es posible
mantener una teoría de reencarnación del alma en sucesivos cuerpos. El averroísmo llevó aún
más lejos el planteamiento aristotélico al hablar de un intelecto único y referir tal unicidad no
solo al intelecto divino, sino también al intelecto posible, que es único para toda la humanidad;
esta tesis se hallaba en una clara oposición con la fe en la inmortalidad personal, uno de los
núcleos de fondo de la religión cristiana. Si el intelecto posible no forma parte del alma
humana, sino que se halla unido a ella sólo de un modo temporal, la inmortalidad no
pertenece al hombre individual sino a esta realidad supraindividual. Esta doctrina podía llevar
a una interpretación ascética de la elevación del alma para unirse con el intelecto, pero
también a una interpretación de falta de responsabilidad del hombre respecto a su actividad
espiritual, puesto que si con la muerte desaparece todo lo individual pierde su sentido el
discurso cristiano sobre la muerte y sus consecuencias (premio para los buenos, castigo para
los malos), por lo que la Iglesia dejaría de ser la guía moral del hombre.

Tomás de Aquino trata de salvar esta evidente contradicción elaborando una


teoría del alma que acepta el carácter hilemórfico del ser humano (compuesto de alma y
cuerpo), pero no como una unión accidental sino como una unión sustancial, a cada alma le
corresponde un único cuerpo que necesariamente resucitará en su momento para volver a la
unión con el alma. Para ello debe negar cualquier preexistencia del alma humana, el alma no
se transmite por los padres sino que es creada por Dios para cada nuevo ser humano que se
produce. De este modo el alma forma una unidad con el cuerpo, no puede hablarse de una
existencia separada de éste, aunque permanezca tras la muerte física.

Piensa que la materia puede corromperse porque la forma puede separarse de


ella; en este sentido, el alma como forma pura puede separarse del cuerpo, sobrevivir a la
muerte y ser inmortal. La unidad psicofísica entre alma y cuerpo es sólo un aspecto del alma,
porque el alma no puede separarse de sí misma y corromperse.

Contrasta claramente la posición tomista de la no preexistencia del alma con el


planteamiento agustiniano, tomado del platonismo, del alma preexistente que explica la
reminiscencia como auténtica forma de conocimiento en el caso de Platón, o el auténtico
conocimiento de Dios que se encuentra en el interior del alma y al que se puede acceder
gracias a la iluminación divina.

También en este asunto la posición de Duns Escoto es opuesta a la Tomás de


Aquino. Así, considera que la inmortalidad del alma no ha sido demostrada por Aristóteles, y
considera que no puede ser demostrada filosóficamente por los recursos de la razón. “No
sabemos exactamente lo que sobre esto pensó Aristóteles, y las pruebas que de ella han
aportado los filósofos son más bien argumentos probables que demostraciones rigurosas”.
Efectivamente, es imposible demostrar a priori, porque es imposible probar por la razón
natural que el alma racional es una forma subsistente por sí y capaz de subsistir sin el cuerpo;
solo la fe puede darnos certeza de ello. No se la puede demostrar tampoco a posterior, porque
si se declara que hacen falta recompensas y castigos se supone demostrada o demostrable la
existencia de un supremo juez, de lo cuál únicamente la fe nos da seguridad. Si se puede
considerar la inmortalidad del alma como una conclusión probable, no se puede encontrar
razón demostrativa que de ello haga conclusión necesaria.

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4.- La metafísica

Otra de las grandes dificultades de la integración del aristotelismo con la


doctrina cristiana la constituye el planteamiento de que tanto la materia (potencia) como las
formas (acto) son creadas y eternas, y Dios es solo el primer motor, causa eficiente y final de
un mundo que ni creó ni conoce. Tomás de Aquino tiene que salvar este escollo y elaborar
doctrinalmente una relación de causalidad en la que los seres son creados por Dios y que éste
como primera causa es un ser externo a la propia creación.

El principio fundamental que va a elaborar para ello es el de la distinción real


entre esencia y existencia. Toma este concepto de Avicena, que distinguía entre el ser cuya
esencia implica la existencia (Dios) y el ser cuya esencia no implica la existencia (el ser finito),
pero no acepta el carácter necesario de ambos que llevaba a considerar al ser finito como
emanado (no creado) necesariamente de Dios. Tomás no acepta el concepto de emanación
necesaria, contrario al concepto de creación ex nihilo. Como consecuencia de esta distinción
entre esencia y existencia llegó a la posibilidad de distinguir entre materia-potencia y forma-
acto, que en Aristóteles se identificaban, ya que no solo la materia y la forma están en relación
de potencia y acto, sino que también lo están la esencia y la existencia.

Para Tomás las sustancias están compuestas de esencia (materia y forma) y de


existencia, que puede separarse “relmente” entre sí por el poder divino. Así, la misma
constitución de las sustancias finitas exigiera la creación divina. Se pasó así del estudio del ser
necesario (Aristóteles) al estudio del ser creado (Tomás)

La distinción entre esencia y existencia permite a Tomás de Aquino distinguier


entr4e ser creador, el ser por sí necesario y absoluto, y el ser creado y contingente, que recibe
su ser de Dios por un acto de la voluntad libre y omnipotente de éste.

Dios es el ser que es, que existe necesariamente por sí mismo, mientras las
demás cosas toman el ser de él por participación, y forman una jerarquía ordenada en el ser de
Dios. El término ser, aplicado a la criatura, tiene un significado no idéntico, sino análogo, al ser
de Dios. Para Tomás la ciencia que trata de las sustancias creadas y se sirve de su desarrollo de
principios evidentes a la razón humana es la metafísica.

Salvo Dios, en el que su esencia es su propia existencia, en las criaturas es


preciso distinguir entre su esencia como el conjunto de notas fundamentales por las que los
entes se diferencias entre sí, y su existencia, el acto de ser. Así, la esencia significa una simple
aptitud para ser, es decir, potencia de ser. Eso significa que si las cosas existen, no existen por
necesidad, también podrían no existir, y si son, podrían perecer y ya no ser. Así, el mundo y
todas sus partes integrantes no existe necesariamente, es contingente, puede ser y puede no
ser. Y dado que es contingente, si existe no existe en virtud de sí mismo, sino en virtud de otro,
cuya esencia se identifica con el ser, es decir, Dios.

Así, si el discurso sobre la esencia resulta fundamental, aún más fundamental


es el discurso sobre el ser, o mejor dicho, sobre el acto de ser que Dios posee de forma

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originaria y las criaturas de forma derivada. Por ello se ha calificado su metafísica como la
metafísica del ser, o del actus essendi.

En consecuencia el saber más profundo no es el de las esencias, sino el del


conocimiento del ser, algo que pertenece al ámbito del misterio, de lo inefable.

Seguramente en esta materia sea en la que encontremos más coincidencias


entre Tomás de Aquino y Duns Escoto. Para este último también el ámbito cognoscitivo
humano debe centrarse en el ser inteligente del hombre, preocupándose por no atribuirle
poderes ficticios y por no privarlo de de sus potencialidades y prerrogativas reales. Así, se
pregunta cúal es el objeto primario del entendimiento, y llega a la conclusión de que se trata
del ente unívoco el ente en cuanto ente. El ente, puesto que es unívoco, se predica de todo lo
que es, lo material y lo espiritual, lo particular y lo universal, nada le está vedado. Gracias a su
universalidad, el concepto de ente en cuanto ente manifiesta la ilimitada extensión de nuestro
intelecto; pero al mismo tiempo la extremada generalidad de ese concepto nos hace
vislumbrar también la pobreza de nuestro entendimiento y la absurda pretensión de algunos
metafísicos que aspiran a llegar al fono de la complejidad de lo real. El intelecto humano pro
statu isto, es decir, en la actual condición humana, se ve obligado a ajustarse al proceso
abstractivo y a llegar hasta lo inteligible prescindiendo de la riqueza efectiva de la realidad
concreta: abstrayendo

Explicar lo individual supone añadir a la esencia una determinación


individualizadora. Toda forma es común a los individuos de la misma especie, y la esencia debe
agregarse desde dentro de la forma, por lo que es preciso concluir que la individualidad es su
actualidad misma. Este principio de individualización es la hacceidad, el acto último que
determina la forma de la especie en la singularidad del individuo. Primar lo individual frente a
lo universal es considerar el acto creador de Dios y su providencia.

De esta forma Duns Escoto rechaza la teoría de Tomás según la cual la materia
prima es el principio de la individualización, lo que parece implicar que la cantidad es
realmente la que determina a cada individuo; pero la cantidad es un accidente y una sustancia
no puede ser individualizada por un accidente. El principio de individualización no puede ser la
materia prima ni la forma, ni tampoco la cosa compuesta de materia y forma, puesto que
materia y forma son indeterminadas y por lo tanto indiferentes tanto a lo universal como a lo
individual. Tampoco se puede intentar llegar a lo individual desde lo universal. Un ser humano
es ese ser compuesto, mientras la haecceitas individualiza su ser como ser propio y singular;
así, cada cosa tiene su propia haecceitas, es en sí misma un universal, pero de tal modo forma
parte de cada individuo que podemos decir que la naturaleza física de una objeto es
inseparable de su ser como ser propio y singular. La individualidad es la realidad última, cada
realidad haec est, es ésta y no otra (de ahí el término haecceitas, formalidad o perfección por
la cual todo ente es aquello que es y se distingue de todo lo demás.

Llega a una exaltación de la persona humana, en polémica con la teoría


averroísta del intelecto único. La persona es ab alio, no puede perder su ser en sí, el ente
personal es un universal concreto, no forma parte de un todo sino que es un todo en el todo.

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Cada hombre es supremo y originario porque está destinado al diálogo con el Dios uno y trino.

5.- El problema de los universales

A lo largo de toda la Edad Media una de las principales cuestiones que se


encuentran en el centro de todos los debates es el denominado problema de los universales,
referido a la determinación del fundamento y del valor de conceptos y términos universales –
por ejemplo, animal, hombre- aplicables a una multiplicidad de individuos. Más en general se
trata de un problema que concierne a la determinación de la relación entre ideas o categorías
mentales y las realidades extramentales correspondientes. Las soluciones más relevantes han
sido el realismo (los universales existen realmente, son entidades metafísicas subsistentes,
como las ideas de Platón o las ideas que los agustinianos ponen en la mente de Dios), el
nominalismo (que niega todo valor a los universales, y considera que no existe nada más allá
de las cosas individuales o separadas) y el realismo moderado ( que considera que los
universales no son cosas realmente existentes, pero sí conceptos del intelecto a los que se
llega por un proceso de abstracción con el fin de significar el status común a una pluralidad de
individuos y se convierten en categorías lógico-lingüísticas válidas, que sirven de intermediario
entre el mundo del pensamiento y el del ser).

Tomás de Aquino acoge algunos de los argumentos desarrollados por


Abelardo, lo que le sitúa dentro del realismo moderado, recuperando el planteamiento
aristotélico frente al realismo propio de los seguidores del platonismo y neoplatonismo como
Agustín.

El fundamento objetivo del concepto universales, así, la esencia objetiva e


individualizada de la cosa (universale in re) que, liberada de factores individualizantes (la
materia de Tomás) por la actividad de la mente, es considerada en abstracto (universale ante
rem). A partir de aquí explica la manifestación de lo unitario en múltiples individuos indicando
que las formas puras se individualizan correspondiendo a ellas únicamente un ejemplar,
mientras que las formas a las que pertenece el alma humana, a pesar de su subsistencia en el
espíritu divino, se realizan en múltiples ejemplares en virtud de la materia.

Los universales existen, pero no separados de los individuos, sino en cuanto


formas configuradoras del ser de las cosas (formas substanciales); tienen pues su fundamento
en las cosas, existen en las cosas como inmanentes a ellas aunque no identificados con cada
una, sino con la esencia común a todos los seres de la misma especie.

También podemos encuadrar a Duns Escoto dentro del realismo moderado,


aunque muy matizado y superando aquí por influencia aristotélica el realismo agustiniano.
Para Escoto el concepto universal con el que conocemos es un producto del entendimiento
que tiene su fundamento en las cosas.

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El instrumento conceptual básico con el que aborda este problema es su
doctrina de la distinción formal objetiva, que es una distinción intermedia entre la distinción
real y la distinción de la razón:

- Distinción real: Es la que se da entre dos cosas que son físicamente


separables, al menos por el poder divino (ej. la que se da entre las dos
manos).
- Distinción de la razón: Es la que la mente hace cuando no hay distinción
correspondiente en la misma cosa (Ej. hombre y animal racional).
- Distinción formal objetiva: Intermedia entre las dos anteriores, tiene lugar
cuando la mente distingue, en el seno de lo real, uno de sus constituyentes
formales aparte de los otros. Son distintos pero inseparables (ej. alma
sensitiva e intelectiva en el hombre)

Según esta concepción, el concepto universal, tal y como lo concebimos, es el


resultado natural de la abstracción, operada a partir de las cosas sensibles por nuestro
intelecto. Pero, si lo universal fuera un mero producto del entendimiento sin fundamento
alguno de las cosas mismas, ya no habría diferencia alguna entre la metafísica y la lógica (entre
la ciencia que se ocupa del ser y la que se ocupa de las abstracciones que se producen a partir
de los seres individuales). Sin embargo, metafísica y lógica son de hecho, justificadamente,
ciencias diferentes.

6.- La doctrina de la voluntad

Un aspecto en el que a primera vista puede parecer que existe acuerdo entre
ambos pensadores es el de la creación como un acto propio de la libre voluntad de Dios.
Ambos rechazan la inmanencia propia del intelectualismo del averroísmo.

Sin embargo, pueden encontrarse también en este punto importantes


diferencias entre ambos.

Así, para Tomás de Aquino la voluntad divina es el origen de la creación, pero


ve en ésta una consecuencia natural del intelecto divino y algo determinado en su contenido
por él.

Para Escoto la posición de Tomás constituye una limitación de la omnipotencia


divina que no es compatible con el concepto mismo de Dios como ens perfectisimum. En
efecto, en la concepción de Dios propia del tomismo, tras afirmar que la voluntad divina es su
esencia y que por lo tanto tiene libre albedrío y crea por su propia voluntad, por lo que no
debe buscarse una causa aunque sí una razón, se introducen por vía negativa limitaciones
conceptuales a este libre albedrío, y así se afirma que Dios no puede querer cosas imposibles
(p. ej. no puede hacer verdadera una contradicción) y a continuación se establece una gran
cantidad de cosas que Dios no puede hacer (Ser un cuerpo o cambiarse a sí mismo, fallar,
fatigarse, olvidarse, arrepentirse, enfadarse, estar triste, hacer que un hombre no tenga alma,

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deshacer el pasado, cometer pecados, hacer otro Dios, hacer que Él mismo no exista, que la
suma de los ángulos de su triángulo no valga dos rectos,etc.).

Frente a este planteamiento Duns Escoto plantea la libertad absoluta de Dios


como creador. Dios ha creado por su voluntad libérrima, no está condicionado por nada. La
voluntad de Dios con sus decisiones creadoras y no determinadas por nada es el hecho
principal de toda realidad.

Correlativamene con esta doctrina de la libertad, defiende la primacía de la


voluntad en el caso del hombre. No se trata en este caso de una discusión metafísica, sino
psicologíca, en la que está en juego la idea de libertad. Para Duns la capacidad más importante
es la voluntad y el sentido de la individualidad frente al misticismo neoplatónico y al
intelectualismo aristotélico.

Tomás veía en la voluntad algo determinado por el conocimiento de lo bueno.


Para él, el entendimiento no solo capta la idea de lo bueno, sino que reconoce en cada caso lo
que es bueno y determina la voluntad. La voluntad aspira hacia lo reconocido como bueno por
necesidad, y depende, por tanto del entendimiento.

Frente a este planteamiento Dun Escoto responde que en tal caso se hace
inexplicabla contingencia (el poder ser de otro modo) de las funciones volitivas. Si el proceso
de querer se encuentra univócamente determinado no haya elección ni, propiamente
hablando, libertad. Por lo tanto defiende en la voluntad la fuerza radical del alma y considera
quela voluntad es la que determina el curso de la actividad racional.

7.- Voluntarismo y derecho natural

Cabe por último hacer una breve referencia a la cuestión de la existencia o no


de una ley natural a la que deben atenerse los hombres en su comportamiento.

Sostiene Duns Escoto que si Dios es libre y ha querido crear entes singulares en
su individualidad, y no categorías o ideas, el mundo es contingente y también todo lo que hay
en él, incluidas las leyes morales.

Así, la idea del bien no se deduce de la idea del ser, sino que depende
exclusivamente de la voluntad del Dios infinito: el bien es aquello que Dios impone. La única
ley por la que Dios se haya vinculado es la del principio de no contradicción, pero nada más.
Todos lo que está prohibido podría dejar de estarlo por la mera voluntad del legislador. No
existe, por lo tanto, un derecho natural (derivado de la naturaleza humana). En consecuencia
el mal es pecado, no error, es actuar contra la voluntad de Dios, no desconocimiento de una
supuesta ley natural o de una supuesta idea de bien.

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Dios podría haber establecido otras leyes, que serían igualmente correctas
porque habrían sido establecidas por su libre voluntad.

Tomás de Aquino, por el contrario, defiende la existencia de una ley natural, de


la que debe proceder y a la que debe ceñirse la ley humana, bien por deducción o bien por
especificación de las normas más generales. La ley humana no puede ir en ningún caso contra
la ley natural, pues en caso contrario ya no sería una ley sino mera corrupción de la ley y
podría ser desobedecida.

La ley natural encuentra su fundamento en la razón natural, es la razón la que


reconoce a la ley natural.

Conclusión

A pesar de la tendencia natural a etiquetar y catalogar todo, no es posible


reducir a los filósofos y pensadores del siglo XIII a las categorías de aristotélicos radicales
(como los averroístas), integradores del aristotelismo (como Tomás de Aquino) y defensores
de la vieja escolástica a partir del agustinismo y el platonismo (como los franciscanos). La
realidad es mucho más rica y todos los filósofos y teólogos de este siglo cimero de la
escolástica están lógicamente influidos por todos los pensadores anteriores. La fuerza con la
que irrumpió el pensamiento aristotélico no pudo dejar a nadie indiferente y por ello todos los
agustinianos asumen en mayor o menor medida sus planteamientos. Pero también es
innegable la fuerza de la implantación del pensamiento platónico y por lo tanto nadie (ni
siquiera Tomás de Aquino o Averroes) queda fuera de su influencia. En consecuencia podemos
encontrar en cada asunto interrelaciones e ideas que no están tan enfrentadas como en un
principio pudiera parecer.

Es evidente que las figuras de Tomás de Aquino y de Duns Escoto representan


lo máximo en sus respectivas “escuelas”. Tomás culmina la síntesis del aristotelismo con el
cristianismo, Duns Escoto supera el conservadurismo propio de la filosofía agustiniana y es
posiblemente el primero entre los franciscanos que acepta buena parte del pensamiento
aristotélico y ofrece elaboraciones propias que abren la puerta a una nueva época.

En todo caso, su característica más importante es su posicionamiento como


teólogos antes que como filósofos. Su finalidad es la defensa de la religión cristiana y de la fe
revelada, y para ello no dudan en asimilar y en muchas ocasiones tergiversar el pensamiento
filosófico para que sirva a sus fines. En este sentido es legítimo cuestionar su carácter de
verdaderos filósofos; como mantiene Bertrand Russell hay poco de espíritu filosófico en ellos,
no se disponen a seguir, como el Sócrates platónico, a donde el pensamiento los pueda llevar,
ni se empeñan en una investigación cuyo resultado sea imposible conocer de antemano. Antes
de empezar a filosofar ya conocen la verdad: está declarada en la fe católica. El
descubrimiento de argumentos para un conclusión dada de antemano no es filosofía, sino una
defensa especial.

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Pese a ello es imposible negar su enorme categoría cultural e intelectual, su
talla como teólogos y la influencia de sus ideas que llega hasta nuestros días.

Bibliografía utilizada:

- Historia del pensamiento filosófico y científico. Tomo I: antigüedad y edad media. Giovanni
Reale y Dario Antiseri. Editorial Herder.
- Historia de la filosofía occidente. Tomo II: la filosofía moderna. Bertrand Rusell. Editorias
Austral (Colección Ciencias y Humanidades).
- Curso de filosofía tomista, historia de la filosofía medieval. F Canals Vidal. Editorial Herder.
- La filosofía en la edad media. Étienne Gilson. Editorial Gredos.
- Historia del cristianismo. Tomo II: el mundo medieval. Emilio Mitre Fernández
(coordinador). Editorial Trotta, Universidad de Granada.

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