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Federico Tobar1
Se pueden distinguir dos formas principales de mirar hacia atrás intentando una lectura política.
Por un lado la historia de las instituciones y sus cambios. Por el otro la historia del pensamiento al
respecto y su evolución. El presente trabajo intenta esta segunda mirada, la de revisar como se fue
transformando la concepción de la salud y su relación con el Estado.
1. La cuestión sanitaria
Una particularidad del ámbito sanitario es que situación de la salud y situación del sector salud
no son sinónimos. En otros términos, para delimitar dentro de la cuestión social la especificidad de
la cuestión sanitaria es necesario distinguir al menos tres categorías diferentes que dan cuenta de la
misma: la distinción entre situación de la población (en este caso situación epidemiológica), situación
del sistema de servicios y situación de las políticas. La utilidad de esta distinción radica en que per-
mite mantener clara la relación figura – fondo evitando que se afirme que “el sector salud funciona
mal porque el sistema presenta deficiencias”, o en los países que ya han avanzado en la reforma, que
se afirme que “el sistema funciona mal porque los indicadores de salud aún no han mejorado”.
La primera categoría del análisis sanitario es la situación de salud de la población. Esta cons-
tituye una dimensión de la calidad de vida y del desarrollo humano de los pueblos. La salud de la
población puede ser medida a través de indicadores como las tasas de mortalidad y morbilidad, la
esperanza de vida al nacer y, de indicadores epidemiológicos más sofisticados como los AVPP –Años
de Vida Potencialmente Perdidos– o los indicadores de calidad de vida asociada a salud que miden
la carga de enfermedad (combinando mortalidad con morbilidad), tales como AVISA –Años de Vida
Sana–, o su original en inglés DAYLIs (Dissability Adjusted Years Lost), etc.
Cada indicador señala determinadas prioridades destacando ciertas situaciones y ocultando otras.
Así, los indicadores epidemiológicos de primera generación como Tasa de Mortalidad Infantil y Espe-
ranza de Vida al Nacer siempre señalan como prioridad el cuidado de la salud del segmento materno
infantil. Por otro lado, recurriendo a indicadores de segunda generación como Tasas Específicas de
Mortalidad, se detecta el nivel de avance de una población en su evolución epidemiológica (en el re-
cuadro 1. se planteará el error que introduce la noción de “transición epidemiológica”).
Sin embargo, algunas enfermedades como las patologías mentales nunca son reflejadas entre las
causas de muerte. De modo que se puede afirmar que utilizando de forma exclusiva para el análisis
epidemiológico las tasas de mortalidad se ve solo la punta del iceberg. Por este motivo, los indicadores
complejos de carga de enfermedad combinan información de mortalidad con información de morbilidad.
Las políticas de salud, segunda categoría del análisis sanitario, constituyen un capítulo de las
políticas sociales y pueden ser definidas como un esfuerzo sistemático para reducir los problemas de
salud. Una política de salud implica la definición de la salud como un problema público en el cual el
Estado asume un rol activo y explícito. Una distinción importante es que en la agenda de políticas
públicas no solo se considera que un problema de salud es aquello que condiciona o determina la
situación de salud o epidemiológica de la población, sino también a todo factor involucrado con la
producción y manutención de la salud, en particular al sistema de salud.
El sistema de salud, la tercera categoría del análisis sanitario, engloba la totalidad de acciones
que la sociedad y el Estado desarrollan en salud. Siguiendo a Julio Frenk (1997) el sistema de salud
puede ser definido como una respuesta social organizada para los problemas de salud. La definición
de este último concepto evidencia su conexión con los dos anteriores al mismo tiempo en que de él
se desprende que puede existir una respuesta social a los problemas de salud de la población que no
involucre al Estado. El término sistema de salud hace alusión a un conjunto de actores y acciones
más abarcativo que el sistema de atención médica. En sentido estricto el sistema de salud incluye
todas las funciones que el Estado y la sociedad desempeñan en salud.
Las tres categorías que dan cuenta de la cuestión sanitaria mantienen entre sí relaciones complejas.
De hecho se podría postular que si se considera la salud pública desde una epistemología kuhniana es
posible identificar sucesivas revoluciones paradigmáticas que establecen diferentes relaciones entre es-
tas tres categorías. Por lo tanto, de cada paradigma sanitario se desprenden nuevas definiciones de las
funciones del Estado en salud. Además, el desarrollo de los paradigmas no es lineal sino que surge como
consecuencia de la evolución de las ideas en un sentido determinado (que luego será redefinido por otro
paradigma). Por lo cual es posible identificar momentos distintos en la construcción y consolidación
de cada paradigma sanitario. A continuación y a riesgo de plantear un reduccionismo, se presentan de
manera muy sintética los aspectos centrales de cuatro paradigmas contrastantes de salud pública.
En su primer formulación, la salud pública seguía lo que ha sido denominado modelo higienista
(Rosen, 1980). El Estado tradicional centraba su intervención en salud en aspectos preventivos y
especialmente en la regulación del ambiente y los estilos de vida. Pero dicha intervención estaba más
relacionada con prácticas autoritarias que con los derechos sociales y la democracia. En la antigua
Roma, las autoridades llegaban a violar las residencias privadas para incautar alimentos “insanos”
y fijaban cuotas para la ingesta de grasas y bebidas. La función central del Estado en salud se
configuraba como el ejercicio de una “policía médica” entre cuyas responsabilidades se destacaba
la de transformar a los pobres en más aptos para el trabajo y menos peligrosos para los ricos.Las
actividades de planificación y evaluación epidemiológica sólo surgen con el desarrollo del conoci-
miento moderno. Así, dentro del mismo paradigma se registra un fuerte cambio con la urbanización
fuertemente vinculada a los brotes epidémicos que, en gran parte fueron activados por el quiebre de
las condiciones ambientales. En ese entonces, el conocimiento médico irradiaba conceptos y aplica-
ciones hacia otras disciplinas, que a veces luego también repercutían sobre la salud pública a través
de nuevas nociones sanitarias. Un claro ejemplo lo constituye la teoría de la circulación sanguínea
presentada por William Harvey, en 1616 ante el Colegio Real de Médicos de Inglaterra. El hecho es
considerado hasta ahora el descubrimiento fisiológico más importante de la historia de la medicina.
Pero sus consecuencias se extendieron más allá del cuerpo humano. Los Fisiócratas como Quesnay
y luego Adam Smith, quién en 1676 publicó “La riqueza de las Naciones” extrapolan los principios
de Harvey a la economía. El economista escocés interpretaba que preservar intacta la circulación
de bienes y recursos es la mejor forma de alcanzar la salud de un sistema económico. Casi al mismo
tiempo Jeremy Bentham formulaba la primera consecuencia sanitaria de este postulado. Las ciuda-
des medievales no tenían una buena circulación de aire ni de agua, según aquel filósofo utilitarista,
preservar y fomentar la circulación era también saludable.
Por último, el paradigma higienista no descentraliza decisiones, como mucho desconcentra respon-
sabilidades en la ejecución de las políticas. Cabe destacar que se trata de una concepción del Estado
que prioriza políticas de salud colectiva (que actúan sobre el medio ambiente y sobre la población
en general) sobre los servicios asistenciales. El desarrollo de los servicios asistenciales era aún bajo
y no se registraba aún la necesidad ni el debate acerca de su descentralización. Por el contrario, las
políticas relacionadas con el control de epidemias deberían ser irradiadas de forma inmediata hacia
todas las jurisdicciones. El modelo organizativo diseñado para dichas políticas es el de “programas
verticales” y en gran medida sigue siendo utilizado por los ministerios de salud de la mayoría de los
países de América Latina. Se basa en una formulación absolutamente centralizada de la política que
transfiere recursos (en especial insumos) a ejecutores locales y monitorea sus resultados.
Fue necesario quebrar la hegemonía del modelo higienista para que la salud pasara a integrar los
derechos sociales. Hacia fines del siglo pasado esta modalidad higienista de intervención del Estado
en salud ya coexistía con una segunda modalidad de carácter asistencial más preocupada por la aten-
ción médica a la población enferma. Aunque aquella resultaba más efectiva en el mantenimiento de
la salud, era percibida de forma negativa por el conjunto de la sociedad. Otto von Bismarck demostró
que la expansión de la asistencia médica constituye un poderoso instrumento de legitimación y regu-
lación laboral e industrial. Cuando introduce en 1881 el Seguro Social pretendía tanto aplacar a los
socialistas (comandados por el ilustre médico patólogo Rudolf Virchow) como alcanzar la potencia
industrial de Inglaterra y Francia. El canciller prusiano había observado que a los trabajadores les
faltaban recursos para pagar los servicios médicos que les permitiesen acortar la convalecencia y
disminuir, así, su ausentismo laboral.
Aunque crece la noción de salud cómo derecho, en esta fase la salud como bien público queda
relegada a un segundo plano ganando protagonismo la noción de “servicio”. Entre las consecuencias
de la vigencia de este paradigma pueden destacarse:
morbilidad y mortalidad de los grupos jóvenes a los grupos de edad avanzada. III. Des-
plazamiento de la mortalidad como fuerza predominante por la morbilidad, sus secuelas
e invalideces. IV. Polarización epidemiológica que se expresa en las brechas a nivel de
indicadores entre distintas zonas de un país o en distintos barrios de una misma ciudad.
La tesis de la transición epidemiológica esconde premisas colonialistas al sugerir que
nuestro andar epidemiológico sería una especie de peregrinación progresiva y lineal hacia
los actuales perfiles de salud de países considerados avanzados. Los países pobres esta-
ríamos transitando hacia el modelo de países ricos, y supuestamente lo haríamos más
o menos en la misma secuencia que ellos llegaron a tener su actual situación de salud.
Como dispositivo explicativo la noción de transición induce distorsiones . A continua-
ción enumeramos algunas de ellas:
1) Encandilamiento con la riqueza. Las sociedades “avanzadas” no solo serían el
modelo a seguir, sino que también, en la medida que el determinante del progreso es, en
última instancia, el crecimiento económico, entonces se puede inferir que cuanto más
desarrollado resultara el país más avanzado estaría en términos epidemiológicos. Esto
resulta alienante y en lugar de estimular revisiones históricas de nuestros propios acier-
tos y errores en la búsqueda de mejores formas de producir salud, hemos caído más de
una vez en errores como el considerar positivo un aumento en las tasas de obesidad, ya
que esto nos aproximaba a EEUU e Inglaterra, que detectaban los mayores índices de
masa corporal del mundo.
2) Distorsión de riesgos. En segundo lugar, no es del todo cierto que los riesgos de
morir por enfermedades crónicas no transmisibles sean mayores en sociedades industria-
lizadas. Cuando ajustamos las tasa especificas por la estructura por edad de las pobla-
ciones, la mayoría de los países llamados subdesarrollados tiene tasas y riesgos iguales
o mayores de morir por estas causas. Igualmente cuando se compara sectores sociales
opulentos con empobrecidos en un mismo país, si se ajusta la estructura por edad. Sa-
bemos que los riesgos de enfermar y morir por enfermedades cardiovasculares, diabetes,
accidentes y violencia, cáncer uterino, de estomago, intestino y pulmones entre los más
pobres (por mencionar solo algunas de las causas más frecuentes de muerte que no
son infecciosas y transmisibles) son mayores que en las familias y sectores con mejores
ingresos en casi cada país en el mundo (siempre que nos tomemos la molestia de hacer
los ajustes por estructura de edad y calculemos los riesgos específicos para cada edad y
sector social. Tampoco es del todo cierto que siempre los países “desarrollados” detenten
menores riesgos de muerte por enfermedades transmisibles. Esto es particularmente evi-
dente en el caso de la mortalidad infantil. La realidad es que muchos países considerados
subdesarrollados, e incluso algunos fuertemente acusados de ser muy retrasados, tienen
mortalidad infantil (e incluso materna) menor que los Estados Unidos y que muchos
países considerados desarrollados. Por ejemplo Cuba, Costa Rica y Chile, para mencionar
ejemplos que son muy conocidos entre nosotros, pero que no son los únicos.
3) Reduce el diagnóstico de salud poblacional a una sola dimensión: la mortalidad
proporcional. Y el mayor de los problemas es que se formulan políticas sanitarias sobre
esta única dimensión. Así, la mortalidad infantil será siempre prioridad y la salud mental
o la salud bucal nunca alcanzarán protagonismo en la agenda pública. La mortalidad
no solo no es el único indicador sino que tampoco es siempre el mejor. Por ejemplo, una
vez que se han reducido las causas de mayor letalidad acciones sanitarias que continúan
siendo efectivas para producir salud pueden dejar de generar impactos sensibles a través
de las tasas de mortalidad. Los diferentes indicadores tampoco varían de forma paralela,
es decir, un patrón de morbilidad no siempre conlleva un mismo patrón de mortalidad.
4) Prioridades constantes. Si la transición se configura como un camino único, en-
tonces las prioridades sanitarias tienden a hacerse rígidas.
5) Subconsidera los determinantes sociales de la salud. La concentración del ingre-
so y las inequidades estructurales no detentan valor explicativo. Se construye, entonces,
un fetichismo de la transición en la medida que la salud y su distribución más que una
opción histórica susceptible de transformación, constituyen la condena impuesta por un
modelo económico que se propone a sí mismo como la única opción posible.
Durante los últimos treinta años se ha desplegado un muy activo debate en la salud pública
que contribuyó a la discusión y revisión del paradigma vigente. Es posible distinguir tres grandes
vertientes críticas. En primer lugar, un discurso antisistémico que vinculaba la salud con la ruptura
del modelo sanitario y político vigente. En segundo lugar, la revisión sistémica sobre los modelos de
atención sanitaria. En tercer lugar, un discurso economicista que atacaba las ineficiencias del modelo
y pregonaba la contención de los costos sectoriales.
A principios de la década del setenta, las críticas al modelo curativista comienzan a resonar. De
la forma más heterodoxa con trabajos como “Némesis Médica” de Ivan Illich (1975) quién directa-
mente defiende como tesis que la expansión de la medicina resulta perjudicial sobre la situación de
salud de la población. En los 60, la literatura revolucionaria también incursionó en el ámbito de la
salud. Entonces, incluso se discutió una autogestión sanitaria en la acepción que Rosa Luxemburgo
otorgó al término.
En Europa autores como J.C. Pollack (1971) y Vicente Navarro (1992) desplegaron una consis-
tente crítica política al modelo médico – sanitario vigente. En América Latina, se puede identificar
en la década de los setenta las bases de un sanitarismo revolucionario de fuerte influencia marxista
que incluso repercutió directamente en el diseño de sistemas de salud como el Cubano y hasta el
Servicios Médico Nacional chileno (Sermena), que constituyó una bandera de Salvador Allende. Sin
embargo, este discurso crítico aún mantenía como premisa central expandir la oferta de servicios de
salud. Entre la década del 70 y la del 80 surge una Escuela de Epidemiología Social de inspiración
marxista con eje en diferentes centros académicos. Entre ellos la Universidad Autónoma Metropoli-
tana de Xochimilco (México), que bajo el liderazgo de Asa Cristina Laurell; postula la “Teoría del
proceso de producción y salud”. También en Ecuador el Grupo CEAS postula una “Epidemiología
de las clases sociales” bajo el comando de Jaime Breihl. En Brasil, Sergio Arouca defendía en 1976
su tesis de doctorado titulada “el dilema preventivista” y afirmando las bases doctrinarias del movi-
Por otro lado La Organización Mundial de la Salud condujo una revisión progresiva y sistemática
del paradigma hegemónico. Podría plantearse que la misma comenzó en 1973 cuando envió a China
una misión liderada por Halfdan Mahler en 1973, en cuyo informe destacó un conjunto de aspectos
de la salud pública desarrollada en aquel país que refutaban las bases del paradigma occidental. En-
tre otras cosas a partir de 1965 los médicos en China asumían funciones de:
1. Liderazgo: organizando a la comunidad local, promoviendo el desarrollo de industrias caseras,
ayudando a las escuelas y servicios en general, organizando al pueblo para cuidar de la salud ambiental,
2. Comunicación: Desplegando cuidados preventivos que incluyen el uso de hierbas medicinales,
orientar hábitos higiénicos y promover campañas de salud en todos los niveles para cambiar actitudes
y costumbres, orientando hábitos higiénicos.
3. Control: Apoyando al mantenimiento del orden social en el tránsito, policía e incendios, lide-
rando movimientos en masa contra las pestes, controlando la potabilidad del agua y la limpieza de
los locales públicos.
Estas actividades eran desarrolladas por Comités Comunales, involucrando un clima de autocon-
fianza los diferentes segmentos de la población, tales como los jubilados, los soldados. Los universita-
rios, diferentes categorías de trabajadores, asociaciones de mujeres, activistas de la salud, etc., todos
ellos actuando bajo la orientación de estos ”médicos descalzos”.
Al año siguiente un informe liderado por Marc Lalonde y titulado “Una nueva perspectiva en
la salud para los canadienses” presenta una visión occidental y cristiana de aquello que ya era una
verdad a gritos: los sistemas de salud, tal como los conocemos resultan bastante poco eficaces para
mantener la salud de la población. Por el contrario, esta es consecuencia de un conjunto de factores
combinados, tales como las conductas y estilos de vida, el ambiente, la genética y, solo por último, el
sistema de salud.
Estos principios son confirmados luego en la carta de Ottawa. Desde entonces la visión sanitaria
postula dos ejes:
1. La Atención Primaria de la Salud como estrategia adecuada para conciliar los sistemas de
salud con el logro de nuevas conquistas epidemiológicas y
2. La implementación de “políticas saludables” centradas en la promoción y la prevención. Recu-
perando los principales componentes del modelo higienista.
Pero probablemente la crítica que golpeó más fuerte sobre la base del modelo sanitario vigente
fue la de base económica. Esta desplazó el eje de la discusión desde los aspectos sanitarios a los
financieros y por primera vez, se comenzó a discutir la premisa de expandir la oferta de servicios de
salud. Por estos motivos se considera aquí que de esta postura emerge un nuevo paradigma sanitario.
Pese a un aparente consenso en el discurso sanitario, los sistemas de salud continuaron operando
de forma predominante bajo el modelo curativo hospitalocéntrico y el principal motor de las reformas
de salud de los noventa no fue de corte sanitario sino económico. Los presupuestos sanitarios de los
países continuaron creciendo.
Como sintetiza Naomar de Almeida Filho: “actualmente en muchos países, las políticas y los
modelos de atención a la salud han sido redefinidos de modo más o menos radical. Sin embargo las
reales condiciones de salud de las poblaciones no han mejorado en la misma medida” (1992: 43-7).
Dichas reformas persiguen diferentes propósitos; sin embargo, la mayoría de ellas y en especial las
surgidas durante la última década del siglo XX buscan contener el gasto en salud. El principal motivo
es que el gasto en salud ha aumentado a un ritmo vertiginoso en casi todos los países del mundo. En
la actualidad el gasto en salud representa el 9% del Producto Bruto Mundial, en 1990 era el 5%.
Los costos continúan aumentando en las reformas que fracasan porque no consiguen incorporar una
función de producción eficiente. Pero en las reformas exitosas, que consiguieron expandir cobertura y
alcanzar funciones de producción en salud más racionales, el gasto también crece, porque la cantidad
de prestaciones aumenta. En otras palabras, los sistemas de salud son víctimas de su propia eficacia.
Cuando consiguen brindar respuestas adecuadas a las necesidades de salud de la población, esta vive
más y demanda prestaciones más caras y por más tiempo. Un estudio reciente sobre 10 países de la
OCDE registra que entre 1970 y 2002 el gasto en salud creció 2,5 veces por encima del producto
bruto. Al indagar respecto a qué factores explican mejor esa expansion, los autores concluyeron que
la extensión de la cobertura vertical fue responsable por el 89% del incremento mientras que la ex-
pansión de cobertura horizontal explicó solo el 11%.
En síntesis, un tercer paradigma sanitario se impone desde fines de los ochenta y con mayor énfa-
sis durante la década de 1990. En el mismo la premisa mayor consiste en reformar los sistemas de
salud debido a que cada vez resultan más caros y sus rendimientos sanitarios son decrecientes. El eje
del debate se desplaza del sanitarismo hacia la economía de la salud y la Organización Mundial de
la Salud cede protagonismo en el debate a los organismos de crédito internacional. En ese contexto,
los procesos descentralizadores en salud se expanden rápidamente por todo el mundo asumiendo un
papel central en la epidemia reformista.
La principal consecuencia del nuevo paradigma, aún vigente, es que los sistemas de salud en todo
el mundo son progresivamente objeto de reformas. Sin embargo, también aquí se pueden identificar
diferentes momentos evolutivos. A una primera ola de reformas preocupada con extender la cober-
tura y garantizar niveles equitativos en el acceso y las prestaciones, siguió un segundo movimiento
reformista con la intención principal de obtener una mayor de amplitud de control sobre los costos de
producción y los conflictos que se acumulan a nivel central. Si la primera ola respondía a un impulso
de corte sanitario inspirado en la expansión de los derechos sociales, la segunda es una onda de Re-
formas del Estado que abarcan a las instituciones de salud por su alto peso en el presupuesto público
y por la tendencia expansiva del gasto sanitario.
Entre los ochenta y los noventa la literatura especializada reemplazó el término “reforma sani-
taria” por el de “reforma de los sistemas de servicios de salud”. En términos generales, se entiende
por tales a transformaciones más o menos amplias, fuertemente vinculadas con procesos externos
al sector salud (cambios de contextos económicos, políticos, ideológicos y sociales) que introducen
cambios en: a) la concepción doctrinaria –cómo se define el derecho a la salud–, b) estructura de
poder sectorial, c) bases financieras, d) lógica sistémica- que involucra desde el marco institucional,
pasando por la organización de los modelos de atención, hasta la definición de la cobertura pobla-
cional (Almeida, 2003). Este proceso reformista se apoya en la premisa de la fuerte ineficiencia del
Estado en la provisión de servicios y propone la búsqueda de incentivos de mercado o empresariales
para alcanzar una relación más adecuada entre oferta y demanda, o entre impuestos y beneficios, o
aún entre consumidor y servicios. Las recetas imperantes se apoyaron en la superación de la crisis de
racionalidad incluyendo tanto la racionalización fiscal como el racionamiento de los beneficios. Así,
el sistema reformado resultaría aquel capaz de adaptarse a un entorno más competitivo y dinámico.
En este contexto, y en el caso particular de los países en desarrollo donde la mayoría de las veces
la cobertura asistencial (o al menos el acceso efectivo a los bienes y servicios de salud) aún está lejos
de alcanzar la universalidad, surge un tercer movimiento reformista que debe cumplir simultánea-
mente con las expectativas de ambas reformas, la sanitaria y la del Estado. Así, como señala Celia
Almeida (2003), en América Latina la inclusión de la reforma sectorial en la agenda de políticas
públicas se da de forma bastante compleja:
• Por la exacerbación de los alarmantes índices de pobreza y el agravamiento de la situación de
salud de las poblaciones;
• Por la disminución de las inversiones públicas en el área;
• Por el surgimiento de nuevos actores que representan demandas sociales emergentes;
• Por las condicionalidades de la reestructuración económica y de los acreedores internacionales;
• Por la imperiosa necesidad de una profunda reforma del Estado, en la cual el capítulo sectorial
adquiere creciente prioridad.
Un estudio de los procesos de reforma de salud en 14 países de América Latina (Tobar, 1998)
destacó que entre los aspectos comunes de los países de la región se destacaba: a) la pérdida de peso
de las carteras de salud a favor de las de hacienda, b) el protagonismo creciente del Banco Mundial
en la definición de las agendas sectoriales, c) el surgimiento de enfermedades reemergentes como
nuevas amenazas a la salud de la población, c) la restricción de la oferta de servicios, d) la descen-
tralización de los servicios públicos.
En otra de las revisiones más importantes sobre estos procesos recientes de reformas del Estado
que involucraron la reestructuración de los organismos de salud Catherine Conn (1994) definió tres
grandes áreas que marcan un fuerte impacto sobre los Ministerios de Salud: la Reforma del Estado
en su conjunto que repercute sobre el sector redefinidendo las funciones del gobierno en salud, la
descentralización y una creciente necesidad de articulación con el sector privado.
ranking mundial que realizó la OMS en el 2000. Pero también resulta relevante, al menos
para los argentinos, porque es un sistema que avanza hacia la construcción de derechos
igualitarios en salud respetando las autonomías de los gobiernos provinciales.
En nuestra región, hasta la postguerra, predominaron sistemas en donde la participa-
ción del Estado Nacional era secundaria, pues el peso recaía sobre comunidades religio-
sas, sociedades mutuarias, municipios, provincias o particulares. En Argentina, durante
la segunda mitad de la década del cuarenta se construyeron 9 grandes hospitales nacio-
nales que duplicaron la cantidad de camas por habitantes. En Chile, en 1952 se consti-
tuye el Servicio Médico Nacional. Luego, favorecidos por una dinámica de expansión del
empleo, los seguros sociales pasan a cobrar mayor peso y fundamentalmente autonomía.
En Argentina se frustra un intento de articular un Sistema Nacional Integrado de Salud
durante la primera mitad de la década de 1970. En Colombia se consolida un modelo
similar al argentino de múltiples seguros sociales en 1975. En los países más pequeños
en lugar de un modelo de múltiples seguros se concentró la protección social en manos
de una única institución. En México fueron dos (uno para empleados públicos y otro para
trabajadores del sector privado) y en Brasil, la dictadura consiguió frenar las presiones
sindicales para mantener un modelo de múltiples cajas unificando todos los seguros en el
INAMPS (Instituto Nacional de Assistência Médica da Previdência Social).
Tercera ola de Reforma. Centrándonos más en América Latina podríamos destacar
cuatro casos emblemáticos de grandes reformas de salud: Chile, Brasil, Colombia y Costa
Rica. Con certeza no son las únicas pero cabe aquí destacarlas porque definen grandes vías
de transformación de la protección social en salud. Tienen en común que todas ellas apun-
tan a consolidar la universalidad de la cobertura, pero utilizan, como medio para ello, meca-
nismos de mercado tales como integrar un mix público - privado de prestadores y orientar
el financiamiento a la demanda. En la medida en que constituyen una nueva base fundacio-
nal para los sistemas, estas reformas son institucionalizados a través de grandes leyes. Sin
embargo, los cuatros casos que destacamos constituyen estrategias contrapuestas.
En 1981 Chile privatizó los seguros sociales creando un mercado de aseguramiento
en el cual las Isapres (Instituciones de Salud Previsional) se disputan la contribución del
orden del 7% del salario ofreciendo planes que llegan a tener los coseguros más altos de
la región. Aunque la reforma garantizó la universalidad de la cobertura su eje fue la libre
elección de asegurador (para los sectores más pudientes) y racionalizar el financiamiento
eliminando los subsidios cruzados.
En el extremo opuesto, la Constitución de 1988 de Brasil instaura al Sistema Único
de Salud, universal, con prestaciones gratuitas y financiado con recursos de contribu-
ciones e impuestos provenientes de los tres niveles de gobierno (federal, estadual y muni-
cipal). En primer lugar, se unificó al aparato prestador del INAMPS con la red pública
y estos fueron complementados con contratos de prestación con servicios privados. En
segundo lugar, se constituyó un Fondo Nacional de Salud que transfiere recursos a fon-
dos de los estados y municipios. En tercer lugar se asumió a los municipios como unidad
territorial responsable por el sistema aunque, por razones de economía de escala y racio-
nalidad del modelo de atención, los hospitales mayores permanecieron en manos de los
estados y del gobierno federal.
En Colombia se sanciona la ley 100 en (1993) creando el Seguro Nacional de Salud
como un modelo de competencia estructurada en el cual múltiples aseguradores (deno-
minados EPS: Entidades Promotoras de Salud), entre los cuales hay entidades públicas,
se disputan los recursos de un Fondo tripartito (FOSYGA: Fondo de Solidaridad y Ga-
rantía). La mayor innovación consiste en que estos seguros no reciben en función del sa-
lario del beneficiario sino del costo que representa su cobertura. El FOSYGA asigna una
cápita ajustada según riesgo en función del costeo del paquete cubierto (POS: Programa
Obligatorio de Salud).
Por último, en 1995 Costa Rica, unifica el sistema universalizando la cobertura de la
Caja Costaricense del Seguro Social. Se fortaleció el modelo de atención poniendo énfasis
en la Atención Primaria y el gobierno subsidia la cobertura de la población no cotizante.
Cuarta ola de Reformas. Puede ser algo controvertido afirmar que hay una nueva ola
de reformas que se diferencie substancialmente del anterior. Pero vale la pena destacar
que hay una nueva tendencia reformista que cumple con dos características fundamen-
tales: a) capitaliza en mayor medida que las anteriores el aprendizaje acumulado por las
experiencias previas, b) busca corregir errores o defectos del sistema que en algunos ca-
sos han sido creados o profundizados por medidas reformistas anteriores, con frecuencia
se les denomina “reforma de la reforma”.
Hay muchos ejemplos de reformas recientes en la región, como el seguro popular de
salud de México, el Aseguramiento Universal de Salud de Perú, el Seguro familiar de sa-
lud de República Dominicana. Sin embargo, nos interesa aquí mencionar dos experiencias
que nos parecen emblemáticas.
En primer lugar el Aseguramiento Universal de Garantías Explícitas (AUGE) incor-
porado en Chile a partir de 2002, marca un punto de inflexión en las reformas asumiendo
líneas de cuidados que se constituyen, de forma progresiva, en protecciones sanitarias. Su
base es eminentemente técnica ya que partió de identificar las enfermedades que más peso
tienen sobre la carga de enfermedad del país buscando conquistar una respuesta adecuada
a las mismas. No se trata de un criterio de racionamiento de las prestaciones sino, por el
contrario, de su jerarquización. En otras palabras, no se trata de recortar la cobertura a
pocas prestaciones sino de consolidar la calidad y la adecuación de la respuesta comenzan-
do por aquellas que resultan más esenciales por su alto impacto epidemiológico y porque
hay suficiente evidencia acumulada al respecto de cómo deben ser tratadas.
A través de un estudio epidemiológico y en función del análisis de su peso sobre la
carga de enfermedad de aquel país, fueron seleccionadas 57 enfermedades cuyo trata-
miento correcto es política de Estado. Se comenzó con solo 17 patologías, pero luego
se fueron extendiendo las protecciones para garantizar a toda la población del país los
cuidados correspondientes a esas enfermedades, estableciendo el esquema de cuidados
que debe ser seguido. Los ciudadanos tienen derecho a reclamar ante la justicia si la
entidad responsable de su salud, sea esta pública (el FONASA) o privada (una Isapre),
no brinda el acceso a los tratamientos tal como han sido definidos en el Plan. El AUGE
fue incorporado por la Ley N° 19.966 en el 2005.
En Uruguay, se implementó el Sistema Nacional Integrado de Salud para lo cual se
sancionaron tres importantes leyes de reforma. Una que consolida la Junta Nacional de
Salud y el Fondo Nacional de Salud (FONASA), otra que le otorga autonomía a la Ad-
ministración de Servicios de Salud del Estado (ASSE) quien pasa a constituirse como un
asegurador público que, al igual que las mutuales, puede disputar recursos del FONASA.
La tercera ley, o ley grande es la 18.211/2007, de creación del Sistema Nacional In-
tegrado de Salud –SNIS–. Con ciertos parecidos al modelo Colombiano, se constituyó un
sistema de competencia estructurada en la cual un conjunto de aseguradores (a los que
se denominó “prestadores integrales de salud”) brindan a los beneficiarios un Paquete
de prestaciones y reciben, para ello una cápita ajustada según riesgo a la que se agregan
algunos incentivos por el cumplimiento de metas prestacionales.
Pero otra innovación que aporta la experiencia uruguaya es el Fondo Nacional de
Recursos (FNR) que se constituyó, de forma progresiva, en un seguro nacional de en-
fermedades catastróficas que brinda cobertura universal a los uruguayos, que acredita
prestadores, pero también incorpora instrumentos de gestión clínica en la medida que
define y supervisa protocolos de atención para dichas patologías. Esto permite al país,
por un lado alcanzar el pool de riesgo adecuado para cubrir de forma sostenible las pa-
tologías de baja prevalencia y alto costo ya que estas son responsabilidad del FNR y no
de los prestadores integrales. Pero más importante aún es que se consigue así garantizar
que todos los uruguayos que padezcan la misma enfermedad tengan acceso a cuidados
idénticos en calidad.
La reforma que impulsa el Presidente Obama pasa, ahora, a constituirse en la más
emblemática de esta nueva ola (Tobar, 2009). Es, tal vez, la más importante en la es-
tructura social y económica de ese país desde el New Deal impulsado por el presidente
Franklin D. Roosevelt para enfrentar las consecuencias de la depresión de 1929. Por un
lado, porque la Ley de reforma incorpora protecciones sociales en salud. Por otro, porque
es el intento más ambicioso para llegar al corazón del monstruo de la inflación médica.
Ya que busca racionalizar el mayor mercado de salud de la mayor economía del mundo.
El elemento más importante de la ley Obama es que establece el carácter obligatorio del
aseguramiento de la sociedad norteamericana, obligando a los habitantes a tomar un
seguro de salud y al mismo tiempo obliga a las empresas aseguradoras a otorgar estos
seguros de salud a una población que se extiende a unos treinta millones de personas,
quedando afuera del sistema de salud unos 24 a 26 millones de personas dentro de los
cuales se encuentran los 13 millones de inmigrantes ilegales que viven y trabajan en la
sociedad estadounidense.
Durante los últimos veinte años la epidemia que parece haber preocupado más a los países de la
región fue la reforma de sus sistemas de salud. En cualquier país al que uno llegara si preguntaba
por el sistema de cuidados de salud le respondían: “no funciona bien, pero lo estamos reformando”.
La prioridad absoluta pasaron a ser los sistemas y servicios con sus ineficiencias mucho más que la
promoción, prevención y combate a las enfermedades prevalentes.
El reformismo avanzó en algunos de sus principales objetivos. Por ejemplo, entre 1990 y 1998
se obtuvieron conquistas a nivel de indicadores de procesos y de resultados. Entre los primeros, la
cobertura de vacunación subió del 79% al 90% y los partos asistidos pasaron del 78% al 86%.
Entre los segundos La mortalidad infantil bajó diez puntos (del 39 al 29 por mil) y la esperanza de
vida al nacer se extendió dos años.
Pero el principal objetivo reformista era contener el gasto. El diagnóstico oficial era que, en salud,
nuestros países gastaban mucho y mal. En las naciones de mayores ingresos, que ya destinaban una
parte significativa de su riqueza a salud, la participación de la misma en el PBI se retrajo un 8%,
contra un incremento del orden del 71% en países similares de otros continentes. Por otro lado, los
países que registraban (y en algunos casos aún registran) niveles de gasto sanitario muy bajos, se
logró un incremento de los recursos. Sin embargo, el gasto de las familias (que se caracteriza por
ser más regresivo y menos efectivo) ha crecido mas que el gasto público. Por otro lado, dentro del
gasto público ha crecido la participación de los créditos externos. Solo el BID paso de diez préstamos
sectoriales por un total de U$s 400 millones entre 1982 y 1991 a 29 préstamos por un total de U$s
1.700 millones en la década siguiente (1992-2001).
La consecuencia epidemiológica de esta prioridad fue que, durante los últimos años, enfermedades
que deberían haberse erradicado aumentaron, enfermedades ya erradicadas resurgieron y a ello se
sumaron nuevas enfermedades emergentes. Entre las primeras se encuentra la Malaria que duplicó la
cantidad de casos (pasando de 527 mil en 1990 a más de un millón en 1999) e incluso el Chagas, en-
fermedad que solo existe en el continente americano y aún afecta a 16 millones de personas causando
50 mil muertes anuales. En segundo lugar, reemergieron enfermedades como la Tuberculosis cuya tasa
pasó de 196 a 221 por cada 100 mil habitantes en el mismo período. Y a esto su suman nuevos flagelos
como el SIDA que a mediados de la década pasada ya afectaba a 1,8 millones de latinoamericanos.
Pero la evidencia del rezago epidemiológico nunca sería suficiente como para generar una crisis
paradigmática. El fin del reformismo está mas vinculado con las dificultades de conciliarlo con dos
teorías económicas del crecimiento que hoy detentan mucho protagonismo. Por un lado la del Capital
Humano y por otra la de la equidad como condición del desarrollo.
Según la primera, que valiera el Premio Nobel de Economia a Teodore Schultz en 1973, al acu-
mular capital humano, a través de inversiones en sectores como salud y educación, los países avan-
zan en productividad y hacen más sustentable su crecimiento. Pero al iniciar el tercer milenio, las
condiciones macroeconómicas en nuestra región quedaron muy debilitadas, reduciendo los niveles
de ingreso de la población aumentando el desempleo y la informalidad y dificultando el acceso a los
servicios de salud por la vía del seguro social. En este sentido, muchos países sufren presiones para
revertir las recetas reformistas y aumentar el gasto público sectorial.
Por otro lado, hay consenso en que el mayor desafío sanitario de la región es lograr la equidad.
Dos décadas de reformas no permitieron avanzar en ese sentido. Y por la prédica, entre otros, de
Amartya Sen, Premiado con el Nobel de Economia en 1998, se asume que sin equidad resultará más
dificil lograr un crecimiento sostenido.
Postreformismo significa “volver a la mar”, luego de dos décadas en las que nos pasamos más
tiempo “tratando de arreglar el barco más que navegando”. Este enfoque postula que es hora de re-
cuperar las políticas saludables asumiendo objetivos sanitarios y luego encauzando el financiamiento
junto a todos los esfuerzos para alcanzarlos. Esto significa comenzar a ver a las personas antes que
a los sistemas, a los ciudadanos antes que a las burocracias y los aparatos de poder.
Los denominados Objetivos Del Milenio (ODM), promovidos desde las naciones Unidas avanzan
en ese sentido. La premisa es organicemos todos nuestros esfuerzos (la cooperación internacional y la
política nacional) para conseguir ocho grandes objetivos en el 2015. Cuatro de estos objetivos involu-
cran esfuerzos directos en el área de salud. Su problema es que fueron diseñados pensando en los paí-
ses de África y a veces no reflejan las prioridades sanitarias de los países de América Latina. Por eso
necesitamos implementar modelos epidemiológicos apropiados para identificar nuestras prioridades
sanitarias. Ellos nos permitirán trazar la ruta para avanzar hacia la organización y sincronización de
nuestros esfuerzos y recursos de modo que generen más salud para nuestra gente.
Todo sistema de salud puede ser pensado como la articulación de tres componentes (Tobar, 2000):
a) político,
b) económico y
c) técnico.
Cada uno de ellos involucra un conjunto de definiciones particulares, a cuestiones específicas. Sin
embargo, existen también problemas comunes a dos dimensiones. De esta manera, se puede pensar a
los sistemas de salud como al conjunto de combinaciones que admite la intersección de tres conjun-
tos: a) uno político, al que llamaremos aquí modelo de gestión, b) uno económico, al que llamaremos
aquí modelo de financiación, c) uno técnico, al que llamaremos aquí modelo de atención o modelo
asistencial.
La problemática del modelo de gestión consiste en la definición de las prioridades del sistema, en
cuales son las decisiones que deben ser tomadas desde la conducción. En el análisis de los sistemas
de salud a nivel nacional se pueden distinguir dos cuestiones centrales del modelo de gestión: a) Por
un lado los valores que guían al sistema, b) por el otro las funciones del Estado en salud.
a) Cada sistema de salud privilegia determinados aspectos sobre otros, por ejemplo, unos se pre-
ocupan más con la universalidad de la cobertura otros privilegian la efectividad de las acciones
(su impacto sobre la calidad de vida de los ciudadanos) (Evans et alt 1997).
b) Cada sistema de salud involucra determinadas formas de participación del Estado en la reso-
lución de los problemas de salud de la población. Esta participación puede variar en cantidad y
calidad. De hecho no es totalmente imposible pensar en un sistema de salud con total ausencia
del Estado.
Desde esta óptica, la dimensión política del sistema de salud consistiría en definir qué tipo de
informaciones deben ser suministradas a la población, qué servicios debe proveer directamente el
Estado, cuáles y cómo debe comprar el Estado al sector privado y por último, cómo se debe regular
a las empresas de salud.
a) ¿Cuánto debe gastar un país en salud?. Esta ha sido una de las mayores preocupaciones de
la economía de la salud y ha motivado un amplio conjunto de estudios. Aunque ninguno de ellos
puede considerarse conclusivo, los mismos han permitido identificar una serie de variables a ser
consideradas para buscar respuestas y están relacionadas con los niveles de salud de la población,
los modelos de sistemas de salud y el tamaño de la economía.
b) ¿De dónde deben provenir los recursos? Los cambios en la economía y, en especial, en las ba-
ses tributarias de los países llevan a la redefinición permanente de las fuentes de recursos para
financiar las acciones de salud. Hasta hace unos pocos años la tendencia más acentuada en la
definición de cuáles deberían ser las fuentes de financiación de los sistemas de salud de los países
consistía en la incorporación de contribuciones sociales basadas en el trabajo. En otros términos,
la mayoría de los países expandió y consolidó sus sistemas de salud sobre la base de un impuesto
al trabajo. Hoy la tendencia es hacia el abandono de esa vinculación de la financiación de la salud
con el trabajo y su reemplazo por otras fuentes más contra cíclicas.
c) ¿Cómo asignar los recursos? La problemática de la asignación de los recursos es también muy
amplia y particular en cada país. La misma se puede definir a través de las siguientes cuestiones
relacionadas: ¿Cómo transferir recursos desde los niveles centrales a los locales de los sistemas?
¿Qué instrumentos o modelos de pago emplear para la compra de servicios?.
a) ¿Qué cubrir? (¿qué tipo de acciones, prestaciones o servicios se debe brindar a la población?)
b) ¿A quién cubrir? (¿cuales son los criterios de elegibilidad1 o inclusión al sistema?)
c) ¿Cómo prestar? (¿qué prestadores? ¿con cuáles criterios o padrones?)
d) ¿Dónde prestar? (¿en qué lugares y de qué manera se debe distribuir la oferta? ¿Qué criterios
de referencia y contrareferencia adoptar?).
La distinción entre las tres dimensiones de un sistema y/o servicio resulta fundamental para ana-
lizar los procesos de reforma sectorial y en particular las estrategias descentralizadoras adoptadas.
Formular políticas de salud involucra decidir que rol desempeña el Estado en salud. Las políticas
de salud son de desarrollo reciente. En la mayoría de los países no se detectan verdaderas políticas de
salud antes de los años 50. Evidencia de ello se obtiene cuando se examina el peso del gasto en salud
dentro de los presupuestos públicos. Puesto que si bien “gasto en salud” no significa “política de sa-
lud”, en la mayoría de los casos la ejecución de los programas requiere de una asignación de recursos.
Una política de salud puede o no alterar el estado de salud de la población, así como puede o no
modificar el sistema de salud. En principio las políticas de salud tienen su génesis en la identificación
de problemas en la situación de salud, tales como la tasa de crecimiento de la población, su envejeci-
miento, distribución espacial, enfermedades, nuevas tecnologías, etc. que son el insumo de proposicio-
nes políticas. Especialmente tienen mayor trascendencia política el uso de los medios y recursos para
resolver los problemas existentes en el continuo salud - enfermedad (organización, financiamiento,
acceso y utilización de servicios). Pero no toda vez que se identifica un problema de salud, el mismo
es incluido en la agenda gubernamental como objeto de una política.
Philips Musgrove (2001) identifica cinco instrumentos de intervención pública: avanzando desde
la menor a la mayor intrusión en las decisiones privadas, los mismos son:
Informar: A consumidores, a productores de bienes y prestadores de servicios y a aseguradores
o financiadores de salud. Se trata de proveer información para mejorar sus decisiones. Esto puede
significar persuadir, pero no demanda la acción de nadie (no prohibir). Los gobiernos lo hacen al
publicitar los riesgos para la salud del hábito de fumar, o cuando incluyen educación para la salud
o higiene básica en las escuelas públicas, cuando advierten sobre efectos colaterales o substancias
tóxicas, cuando informan al público las listas de espera que hay en los hospitales o los derechos de
los asegurados. Estos son ejemplos de información dirigida a los consumidores, pero los gobiernos
también informan a los proveedores de atención y de suministros de atención médica, y también a
través de la investigación y difundiendo información sobre los patrones de enfermedad y los efectos
y riesgos de los procedimientos médicos. Musgrove señala que se trata del conjunto de actividades
de mayor alcance y al mismo tiempo la que involucra menor nivel de intervención en los procesos de
mercado porque facilitan en lugar ordenar (2001:169-170).
Regular. Es establecer las condiciones bajo las cuales se realizaran las actividades de salud2. Los
gobiernos a veces regulan la profesión médica estableciendo pautas para los profesionales médicos
o acreditando a los hospitales. También estén esquemas de autorregulación ya que estas actividades
también pueden ser llevadas a cabo por organismos privados. Y la regulación estatal es común en la
industria del seguro, en la importación de equipamiento médico, medicamentos y suministros, y en la
protección de la calidad del agua y los alimentos. En términos más generales, los gobiernos pueden in-
fluenciar la actividad privada de la atención médica de modos diferentes, frecuentemente combinando
la regulación con algunos incentivos financieros para contrabalancear los costos pero sin financiación
pública. La regulación obra, usualmente, según una ley, y con frecuencia está determinada por un
organismo ejecutivo o administrativo.
Dicta normativas. Implica exigir que un individuo o una organización haga algo. Por ejemplo va-
cunar a los niños ó cubrir la atención médica de un conjunto explícito de prestaciones médicas para
la población asegurada. Obrar de acuerdo con las reglamentaciones también puede implicar sustan-
ciales costos privados; pero una actividad decretada por mandato es diferente en cuanto debe ser eje-
cutada mientras que un productor privado puede responder a la regulación decidiendo no emprender
la actividad. Los mandatos están usualmente especificados en la ley lo cual puede subsecuentemente
estar bosquejado por la regulación. Los mandatos más importantes, en términos financieros, son los
que estipulan que los empleadores provean servicios o seguro de salud a sus empleados, o contribuyan
con los fondos del seguro social a dicho fin. Los gobiernos también pueden imponer mandatos a los
individuos, por ejemplo, exigiendo que los chicos que ingresan a la escuela estén inmunizados.
Financiar. Es abonar la prestación de servicios, sin importar si son brindados en instalaciones pú-
blicas o no. La financiación involucra tanto , el pago de prestaciones en seguro concreto con clientes
y beneficios determinados o el sustento de la oferta de servicios para toda la población, a través del
presupuesto público.
Se adopta aquí este de P. Musgrove debido a su amplia difusión y a que el mismo ya ha sido utilizado
en otros trabajos y porque resulta adecuado para evaluar los cambios en las funciones del Estado y su
2. Aunque en el citado texto P.Musgrove se refiere exclusivamente a actividades privadas, la función se puede
considerar extensiva a servicios públicos autónomos.
relación con los modelos descentralizadores en salud (González García & Tobar, 1997). Sin embargo,
este no es el único enfoque existente e incluso presenta particularidades. Por ejemplo, cabe señalar las
similitudes y diferencias entre regular y dictar normas desde este enfoque ya que desde una perspectiva
microeconómica ambos suelen ser consideradas parte de lo mismo. Regular un mercado es corregir
sus fallas, en general a través de instrumentos como normas e incentivos. Sin embargo, en salud con
frecuencia los organismos regulatorios no son los mismos (o al menos no son los únicos) que establecen
las normativas a ser cumplidas. Por ejemplo, cuando el Poder Legislativo sanciona una ley que obliga
a brindar cobertura integral a los pacientes portadores de SIDA, insuficiencia renal crónica o discapa-
cidad, introduce deberes no solo para las entidades responsables de la financiación de dichos servicios
sino para los organismos de control. Incluso, en muchos casos complican la actividad de control de los
organismos regulatorios porque las leyes no contemplan las fuentes de financiación para las prestacio-
nes que exigen. Por lo tanto, las funciones de dictar normativas y financiar pueden superponerse (cuado
el gobierno exige una determinada prestación y la financia) o existir en forma independiente.
Se pueden distinguir al menos tres momentos diferentes en la definición de las cinco funciones
básicas del Estado en salud. Los mismos coexisten con la vigencia de los paradigmas sanitarios men-
cionados aunque su correspondencia no es absoluta.
El primer momento fue previo a la transición epidemiológica, en el cual las enfermedades trans-
misibles diezmaban a la población y había disponibilidad de tecnologías sanitarias de bajo costo que
registraban alto impacto sobre los resultados de salud. Las actividades de información desplegadas
por el Estado continuaban más vinculadas a la policía de las familias que al Estado consejero. Los
sanitaristas no eran percibidos como figuras populares. Por ejemplo, Argentina pintores famosos
retrataron la intrusión de las fuerzas del Estado en los hogares en plena epidemia de fiebre amarilla
durante la presidencia de Sarmiento. En Brasil, las revistas de actualidad caricaturizaban a Oswaldo
Cruz como un tirano maníaco de las jeringas.
En ese primer momento la provisión de servicios era una práctica exclusivamente privada. En el
primer nivel de atención los pacientes recurrían a los profesionales que se desempeñaban en sus con-
sultorios particulares. Los pagos se acordaban libremente y no había ningún requisito de habilitación
ni control de calidad o mala praxis. Los servicios hospitalarios surgieron en occidente muy asociados
a la beneficencia y esquemas de solidaridad mutual. Pero el Estado fue desplegando una creciente
oferta propia de servicios, en primer lugar por la necesidad de asistir a sus tropas en contextos bélicos
y en segundo lugar para atender a los pobres y desposeídos. Sólo en la segunda mitad del siglo XX
los hospitales se transforman en poderosas organizaciones asistenciales de creciente resolutividad.
Toda la expansión en cantidad y calidad de los servicios hospitalarios surge primero en el ámbito
estatal. Así la financiación pasa de ser predominantemente privada y directa (los enfermos pagaban
directamente de su bolsillo a los médicos) a ser predominantemente pública donde la mayoría de los
edificios son del Estado y los profesionales son empleados públicos.
La función de regulación fue la última en desplegarse. Aunque Europa y Estados Unidos de
Norteamérica fueron pioneros en este sentido, América Latina continuó mucho tiempo sin avances
significativos. El ejercicio de los profesionales de la salud no estaba sometido prácticamente a ningún
requisito. Por estos motivos, no había en el Estado organismos de control que habilitaran servicios ni
evaluaran tecnologías. En Argentina, por ejemplo hasta 1943 los temas de salud eran competencia
del Departamento Nacional de Higiene del Ministerio del Interior.
La segunda fase se corresponde con la consolidación del denominado modelo médico hegemónico
y el paradigma curativista. La ciencia médica continuó avanzando a ritmos acelerados y también ge-
neró aplicaciones sanitarias a nivel de promoción y prevención. La Organización Mundial de la Salud
y la Organización Panamericana de la Salud asumieron un papel fundamental en la difusión mundial
de las prácticas preventivas y de promoción. Sin embargo, el ritmo evolutivo de las acciones públicas
en salud colectiva disminuyó. El rol informador del Estado se tradujo en un conjunto de campañas
como las de inmunización y servicios de educación para la salud, sanidad escolar y laboral.
La prioridad absoluta pasó a ser la expansión de los servicios incrementando la oferta de bienes
y servicios para alcanzar una mayor cobertura y mejorar el acceso. La expansión de los servicios
continuaba siendo impulsada desde el Estado pero no siempre de forma directa. Es decir, a medida
que se institucionalizan los seguros sociales crece la provisión privada de servicios y se consolida un
creciente mercado de prestaciones de salud.
Surge entonces una fuerte tendencia a la duplicación de las funciones del Estado en salud. Es
decir, por un lado, asume un papel central en la financiación y por otro en la provisión. Pero estas
acciones se superponen entre diferentes jurisdicciones (niveles de gobierno) y con los seguros sociales.
Los países de Europa avanzaban en la consolidación de un modelo de seguridad social universalista
en los moldes del Welfare State. En los Estados Unidos de Norteamérica el Estado abandonaba la
función de provisión y daba lugar a un incipiente mercado privado tanto de prestadores de servicios
médicos como de aseguradores. Pero en América Latina se expandía el seguro social en los moldes
bismarckianos (financiado con contribuciones salariales obligatorias) y de forma simultánea un sis-
tema público de acceso y cobertura universal financiado con recursos públicos (impuestos).
De esta forma, la provisión de servicios deja de ser responsabilidad central del Estado ya que crece
el mercado de servicios privados. Prácticamente en toda América Latina hay más camas hospitala-
rias privadas que públicas.
El Estado comienza a buscar formas de regular los seguros y prestadores privados. Sin embargo, el de-
sarrollo de la capacidad regulatoria es lento y muy condicionado por la estabilidad institucional. Hasta la
década del noventa los seguros privados no tuvieron prácticamente ningún tipo de regulación en la región.
Para el control de los seguros sociales se desplegaron una sucesión de organismos administradores que en
algunos casos lograron racionalizar el sector pero avanzaron muy poco en la regulación. Los países de la
región comenzaron a establecer normas para habilitar establecimientos y servicios aunque con marchas y
contramarchas y a una velocidad muy inferior a la desplegada para ello en los países del norte.
En el marco de este objetivo de expandir la cobertura, con mucha frecuencia, los poderes legislati-
vos dictaron un conjunto de leyes “garantistas” puesto que establecían el derecho a recibir asistencia
por parte del beneficiario, en particular para patologías de alto costo, pero con escasa mención a las
formas de financiación de las prestaciones involucradas en dichas normas. Es interesante señalar que
esto no ocurrió solamente bajo gobiernos democráticos sino también regímenes militares.
Por último, en los noventa se registra un cambio significativo con las premisas reformistas. La
consigna central era separar la provisión de la financiación e incrementar la competencia como me-
canismos para buscar eficiencia en el uso de los recursos.
El Estado debía garantizar flujos financieros estables para las prestaciones pero no necesaria-
mente proveer servicios de forma directa. Servicios públicos y privados dejan de aparecer como el
agua y el aceite y se comienza a hablar de un “mix prestador público- privado”. Así, en muchos países
el gobierno pasa a comprar servicios de salud a prestadores privados y los aseguradores privados a
los hospitales públicos.
Bajo la influencia neoliberal se buscó consolidar mercados e incluso “cuasimercados” (mecanis-
mos de competencia en los servicios públicos). Pero para ello era necesario que los servicios públicos
tengan mayor autonomía en el manejo de sus recursos. Esto significa pasar a financiar a los servicios
por la demanda en lugar de garantizar la oferta pública de servicios médicos a través de presupuestos
centralizados.
La premisa de la competencia también se extendió a los seguros de salud. En este caso financiar
la demanda significa “que el dinero siga al paciente”, permitiendo a los beneficiarios de los seguros
sociales elegir la entidad aseguradora. Aunque se trata de un cambio en el marco regulatorio, este
esquema fue denominado “desregulación”.
La función normativa adquiere un peso creciente. Por ejemplo, aparece la noción de un paquete
explícito de prestaciones que deben ser garantizados por los seguros de salud. Mientras tanto, la fun-
ción de información incorpora nuevas vertientes como la de informar al “consumidor” en salud sobre
cuales son sus derechos y obligaciones y cómo elegir aseguradores, prestadores o bienes.
Recién en la década de 1990 y bajo la inspiración de la experiencia norteamericana surge la
idea de crear agencias relativamente autónomas capaces de fiscalizar el cumplimiento de normas,
acreditar y controlar calidad de bienes y servicios así como sancionar por incumplimientos. Como
ejemplos se pueden citar la Superintendencia de Isapres en Chile y la Superintendencia de Servicios
de Salud de Argentina (ambas de 1997), sus homólogas de Colombia y Brasil son algo posteriores.
En cuanto a Medicamentos, alimentos y tecnología, en 1993 se creo la Agencia Nacional de Medica-
mentos, Alimentos y tecnología Médica (ANMAT) en Argentina, casi cinco años después la Agencia
de Vigilancia Sanitaria Brasileña (ANVISA) y sólo a fines de la década el Instituto de Vigilancia
Medicamentos y Alimentos (Invima) Colombiano.
Aunque el concepto de demanda es muy claro y conocido en prácticamente todos los mercados,
¿De que depende la demanda en salud? En términos generales se plantea que la de-
manda por un bien determinado es función de las preferencias de sus potenciales consu-
midores por el mismo y fundamentalmente del precio con que es ofrecido en el mercado.
Sin embargo, en salud esto es menos verdad que en cualquier otro mercado. Kenneth
Arrow (1963) planteaba en que “los mecanismos habituales por los cuales los mercados
aseguran cantidades y calidades de los productos no tienen grandes implicaciones en el
sector salud”. Los mercados de salud presentan morfologías y dinámicas complejas.
Por el lado de la oferta, el lucro no es por sí solo un motivo adecuado para explicar el
“mercado” de la salud como lo es para otros tipos de bienes y servicios, dado que hay un
gran número de instituciones públicas y privadas sin fines de lucro que prestan servicios
de salud. Como tales servicios no pueden tener un precio a priori definido en el mercado,
se torna difícil medir las preferencias de los consumidores por ellos.
Por el lado de la demanda, los consumidores no son libres para elegir entre los ser-
vicios de salud y otros bienes a través de un proceso de “elección racional”, en muchos
casos hay una necesidad que impulsa dicho consumo. Por lo tanto se trata de un consumo
que no es previsible y ocurre en situaciones de fuerte contenido emocional-psicológico.
Además del consumidor final quien determinará qué tipo de bienes y servicios serán con-
sumidos es el médico un consumidor instrumental que prescribe o indica dicho consumo.
Con la vigencia de este paradigma reformista donde la redefinición de las funciones del Estado y
los procesos de descentralización se hacen imperativos, aparece una nueva prioridad: definir el rumbo
hacia donde deben avanzar los sistemas de salud. La Organización Mundial de la Salud utilizó el con-
cepto de “Rectoría” para designar a esa función del Estado en salud que pasaba a ser indispensable
en el nuevo entorno (OPS/OMS, 1997). Como afirma Musgrove (2001:172) la advertencia para los
ministerios y gobiernos en general es “remen menos y conduzcan más”. La noción de rectoría involu-
cra una profunda revisión de la simple función de dictar normas y requiere de mucha mayor respon-
sabilidad por parte de los gobiernos centrales. Deriva de la creciente tendencia a la separación de las
funciones de financiación y prestación de servicios, la mayor autonomía de los servicios públicos, el
desarrollo de los seguros competitivos, así como de seguros públicos para cubrir a la población caren-
ciada y de la aparición de nuevas amenazas como las epidemias propagadas con objetivos terroristas.
Estos cambios exigen, entre otras cosas, una mayor capacidad de conducir, regular y llevar a cabo las
funciones esenciales de salud pública correspondientes a la autoridad sanitaria.
En síntesis, luego de casi dos décadas de reformas sectoriales la rectoría de los sistemas es con-
sagrada como una función clave del Estado central en salud. La misma comprende las tareas de:
a) Conducción: Definir prioridades de políticas y objetivos sectoriales
b) Regulación: Establecer las reglas del juego para provisión de bienes y servicios de salud y
aseguramiento en salud.
c) Funciones esenciales en salud pública: Se han identificado once tareas que resultarían indis-
pensables para las autoridades sanitarias nacionales, provinciales y locales(OPS/OMS, 2000):
1. Monitoreo y análisis de la situación de salud;
2. Vigilancia de la salud pública, investigación y control de riesgos;
3. Promoción de la salud;
4. Participación social y empoderamiento de los ciudadanos;
5. Desarrollo de políticas, de planificación y de capacidad de gestión
6. Reglamentación e implementación de la salud pública;
7. Evaluación y promoción del acceso equitativo a los servicios de salud;
8. Desarrollo de recursos humanos y capacitación en salud pública;
9. Asegurar la calidad de los servicios de salud a individuos y a la población;
10. Investigación y desarrollo de innovaciones en salud pública;
11. Reducción del impacto de las emergencias y los desastres en salud.
d) Adecuación de los modelos de financiamiento: Tal como los mismos han sido definidos más
abajo, esto implica velar por la sustentabilidad y adecuación de las fuentes así como por la correcta
asignación de los recursos en función de las prioridades establecidas (en la tarea de conducción).
e) Vigilancia del aseguramiento: No solo hace falta establecer el elenco de bienes y prestaciones que
deben ser asegurados sino vigilar que los seguros de salud (públicos, sociales o privados) cumplan
con los mismos. Esto involucra velar porque no se introduzcan barreras de acceso a los asegurados.
f) Armonización de la provisión de servicios: Esto involucra recuperar la programación desde el
modelo de atención que resultó prácticamente abandonada desde la década del ochenta. Establecer
qué servicios (públicos y privados) hacen falta en cada lugar, dentro de cada red o de cada sistema,
qué debe hacer cada prestador, así cómo fijar parámetros de referencias y contrarreferencia.
El concepto de rectoría resulta clave para analizar y evaluar los procesos descentralizadores. Un
documento de la Organización Panamericana de la Salud que discute la evaluación de desempeño de
los sistemas de salud advierte.
«En esta área puede adoptarse una variedad de taxonomías, la cual siempre estará sujeta
a interpretaciones o clasificaciones. La amplitud de las funciones de rectoría de los mi-
nisterios de salud dependerá del grado de responsabilidad del sector público, del grado de
descentralización y de la división del trabajo en la estructura institucional de cada país»
(OPS/OMS, 2001:139).
Las bases del modelo reformista, que dio lugar a un conjunto de políticas sectoriales en el mundo
en general y en América Latina en particular, comienzan a ser revisadas. Entre los puntos de con-
senso se destaca la recuperación de la cobertura universal en contraposición con el despliegue de
acciones focalizadas. Sin embargo, se destacan al menos tres tensiones o debates que pasan a adqui-
rir una mayor relevancia: a) la definición de si los abordajes más adecuados son los verticales o las
estrategias horizontales, b) el eje puesto en la Gestión clínica versus el eje puesto en el territorio y c)
la responsabilidad centrada en el equipo médico que asume una población a cargo versus el énfasis
en un mayor involucramiento de los ciudadanos en la producción de su propia salud.
Curar de palabra no es una práctica exclusiva de sanadores místicos y heterodoxos. Desde siempre
los hombres nos vimos tentados a entregar decisiones importantes sobre nuestros destinos individua-
les y colectivos en manos de aquellos considerados iniciados y esclarecidos. Podemos interpretar
los cambios históricos en función de los discursos que nos resultaron más elocuentes en cada época
o, incluso de las figuras que aceptamos como esclarecidos en cada momento. Religiosos o seculares,
racionalistas o románticos, técnicos o políticos ó, en el decir de Wilfredo Pareto, “lobos y leones”
alternando de forma sucesiva su hegemonía discursiva.
Tampoco la salud pública, en tanto ámbito del pensar y del hacer humano, escapa a estos movi-
mientos de sístoles y diástoles. Hay discursos que disputan hegemonía en el ámbito académico para
luego ser incorporados en las decisiones sanitarias. No solo afectan la construcción de las políticas de
salud y el destino de los sistemas y servicios de salud. También manifiestan sus consecuencias a nivel
de los cuerpos humanos, de los niveles de bienestar logrados y de las patologías que pueden resultar
priorizadas o abandonadas de acuerdo al discurso vigente.
La ventaja de los paradigmas es que trazan caminos, rutas más rápidas y seguras para avanzar
en el conocimiento. Su desventaja es que esas rutas van solo en una dirección predefinida. Quienes las
transitan comienzan a no mirar a los costados, van reduciendo sus opciones. Entonces dejan de ser
rutas para convertirse en rutinas.
Múltiples ideas, tanto endógenas como exógenas vinieron incubándose y fueron influyendo sobre
nuestros modelos sanitarios. Este artículo intenta resumir los principales debates que, pocas veces
a los gritos y muchas más como susurros, se incorporaron en el pensamiento sanitario durante los
últimos treinta años.
Los modelos de reforma sectorial implementados durante las últimas dos décadas en la región
registraron una inspiración común. Tal vez ningún documento, en ese sentido, haya resultado tan em-
blemático como el Informe de Desarrollo Humano del Banco Mundial del 93 titulado “Invertir en
salud”, que proponía cuatro premisas centrales: focalizar, racionar, arancelar y descentralizar.
Durante los últimos veinte años la prioridad absoluta de las políticas de salud pasaron a ser los siste-
mas y servicios con sus ineficiencias mucho más que la promoción, prevención y combate a las enfermeda-
des prevalentes. Todos los países iniciaron reformas e incluso es llamativo que aún cuando los sistemas de
salud imperantes fueran diferentes se encararon reformas muy homogéneas que partían de diagnósticos si-
milares. En otras palabras, lo que podemos definir como un paradigma reformista consolidó su hegemonía.
El reformismo avanzó en algunos de sus principales objetivos. Por ejemplo, entre 1990 y 1998
se obtuvieron conquistas a nivel de indicadores de procesos y de resultados. Entre los primeros, la
cobertura de vacunación subió del 79% al 90% y los partos asistidos pasaron del 78% al 86%.
Entre los segundos La mortalidad infantil bajó diez puntos (del 39 al 29 por mil) y la esperanza de
vida al nacer se extendió dos años.
Pero el principal objetivo reformista era contener el gasto. El diagnóstico oficial era que, en salud,
nuestros países gastaban mucho y mal. En las naciones de mayores ingresos, que ya destinaban una
parte significativa de su riqueza a salud, la participación de la misma en el PBI se retrajo un 8%,
contra un incremento del orden del 71% en países similares de otros continentes. Por otro lado, los
países que registraban (y en algunos casos aún registran) niveles de gasto sanitario muy bajos, se lo-
gró un incremento de los recursos. Sin embargo, el reformismo fracasó si se considera que el gasto de
las familias (que se caracteriza por ser más regresivo y menos efectivo) ha crecido mas que el gasto
público. Por otro lado, dentro del gasto público ha crecido la participación de los créditos externos.
Solo el BID paso de diez préstamos sectoriales por un total de U$s 400 millones entre 1982 y 1991
a 29 préstamos por un total de U$s 1.700 millones en la década siguiente (1992-2001).
Por otro lado, centrar la prioridad en curar los sistemas generó, en ocasiones, un descuido del
combate a las enfermedades. La consecuencia epidemiológica de esta prioridad fue que, duran-
te los últimos años, enfermedades que deberían haberse erradicado aumentaron, enfermedades ya
erradicadas resurgieron y a ello se sumaron nuevas enfermedades emergentes. Entre las primeras se
encuentra la Malaria que duplicó la cantidad de casos (pasando de 527 mil en 1990 a más de un
millón en 1999) e incluso el Chagas, enfermedad que solo existe en el continente americano y aún
afecta a 16 millones de personas causando 50 mil muertes anuales. En segundo lugar, reemergieron
enfermedades como la Tuberculosis cuya tasa pasó de 196 a 221 por cada 100 mil habitantes en el
mismo período. Y a esto su suman nuevos flagelos como el SIDA que a mediados de la década pasada
ya afectaba a 1,8 millones de latinoamericanos.
Pero la evidencia del rezago epidemiológico nunca sería suficiente como para generar una crisis
paradigmática. El fin del reformismo (o al menos su revisión) está más vinculado con las dificultades
de conciliarlo con dos teorías económicas del crecimiento que hoy detentan mucho protagonismo. Por
un lado la del Capital Humano y por otra la de la equidad como condición del desarrollo.
Según la primera, que valiera el Premio Nobel de Economia a Teodore Schultz en 1973, al acumu-
lar capital humano, a través de inversiones en sectores como salud y educación, los países avanzan en
productividad y hacen más sustentable su crecimiento. Pero al iniciar el tercer milenio, las condiciones
macroeconómicas en nuestra región quedaron muy debilitadas, reduciendo los niveles de ingreso de la
población aumentando el desempleo y la informalidad y dificultando el acceso a los servicios de salud
por la vía del seguro social. En este sentido, muchos países sufren presiones para revertir las recetas
reformistas y aumentar el gasto público sectorial.
Por otro lado, hay consenso en que el mayor desafío sanitario de la región es lograr la equidad.
Dos décadas de reformas no permitieron avanzar en ese sentido. Y por la prédica, entre otros, de
Amartya Sen, Premiado con el Nobel de Economía en 1998, se asume que sin equidad resultará más
difícil lograr un crecimiento sostenido.
Ha comenzado la revisión crítica del discurso reformista y, a la vez, recuperan protagonismo
las políticas activas de salud. Volvemos a la mar, luego de dos décadas en las que nos pasamos más
tiempo “tratando de arreglar el barco que navegando”. Es hora de recuperar las políticas saludables
asumiendo objetivos sanitarios y luego encauzando el financiamiento junto a todos los esfuerzos para
alcanzarlos. Esto significa comenzar a ver a las personas antes que a los sistemas, a los ciudadanos
antes que a las burocracias y los aparatos de poder.
Los denominados Objetivos Del Milenio (ODM), promovidos desde las Naciones Unidas involucran
un primer avance en ese sentido. La premisa es organicemos todos nuestros esfuerzos (la coopera-
ción internacional y la política nacional) para conseguir ocho grandes objetivos en el 2015. Cuatro
de estos objetivos involucran esfuerzos directos en el área de salud. Su problema es que fueron di-
señados pensando en los países de África y a veces no reflejan las prioridades sanitarias de los paí-
ses de América Latina. Por eso necesitamos implementar modelos epidemiológicos apropiados para
identificar nuestras prioridades sanitarias. Ellos nos permitirán trazar la ruta para avanzar hacia la
organización y sincronización de nuestros esfuerzos y recursos de modo que generen más salud para
nuestra gente.
La epidemia de reformas que afectó a los sistemas de salud de la región, dejó puntos sin resolver.
Entre ellos postulamos que los mayores desafíos que enfrentan los sistemas de salud en América
Latina son el de extender la cobertura real de las protecciones y el de garantizar una calidad homo-
génea en los bienes y servicios provistos. Se le puede caracterizar como el desafío de la inclusión y
el de la equidad.
b) El desafío de la equidad
En 1980 la esperanza de vida media en los países de América Latina y el Caribe era de 65 años,
en el 2002 llegó a 71. En el mismo período, el conjunto de países de altos ingresos pasó de 74 a 78
años. Es decir, no solo vivimos más, sino que las brechas en la expectativa de vida con los países
desarrollados disminuyeron de 9 para 7 años.
¿Son estos logros suficientes?. La respuesta depende del ideal que nuestros pueblos se propongan.
¿Deberíamos buscar reducir las brechas con los países ricos o deberíamos priorizar reducir las bre-
chas entre los diferentes grupos de nuestras propias sociedades?. Si la aspiración es tener las mismas
condiciones de salud que los países de Europa y América del Norte, deberían incrementarse muchísi-
mo los recursos para salud. Ya que manteniendo este ritmo solo en el 2079 llegaríamos a ese objetivo.
Otro desafío que deben enfrentar los gobiernos es un dilema en la asignación de sus recursos sani-
tarios entre la equidad y la incorporación de tecnología innovadora. Los economistas han demostrado
una tensión entre ambas. Cuando la prioridad es avanzar hacia el logro de condiciones de acceso, fi-
nanciamiento y resultados de salud similares para todos los grupos sociales; los recursos no resultan
suficientes para incorporar las nuevas tecnologías médicas. Por otro lado, cuando se busca favorecer
la excelencia de la respuesta médica reduciendo así las brechas en el acceso entre nuestros países y las
naciones desarrolladas, es muy difícil lograr que los mismos estén disponibles para toda la población.
En conclusión, el desafío de la equidad implica que no se trata solo de lograr una respuesta a
los problemas de salud de la población sino de lograr que todos los ciudadanos tengan respuestas
equivalentes en calidad y efectividad. Se trata de no continuar tolerando servicios de salud de pobres
y otros de ricos.
En América Latina la salud se concentra aún más que el Capital. Aunque la situación sanitaria ha
mejorado, la distancia entre la esperanza de vida de ricos y pobres no solo se ha incrementado sino
que lo ha hecho a tasas mayores que en los demás continentes. Esto podría indicar que el objetivo no
debiera ser tanto alcanzar los estándares sanitarios de los países ricos, cuanto conquistar una mejor
distribución de la salud que consigamos producir.
A partir de la primera década del siglo XXI, se comienza a registrar un punto de inflexión en el
discurso sanitario: Los analistas recuperan la propuesta de la universalidad de la políticas y acciones,
tanto como fin en si mismo, cuanto como medio para alcanzar la equidad. Además de la convicción
en la universalidad como valor y como herramienta para la construcción de ciudadanía, se proveen
evidencias de sus ventajas operativas y económicas.
Es que los modelos universales de salud son más eficaces en la conquista de resultados sanitarios.
Se puede argumentar que independientemente del nivel de gasto la organización del sistema de salud
involucra niveles diferenciales de eficiencia. Elola y colaboradores (1995) avanzaron por esta segun-
da vía correlacionando los resultados de salud con los modelos de sistema en 17 países europeos. A
través de este diseño cuasi-experimental se controló las variables ingresos y gastos en salud del país.
Los autores concluyeron que a niveles similares de la economía y del gasto total en salud, los siste-
mas universalistas consiguen menores niveles de mortalidad infantil sin embargo no se registraban
variaciones sensibles sobre la variable esperanza de vida.
En ese sentido Europa continúa siendo un referente, sus naciones, con sistemas de protección uni-
versales, detentan no solo mejores resultados de salud, sino también una distribución más uniforme
de la salud entre los diferentes grupos sociales.
Sin embargo, las condiciones que se dieron en el viejo continente para la construcción del Estado
de Bienestar durante la posguerra no son comparables al contexto latinoamericano actual. Aquí (y
ahora) las restricciones fiscales son grandes, los condicionamientos externos persisten y el nivel de las
desigualdades sociales a combatir es muy superior.
El problema central que se debate ahora es cual es la forma más conveniente de producir salud
(Tobar, 2005). Se puede postular que hay una tensión principal en la construcción del nuevo paradig-
ma sanitario que se puede resumir como el debate entre el enfoque poblacional y la gestión clínica.
Pero no es una tensión nueva, sino que se trata de una reedición de un viejo dilema sanitario, el que se
plantea entre los programas verticales versus aproximaciones horizontales. Por ello a continuación se
intenta esquematizar el debate vigente a la luz de tres tensiones vinculadas: a) programas verticales
versus abordajes horizontales, b) gestión clínica versus gestión poblacional y c) involucramiento de
los pacientes versus responsabilidad nominada de los servicios.
Objetivos precisos, dentro de un marco temporal Mejoras en la salud como parte de procesos de largo
acotado, haciendo uso de tecnologías específicas plazo en una perspectiva de desarrollo, que
involucra participación de otros sectores
como educación, agua y saneamiento
Programas de control de la malaria, viruela y APS, concepto consolidado luego de Alma-Ata 1978
frambesia, surgidos mediados de los 50’ y 60’
Desde el punto de vista organizativo se asemejan a la forma divisionaria identificada por Henry
Mintzberg (1980), al ser comparables a las empresas que dividen su trabajo en gerencias responsa-
bles cada una por una línea de producto. Aunque por definición se debería tratar de esfuerzos acota-
dos en el tiempo. Esto aproxima a los programas verticales con otra forma organizativa identificada
por Mintzberg, la adhocracia o estructura ad hoc, conformada para gestionar un proyecto determi-
nado. Una modalidad frecuente en empresas de servicios como las consultoras.
Se trata de una modalidad de producción de salud con alta capacidad para incorporar los avances
e innovaciones científicas porque las intervenciones son operadas por equipos altamente especializa-
dos que comparten lenguajes y formaciones comunes. Pero los cuidados son segmentados en determi-
nados problemas de salud a los cuales se enfrenta de manera puntual.
Se ha generado un árduo debate académico respecto a cual de las dos formas presenta mayores
ventajas para producir salud (Ver por ejemplo: Mills, 1983, Cairncross. & Peries, 1997; Kickbusch,
1997; Oliveira-Cruz, et al. 2003; Shiffman, Beer. & Wu, 2002; Msuya, 2003; Castilla, 2004). Sin em-
bargo, es el plano del policymaking donde la tensión se hizo más manifiesta. Por eso, tal vez las mar-
chas y contramarchas de esta tensión resulten mejor expresadas en la historia de las reformulaciones
de las estructuras organizativas de los ministerios de salud que en la literatura de salud pública.
Ortún Rubio (1996) analizó como el mayor vector de innovación en salud se registra a nivel de
las decisiones clínicas que involucran la denominada microgrestión sanitaria y que son responsables
por la asignación del 70% de los recursos que opera el sector. El problema es que la práctica clíni-
ca resulta muy heterogénea y estas decisiones están aún muy lejos de ser totalmente racionales. La
principal característica organizativa de los servicios de salud deriva de su carácter de burocracias
profesionales (también siguiendo la tipología de Mintzberg) en el cual la tecnoestructura encuentra
límites para imponer modelos burocráticos de toma de decisiones, debiendo respetar relativos grados
de autonomía de los profesionales.
La solución que se viene impulsando para este problema ha sido denominada gestión clínica.
Asumiendo como motor los avances de la Medicina y su difusión (bajo lo que se denomina Medicina
Basada en la Evidencia) se ha venido impulsando la búsqueda de homogeneizar las decisiones clí-
nicas a través de involucrar al profesional en modelos racionales y contrastados de decisión clínica
que permanentemente se enriquecen con aportes científicos. La imagen que promueve, entonces, la
gestión clínica no es la de limitar la autonomía de las decisiones del médico sino la de incorporarlo
como nodo de una red de conocimiento que permanentemente crece y evoluciona en su capacidad
para resolver casos concretos. No es casualidad que las “normas” (que desde el mismo nombre no
consiguen superar su estigma burocrático) dejan lugar a “protocolos” (término que gana una con-
notación científica más vinculada a la investigación que a la burocracia) y “guías”. La idea es que el
médico de forma voluntaria se enrola en un proceso que permite avanzar hacia la mejora continua
de la calidad de la atención incorporando permanentemente los avances del conocimiento a través
de instrumentos como la diseminación de información, la capacitación y actualización e incluso la
supervisión en servicio.
La gestión clínica registra una cierta afinidad electiva con el enfoque vertical por dos motivos
básicos. En primer lugar, la Medicina Basada en la Evidencia tiende a avanzar más desde las especia-
lidades médicas que desde la medicina generalista. Favorece desarrollos flexnerianos y especializados
y, en algunos casos, estimula élites de profesionales que por compartir códigos y formaciones se di-
ferencian del resto. En segundo lugar, porque en el diseño de trials o protocolos clínicos se tiende a
asumir como unidad de análisis a los individuos más que a colectivos poblacionales.
En reacción surge de forma reciente una reivindicación del “enfoque poblacional”. Autores como
Starfield, Hyde, Gervás y Heath (2008) cuestionan la distorsión progresiva que se registra en concep-
tos clave como el de Prevención al ir incorporando a los “factores de riesgo” como equivalentes de la
enfermedad. Afirman que mientras el desafío de la inclusión en salud (antes referido) no sea resuelto,
puede no ser conveniente que (como ocurre en lo Estados Unidos de Norteamérica) la mitad de las
consultas médicas de un país se inscriban dentro de protocolos de control de riesgos cardiovasculares.
“Base poblacional” no es sinónimo de salud pública. Puesto que, si bien esta última involucra
abordajes sociales para producir salud, hablar de base poblacional significa que la evidencia sobre
la cual se busca mejorar la práctica clínica surge de estadísticas poblacionales (donde la unidad de
análisis no es el individuo) y las prioridades surgen en función de una población definida y sus nece-
sidades de salud. El mayor desafío es, entonces, fijar prioridades puntando a mejorar la salud de la
población en su conjunto y no limitarse solo a la gestión de una enfermedad
Se pueden identificar tres actores protagónicos en la producción de salud. Por un lado, el Estado,
junto a los esquemas de protección social en salud como seguros médicos (sociales o privados). Por
otro lado, los profesionales de la salud. Pero, en los últimos años se ha proclamado también la impor-
tancia del papel que cabe a los propios ciudadanos.
Cada actor puede hacer más de lo que está haciendo para generar salud. Pero se resisten al cam-
bio aferrándose a sus roles tradicionales. El Estado privilegia su carácter de proveedor de servicios
antes que otras funciones como la de consejero y rector. Usando la metáfora náutica anterior, podría-
mos decir que los gobiernos se han preocupado más por remar que por asumir el timón de la salud.
Aunque todos los sistemas de salud tienen deficiencias, siempre su capacidad para reducir la mor-
talidad será muy limitada. Para las cuatro principales causas de muerte (enfermedades cardíacas,
cáncer, cerebrovasculares y accidentes) el mejor sistema de salud sólo conseguiría evitar un 11% de
las muertes, mientras que si se consiguiera cambiar los estilos de vida de la población sería factible
lograr una reducción de más de la mitad de las muertes. Para ello habría que fortalecer a un Estado
consejero, capaz no sólo de informar sino también de modelar conductas.
Pero en América latina nuestros estados tienen muchas limitaciones al desempeñar estas tareas.
Dan testimonio de ello las campañas de prevención que se limitan a emitir spots publicitarios masi-
vos, sin medir su impacto sobre las conductas. Si para vender cualquier producto los especialistas en
publicidad comienzan identificando una población objetivo y buscan el lenguaje y los símbolos para
llegar mejor a ellos, ¿por qué las campañas contra el VIH - SIDA, por ejemplo, son tan uniformes?
¿Llega de la misma manera el mensaje a los pueblos originarios, a la población carcelaria y los jóve-
nes urbanos de clase media?
Además, como rector, el Estado tiene que definir cómo se deben prevenir y tratar las enfermeda-
des normatizando protocolos de atención que los profesionales deben respetar. De lo contrario, ante
personas con iguales condiciones de salud habrá diferentes tratamientos y calidades de atención.
El desencuentro entre las acciones de los tres actores se traduce en tres graves consecuencias. En
primer lugar, los servicios de salud resultan cada vez más caros. En segundo lugar, enfermedades que
deberían estar erradicadas atacan con más fuerza. Pero la peor consecuencia de esta falta de sincro-
nía se llama uso irracional de los medicamentos y constituye la epidemia más dañina.
El Uso irracional de los medicamentos es una culpa compartida. Por un lado, hay errores médicos.
Por ejemplo, entre enero 2005 y junio 2006 se reportaron a la UK National Patient Safety Agency
casi 10.000 incidentes de seguridad de medicamentos relacionados a la prescripción y más del 80%
ocurrieron en los hospitales (Sammons y Conroy; 2008). Por otro lado, las personas se automedican
o discontinúan los tratamientos, los profesionales se convierten en cómplices al prescribir y dispensar
medicamentos para tratamientos inadecuados y el Estado se tapa los ojos ante esta situación.
Hay muchos ejemplos del uso inadecuado de medicamentos. Por un lado, la tuberculosis, enferme-
dad contagiosa que, solo en Argentina afecta cada año a unas once mil personas (y hay otros 2.500
que no llegan a ser diagnosticados). Casi todos podrían ser tratados y curados, pero gran parte de los
enfermos abandonan el tratamiento cuando perciben mejorías. El resultado es que se registran en el
país casi mil muertes anuales por esta enfermedad.
El caso más grave se encuentra entre las afecciones crónicas. Son las enfermedades cardiovas-
culares que, aunque son prevenibles y tratables, cada vez son responsables por una mayor cantidad
de muertes. Esto es consecuencia de una transición epidemiológica incompleta donde crece el peso
de las enfermedades crónico degenerativas sin que se haya conseguido controlar la incidencia de las
infectocontagiosas. Un ejemplo interesante en este aspecto es Argentina, donde hay una amplia red
de servicios públicos de Atención primaria de salud integrada por alrededor de 6.500 centros, donde
se conquistó la gratuidad de la atención y hasta se provee medicación gratuita para el tratamiento
integral de las afecciones. Sin embargo, en promedio los hipertensos consultan sólo cuatro veces al
año. Lo más probable es que pasen tres cuartas partes del tiempo sin medicación. Esto multiplica por
nueve el riesgo de complicaciones y por 16 el costo de su tratamiento.
Por estos motivos, se postula que hasta el presente la invención más poderosa para salvar vidas
no ha sido ni un medicamento ni ninguna tecnología médica sino involucrar a las personas en el cui-
dado de su propia salud. Hacer que sea partícipe de su salud, en lugar de ser pasivo y esperar que el
profesional y los servicios médicos resuelvan sus problemas. Esto requiere de un profundo cambio
del paradigma sanitario. Al fin y al cabo, se trata de convertir en activo y protagonista a quien, desde
hace siglos, se le llama “paciente”.
Pero en contraposición, puede resultar inconveniente desplazar el eje de la responsabilidad desde
el servicio al ciudadano. Porque la evidencia indica que las estrategias de Atención Primaria de Salud
que logran mejores resultados son aquellas de cobertura universal en las que se responsabiliza a un
servicio por brindar respuestas adecuadas a un grupo poblacional identificado y conocido (Starfield,
1998). Si en un momento la ventaja radicaba en la capacidad de organizar el funcionamiento del
sistema al establecer una “puerta de entrada”, luego se identifica que la responsabilidad nominada
permite cambiar integralmente el modelo de atención. Sobre una población definida y conocida es
posible asumir un enfoque centrado en las necesidades epidemiológicas más que en las demandas
espontáneas que se concretan en los servicios, es posible establecer cuidados programados y una
lógica de cuidados progresivos en red, es más factible desplegar acciones extramuros o comunitarias,
es más viable incorporar esquemas de monitoreo y evaluación del desempeño de los servicios y redes.
Como propuesta para responder a los desafíos de inclusión y equidad y superar las controversias pre-
sentadas en el debate sanitario, prostulamos que es posible avanzar en la construcción de protecciones uni-
versales que sean efectivas y al mismo tiempo adaptadas a las necesidades particulares de cada población.
El primer paso consiste en fijar prioridades sanitarias claras. Esto requiere seleccionar un con-
junto limitado de metas de salud relevantes a ser alcanzadas. La epidemiología provee un conjunto
de herramientas para determinar de forma objetiva las necesidades de cada grupo poblacional. In-
dicadores de mortalidad, morbilidad y otros que agregan ambos como las metodologías que miden
la carga de enfermedad, permiten identificar cuales son los problemas de salud que generan mayor
impacto sobre la población. Pero es necesario superar la tentación de la gestión clínica asumiendo
modelos de cuidados integrales. Es decir buscando producir salud para la población, no solo restringir
la propagación de una o dos patologías. Pero integral no significa “todo”, significa no sesgado. Por
ejemplo, países que han avanzado en su transición epidemiológica no pueden continuar limitando sus
políticas sanitarias al segmento materno-infantil, requieren respuestas para todos los grupos de sexo
y edad privilegiando aquellas que atacan a los principales motivos de enfermedad y muerte.
Se plantea, entonces, la premisa de cómo construir protecciones efectivas para toda la ciudada-
nía del país en su conjunto, pero a partir de organizar redes de servicios e intervenciones a través de
modelos de cuidados que logren garantizar cuidados homogéneos en términos de acceso y calidad.
No es posible garantizar “todo para todos”. Pero resultará más efectivo garantizar algunos cuida-
dos de calidad homogénea y aceptable para todos que insistir en proveer cuidados amplios de calidad
heterogénea solo para algunos. Promover la inclusión en salud requiere impulsar programas para com-
batir enfermedades o resolver problemas de salud pública pero no canastas o paquetes de servicios para
pobres. No se trata de un criterio de racionamiento de las prestaciones sino de su jerarquización. En
otras palabras, no se trata de recortar la cobertura a pocas prestaciones sino de consolidar la calidad
y la adecuación de la respuesta comenzando por aquellas que resultan esenciales por su alto impacto
epidemiológico y porque hay suficiente evidencia acumulada al respecto de cómo deben ser tratadas.
Para ello se definirían y luego convalidarían protocolos adecuados de atención que establezcan cómo se
debe enfrentar cada enfermedad, se integraría un sistema de suministros y se capacitaría a los profesionales.
En segundo lugar, se debería desplegar una estrategia universal de Atención Primaria de la Salud
con calidad uniforme a través de la red pública. Cada servicio tendría responsabilidad nominada sobre
una determinada población y metas epidemiológicas concretas a ser alcanzadas. La asignación de
recursos y la evaluación de desempeño buscarían premiar logros a nivel de impacto sobre la salud y
reducir desigualdades.
En tercer lugar, los servicios de mayor complejidad comenzarían a reorganizarse a través del
modelo de atención, definiendo cuando cada patología debe ser referida desde un Centro de Atención
Primaria de la Salud y cuando debe ser contrareferida a este por el hospital. La organización de las
redes se integraría de forma progresiva organizando la respuesta adecuada enfermedad por enferme-
dad, comenzando por aquellos problemas de salud que han sido priorizados.
En cuarto lugar, se regularía a los seguros de salud (tanto a los sociales como a los de afiliación
voluntaria) buscando incorporar, de forma progresiva, el mismo modelo de atención para los proble-
mas de salud priorizados. Pero, como todos los ciudadanos tendrán acceso universal a la salud, en los
casos donde el beneficiario atendido en un servicio cuente con cobertura de seguros el Estado central
efectivizará el cobro al financiador correspondiente y los recursos obtenidos serán utilizados para
corregir inequidades e incentivar la efectividad de las acciones.
Probablemente, este esquema de universalismo efectivo requiera más que los cuidados básicos.
Por eso, aunque esta propuesta se inscribe dentro de lo que ha sido definido como “Universalismo
Básico” no asume esa designación (Molina et al, 2005). Para alcanzar un modelo adecuado para
producir salud es necesario que las enfermedades de baja prevalencia y alto costo sean aseguradas
por el Estado nacional para todos los ciudadanos con idénticos parámetros de acceso y calidad. Las
prestaciones y medicamentos deberían ser excluidas del conjunto de prestaciones que proveen los
esquemas de seguros sociales y/o privados y los prestadores serán solo los habilitados por un Seguro
Nacional de Enfermedades Catastróficas a valores y en modalidades de provisión normatizados.
Para avanzar por este camino es imprescindible fortalecer el debate sanitario para construir con-
senso y ganar adeptos. Como una bola de nieve, las propuestas avanzarán cada vez con más fuerza
y velocidad. La convocatoria debe entonces proponerse articular con las autoridades políticas. Si el
gobierno nacional no incorpora las medidas propuestas, deben hacerlo los gobiernos provinciales y si
estos no lo hacen lo harán los municipales.
6. Conclusiones
Los modelos sanitarios han venido evolucionando desde la antigüedad buscando mantener e incre-
mentar los niveles de salud de la población. El ritmo y las modalidades del trabajo médico y sanitario
no fueron homogéneos. Se construyeron modelos (o paradigmas) y luego fueron sucesivamente refor-
mulados hasta ser suplantados por otros. Cada modelo involucraba diferentes definiciones de lo que
deben ser las funciones del Estado en salud.
De esta forma los avances médicos permitieron formular políticas y sistemas de protección de la
salud que registraron un impacto creciente sobre la situación de salud de la población. Prueba de
ello es que durante el siglo XX la salud en el mundo avanzó más que durante los diecinueve siglos
anteriores. Esto justificó una creciente inversión de recursos y una expansión sostenida de la oferta
de bienes y servicios de salud.
Sin embargo, durante las últimas décadas se alcanzó un punto de inflexión. El desarrollo tecno-
lógico y del conocimiento médico comenzaron a registrar un impacto decreciente y residual sobre
las condiciones de sobrevida de la población, aunque no sobre su calidad de vida. La medicina y los
sistemas repercuten más sobre la morbilidad que sobre la mortalidad. Y en particular, los beneficios
del avance médico asistencial se distribuyen de forma cada vez más desigual.
A la evidencia de que el modelo curativista vigente resultaba impotente, se sumó la creciente pro-
blemática de la inequidad y cuestionamientos a la baja eficiencia de los sistemas de salud. En este
contexto, el sector sanitario mundial enfrenta una nueva y poderosa pandemia la inflación médica. La
prescripción fue unánime: reformar los sistemas. Todos los sistemas de salud del mundo fueron objeto
de reformas durante los últimos veinte años.
Aunque las reformas no fueron siempre iguales y variaron desde cirugías severas hasta arreglos
cosméticos. Peter Berman y Thomas Bossert (2001) las llamaron Reformas (Con “R”) y reformas
(con “r”). Sin embargo, se registran dos megatendencias de reforma, se trata de dos desplazamien-
tos. Por un lado, de la responsabilidad decisoria desde el centro hacia la periferia de los sistemas. En
segundo lugar, desde la provisión pública hacia el mercado de prestadores. En otras palabras, en casi
todas las reformas de salud se ha buscado alguna forma de descentralización y de consolidación de
mercados (ya sea por la vía de la privatización, de la integración de mix prestadores público-privados,
o de la construcción de cuasimercados de competencia pública.
Es posible identificar como se configuraron estas dos categorías en cada paradigma sanitario. En
un primer momento, bajo el modelo higienista, todas las funciones eran nacionales y se registraba
una tendencia centrípeta al desarrollo de las responsabilidades en salud. A su vez, La provisión de los
servicios era predominantemente privada aunque no todas ellas eran lucrativas (había algunas formas
solidarias como las mutuales y los hospitales de comunidad).
En un segundo momento, bajo la vigencia del modelo curativista, se expande la oferta de servicios
en base a la provisión y financiación pública. La tendencia continúa siendo centralista ya que la gran
mayoría de los servicios de salud están bajo la jurisdicción central. Sin embargo, las autoridades lo-
cales enfrentan desafíos crecientes de salud que les exigen desarrollar tanto políticas como servicios.
Sin embargo, el debate recién se inicia y aún hay puntos de controversia que en alguna forma
reeditan viejos dilemas sanitarios no superados como la tensión entre respuestas verticales y horizon-
tales. Pero se puede afirmar que entre las medidas que mayor impacto han registrado sobre la salud
pública se destacan dos tecnologías blandas: a) el enfoque territorial en la gestión de los servicios y
b) construir una ciudadanía activa en salud.
Ambas tecnologías apuntan a salir de un enfoque centrado en la oferta, donde el servicio de salud
brinda las prestaciones que ”puede” y de una demanda episódica y a veces caprichosa, hacia otro
donde ambos (los servicios y los ciudadanos) saben lo que tienen que hacer. Constituyen la piedra
angular para un modelo que permita construir salud a través de intervenciones costo-efectivas.
Una clave para mejorar el policymaking es identificar los desafíos que involucra para el ejercicio
de la función de rectoría la reforma de cada país. La revisión de la experiencia reformista permite
identificar un conjunto de lecciones aprendidas al respecto:
2.3. la opción por canalizar los recursos financieros por vía del Ministerio de Salud o asignarlos
directamente desde los ministerios u organismos que conceden fondos;
2.4. la definición de los criterios adecuados para la transferencia de los recursos;
2.5. la identificación de técnicas o recursos instrumentales para conciliar gestión local con efica-
cia y costos bajos.
3. Escoger el modelo de gestión adecuado para cada proceso descentralizador. Ya que cada tipo
de descentralización involucra desafíos específicos, incorporando ciertas ventajas y desventajas. A
su vez, para que un determinado proceso descentralizador pueda ser encuadrado en cada modalidad
específica éste debe cumplir con ciertos prerrequisitos (o condicionantes).
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