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Autobiografía admirable
de mi tía Eduviges
Prólogo de
Genoveva Mora Toral
COLECC I Ó N
Presidente
del Consejo de la Judicatura
Gustavo Jalkh Röben
Vocales
Néstor Arbito Chica / Karina Peralta Velásquez
Alejandro Subía Sandoval / Tania Arias Manzano
Director de la Escuela de la Función Judicial
Tomás Alvear
ISBN 9789942-8531-10
Proyecto Editorial Consejo de la Judicatura
Reina Victoria N23-101 y Wilson
www.funcionjudicial.gob.ec
Editogram S.A.
Distribución Diario El Telégrafo
PUBLICACIÓN GRATUITA
Quito - Ecuador, 2014
Prólogo
Eduviges,
una vida más enérgica que la fábula
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Eduviges, niña de mirada estrábica, nace dotada de
este «torcido» recurso que le permite observar todo. Es
una especie de Jean-Baptiste Grenouille*, pero con el don
de una vista singular; sin embargo, nuestra heroína no
decanta por el crimen: su único delito es vivir despojada
de hipocresía e ignorar día a día las convenciones sociales
impuestas por la joven y católica burguesía.
Francisco «el Loco» Tobar García se habrá divertido
mucho cuando escribió esta joyita, porque Eduviges es
innegablemente su álter ego femenino. La voz narradora,
la de la tía, se da el lujo de iniciar su relato con la lengua
en ristre:
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no escatima adjetivos ni esconde su deseo de elevar el tono
para pasar cuentas, al menos por escrito, en sus deseos
finales, a esos parientuchos a quienes ya en vida varias
veces había sepultado. Hace con gracia feroz este dictamen
pre mórtem: «hablaré de ellos como lo merecieron: mal y en
voz alta» (p. 24), dice.
Esta historia contada en primera persona hace
referencia constante a grandiosos personajes de papel.
Así, el ilustre caballero de adarga y rocín parece
apropiarse de esta hidalga andina cada vez que arremete
con fuerza a los vientos desatados por los luengos
chismes de la capital: «…con la iglesia hemos topado,
sancho, escrito hace tiempos por el hijo de la saavedra.
miren lo culta que soy, ¡y es que no he leído mucho pero
releo siempre!» (p. 25).
El lenguaje de la novela está, por supuesto, al servicio
de la fábula, pero también al de un continuo juego
lingüístico que confiere una atmósfera de humor y que
es, simultáneamente, la gran herramienta para revelar su
pensamiento atento, su sarcasmo traducido a célebres frases
cotidianas, adobadas de una enjundia capaz de molestar a
unos cuantos referidos y referentes captados por el ojo de la
estrábica matrona.
Sus enunciaciones van contracorriente, bordean
el cinismo y ponen a tambalear certezas y situaciones.
Esto ocurre, por ejemplo, cuando Eduviges pierde
a su amado Werner y recibe condolencias y cierta
advertencia de un preocupado empleado que conoce la
causa del deceso:
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Ella lamenta la pérdida a su manera:
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algunos hechos banales, esos llamados por los
romanos pecados veniales… (p. 145).
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Las relaciones familiares son otro telón de fondo
que da color a esta divertida autobiografía, no solo
porque la doña ha formado una familia muy particular,
sino porque las mujeres se ubican en dos extremos:
unas de pretendida y virginal pureza, adobada de
eclesial aroma, especie en la que caben principalmente
las reverendas madres, las damas de alcurnia y las
de buenas carnes, como la señora Avelina –«el ave
más pesada que haya visto sobrevolar» (p. 85)–; y
aquellas, muy contadas, como la tía Eduviges, cuyo
memorable desparpajo la lleva a pronunciar un
memorable veredicto: «soy una mujer limpia, me baño
sistemáticamente y moriré con el orgullo de jamás
haber frecuentado esos lugares como la escuela, la
iglesia, la universidad o el monte de piedad» (p. 100).
Eduviges es una mujer a la que le sobra el mundo; la
enferman la geografía, las fronteras, los pasaportes y las
visas. Cree que el verdadero sentido del amor y la amistad
no tiene remilgos ni buenos modales. No le interesan la
vanguardia ni la tecnología; reniega de estos tiempos en los
que ya nadie sabe si los huevos los pone «una computadora
o una gallina de campo» (p. 163).
Paco Tobar fue un personaje que estuvo siempre
contra la regla; sus personajes parecen ser pretextos
para abordar diversos temas y desacralizarlos. Asimismo,
al hacer de esta mujer un personaje excepcional
renuente al melodrama, trastoca los estereotipos
femeninos: a Eduviges, como a toda abandonada de
la vida –y de acuerdo al cliché–, le esperaría una vida
de a perro y no la pantagruélica existencia que tuvo la
energía de vivir.
Ella fue una niña robustamente cínica a la que pocas
cosas sacaron de su trinchera. Por eso, cuando de manera
inesperada se presenta el desaparecido padre, borra de
golpe cualquier posibilidad de telenovela:
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–¿me detestas, pequeña?
–no, pasado mañana cumpliré los quince años y,
para tu conocimiento, ya soy mujer.
–lo sé, lo sé.
–por favor, si en realidad eres mi padre, no
digas esas huevadas de los chinos, «lo sé, lo sé».
simplemente, como todos los hombres, no sabes
nada (p. 68).
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coincidencias
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considero falta imperdonable de mi madre su mal paso.
ya sé que tú, lector desaprensivo, te habrás figurado lo
peor, especialmente si naciste en esa ciudad donde las
beatas y las golondrinas tienen licencia para defecar en
las joyas coloniales de iglesias innumerables donde se
festina al dios de los romanos. no, el mal paso de mi ma-
dre ocurrió cuando, llegada a la ciudad andina, resbaló
al entrar en el hotel metropolitano. recuerdo claramente
que no había permanecido en el vientre de mi respetable
anfitriona más de siete meses y catorce días, cuando di
un alarido en la clínica ayora.
entonces se acercó el tío flavio, feo como nadie, y ex-
clamó con los brazos en cruz:
–es preciosa, se parece a mamá.
jamás, pensé de inmediato, esa vieja era espantosa,
aborto del infierno.
el doctor ayora dijo:
–la niña tiene un defecto grave, padece estrabismo.
él no podía sospechar que si miraba de esa laya, era por
el asco; todo enrarecido, hasta el aire que yo apercibía.
–¿en qué fecha estamos? –preguntó otro de los tíos que
había llegado a saber el mal paso dado por mi madre.
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–¿duermes, pequeña?
la pregunta de la inglesa era tan estúpida que di gra-
cias a mi madre santa de no haber nacido en gales o lon-
dres. la muy inglesa dormía a pierna recogida, es decir
que no dormía a pierna suelta. nadie dormía y los trenes
aullaban al punto de pensar que todo era de mal agüero
para mi viaje a esa lejanía donde me esperaban tíos y
más tíos porque, tanto del lado de mi padre como del de
mi madre, nadie había dejado de copular día y noche.
los parientes salían de huecos abisales y eran como ra-
tones que poblaban un inmenso salón.
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–¿está?
–no está.
este diálogo shakesperiano se desarrollaba en la puer-
ta de la mansión regia. la doncella, a pocos pasos. luego
de varios malos pasos, observaba el fenómeno astronó-
mico con curiosidad extrema. por eso, siempre he detes-
tado a los extremistas y a los pesimistas.
–¿sabes, preciosa? la señora se ha fugado con el padre
almeida, ¡de la merced!
otra vez hemos topado con la iglesia, sancho amigo.
el borrachín tenía cara de borracho. hasta luego, y la
puerta se cerraba sobre una página más de la historia.
gonzález suárez se metía el dedo en la nariz y la mone-
da se devaluaba. la doncella dijo algo terrible para las
circunstancias:
–¡oh, la señora!
yo me imaginaba al fraile con su canuto. ¡ah, simio
disoluto! pero el tío, cuando llegó –juro que no antes–,
después de acomodarse en el butacón de la biblioteca,
sentenció con voz armoniosa:
–el que pierde una buena mujer no sabe cuánto gana.
la doncella, con celos, preguntó:
–¿el señor no está desolado?
–no, me agrada el sol demasiado –respondió don
manuel.
–¿los frailes pueden follar? –pregunté.
el tío me observó con curiosidad libertina.
–me extraña tu pregunta... pensándolo bien, los frai-
les deben saberlo. los hay de dos condiciones: los que
suelen beber cerveza antes de fornicar, y los bebede-
ros de cerveza después de haber saciado su curiosidad
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el viaje al oriente del ecuador fue motivo para pensar una vez
más en homero, puesto que todo sucedió cerca de la odisea:
caballos que semejaban el resultado de la cruza de jamelgos
con perra, árboles gelatinosos, trampas, obstáculos, arenas
movedizas (políticos que se inician en la lucha electoral),
voces desconocidas, aves que perforaban el silencio con gri-
tos horrísonos, serpientes que no estaban encantadas. todo
como si desde hace siglos nos hubiesen esperado como al
mesías, y unos indígenas lerdos y cobardes, al final traidores,
nos abandonaron después de llevarse las provisiones.
–sin embargo, esto es mejor que matar gente.
pero yo sentía comezones en todo el cuerpo, y mi mata
de pelo a veces se enredaba con las matas del camino,
que realmente no existía.
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–¿huyen de algo?
–de todo –repliqué–; de una suegra caníbal, de un
exmarido obseso por su madre...
–¿es muy obeso?
–no, obsesionado por la madre, todavía le da el seno...
–eso es admirable para la salud.
–huimos de todo, pero, sobre todo, de la guerra mal-
dita. mi compañero es alemán y... tuvo una abuela judía.
por un lado, le persiguen los alemanes para guerrear con
los fantasmas, y por otro, los americanos: lo miran como
a un nazi escondido, y, encima, debe esconderme de los
nazis, por el cuento de la abuela...
–me llamo paul y nací hace sesenta años en colonia...
–ya me explico su olor –repuse con fe y alegría jesuíticas.
aquello le agradó mucho y concertamos una cita al día
siguiente en el mismo lugar.
era serbio, croata y acróbata; por cada pasaporte, con
permiso de residencia, debimos pagar la suma fabulosa
de dos mil sucres; una parte debió recibir paul y la otra
el colombiano nacido en el putumayo, indudablemente
un hijo de puta, y era el mes de mayo, con lo cual todo
queda aclarado.
no lo volvimos a ver nunca.
entonces, sellamos la amistad. no vi nunca el sello de
marras, pero paul, werner, que ahora se llamaba igna-
cio, como el de loyola, pero cordial y sano, y esta pobre
mujer señalada como inés maría para el cuento de la
guerra, igual al salto del mismo nombre mucho más al
norte, donde el agua caía desde una altura prematura,
de nacionalidad española, ambos nacidos en albacete,
uno de día y otro de noche. la pareja perfecta.
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–werner, a guayaquil...
mi compañero, durante el día entero, hizo unas cuan-
tas maletas y regaló desperdicios a los cuervos posados
en el tejado al saber la noticia. traían cara de circunstan-
cias, pero en el fondo, ¡vaya mierda acumulada!
lo más importante era la biblioteca que a nadie podía
beneficiar: más del millar de libros en francés, alemán,
unos cuantos en español, «la celestina», «el quijote»,
«la dorotea», azorín, mi santo maestro del español. anatole
france iba en sitio especial. rabelesiano, adorable, no le
he perdonado nunca sus novelitas trágicas y hediondas a
jansenismo, pues esta especie de religión es lo que ha pri-
mado en hispanoamérica. no, siempre estaré del lado de
anatole, el francés irónico y desparpajado. mi compañero
ahora leía a un autor que jamás consentí y por el cual hubo
grescas inverecundas: el señorito rilke. hasta la muerte de
este clérigo sin sotana me fastidiaba: ¡privado de vida por
una rosa! ¡solemne maricón!
como suele suceder en los viajes, estuve absorta ante el pai-
saje mudable y sentí más odio que nunca hacia los pasajeros
cabeceando como si el mundo no fuera esta belleza extrema.
nos hospedamos en el metro, pero werner me dijo a la
hora de cenar:
–por culpa del bigotitos, ahora deberemos soportar a
la hez del judaísmo, quienes alcanzaron a salir de eu-
ropa. basta mirarlos: son unos hijos de puta. mañana,
desde temprano, debemos buscar una casa, luz.
la orden fue cumplida, y rastreamos el puerto hasta
dar con una villa en el barrio más amable, cerca del par-
que seminario, con árboles añosos y recuerdos, las aves
y el silencio en las tardes apacibles, cuando los ancianos
salían en busca del frescor.
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–ah, en madrid...
–no se puede culpar, era el fin del invierno y yo había
bebido algo menos de la cuenta anterior.
–hay razón para admitir que el amor embriaga.
aminta añadió su alegría a la mañana y dijo estar sa-
tisfecha porque ya era hora de parir. contaba entonces
con treinta y cuatro años, edad poco discreta para una
situación embarazosa.
–¿has pensado ya en el sexo de la criatura? –claro,
carlos; siempre hace preguntas desconcertantes.
–el sexo está de moda.
ambos me miraron como si tuvieran legañas en la
conciencia.
–abre los ojos, edu. más bien el sexo está de retirada.
hoy son la política y la droga los imperativos. aminta,
¿vas a votar?
dijo algo en secreto o algo sobre el voto secreto. no
acabé de entenderlo por estar atenta a esa barriga con
presentimientos.
–sí, tal vez a mi vejez venga bien la risa de un niño...
o sus berridos. a mi edad, ¿tiene alguna importancia esa
distinción?
aminta comentó en tono de reproche:
–le aseguro que era un caballero distinguido. usó una
táctica extraordinaria, pues comenzó por calentarme las
orejas.
otra vez el comentario de mi compañero me puso en
vilo:
–¡oh!
carlos es géminis y morirá seguramente de cirrosis.
yo soy modestamente virgo, nadie me creía cuando lo
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–¡nada resta!
dickinson, mi perrita, de la cual no he hablado hasta
ahora, semejaba anonadada.
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¡machistas de mierda!
los poetas con permiso para amar y olvidar.
total: carlos y yo hicimos el amor en la habitación de
aminta, pues mi compañero había llamado a mi prima
idelfonsa (¿verdad que el nombre es auténtico y diver-
so?) a fin de que ella pusiese en orden la contabilidad de
la casa donde todavía no habitamos; pero, como él dice
razonablemente, más vale prevenir que curar...
aquello fue inverosímil.
–carlos, después de hacer el amor conmigo, ¿no crees
que te has vuelto arqueólogo o egiptólogo? ¡soy real-
mente una momia!
–por lo menos, los muelles de la cama no hicieron
ruido.
el comentario de mi compañero me transportó a tie-
rras lejanas donde el viento muda de parecer a cada
instante.
nadie nos perdonará nunca: somos amantes y felices.
todo es contrario a la doctrina en boga.
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–¿estás enamorada?
quien calla otorga.
me da la impresión estudiada (no vaga, por tanto) de
que ella esconde una pasión arrolladora.
–¡ay, edu, ahora casi nos arrolla un carro!
tardé en entender lo dicho; mejor dicho, hasta ahora
no entiendo.
–es un extranjero. se llama no sé cómo. es desmedido...
–¿cómo?
–cada vez que hacemos el amor, me deja descuadernada.
edu, angelical, trata de romper un cenicero y me pre-
cipito a arrebatarlo en el momento casi preciso. el inten-
to resulta vano y el cenicero cae en cámara lenta, lo cual
aumenta mi sobresalto. walter da un salto y lo agarra en
el instante de llegar al suelo: el cenicero y el intruso se
estrellan.
ella pregunta de repente:
–¿cree, edu, que este mundo es para los niños?
enciendo un cigarrillo. estoy toda encendida. quisiera
olvidar los buenos modales y dar una bofetada a la niñota.
la criatura luzbelina sabe más que todos los otros an-
gelitos, y al cabo de un momento ya me tiene orinada
y me llama «abela» con tal tono, que el enfado resulta
doblado.
–lo conocí en el oro verde, una noche.
–ya decía yo. no podías haberlo conocido una mañana.
se queda pensativa, o sea, satisfecha textualmente o
sexualmente. es difícil definirlo. ¿no les parece?
–se llama clovis.
–¡eso no suena a extranjero!
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la galena dijo:
–bueno, haga lo que usted desee.
–por fin encuentro una receta razonable.
mi afirmación desconcertó a marcus, pero ense-
guida nos invitó a un concierto de la sinfónica. ¡más
desconcierto!
–van a interpretar la quinta de beethoven.
–insoportable –contesté–. vaya usted solo.
aminta se sonrojó. pienso que ella creía algo distinto.
así quedaron los hechos, y los por hacer me llevarían
como unas cien páginas más y ustedes me aborrecerían.
–entonces voy a ir al teatro. es curioso. hace veinte
años, en mi primer periplo (aminta se volvió a sonrojar)
por el ecuador, me satisfizo el movimiento cultural en la
capital, pero ahora veo mayor en guayaquil.
–mire, marcus: hace sesenta años, ocurría lo mismo.
las compañías de teatro daban sus temporadas más
largas en guayaquil.
recuerdo a los hermanos soler y la compañía de opera
bracalli.
lo dicho por mí fue como una lección de sociología
para marcus, quien, de repente, dijo:
–¡una iguana!
nada de raro. estos reptiles son parte de nuestra vida.
asoman en la mañana, reptan, como es lógico y natural,
viven, se reproducen. iguales a los seres humanos, pues,
¿qué es el hombre sino eso: alguien que nace de pronto,
crece, come, se multiplica y muere?
y ahora, cuando escribo, siento, palpo casi, una igua-
na junto a la puerta de la biblioteca, y soy enteramente
dichosa.
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Francisco Tobar García
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1989
la casa de las iguanas
guayaquil
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Autobiografía admirable de mi tía Eduviges
de Francisco Tobar García
fue editado bajo el número 10 > en la
COLECC I Ó N