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Cuán único es parece obvio: Si hay sólo uno (original) no será lo mismo que si
disponemos de varios ejemplares de la misma categoría. Es más complejo de lo que
parece si tenemos en cuenta la reproducibilidad de las fotografías y de los grabados o
impresos, aunque ahora no entraré en detalles. A grandes rasgos, lo que haya hecho la
mano humana será normalmente más único que lo que haya hecho una máquina.
La función es casi automática si la obra está altamente valorada en los dos anteriores
(muy significativo, muy único): estará destinada a ser conservada y adorada tanto si es
una mierda en conserva como si se trata del beato de Liébana de Gerona. En muchos
casos la función primigenia para la que fuera creado quedará relegada a un segundo
plano.
Cuanto menos insigne sea el objeto, más tendremos en cuenta su función originaria;
aunque no siempre.
Estas funciones seguirán siendo vigentes para objetos menos notorios. Pero también
pueden adquirir una nueva función: acuñar una mesa, ser parte integrante de una
performance…
Ya parto de la base que mi punto de vista apenas satisfará hoy a una mayoría; y que no
sabemos mañana qué se valorará más o no… Procuraré tenerlo claro yo para justificar
mis intervenciones, y si estoy convencida en un 80% ya me parecerá un éxito (se
entiende ahora porque los restauradores hablamos tanto de hacer intervenciones
reversibles, que se puedan deshacer).
Acostumbro a decir que cuánto más fácil sea deducir lo que faltaba, más legítimo sería
que el restaurador acometiera su reintegración intentando que pase inadvertida. Sería
como decir que cuán menos relevante sea la pérdida (considerando aquí los tres
conceptos antes mencionados para el objeto dañado) más licencia tendría el restaurador
para “terminarla”, más asumible el posible error en su hipótesis. Y se debería incluir un
último aspecto, y es el tamaño, ¡que sí que importa! porque cuánto mayor sea la laguna
o más áreas afecte, menos lícito sería presuponer su aspecto.
La venus de Milo, por ejemplo: a ningún restaurador en sus cabales se le ocurriría
terminarle los brazos… ¿Qué hacía esta joven? ¿Quién podría tener la certeza? ¿Quién
osaría ponerse a la altura del artista para hacer una aproximación, aún y admitiendo que
se tratara de una hipótesis? O ¿qué iluminado modificaría la auténtica para darle un
nuevo punto de vista? Tiene tanto significado por ella misma, tal como es, que
“funciona” aún y amputada, nadie considera que se haya estropeado. A saber si hace dos
mil años este pedazo de mármol era un toallero, o tenía otra función (religiosa, cultural)
que sobrepasaba la “meramente” artística… El valor y el significado que le atribuimos
hoy veta cualquier intento de “arreglarla” o “mejorarla”, porque ya va sola tal como es.
Para establecer el criterio ante una intervención, recurro a una especie de tabla de
controles, como la de los ecualizadores de sonido:
Puesto que una restauración es una intervención humana y en nuestra sociedad todo se
acaba valorando con dinero, el último factor incluye cuánto cuesta la hipotética
resolución de la laguna. Midámoslo en tiempo, en recursos o en euros… al final todo es
lo mismo. Y, guste o no, el esfuerzo asumible en cada caso vendrá determinado por el
valor del objeto.
Los casos más divertidos de resolver, para mí, son los de entre medio: los tirando a
ordinarios pero con un punto de distinción. Son los que permiten echar mano pero que
no exigen el rigor (¡y el horror!) de una pieza insigne; los que demandan un tratamiento
más allá del meramente estructural, pero que no son lo suficientemente emblemáticos
para dejarme a mi como una restauradora de Milo: sin brazos.