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8 La parte neg ad a de la cu ltu ra

teto de “reduccionistas”. En ese proceso arrasador se secundarizaron aspectos


referidos a la estructura social, a los económicos, políticos e ideológicos; se
opacó la existencia de sectores sociales diferenciados, o bien se los reconoció
como meras variaciones cuyas “diferencias” debían ser recuperadas, pero sin
remitirlas al contexto de hegemonía /subaltem idad dominante.
Y es dentro de relaciones sociales en térm inos de hegemonía y subalter-
nidad, donde se perpetran las negaciones, los olvidos, lo oculto y lo ocul­
tado, donde se tensionan tanto las dim ensiones teóricas, como la de orden
práctico-ideológicas.
Por este motivo nos empeñamos en iniciar con esta obra la Colección Bi­
blioteca de Antropología. Porque contribuye a pasar el cepillo a contrapelo a
todas aquéllas dimensiones, reconociendo la existencia de un campo de dispu­
ta en el terreno disciplinar y la decisión de dar batalla en él con herramientas
teórico - metodológicas. Porque consideramos a este libro como parte de los
combates por la humanidad, y porque tampoco queremos olvidar que estos
afanes han sido una característica de la antropología crítica latinoamericana, en
la cual militó con fervor nuestro compañero, el Profesor Edgardo Garbulsky.
Esperamos que las páginas que siguen queden ajadas. Que el libro se de­
forme de tanto pasar de mano en mano. Se trata de la obra de un maestro que
lejos de instilar el hastío busca irrumpir, arrasar y reconstruir.
Tal es la vocación de esta colección, que busca convocar a la lectura de
textos fundam entales, solicitando atención, acuerdo y disconformidad cola­
boradora.

G l o r ia R o d r íg u e z
Escuela de Antropología
Universidad Nacional de Rosario

Argentina, junio de 2010


Prólogo a la edición argentina

Si bien no conozco trabajo alguno acerca de cómo construir un prólogo, pare­


cería que circula como una obviedad al interior del sentido común académico
y, por ello mismo, como conocimiento/desconocimiento de alguna lógica que
garantice cierta pertinencia en su elaboración. De todos modos, y más allá de lo
que tal lógica pudiera significar, no tengo dudas que esta inquietud se impone
ante la responsabilidad que supone prologar el texto de uno de los más impor­
tantes referentes de la antropología latinoamericana. Un texto en el que Eduardo
Menéndez despliega un conjunto de consideraciones teóricas metodológicas del
quehacer antropológico que, a mi entender, resultan imprescindibles en el de­
bate contemporáneo de las ciencias sociales y, por ello, en la formación de los
jóvenes antropólogos del futuro. De ahí que simplemente trataré de dar cuenta
de ciertos efectos que su lectura me ha provocado tratando de evitar los riesgos
que advirtiera T. Adorno ante la situación de comentar el trabajo de un colega:
el de comportarse como un pedante o como un parásito. Aunque, en realidad, la
lectura que siempre hemos realizado de distintos trabajos de Eduardo Menéndez
y de este texto en particular, más que para comentarlos ha sido por la necesidad
de ubicar herramientas y concepciones que nos orientaran en nuestras prácticas
de investigación o en la experiencia de transmitir a los estudiantes perspecti­
vas socioantropológicas de cómo hacerlo. Por lo tanto, desde esta preocupación
sólo mostraré algunas problemáticas que el autor desarrolla con la intención de
poner de relieve un modo de entender y practicar el oficio antropológico.
En primer lugar, habría que decir que se trata de un texto que recorre una
serie de problemas que, como el mismo autor reconoce, no se constituyen ex­
clusivamente en el campo académico sino que remiten, también, a procesos
sociales, políticos e ideológicos en un doble sentido. Por un lado, como proble­
10 L a p arte neg ad a de la cultura

máticas teóricas metodológicas que se generan en determinadas condiciones


-históricas, institucionales, laborales- de producción de los conocimientos;
por el otro, en tanto también se deslizan y circulan a nivel de la cotidianeidad
social de una época.
En tal sentido, el texto va y viene en la historia de la antropología sin dejar
de entender tal cuestión como parte del contexto histórico en el que se produ­
cen las mismas. Desde esta perspectiva identifica distintos procesos de crisis
en la disciplina a partir de los cuales se redefinen los problemas, los sujetos
de estudio y las modalidades de conocimiento. Ubica tres grandes procesos
en los que trata de articular -n o m ecánicam ente- situaciones de crisis a nivel
general con movimientos de ruptura de las continuidades teóricas e ideológicas
dominantes: la primera, en la década de 1930 y principios de 1940; la segunda
desarrollada durante la década de 1960 y, finalmente, el malestar expresado
desde mediados de los años setenta y durante los ochenta.
A partir de esta permanente preocupación por historizar las distintas pers­
pectivas antropológicas, E. Menéndez va mostrando ciertos núcleos con­
ceptuales que se repiten y olvidan, que retom an eternamente en el quehacer
disciplinar con la especificidad que adquiere en cada momento. Así, prestará
particular atención a la persistencia del relativismo cultural y gnoseológico,
al retorno de lo local, del punto de vista del actor, de las etnicidades, de lo
biológico. El desarrollo de cada una de estas problemáticas resulta uno de los
aportes centrales del texto. A través de ellas pone de relieve los contenidos y
orientaciones académicas que tales núcleos fueron tomando en los distintos
contextos históricos y, simultáneamente, muestra los deslizamientos que se
han dado en los usos sociales e ideológicos de los mismos.
Resulta importante destacar la perspectiva desde la cual el autor analiza,
cuestiona, despliega estas problemáticas en sus repeticiones y olvidos. Lo hace
preocupado por consolidar un enfoque relacional tendiente a no reducir las in­
vestigaciones antropológicas a perspectivas empiristas y ahistóricas. Propone
no limitarse al punto de vista de un actor, sino analizar los diferentes sujetos
que interactúan en un campo problemático; no quedar sólo en las representa­
ciones sino también vincularlas con las prácticas; no mostrar las diferencias
étnicas, de género u otras omitiendo las desigualdades sociales y económicas.
A lo largo del texto insistirá en la necesidad de considerar los procesos
contextúales que puedan alterar la producción de determinadas explicaciones
teóricas así como la posibilidad de realizar ciertas investigaciones etnográfi­
cas. Una insistencia que conlleva a los necesarios controles y autocontroles
Prólogo a la 2 a edición 11

epistemológicos vinculados a la congruencia metodológica en relación a los


problemas a investigar. E. Menéndez plantea que, en los procesos de inves­
tigación, se debe conocer cómo se constituye el campo problemático no sólo
a nivel teórico metodológico sino también en los usos y apropiaciones que
circulan en la vida cotidiana de los sujetos sociales. Es decir, reconocer en los
problemas específicos de investigación cómo se configuran y usan determi­
nados conocimientos y, simultáneamente, cómo las orientaciones dominantes
pueden imponerse a los objetivos y concepciones del investigador. Al desta­
car el carácter social de todo saber pone de relieve la importancia de incluir
los procesos sociales, económicos, ideológicos de una época como parte de
la producción de conocimientos sin reducirlos a ellos. Propone analizar la
producción y uso de un saber específico a partir de sus características y con­
diciones intrínsecas. Según sus palabras sería “encontrar lo contextual en las
prácticas y representaciones de dichos saberes” lo que implicaría “no sólo la
búsqueda de las lógicas sociales en las realizaciones de los propios actores,
sino a reconocer que los saberes, y especialmente los saberes científicos y
académicos, tienden a ser apropiados por las diferentes fuerzas sociales que
operan en contextos específicos”. Considerar esos deslizamientos de conoci­
mientos en cada campo problemático supone generar una permanente crítica
teórica metodológica a lo largo de todo el proceso de investigación: desde la
formulación del problema hasta el trabajo de campo, los modos de analizar,
interpretar, explicar y presentar por escrito determinado conocimiento. Pensar
la realidad social no sólo desde “las características explícitas, manifiestas y
evidentes, sino desde los aspectos marginales, triviales, irrelevantes y sobre
todo convertidos en sentido común” .

En síntesis, un texto fecundo que orienta el quehacer antropológico y, a la


vez, analiza en profundidad núcleos fuertes de la historia disciplinar como lo
son el relativismo cultural, la noción de cultura como “verdad”; las perspecti­
vas etnicistas -co n los deslizamientos racistas-; el uso del “punto de vista del
actor” como recurso único en la construcción de conocimientos; las perspec­
tivas particularistas centradas en lo local o las consecuencias paradójicas en el
estudio del otro. Advierte, además, sobre un conjunto de conceptos olvidados
y fuertemente estigmatizados en las últimas décadas como, por ejemplo, el de
clase social o la incorporación de la dimensión ideológica en los procesos de
investigación.
Un texto indispensable que coloca una mirada crítica hacia las tendencias
12 L a parte negada de la cu ltu ra

empiristas, ahistóricas y ateóricas - o antitéoricas- que suelen retornar con dis­


tintos ropajes al campo antropológico. Por lo tanto, una referencia imprescin­
dible en nuestro quehacer académico que nos obliga a no dejar en lo impensa­
do lo que hacemos, en cómo lo hacemos y en los usos políticos e ideológicos
del contexto en el que se inscribe aquello que construimos.

E l e n a L. A c h il l i
Universidad Nacional de Rosario

Argentina, 2010
Contra el olvido. A modo de prólogo

Nos piden un prólogo. Con ellos, los seniors suelen apoyar a los juniors que
comienzan su carrera. Otras veces son los discípulos quienes, tras la muerte del
maestro, amorosamente, preparan textos inéditos para publicarlos postuma­
mente. Este prólogo no corresponde a ninguna de estas situaciones. Nos piden
a los discípulos que presentemos al referente intelectual de nuestra generación.
No es tarea fácil, y la responsabilidad grande. Pero es una situación interesan­
te, porque nos obliga a reflexionar acerca de las razones por las cuales alguien
como Eduardo Menéndez, uno de los escasísimos y grandes teóricos en la
antropología de la medicina actual, y aun de la antropología contemporánea,
haya de ser presentado por sus discípulos. ¿Qué sucede para que una de las
obras más coherentes y con mayor capacidad potencial de influencia sea tan
poco conocida en el mundo de la ciencia social de hablas latinas, más allá de
los cenáculos de antropólogos médicos o de antropólogos de América Latina?
Vale la pena reflexionar, pues, sobre las paradojas de la marginalidad intelec­
tual, y sobre el tristísimo panorama del mundo académico latino, incapaz de
reaccionar ante la inteligente operación comercial e intelectual que asegura la
hegem onía-y el bussiness- de los editores anglosajones.
Supimos de Eduardo Menéndez de manera harto accidental. Dolores Ju­
liano envió en los primeros años ochenta a Tarragona un manuscrito de un
¡nnigo suyo, argentino como ella, que vivía en el exilio en México. El texto era
fascinante. Abordaba el problema de los grupos de ayuda mutua de un modo
absolutamente novedoso. En el panorama de la antropología de la medicina in-
lernacional de aquel tiempo, su enfoque iba mucho más allá de lo que producía
la antropología de la medicina anglosajona coetánea. El artículo se publicó, y
aprovechando que venía a España pudimos tenerle entre nosotros en un semi­
14 L a p arte neg ad a de la cultura

nario. Como dice él mismo, «la primera vez erais menos de media docena». La
clase fue espectacular. Inolvidable. Eduardo es un extraordinario comunicador
en un aula y participar con él en una clase es una experiencia que jam ás deja in­
diferente. Son esas escasas vivencias que, al final de nuestras vidas, continúan
presentes y justifican el hablar de la condición de maestro.
El impacto de Eduardo no fue sólo la presentación «dramática» del discur­
so. Para nosotros fue más. Veníamos de tres raíces intelectuales distintas, el
culturalismo norteamericano, la social anthropology británica y las escuelas
estructuralistas francesas, marxistas o no, pero sin que en la incipiente an­
tropología española de los ochenta hubiese ninguna idea muy precisa acer­
ca del «quehacer antropológico». Por razones generacionales, los catalanes
rechazábamos el culturalismo norteamericano, mientras que los madrileños
nos movíamos entre éste y la social anthropology británica. Pero la identidad
antropológica naciente trataba de diferenciarse a codazos de la historia y de
la sociología, y era escéptica, cuando no hostil, a cualquier antropología que
tuviese demasiadas veleidades historicistas o que encarase demasiado las so­
ciedades complejas no «nativizadas». Pensar entonces en la posibilidad de una
antropología de la medicina era entrar en un terreno que se desconocía más allá
del folclore médico o de las relaciones entre magia, medicina y religión. En la
Antropología española, desde finales de los setenta, trabajar sobre manicomios
o drogas o salud era cosa rara de gente rara. Además, esa identidad rara e inclu­
so cuestionada-«eso no es antropología»- sobre objetos de estudio raros obli­
gaba a plantearse un debate que, salvo algún antropólogo singular, como Ignasi
Tetradas, que entonces estaba en un departamento de Historia Contemporánea,
no era de recibo en la antropología española hegemónica: es el problema del
significado de la historia en los procesos sociales y culturales. ¿Qué historia y
qué significado? Terradas nos contó no hace mucho, en un coloquio, que había
leído a Gramsci en una estancia en Manchester, pero que, al redactar la edición
catalana de su texto, las referencias a Gramsci se omitieron, en cierto modo
porque a finales de los setenta y en los primeros ochenta Gramsci era sostenido
apenas por algunos sectores de intelectuales próximos al PSUC, era una opción
política y no «académica». Sin embargo, el gramscismo más o menos sutil­
mente oculto en Terradas encajaba con el abordaje de determinados procesos
históricos que afectaban ios análisis del sector salud en España con unos pro­
cesos de cambio muy significativos y en los que los conceptos de hegemonía y
subaltemidad se presentaban como analíticamente muy productivos.
La llegada de Eduardo brindó la posibilidad de legitimación de una prác­
L a pa rte n e g ad a de la cultura

y olvidos es el hilo conductor que organiza, de manera concreta y compleja,


todo el texto. El subtítulo «Relativismo, diferencias y racismo» nos remite
a la discusión crítica de algunos de los presupuestos más paradigmáticos de
la constitución de la particularidad epistemológica de la antropología social
- e l análisis de la diversidad y su a veces aparente correlato con la relatividad
cultural-, para hacernos reflexionar sobre las formas de apropiación histórico-
políticas de algunos de nuestros más queridos conceptos. Con esta apropiación
pierden su aparente y redentora «virginidad» teórica, y nuestra identidad que
creíamos firme se tambalea.
Eduardo nos plantea, a través de estas dos constantes analíticas -olvidos
y apropiaciones-, un libro coherente y lúcido sobre las formas sociohistóricas
de construcción del conocimiento antropológico y de algunos de los aspectos
más relevantes de las formas de construcción de problemáticas de las ciencias
sociales en general. Reclamando la necesidad de trabajar en las «continuidades
y/o discontinuidades» de estas problemáticas, para subrayar que el proceso
de discontinuidad sólo adquiere luminosidad explicativa si se pone en corres­
pondencia con las formas sociopolíticas de reproducción social. Por ello, nos
demanda, a nosotros los científicos sociales, que no olvidemos que la cons­
trucción de nuestros saberes científico-profesionales debe edificarse sobre las
consecuencias sociales de los mismos y sobre la articulación de éstos con las
formas sociales de reproducción de los sistemas sociales.
Frente al olvido, la conciencia que deviene del análisis riguroso de la his­
toria de nuestras disciplinas. Frente al «adanismo», la implicación con un
pasado no tan lejano, aunque opacado por su negación y/o aparente inexis­
tencia. Propuesta, pues, de reflexividad crítica sobre el quehacer de los antro­
pólogos y otros científicos sociales, pero muy alejada de otras corrientes a la
moda en las que la reflexividad queda en un juego de análisis de la retórica
descontextualizado del uso que de los saberes sociales se hace por parte de
distintos sujetos y colectivos sociales. No encontramos en M enéndez atis­
bos de concesiones a ese «mirarse el ombligo» tan hegemónico en nuestros
días y que supuestamente encierra una reflexividad relativista y crítica. Por el
contrario, la apuesta se manifiesta «fuerte» y vigorosa. El análisis sobre los
usos sociales de nuestro conocimiento no debería llevarnos por la vía de la
destrucción del conocimiento, sino por la vía que nos indique un camino más
riguroso y efectivo, por lo tanto más científico, para explicar, comprender y
proporcionar instrumentos que nos aseguren la posibilidad de un análisis de
la com plejidad y la problematicidad. Ya que el abordaje de la complejidad de
Prólogo a la I a edición 17

forma problemática es en definitiva lo que debería caracterizar la posibilidad


de unas formas específicas de construcción del conocimiento de lo social y
rilo desde una perspectiva en la que la historia juega un papel crucial tanto
contra el olvido como contra la simplicidad.
La importancia de este libro reside, desde nuestro punto de vista, en 1a
recuperación de los materiales que conforman los distintos capítulos -algunos
publicados de manera parcial en artículos dispersos-, que en su modificación y
nueva articulación dan cuenta de la coherencia teórico-metodológica de un au-
tor que desde la posición de subalteraidad que ocupa la antropología mexicana
como la nuestra- es capaz de captar con una lucidez excepcional los distintos
desarrollos epistemológicos y teóricos de las antropologías hegemónicas, con
una distancia no exenta de ironía, que ponen sobre el tapete uno de los proble­
mas más interesantes de nuestra forma de conocer: la necesaria e ineludible
reflexión sobre nuestros objetos-sujetos de investigación, las formas teóricas
de abordarlos, su interdependencia con las técnicas de conocimiento empírico
social, y las formas históricas y los procesos histórico-políticos en los que di­
chos conocimientos adquieren su legitimidad y su hegemonía.
Al rastrear todo aquello que no se dijo, sobre lo que no se reflexionó, o que
se abandonó en un proceso de ocultamiento, nos desvela su no inocencia y/o
aintencionalidad. En unos momentos históricos en los que el racismo cotidiano
se instala en nuestras conciencias y nuestras prácticas diarias, el ejercicio de
reflexividad crítica sobre las formas en las que el nazismo y el neorracismo
biologicista utilizó el conocimiento antropológico como forma de legitimación
científica de prácticas políticas de exclusión y asesinato masivo no es baladí
y se adquiere una actualidad que creíamos ya innecesaria. En el último capí­
tulo que cierra el libro, el autor reflexiona en primera persona, con austeridad
pero con valentía, para mostramos que los capítulos precedentes son, en última
instancia, análisis teórico-metodológicos que sólo pueden corroborarse en la
medida en que el sujeto, en este caso el mismo Eduardo, ha sufrido los mismos
procesos de olvido y negación que son atribuibles a esa «parte negada de la
cultura», que todos constituimos y reproducimos en nuestro propio ser como
sujetos sociales.
Por todo ello La parte negada de la cultura es un libro importante, que in­
corpora a nuestro conocimiento científico profesional una parte de la «verdad»
que fue suprimida y ocultada por un proceso de legitimación disciplinaria, en
el que las conexiones de diferentes reflexiones antropológicas sobre la cultura
con unos usos políticos y sociales de muy doloroso reconocimiento desapare-
Para Ernesto de Martino y Guillermo Bonfil Batalla
¿Dónde quedó el saber que perdimos con la información?

T. S. Eliot, 1936

En la generación pasada, John Bum et escribió que de continuar


las tendencias actuales un especialista hablaría de su materia sólo a
pocas personas en el mundo. En realidad antes de que pasara mucho
tiempo descubriría que sólo sería posible hablar consigo mismo.

C. Kluckhohn, 1957

El discurso sobre el discurso me cansa, la escritura sobre la es­


critura me aburre; encuentro que ello es fundamentalmente desespe­
ranza, reconocimiento de derrota, nihilismo [...]; me pregunto si no
estamos en presencia de una vasta mistificación.

H. Lefebvre, 1976
Introducción

En este libro analizo una serie de problemáticas que me han preocupado cons­
tantemente, y que reaparecen de una u otra manera en la mayoría de mis tra­
bajos, ya que a lo largo de los últimos veinte años las mismas se me imponen
más allá de la especificidad del problema analizado.
El relativismo cultural y gnoseológico, el punto de vista del actor, los
olvidos y negaciones en la producción y uso de saberes, las relaciones entre
representaciones y prácticas tanto a nivel del saber popular como del saber
académico, así como el uso social e ideológico de dichos saberes observado
especialmente a través del racismo cotidiano y del racismo científico, han
persistido como problemas no sólo de tipo teórico, sino sobre todo práctico-
ideológico.
Dichas problemáticas las he descrito y analizado a través de diferentes pro­
cesos de salud/enfermedad en los cuales emerge la relación entre lo cultural y
lo biológico en términos de exclusión, negación, integración o deslizamientos,
y donde el racismo o los etnicismos radicales aparecen como una posibilidad
constante no sólo de los análisis académicos, sino también de las prácticas so­
ciales. Y es a través de estos y otros problemas que recurrentemente descubro
determinados espacios de la cultura que han sido negados explícita y, sobre
todo, implícitamente por los encargados de describir y analizar-interpretar la
C(c)ultura. En este texto la negación será observada en varios espacios de la
vida académica y cotidiana, pero especialmente en aquellos donde los diversos
conjuntos sociales producen, usan, transaccionan sus saberes sobre la muerte,
la enfermedad, la cura.
En mi quehacer más o menos cotidiano las problemáticas enumeradas no
proceden o se constituyen exclusivamente a partir del campo académico, sino
26 L a p arte neg ad a de la cultura

que remiten a procesos sociales, políticos e ideológicos desarrollados a través


de un amplio espectro de posibilidades que van desde la inclusión/referencia
a acciones sociales colectivas de diferente tipo, hasta la inclusión de las con­
diciones sociales en la producción de conocimiento. Desde esta perspectiva,
mi relación con los problemas analizados tiene un fuerte contenido biográfico
que no aparece explicitado en la mayoría de los capítulos, pero que trato de
desarrollar en el último capítulo al anudar algunos de los problemas analizados
teóricamente a mi propia trayectoria personal.
Es en consecuencia a partir de mi experiencia y trabajo antropológico que
analizaré el olvido como proceso que opera no sólo en la producción-reproduc-
ción de la vida de los conjuntos sociales, sino especialmente en la producción
y uso del conocimiento académico. La descripción y análisis de problemas a
través de estos dos espacios, las realizo a partir de algunos supuestos que se ex­
pondrán a lo largo del texto, pero cuya principal característica reside en que la
mayoría de los mismos si bien son reconocidos y reiteradamente señalados por
las más diversas tendencias teórico-metodológicas actuales, son sin embargo
reiteradamente excluidos. Así, por ejemplo, el saber académico y el saber de
los conjuntos sociales respecto del denominado «punto de vista del actor» se
construyen socialmente a través de instituciones, grupos, situaciones que su­
pondría, como casi todo el mundo reconoce, que dicha «perspectiva del actor»
debería ser estudiada a través de las representaciones y de las prácticas, pero,
sin embargo, dicho «punto de vista del actor» refiere casi siempre exclusiva­
mente a las representaciones sociales de los actores sociales estudiados.
Y lo mismo ocurre con las propuestas de describir y pensar la realidad
social como sistema de transacciones sociales; considero que posiblemente
nunca como ahora las diferentes concepciones teórico-metodológicas y los
grupos más organizados de la sociedad civil han hablado tanto de relaciones
sociales en términos de redes sociales, de procesos de autoayuda o de análisis
procesual de las problemáticas analizadas, pero dentro de situaciones sociales
o de etnografías donde, sin embargo, lo relacional no aparece, es referido a
espacios virtuales o sólo es incluido secundariamente, centrándose la acción
social o el análisis antropológico en uno solo de los actores/agentes sociales, y
no en las relaciones constituidas entre los diferentes actores significativos que
intervienen en una situación o proceso determinado.
Estas orientaciones no sólo se dan en el saber de los conjuntos sociales,
sino también en el saber académico. Los científicos sociales se apropian de
la trayectoria de su disciplina a través de relatos que pueden ser básicamente
Introducción 27

expositivos o sumamente críticos, pero cuya característica dominante es que


se desarrollan respecto de las producciones teóricas o sobre las etnografías
analíticas o interpretativas, de las cuales se excluyen los procesos de produc­
ción social, institucional, laboral de conocimiento. Dichas historias no sólo no
describen cómo se produjo la información obtenida o cuál fue el tipo de rela­
ciones tenidas por los investigadores con los informantes, para poder observar
a través de su trabajo cómo se produjeron la descripción y las explicaciones
teóricas respecto de los problemas analizados, sino que tampoco dan cuen­
ta de las condiciones políticas, sociales e ideológicas dominantes en el lapso
durante el cual el antropólogo estudió su grupo y que consecuencias tuvieron
para su etnografía. Más aún, toda una serie de antropólogos que trabajan desde
hace años sobre determinados grupos sociales se caracterizan por no conocer
el lenguaje de la sociedad que estudian o de conocerlo de forma muy limitada,
sin que esto aparezca reflexionado sobre sus consecuencias en el tipo de in­
formación y de interpretaciones producidas, incluido el papel del lenguaje en
las relaciones de hegemonía/subalternidad dentro de las cuales se desarrolla la
investigación.
Las historias de la antropología suelen excluir procesos sociales que afecta­
ron crucialmente la producción de saber disciplinario, hasta el punto que por lo
menos algunos de los mismos desaparecen del currículum formativo de los an­
tropólogos.' Hace pocos años, al desarrollar un seminario de doctorado sobre
aspectos de la teoría antropológica utilizada entre 1970 y 1990, se me ocurrió
mencionar el Proyecto Camelot (Horowitz, 1968) a un curso conformado por
unas veinte personas con una edad promedio de 35 años. La mayoría nunca
había oído hablar de dicho proyecto, dos personas lo conocían de nombre y
sólo una persona tenía idea de sus características y significación. Algo similar
me ha ocurrido casi cada vez que analizo ciertos aspectos metodológicos y téc­
nicos del trabajo antropológico con personas que se dedican a la denominada
investigación/acción, ya que al incluir la revisión de trabajos sobre procesos
de salud/enfermedad/atención, gestados dentro de la denominada antropología

1. Si bien, sobre todo autores localizados dentro del denominado postmodernismo,


han analizado en los últimos veinte años el «trabajo» antropológico, se han concentrado
en observar como los antropólogos han construido sus textos, en los efectos retóricos
que intencionalmente o no desarrollan en su escritura, sin analizar el conjunto de los
diferentes pasos del trabajo antropológico, así como su relación con las condiciones ins­
titucionales y sociohistóricas donde se desarrolla no sólo su escritura sino dicho trabajo
(Boon, 1990, Geertz, 1988, Manganaro, 1992, Sangren, 1988).
28 L a parte n e g ad a de la cu ltu ra

aplicada, observo que la mayoría de los que trabajan en investigación partici-


pativa no tienen mucha idea de la trayectoria y significado de dichos trabajos,
de los cuales sin embargo constituyen una continuidad/discontinuidad no sólo
en términos de objetivos y de aproximaciones técnicas, sino frecuentemente
en términos de sus orientaciones práctico-ideológicas (Barrett, 1997; Harrison,
ed., 1997; Menéndez, 1970; Ugalde, 1985).
El saber disciplinario, aunque no el trabajo, los antropólogos lo apren­
demos de las representaciones sociotécnicas y no solo de las prácticas del
quehacer profesional. Dicho saber se aprende aislado de por lo menos una
parte de los procesos que modificaron radicalmente el estatus académico, la
orientación m etodológica, el tipo de problemáticas investigadas o inclusive
la propia continuidad de la antropología en ciertos contextos. De tal manera
que las historias de la antropología, y más aún la enseñanza de la misma,
no incluye o lo hace de forma anecdótica procesos que alteraron no sólo la
producción de explicaciones teóricas, sino también la posibilidad de realizar
investigaciones etnográficas.
La cuestión, como veremos a lo largo de nuestro texto, no radica en tener
que incluir y conocer todos los antecedentes disciplinarios tanto en términos
del imaginario antropológico como del trabajo disciplinario, sino en tratar
de tener una cierta congruencia metodológica en función de los problemas a
investigar. Y desde esta perspectiva uno debería manejar información sobre
cómo se constituye el campo problemático sobre el cual trabaja, no sólo en
términos teóricos y de la elaboración práctica del saber, sino de los usos y
apropiaciones del mismo. Lo cual puede posibilitar la construcción de auto­
controles epistemológicos e ideológicos, que permitan por ejemplo reelaborar
de forma relacional el uso de la perspectiva del actor o reconocer y explicar el
significado de los deslizamientos etno-racistas en las representaciones y en las
prácticas sociales de los actores.
Una aproxim ación de este tipo puede conducir a reconocer a través del
análisis de problemas específicos no sólo cómo se construye y usan los sa­
beres, sino cómo las orientaciones dominantes pueden imponerse a los ob­
jetivos y concepciones del investigador. A través del estudio del proceso de
alcoholización (Menéndez, 1985, 1990b), de la denominada m edicina tradi­
cional (M enéndez, 1981 y 1990a) o de la participación social en el proceso
salud/enfermedad (M enéndez, 1998a,) pudimos observar y concluir que el
saber antropológico se construye y usa a través de las representaciones so-
Introducción 29

cíales, y a partir de este reconocimiento plantearnos e intentar desarrollar una


antropología de las prácticas.
Al señalar las negaciones y los olvidos, al subrayar el carácter social de
todo saber aun del más científico y al observar la constante exclusión de las
prácticas no pretendo - y lo subrayo desde el principio- reducir el saber antro­
pológico a sus decursos socioideológicos o político-económicos en términos
de sus relaciones con el colonialismo o el racismo por un lado o con el etnicis-
mo o el feminismo por otro; es decir, a una correlación casi exacta entre pro­
yectos coloniales, neocoloniales y poscoloniales y proceso de conocimiento.
No, lo que señalamos es la necesidad de incluir estos procesos como parte de
la producción de los saberes, aunque no reduciéndolos a ellos.
Mientras que para una parte de los antropólogos el colonialismo, el neoco-
lonialismo o el poscolonialismo no influyeron en las características y orien­
tación de la producción académica, para otros serían procesos decisivos en la
constitución de esa producción. Otras corrientes verían más tarde al colonia­
lismo o al poscolonialismo no como procesos que inciden directamente en la
producción de saber antropológico, sino en el tipo de instituciones dentro de
las cuales se piensa y se desarrolla el trabajo antropológico. Como veremos,
estas posibilidades son manejadas de tal manera que se excluyen mutuamente
en sus producciones específicas: así, Goody (1995) niega toda relación de sa­
ber entre colonialismo y antropología, mientras Stauder (1993) la coloca en el
núcleo de la producción del conocimiento disciplinario.
Desde nuestra perspectiva me interesa señalar no sólo el persistente mani-
queísmo que domina la producción de conocimiento, sino asumir que la signi­
ficación del colonialismo, del racismo o del relativismo en la producción cien­
tífica, debe ser analizada textual y contextualmente, pero básicamente a través
de lo intrínseco de la producción de un saber específico. Es en las etnografías,
en la elaboración de teorías, en la forma de realizar un trabajo de campo, en los
tipos de financiación de las investigaciones, en la productividad a destajo que
dominan actualmente en ciertos países e instituciones, y en las relaciones esta­
blecidas entre antropólogos/instituciones de los países centrales y de los países
periféricos, donde necesitamos observar la presencia intrínseca de los procesos
y tendencias señaladas. Y esto no sólo en la producción de saberes científicos,
sino también en la producción de saberes de los conjuntos sociales.
La propuesta de analizar la producción y el uso de saberes a partir de sus
características y condiciones intrínsecas, inclusive de encontrar lo contextual
en las prácticas y representaciones de dichos saber, implica no sólo la búsque­
30 L a parte neg ad a de la cultura

da de las lógicas sociales en ln . mili/,liciones de los propios actores, sino a re­


conocer que los saberes, y esptn ¡iilmonte los saberes científicos y académicos,
tienden a ser apropiados y no sólo utilizados por las diferentes fuerzas sociales
que operan en contextos específicos. Es en función de los procesos de produc­
ción, uso y apropiación de saberes que hemos analizado los deslizamientos que
operaron - y siguen operando- entre etnicidades y racismos, tanto a nivel de
las teorías y explicaciones generadas por la producción científica, como a nivel
de !as prácticas clasistas, sexistas, étnicas o racistas de los conjuntos sociales,
dado que no son las teorías o los saberes en sí, sino la apropiación y uso de los
mismos por diferentes fuerzas sociales ¡os que orientan dichos saberes y teo­
rías hacia una variedad de consecuencias dentro de un juego de deslizamientos
entre las «diferencias», relativismos y racismos.
Es a partir de estos señalamientos que hemos analizado la producción y
uso de teorías y prácticas racistas y etnicistas especialmente para el período
1920-1940 en Alemania, tratando de observar la articulación gestada entre la
producción científica de ese período y los usos sociales y políticos de dicha
producción. Tratamos de observar el juego de estas relaciones a través de las
características intrínsecas de la producción de conocimiento antropológico,
pero también biomédico, así como el desarrollo de propuestas teóricas res­
pecto del relativismo, del racismo o de las etnicidades muy similares a las que
veremos desarrollarse a partir de los setenta tanto a nivel del saber académico
como de determinados conjuntos sociales, y que en gran medida se expresan
a través de ciertas orientaciones práctico-ideológicas desarrolladas en los usos
del «punto de vista del actor».
Desde esta perspectiva, no pensamos el nazismo como un hecho excep­
cional, marginal y/o patológico de una nación específica; por el contrario, lo
consideramos como una de las realizaciones posibles de la sociedad denomi­
nada «occidental»; como un proceso que llevó casi a sus últimas (?) conse­
cuencias las representaciones y prácticas racistas y etnicistas desarrolladas por
los conjuntos sociales, pero también de los sectores académicos y científicos,
que estaban normalizadas dentro de las sociedades occidentales de más alto
nivel de desarrollo no sólo económico, sino científico. El análisis del nazismo
y sus formas no sólo sociales sino científicas de definir, investigar y utilizar las
diferencias, el racismo y la etnicidad nos permite observar cómo determina­
dos juegos intelectuales y académicos aparentemente triviales constituyen sin
embargo potenciales procesos cuyas consecuencias oscilan entre la ridiculez
y el llanto. Los juegos etnomédicos actuales sobre biologicismos, cuerpos y
Introducción ¡I
padeceres locales desconocen o al menos no asumen en sus trabajos las con
secuencias en las que terminaron las concepciones sobre biologías y cuerpos
«locales» apropiadas y usadas no sólo por el régimen nacionalsocialista, sino
por los profesionales y académicos alemanes.
El descubrimiento de que los padeceres se expresan siempre o casi siempre
a través de representaciones y prácticas locales culturales, y el cuestionamiento
a orientaciones científicas que desconocen o critican esta dinámica, debe ser
referida no sólo al saber en sí, sino a las fuerzas sociales que pueden apropiarse
y utilizar determinadas concepciones y prácticas. Subrayo, para evitar malos
entendidos, que no estoy desconociendo la posibilidad de que todo padecer
se constituye y expresa a través de características locales tanto en términos
de sujeto como de cultura, y menos aún pretendo reducir nuestros análisis a
una suerte de crítica o ataque unilateral a la producción académica de conoci­
miento, sino que propongo referir dichas interpretaciones sobre las «biologías
locales» o sobre los relativismos no sólo a la producción de conocimiento sino
a sus usos y apropiaciones sociales.
Considero que el énfasis colocado actualmente en el papel de la ética en
las actividades científicas y profesionales reconoce tácita o abiertamente las
consecuencias de este proceso de apropiación, pero reduciendo muy frecuen­
temente la cuestión ética a su desarrollo en simposios interesantes y/o en el
llenado burocrático de formularios de investigación donde los investigadores
se comprometen a trabajar éticamente. Las propuestas de etnicidad en la inves­
tigación científica en general y en las investigaciones biomédicas y antropoló­
gicas en particular se desarrollan en su mayoría desconociendo la existencia de
un proceso de continuidad/discontinuidad histórico, según el cual intermiten­
temente se demanda la necesidad de requisitos y prácticas éticas, para ser olvi­
dados a los pocos años y a veces meses. A mediados de los cuarenta la cuestión
ética emergió como relevante en función de la experiencia de la ciencia bajo el
nazismo y debido a la investigación y uso de la energía atómica, en los Estados
Unidos, colocando en primer plano la responsabilidad no sólo de los «intelec­
tuales» sino de los científicos, dentro de un mundo donde todavía una parte
de los científicos se consideraban y eran considerados como «intelectuales» y
no exclusivamente como profesionales. Durante este lapso se observó que las
disciplinas más utilizadas y apropiadas por las fuerzas económicas, políticas
e ideológicas no eran las ciencias sociales y antropológicas, sino las ciencias
denominadas «duras», es decir, las más identificadas con la metodología cien­
32 L a p arte n e g ad a de la cultura

tífica, la biología, la bioquímica, la biomedicina o la física, lo cual fue y es tan


obvio que tiende a ser reiteradamente negado.
Desde mediados de los cincuenta y sobre todo durante los sesenta la cues­
tión ética volvió a reaparecer a través de toda una variedad de casos, cuyas
principales expresiones fueron el Proyecto Camelot; el uso de la psiquiatría
como instrumento de control social y político en la Unión Soviética, pero tam­
bién en determinados países capitalistas, pasando por las consecuencias de la
investigación biomédica en sus experimentos con seres humanos, y la apli­
cación de la ciencia a la industria de guerra, especialmente en Vietnam. Pero
este proceso también se fue olvidando, para reaparecer durante los noventa en
función de aspectos referidos al sida, a la salud reproductiva y especialmente
a la investigación genética. En este proceso de continuidad/discontinuidad se
fue normalizando el reconocimiento de que la ciencia será inevitablemente uti­
lizada por los que tienen los medios económicos para transformar los descubri­
mientos en medicamentos, artículos de belleza, alimentos o armas disuasivas.
La apropiación de la producción científica por fuerzas sociales y económicas
aparece como un hecho dado, de tal manera que la reaparición actual de lo
ético concierne sobre todo a que el investigador haga «éticamente» su trabajo,
más que a cómo serán utilizadas las investigaciones, para qué y por quién.
El proceso de profesionalización y burocratización del quehacer científico en
todas sus ramas sería, según diversos autores, expresión y condición de esta
orientación.
Para intentar superar los maniqueísmos, los olvidos, las negaciones, y tal
vez el proceso de burocratización de los saberes, necesitamos desarrollar y
aplicar toda una serie de dispositivos que operen desde la formulación del
problema, hasta el momento del trabajo de campo, pasando por las maneras
de describir y analizar/interpretar la información y/o la acción/investigación.
Toda una serie de esos dispositivos corresponde a pensar y trabajar sobre la
«realidad» a partir de lo «obvio», es decir, desde una perspectiva que describe
la realidad no sólo desde las características explícitas, manifiestas y evidentes,
sino desde los aspectos marginales, triviales, irrelevantes y sobre todo conver­
tidos en sentido común.
En última instancia, la intencionalidad de trabajar sobre lo local y la situa-
cionalidad de los actores refiere a una concepción que busca, por ejemplo, des­
cubrir y encontrar las relaciones racistas o de poder no sólo donde el racismo
o el poder aparecen expresamente planteados, sino a través de los espacios de
muy diverso tipo donde el poder o el racismo se desarrollan larvada y opaca-
Introducción 33

damente y frecuentemente en términos no racistas ni de poder. La propuesta


de que el poder, la religión o la economía están en todas partes, y no sólo en
los procesos y sujetos específicos debe ser buscada en una vieja concepción
antropológica que remitía a la fuerte creencia disciplinaria -y subrayo lo de
creencia- de que en las sociedades etnográficas existía una débil división del
trabajo. En ellas operaba una suerte de indiferenciación holística de tal mane­
ra que era muy difícil establecer campos específicos, dado que todos estaban
saturados, por los procesos que integraban y articulaban la sociedad, principal­
mente en términos de religión, parentesco y/o economía.
Mi elección del proceso de salud/enfermedad/atención como campo de
significación y acción obedece en gran medida a dicha concepción; dado que
desde la trayectoria de enfermedad o desde la relación médico/paciente, pero
también desde las relaciones establecidas en tomo a la muerte en el interior
del grupo doméstico o de las actividades de grupos feministas respecto de los
padeceres de género podemos describir las relaciones, concepción y uso del
poder o del racismo cotidiano. Esto no supone excluir el interés por el proble­
ma del poder o del racismo en aquellos lugares donde explícitamente emergen
y funcionan en tanto poder o racismo, sino incluir su análisis a través de otros
espacios marginales donde el poder y el racismo se revelan tal vez de forma
más decisiva y significativa. Es en función de esta perspectiva que hemos des­
crito y analizado procesos de racismo intersticial así como de biologización y
biomedicalización de la vida cotidiana, a través de representaciones y prácticas
generadas en los procesos transaccionales que operan entre los conjuntos so­
ciales, el saber biomédico y las empresas productoras y comercializadoras de
los productos devenidos de la investigación científica y técnica2.
Este libro debe muchas cosas a muchas personas a las que unifico en mi
dedicatoria a Ernesto de Martino en función del papel protagónico que tuvo en
mi formación a la distancia y sobre todo en mi apropiación de determinadas
propuestas gramscianas, y a Guillermo Bonfil debido especialmente a la no­
table congruencia que evidencia su proyecto de antropología y su trayectoria
de vida.
La mayoría de los trabajos fueron publicados previamente, pero en su to­

2. Si bien mi texto refiere a «la» producción antropológica, la misma está pensada


básicamente desde América Latina, y más específicamente desde México y Argentina,
pero a partir de una relación con la producción norteamericana y con la de varios países
europeos y particularmente con la española.
34 La p arte negada de la cultura

talidad han sido repensados y reescritos; así, los tres primeros capítulos cons­
tituyen una ampliación del artículo «Definiciones, indefiniciones y pequeños
saberes» (Alteridades, 1(1), pp. 21-32, 1991); el cuarto refiere a «Usos y desu­
sos de conceptos: ¿dónde quedaron los olvidos» (Alteridades, 9 (17), pp. 147-
164); el capítulo quinto refiere a «El punto de vista del actor. Homogeneidad,
diferencia e historicidad» (Relaciones, 69, pp. 239-270, 1997), y el último ca­
pítulo fue preparado inicialmente para ser presentado en un simposio realizado
en 1998.3

3. Esta constituye la segunda edición corregida y aumentada del texto publicado en el


2002 .
1-
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes

La antropología social se caracteriza actualmente por varios procesos, entre los


cuales sobresale la situación de crisis y/o de malestar permanente, que desde
mediados de los setenta se ha instalado como parte de la perspectiva antropo­
lógica. Este y otros hechos, como el proceso de especialización o la continua
y casi interminable inclusión de nuevos sujetos/objetos de estudio, han condu­
cido a cuestionar la unidad de la antropología, a dudar en términos epistemo­
lógicos sobre su legitimidad como ciencia diferenciada, e incluso a plantear la
razón de ser de esta disciplina no sólo en términos científicos, sino a través de
reflexiones sobre las casi inevitables implicaciones ideológicas y/o éticas del
trabajo antropológico.
Pero ni esta crisis o malestar es único en la trayectoria de la antropología,
ni esta disciplina se caracteriza históricamente por haber definido su especifici­
dad exclusivamente a partir de criterios epistemológicos;1más aún, ni siquiera
la posible muerte de la antropología es un proceso nuevo, sino sólo parte de

1. En la década de 1950 G. G usdorf señalaba que en un texto norteamericano compi­


lado por A. Kroeber -A nthropological Today (1953)- se intentó dar cuenta del estado
actual de los estudios antropológicos a través de las contribuciones de un centenar de
especialistas de muy diferentes campos, donde cada uno desarrollaba el estado de su
especialidad sin relación con el resto, lo cual daba la imagen de una disciplina no defi­
nida en términos epistemológicos, como reconoce uno de los colaboradores al señalar:
«No creo que la antropología constituya una entidad distinta, como la física; es sim­
plemente un lugar al que confluyen las personas interesadas por el hombre». G usdorf
incluye otras definiciones, y concluye: «Lo lamentable es que definiciones como las de
Strauss, Linton o Kroeber constituyen una confesión de impotencia epistemológica, ya
que una vez admitido que la antropología es una ciencia cuyo interés es el hombre, uno
se pregunta qué puede diferenciarla de todas las otras ciencias» (1959, p. 68).
36 L a parte neg ad a de la cultura

nuestros olvidos (Worsley, 1970). Desde su creación, el estatus de nuestra dis­


ciplina se definió a través de las condiciones económico-políticas, ideológico-
culturales e institucionales que dominaban las relaciones entre los países capi­
talistas desarrollados y las sociedades periféricas, y que fueron estableciendo
el contenido, los problemas, los sujetos de estudio y las metodologías antro­
pológicas. Pero hasta las décadas de 1950 y 1960 este transparente proceso de
articulación entre las condiciones sociales y la producción de conocimiento no
preocupó demasiado a los antropólogos ni alteró su confianza en la disciplina,
y no porque no fuera evidente, sino porque el trabajo antropológico se basaba
en evidencias reconocidas como dadas y no como dudas.
Los antropólogos comenzaron a vivir su disciplina en términos de malestar
más o menos permanente cuando dejaron de aceptar acríticamente -o al menos
como obvias- las condiciones sociales dentro de las cuales se constituyeron
su sujeto (objeto) de estudio y las relaciones no sólo científicas sino sociales e
ideológicas establecidas con dichos sujetos.

Antropología social como saber diferenciado

A partir de fechas relativamente recientes los antropólogos problematizaron


la especificidad y la legitimidad de su disciplina para estudiar determinados
problemas y sujetos. Este proceso se refiere al conjunto de las disciplinas so-
ciohistóricas, y especialmente a la creciente dificultad de establecer fronteras
y, por lo tanto, campos propios y diferenciados; pero en el caso de la antropolo­
gía el malestar ha sido consecuencia de la continua inclusión de nuevos sujetos
y problemas, y de la incertidumbre sobre cuáles son realmente sus aportes y
funciones, dado que la casi totalidad de los sujetos se caracteriza no sólo por
su subalternidad y/o su diferencia, sino por vivir su cultura en condiciones de
pobreza, de marginación y de discriminación.
Esta situación de malestar emerge paradójicamente durante un período en
el cual la antropología aparece como una disciplina reconocida por sus aportes
diferenciales respecto del conjunto de las ciencias sociales e históricas, dado
que algunas de sus características más distintivas, como el énfasis en lo holís-
tico, en lo cualitativo, en lo local, en la etnografía, en lo simbólico, emergen
en los años sesenta y setenta como posibilidades teórico-metodológicas para
la descripción e interpretación de los procesos sociales, en un momento en
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 37

que son cuestionadas las tendencias teóricas y metodológicas predominantes a


nivel de la generalidad de las ciencias sociales e históricas.
Este proceso se expresa además en la expansión institucional de la antro­
pología en países como Brasil, España o México, así como en el incremento
de institutos, departamentos, revistas especializadas, congresos y número de
¡mlropólogos activos en los países centrales, en los cuales se desarrolla un pro­
ceso de profesionalización que irá limitando o inhibiendo la capacidad crítica
de nuestra disciplina, o la reducirá casi exclusivamente a la crítica cultural. Si
bien estas tendencias se observan con mayor transparencia en la antropología
norteamericana, también se evidencian en las antropologías periféricas, y es­
pecialmente en la producida en los países latinoamericanos, donde casi parece
haber desaparecido la reflexión crítica sobre el quehacer disciplinario.
Este proceso de profesionalización y de malestar se relacionan con el
descubrimiento, durante los años sesenta y principios de los setenta, de que
nuestra disciplina era difícil de ser legitimada en términos epistemológicos,
y que su diferenciación y autonomía estaban basadas en un proceso de insti-
tucionalización académica articulado a determinados procesos ideológicos y
económico-políticos. Esto no significaba, por supuesto, negar el desarrollo del
conocimiento antropológico a partir de objetivos académicos, sino asumir que
dicho conocimiento era inseparable de las condiciones sociales e históricas
dentro de las cuales se instituyó.
Considero que la reflexión antropológica referida a sí misma no basta para
legitimar su diferenciación, y menos si tal reflexión aparece escindida de la
construcción del conjunto de disciplinas sociohistóricas que se establecieron
y diferenciaron durante los siglos xix y xx. Y este proceso, a su vez, resulta
poco comprensible si no se lo remite al contexto histórico-social en el que se
institucionalizaron estas disciplinas.
La relación entre contexto social y producción de conocimiento es evidente
desde la constitución de la antropología como disciplina diferenciada, ya que
tanto las definiciones de su objeto de estudio inicial -e l «prim itivo»- como
las primeras problemáticas organizadas en torno al mismo, y que refieren cen­
tralmente a la evolución y/o difusión de la cultura, expresan no sólo intereses
académicos, sino concepciones ideológicas respecto de un sujeto de estudio,
cuyas características posibilitan y justifican tanto la prioridad de la cultura oc­
cidental, como la fundamentación de su expansión y dominación a través de
presupuestos ideológicos utilizados como si fueran criterios científicos (Me­
néndez, 1968, 1969 y 1971). Desde esta perspectiva debe asumirse que las
38 L a p arte negada de la cultura

principales ciencias sociales se organizan a partir de una división técnica e


ideológica del trabajo intelectual que, por una parte, remite a las sociedades
complejas, civilizadas, desarrolladas respecto de las cuales se constituyeron
la sociología, las ciencias políticas, la economía y, en gran medida, la historia,
y por otra, remite a las sociedades primitivas, ágrafas, no complejas, etnográ­
ficas que serían el objeto de estudio de la antropología. De tal manera que se
constituyen casi simultáneamente un grupo de disciplinas para el estudio de
«Nosotros», es decir, los civilizados, y una disciplina para el estudio de «Los
otros», es decir, los primitivos, con una particularidad que tanto el estudio de
«Nosotros» como el de «Los otros» es desarrollado inicialmente por investiga­
dores de los países centrales («Nosotros»), los cuales mantendrán la hegemo­
nía en la producción teórica y etnográfica durante todo el desarrollo de nuestra
disciplina hasta la actualidad.
Pero además, casi desde el principio los antropólogos se arrogaron la capa­
cidad de estudiar todos los aspectos de la cultura del otro, lo cual favoreció el
mantenimiento hasta la actualidad de una perspectiva holística, al menos como
referente imaginario. Esta orientación, que a nivel del conjunto de las ciencias
sociales sólo permaneció en la antropología, obedeció inicialmente al dominio
de una concepción que asumía implícita o explícitamente que las culturas estu­
diadas por nuestra disciplina se caracterizaban por su simplicidad comparadas
con la cultura occidental. El reconocimiento de una escasa y/o menor división
del trabajo - y de la cultura- en esas sociedades potenció la posibilidad de que
una sola persona las describiera y analizara en su conjunto.
En función de su situacionalidad económico-política, especialmente re­
ferida a la expansión colonial -y , por supuesto, de tradiciones académicas-,
las principales sociedades dentro de las cuales se desarrolló nuestra disciplina
impulsaron antropologías nacionales caracterizadas por el dominio de deter­
minadas problemáticas y teorías. No debe considerarse un hecho secundario
y/o anecdótico que la antropología y las ciencias sociales alemanas impulsaran
sobre todo concepciones teóricas historicistas cíclicas o morfologistas y feno-
menológicas frente al evolucionismo y funcionalismo de las corrientes británi­
cas, lo cual no sólo expresa la existencia de tendencias teóricas diferenciadas,
sino que expresa algo que me interesa subrayar, la existencia inicial de varios
centros de producción antropológica (Inglaterra, Francia, Alemania, Estados
Unidos) con similar significación, que además utilizaban marcos teóricos refe-
renciales diferentes directamente relacionados con su situacionalidad histórica.
Si bien la antropología británica aparece inicialmente como la más importante,
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 39

no se observa que ninguno de esos países evidencie una situación hegemónica


respecto de los demás durante el período fundacional. Durante este lapso, y
hasta fechas relativamente recientes, la producción antropológica se expresó a
través de tres idiomas básicos, el inglés, el francés y el alemán.
Pero esta situación inicial, que iba a dar lugar a la constitución del modelo
antropológico reconstructivo o conjetura!, se continuó a través de todo el desa­
rrollo de la producción antropológica, en la medida en que la influencia mutua
de los procesos académicos y sociales será constante en las modificaciones de
los sujetos de estudio, de los problemas, de las metodologías, e incluso de las
orientaciones teórico-ideológicas utilizadas por nuestra disciplina a nivel ge­
neral y nacional. El impacto de los procesos sociales se observa en cuestiones
tan centrales como el peso dado a la etnografía por las diferentes antropologías
nacionales y la pertenencia o no a países con áreas de dominación colonial
externa y/o interna. Y así observamos que un país como Alemania, que inicial­
mente desarrolló un intenso trabajo etnográfico-etnológico a través de autores
como Bastian o Frobenius, al quedarse sin colonias como consecuencia de su
derrota en la denominada primera guerra mundial (1914-1918), no sólo redujo
su trabajo etnográfico e hipertrofió el quehacer etnológico de gabinete, sino
que orientó parte de su reflexión antropológica hacia su propia situación na­
cional a través de los estudios del Volkunde, es decir, de los grupos populares
y folks.
Debe subrayarse que Alemania gestó desde finales del siglo xix la prime­
ra tendencia antropológica que realmente articuló el trabajo de campo y la
reflexión teórica a partir de un solo sujeto llamado etnólogo, lo cual se iba a
expresar ulteriormente a través de la obra del antropólogo alemán Boas, quien
impulsó e instifticionalizó esta forma de trabajo dentro de la antropología nor­
teamericana. La focalización de Boas en el trabajo etnográfico y en el estudio
de áreas culturales caracterizadas por su continuidad histórica y espacial, en
vez de investigar ciclos culturales de difusión mundial como ocurría en la et­
nología alemana, expresa la adecuación de la tradición académica a las nuevas
condiciones encontradas en Estados Unidos, donde los sujetos de estudio de
la antropología residían todavía en amplias zonas del país, y se caracterizaban
por su continuidad histórica y geográfica.
Considero que la relación entre condiciones económico-políticas e ideo­
lógicas y producción de conocimiento eran tan obvias en nuestra disciplina
que no fue negada sino asumida como parte «normal» de las relaciones esta­
blecidas entre las sociedades occidentales y los grupos «primitivos», máxime
40 La p arte neg ad a de la cultura

cuando las teorías dominantes entre 1880 y 1920 tendían a fundamentar la


superioridad de la sociedad occidental.
Si bien el desarrollo ulterior de nuestra disciplina se caracterizará por la
crítica de dichas teorías y por la propuesta de perspectivas que rehabilitarán las
características de los grupos estudiados, que darán cuenta de su complejidad
cultural y, sobre todo, de sus lógicas diferenciales, las propuestas serán atribui­
das exclusivamente a la trayectoria de la antropología en sí, y no a la articula­
ción de ésta con los procesos económico-políticos e ideológicos que contribu­
yeron a cuestionar las concepciones evolucionistas y a favorecer el desarrollo
de los planteamientos relativistas. La denominada primera guerra mundial no
sólo dejó a Alemania sin colonias, sino que constituyó posiblemente el princi­
pal referente macrosocial y experiencial de las críticas al evolucionismo, a la
idea de progreso y al tipo de racionalidad asociada al pensamiento occidental.
Hechos tan obvios como que la antropología se desarrolla básicamente en
países con imperios coloniales o con áreas de colonialismo interno, que la pér­
dida de los dominios coloniales reorientó el quehacer antropológico, o que las
teorías de la aculturación sobre todo en sus aspectos de antropología aplicada
elaboradas entre los afíos treinta y cincuenta impulsaron determinadas líneas
ideológicas de desarrollo social, no fueron asumidas sino excepcionalmente
por un quehacer antropológico que expresaba conscientemente o no las con­
cepciones sociales hegemónicas de sus sociedades de pertenencia, incluidas
sus nociones de evolución (desarrollo) social.
El reconocimiento y la crítica de estas negaciones o, mejor dicho, afirma­
ciones profesionales se darán básicamente durante los años cincuenta y sesen­
ta, y en gran medida el malestar actual de la antropología refiere por lo menos
en parte al «descubrimiento» de que tanto sus padres fundadores, como las
propuestas desarrolladas entre los años veinte y cincuenta, así como la trans­
formación de sus sujetos de estudio y su propia situacionalidad respecto de
los mismos, fiieron constantemente orientados y/o condicionados por procesos
económico-políticos e ideológicos. Pero mientras en los sesenta se pensaba en
la producción de un saber antropológico que incluyera y «superara» dichos
condicionamientos, a partir de los setenta y, sobre todo, de los ochenta, se de­
cide convivir más o menos cínica y/o profesionalmente con los mismos. Como
veremos más adelante la articulación empirismo/posmodemismo etnográfico
consolidará una perspectiva según la cual lo dado aparece legitimado por la
hegemonía de una concepción relativista de la realidad.
A partir de estos y otros procesos las ciencias antropológicas se constitu­
1)oliniciones, indefiniciones y pequeños saberes 41

ye ron en torno al «primitivo», pero en la medida en que este sujeto fue mo­
dificando y diferenciando sus características socioculturalés, la antropología
necesitó incluir constantemente «nuevos» actores. Y así en la década de 1930,
iidomás de los primitivos, la antropología estudió grupos étnicos y grupos fo­
lie;, en los años cuarenta pasó a incluir protagónicamente al campesinado, en
los cincuenta a los marginales urbanos y en los sesenta a diferentes estratos
(clases) sociales.2 Una amplia variedad de procesos sociales condujo a la mo­
dificación de los sujetos de estudio de nuestra disciplina; estos procesos van
desde las consecuencias de la migración rural urbana, donde una parte de los
«primitivos» y de los grupos étnicos se convertirán en «marginales urbanos»,
hasta el cambio en el estatus de los sujetos dentro de la sociedad global, donde
una parte de los grupos étnicos pasarán a ser considerados campesinado. Pero
además estos sujetos, que eran pensados en términos locales y más o menos
aislados, se modificaron en función de los cambios operados en el estatus de
las sociedades de las cuales formaban parte, y de sociedades tribales pasaron a
ser sociedades «complejas» y sucesivamente países subdesarrollados o en vías
de desarrollo, países del tercer mundo y más tarde economías (¿naciones?)
emergentes.
A su vez, algunas de estas modificaciones tendrán que ver con el desa­
rrollo de especialidades que propondrán sus propios sujetos de estudio hasta
entonces ignorados o incluidos en categorías generales. Y así, por ejemplo, la
antropología médica propondrá como sujetos de estudio a los curadores y a los
enfermos, y desarrollará nuevas unidades de descripción y análisis como el
hospital o las instituciones de seguridad social. Éstos no sólo son cambios de
denominación, sino que implicaron modificaciones en las problemáticas, las
teorías y las técnicas antropológicas.
Simultáneamente, estos cambios suponen - a l menos en algunos contextos-
redefiniciones del sujeto que estudia el antropólogo respecto de la sociedad de
donde proceden los antropólogos, ya que en los contextos africanos o asiáticos
el sujeto pasa de ser un miembro de una sociedad colonizada o dominada a ser
miembro de una sociedad con estatus de independencia política al menos en
términos formales. Este nuevo estatus dará lugar a la modificación de las re­
laciones antropólogo/sujeto de estudio a partir de las diferentes situaciones en

2. Los antropólogos ya venían estudiando estratos sociales urbanos y campesinos des­


de la década de 1920, pero estos trabajos todavía no constituían una tendencia sosteni­
da.
42 L a p arte n eg ad a de la cu ltu ra

las cuales dicha relación opera, y supondrán desde el incremento de relaciones


simétricas o equidistantes hasta situaciones de rechazo de la relación investiga­
dor/sujeto de estudio por parte de los sujetos estudiados, que en algunos casos,
sobre todo a partir de la década de los cincuenta, concluirán con la expulsión o
incluso con la muerte del antropólogo.
Pero además las modificaciones en el sujeto de estudio expondrán al antro­
pólogo a situaciones en las que se modifica su propio estatus socioprofesional.
Desde la perspectiva de las relaciones sociales dominantes no es lo mismo
estudiar antropológicamente a una curandera herbolaria de un grupo étnico
subalterno que investigar a médicos que trabajan en atención primaria, en un
tercer nivel de atención o en un instituto de investigación biomédica. Las rela­
ciones asimétricas características del trabajo antropológico pueden invertirse,
conduciendo, por ejemplo, a modificar no sólo el rol del antropólogo sino sus
técnicas de investigación.
Este proceso de modificación de sujetos y problemas, que a partir de los
treinta aparece como una constante, fue en cierta medida conjurado por la an­
tropología al generar una serie de orientaciones teóricas que tendieron a pro­
ducir un sujeto (objeto) de estudio caracterizado por una serie de rasgos que lo
homogeneizaban, y ello pese a los cambios profundos y rápidos que se estaban
dando dentro del mundo periférico. La antropología colocó en ese momento
(1920-1950) su refundación académica, pasando la producción de dicho perío­
do a ser considerada como «la» antropología. Durante ese lapso se desarrolla­
rán diversas tendencias teóricas especialmente el funcionalismo británico y el
culturalismo norteamericano que configuraron lo que denomino modelo antro­
pológico clásico (M AC)3, y que producirán los principios identificadores de la
antropología no sólo en términos de ciencia diferenciada, sino en términos de
imaginario profesional.
La institucionalización de esta manera de pensar y hacer antropología con­
dujo a reconocer las modificaciones en el sujeto de estudio, pero al mismo
tiempo a secundarizar o directamente no incluir dichas modificaciones en el
proceso de producción antropológica; de tal manera que la situación colonial o

3. M is análisis del modelo conjetural y del modelo antropológico clásico los desarro­
llé entre 1965 y 1976 a través de cursos, seminarios e investigaciones que dieron lugar
a la elaboración de tres trabajos, pero dada mi salida de Argentina en 1976 debido a la
dictadura militar, dichos manuscritos se perdieron, y sólo quedan «restos» de los mis­
mos en los apuntes de clase publicados por los alumnos, los cuales por lo menos hasta
1990 se seguían utilizando.
D efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 43

la explotación económica permanecieron excluidas de las etnografías genera­


das durante este lapso. El dominio de enfoques ahistóricos, homogeneizantes,
centrados en lo simbólico caracterizarán al MAC, y si bien no toda producción
antropológica expresará de la misma manera tai modelo, no cabe duda de que
la mayoría de las escuelas antropológicas construyeron su marco teórico en
función de varias de las características acuñadas en este período, las cuales
comenzarán a ser criticadas y modificadas en los años cincuenta y sesenta, y
entrarán en estado de m alestar durante los setenta.
Más aún, pese a la situación de malestar, lo que actualmente se conoce
como antropología no sólo refiere crítica o míticamente a la producción del
período señalado, sino que gran parte de los rasgos de identificación, aun cues-
tionándolos, siguen siendo los mismos. Esto ocurre, en gran medida, porque
tales rasgos expresan la diferenciación y especificidad profesional de la antro­
pología respecto de las otras disciplinas sociohistóricas.
Si bien varios de estos rasgos son comunes a otras disciplinas, adquieren
en antropología una expansión y profundidad diferencial como ocurre, por
ejemplo, con la concepción holística de la cultura que no corresponde a una
o dos escuelas, como en el caso de las otras ciencias sociohistóricas, sino a la
forma dominante de pensar antropológica. Estos rasgos se convertirán en los
principales indicadores de su diferenciación en términos epistemológicos y
profesionales, pues además fueron los que posibilitaron, según los antropólo­
gos, producir los principales aportes de su disciplina.
La antropología social se ha caracterizado, en términos comparativos, por
haber sido casi la única ciencia social que durante su trayectoria sostuvo la
pertinencia de una aproximación holística a través del conjunto de sus corrien-
les teóricas; por el casi exclusivo uso de descripciones y análisis cualitativos
hasta considerarlos inherentes al trabajo antropológico; por desarrollar un tra­
bajo de campo de larga duración que implica una aproximación personalizada
por parte del investigador; por desarrollar el trabajo de investigación sobre el
«otro» en el campo del «otro»; por asumir que el analista debe ser el mismo
que obtiene la información de forma directa; por haber sostenido la importan­
cia y frecuentemente la mayor relevancia de la dimensión cultural; por haber
centrado su trabajo en lo local, en unidades micro o mesosociales; por afirmar
la diversidad y la diferencia cultural; por haber desarrollado diferentes pro­
puestas que fundamentan el punto de vista del actor, la mayoría centrada en la
dimensión emic; por haber colocado el eje de su trabajo en la producción de
elnografías. De tal manera que la diferenciación de la antropología respecto de
44 L a pa rte neg ad a de la cultura

las otras disciplinas sociohistóricas no se dio tanto en función de temáticas y


problemáticas, sino por el énfasis colocado en los aspectos señalados y, sobre
todo, por haberse constituido en tom o al estudio del otro.
Algunas de las características enumeradas potenciaron la constitución del
trabajo de campo como uno -p ara la mayoría el principal- de los elementos
centrales de identificación antropológica: «La identidad contemporánea de la
profesión de antropólogo se centra, y en mi opinión correctamente, en el tra­
bajo de campo. Esto no quiere decir que la historia de la disciplina empiece
con el trabajo de campo ni que todos los antropólogos tengan que hacerlo, sino
solamente que el trabajo de campo es el epítome de lo que hacen los antropó­
logos cuando escriben» (Boon, 1990, p. 24). Pero esta identidad se constituyó
durante este período, y no formaba parte de la concepción del trabajo antropo­
lógico durante el dominio del modelo reconstructivo (1880-1920), lo cual no
era debido a la inexistencia de trabajo de campo durante este lapso, sino a que
en este modelo la identificación de la antropología estaba colocada en el etnó­
logo, es decir, en el analista teórico y no en el etnógrafo, que frecuentemente
no era considerado como antropólogo. Ninguno de los padres fundadores de
nuestra disciplina, salvo Bastian, Boas y Frobenius, hicieron trabajo de campo
sistemático, y si lo hicieron fue mínimo, pese a los esfuerzos de los historiado­
res de la antropología por demostrar lo contrario.
Durkheim y Mauss, Tylor y Frazer o Schmidt y Graebner se caracterizan
por describir y, sobre todo, por generar interpretaciones a partir de materiales
etnográficos no generados por ellos. Y fue este tipo de trabajo interpretativo el
que dio no sólo identidad inicial a nuestra disciplina, sino visibilidad pública.
El conjunto de estos autores, y más allá de sus orientaciones teóricas diferen­
ciales, se caracterizan por construir un texto y desarrollar interpretaciones, tal
como descubren una parte de los recientes posmodemistas, que ven lo nuclear
del trabajo antropológico en la construcción del texto al margen de que proce­
da o no del (su) trabajo de campo.
Ahora bien, la concepción del trabajo de campo como principio de identi­
dad entre los antropólogos se basó en una serie de presupuestos generalmente
no explicitados que, en gran medida, son producto de la relación antropólogo/
sujeto de investigación. La producción antropológica se caracterizó por el do­
minio de una fuerte creencia en la objetividad del trabajo antropológico; el an­
tropólogo no se preocupaba por el papel de su subjetividad y/o de su ideología,
pero aun cuando lo hiciera consideraba que observaba y describía las cosas
como son. Esto no niega que algunas tendencias teóricas de la antropología,
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 45

por otra parte las más marginadas, como las que trabajaron dentro del campo
de la cultura y la personalidad y dentro del psicoanálisis, reflexionaran sobre el
papel de la subjetividad en la investigación socioantropológica. Incluso auto­
res como Devereux (1977) centran su reflexión sobre el trabajo antropológico
en el papel de la subjetividad y proponen considerar la relación antropólogo/
sujeto de estudio en términos de contratransferencia; pero hasta fechas relati­
vamente recientes los antropólogos no dudaron o no se plantearon el problema
de la objetividad.
Más que la objetividad, al antropólogo le preocupaba la mayor o menor
seguridad en la obtención de información, que generalmente refería a las con­
diciones del trabajo de campo, especialmente a su duración y continuidad, que
darían por resultado información más estratégica y de mayor calidad que la ge­
nerada a través de otras formas de investigación. Pero el fundamento básico no
estaba en esta calidad diferencial, sino en un presupuesto epistemológico sobre
la realidad a la cual la mayoría de los antropólogos se acercaron en términos
empiristas, y a partir de considerar que la representación social que obtenían
de sus informantes y de su observación era o reflejaba la realidad. Concepción
i|ue, en gran medida, está determinada por su relación con su sujeto de estudio;
una relación caracterizada por la pertenencia del investigador y del sujeto de
estudio a sociedades radicalmente distintas y distantes histórica, espacial y cul-
luralmente. De tal manera que los antropólogos se acercarían a sus «objetos»
de estudio sin cargas valorativas, sin categorías sociales comunes y por lo cual
la diferencia cultural radical constituiría según Lévi-Strauss (1954) el principal
factor que garantiza la objetividad antropológica.
La posibilidad de proponer este distanciamiento como el principal garante
de la objetividad disciplinaria (Leach, 1982) radica en eliminar la situación
colonial o en considerarse inmunes a la misma. De tal manera que las conse­
cuencias de la expansión europea y de la constitución de la relación colono/
colonizado, fueron normalizadas a través de un proceso de socialización don­
de los futuros antropólogos incluyeron no conscientemente representaciones y
prácticas estereotipadas y frecuentemente negativas hacia el mundo coloniza­
do. Pero lo que me interesa subrayar ahora no es recordar que el colonialismo
l úe (?) parte del inconsciente cultural del conjunto de las clases sociales de los
pulses con imperios coloniales o con situaciones de colonialismo interno, sino
recuperar que esta manera de pensar la objetividad se articula con las tenden­
cias disciplinarias que consideran la realidad como lo dado; es decir, lo que
está ahí, lo observado, lo narrado por el antropólogo. Si bien la influencia de
46 La parte neg ad a de la cu ltu ra

Durkheim respecto de la relación manifiesto/no manifiesto, del psicoanálisis


en términos de consciente/inconsciente, del marxismo en términos de lo apa­
rente y lo «real» y, sobre todo, de la aproximación relativista del historicismo
influyeron en la teoría antropológica, no incidieron demasiado sobre las con­
cepciones y técnicas que desde 1920 dominaron la producción de información,
dado que asumieron no reflexivamente que estaban describiendo la realidad
en sí.
Lo concluido no niega, por supuesto, que algunos de los principales aportes
antropológicos como el análisis del kula por Malinowski, de la magia azande
por Evans-Pritchard, de la concepción de la muerte en el militarismo japonés
por Linton o de la eficacia simbólica por Lévi-Strauss, constituyeran notables
ejemplos de interpretación y explicación que en todos estos casos no se re­
ducen a lo «dado»; pero ésta no fue la tendencia dominante en la producción
antropológica.
Ahora bien, esta orientación debe ser relacionada con dos factores: la es­
casa preocupación por la metodología y el dominio de una actitud ateórica o
de limitada preocupación teórica en la mayoría de la producción de nuestra
disciplina. Al antropólogo le ha preocupado sobre todo lo que se describe y
no cómo se describe; esta actitud se expresa en la escasez de trabajos meto­
dológicos hasta los sesenta, comparado, por ejemplo, con la sociología; así
como en la mínima y frecuentemente nula información proporcionada por el
antropólogo respecto de cómo hizo su investigación. Congruentemente con
esta perspectiva la metodología suele identificarse exclusivamente con el tra­
bajo de campo y con un enunciado de técnicas.
Hay una tendencia a la descripción, a producir etnografías con escaso de­
sarrollo teórico, basado en parte en una temprana propuesta de que una buena
etnografía es ya una explicación o interpretación teórica, lo cual, en gran m e­
dida, es correcto. Pero ello no supone que del trabajo de campo en sí surjan
buenas etnografías, y sobre todo etnografías teóricas. Muchos antropólogos
consideraron las teorías como un agregado a sus datos, y otros han considerado
la teoría innecesaria, como una suerte de discurso ideológico que no aporta
demasiado. En determinadas tendencias no sólo se desarrolló una actitud ateó­
rica, sino antiteórica, colocando todo el peso en la producción de información
o en la importancia de las acciones prácticas.
Varias de estas características, desarrolladas especialmente durante el lapso
1920-1950, son las que conducirán a una notoria visibilidad de la antropología
a partir de los sesenta, dado que algunas de sus formas de trabajo coincidirán
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 47

con varias de las más sofisticadas orientaciones teórico-metodológicas que


emergieron durante los setenta en diferentes campos disciplinarios. Así pues,
es importante reconocer que los antropólogos, en función de su particularismo
metodológico -cad a uno trabaja más o menos a su m anera-, no padecieron
sino hasta fechas recientes problemas de inhibición metodológica como los
señalados por los sociólogos críticos norteamericanos en los años cincuenta
y sesenta respecto de su disciplina. Es en función de ello que una parte de la
antropología investigó temas y problemas sin cuestionarse demasiado la repre-
sentatividad de sus datos, ni las dificultades técnicas para obtenerlos. Su escasa
teoricidad, su énfasis en la etnografía, su radical confianza en la descripción de
lo evidente, así como otros aspectos entre los cuales el más relevante es la pro­
ducción de información significativa y/o estratégica respecto de los problemas
analizados, coincidirá con determinadas orientaciones teórico-metodológicas
desarrolladas durante los años sesenta y especialmente en los setenta por algu­
nos de los principales exponentes de la producción filosófica o epistemológica
en ciencias sociales.
Algunas de las características enumeradas han tenido mayor significación
que otras en la constitución del modelo antropológico clásico, pero ninguna
de ellas tomada aisladamente posibilita establecer un corte epistemológico
que fundamente la especificidad y menos la autonomía disciplinaria. Estas ca­
racterísticas desarrolladas a través del trabajo antropológico, articuladas con
procesos sociales e institucionales, irán estableciendo la antropología como
disciplina diferenciada.

Crisis actual o crisis permanente: crisis eran las de «antes»

Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de analizar la diferenciación disciplinaria,


dado que desde una perspectiva centrada en los problemas, lo significativo
sería poder establecer cuáles son las aproximaciones más estratégicas para ex­
plicar, interpretar y/o actuar respecto de un problema específico, más allá de si
proceden de esta o de aquella disciplina?
Personalmente estoy de acuerdo en dar prioridad a los problemas, pero esto
por sí solo no explica por qué se mantienen y se agudizan las diferencias insti­
tucionales entre las disciplinas; más aún, la importancia de los problemas y la
capacidad de cada disciplina para interpretarlos no explica por qué hay una dis­
48 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

tribución diferencial de los recursos económicos y de poder entre los diferentes


campos disciplinarios. Si los problemas definieran realmente la identidad de
una disciplina o de un conjunto de disciplinas, hace tiempo que tendrían que
haberse unificado varias de ellas o al menos reorganizado. Si el eje fueran la
capacidad explicativa y la eficacia, dada la ineficiencia e incluso consecuencias
negativas evidenciada por una parte de la producción de determinadas discipli­
nas -incluidas principalmente las denominadas «ciencias duras»-, debería ha­
berse generado una redistribución de los recursos, en especial de los recursos
materiales y económicos, que no se ha dado en la mayoría de los casos.4 Por
lo cual considero que las causas del mantenimiento de las especificidades dis­
ciplinarias no refiere exclusivamente a criterios de tipo epistemológico ni a la
problematización de la realidad, sino a las condiciones de institucionalización
profesional de las ciencias.
Debe subrayarse que el mantenimiento de la identidad disciplinaria se re­
forzó con el proceso de institucionalización y profesionalización, acentuando
aún más la identidad antropológica, durante un período en que las modifica­
ciones en el sujeto de estudio conducían a que la sociología y la historia se
proyectaran sobre algunos de los principales sujetos estudiados hasta entonces
por la antropología, y que esta disciplina pasara a estudiar sujetos que hasta la
década de 1940 eran estudiados básicamente por la sociología. Esto dio lugar a
un intenso proceso de dispersión y difusión de teorías, técnicas y, por supues­
to, sujetos, pero la convergencia no se tradujo en la disolución de identidades
profesionales o en la creación de una nueva relación interdisciplinaria, aun­
que hubo varias propuestas en esas direcciones; por el contrario, se reforzaron
las identidades profesionales, y la antropología, como cualquier otra actividad
institucionalizada, trató de garantizar su propia reproducción, lo cual no ne­
cesariamente refiere a una racionalidad científica de convergencia, sino a una
racionalidad profesional de diferenciación.
Pero además, como se ha señalado, hay una segunda razón por la cual la
diferenciación es significativa, ya que para el imaginario antropológico la es­
pecificidad de su disciplina está basada en la calidad diferencial del trabajo
antropológico, que ha posibilitado la constitución de una perspectiva propia a

4. Esta situación la hemos analizado para el alcoholismo, problema respecto del cual
la biom edicina tanto a nivel clínico como preventivo ha evidenciado históricamente su
ineficacia teórica y práctica, sin que ello se haya traducido en una real redistribución de
recursos ni para la investigación ni para la acción (M enéndez, 1990b).
D efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 49

partir de la cual ha producido sus aportes más significativos. En consecuencia,


estas perspectiva y aportes mantienen el imaginario profesional y constituyen
la referencia para una suerte de eterno retomo a ese imaginario, lo cual aparece
como una necesidad ideológica profesional dadas las actuales orientaciones
productivistas y financieras impuestas de forma creciente desde los setenta a
la producción académica. Es por ello que considero que lo que ha entrado en
crisis es el imaginario y no la actividad académica antropológica, dado que el
proceso de institucionalización y profesionalización evidencia, pese a dicho
malestar, una notoria expansión de nuestra disciplina en términos de produc­
ción académica.
Analizar la antropología en términos de crisis implica aclarar primero qué
entendemos por crisis, y segundo si está planteada exclusivamente para esta
disciplina o si expresa a nivel particular una crisis social más general referida
a la situación actual y a los modelos posibles de sociedad.
Personalmente considero las crisis como espacios y procesos de ruptura de
las continuidades ideológico-teóricas dominantes; rupturas que posibilitan el
acceso a reflexiones y acciones que cambiarían el signo de los interrogantes
y tal vez de las respuestas hasta entonces hegemónicas, y cuya modificación
no sólo se expresa como discurso académico, sino que emerge a través de las
ideologías y prácticas de al menos una parte de los diferentes conjuntos socia­
les. La crisis supone un proceso que, al cuestionar la continuidad, posibilita
su modificación. Pero, y lo subrayo, sólo posibilita, dado que el ejercicio de
transformación dependerá de los sectores sociales que asuman el proceso de
transformación.
Desde esta perspectiva, las crisis son potencialmente necesarias, ya que
constituyen una posibilidad de revisar los antiguos interrogantes, así como de
incluir los nuevos problemas planteados desde otras perspectivas y hasta en­
tonces relegados y/o negados. Las crisis expresan no sólo el agotamiento de
determinados modelos de pensar y de vivir la realidad social, sino las situacio­
nes en que puede emerger el cuestionamiento de lo aceptado como saber ins­
titucionalizado, así como la posibilidad de la crítica a su institucionalización
tanto en la vida cotidiana como en la vida académica y profesional.
Todo esto supone la posibilidad de transformación, entendida la crisis como
proceso, y no como acontecimiento. La emergencia de estas posibilidades no
asegura, sobre todo en lo referente a la vida cotidiana, la transformación, ya
que los nuevos problemas e interrogantes operan socialmente dentro de pro­
50 L a pa rte neg ad a de la cultura

cesos donde serán rechazados, resignificados, reorientados, incluidos y/o ins­


titucionalizados.
No me extenderé más en esta cuestión, pues no intento desarrollar el con­
cepto de crisis como metodología de conocimiento, sino asumir su existencia
y el significado que tiene para la trayectoria de la antropología. Me limitaré
a observar cómo los problemas, los sujetos de estudio o las aproximaciones
teórico-metodológicas se redefinen durante las situaciones de crisis, lo cual
nos permitirá analizar la articulación que se da entre procesos sociales y epis­
temológicos en la construcción de la antropología.
En función de este análisis, lo primero a asumir es que la crisis actual no
es la primera ni posiblemente la más significativa por la que ha atravesado
nuestra disciplina, ya que crisis previas condujeron a la casi desaparición de
algunos de los centros de mayor producción antropológica, y en otros casos
implicó la posibilidad de ruptura de la continuidad disciplinaria. Por necesidad
metodológica, pero también como ejercicio de recuerdo, en este capítulo y en
el siguiente analizaré tres crisis, la primera ocurrida en la década de 1930 y
principios de la de 1940; la segunda desarrollada durante la década de 1960, y
por último el malestar actual expresado sobre todo desde mediados de los años
setenta y durante los ochenta.
El análisis de estas crisis supondría la descripción y análisis de los con­
textos sociales en los que emergieron pero que no podremos realizar. Enume­
raremos algunas características, pero la mayoría, como es obvio, las daremos
por sobrentendidas; por otra parte las características que enumeraré han sido
seleccionadas a partir de su vinculación con determinados rasgos del trabajo
antropológico. Asimismo, quiero subrayar que no propongo que la crisis en la
sociedad global conduzca mecánicamente a situaciones de crisis a nivel ge­
neral de la ciencia o de disciplinas particulares, ni ignorar que los procesos
académicos desarrollan crisis en términos de autonomías relativas. No obstan­
te, hemos seleccionado tres situaciones en las cuales pueden observarse con
relativa claridad situaciones de crisis y malestar en la sociedad global y en los
ámbitos de producción del conocimiento, lo cual es relevante sobre todo en
el caso de las ciencias históricas y sociales, dado que se constituyen al menos
parcialmente en relación con la descripción y análisis de las sociedades, o si se
prefiere, con los modos de pensar y actuar los modelos de sociedad.
Desde el nivel de la sociedad global, el primer período se desarrolla dentro
de un fuerte movimiento político nacionalista m odem izador en China, India,
Turquía, Persia (Irán), México y otros países colonizados y/o dependientes, así
D efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes

como por el impacto de la revolución rusa en Asia y África en función de la


fuerte carga anticolonialista difundida por los soviéticos.
Durante las décadas de 1920 y 1930 se desarrollaron movimientos cultura­
les centrados en la reivindicación cultural de lo étnico, de lo indoamericano, de
lo africano, que dio lugar al desarrollo del movimiento indigenista en América
Latina y de la «negritud» en el área del Caribe y en los países africanos.
Estos procesos fuertemente antiimperialistas y anticolonialistas resigni-
ficaron su orientación a partir de las consecuencias de la crisis económico-
ocupacional de 1929, que favoreció la emergencia y posterior consolidación
político-ideológica de los fascismos y del estalinismo en los países europeos.
El acceso al poder de estas concepciones supuso no sólo el desarrollo y con­
solidación de las cúpulas burocráticas, sino también el notable uso intencional
de la ideología como medio de socialización, de movilización, de control y de
identificación de masas.
Durante este período, salvo el caso alemán, siguieron vigentes la mayo­
ría de los imperios coloniales europeos, en cuyos territorios se desarrolló la
mayor parte del trabajo antropológico, pero debe subrayarse que una parte de
dicho trabajo operó dentro de movilizaciones políticas, de conflictos raciales,
de movimientos religiosos que no fueron incluidos en las etnografías del perío­
do. El caso Evans-Pritchard respecto de los Nuer o el de Redfield respecto de
Tepoztlán han adquirido visibilidad, pero expresan lo que fue común durante
este lapso, es decir, la descripción y análisis de comunidades y grupos étnicos
sin incluir los procesos políticos que les estaban afectando profundamente.
Esta omisión fue frecuente en América Latina, donde las monografías antro­
pológicas, tanto las producidas a nivel nacional como las generadas por las
antropologías europeas y norteamericana, no describían los procesos políticos,
incluidas las violencias militares ni las consecuencias de la explotación eco­
nómica nacional e internacional, pese a afectar directamente a gran número de
las comunidades estudiadas.
En términos teóricos la crisis tuvo como una de sus principales expresiones
el deterioro final (?) de las concepciones evolucionistas, relacionada en deter­
minadas tendencias con la crisis de la idea de progreso, así como en otras apa­
rece relacionada con el descrédito de las teorías macrosociales. En los treinta
se consolidó e institucionalizó la crítica y negación de la «gran teoría», que
en antropología está representada por las escuelas evolucionistas y la mayoría
de las escuelas difusionistas, dando lugar a la constitución de una forma de
pensar la cultura en términos micro o mesosociales y sincrónicos que devino
52 L a p arte negada de la cu ltu ra

hegemónica. Una de las características básicas de esta forma de pensar fue el


desarrollo de concepciones ahistóricas, que convirtieron casi toda dimensión
histórica en conjetural y redujeron el ámbito de trabajo a lo local desconectado
de las relaciones históricas de todo tipo y que habían dado lugar o por lo menos
participado en la constitución de lo local.
Pero lo que me interesa subrayar es que esta crítica antropológica cuestiona
uno de los relatos ideológicos más persistentes; me refiero a la propuesta evo­
lucionista (y también a la racista) que construida desde el campo académico
permeó no sólo al conjunto de las clases sociales a nivel de los países capi­
talistas centrales, sino a gran parte de las sociedades periféricas. Este relato
articuló concepciones devenidas de la investigación biológica, antropológica,
histórica y psicológica, impulsando concepciones ideológico-culturales que
según los espacios sociales e históricos devino en justificaciones de la supe­
rioridad cultural y/o racial de la sociedad occidental y/o de algunos de sus gru­
pos étnicos y/o clases sociales en términos institucionales, científicos, sociales
y/o políticos. La capacidad del evolucionismo para articularse con concepcio­
nes liberales, socialistas y/o fascistas evidencia la significación ideológica de
una concepción que dio lugar a diferentes tipos de interpretaciones y de usos
técnico-políticos a través de la eugenesia, del saber biomédico y de la propia
antropología entre finales del siglo xix y la década de los noventa, y me estoy
refiriendo a 1990.
Durante este período, la antropología es generada por varios centros de
producción entre los cuales sobresalen el británico, el alemán, el norteame­
ricano y el francés; mientras que en Gran Bretaña y Francia dominarán pers­
pectivas estructuralistas y estructural-funcionalistas, en Alemania seguirá do­
minando el historicismo a través de tendencias morfo y cicloculturalistas, y
emergerán propuestas fenomenológicas sobre todo en el campo de los estudios
sobre la religión y la magia. En el caso norteamericano dominarán tendencias
culturalistas y funcionalistas, y se generará el desarrollo de una perspectiva
psicoanalítica.
En los años treinta los referentes teóricos -pensados en términos de teorías
organizadas- procederán de Durkheim, del historicismo alemán y, en menor
medida, de Freud. El conjunto de las tendencias dominantes consideraron la
cultura (o la sociedad) como una realidad objetiva que se expresa a través de
sujetos hipersocializados, integrados, endoculturados; el sujeto de estudio re­
fiere a una cultura o sociedad que excluye el papel del sujeto. Sólo un sector
de la antropología norteamericana y, en menor medida, la producción mali-
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 53

nowskiana intentaron desarrollar una teoría de la reproducción socio-cultural


que reconociera algún papel al individuo, a la personalidad. Y así Malinowski,
especialmente en sus trabajos sobre «crimen y costumbres» (1926), cuestiona
las ideas dominantes en antropología sobre la uniformidad de las conductas en
las sociedades «primitivas» y pone de manifiesto las constantes infracciones a
las reglas motivadas por razones de tipo personal y referidas a todo un espectro
de situaciones incluido el suicidio. Lo cual observamos también en trabajos de
antropólogos norteamericanos como Radin u Opler, que subrayan la existencia
de diferencias individuales en el ejercicio de los patrones culturales en ciertos
grupos indios de Estados Unidos.
Desde principios del siglo xx una serie de antropólogos norteamericanos
plantearon la necesidad de tomar en cuenta al individuo; Sapir desde la déca­
da de 1910 propuso la necesidad de pensar la articulación individuo/cultura,
que desarrolló teóricamente sobre todo durante la década de 1930 a partir de
una fuerte influencia del psicoanálisis, y que se constituyó en la principal vía
teórica en la inclusión del sujeto dentro del campo antropológico. Si bien esta
tendencia fue fuertemente cuestionada durante las décadas de 1950 y 1960
por centrar sus explicaciones en factores psicológicos y/o individuales (Bonfil,
1962), la mayoría de su producción, especialmente la organizada en tomo a la
escuela de cultura y personalidad, evidenciaba que lo nuclear no era la perso­
nalidad, sino la cultura, dado que lo que buscaba no era tanto recuperar el papel
del sujeto sino describir cómo ese sujeto reproducía una cultura determinada a
través de procesos de socialización específicos. Y será respecto de este proceso
que aplicarán la teoría psicoanalítica, depurada de algunas de sus propuestas
más radicales, ya que los antropólogos tendieron a eliminar el proceso de re­
presión psicológica o a convertirlo en transmisión, así como a resignificar la
categoría de inconsciente dentro del proceso de socialización (Jacoby, 1977).
Estas y otras críticas son correctas, pero su sentido debe ser contextuali-
zado, ya que si bien en los estudios de cultura y personalidad el acento recae
en los patrones culturales y no en el sujeto, tanto ésta como otras tendencias
norteamericanas son no obstante casi las únicas que intentaron describir y
pensar la articulación individuo/cultura dándole algún lugar al individuo, lo
cual no se da en ninguna otra escuela antropológica a nivel internacional. Más
aún, es interesante observar que en Alemania y Austria, países donde se gesta
y desarrolla el psicoanálisis, éste no influirá en su producción antropológica,
mientras que destacados psicoanalistas de dichos países que emigraron a Es­
tados Unidos tendrán un notorio impacto en la antropología y la sociología
54 L a parte neg ad a de la cu ltu ra

norteamericanas. El uso de un concepto de sujeto que reduce o modifica el


papel del inconsciente y de la represión, articulado con el relativismo cultural
tenía que ver, como veremos, con la necesidad de recuperar y enfatizar la res­
ponsabilidad individual frente al avance del fascismo centrado en la prioridad
absoluta del estado.
En este proceso incidieron factores político-ideológicos, que se articularon
con la tendencia de las ciencias sociales y antropológicas a considerar la cul­
tura o la sociedad como totalidades a explicar por sí mismas. Por ello deben
ponderarse los. escasos intentos de recuperar al sujeto dentro de la produc­
ción antropológica, y más allá de las características que cobró su recuperación.
Son expresión de ello antropólogos que produjeron etnografías de reconocida
calidad como Du Bois, Wallace o Devereux quienes incluyeron al sujeto en
sus investigaciones; siendo Cora Du Bois la primera etnógrafa en estudiar la
personalidad de sujetos de una cultura no occidental, los alor. La inclusión del
papel del individuo y la descripción de comportamientos individuales y micro-
grupales por los antropólogos puede observarse en términos paradigmáticos
en la obra publicada por Homans en 1950 sobre el grupo humano, en la cual
subraya el papel del individuo respecto del sistema social, concluyendo que
es en la interacción entre los sujetos que debemos encontrar la explicación de
los procesos sociales sustantivos. Debemos recordar que la casi totalidad de
los casos utilizados por Homans para fundamentar su propuesta teórica fueron
realizados desde una perspectiva socioantropológica y etnográfica.
La tendencia a recuperar el papel del individuo es una característica com ­
parativa del pensamiento norteamericano evidenciada no sólo a través de la
descripción de los diferentes tipos de articulación sujeto/sociedad, sino tam ­
bién de las concepciones sobre la subjetividad de los actores estudiados. Según
E. Becker, «la contribución real y verdaderamente trascendental de la socio­
logía, antropología y filosofía norteamericana, que fue alimentada por Cassi-
rer, M. Weber y G. Simmel, y ha pasado prácticamente inadvertida, refiere al
descubrimiento de la naturaleza ficticia del yo social y, por consiguiente, de
las normas sociales, de las convenciones y de los “juegos culturales”» (1980
[1968], p. 146).
La significación del sujeto se expresó durante este lapso a través de las
nuevas técnicas utilizadas, especialmente la entrevista en profundidad y, sobre
todo, el desarrollo de biografías y autobiografías (Gottschalk et al., 1945). Este
énfasis en el individuo se observa también a través de los estudios de antro­
pología aplicada, que reducirán la posibilidad de cambio a nivel comunitario,
D efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 55

casi exclusivamente al papel del individuo; un individuo que, por otra parte,
genera cambios por estar en contacto con el medio urbano, considerado como
la principal fuente de modificaciones. Estos innovadores, estos empresarios
de la ruptura serán los líderes del cambio a través de sus efectos sobre los
otros miembros de la comunidad (Erasmus, 1961 y 1969). Pese a la orienta­
ción práctico-ideológica que tomaron la mayoría de los estudios de cultura y
personalidad y los de antropología aplicada, debe reconocerse que fueron casi
los únicos en incluir al sujeto dada la ausencia de reflexión e investigación
sobre el mismo en el resto de las antropologías nacionales, caracterizadas por
describir, una cultura donde el sujeto era ella, y por homologar el individuo a
su cultura.
En este periodo la antropología social abandona casi definitivamente el tér­
mino «primitivo», que comienza a ser remplazado por otros referidos a carac­
terísticas culturales y/o productivas, y de los cuales los más extendidos fueron
los de «grupo étnico», «grupo folk» y «campesinado». Correlativamente, du­
rante este lapso se incrementa la aplicación de la antropología a las denomina­
das «sociedades complejas», que supondrá el trabajo con nuevas unidades de
descripción y análisis, como la comunidad urbana entendida como sociedad de
clases y/o de castas, que implicaran la necesidad de reflexionar sobre las posi­
bilidades y limitaciones de la metodología antropológica. Los trabajos de los
Lynd, de Warner, de los Gardner, de West, del grupo británico de «observación
de masas», respecto de las propias sociedades norteamericanas e inglesas, así
como los de Redfield y O. Lewis para Tepoztlán, Mérida y México D. F. o el de
Miner para Timbuctu, constituyen la avanzada de un proceso caracterizado por
su discontinuidad, pero que se constituyo en gran medida durante este lapso.
Pese a estas tendencias el núcleo del trabajo antropológico se realizara
sobre sociedades y culturas consideradas como grupos étnicos y caracteriza­
dos por el distanciamiento cultural existente entre antropólogo y nativo, y por
constituir una investigación en el campo del «otro». Más aún, esta concepción
saldrá reforzada después de que una parte de las ciencias antropológicas ale­
manas trabajaran con sus propias diferencias culturales, étnicas y raciales, no
solo en términos de trabajo teórico, sino también ideológico-político.
56 L a p arte n e g ad a de la cu ltu ra

Fascismo y antropología o los usos ideológicos de la etnicidad

En la década de 1920, pero sobre todo en la de 1930, emergerán nuevas proble­


máticas o serán resignificadas y reorientadas antiguas temáticas disciplinarias.
Una parte de este desarrollo está impulsado por procesos de los países centrales,
más que por los problemas de los grupos étnicos estudiados. El desarrollo de
las investigaciones sobre las clases de edad, sobre sectas y sociedades secretas
masculinas, sobre brujería, m agia y religión, sobre el mito, etc., evidencian los
intereses académicos de la antropología, pero también expresan los intereses
por determinados problemas cruciales que emergían en las sociedades donde
se construía el pensamiento antropológico.
Posiblemente el ejemplo más impactante de esta tendencia sea la obra de
W. Schmidt sobre la existencia de un «alto dios» en las culturas primitivas,
que no sólo trató de fundamentar la prioridad del monoteísmo, sino cuestionar
y distanciarse del judaism o como la principal fuente directa del cristianismo.
Schmidt, además de ser el líder teórico de la Escuela de Viena dentro de las
tendencias cicloculturalistas en etnología, era sacerdote católico, como la ma­
yoría de los etnólogos y etnógrafos de esta escuela, y se caracterizaba por su
antisemitismo radical (Hauschild, 1997). El problema etnológico central para
Schmidt no refería a la posibilidad de la existencia de un «alto dios» entre los
«primitivos», sino a la cuestión judía para los pueblos germanos. La confirma­
ción de la existencia de un «alto dios» en casi toda cultura, y no reducido casi
exclusivamente a la religión judía, permitía encontrar en la propia cultura ger­
mana antecedentes monoteístas del cristianismo alemán y excluir al judaism o
como la fuente única de una religiosidad que era considerada parte fundamen­
tal de la identidad étnica alemana y especialmente de los alemanes del sur.
En otras palabras, al menos una parte de las temáticas estudiadas por la an­
tropología a nivel de los grupos étnicos concierne a problemáticas de los países
occidentales. Ésta es una tendencia evidente en los casos del evolucionismo y
del difusionismo para los cuales el referente obvio de los procesos de evolu­
ción y difusión cultural era «Occidente», pero esta tendencia se continuó entre
las escuelas funcionalista y culturalista, persistiendo hasta la actualidad.
El notorio interés, en especial de algunas antropologías nacionales, por
ciertas temáticas evidencia este desarrollo, que suele ser omitido en los análi­
sis de la trayectoria de nuestra disciplina. El interés central de la antropología
y de los estudios sobre religión en el campo de lo «irracional», como se decía
en ese período, arranca desde el inicio de nuestra disciplina, pero en los años
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 57

veinte y, sobre todo, en los treinta da un giro radical al desarrollar investigacio­


nes etnográficas específicas sobre la brujería, la magia, el mito, y al generar un
intenso interés por las ceremonias y rituales religiosos, no sólo en la tradición
durkheimiana (antropología francesa y, sobre todo, inglesa), sino también en la
alemana, cuyo interés por el ritual y los ceremoniales no se limitó a la dimen­
sión mágico-religiosa sino que incluyó rituales político-ideológicos.
La etnología, la historia de las religiones y el estudio de los grupos folk
( Volkunde) alemanes tomaron como núcleo de su elaboración teórica ia
dimensión mágico-religiosa, considerando este espacio como el más importante
para el estudio de lo simbólico, en términos del mito y del ritual; como el
espacio que evidencia la significación del mito como parte de la vida social
de una cultura y como una de las principales instancias del continuo proceso
de integración e impulso que una cultura desarrolla a partir de sus mitos
primigenios. Frobenius, el principal etnólogo-etnógrafo alemán desde finales
del siglo xix hasta la década de 1930, desarrolla el concepto de paideuma que
define a la cultura en términos parecidos a los de concepción deí mundo, pero
entendida como una entidad viva y autónoma que atraviesa estadios cíclicos
de desarrollo que implican potencialidades creativas diferenciales, ya que la
capacidad creadora de una cultura se constituye básicamente en la primera
etapa del desarrollo de una sociedad, cuando los pueblos producen sus mitos y
tienen sus mayores fuerzas y posibilidades de conmoción creativa.
La propuesta de Frobenius cuestiona las concepciones mecanicistas, mate­
rialistas y utilitaristas dominantes en las sociedades actuales, así como la capa­
cidad de la razón para comprender las culturas, y propone trabajar a través de
la intuición y de la empatia. Según Frobenius la realidad no puede entenderse
a partir de la descripción y análisis de factores, ya que produce un conocimien­
to superficial; el verdadero conocimiento se obtiene a través de la intuición:
«Sólo se revela cuando se busca profundizar lo que se describe y se supera el
nivel aparente de una realidad que sólo se abre a quien está dispuesto a rendirse
voluntariamente a ella» (1950 [1933], p. 46), y agrega que sólo el ser humano
puede conocer de esta manera, pues puede ser conmovido por la esencia de la
realidad (Jbid., p. 54).
Los trabajos de Frobenius tuvieron un notable impacto no sólo en la etno­
logía, sino en el pensamiento alemán, correlacionándose con toda una serie
de propuestas y críticas referidas en particular al papel negativo/limitativo de
la razón y a la necesidad de revitalización cultural. Sus concepciones fueron
utilizadas por el nazismo de forma directa o a través de etnólogos influidos
58 L a p arte negada de la cultura

por Frobenius y que adhirieron a la ideología nazi, así como a través de con­
cepciones elaboradas por otros científicos sociales y filósofos del período que
convergieron con esta forma de pensar la cultura.
Su propuesta de la existencia de mitos primigenios que fundamentan la
vigencia y fuerza actual de una cultura, y que, por lo tanto, deben recuperarse
continuamente, se correlaciona con las investigaciones y reflexiones que sos­
tienen la decadencia de la civilización occidental (Spengler) o el desarrollo de
un proceso de domesticación en las sociedades humanas que erosiona algunas
de sus principales capacidades adaptativas generando una decadencia de de­
terminadas normas conducíales (Lorenz). A finales de los treinta antropólogos
como Gehlen, a partir de reconocer la cultura como parte decisiva de la «na­
turaleza humana», consideran que la civilización actual reduce cada vez más
el papel de las instituciones, especialmente de las instituciones de lo sagrado,
que son las que posibilitan un mejor desarrollo cultural. De tal manera que
durante los años treinta y cuarenta toda una serie de autores con diferente ter­
minología propondrán explícita o tácitamente «un regreso a la barbarie» como
metodología de la recuperación cultural no sólo alemana sino occidental. Esta
concepción es parte de una variedad de tendencias intelectuales europeas que
en unos casos identifica la decadencia con la sociedad occidental, en otros con
la burguesía, en otros con el judaismo y en casi todos con la hegemonía de la
razón, cuyo predominio expresaría el envejecimiento de las sociedades.5
Toda una serie de autores trabajaron en Alemania en la dirección de la
recuperación activa del mito y de los rituales, como el caso de Hauer, histo­
riador de las religiones y militante nazi, que impulsó la institucionalización de
la denominada «fe religiosa alemana» dentro de una concepción racista «que
propugnaba la ritualización de la fiesta de primavera, de la conmemoración de
los muertos, de la juventud, de las bodas, etc., con e! objetivo de “zambullirse”
a través de los rituales “en el fondo originario del espíritu” en el cual encontrar
“la voluntad primordial” del pueblo alemán, lo cual coincidía con el programa
del nazismo» (De Martino, 1953, p. 22).
Esta ritualización fue desarrollada a nivel sociopolítico, ya que los rituales

5. Frente al proceso de «envejecimiento» de las sociedades se propuso la recupera­


ción del mito, de lo sagrado, de las sociedades secretas; autores como Bataille dan a
las sociedades secretas una función de rejuvenecim iento «que está vinculada a algo
que gasta y se gasta. [...] Lo que interesa es la investigación de lo que en cada grupo
social puede revelarse como “centro del movimiento de conjunto”, “ centro sagrado”»
(Faye, 1973, p. 92).
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 59

para los ideólogos nazis y para los teóricos del mito aparecen como uno de los
principales «caminos» de unificación e integración nacional, por lo cual deter­
minados rituales fueron impulsados como política de estado: «Para que la pa­
labra [del líder] pueda producir su efecto consumado hay que complementarla
con la introducción de nuevos ritos... [En Alemania], cada acción política tiene
un ritual particular, y así toda la vida se inundó súbitamente con la marejada
de nuevos ritos, los cuales eran tan rigurosos, regulares e inexorables como los
ritos de las sociedades primitivas. Cada clase, cada sexo y cada edad tienen su
propio ritual. Nadie podía andar por la calle, nadie podía saludar a su vecino o
a su amigo sin ejercitar un rito político» (Cassirer, 1988 [1946], p. 336).
El ritual y el mito tenían como objetivo articular al sujeto con su comuni­
dad, con el Volk, y si bien el nazismo los utilizó para cuestionar la perspectiva
clasista, su propuesta incluía a aspectos significativos para amplios sectores
de la sociedad europea y no sólo alemana, ya que, como señala Kühnl, «No se
puede ignorar que las consignas de la comunidad popular y de la solidaridad
nacional tenían atractivo no sólo para los grupos decepcionados y predispues­
tos a la sumisión autoritaria. La demanda de una comunidad efectiva y la su­
presión de los antagonismos de clase constituyen la expresión de necesidades
auténticas, de aspiraciones humanas y democráticas profundamente sentidas»
(1982 [1971], p. 151). El mito y sus rituales fundamentaron una comunidad
imaginaria de iguales organizada en tom o a la raza, según la cual todos los
miembros, aun los más humildes, de la comunidad alemana pertenecen a la
l aza aria que los unifica y homogeneiza.
Desde esta perspectiva, los intentos nazis de modificar y, sobre todo, reem­
plazar a las iglesias cristianas por nuevas religiones «volkisch» (nacionales/
populares) expresan el reconocimiento del papel de la religión como agente
unificador, integrador y de organización social; como una de las principales
instituciones socioideológicas que promueven la identidad y la continuidad
cultural y no sólo a través de creencias, sino sobre todo a través de rituales.
I ,os nazis promovieron o facilitaron el desarrollo del movimiento «de la fe
alemana» caracterizado por su anticristianismo y por la reinvención de formas
religiosas germanas, así como también promovieron el movimiento de los cris-
lianos alemanes que trataron de germanizar las iglesias cristianas.
En ambos casos se impulsó el desarrollo de rituales en ámbitos públicos y
domésticos, dado que este desarrollo era considerado decisivo en sus objetivos
de «reculturalizar» a los alemanes. El movimiento de la fe alemana trató de
reemplazar las ceremonias cristianas referidas al bautismo, al matrimonio y
60 L a parte n eg ad a de la cultura

a la muerte, y, más allá de su limitado éxito, lo importante a recuperar es la


intencionalidad de apropiarse de rituales que aseguraran la reproducción del
nazismo a través de situaciones constantes y críticas de la vida cotidiana.
Además, el nacionalsocialismo trató de cerrar la escisión entre lo público
y lo privado mediante varias medidas, entre ellas el impulso a las ceremonias
domésticas y de masas, que tratarán de normalizar las ideas colectivas sobre
superioridad racial, unidad nacional, anticomunismo, relación con la natura­
leza (suelo y sangre) o ideas sobre la muerte vinculadas estrechamente a la
noción de sacrificio. Para ello establecieron un calendario anual de nueve fies­
tas sumamente ritualizadas que incluían centralmente algunos de los aspectos
enumerados.
El pensamiento alemán, en particular a partir de Nietzsche, consideraba el
mito como expresión de las necesidades del sujeto de pertenecer a una comu­
nidad, de ser miembro de un grupo, un suelo, una sangre, y esto fue impulsado
activamente por el nazismo a través del énfasis en los rituales colectivos, de
tal manera que la participación en marchas, mítines y cantos se plasmó en
políticas sociales donde el sujeto aislado (no participativo) era considerado un
sujeto peligroso. El nazismo incluso modificó la legislación reemplazando el
principio de responsabilidad individual ante la ley por la idea de una responsa­
bilidad comunitaria basada en los «usos y costumbres» (Wilkinson, 1989).
Es importante recuperar la importancia que el ritual cobró para una parte
de la intelectualidad europea, y no sólo para el pensamiento alemán, en la
medida en que no fue sólo un objeto de reflexión teórica o de investigación
científica, sino un mecanismo impulsado ideológica y políticamente a nivel
macro y micro en varias sociedades europeas. Así, Arendt (1974) subraya el
interés desarrollado en Alemania durante las décadas de 1920 y 1930 por las
sociedades secretas y, sobre todo, la importancia dada á los rituales como el
principal mecanismo de integración, unidad y pertenencia de los participan­
tes, y ello tanto a nivel de pequeñas sociedades secretas como de organiza­
ciones de masas, donde el requisito básico recae en la participación activa de
todos los miembros en los rituales del grupo. A su vez Caillois recuerda, en
1945, que el estudio de las sectas constituía el núcleo central de los intereses
del Colegio de Sociología creado por Bataille, Leiris y el propio Caillois en
1938, señalando que los objetivos de este grupo no se reducían al estudio
de las sectas, sino a desarrollar acciones a través de dichas organizaciones:
«Nuestras investigaciones nos habían persuadido de que no existían obstácu­
los que no pudieran vencer la voluntad y la fe, con tal de que el pacto inicial
I leliniciones, indefiniciones y pequeños saberes 61

de alianza fuera indisoluble. En la exaltación del momento, sólo un sacrificio


humano parecía capaz de unir las energías tan profundamente como fuera ne­
cesario [...]; la muerte solemne (ritual) de uno de sus miembros parecía bastar
a los nuevos conjurados para consagrar su causa y asegurar eternamente su
felicidad» (Caillois, 1993, p. 130).
lil sacrificio, el culto del héroe fundador, la identificación con símbolos
romo la esvástica fueron utilizados sistemáticamente por los nazis, frecuente­
mente a partir de las investigaciones etnológicas e históricas que evidenciaban
la importancia nuclear de estos aspectos en los procesos de integración y per-
Innencia cultural, en la articulación de los individuos a su cultura.
La noción de sacrificio referida a la muerte propia y de los otros fue utiliza­
da como instrumento de integración sociocultural a través de rituales de purifi-
i ación en los cuales participaron como protagonistas no sólo los intelectuales
rlaboradores de estos posibles rituales, sino los profesionales y especialmente
los médicos en su calidad de operadores de dichos rituales. Uno de los funda­
dores de la medicina psicosomática, V. von Weizsacker, refiriéndose a las po-
lllicas de higiene racial, propone en 1933 en la Universidad de Heidelberg que
«una política popular de destrucción no sólo es preventiva sino creativa», sos-
Irniendo en 1945 que si bien esa propuesta era equivocada se relacionaba con
la idea de «sacrificio solidario» impulsada no sólo por los nazis, sino basada
rn las raíces cristianas de la cultura alemana». Para los médicos y para el resto
dr los alemanes, concluye Von Weizsacker, las actividades de exterminio bajo
el nacionalsocialismo basan su fuerza en la idea de sacrificio que condensa la
concepción de la muerte como redención» (Muller-Hill, 1989, p. 102).
Los nazis, y no fue una metáfora, llevaron a cabo una consecuente política
de «limpieza» no sólo étnica, sino de todos aquellos sujetos y grupos que dada
su diferencia contaminaban la pureza de la raza aria, y fueron los médicos los
ejecutores directos de gran parte de ese proceso de «purificación», que se basó
en conceptos científicos de exterminación y esterilización, en nombre del racis­
mo científico y de la higiene racial (Lifton, 2000). A través de la biomedicina
el nazismo generó una articulación entre ciencia, práctica profesional y rituales
dr integración social referidos a la muerte, que evidencia el uso ritualizado de
las actividades técnicas y científicas aplicadas a la vida cotidiana.
Más allá de la marcada tendencia a la necrofilia del nazismo que tanto
Impacto a intelectuales como Bataille, la muerte fue utilizada como uno de
los principales espacios en torno al cual generar rituales públicos y domésti-
<os. No sólo se desarrolló un culto de los m ártires de guerra -com ún a varios
62 La p arte n e g ad a de la cu ltu ra

países europeos- o de los militantes nazis caídos en sus luchas políticas,


sino que se instituyeron ceremonias que, como la del «matrimonio con el
cadáver», condensaban en su ritual la boda, la guerra y la muerte entendida
como sacrificio.6
Este interés por el ritual y los símbolos «coincide» con la creciente duda
o desconfianza sobre la racionalidad del ser humano, y más aún sobre la ca­
pacidad y posibilidades de la razón, expresada sobre todo en el pensamiento
alemán a través de su crítica al concepto de civilización y a la recuperación
teórico-ideológica del concepto de cultura como concepto central. Fue el pen­
samiento alemán en su conjunto, y no sólo la antropología, el que consideró
al concepto de «cultura» (Kultur) como el concepto central de su reflexión/
investigación/acción teórica, política e ideológica (Elias, 1996; Herf, 1990;
Huizinga, 1946 [1943]).
El uso del concepto de «Kultur» en Alemania está estrechamente vinculado
a la lucha contra la decadencia cultural y «vital» de la civilización occidental,
lo cual era asumido en términos existenciales por gran parte de la intelectuali­
dad alemana (Lowith, 1992 [1940]), que adhirió masivamente a una «Kultur»
que se opone a la civilización materialista, superficial, inauténtica, etc., im­
pulsada por el capitalismo. Dentro del pensamiento europeo esta concepción
se expresa a través de varios ejes, uno de los cuales es la recuperación de los
«pueblos naturales», quienes expresarían formas de vida organizadas en tomo
a principios no económicos (materialistas), así como una determinada articu­
lación naturaleza/cultura. Ciertos grupos negros africanos en los casos de la
antropología alemana (Frobenius) y de la antropología francesa (Griaule), así
como ciertos grupos amerindios para el culturalismo norteamericano (Radin),
serán tomados como expresión de formas culturales no sólo diferentes de las
formas capitalistas, sino como formas más vitales e integradas en términos de
la relación individuo/cultura. En todas estas tendencias se da un uso ideológico
del concepto de cultura referido a los grupos no occidentales, que implican de
forma explícita o larvada una crítica a la sociedad occidental, tipo de crítica

6. Poco después de que Alemania atacara a Polonia iniciando «formalmente» la de­


nominada segunda guerra mundial, el nazismo oficializó un nuevo tipo de matrimonio,
según el cual la novia del soldado muerto en batalla se casaba oficialmente con éste en
una ceremonia formal. Hitler asistió personalmente al primer casamiento de este tipo.
Me interesa señalar que el «casamiento con el cadáver» formaba parte de la organiza­
ción y relaciones parentales de grupos étnicos africanos que habían sido estudiados por
antropólogos alemanes antes de que el nazismo llegara al poder.
I lelm iciones, indefiniciones y pequeños saberes 63

i|ue volveremos a encontrar a partir de los años sesenta, pero sobre todo duran-
ic los setenta y ochenta a través de algunas tendencias multiculturalistas que
Nohre todo reiteran -posiblem ente sin saberlo- las propuestas del pensamiento
V la antropología alemana, y también de otras antropologías, de este período.
I'I pensamiento y la antropología alemana en particular desarrollaron una
pinte nuclear de sus propuestas en torno a uno de los ejes constitutivos de
ln antropología, que durante este período se convirtió no sólo en una discu­
sión teórica, sino en un eje de acciones políticas e ideológicas. Me refiero a
lu discusión sobre las relaciones entre lo cultural y lo biológico, que conmovió
ni conjunto de los antropólogos, es decir, no sólo a los antropólogos sociales
y etnólogos, sino también y en especial a los antropólogos físicos y, en menor
medida, a los arqueólogos.
La concepción racista como política de estado por parte de Alemania a
partir de 1933, y de otros estados (Japón, Italia, Austria, Hungría, Rumania,
ele.) durante la década de 1930, convirtió en política una discusión teórica e
ideológica que condujo a la ideologización no sólo de las antropologías nacio­
nales, sino a la ideologización y politización de nuestra disciplina a niveles no
alcanzados ni previa ni ulteriormente.
Este proceso posibilitó evidenciar que un notable número de antropólogos
participaban de concepciones teóricas racistas y/o etnorracistas, pero no sólo
en los países señalados, sino también en Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
I I proceso evidenció, sobre todo en Alemania, la adscripción de gran parte de
imtropólogos - y por supuesto de otros académ icos- al Partido Nacionalsocia­
lista Obrero Alemán y/o a las orientaciones ideológico-políticas del estado ale­
mán.7 Posibilitó observar que al menos una parte de las investigaciones sobre

/. La mayoría de los antropólogos alemanes se adhirieron explícitamente al nazis­


mo; de los siete profesores de etnología existentes en 1940, cinco estaban activamente
comprometidos con el nacionalsocialismo; a nivel de los directores de los museos et­
nográficos y de otras cátedras de antropología la mayoría también se adherían no sólo
en términos ideológico-políticos sino profesionales (Conte y Essner, 1994). Escribieron
trabajos de apoyo al nazismo Krause, Bauman, Lehman, Krieckeberg, Reck, Muhlman,
y la casi totalidad de los etnólogos que permanecieron en Alemania y Austria publica­
ron trabajos explícitamente racistas o etnorracistas. Sólo cuatro etnólogos de lengua
nlemana emigraron después de 1933: KirchhofF, Lips, Nadel y Steiner (Kramer, 1985;
lell-Bahlsen, 1985). Debe subrayarse que ésta no es una particularidad de la antropolo­
gía, ya que los universitarios alemanes, tanto los docentes como los alumnos, se carac­
terizaron por su fuerte antisemitismo puesto de manifiesto en sus propias asociaciones
corporativas.
64 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

rituales y ceremoniales tenían que ver directamente con el impulso dado por
Alemania -Italia, y más tarde Francia y otros países- a la recuperación de la
«verdadera» identidad de los alemanes, al igual que un sector de las investi­
gaciones etnográficas, etnológicas y de los grupos folk sobre clases de edades
fue fundamental para las políticas de organización de los alemanes en «grupos
de edades», que supuso establecer «clases» de edades infantil (Jungvolk de
6 a 12 años) y adolescente (H itlerjugend de 12 a 18 años), ritualizando no
sólo las actividades de cada grupo de edad, sino el paso de un grupo de edad
a otro, y cuya culminación era el ingreso en las SS o en las SA a partir de los
18 años. Esta tendencia se relaciona con el énfasis ideológico en la virilidad
del pueblo alemán, la cual debía reforzarse y «endurecerse» no sólo a través
de experiencias peligrosas individuales y, sobre todo, colectivas, sino a través
de una socialización diferenciada de los varones respecto de las mujeres, lo
que condujo a Baeumler a impulsar la institucionalización de las «casas de
varones», las cuales remitían a la tradición monástica medieval, pero también a
los trabajos etnográficos, especialmente los desarrollados en Nueva Guinea, y
a las elaboraciones etnológicas realizadas por antropólogos alemanes respecto
del significado de las «casas de varones» para asegurar un proceso de repro­
ducción cultural centrado en el sexo masculino.
Más aún, será la lucha teórica dada en el interior de la antropología, en
particular por una parte de la antropología norteamericana, la que, junto con
otros procesos, organizará el trabajo antropológico en torno a lo cultural es­
cindido de lo biológico al colocar el núcleo de sus propuestas en torno a la
diferencia y el relativism o cultural (Benedict, 1934 y 1938); a construir una
noción de la relación sujeto/cultura organizada exclusivamente en torno a la
cultura, proponiendo una lectura de lo biológico como constante y universal,
y de lo cultural como el aspecto que posibilita entender la diversidad y la
diferencia. Será también este proceso el que conduzca a los neoanalistas y a
una parte de la antropología psicoanalítica a eliminar o reducir al mínimo los
componentes instintuales (instinto de muerte) de dicha teoría en su aplicación
al análisis cultural.
En las décadas de 1930 y 1940, antropólogos y psicoanalistas se interro­
garon en Estados Unidos sobre ¿cómo desarrollar un tipo de personalidad
que limite el desarrollo de la agresión? En estos autores la eliminación o re­
ducción de la agresión, y en menor medida de los conceptos de represión e
inconsciente de la teoría psicoanalítica, tenía como objetivo poder pensar e
impulsar una sociedad cooperativa y no agresiva que redujera o desplazara
I )efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 65
la violencia que caracterizó las décadas de 1930 y 1940, y que colocaba en
la responsabilidad consciente (en el yo) el peso de los actos individuales y
colectivos (Mead, 1957 [1949]).8
Para la escuela durkheimiana, y especialmente para Durkheim, Hertz,
1lubert y Mauss, el cuerpo físico sólo es una base material sobre la cual las cul-
Iuras modelan, transforman, representan sus propias orientaciones y objetivos.
I’ara las escuelas culturalistas norteamericanas la base biológica se caracteriza
¡idemás por su plasticidad, de tal manera que será la cultura !a que construya no
sólo la forma de caminar o de comer, sino las formas de enfermar y de morir;
más aún, la propia muerte y el propio padecimiento son al menos en parte ge­
nerados culturalmente. Pero además tanto Durkheim (1985 [1895]) como una
parte del cuíturalismo (Benedict, 1934 y 1938) pensarán lo anormal/patológico
como producidos por la cultura, como expresiones «normales» de la cultura,
de tal manera que estas tendencias desarrollan la concepción de que el proceso
salud/enfermedad/atención, de que las emociones, la orientación sexual o el
cuerpo constituyen procesos (construcciones) básicamente culturales.
Esta manera de pensar, que se convirtió en la manera de pensar dominante
en antropología, radicalizó la importancia de lo simbólico debido al desarrollo
de procesos ideológicos y político-económicos en la sociedad global respecto
de aspectos que eran algunos de los núcleos constitutivos de nuestra disciplina
y, por lo tanto, tratando de diferenciarse de concepciones políticas e ideoló­
gicas desarrolladas en particular en ciertos países europeos, que asumieron
explícitamente teorías antropológicas a nivel de estado, incluyendo el racismo
no sólo como principio científico-ideológico de discriminación, sino como le­
gitimador científico del asesinato, la esterilización o el confinamiento directo e
indirecto de millones de sujetos en términos de grupos étnicos «inferiores» (ju­
díos, gitanos, eslavos), de sujetos considerados «desviados» o débiles (homici­
das y violadores reincidentes, esquizofrénicos, débiles mentales), de personas
portadoras de determinadas enfermedades (parkinson, esclerosis en placas) e
incluso de madres jóvenes solteras, prostitutas, delincuentes menores y niños
indisciplinados (Gould, 1984; Rose y Rose, 1979; Schmacke, 1997).
Pero la mayoría de estas acciones fueron fundamentadas y/o aplicadas le-

K, Las críticas a esta apropiación de la teoría psicoanalítica son en su mayoría correc-


Ins (Jacoby, 1977; Lasch, 1979), pero generalmente no incluyen las razones ideológicas
y sociales que contextualizan dicha apropiación, lo cual las convierte, por lo menos en
parte, en críticas abstractas.
66 L a pa rte n eg ad a de la cultura

galmente a través de biólogos, antropólogos físicos, abogados y especialmente


médicos en diferentes países europeos, incluida Alemania. Si bien el régimen
nazi promulgó a principios de 1933 la ley sobre prevención de enfermedades
hereditarias que permitía la esterilización forzada en los casos de debilidad
mental, esquizofrenia, cuadros maníaco-depresivos, epilepsia, mal de San
Vito, deformaciones corporales, ceguera, sordera y alcoholismo hereditarios,
debe recordarse que acciones similares se hacían en otros países y que esta
legislación había sido elaborada en la Alemania previa al nazismo, más especí­
ficamente a mediados de los veinte durante la República socialista de Weimar,
cuando se constituyó un grupo de expertos que elaboró una ley casi idéntica a
la promulgada ulteriormente por el nazismo.
Por lo cual debemos asum ir que el nazismo llevó a sus últimas (?) con­
secuencias determinadas concepciones ideológico-culturales y científicas de
la denominada sociedad occidental. Desde esta perspectiva, el nazismo y una
parte de la ciencia que produjo -in clu id a la antropología- no constituyó un fe­
nóm eno patológico, excepcional, desviado, etc., sino una de las posibilidades
de desarrollo ideológico im plícito en las tendencias de dicha sociedad. El na­
zism o no negó la ciencia; por el contrario, la utilizó política e ideológicamen­
te a partir del trabajo de los propios científicos; generó uno de los modos más
articulados de uso del saber, aun del saber más científico, y por supuesto del
antropológico, por parte del estado y no sólo con fines productivos, de control
ideológico o de modificación social, sino de estigmatización y de exterminio.9
La radicalización de lo étnico por el nazismo se hizo a partir de concepciones
eugenésicas que en los años veinte y treinta constituían parte de las políticas
sociales de países como Suecia, Holanda, Noruega o Gran Bretaña además de
constituir parte de las constituciones políticas de algunos estados de Estados
Unidos. La legitimación científica y especialmente biomédica de las acciones

9. Frente a las interpretaciones que pretendían establecer incompatibilidad y distan-


ciam iento entre el nazismo y la producción científica y técnica, toda una serie de in­
vestigaciones recientes «presentan pruebas de que las ideologías de derecha y luego
la ideología nazi estaban m ucho más entrelazadas con la tecnología moderna que lo
sugerido por obras anteriores» (Herf, 1990). Una cuestión era la crítica ideológica a la
técnica y otra la utilización de la técnica. Debe asumirse que el nacionalsocialismo se
desarrolló en el país con m ayor producción científica durante el prim er tercio del siglo
xx; hasta 1933 Alem ania y A ustria habían logrado la tercera parte de los premios Nobel
en Ciencias casi igual a lo obtenido conjuntamente por Inglaterra, Francia y Estados
Unidos, y los nazis no cuestionaron esa producción, sino que se apropiaron de ella y
trataron de identificar su proyecto con el trabajo científico.
I >elin¡ciones, indefiniciones y pequeños saberes 67

del estado, que implicaban la esterilización, la realización de acciones quirúr-


|j,icns de control o la confinación y marginación de individuos, se desarrolló
i*n los países europeos, Japón y Estados Unidos antes, durante y posterior­
mente al período dominado por los nazis. En países como Suecia, Holanda,
( lian Bretaña o Estados Unidos se siguieron aplicando criterios eugenésicos
de esterilización, de psicocirugía o de confinamiento hasta la década de 1970.
í sla ha sido una historia omitida o silenciada no sólo por la antropología, sino
por el conjunto de la práctica científica (Menéndez, 1971; Rose, 1979; Rose
y Rose, 1979).
La higiene racial fue un fenómeno internacional y no exclusivamente ale­
mán; durante la década de 1920 la higiene racial se enseñaba en el 75 por 100
de las universidades y colleges de Estados Unidos, pero además el racismo
estaba tan normalizado en el interior de la profesión médica norteamericana
que todavía durante los años treinta la Asociación Médica de dicho país no
iieeptaba a médicos negros entre sus miembros (Proctor, 1988). Durante este
lapso todas las medicinas de los países avanzados en el campo biomédico rea-
l¡/.¡iban sus investigaciones, sobre todo las experimentales, con seres humanos
que en su mayoría eran seleccionados con criterios racistas y/o clasistas. La
i élebre investigación realizada en Turskegee (Alabama, Estados Unidos) sobre
Id evolución de la sífilis en pacientes avanzados y realizada sobre población
exclusivamente negra, se inició pocos meses antes de que Hitler llegara al
poder en Alemania, y su marco racista de investigación estaba basado en los
i n id ios técnicos e ideológicos-racistas de la medicina norteamericana.
I.o que hizo el nazismo fue radicalizar la aplicación de las medidas euge-
nósicas y expandirlas a otros sectores y sujetos sociales no incluidos en las
legislaciones de otros países, como fue el caso de los judíos y los gitanos. Pero,
ni igual que en otros países occidentales, los científicos y profesionales ale­
manes analizaron la posibilidad de aplicar la esterilización a portadores sanos
de determinados padecimientos físicos y mentales o a sujetos definidos como
«Modales o antisociales.
Estas acciones, y lo subrayo, no sólo fueron impulsadas por el partido na-
( ionalsocialista y/o por sus sectores más anticientíficos y menor formación
profesional, sino que fue asumida por los científicos y profesionales, en parti­
cular los antropólogos físicos y, sobre todo, por los médicos, quienes tuvieron
im rol protagónico en la decisión de quiénes debían ser esterilizados y en la
práctica de la esterilización, y no exclusivamente en el caso de padecimientos
hereditarios. Así, en 1937 un grupo de expertos constituido por genetistas, an­
68 L a p arte n e g ad a de la cultura

tropólogos físicos y médicos, decidió la esterilización de 385 niños y jóvenes


nacidos en Alemania de padres africanos y madres alemanas durante el período
de ocupación del Rhur por tropas francesas una vez concluida la primera gue­
rra mundial. La esterilización quirúrgica de estos sujetos sanos, pero conside­
rados indeseables desde el punto de vista racial, fue llevada a cabo por médicos
en clínicas universitarias.
Debe asumirse en toda su significación que el país que más había orga­
nizado y desarrollado la investigación científica como parte del currículum
universitario, y que sirvió de modelo organizativo universitario a varios países
incluido Estados Unidos, se caracterizó por el apoyo de la mayoría de sus pro­
fesionales y académicos al nacionalsocialismo. Cuando el nazismo tomó el po­
der en 1933 novecientos sesenta profesores universitarios alemanes firmaron
un documento de apoyo a Hitler. Si bien esta adhesión se dio especialmente en
los profesionales y académicos médicos, debe recordarse que no sólo fue ge­
neralizada, sino que hubo muy escasa resistencia individual y colectiva contra
el nazismo, incluso en los intelectuales y profesionales de origen judío. Como
recuerda Lowith, cuando Heidegger pronuncia su famoso discurso sobre el pa­
pel de la universidad alemana no hubo respuestas; sólo Karl Barth escribió un
texto cuestionando la concepción de Heidegger, pero «este escrito fue la única
manifestación seria de una oposición intelectual, y aun permanece como tal»,
y recordemos que Lowith escribía esto en 1940 (Lowith, 1999, p. 57).
El pensamiento alemán, y especialmente la antropología, desarrolló como
uno de sus principales conceptos el de etnicidad (Etimos, Volk), pensado a
través de su constitutividad histórica, o más correctamente mitológica, como
articulación de lo biológico y lo cultural, ya que entendían lo étnico como
una comunidad de tierra (suelo), sangre, raza y tradición cultural para lo cual
construyeron el concepto de «pueblo racial». Si bien el nazismo aparece iden­
tificado con el concepto de raza, debe quedar claro que lo usó en función de
sus objetivos ideológicos y políticos, y que los antropólogos, incluidos los
antropólogos físicos, también asumieron pragmáticamente el concepto de tal
manera que la mayoría de los científicos no tuvo problemas en adecuarlo con­
tinuamente a las necesidades de integración y de expansión político-cultural
germana. De ahí que, cuando fue necesario, los antropólogos físicos alemanes
utilizaron criterios de tipo psicológico y/o cultural para establecer la pertenen­
cia racial de determinados sujetos y grupos, dado que los criterios biológicos
no podían establecer por sí solos tal pertenencia o sus consecuencias no eran
convenientes para los objetivos ideológico-políticos dominantes. Lo sustantivo
I H'finiciones, indefiniciones y pequeños saberes 69

imii generar unidad e integración socioétnica y, en consecuencia, se valieron de


lodos aquellos conceptos e ¡deas que posibilitaran dichos objetivos, vinieran
de etnólogos como Frobenius o de arqueólogos como Menghin (Honigsheim,
I (M2, pp. 385-386). Por eso el concepto de paideuma elaborado por Frobenius,
•Inda su abstracción y vaguedad, fue atractivo para los ideólogos nazis para
Imponer una unidad cultural al pueblo alemán por encima de sus diferencias
regionales, lingüísticas, de clase y de raza: «El racismo, junto con la idea de
unidad cultural, ayudó a los nazis a convencer a la población germana de su
unidad física y social» (Jell-Bahlsen, 1985, pp. 318-319).
Por lo tanto, los conceptos centrales a través de los cuales los alemanes
plantearon radicalmente, tanto en términos teóricos como ideológico-políticos,
In «cuestión étnica» fueron los de raza, Volk, Ethnos - y no sólo el de raza-,
y desde esta perspectiva no sólo constituye un hecho notable la carencia de
reflexión sobre este proceso por las historias de la antropología, sino la caren­
cia de reflexión por parte de las tendencias que recuperaron la cuestión de la
etnicidad sobre todo en los años setenta y ochenta, máxime cuando el concepto
central a partir del cual se articulaban el Volk, lo biológico y lo social era el de
cultura10. Según Hauschild, la antropología alemana, como toda antropología,
se constituyó a través de la invención de un otro, que en el caso alemán fueron
dos otros, uno referido a los «pueblos naturales» (Naturvolker) más o menos
mitificados y otro al judío entendido como otro distinto y peligroso: «El per-
li I de la antropología alemana está dado por el cuestionamiento al judaism o
monoteísta (Schmidt), la ambivalencia respecto de los judíos (Frobenius) y el
plan científico para eliminar a los hebreos (Muhlman). Estas orientaciones no
sólo reflejan la concepción de los alemanes respecto de un presunto enemigo
interno, sino el desarrollo de una noción de cultura que no incluía a los extran­

10. La antropología actual, y no tan actual, organizada en torno a la etnicidad (etnicity)


desconoce u olvida la estrecha vinculación entre raza y Ethnos im pulsada entre los
liños veinte y cuarenta no sólo por la antropología alemana, sino por las antropologías
ccntroeuropeas, y especialmente por la antropología francesa orientada por G. Montan-
don (1935), quien convierte el concepto de Ethnos en la categoría central de su análisis
clnológico. Cuando destacados especialistas en «etnicidad» como Cardoso de Oliveira
(1992) señalan que los conceptos de etnia y de Ethnos se oponen al concepto de raza,
(hielo que raza está vinculada a lo biológico y lo étnico a lo social, excluye a toda una
parte de la antropología europea que no sólo fue la que inicialmente pensó la cuestión
étnica, sino que utilizó el concepto de Ethnos como categoría central que unificaba lo
biocultural, como están proponiendo desde los ochenta toda una serie de antropólogos
del cuerpo (véase el capítulo 3).
70 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

je r o s , y si b ie n se h a n c o n tin u a d o en la o b ra de los e tn ó lo g o s q u e tra b a ja ro n


en A le m a n ia d e sp u é s de la se g u n d a g u erra m u n d ia l, d ic h a a n tro p o lo g ía h a b o ­
rra d o de su m e m o ria q u e los estu d io s e tn o ló g ic o s ale m a n e s ( V olkerkunde) h an
c o n stru id o m a te ria l e id e o ló g ic a m e n te a los ju d ío s c o m o el e n e m ig o in tern o y
h an c o la b o ra d o en la c re a c ió n d el T ercer R eich y en su p ro g ra m a de a sesin ato
en m asa» (H au sc h ild , 1997, p. 750). L o sig n ific ativ o es q u e las o tra s a n tro ­
p o lo g ía s, y la a n tro p o lo g ía e n g en eral, ta m b ié n h a n b o rra d o u n a h is to ria de
la c u a l fu ero n p arte , y q u e e stá re g istra d a en la p ro d u c c ió n b ib lio g rá fic a d e la
é p o c a y e n el o lv id o d e lo s an tro p ó lo g o s, e n p a rtic u la r d e los q u e se d e d ic a n a
la e tn icid ad .

Hacia una reformulación de la perspectiva antropo lógica

Si b ie n en la tra y e c to ria d e n u e stra d isc ip lin a e x iste n n o ta b le s a n te c e d e n te s n o


p ro fe sio n a le s de u n a a n tro p o lo g ía p a ra la a c c ió n , en los a ñ o s tre in ta se g e sta rá
u n a ra m a de la a n tro p o lo g ía q u e re c ib irá el n o m b re d e a n tro p o lo g ía ap lic a d a
y qu e se d e sa rro lla rá en p a rtic u la r so b re Á fric a , S u reste a siá tic o y A m é ric a
L atin a. M á s a llá de d isc u sio n e s so b re su o b je to y o b je tiv o s, c o n sid e ra m o s q u e
la n o c ió n d o m in a n te d e a n tro p o lo g ía a p lic a d a d u ra n te este p e río d o h a sid o b ie n
sin te tiz a d a por M a ir (1 9 6 8 ) al p ro p o n e r q u e es to d o c o n o c im ie n to so b re las p o ­
b la c io n e s e stu d iad a s, q u e p u e d e se r ú til p a ra lo s e n c a rg ad o s de to m a r d e c is io ­
n es so b re d ic h o s g ru p o s q u e se g ú n los caso s a n a liz a d o s p o r e sta a n tro p ó lo g a
c o n c ie rn e n ex c lu siv a m e n te a g ru p o s é tn ic o s n o « o c c id e n ta le s» .
E s ju s ta m e n te a trav é s de la A n tro p o lo g ía a p lic a d a q u e p o d e m o s o b se rv a r
co n m a y o r tra n sp a re n c ia lo señ a la d o p re v ia m e n te re sp e c to d e q u e las o rie n ­
ta c io n e s d o m in a n te s en a n tro p o lo g ía - y lo e sta m o s o b se rv a n d o en el c a so de
la an tro p o lo g ía a le m a n a - re fe ría n a p ro b le m a s d e los g ru p o s e stu d iad o s, p e ro
ta m b ié n a p ro b le m a s q u e in teresa b a n a las so c ie d a d e s o c c id e n ta le s y su s re ­
lacio n es co n el m u n d o p e rifé rico . E l in te ré s d e la a n tro p o lo g ía b ritá n ic a p o r
el e stu d io de lo s g o b ie rn o s lo c ale s o de la a n tro p o lo g ía n o rte a m e ric a n a p o r el
p ro c e so de so cia liz a c ió n , rem ite a p ro b le m a s d e las so c ie d a d e s e stu d ia d a s p e ro
so b re to d o a los in tere se s d e m u y d iferen te tip o d e las so c ie d a d e s d e p e rte n e n ­
c ia de lo s an tro p ó lo g o s.
E sto deb e se r su b ray ad o , p o rq u e n o só lo e sta te n d e n c ia p e rs iste h a sta la a c ­
tu a lid a d , sino p o rq u e es en este p ro c e so q u e la a n tro p o lo g ía fu e d e sa rro lla n d o
I >cfiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 71

concepto s y te o ría s q ue p o r lo m en o s c u e stio n a n p a rc ia lm e n te d ich o e tn o c e n -


Irism o científico. E s d u ra n te este p ro ceso q u e se fu e re fo rm u la n d o el re la tiv is ­
mo cu ltu ral, la alte rid a d y las d ife re n c ias, y es p o r ello q u e en el u so d e e sto s y
oíros co n cep to s p ersisten n o so lo las a m b ig ü e d a d e s sin o las c o n tra d icc io n e s.
Por lo tan to las ap lic a c io n e s a n tro p o ló g ic a s n o fu e ro n só lo re fe rid a s al o tro
cultural, ta m b ié n fu ero n u tiliz a d a s p a ra u so in te rn o en té rm in o s d e p o lític a s
culturales. L a re c u p e ra c ió n d e c erem o n ia s y fiesta s tra d ic io n a le s casi d e sa p a re ­
cidas con o b je tiv o s de in te g ra c ió n « p o p u lar» o el u so d el m u se o c o m o el lu g a r
en el cual los m ie m b ro s d e u n a c o le c tiv id a d p o d ía n re c u p e ra r su id e n tid a d
mi'is o m en o s m itificad a fo rm a ro n p a rte de e sta « a n tro p o lo g ía a p licad a» im ­
pulsada en esp e c ia l p o r los p a íses d o m in a d o s p o r id e o lo g ía s fa s c ista s,11 cu y o s
m lolectuales c u e stio n a b a n la « filo so fía y c ie n c ia d e la e stu fa » , el p e n sa m ie n to
co n tem p lativ o y te o ric ista , e im p u lsa b a n el q u e h a c e r c ien tífico en té rm in o s de
'ducha» y d e a cció n , co n fu e rte s c o n c o m ita n c ia s c o n u n a p a rte del p e n sa m ie n ­
to m arxista.
El p ro ceso ac a d é m ic o y so c ial se p o te n c ió p a ra q u e en el in te rio r d e n u e stra
d isciplina se g en e ra ra n o rie n ta c io n e s q u e v o lv ie ro n a se r « re in v e n ta d as» en
Ins décadas de 1970 y 1980. E l c u e stio n a m ie n to y p o ste rio r a b a n d o n o de las
co n cep ciones e v o lu c io n ista s y d ifu sio n istas d e n o m in a d a s e x tre m as c o n d u jo en
los h echos a u n a n e g a c ió n d e la h is to ria u n iv e rsa l, a u n é n fa sis en lo lo cal, al
dom inio de u n a p e rs p e c tiv a sin cró n ic a . L a n e g a c ió n d e a h isto ria se fu e c o n sti­
tuyendo en la fo rm a d o m in a n te d e p e n sa r la re a lid ad .
El re la tiv ism o cu ltu ral, q u e fu e n u e v a m e n te re c u p e ra d o en los sete n ta
por una p arte del d en o m in a d o p o sm o d e rn ism o , d e sp u é s d e se r in te n sa m e n te
cuestionado e n los c in c u e n ta y sesen ta, ta m b ié n se c o n stitu y ó c o m o co n c ep to
central d u ran te e ste lapso, p ero , al igual q u e to d a u n a serie de c o n c ep to s im ­
pulsados p o r las d ife re n te s te n d e n c ia s a n tro p o ló g ic a s, n o p u e d e ser e n te n d id o
cu su sig n ificad o a n tro p o ló g ic o , si su a n álisis só lo se re d u c e a la p ro d u c c ió n
iiuudém ica en sí. E n g ra n m e d id a, el re la tiv ism o c u ltu ra l fu e c u e stio n a d o o
recuperado d e sc o n te x tu a liz a d a m e n te , sin o b se rv a r los u so s y sig n ificad o s q u e
tuvo du ran te el p e río d o en q u e se in stitu c io n a liz ó c o m o p a rte d e la p ersp e c -
11vn a n tro p o ló g ica. E n té rm in o s te ó ric o s a b stra c to s g ra n p a rte d e las c ríticas

II I ,n invención intencional de la tradición no es por supuesto una idea nazi-fascista,


miio que es parte del desarrollo del pensam iento cultural y político europeo de finales
tlrl siglo xvm y, sobre todo, del siglo xix; véase H obsbawm y Ranger, eds. (1993)
|I083].
72 L a parte n e g ad a de la cultura

al relativismo son correctas, pero no lo son en términos contextúales, dado


que el relativismo fue uno de los conceptos claves para afirmar y legitimar la
diferencia cultural, étnica, religiosa, etc., frente a las propuestas que no sólo
pretendían imponer determinadas hegemonías políticas y culturales, sino que
en parte buscaron el exterminio de determinadas diferencias. Pero además este
concepto expresa al mismo tiempo una variante de la crisis de la idea de pro­
greso, de la desilusión respecto de la técnica tan dominante en dicho período.
Por lo tanto, es en tom o a esta oposición raza/cultura que la antropología ac­
cede realmente a una radicalización del relativismo cultural y de su crítica a la
imagen del «primitivo».
Considero que el relativismo cultura expresa de forma paradigmática lo
que ocurre con la mayoría de las teorías significativas; es decir, que su orien­
tación es dada no por la teoría en sí, sino por los objetivos y por las fuerzas
sociales que se hacen cargo de las mismas. El relativismo cultural tanto en
los aftos treinta como en los ochenta subraya la diversidad, la diferencia, la
particularidad, pero dichos énfasis pueden ser usados para posibilitar - o n o - la
hegemonía o importancia de concepciones liberales, etnicistas o incluso étni-
co-racistas. La crítica de la asociación liberalismo/relativismo ha sido aplicada
tanto respecto de los culturalistas que trabajaron entre 1930 y 1950 como de los
multiculturalistas que trabajaban entre 1970 y , 1990, y la cuestión a nuestro
juicio no radica en negar o afirmar esa relación en términos ideológicos, sino
en observar el sentido y sus consecuencias teórico-ideológicas y prácticas.
Durante este lapso comenzó un proceso de institucionalización y profesio-
nalización que excluyó el papel de lo ideológico y lo político respecto de la
producción de conocimiento sin ni siquiera reflexionar sobre ello; en antropo­
logía no hay nada similar hasta la década de 1950 a las reflexiones weberianas
sobre una ciencia libre de valores. Los únicos campos donde la antropología
desarrolló inicialmente una discusión explícita sobre la incidencia de los facto­
res políticos e ideológicos en el trabajo antropológico fueron el de la antropo­
logía aplicada y, por supuesto, el del racismo.
Considero por lo tanto que no pueden entenderse conceptos como etnicidad
o raza, sino se los observa sistemáticamente a través de sus usos académicos
y sociales. Es esta forma de aproximación la que posibilita comprender las
relaciones entre sociedad y producción y uso de conocimiento, que condujo a
la casi eliminación de la antropología alemana, como expresión de la crisis que
estoy analizando.
De tal manera que a partir de mediados de la década de 1940 Alemania
I kt'm iciones, indefiniciones y pequeños saberes 73

ilejó de ser uno de los principales productores de teoría antropológica y et­


nografía hasta la actualidad. Más aún, las tendencias teóricas y los antropólo­
gos alemanes desaparecieron del currículum formativo de los antropólogos de
oíros países, sin que esto fuera demasiado mencionado en las recuperaciones
norteamericanas de las tendencias hermenéuticas desde los setenta en adelan-
le, y algunos de cuyos principales referentes son filósofos alemanes, pero no
imlropólogos. Este proceso significó sin embargo un empobrecimiento de los
estudios etnológicos, sociológicos, de historia de las religiones y de los grupos
lolk, ya que con ellos desaparecieron las tendencias historicistas, fenomeno-
lógicas e interpretativas de mayor desarrollo teórico-metodológico dentro de
esas disciplinas. De hecho, desapareció la única tendencia antropológica que
hasta entonces proponía explícitamente una aproximación hermenéutica a tra­
vés de las categorías de intuición y empatia que implicaban un concepto de
cultura muy similar al que ulteriormente redescubrirán autores como Geertz.
Es importante recordar que determinadas concepciones hermenéuticas his­
toricistas alemanas fueron cuestionadas entre los años veinte y cuarenta espe-
i alimente por antropólogos norteamericanos como Radin (1929, 1960 [1927]
y 1965 [19331) o Kluckhohn (1936), y no porque estos autores defendieran
mía perspectiva «positivista» (ciencia verificable, que busca leyes generales)
como pretende Geertz (1994 [1983], pp. 12, 31 y 34), sino porque las aproxi­
maciones hermenéuticas evidenciaban serias limitaciones para describir y ana­
lizar (interpretar) la realidad etnográfica en términos de relaciones sociales y
eulturales y en términos de procesos de cambio tal como todavía sigue ocu-
i riendo con estos enfoques (Kramer, 1985). El culturalismo norteamericano
de ese período no cuestionó las tendencias hermenéuticas porque trabajaran
con casos significativos y no generalizabas, por la simple razón de que ellos
mismos trabajaban también con casos significativos y no generalizables. Ni
Sapir, ni M. Mead, ni Benedict, ni Radin, ni Redfield tomaron como modelo
iila ciencia producida por los físicos (Geertz, 1994, p. 33), sino que trataron
de describir procesos, significados y/o funciones tomando como referentes a
algunos de los autores que Geertz considera como modelos, y me refiero espe­
cíficamente a Weber y a Freud. El cuestionamiento se basó en las limitaciones
de esta antropología para describir y analizar determinados problemas y en
las adhesiones ideológicas y políticas de una parte de los hermenéuticos hacia
concepciones racistas, étnico-racistas o nacionalistas radicales.
Pero la principal consecuencia de la crisis fue la organización de la antro­
pología en tom o a determinadas concepciones teóricas y metodológicas que
74 L a p arte n eg ad a de la cu ltu ra

se constituyeron en parte de la identidad antropológica. Y así cobró relevancia


un modelo caracterizado por considerar la realidad como ahistórica, estática12,
sincrónica, homogénea, integrada, consensual, no conflictiva, autoestabiliza-
da, básicamente simbólica, que centraba la actividad antropológica en «el tra­
bajo de campo», y especialmente en la observación participante, en torno a los
cuales se estructuró profesionalmente el quehacer antropológico.
Este marco teórico-ideológico fue aplicado a la descripción e interpreta­
ción de problemas específicos a través de diferentes escuelas (funcionalistas,
culturalistas, historicistas, cultura y personalidad, etc.) que pensaron la reali­
dad como sistema (comunidad, tribu, grupo étnico, tipo social, etc.) coherente
y consistente. Su objetivo era detectar y describir patrones sociales y culturales
estables que, más allá de los cambios, contactos y aculturaciones, evidenciaran
su capacidad de continuidad, lo cual condujo a pensar el cambio como proce­
dente exclusivamente del exterior y a la eliminación o secundarización de con­
flictos, inconsistencias y contradicciones, en función de que su objetivo central
era dar cuenta de la integración holística de la cultura o estructura (Comaroff,
1978; Menéndez, 1979, 1981).
Esta concepción orientó el trabajo antropológico hacia ciertos campos y
problemas de forma sesgada, y si bien este sesgo imposibilitó no sólo com­
prender sino describir determinados procesos, la aplicación de esta orientación
hasta casi sus últimas consecuencias permitió evidenciar los límites de dichas
orientaciones, al mismo tiempo que nos posibilitó comprender aspectos que sin
dicho sesgo tal vez no hubieran sido comprendidos, al menos de esta manera.
Debe subrayarse que el énfasis y mantenimiento de la concepción holística
se debió en gran medida a pensar la realidad como un sistema articulado, como
un conjunto de patrones integrados; y que un enfoque centrado en la integra­
ción es el que llevó a los antropólogos a centrarse en la cultura y a secundari-
zar o negar la dimensión económico-política, pero también la ideológica. En
consecuencia, debe asumirse que la profundización de determinados aspec­
tos limitó la capacidad descriptiva y analítica, al mismo tiempo que posibilitó
profundizar determinadas dimensiones de la realidad. Es a partir de pensar la

12. La antropología norteamericana, si bien desarrolló el concepto de aculturación, lo


aplicó casi exclusivam ente a determinados grupos amerindios; según las publicaciones
norteamericanas editadas entre 1928 y 1966, sólo tres trabajos antropológicos tratan so­
bre indígenas fuera de las reservas. Esto expresa la orientación de la antropología hacia
las condiciones «internas» de los grupos étnicos, lo cual según Bastide (1972), también
domina en los estudios de antropología aplicada.
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 75

i calidad com o h o lístic a y co m o sim b ó lic a q u e los a n tro p ó lo g o s e v id e n c ia ro n


sus lim itacio n es, al m ism o tie m p o que sus p rin c ip a le s c o n trib u c io n es, in clu so
¡i través de las te n d e n c ia s críticas, y a q u e, p o r e je m p lo , d u ra n te este p e río d o
se o b serv a un cu estio n a m ie n to , g e n e ra lm e n te in d ire c to , a la so cied ad o c c id e n ­
tal, pero no en térm in o s ec o n ó m ic o -p o lític o s, sin o d e crítica a sus fo rm a s y
estilos de v id a, y a q u e en su s d e sc rip c io n e s de las fo rm a s de v id a « p rim itiv a»
evid en ciaro n el d o m in io d e p a tro n es c u ltu rale s n o c o m p etitiv o s, n o ag resiv o s,
co o p erativ o s, de in te g ra c ió n su je to /g ru p o , etc., q u e se d ife re n c ia b a n ra d ic a l­
m ente de las fo rm as so c ia le s o c c id e n ta le s c a ra c te riz a d a s p o r la m a sificació n ,
la alien ació n o la a n o m ia y /o p o r el d e sa rro llo de te n d e n c ia s c o m p e titiv as,
individualistas y frag m e n ta ria s.
E sta re c u p e ra c ió n c o m p a ra tiv a se d a d e n tro d e u n ju e g o de o p cio n es so c ie ­
tarias rep re se n ta d a s en los tre in ta p o r la so c ie d a d c ap ita lista , el so cia lism o y
el fascism o. P ero será re sp e c to d el fa scism o q u e la a n tro p o lo g ía , en p artic u la r
la n o rteam erican a, g e n e ra rá la resig n ifica c ió n d e su s o b jetiv o s y de a lg u n o s de
sus p rin cip ales co n c e p to s d e b id o en g ra n m e d id a , c o m o y a h em o s se ñ alad o ,
a las d isc u sio n e s so b re las re la c io n e s e n tre lo c u ltu ra l y lo b io ló g ic o , p ero
tam bién p o rq u e las te n d e n c ia s te ó ric as d o m in a n te s en A le m a n ia y a p ro p iad a s
por el n az ism o « co in c id ía n » con u n a p arte s u s ta n tiv a de los m arco s te ó ric o s
an tro p o ló g ico s de p e n s a r la realid ad .
D eb em o s a s u m ir q u e la a n tro p o lo g ía y g ra n p a rte d e l p e n sa m ie n to alem án
colocaban el a c e n to de la in teg ra c ió n de la so c ie d a d (c o m u n id a d , E th n o s, n a­
ción) en los v a lo re s cu ltu ra le s n o m a te ria le s; su b ra y a b a n la n o c ió n de cu ltu ra
com o a u ten ticid ad , v ié n d o la c o m o u n n ú c le o n o só lo de in teg ra ció n , sin o ta m ­
bién de m o v iliz a c ió n . E l eje de la c u ltu ra e ra re fe rid o a lo « lo cal» , a la « tierra» ,
a la « m o rad a» , al « te rru ñ o » , a la « c o m u n id a d » , y es aq u í d o n d e se c o n stitu y e la
au ten ticid ad c o m o so ste n ía n H e id e g g e r y o tro s filó so fo s y a n tro p ó lo g o s a le m a ­
nes d u ran te los tre in ta y c u a re n ta o d o n d e se d e sa rro lla el n iv el « m o ral» c o m o
lo fu n d am en tab a R ed field (1 9 5 6 ) en su s tra b a jo s te ó ric o s so b re la « p e q u e ñ a
com u n id ad » . E s en d ic h a s c o m u n id a d e s d o n d e o p e ra la in te g rac ió n se d aría u n
d eterm in ad o tip o d e artic u la c ió n su je to /c u ltu ra q u e se p e rd e ría en las so c ie d a ­
des u rb an as, d o n d e su rg e la o p o sic ió n a la so c ie d a d fra g m e n ta d a ,es d ecir, a la
sociedad de clases. L o c u ltu ra l e x p re sa la to ta lid a d , la c o sm o v isió n q u e o rie n ta
Imito lo e c o n ó m ic o -p o lític o c o m o lo cien tífico . L a ra zó n de u n g ru p o n o su rg e
de la c ie n c ia sin o de la cu ltu ra , y es esta razó n p a rtic u la riz a d a (ra c io n a lid a d ) la
que ex p lic a las d ife re n te s p ro d u c c io n e s de u n g ru p o -in c lu id a la c ie n c ia -, y da
sentido y sig n ificad o a los su je to s del m ism o .
76 L a p arte negada de la cu ltu ra

Para una parte del pensamiento alemán, y en particular para el nazismo, la


relación del sujeto y su cultura con la naturaleza era determinante, pero no sólo
en términos raciales, sino también en términos de su relación con el «suelo»
(«tierra»), que constituiría la matriz de la vida y de la pertenencia e identidad
del grupo. El suelo no sólo es referido a sus características ecológicas o a su
propiedad o posesión, sino a la cualidad sagrada que tiene para los sujetos y
grupos, de tal manera, que como ya hemos señalado, los nazis colocaron la
identidad nacional en el campesinado en función de su relación directa con la
tierra. Esta manera de pensar la volveremos a encontrar en toda una serie de
movimientos desarrollados sobre todo desde los setenta, una parte de los cua­
les sostienen paradójicamente que dicha concepción se opone radicalmente al
pensamiento occidental.
La cultura y los sujetos que surgen de la producción antropológica de los
años veinte, treinta y cuarenta era bastante similar a esta concepción, y con­
trastaba con el sujeto que describían los críticos de la sociedad de masas en
términos de un sujeto alienado, anómico, atomizado, aislado, etc., términos
que nunca fueron usados por los antropólogos para describir las sociedades
etnográficas, en las cuales no habría sujetos anómicos sino integrados, donde
no habría alienación sino autenticidad. La casi desaparición de la antropología
alemana, y de determinados aspectos del pensamiento alemán, posibilitó ol­
vidar durante los cincuenta que una de las principales antropologías europeas
había colocado el núcleo explicativo de la integración, autenticidad, unicidad
cultural en concepciones étnico-biológicas.
El olvido como distanciamiento era necesario para opacar las similitudes
entre las propuestas alemanas y el culturalismo norteamericano, que en gran
medida era producto de la influencia de las concepciones historicistas en la ela­
boración del relativismo cultural norteamericano. Para los historicismos, cada
época y cada sociedad crean las costumbres, valores, expresiones artísticas,
instituciones e incluso las condiciones de verdad que las caracterizan diferen­
cialmente. Los historicismos legitiman la diferenciación cultural de los grupos
a partir de asumir que cada cultura es una producción histórica específica y de
cuestionar la existencia de una naturaleza humana y de una razón y sistemas
de valores universales. A través de variantes particulares, esta perspectiva será
referida por la antropología norteamericana a las culturas estudiadas, incluso a
través de concepciones basadas en la propuesta morfoculturalista de Spengler.
Es dentro de los juegos teórico-políticos que ciertas derivaciones histori­
cistas concluirán en el relativismo cultural a veces extremo, y otras en el etno-
D efiniciones, indefiniciones y pequeños saberes 77

contrismo radical expresado en las teorías racistas. Lo que hoy queda claro es
que el etnocentrismo no se opone necesariamente al relativismo, sino que de­
penderá de los objetivos teóricos y/o político-ideológicos con que son usados
para que desemboquen en formas relativistas o etnocéntricas; las propuestas
de Spengler fueron utilizadas tanto por el etnocentrismo nazi como por los
antropólogos relativistas «progresistas» norteamericanos.

I ,a pérdida de la virginidad colonizadora: los años sesenta

Durante la década del 1960 se desarrolló una situación de crisis cuyos ejes
serán la denominada situación colonial y toda una serie de reivindicaciones
socioeconómicas, políticas, culturales e ideológicas. Tanto a nivel de los países
centrales como de los periféricos las expresiones sociales de esta crisis se dieron
a través del notable desarrollo de movilizaciones basadas en particularismos de
muy diferente tipo, de las luchas político-sociales y armadas desarrolladas en
muy diferentes contextos y de las cuales las más emblemáticas, no sólo a nivel
local sino internacional, fueron la guerra de Vietnam, la guerra de Argelia y la
revolución cubana, que junto con el desarrollo de China comunista aparecían
como las expresiones más radicales del proceso de descolonización desarrolla­
do a partir de la conclusión de la denominada segunda guerra mundial.
La década de 1960 emergió como la culminación de un proceso de desco­
lonización político desarrollado desde finales de dicha guerra, que tuvo como
consecuencia la desaparición de los imperios coloniales en términos de domi­
nación territorial y, por consiguiente, la modificación del estatus de los sujetos
con los cuales trabajaban los antropólogos. Como ya hemos señalado, muchas
regiones del tercer mundo se convirtieron en lugares problemáticos para el
trabajo antropológico; la problematicidad, el peligro y el «compromiso» del
trabajo antropológico no se dio recientemente como parecen sugerir algunos
trabajos generados por antropólogos recientes (Agier, 1997), sino que un sec­
tor de los antropólogos de los países colonialistas y, sobre todo, un sector de
los antropólogos de los propios países periféricos iban a vivir su trabajo antro­
pológico durante los años sesenta y setenta en términos de peligrosidad. Una
peligrosidad que llevó al encarcelamiento, al exilio, a la desaparición y a la
muerte a muchos científicos sociales en América Latina y en otros contextos
78 L a p arte n eg ad a de la cu ltu ra

nacionales y regionales. No debe confundirse la carencia o escasez de narra­


ciones sobre tales peligros con la inexistencia de situaciones peligrosas.13
Si bien el proceso de descolonización será inicialmente el proceso central,
especialmente en los países del Tercer Mundo, sin embargo y en particular
en los Estados Unidos surgen durante la década de los 60 toda una serie de
reivindicaciones sobre todo en término de género, de etnicidad y de contracul­
tura que en todos los casos suponía como propuesta la actividad colectiva «en
la calle», o si se prefiere, en espacios públicos y colectivos de diferente tipo.
Debe subrayarse que en los países europeos y en los latinoamericanos la movi­
lización se genera a partir de objetivos clasistas y/o «populistas», mientras que
en Estados Unidos, si bien se incluyen estos objetivos, pasan a ser centrales
objetivos etnicistas («poder negro»), y se incluye incipientemente en el papel
de la mujer, tendencias que serán profundizadas a partir de los setenta y que
tendrán notoria incidencia en otros contextos nacionales.
Durante este lapso a nivel ideológico-político, especialmente en el tercer
mundo, dominan posiciones populistas y nacionalistas, incrementándose la
presencia de concepciones socialistas y comunistas incluso en una parte de las
orientaciones populistas. Este proceso debe ser articulado con la emergencia
de los diferentes marxismos, incluidos los anarcomarxismos, el gramscismo,
las tendencias autogestionarias, el maoísmo, el guevarismo, etc., como la ideo­
logía política y teórica de mayor expansión. No obstante, salvo la existencia de
algunas experiencias autogestionarias, en los populismos y socialismos «rea­
les» dominarán tendencias estáticas y burocráticas.
Esta crisis iba a tener una expresión muy particular dentro de la antropolo­
gía, dado que el «descubrimiento» de la situación colonial y del subdesarrollo

13. En el texto compilado por Agier (1997) varios antropólogos reflexionan sobre sus
trabajos de campo que los colocan, según ellos, ante responsabilidades inéditas, al en­
frentarse con epidemias de sida, con las luchas indígenas, con situaciones de guerrillas,
etc., en las cuales los actores «estudiados» demandan su involucración. M ás allá de
cualquier otra reflexión, lo notable a subrayar es una antropología que al afirmar lo se­
ñalado sigue dando cuenta «inconscientemente» de su propio pasado como disciplina,
ya que estos antropólogos parecen ignorar que los antropólogos-etnógrafos trabajaron
desde el inicio con grupos donde el hambre era endémica, de grupos con tasas de morta­
lidad infantil de 200 y 300 niños por mil nacidos vivos; que los antropólogos trabajaron
en situaciones no sólo de guerrillas sino de guerra, como fueron algunas de liberación
nacional o la segunda guerra mundial. Que al menos un sector de los antropólogos na­
tivos no sólo fueron llamados a participar, sino que participaron por propia decisión en
conflictos étnicos, clasistas y nacionales.
I (puniciones, indefiniciones y pequeños saberes 79

mu'ineconómico generado sobre todo a partir de los cincuenta, así como la


Un lusión de la dimensión económico-política y de la ideológica condujo a una
|mrle de los antropólogos a reflexionar sobre la constitución e institucionaliza-
i ión de su disciplina, a observar que se había constituido y, sobre todo, había
Imhnjado en situaciones caracterizadas por la relación colono/colonizado, ex­
plotador/explotado, hegemonía/subaltemidad, etc., según la terminología em ­
pleada por las diferentes corrientes.
I )e todas estas dimensiones la situación colonial constituye la más domi-
iunile en términos de los grupos estudiados por los antropólogos, y caracteri-
/iiiln por procesos de dominación política directa e indirecta y de explotación
económica, así como por el desarrollo de relaciones no sólo clasistas sino ra-
clslas, y por la institucionalización de condiciones de violencia que se traduje­
ron frecuentemente en etnocidios.
Justamente el etnocidio se convirtió en los años sesenta y setenta en una de
lns temáticas de una antropología que comenzaba, por primera vez, a describir
r4(c tipo de proceso social a nivel profesional dentro de los centros hegemóni-
i os de producción antropológica (Jaulin, 1973).
lis en este período cuando los antropólogos «descubren» que su trabajo se
desarrolló y desarrolla dentro de poblaciones que han sufrido diferentes tipos
de violencia impulsadas, por lo menos en parte, por el país y/o sociedad de
origen del antropólogo. Los antropólogos descubren que sus etnografías no
lineen referencias a los procesos de violencia y exterminio de los grupos nati­
vos, y no sólo respecto del período de expansión colonial gestado durante el
■siglo xrx, sino de los procesos desarrollados entre las décadas de 1930 y 1950.
Que la antropología francesa no incluye ni menciona las masacres de decenas
de miles de africanos llevadas a cabo por Francia en la década de 1940 en
Setif o en Madagascar; que los antropólogos británicos no narran los procesos
ocurridos en Sudán, India o Suráfrica antes, durante y ulteriores a la segunda
guerra mundial. Que la antropología norteamericana excluye describir y ana­
lizar las condiciones de vida de los nativos americanos dentro y fuera de sus
«reservas» para el mismo período; condiciones de vida que indican que dichos
indígenas tienen las tasas de mortalidad y de morbilidad más negativas dentro
de la sociedad estadounidense, y en algunos aspectos similares a las del tercer
mundo. Se evidencia que, en su conjunto, la producción antropológica omite
describir los procesos de dominación económica, política y/o militar, así como
los diferentes tipos de reacciones sociales, incluidos los movimientos nativos
anticoloniales desarrollados entre finales del siglo xix y la década de 1950.
80 La p arte neg ad a de la cultura

Y es dentro de este descubrimiento del subdesarrollo y de la situación co­


lonial que la antropología se interroga sobre la validez del trabajo etnográfi­
co; sobre quién y qué legitima sus investigaciones sobre el «otro»; sobre si
realmente sus instrumentos técnicos y conceptuales posibilitan la descripción
y análisis del otro, o si están irremediablemente culturalizados (o ideologiza-
dos) y politizados desde su constitutividad. Dado que su trabajo se desarrolla
dentro de relaciones colono/colonizado, el antropólogo no asume que dichas
relaciones forman parte de sus propias categorías culturales que orientan sus
categorías científicas, así como desconoce que en su trabajo de investigación
no describiría lo que quiere conocer, sino que describe lo que se deja conocer.
El empirismo y la objetividad antropológica son radicalmente cuestionados
por algunas tendencias, y las propuestas oscilan entre la negación de la po­
sibilidad de un conocimiento antropológico y los inicios de entender el saber
antropológico sólo como una construcción teórico-metodológica más.
La antropología no sólo asume que sus sujetos de estudio y sus proble­
mas se han ido modificando, así como la presencia de una nueva situación
de conocimiento que emerge simultáneamente como cuestionamiento y como
alternativa. En una parte de los países donde trabajan los antropólogos han ido
surgiendo antropólogos «nativos», es decir, antropólogos nacidos en las socie­
dades que estudian los antropólogos. Esto crea la posibilidad de un nuevo tipo
de antropólogo, que estudia su propia cultura, lo cual ya había sido desarrolla­
do desde los veinte sobre todo por la antropología norteamericana y también
por la latinoamericana. Pero la mayoría de los antropólogos «nativos», o un
número significativo de ellos, no son miembros de grupos étnicos, sino que son
parte de determinados estratos sociales a nivel de la sociedad global. Más aún,
inicialmente, y especialmente en países africanos, asiáticos y en menor medida
latinoamericanos, una parte de estos antropólogos están formados en los países
centrales. No obstante, presentan la posibilidad de expresar su situacionalidad
y de desarrollar un punto de vista diferente ya se centre en lo étnico, en lo na­
cional o en la clase social.
Estos procesos se dan en un contexto dominado por la importancia dada
a la alteridad, que en el caso de la antropología, y de otras ciencias histórico-
sociales, se expresará no sólo en el citado cuestionamiento del trabajo antro­
pológico sobre el otro, sino en la emergencia de nuevos otros que comienzan
a ser encontrados en la propia «estructura de clases», o en la propia sociedad,
a través del «loco», del «desviado» o del «marginal», los cuales deben ser es-
I M iniciones, indefiniciones y pequeños saberes 81
Ilidiados en su «campo», pero un campo al que en parte también pertenece al
propio antropólogo.
El análisis de la antropología como parte de la empresa colonial conducirá
,i un número creciente de antropólogos a reflexionar sobre los objetivos de
m i profesión y a asumir por primera vez un análisis crítico respecto de sus

relaciones con sus sujetos de estudio. Esta orientación se radicalizará por la


detección durante este período de la participación de antropólogos en activi­
dades directamente relacionadas con situaciones políticas e ideológicas, como
lite el papel de G. Foster en el caso de la guerra de Vietnam, de J. Soustelle en
el caso de la guerra de Argelia, o el papel de antropólogos norteamericanos y
latinoamericanos implicados en investigaciones como el Proyecto Camelot y
proyectos similares desarrollados en varios países de América Latina y cuyo
sujeto de estudio era preferentemente la población rural de las áreas con mayo­
res conflictos sociales, y los problemas a estudiar las diferentes situaciones de
violencia, incluida la violencia política y la violencia armada.
La participación antropológica en este tipo de empresas no era nueva
(Manners, 1956), pero lo era el contexto ideológico-político que condujo a
una relectura de la función no sólo académica, sino ideológica y ética de la
antropología. Este proceso se dio con diferente énfasis en las antropologías
de los países centrales y periféricos, y especialmente en la antropología norte­
americana, en la cual se reformuló el código de ética con que hasta entonces
trabajaban los antropólogos, con el objetivo de establecer límites a las implica­
ciones ideológicas y políticas del trabajo antropológico. Este proceso de cues-
lionamiento comienza a plantearse desde los cincuenta, dado el incremento de
la participación de los antropólogos en actividades de antropología aplicada
que involucraban a la disciplina en procesos de transformación social, por lo
cual la Asociación Norteamericana de Antropología Aplicada propuso ya en
1962 a la Asociación Norteamericana de antropología (AAA) la formulación
de un nuevo código de ética profesional, pero sin que la triple AAA tomara una
resolución inmediata al respecto. Fue el «descubrimiento» del Proyecto Came­
lot a través de J. Galtung y de proyectos similares lo que convirtió la reunión
de la AAA de 1965 en un intenso y conflictivo campo de análisis académico y
político de la relación del trabajo antropológico con los proyectos impulsados
por el gobierno de Estados Unidos (Horowitz, 1968 y 1975).
El descubrimiento de la situación colonial dio lugar a la producción de
toda una bibliografía crítica sobre el trabajo antropológico, cuyas principales
críticas, según Kaplan y Manners (1972), se centraron en plantear que la antro­
82 L a p arte negada de la cultura

pología había traicionado el potencial científico y humanista de su disciplina,


que los antropólogos no tomaron posición frente a las injusticias sociales que
encontraron en su trabajo de campo, que ignoraron en sus investigaciones las
desigualdades sociales, políticas y económicas, que dejaron de investigar pro­
blemas importantes para la cultura de esos grupos relacionados con los efectos
de la situación colonial, que las principales críticas sobre las consecuencias de
la situación colonial respecto de los grupos estudiados no fueron realizadas por
antropólogos, que en sus enfoques dominan tendencias conservadoras. Estas
críticas dieron lugar a un intenso debate, en el cual una parte de los antropó­
logos negó y sigue negando (Goodis, 1995) las relaciones de la producción
antropológica con la situación colonial, pero la mayoría de los que reflexiona­
ron sobre este proceso afirmaron el peso decisivo de la situación colonial en
la producción de saber antropológico (Asad, ed., 1973; Current Anthropology,
1968; Hymes, 1974; Leclerq, 1972; Lucas y Vatin, 1975; Menéndez, 1970).
Desde nuestra perspectiva nos interesa subrayar dos hechos: primero el
descubrimiento por nuestra disciplina de las consecuencias de la situación co­
lonial para los sujetos estudiados y para el trabajo antropológico ejercido hasta
entonces, y segundo el hecho de que esta reflexión emergiera tan tardíamente
dentro de la antropología. Más allá de la complicidad o no complicidad de la
antropología con la empresa colonial, lo relevante fue el surgimiento tardío del
análisis de este proceso y de sus consecuencias en la producción antropológica,
ya que los primeros trabajos que reconocen aspectos de la situación colonial,
como los de Kennedy para el sureste asiático, los de Balandier para Africa
Central o los de Gluckman y la escuela surafricana durante los años treinta y
cuarenta, no darán cuenta del papel de la antropología dentro de la situación
colonial. Habrá que esperar hasta finales de los años cuarenta y comienzos de
los cincuenta para que surjan trabajos como los de Leiris (1950) y Manners
(1956) que centren su reflexión en las vinculaciones del colonialismo con el
quehacer antropológico, que luego tendrán una intensa continuidad durante los
cincuenta y especialmente durante los sesenta.
Analizando el desarrollo de la antropología británica, Stauder concluye que
«la mayoría de los antropólogos aceptaron el marco de trabajo establecido por
el imperialismo, de tal manera que la explotación y la dominación violenta fue
clausurada por una retórica y una mitología que formulaba las relaciones entre
gobernantes y gobernados y entre explotadores y explotados en términos de
una armonía de intereses» (1993, p. 420). Y si bien, como reconoce el autor,
muchos antropólogos mostraron simpatía por los pueblos que estudiaban, no
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 83

so enfrentaron al sistema dominante. Más aún, señala que los servicios presta­
dos por los antropólogos al colonialismo fueron mucho más significativos que
sus aportes a los pueblos colonizados, para concluir que «pocos se opusieron al
colonialismo; la mayoría de los antropólogos consciente o no conscientemente
aceptaron sin cuestionar sus roles y privilegios dentro del sistema colonial»
(¡bid., p. 420).
La reflexión sobre este y otros procesos condujo durante los sesenta a al­
gunos destacados antropólogos como P. Worsley (1970) a pensar en la po­
sibilidad de la desaparición de la antropología, que, aunque no se produjo,
generó una situación que dio lugar a la emergencia de un análisis teórico y
metodológico de la disciplina como no se había dado hasta entonces, lo cual
constituyó un cambio respecto de la crisis anterior que prácticamente no fue
«sumida reflexivamente por los antropólogos. Durante este lapso un grupo de
antropólogos repensaron su disciplina desde perspectivas que oscilaban entre
el escepticismo y el m alestar respecto del papel de la antropología y las ex­
pectativas suscitadas por los procesos sociopolíticos y culturales que estaban
ocurriendo «fuera» de la disciplina. Autores norteamericanos como Berreman
ejemplifican bien esta situación al recordar que al iniciar su seminario ordi­
nario de antropología a mediados de los sesenta, un alumno de licenciatura
comentó que había elegido el seminario porque estaba «enfermo de disertacio­
nes», por lo cual Berreman propuso en el seminario repensar colectivamente la
antropología «dado que muchos de nosotros estamos igualmente enfermos de
antropología como aparece ejemplificado en la mayoría de nuestras revistas,
libros y cursos incluidos los perpetrados por nosotros mismos» (Berreman,
1974 [1969], p. 83). Como sabemos, desde mediados de los setenta una parte
significativa de los antropólogos ya no se enfermaría con las palabras escritas
o habladas sino que reducirían su quehacer a juegos retóricos o a la discusión
sobre los juegos retóricos así como a discurrir por las multiculturas dentro de
las violencias de sujetos empobrecidos entendidas como heridas simbólicas.
Dadas estas consecuencias, no tan paradójicas, es importante recordar que el
problema ideológico y ético de la investigación antropológica fue discutido
en este lapso con una radicalidad sin precedentes, y colocó a la antropología
en el lugar más cuestionado respecto del conjunto de las disciplinas sociales e
históricas.14

M. No puede olvidarse que en esta polémica estuvieron complicados e implicados de


forma antagónica algunos de los principales antropólogos estadounidenses que traba-
84 L a p arte neg ad a de la cultura

Las tendencias ya señaladas, referidas en particular al sujeto y los proble­


mas de estudio, así como el descubrimiento de la situación colonial y del sub-
desarrollo socioeconómico, posibilitaron nuevamente -aunque por poco tiem­
p o - el uso de «grandes teorías», que, como hemos visto, no era un hecho nuevo
ni sólo referido a este lapso. Determinados estructuralismos, y en especial el
marxismo estructuralista, fueron identificados con esta «gran teoría», pasando
por primera vez el marxismo a adquirir legitimación dentro de la antropología,
lo que posibilitó incluir momentáneamente el nivel macrosocial y las dimen­
siones económico-política e ideológica como parte del trabajo antropológico.
El tradicional énfasis antropológico en la diferencia cultural se complementará
con el énfasis marxista en la desigualdad socioeconómica. Pero, además, el
marxismo articulado con el psicoanálisis iba a tener una importancia decisiva
en el impulso teórico dado al estudio sobre la m ujer y a la constitución de los
estudios de género que tuvieron algunas de sus principales expresiones en va­
rias antropólogas norteamericanas.
Más aún, hasta mediados de los setenta el marxismo será uno de los prin­
cipales ejes teóricos, que ulteriormente fue severamente cuestionado, ya que
si bien a nivel general el desarrollo del marxismo supuso la recuperación del
freudo-marxismo y de las propuestas gramscianas, la tendencia dominante en
antropología fue la estructuralista. En nuestra disciplina, salvo a través de los
estudios de género, él uso del marxismo no implicó la utilización de las co­
rrientes teóricas que recuperaban al sujeto y que se caracterizaron por sus di­
ferencias y críticas a los marxismos estructuralistas y a los marxismos ligados
a los partidos y/o estados comunistas. La recuperación del sujeto por una parte
del marxismo «occidental», que supuso colocar el acento en la intencionalidad,
en los estilos de vida, en la crítica de la vida cotidiana, en reintroducir a los
actores sociales como sujetos de la actividad política, en la crítica al materia­
lismo mecanicista o economicista, sólo influyeron parcialmente en la antropo­
logía y sobre campos muy específicos durante este período.
Este lapso se caracteriza además por la proyección de la antropología, en
términos marxistas y no marxistas, sobre la población que comenzará a ser
denominada «marginal» en los países dependientes, pero también en Estados

jaron sobre A m érica Latina, en particular G. Foster, R. Adams, E. W olf o R. Beals. La


desregulación ideológica actual, así como la deshistorización del proceso cognoscitivo
ha conducido a un extraño olvido de esta etapa crítica que afectó notoriamente la pro­
ducción antropológica norteamericana sobre América Latina (M enéndez, 1970).
I li'llníciones, indefiniciones y pequeños s a b e r e s _______________________________ X.'i

i lindos. Se desarrollará una antropología de la pobreza tanto rural como urba-


uii y se acuñarán conceptos como derivación cultural, económica y afectiva
i|iu- datarán de explicar las causas de la marginación así como su solución. Las
i niiicterísticas ideológico-culturales de los «pobres», incluida su relación de
•mltiillemidad con los sectores dominantes, será explicada, por ejemplo, en el
i (Hebre proyecto Vicos (Perú) desarrollado durante los cincuenta y sesenta por
un equipo de la Universidad de Cornell liderado por A. Holmberg, por las con-
■hciones socioeconómicas impuestas a los campesinos peruanos por las clases
dominantes, a través de la aplicación de una política sistemática de terror en
las esferas de la vida cotidiana.
IikIiis

Más allá de la manera de definir pobreza y marginalidad, así como del tipo
do explicaciones formuladas, lo sustantivo es el reconocimiento por la antro­
pología de este tipo de problemáticas hasta entonces negadas o relegarlas. El
desarrollo del marxismo y de una antropología de la pobreza en los medios
i m al y urbano condujeron a la recuperación parcial y momentánea de una di­
mensión relacional no centrada en lo local. Si bien las propuestas de Redfield,
desde mediados de los treinta y de los analistas de la sociedad folk, como
I oster, M intz o M iner desde los cuarenta y cincuenta incluían la relación co­
munidad local/sociedad urbana como decisiva, tanto que los últimos llegaron
n definir lo campesino básicamente en relación con lo urbano como partes de
In sociedad global. Si bien desde la década de 1950 los trabajos impulsados
por J. Steward proponían la existencia de varios niveles de realidad a nivel
regional pensados de forma interconectada, serán las propuestas marxistas las
que impulsen en términos teóricos una concepción relacional extracomunitaria
y en términos macrosociales.
Debe recordarse que algunos de los antropólogos que trabajaron tanto den-
ln> del análisis del continuum folk/urbano como de las propuestas de Steward,
y me refiero a autores como W olf y Mintz, lo hicieron desde perspectivas mar-
x islas, lo cual se evidencia en sus trabajos sobre la realidad latinoamericana.
No es casual que, dadas las condiciones del desarrollo latinoamericano, fueran
los antropólogos que trabajaran sobre esta región quienes impulsaron más tem­
pranamente la articulación entre lo comunitario y lo global.
Los principales referentes teóricos del período fueron Durkheim, Marx y
Weber, quienes aparecen fundamentando las nuevas propuestas teóricas de for­
ma conflictiva. Pero debe subrayarse que la notoria presencia del marxismo en
la antropología social durante los sesenta no significó que dicha teoría fuera
importante en el interior de la antropología, salvo tal vez en Francia, en menor
86 La p arte n eg ad a de la cultura

medida en Italia y secundariamente en Gran Bretaña. Su influencia en la antro­


pología norteamericana fue durante este lapso muy reducida, y la mayor parte
de la producción antropológica publicada en libros y, sobre todo, en revistas
especializadas del conjunto de estos países siguió expresando las perspectivas
de las tendencias funcionalistas, culturalistas y estructuralistas de desarrollo
disciplinario. En la producción antropológica latinoamericana la influencia del
estructuralismo, sobre todo del francés, fue mínima, y si bien el marxismo
influyó especialmente en la antropología mexicana, en la mayoría de los países
de la región su importancia debe ser registrada especialmente en espacios no
académicos del trabajo antropológico. No obstante esta situación, gran parte de
las críticas generadas desde mediados de los setenta respecto de las orientacio­
nes desarrolladas durante los sesenta, se concentraron sobre el marxismo.
En cierta manera, y es mi interpretación tanto teórica como existencial, el
desarrollo ulterior de al menos una parte de la antropología supuso considerar
al marxismo como una suerte de intromisión externa a nuestra disciplina. El
marxismo será tratado no como un otro cultural en términos antropológicos,
sino como un otro cultural en términos de estigmatización, y esto más allá
de los aportes o déficits cometidos por los antropólogos de esta orientación.
Más aún, el marxismo y ciertas orientaciones estructuralistas supondrán el de­
sarrollo dentro de la antropología de propuestas teóricas de un nivel de abs­
tracción que no guardaba relación con el ateoricismo o bajo nivel teórico que
caracterizó el desarrollo antropológico en sus tendencias dominantes a partir
de 1920. Pero el marxismo articulado con el psicoanálisis y con las propuestas
levistraussianas, así como a partir de las concepciones gramscianas, constituía
una amenaza metodológica para una antropología basada en la descripción de
la realidad etnográfica como evidente en sí.
Una de las más significativas discusiones en el interior de la antropología
se dará respecto de una rama de nuestra disciplina que había experimentado
un crecimiento sostenido desde la conclusión de la segunda guerra mundial;
me refiero a la antropología aplicada, que apareció estrechamente relacionada
con las propuestas desarrollistas aplicadas sobre todo en los campos de la pro­
ducción económica de la educación y de la salud especialmente en el medio
rural. Y así, a finales de los años cuarenta y en los cincuenta se pasará de una
antropología aplicada dominada por el relativismo cultural a otra que de for­
ma creciente asume, explícita o tácitamente, impulsar determinadas líneas de
desarrollo socioeconómico como las más idóneas. El desarrollo comunitario
Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes 87

fue gestionado en términos de una teoría de la modernización que tenía como


referente a los países capitalistas centrales.
La discusión se dará en torno a dos ejes: uno referido al papel de los an­
tropólogos en estas políticas de modernización, y otro en función del descu­
brimiento de actividades teóricas y aplicadas desarrolladas y/o coordinadas
por antropólogos respecto de determinados procesos políticos e ideológicos y
que tendrá su detonante -com o ya hemos visto - en el Proyecto Camelot. Las
consecuencias de esta discusión fueron la reducción, enmascaramiento y en al­
gunos campos desaparición durante un tiempo de las investigaciones de antro­
pología aplicada y su ulterior recuperación, por lo menos en parte, a través de
lo que comenzó a denominarse «investigación/acción». Creo que la trayectoria
de la antropología aplicada, más allá de sus cuestionamientos académicos y
políticos, expresa una notoria persistencia dentro de un proceso de continui­
dad/discontinuidad donde las necesidades de trabajo de los antropólogos, las
fuertes motivaciones para impulsar acciones prácticas por algunos de ellos y
la situación/necesidades de los conjuntos sociales favorece el desarrollo y la
reaparición constante de este tipo de antropología.
Ahora bien, este proceso tuvo un fuerte impacto durante los sesenta so­
bre el marco teórico-metodológico que denominamos «modelo antropológico
clásico», el cual fue cuestionado desde diferentes perspectivas teóricas e ideo­
lógicas, subrayándose en particular el desarrollo de una concepción antropo­
lógica que no sólo es ahistórica y se preocupa escasamente por los procesos
tic cambio estructural, sino que tiende a acentuar los aspectos cohesivos, de
autonomía, autosuficiencia e integración de la comunidad/sociedad estudiada.
Los antropólogos dan cuenta preferentemente del sistema normativo, de los
factores y procesos que contribuyen al equilibrio, a la estabilidad, a la con­
tinuidad. Su énfasis en las condiciones de integración condujo a la exclusión
del conflicto, sobre todo del conflicto político en términos de movimientos
sociales de diferente tipo. Es una antropología que tiende a opacar la presencia
de faccionalismos no sólo políticos, sino culturales; y así, no sólo no se estu­
dian sino escasamente los caciquismos políticos frecuentemente articulados
con cargos religiosos locales, sino que se evita trabajar con el desarrollo de
las denominadas «sectas» religiosas, que son observadas incluso como una
amenaza para la integración y homogeneidad de los grupos estudiados. En
algunos antropólogos latinoamericanos esta concepción aparece justificada por
Interpretaciones políticas que durante largo tiempo consideraron a las «sectas»
como instrumentos de la penetración imperialista.
88 L a p arte n eg ad a de la cu ltu ra

Dicha antropología se caracterizaba por haber impulsado una concepción


metodológica centrada en lo local, categoría que, además, era pensada en tér­
minos de autonomía y sin incluir la red de relaciones establecidas entre lo
local y los diferentes niveles de la sociedad global, y ello no sólo referido a
lo económico-político, sino también a lo sociocultural. Una de las categorías
básicas, el holismo, se potenciará aún más con el desarrollo de las propuestas
marxistas, que sin embargo cuestionarán la concepción dominante de lo holís-
tico en antropología, centrada casi exclusivamente en lo simbólico, en lo local
y en la omisión o reducción del conflicto.
Es la detección de estas características en la mayoría de la investigación
funcionalista y culturalista lo que debe ser recuperado, pues es en las mismas
donde encontramos las concomitancias de dicha investigación con los objeti­
vos de las prácticas colonialistas. Posiblemente la mayoría de los antropólogos
no fueron colonialistas, pero en sus trabajos no sólo dominan los rasgos señala­
dos que tienden a convalidar el status quo, sino que excluyen describir y anali­
zar las condiciones no sólo económico/políticas sino simbólicas de la situación
colonial. Y son estas características las que fueron criticadas por una parte de
los antropólogos durante los cincuenta y sesenta, refiriendo el eje de sus críti­
cas al modelo teórico dominante (MAC), así como a las temáticas excluidas.
Algunos críticos consideran que si aplicamos estos criterios a la producción
actual podrían emerger consideraciones similares.
Durante los sesenta se desarrollan orientaciones que cuestionan la visión
homogeneizada de la comunidad, y se proponen enfoques que reconocen algún
tipo de desigualdad y/o de diferencia en el interior de los grupos estudiados. Se
critica de forma radical algunas de las características básicas de nuestra disci­
plina, especialmente su casi exclusiva focalización en el orden simbólico, su
exclusión de la dimensión ideológica y su tendencia a considerar las represen­
taciones de los actores y sus propias observaciones como la información básica
y casi única a partir de la cual describir la realidad, ignorando o relegando la
importancia de los procesos estructurales y «objetivos».
Esta crítica amenazará algunas de las firmes convicciones de la antropolo­
gía, una disciplina que se había caracterizado por colocar el peso de la integra­
ción social en lo simbólico, pero que en sus etnografías y análisis evidenciaba
el «olvido» o directamente la negación de procesos decisivos para comprender
realmente la cultura. No es casual que en los sesenta E. Becker (1969) propu­
siera lo «obvio» como categoría central del análisis antropológico en un triple
sentido: en primer lugar, como una categoría que expresaba algunos de los
I tallniuiones, indefiniciones y pequeños saberes 89

|ii Incipales aportes antropológicos centrados en la descripción de lo evidente,


ni el análisis de las lógicas del sentido común; en segundo lugar, porque la
descripción de lo obvio posibilitaba observar en estructuras y procesos «secún­
danos» de la vida cotidiana aspectos decisivos de la cultura que generalmente
rían buscados en «el» poder o en «las» instituciones, excluyendo los espacios
donde frecuentemente se reproducen dichas instancias a nivel microsocial. Y
una (crcera referida a las omisiones de determinados aspectos generadas por la
propia producción antropológica. En otras palabras, la antropología expresaba
simultáneamente su tendencia a describir lo obvio y recuperarlo como instan-
mi explicativa de la forma de ser de una cultura dada, al mismo tiempo que en
sus descripciones dejaba de lado determinados aspectos que, sin embargo, eran
parte central de los procesos descritos.
l-spero, con un ejemplo personal, aclarar lo que estoy proponiendo: en
1973-1974 realicé como miembro de un equipo interdisciplinario una inves­
tigación sobre proceso salud/enfermedad/atención en trabajadores mineros de
diferentes partes de Argentina; en particular, estudiamos este proceso en la
segunda mina en importancia en la explotación de cobre del país, que estaba
localizada en la provincia de Jujuy. Esta mina estaba enclavada en un área
minera que incluye zonas de Bolivia y de Chile, y contábamos con algunas
investigaciones realizadas por antropólogos y sociólogos nacionales y extrañ­
aros, incluidas algunas elaboradas por autores que se consideraban marxistas
críticos (Nash, 1971 y 1972), que, sin embargo, no daban cuenta de una infor­
mación que conmovió a nuestro equipo de investigación: el «descubrimiento»
de que ningún minero de esa mina, ni de ninguna otra, se había jubilado de
forma completa en Argentina. Los mineros habían muerto antes de jubilarse
o se habían retirado por invalidez debido a problemas de silicosis, neumoco-
niosis, accidentes y otros padecimientos contraídos durante su actividad, por
lo cual fueron pensionados, es decir recibieron una parte menor de su salario
debido a no haber completado el lapso de trabajo convenido en el contrato
laboral.15 Este «dato» -q u e ulteriormente verificamos para la situación boli­
viana- reorientó no sólo nuestros objetivos, sino nuestra interpretación de las
representaciones y prácticas de los mineros y de sus familias, en función de su
situación de trabajo y de sus proyectos de vida. Esta información «objetiva»
aparecía en el saber de los mineros en diferentes formas, que iban desde el

15. Varios años después, otro destacado antropólogo crítico investigó esa área minera y
Uiinpoco dio cuenta de esta situación (Taussig, 1993 [1980]).
90 L a parte n e g ad a de la cultura

manejo de su enfermedad, frecuentemente terminal, como un medio para la


obtención de un retiro prematuro, hasta utilizarla como instrumento dé impug­
nación política de un proceso laboral que reducía la esperanza de vida de los
trabajadores. Pero dichos procesos cobraron para nosotros una significación
especial al tener como límite la muerte y la relación enfermedad/trabajo en los
términos señalados. Para los mineros y sus familiares esta situación era obvia;
era parte de sus condiciones «naturales» de trabajo y de vida, y no tendían a
comunicarlas espontáneamente justam ente dada su obviedad.
La información emergió porque nuestra investigación se centraba en las
relaciones entre las condiciones de trabajo y el proceso de salud/enfermedad/
atención, lo cual en parte explica la ausencia de estos datos «obvios» en las
etnografías del área, centradas en la descripción del orden simbólico e incluso
político de los mineros, que en algunos casos pretendían interpretar la cosmo-
visión de estas poblaciones sobre la muerte, pero, sin embargo, sin registrar
la presencia estructural y constante de la relación enfermedad/trabajo/'rnuer-
te. Salvo el texto de Rojas y Nash (1976), tales estudios no describieron los
procesos de enfermedad y mortalidad de los trabajadores y de sus familiares,
pese a que expresaban, posiblemente más que ningún otro, los procesos de
explotación y marginación socioeconómica que, por supuesto, se evidenciaban
también a través de la dimensión simbólica, pero que sólo fueron incluidos en
un alto nivel de abstracción y con muy escasa información específica sobre la
mortalidad en las etnografías de la región.16
Durante este lapso emergerán nuevos sujetos de estudio (marginales ur­
banos, pobres, sujetos definidos por el género) y nuevos problemas (cambio
estructural, pobreza y marginación, cultura popular y resistencia, alteridad), así
como el desarrollo de nuevas especialidades. Los conceptos claves del período

16. La información señalada refiere a una investigación realizada en el Instituto de M e­


dicina Ocupacional de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Buenos
Aires en los años 1972-1974, por un equipo formado por médicos clínicos, epidem ió­
logos, psicoanalistas, sociólogos y antropólogos. De ésta, como de otras investigacio­
nes realizadas durante este período, no existen publicaciones, pues en ese momento
el objetivo era describir y comprender la situación de los trabajadores mineros para
proponer mejoras de las condiciones de trabajo, de salud y de su régimen de jubilación.
Es obvio que ambas actividades no se excluyen, pero en ese m om ento la prioridad
estaba en generar análisis y propuestas activas, más que en publicar resultados. Si bien
yo venía trabajando sobre las características del saber médico, especialmente del saber
psiquiátrico, estas investigaciones fueron decisivas para mi formulación de la estructura
y función del modelo médico hegemónico.
I leliniciones, indefiniciones y pequeños saberes 91

serán los de estru ctu ra, m o d o de p ro d u c c ió n , re la c ió n e stru c tu ra /su p e re stru c -


lura, id eología, cam b io , c o n c ie n tiz a c ió n , c o n tra c u ltu ra , c o lo n ia lism o in tern o .
A hora bien, el su rg im ie n to de n u e v o s p ro b le m a s y la a c u ñ a c ió n de n u e v o s
con ceptos no sup o n e q u e fu e ran los d o m in a n te s en los usos de la a n tro p o lo g ía
en su co n ju n to , sin o que e m erg e n co m o n u e v as a lte rn a tiv as de d e sa rro llo d is c i­
plinario q u e sólo en d e te rm in a d o s c o n te x to s ap a re ce n c o m o sig n ific ativ o s.
L a crisis de los se se n ta e x p re sa a d e m á s u n p ro c e so q u e e n g e n d ra rá p a r­
lo de los d esarro llo s u lte rio re s de las o rie n ta c io n e s te ó ric a s e n an tro p o lo g ía .
I Jurante este lap so asistim o s al n o ta b le d e sa rro llo d e m u y d ife re n te s tip o s de
estru ctu ralism o s, y de o tras te n d e n c ia s q u e n ie g an o in clu y en m u y p o c o al
sujeto y la su b jetiv id ad , lo cu al se a v ie n e p e rfe c ta m e n te co n u n a d isc ip lin a
que, com o h e m o s visto , sa lv o ex c e p c io n e s, n o in c lu ía al su jeto en su s d e sc rip ­
ciones y p ro p u e sta s teó rica s. Si b ie n n u e stra d isc ip lin a c o in c id e co n v a ria s de
las p ro p u estas teó ricas q u e d e v e n d rá n h e g e m ó n ic a s d u ran te los se te n ta d en tro
del c o n ju n to de las d isc ip lin a s so cio h istó ric a s, se rá e n la in c lu sió n de la su b ­
jetividad d o n d e e m erjan a lg u n a s de las p rin c ip a les lim ita cio n e s y c a re n c ia s de
ln an tro p o lo g ía. E sto p u e d e o b se rv a rse te m p ra n a m e n te d e n tro del m arx ism o ,
donde c o n v iv irán te n d en c ias q u e n ie g a n el su jeto en n o m b re de la estru ctu ra ,
y en o rie n ta c io n e s qu e re c u p e ra n la su b je tiv id a d c o m o la ú n ic a p o sib ilid a d de
g en erar tra n sfo rm a c io n e s so ciales.
E sta situ ació n o p era rá en los d ife re n te s c o n tex to s n ac io n a les, ad q u irie n d o
c aracterísticas p artic u la re s en c ad a u n o de ello s, p e ro in ic ia lm e n te la re c u p e ­
ración d e la su b jetiv id a d se d ará al re c o n o c e r q u e las p ro p u e sta s e stru c tu ra -
listas lim itan la p o sib ilid a d de c o m p re n d e r los ca m b io s, los a c o n te c im ien to s
coyunturales o las a c cio n e s esp o n tá n e a s. Ju sta m e n te la su b je tiv id a d em erge
¡il m enos en a lg u n as te n d e n c ia s, c o m o p o sib ilid a d de m o d ifica c ió n d e la e s­
tructura. L a d e sap arició n o re d u c c ió n de las e x p e c ta tiv a s d e tra n sfo rm a c ió n
radical d e sarro llad as d u ra n te los sete n ta, iban a re fo rz a r p o r u n tie m p o las c o n ­
cepciones e stru ctu ralista s, p e ro , so b re to d o , iban a p o sib ilita r m á s a d e la n te la
recu p eració n d e u n a su b je tiv id a d en té rm in o s e x p e rie n cia le s, a n tie stru c tu ra le s
y narrativ os.
Es d en tro de esta re c u p e ra c ió n de la su b je tiv id a d q u e se v a e stru c tu ran d o
ln co n cep ció n de la an tro p o lo g ía « co m o e stilo d e v id a» , lo cual se artic u la con
el d esarro llo de d e te rm in a d a s o rie n ta c io n e s c o m u n ita rista s y etn ic ista s d en tro
92 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

de la sociedad global.17 El desarrollo de una antropología de «mundos diferen­


tes encontrados» característica de la situación anterior, será reemplazada por
una «antropología de mundos en desaparición», y esto desde dos perspectivas
complementarias, la de experiencias culturales totales (grupos étnicos) que se
pierden definitivamente y la atribución de dicha pérdida a la expansión produc-
tivista de «Occidente».
Durante este lapso los tres centros de producción antropológica más impor­
tantes seguirán radicando en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, pero ya
se dibuja con claridad la hegemonía norteamericana, pese a que fue en este país
donde se dio con mayor profundidad la crisis de nuestra disciplina. La misma
adquirió en Francia un alto nivel de ideologización, mientras que en Gran Bre­
taña se dio de forma más atenuada. Dentro de las regiones periféricas, será en
América Latina donde se dé el mayor nivel de ideologización y politización
académica. Sin embargo, a partir de mediados de los setenta, el eje de la ex­
presión del malestar disciplinario y de las diferentes tentativas de solución se
darán básicamente dentro de la antropología norteamericana.

17. La im portancia que en su m om ento cobró la narración de C astañeda sobre las


andanzas de don Juan pudo darse por la convergencia que operó entre determ inada
producción antropológica y determ inadas necesidades de una parte de la sociedad
global tanto a nivel central com o periférico, y al respecto debe resignificarse el éxito
de los libros de don Juan a partir de la ulterior trayectoria novelística de este autor, así
como en función de la notoria acogida que autores em blem áticos como O. Paz dieron
a la obra de Castañeda.
)

I as ausencias ideológicas y el retomo de lo «local»

I I proceso que se desarrolla durante la segunda mitad de los años setenta, y


«obre todo, durante los ochenta, en particular dentro de la antropología que ha
devenido hegemónica, es decir, la norteamericana, es para nosotros una conse­
cuencia, una continuidad, y en ciertos casos una relación frecuentemente ofus­
cada, respecto de las líneas desarrolladas durante los sesenta, que ha conducido
n instaurar una suerte de «malestar» permanente dentro de la disciplina.
Considero que al menos una parte de ese m alestar se expresa a través del
desarrollo de toda una serie de problemáticas cuyo eje gira en torno de la «di­
ferencia», y a las formas dominantes de describirla y analizarla, así como en
el contraste con las propuestas desarrolladas durante los cincuenta y especial­
mente en la década de 1960, cuando la antropología norteamericana, la france­
sa, la latinoamericana y, en menor medida, las antropologías europeas y de los
países periféricos asumieron problemas que esta disciplina había negado o no
consideraba prioritarios.
El descubrimiento entre finales de los años cuarenta y los sesenta de la
situación colonial, del subdesarrollo socioeconómico, del etnocidio, etc.,
conmovieron de forma profunda a la antropología, conduciendo al menos a
una parte de los antropólogos a replantearse los objetivos, el significado y el
sentido del quehacer profesional (Current Anthropology, 1968; Hymes, 1969;
Touraine et al., 1970; Huizer y Manneim, eds., 1979). Debe asumirse que la
loma de conciencia de estos procesos no sólo afectó moral e ideológicamente
a la antropología, sino que cuestionó sus resultados académicos, dado que a
partir de este momento los antropólogos comenzaron a dudar de su propia pro­
ducción no sólo en términos de la legitimidad de sus interpretaciones teóricas,
94 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

sino también respecto de la validez de la información obtenida en el trabajo


de campo.
Si bien estas y otras dudas habían sido planteadas previamente, el proceso
de descolonización y la afirmación étnica y nacional dieron lugar al desarrollo
de trabajos, frecuentemente de tipo mitológico, sobre las propias identidades
de los sujetos conquistados, colonizados y también estudiados por los antro­
pólogos. Esta tendencia alcanzó una de sus mayores expresiones en los textos
de Fanón (1962, 1966 [1952] y 1968), una parte de los cuales cuestionaba no
sólo en términos ideológicos, sino epistemológica y técnicamente los trabajos
etnográficos y psiquiátricos, dado que planteaba que los datos con los cuales
estos profesionales construían sus diagnósticos biomédicos y/o sus descripcio­
nes etnográficas no referían a la verdadera identidad de los sujetos tratados o
estudiados, sino a la realidad que los sujetos y grupos nativos «dejaban ver»
al profesional. Más allá de la corrección de tales propuestas, éstas expresaban
en los años cincuenta y sesenta un proceso al menos de duda, que iba a tener
consecuencias paradójicas en el quehacer antropológico a partir de mediados
de los setenta.
Dentro de la antropología de los países del tercer mundo, pero también de
la producida en los países centrales y especialmente en Estados Unidos, se es­
tablecerá una corriente constante de trabajos que cuestionan no sólo la impron­
ta colonialista, sino las teorías y etnografías producidas por dichas antropolo­
gías, así como su carácter ideológico (Menéndez, 1970 y 1981), concluyendo
en sus expresiones más radicales que la producción antropológica constituye
«una invención de los enemigos de los pueblos colonizados» (Magubane y
Faris, 1985, p. 92).
La recuperación del relativismo cultural por algunos etnicistas y multicul-
turalistas a niveles casi impensables, el énfasis en la perspectiva del actor o la
noción de cultura como verdad que dominarán las tendencias norteamericanas
a partir de los setenta, son al menos en parte expresiones de la conmoción
generada en los sesenta por los procesos señalados. La reducción de la pro­
ducción etnográfica a juegos retóricos, la preocupación por las estrategias y
discursos más que por las prácticas y objetivos o el paso a primer plano de los
significados reducidos a sí mismos, expresan los caminos de una antropología
que duda sobre sus afirmaciones e interpretaciones etnográficas, que coloca
entre paréntesis la mirada del antropólogo para centrarse y legitimar la mirada
del actor estudiado a través de la cual, por otra parte, legitimará su propio
I ii miscneias ideológicas y el retorno de lo «local» 95

t|iii'lmcor. Será en la visión emic donde el antropólogo recupere parte de la


*r.in itlnd que ha ido perdiendo (M enéndez, 1996 y 1997b),
l isios descubrimientos se articularon a partir de los setenta con la crisis1
mi sólo de las concepciones teórico-ideológicas, sino también de los sistemas
políticos que implicaban supuestamente otras alternativas de desarrollo social
i' Ideológico. Este proceso, en el caso de América Latina y especialmente en
los países del cono sur, correspondió no sólo a crisis ideológicas y académicas,
iluo a la caída en situaciones de horror cotidiano que impactaron entre otras
co niis el trabajo antropológico. Considero que la fuerte orientación hacia lo
simbólico que se desarrolló durante los años setenta y ochenta en varios países
tic América Latina no sólo tiene que ver con la influencia de las corrientes aca­
démicas norteamericanas y europeas, con la recuperación de lo que denomino
modelo antropológico clásico (MAC) y/o con la crisis y el desencanto respecto
tic las ideologías socialistas, sino con las condiciones políticas que dominaron
dichos países durante ese lapso, y sus ulteriores consecuencias y efectos de
recuerdo y autocontrol, reforzado en algunos contextos por el desarrollo cons-
Uinte de la violencia social cotidiana.
La persistencia y profundización de las condiciones de pobreza, desigual­
dad y dependencia en las sociedades estudiadas por los antropólogos, articula­
das con la caída de proyectos y utopías sociales condujo a diferentes tipos de
reacciones que confluyeron en la instauración de un m alestar en nuestra disci­
plina que llega hasta la actualidad. Pero para Stauder y para otros antropólogos
más que malestar lo que se instauró fue una contradicción cuando, al menos
una parte de los antropólogos, descubrieron que sus trabajos servían directa,
funcional o potencialmente a intereses contrarios a los de los pueblos que es­
tudiaban, concluyendo que tal orientación estaba institucionalizada y que el
quehacer antropológico implicaba una toma de decisión no sólo académica,
sino moral e ideológica: «It is my opinion that, in the abscence o f revolutionary
changes in the wider society, anthropology as a whole and as an institutional
activity cannot be radically change or reforwed so as not to serve imperialism.
As long as we live within and imperialist system the same forces wich now
shape and utilise anthropology will continué operate and will continué their
institutional domination over the practice for anthropology. Are we to try to
serve ourselves by serving imperialism? Like Evans Pritchard, we can go as

1. Para el concepto de ‘crisis’, véase el capítulo 1.


96 L a p arte neg ad a de la cultura

an agent o f the enemy into the campo o f the people we study. But we can ally
with the people abroad and at hom -in their struggies to create a new world
where Science can trudy serve the people and not be a tool for their oppresion»
(Stauder, 1993 [1970-1971], p. 426).
Este malestar se expresó y se sigue expresando a través de varios aspectos
que van desde la reflexión sobre el ¿para qué? teórico y práctico del trabajo
antropológico, pasando por la discusión de algunos de los principales núcleos
de identificación disciplinarios, como son los referidos a las características y
significados del trabajo de campo, o a quiénes son ahora nuestros sujetos de
estudio.
Dicho malestar se instala paradójicamente respecto de una disciplina que
al menos en el país que actualmente hegemoniza la producción antropológica,
es decir, Estados Unidos, se caracteriza por la continua inclusión de nuevos
problemas y temas, por el constante desarrollo de nuevas especializaciones,
por el incremento de la visibilidad de la potencialidad de las aproximaciones
teórico-metodológicas para la descripción de la realidad, y por un proceso de
profesionalización que ha tenido notorias y contradictorias consecuencias en el
constante incremento de la producción antropológica.
Los contextos en que se desarrolla este malestar se caracterizan por la crisis
de los sistemas socialistas, por el rápido cambio de la mayoría de ellos hacia
formas capitalistas y/o a una reconstitución de sus estructuras burocráticas en
términos casi exclusivos de mantenimiento del poder. Como consecuencia de
este proceso, asistimos a la quiebra ideológica de tales sistemas como referen­
cia de una posible reorganización de la sociedad, y correlativamente al forta­
lecimiento de la hegemonía y dominación de los países capitalistas centrales,
sin el desarrollo de otras propuestas alternativas de desarrollo a nivel global. Y
esto articulado con la crisis, reformulación o dudas sobre las posibilidades de
mantenimiento y de expansión del estado de bienestar.
En la mayoría del llamado tercer mundo se desarrollará, dentro de un pro­
ceso de continuidad/discontinuidad, una consistente tendencia al incremento
de la pobreza y extrema pobreza, a la acentuación de la desigualdad y polar­
ización social en términos económico-ocupacionales, a la instalación o incre­
mento de diferentes tipos de violencias como parte normal de la vida cotidiana,
así como a la acentuación de las condiciones de dependencia de todo tipo,
es decir, no sólo económico-políticas, sino ideológico-culturales y científico-
técnicas. Si bien estos procesos existían previamente, a lo largo de este lapso
se dará no sólo un incremento en la mayoría de los contextos, sino también un
I n i m u n id a s ideológicas y el retorno de lo «local» 97

i ruste cada vez más notorio respecto de las expectativas sociales generadas
i Impulsadas por las propuestas neoliberales.
listos procesos económico-sociales van acompañados de una constante
pHplosión de particularidades políticas, étnicas, religiosas, nacionales, de gé-
ii' m, ole., que en su mayoría emergen como opciones societarias específicas
y locales. La crítica y desmoronamiento de proyectos ideológicos y políti-
i un globales de orientación socialista aparece sustituida por el desarrollo de
proyectos centrados en estas u otras particularidades que aun teniendo impli-
>m iones universales (género) están centradas en lo local. Pese a este énfasis
rii las particularidades, se consolida e intensifica el denominado «proceso de
lílobalización», que aparece impulsado funcionalmente desde el proyecto neo­
liberal como continuidad del proceso histórico de expansión capitalista.
I ,a quiebra de las ideologías socialistas se expresa en los países centrales a
linvés de un creciente escepticismo o directamente desesperanza sobre el «fii-
iuro» en términos sociales, y por la acentuación de la importancia del presente
vivido, o si se prefiere por la actualización continua del presente. Se desarrolla
mui constante crítica a la sociedad occidental preocupada exclusivamente por
objetivos materialistas y consumistas, que pasa a ser considerada como degra­
dada culturalmente, y se recupera la vitalidad de la cultura casi exclusivamente
cu las sociedades no occidentales y/o en determinados sectores subalternos,
lo cual no sólo supone una recuperación del otro «no occidental», sino una
notoria añoranza por formas del pasado «irremediablemente perdidas» y/o
mitificadas muy similares a las concepciones dominantes entre las décadas de
1920 y 1940.

I as consecuencias paradójicas en el estudio del otro

A partir de los años sesenta, pero sobre todo de los setenta, asistimos a una con-
Iinua producción de nuevos sujetos de estudio y a la resignificación de algunos
nntiguos sujetos, lo cual genera la sensación de que todo sujeto social puede ser
parte del trabajo antropológico. Actualmente, no cabe duda de que el énfasis
antropológico en la alteridad se ha generalizado; la alteridad se asume como
un hecho, y no debe argumentarse mucho al respeto, pero para el antropólogo
¿quién es ahora el otro? ¿Cuál es su sujeto de estudio y qué relaciones esta­
blece con ese sujeto? La producción antropológica actual evidencia que el otro
98 La parte negada de la cultura

puede ser cualquier sujeto/actor dentro y fuera de su propia sociedad, como


parte de un proceso que genera continuamente nuevos otros, incluso provision­
ales y coyunturales.
Los sujetos estudiados por la antropología se habían constituido básica­
mente a partir de la alteridad etnocultural (grupos étnicos no «occidentales»)
o de características socioproductivas (campesinado), pero desde los sesenta
se constituyen a partir de «la diferencia», que puede referir al género, a la
religión, a la edad o a la enfermedad; diferencias que en casi todos los casos
- y no sólo en la antropología fem inista- cuestionan la mirada antropológica
hegemónica.
Este proceso no es particular de la antropología, sino del conjunto de las
ciencias sociales, y en la constitución de los nuevos sujetos se generan condi­
ciones que reformularán las relaciones del antropólogo con su sujeto de estu­
dio. La sociedad capitalista, en particular desde el siglo xix, se caracterizó por
generar sujetos a partir de las condiciones económico-políticas (el obrero, el
desocupado), en función del proceso de expansión colonial (el primitivo, el
salvaje) o en función de procesos de estigmatización y/o de control social (el
loco, el criminal).
Si bien respecto de todos estos sujetos sociales se produjeron estigmatiza-
ciones, lo que me interesa subrayar es que contribuyeron a construir a estos
sujetos a partir de la mirada de la sociedad dominante, de tal manera que una
parte de ellos asumieron la estigmatización subaltemizante como parte de su
propia identidad.
Pero a partir de los años sesenta, y sobre todo de los setenta, una parte de
los nuevos sujetos se caracterizarán porque se constituyen a partir de reivin­
dicar positivamente su propia diferencia, incluida su diferencia estigmatizada;
no reproducen los etiquetamientos, sino que los cuestionan a partir de afirmar
su identidad diferenciada. No constituyen sólo grupos «reactivos», sino gru­
pos que tratan intencionalmente de legitimar socialmente tipos de identidad
diferenciada más allá de que estén previamente etiquetados a través de es-
tigmatizaciones que los han constituido en otros en términos de explotación,
«desviación» marginación y/o de subaltemidad.2 Más aún, estos grupos ponen
de manifiesto sus rasgos públicamente no sólo para afirmar su identidad, sino

2. Es casi obvio recordar que al menos, una parte de los sujetos sociales anteriores, y
especialmente el «proletariado», o si se prefiere, la clase obrera, afirmaba su identidad
para oponerse, distinguirse o desacralizar la mirada hegemónica, pero lo distintivo ra-
I m miüoncias ideológicas y el retorno de lo «local» 99

Imii it demostrar que son parte «normal» de la sociedad; a mediados del 2000
mui organización de personas discapacitadas solicitó a diseñadores de «alta
i imlura» que hicieran vestidos para discapacitadas con la intención de incluir-
lici on el desfile de la Alta Moda italiana desarrollada anualmente en la plaza
de I ¡paña (Roma). La propuesta no sólo remitía a normalizar la presencia de
dl'ieiipacitados, sino a recordar que éstos no sólo utilizan vestidos, no sólo
Imuden estar preocupados por la moda, sino que además compran y usan di-
i líos vestidos. Las diferencias son acentuadas, al menos por algunos de estos
ni upos, para evidenciar que son parte de la sociedad a partir de sus diferencias,
nnmiue algunos autores señalaron que el reconocimiento de estos actores se
luisa más en el consumo que en su diferencia.
Si bien los más reconocidos de estos grupos son los organizados en tomo
ni f'.énero, a la etnicidad o a la religión, constantemente se producirán nuevos
y,tupos caracterizados por la edad, la orientación sexual, una enfermedad, una
mlicción, una discapacidad o algún otro rasgo, como ser obeso o ser gemelo, a
Inivés del cual se identifican, y les posibilita reivindicar un determinado lugar
dentro de la estructura social y cultural. Esta tendencia se da especialmente en
Lutados Unidos, donde casi cualquier rasgo idiosincrásico pareciera que puede
dar lugar a la constitución de un nuevo sujeto social, pero también se observa
en el resto de las sociedades desarrolladas y en varias de las periféricas.
Los procesos en tom o a los cuales se constituyen los nuevos sujetos son por
supuesto diferenciales, pero las demandas y tipos de acciones que dan lugar a
ln conformación de una parte de dichos sujetos son bastante similares, ya que
luchan por ser reconocidos en su diferencia particular, para que sus caracterís­
ticas diferenciales no sean estigmatizadas o den lugar a tratarlos subaltenizada-
mente; en síntesis, tratan de obtener derechos que garanticen su particularidad.
Así, por ejemplo, las personas obesas - y la antropología médica estudia la
obesidad- se han organizado en varios países a través de grupos de autoayuda
y no sólo para dejar de comer o para adelgazar, sino para legitimar socialmente
su obesidad y apoyarse social y psicológicamente en términos de autoestima
y reconocimiento de su particularidad. Dada algunas de sus características, en
ciertos países europeos la obesidad es considerada un handicap negativo para
obtener trabajo, por lo cual el estado apoya económicamente a estos sujetos
como parte del reconocimiento de su diferencia definida en términos de pa-

dica en que la mayoría de los nuevos sujetos se afirman casi exclusivamente a partir de
los rasgos considerados «desviados» o diferentes.
102 La parte neg ad a de la cu ltu ra

como se decía antes, mestizajes y transculturaciones de todo tipo. Y este pro­


ceso conduce al desarrollo de situaciones paradójicas en términos del sujeto de
estudio antropológico, como el que se viene gestando respecto de la etnicidad
y que constituye un excelente ejemplo del proceso de transformación en los
sujetos de estudio de nuestra disciplina. La etnicidad reapareció desde los se­
senta como un principio de orientación político-ideológica referida a diferentes
situaciones que iban desde reivindicaciones de los indios canadienses, de los
negros norteamericanos o de los maoríes hasta las de los bretones, vascos o es­
coceses generándose una intensa y creciente politización de la etnicidad como
sostiene Tambiah (1985).
En numerosos contextos la etnicidad se articulaba con la categoría cam­
pesinado; mientras la antropología desarrollada entre los cincuenta y setenta
«convirtió», al menos en términos metodológicos y/o ideológico-políticos, a
gran parte de los grupos étnicos en campesinado para estudiarlos básicamente
en sus aspectos productivos y como una posible fuerza social no sólo local sino
un universal, actualmente por lo menos una parte de los campesinos y de los
antropólogos que los estudian los asumen ahora centralmente como miembros
de un grupo étnico local y secundariamente como campesinado. Debe subra­
yarse que este proceso es desarrollado, en algunos contextos, por los propios
grupos étnicos a través de ellos mismos y/o de sus «intelectuales orgánico».3
Este proceso evidencia que los propios sujetos establecen quiénes son, el
tipo de identidad que expresan y frecuentemente dentro de una situaciona-
lidad que incluye tanto al sujeto como al que lo estudia en términos de su
«diferencia». Este énfasis en la diferencia se articuló con el desarrollo de la
denominada «antropología en casa», que en el caso de la antropología europea
remite a dos procesos básicos: por una parte, al descubrimiento de particulari­
dades étnico-nacionales y/o culturales en el interior de sus propios países, de
tal manera que redescubren las particularidades de los galeses, de los corsos,
de los bosnios, etc., descubrimiento estrechamente relacionado con procesos
ideológico-políticos en la mayoría de los casos. Por otra parte, se hacen cada

3. El paso a primer plano de la etnicidad de los campesinados y, por supuesto, de otros


grupos, se caracteriza por la reducción de significación de sus aspectos económico-
políticos y por el énfasis en sus «derechos culturales», en sus usos y costumbres como
parte de su propia identidad. De tal manera que las acciones, incluidas las políticas, se
impulsan a través de los «derechos» étnicos y culturales más que a través de las deman­
das económico-políticas. Lo cual no supone que no tengan objetivos y demandas eco­
nómico/políticas, sino que las expresan a través de sus ‘derechos culturales y étnicas’.
I ir. ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 103

ve/ más evidente los resultados del citado proceso migratorio desde el tercer
mundo y desde otros contextos hacia países como Inglaterra, Francia, Alerna-
uiii, Italia, España, proceso que obedece a causas económico-ocupacionales,
pet o también político-ideológicas, de tal manera que grupos étnicos, religiosos
ii nacionales que hasta hace poco eran estudiados por los antropólogos en las
i oinunidades, etnias o religiones localizadas en Zaire o el Caribe, las encuen-
Imn ahora en sus propios medios marginales rurales y urbanos europeos.
Si bien este proceso no es reciente, adquiere características particulares
expresadas en la tensión gestada entre el reconocimiento, convalidación y/o
legalización de los emigrantes en los países donde se asientan; la emergencia
ile diferentes niveles de conflictos ocupacionales, religiosos, raciales y el desa­
rrollo de organizaciones y/o formas de vida, por una parte de los inmigrantes,
que tratan consciente y activamente de m antener su identidad.
Este es un proceso que alcanza características vertiginosas y masivas no
sólo en Estados Unidos, sino en varios países europeos, donde en lapsos que
oscilan entre cuarenta y sesenta años la población «blanca nativa» dejará de
ser mayoritaria, pasándolo a ser en términos sociodemográficos las personas
de origen africano, asiático y/o latinoamericano. En el caso de Francia se es­
tima que hacia el 2060 no sólo habrá más niños negros que blancos, sino que
la principal religión será la musulmana: «A partir de las tendencias sociode-
mográficas actuales, en el 2060 habrá en Francia 50 millones de musulmanes;
es decir, constituirán las dos terceras partes de la población francesa. Si bien
ésta es una proyección estadística que debe ajustarse, lo más probable es que
en la segunda mitad del siglo xxi el islamismo sea la primera religión en Fran­
cia (Gourevitch, 2000, pp. 191-192). Estas tendencias, que suponen el posible
desarrollo de procesos de integración, aculturación y mestizaje, pero también
de resistencia, marginación y conflictos étnico-raciales serán constantes para
los que no sabemos todavía el nivel de homogeneidad o heterogeneidad que
desarrollan en términos religiosos, étnicos, clasistas o de género; serán cons­
tantes para la mayoría de los países del centro y oeste europeo al menos hasta
mediados de este siglo, debido no sólo al continuo incremento de la migración
desde el tercer mundo impulsada básicamente por condiciones de pobreza y de
pobreza extrema de los emigrantes, sino también por las necesidades económi­
co-ocupacionales de la mano de obra laboral de los propios países europeos.
Pero lo que me interesa subrayar es que estos y otros procesos están dan­
do lugar a la emergencia de nuevos sujetos sociales en los países desarrolla­
dos y también en los periféricos, y que una parte de dichos sujetos refieren
104 L a parte neg ad a de la cultura

a problemas y contextos de investigación tradicionales de la antropología,


pero relocalizados en espacios metropolitanos, potenciando la emergencia de
conflictos previamente no pensados. El incremento de la religión musulmana
en países del centro y oeste europeos conduce potencialmente a generar con­
flictos que posiblemente se agudizarán, entre estos sujetos definidos a partir
de su pertenencia religiosa y, por ejemplo, las propuestas impulsadas por las
corrientes feministas preocupadas por recuperar a la mujer como sujeto social
diferenciado.4
Los cambios señalados deben ser referidos a la trayectoria de nuestra dis­
ciplina, que se inicia con el estudio del otro pensado espacial, cultural e his­
tóricamente como radicalmente diferenciado-respecto de la propia cultura del
investigador, donde la relación de éste con la comunidad a investigar supone
inclusive el desarrollo de un «shock cultural» que era simultáneamente pen­
sado como un instrumento metodológico y como un proceso experiencial. De
esta inicial relación se ha pasado a otra en la que los sujetos a estudiar son cada
vez más inmediatos, pudiendo ser la propia comunidad, la propia etnia, los
propios marginales, la propia locura o la propia adicción. Si bien este proceso
se viene construyendo desde los inicios de la antropología, adquiere una nueva
vuelta de tuerca al legitimar no sólo el estudio de los otros entre nosotros, sino
al impulsar y legitimar el estudio de nosotros, cuya máxima expresión hasta
ahora la constituye la descripción y el análisis que algunos antropólogos han
hecho de su propia enfermedad, incluso de su propia enfermedad terminal,
como fue el caso de Murphy (1987), quien inaugura este tipo de relato antro­
pológico referido a su propio padecimiento terminal, relato que concluye hasta
poco antes de su propia muerte. Toda una serie de antropólogos han narrado
y están narrando su propia enfermedad o la enfermedad/muerte de algún ser
querido, así como episodios de violación sexual al que fueron sometidos, por
lo que una disciplina construida a partir del otro ha pasado a describir no sólo

4. Esta situación no solo opera en varios países europeos, ni exclusivamente en la reli­


gión islámica, sino también en varios contextos del tercer mundo, donde se evidencian
conflictos entre la pertinencia cultural y la situación de ser mujer. En julio del 2000 el
GRUPO DE Información en Reproducción Elegida (GIRE) denunció la compraventa
de mujeres con fines matrimoniales que se realizan según usos y costumbres en varios
partes de México. Para GIRE ningún uso y costumbre debe estar por encima del dere­
cho individual para decidir sobre la propia sexualidad. Para una constante documen­
tación de esta situación en sociedades del tercer mundo, véase el Boletín de W omen’s
Global NetWork for Reproductive Rights.
I iis m isencias ideológicas y el retorno de lo «local» 105

lns experiencias del antropólogo con el otro, sino a centrar su etnografía en la


iInscripción de sí mismo (Allué, 1996; Cortés, 1997; Winkler, 1991 y 1995).De
luí manera que la constitución del otro va pasando cada vez más a convertirse
i ii un recurso metodológico de distanciamiento para la descripción etnográfica
iU' nosotros y del sí mismo.
Correlativamente a la modificación y surgimiento de los sujetos de estudio,
dentro de la antropología se generó una preocupación casi inédita en la trayec-
loria de nuestra disciplina por el sujeto de estudio en tanto sujeto, aunque no
demasiado en cuanto a subjetividad, dado que, desde nuestra perspectiva, di­
versos autores que hablan de actor, identidad o sujetos híbridos lo refieren a en­
tidades o procesos sin incluir la reflexión sobre la subjetividad de los mismos.
Más aún, la consideración de un grupo étnico o de una identidad religiosa en
términos de actores sociales, no suele describir ni analizar su dimensión subje-
Iiva. Las preocupaciones por los afectos, el sufrimiento o los duelos personales
no suelen remitir a una teoría de la subjetividad que juegue explícitamente en
l;i interpretación antropológica. La mayoría de los antropólogos, incluidos los
que hablan de sujeto, no hacen explícitas las teorías de la subjetividad que uti­
lizan. Dentro de la tradición antropológica casi los únicos que han explicitado
dichas teorías son los que se adhirieron a la escuela de cultura y personalidad,
los antropólogos que asumieron propuestas conductistas y, en menor medida,
los cognitivistas y los nuevos racionalistas.
Si bien la exclusión de la subjetividad es difícil de ser mantenida dentro de
las corrientes actuales que apelan a la diferencia, a los sujetos híbridos, a las
transacciones, a la experiencia y a los actores en términos de agentes, observa­
mos no obstante que cuando los multiculturalistas, posmodernistas o poscolo-
nialistas actuales cuestionan la existencia de un sujeto reflexivo, unitario, ra­
cional, centrado en el yo, y proponen un sujeto más o menos ensamblado, nos
preguntamos por la concepción de subjetividad que manejan, cuando además
unos la redefinen en términos de hibridación y otros en términos de identidad,
l is decir, cuando para unos los límites de la constitución del sujeto están en la
identidad del grupo, mientras que otros colocan el núcleo de su subjetividad en
lina capacidad de selección de sus propias características que parece no incluir
ningún tipo de restricciones sociales o, si se prefiere, limitaciones a la capaci­
dad del sujeto de auto-ensamblarse continuamente.5

5. Subrayo que no niego la posibilidad de este tipo de subjetividades y, de hecho, he


106 L a parte neg ad a de la cultura

No obstante, lo que me interesa subrayar ahora es esta casi inédita preocu­


pación por el sujeto que interesa a una parte de los antropólogos actuales, más
allá de lo que realmente hagan con la subjetividad.
La antropología posiblemente ha sido la disciplina que menos reflexionó
sobre el sujeto y menos aún sobre la subjetividad hasta fechas relativamente
recientes, lo cual no significa que en la práctica no utilizará concepciones so­
bre el sujeto y la subjetividad que han dominado implícitamente la mayoría de
las tendencias teóricas y metodológicas de nuestra disciplina. La concepción
hegemónica fue la de ignorar al sujeto o pensarlo en términos de identidad casi
indistinguible de las características del grupo local, de la etnia, de la comuni­
dad de pertenencia, de tal manera que el sujeto adquiría/expresaba los rasgos
de estas unidades consideradas como homogéneas, integradas, coherentes, au­
ténticas, etc., que caracterizaban simultáneamente a la cultura y a su sujeto.
Esta concepción, que niega la posibilidad teórica de separar al sujeto de
su cultura en términos de individuo y/o agente, no sólo confería profundidad
cultural a los miembros de los grupos étnicos, sino que era muy convenien­
te en términos metodológicos, dado que reforzaba un imaginario profesional
según el cual la entrevista y convivencia con unos pocos sujetos proveía de
información sobre la totalidad de la cultura, ya que cada sujeto expresaba más
o menos isomórficamente -com o acostumbraban a decir los estructuralistas- a
su comunidad.
Los antropólogos gestaron y usaron una noción de sujeto caracterizada por
su falta de autonomía: el sujeto es considerado un reproductor de su cultura y
no un agente que la constituye, de tal manera que la calidad de sujeto no es
pensada para personas, sino para entidades sociales como el grupo étnico o el
grupo religioso, y donde las preocupaciones centrales giran en torno a la capa­
cidad de mantenimiento de una cultura y no de su transformación.
La antropología se preocupaba centralmente por los procesos que posibili­
tan la continuidad, la reproducción de la identidad; por las barreras culturales,
como se decía en los cincuenta, o por las resistencias sociales, como se escribía
en los sesenta, y que referían y refieren no sólo a tendencias teóricas antropo­
lógicas, sino también a la ideología de los antropólogos.6
Entre los treinta y los cincuenta la antropología intentó incluir al sujeto

analizado su posibilidad (M enéndez, 1998b), pero considero que como categoría está
escasamente elaborada.
6. De Martino ha elaborado en términos «negativos» la situación de riesgo histórico
I as ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 107

desde dos perspectivas complementarias y desarrolladas casi exclusivamente


por la antropología cultural norteamericana. Por una parte, como ya hemos
señalado, los autores preocupados por la relación entre cultura y personalidad,
ruya recuperación tenía un objetivo ideológico, trataron de subrayar el rol del
sujeto frente al papel totalitario y amoral de un estado encamado inicialmente
en el estado fascista y especialmente en el nazismo.
La segunda perspectiva refiere a la detección de actores como el mestizo,
el transculturado, el inmigrante, a quienes consideraban como sujetos en tran­
sición, que no expresaban la autenticidad de su cultura y que, dada su transi-
eionalidad, desarrollaban toda una serie de caracteres considerados explícita
o más frecuentemente implícitamente negativos o al menos dudosos, y gene­
rados por la inclusión de estos sujetos en la sociedad global como diríamos
iihora. Y así la criminalidad, la soledad, el consumo excesivo de alcohol, los
padecimientos mentales y otros indicadores de «desviación social» tenderán
n caracterizar y confrontar a estos sujetos con los integrados y auténticos, es
decir, con los sujetos que permanecían integrados en su comunidad (Madsen
y Madsen, 1969). El aculturado y el mestizo serán sujetos poco estudiados
ínicialmente, salvo por los que tenían intereses en la antropología aplicada y/o
en los procesos de cambio, los cuales tendían a recuperar al sujeto en términos
de una individualidad que lidera los procesos de cambio, convirtiéndose en
ngentes de la «disrupción cultural y social» (Erasmus, 1961).7

I líbridos, migrantes y multiculturales

Un última instancia, la concepción fuerte del sujeto en antropología propone


una identidad en la que no se diferencia al individuo de su cultura, concepción
que fue cuestionada durante los cincuenta y los sesenta, pero que, como otras
(untas críticas, será sobre todo recuperada a partir de los setenta, lo cual se ex-

ile las sociedades subalternas, que limitaría o directamente impediría el cambio en di­
chas sociedades (1948, 1958, 1961 y 1975).
7, Debemos recordar que el concepto de mestizo tuvo además un uso ideológico-po-
lllico en algunas naciones americanas, ya que dicha categoría expresaba la síntesis de
lu «raza blanca» y la «raza indígena». Esta categoría fue impulsada sobre todo entre
1920 y 1950 por gobiernos de tipo populista, y fundamentada por ideólogos cercanos a
ciertas orientaciones indigenistas.
108 L a parte n eg ad a de la cultura

presa a través de varias problemáticas, especialmente a través de la concepción


de sujetos híbridos. Este concepto, más allá de la debilidad con que fue acu­
ñado y utilizado, incluye condiciones de subjetividad que antes eran negadas,
rechazadas o consideradas secundarias por la mayoría de los antropólogos para
sus sujetos de estudio. Y cuando señalo esto no estoy pensando en los infor­
mantes con los que gran parte de los antropólogos se relacionaron en términos
de sujeto, sino en los sujetos y subjetividades que describen en sus etnografías.
Así pues, los nuevos sujetos se caracterizan por su flexibilidad, fragmentación,
fragilidad, inestabilidad, capacidad de modificación, así como por el dominio
de una acción situacional y táctica, de tal modo que para algunos multicul-
turalistas «las identidades pueden recomponerse, readaptarse y reinventarse
fluidamente» (Mac Laren, 1998, p. 8).
Determinados desarrollos técnicos de la biomedicina, articulados con las
necesidades/objetivos/deseos de sujetos y grupos sociales impulsarán cada vez
más no sólo las representaciones sobre la casi infinita plasticidad del cuerpo,
sino también sobre su posibilidad de reconstrucción. De tal manera que la po­
sibilidad de implantes de senos o de «cambio» de sexo, las modificaciones de
narices, bocas y ojos a través de técnicas quirúrgicas, así como la posibilidad
de transplantes de órganos que van desde una córnea hasta un hígado pertene­
cientes a otros sujetos se convierten en acciones cada vez más frecuentes, al
igual que las prótesis de todo tipo que se aplican a los cuerpos, especialmente
a los cuerpos accidentados. Por razones estéticas, de edad o de enfermedad, el
cuerpo se convierte cada vez más en un cuerpo modificable, reconstructible,
sin limitaciones, pero cuya posibilidad -com o luego desarrollarem os- radica
en el desarrollo del saber biomédico. El concepto de sujeto híbrido debe ser
relacionado con estas trayectorias de los cuerpos, para realmente asumir las
consecuencias sociales y culturales que estas modificaciones del cuerpo están
implicando.
Estos sujetos están pensados por algunos autores como una articulación de
fragmentos de diferentes identidades que los «sujetos» adecúan a las relacio­
nes que establecen con personas y grupos en diferentes situaciones. El sujeto
propuesto no sólo carece de autonomía, sino de límites, y en función de estas
y otras características dicho sujeto se parece notablemente a la manera domi­
nante en que la antropología pensó al sujeto. Por supuesto que se proponen
algunas características específicas, siendo una de las más relevantes la que
reduce el papel de la cultura en la constitución y acción de los sujetos, dado
que la dimensión cultural ya no articula de forma profunda a los sujetos con su
I ms «usencias ideológicas y el retorno de lo «local» 109

'nimiedad de pertenencia, pués lo dominante son las transacciones tácticas para


vivir y sobrevivir, y esto pensado sobre todo para una población caracterizada
por una suerte de constante migración.
Ahora bien, esta concepción híbrida de la subjetividad se desarrolla en un
contexto donde algunos de los nuevos sujetos son definidos y analizados (in­
terpretados) en términos de identidad más que en términos de hibridación. Una
pinte de las estudiosas del género o de los estudiosos de la etnicidad usan en
lu práctica una noción de subjetividad referida a su grupo específico que los
nproxima aún más a las interpretaciones tradicionales antropológicas o a una
•■iicrte de ambigüedad entre la identidad y la hibridación.
Si bien una serie de autores aceptan o incluyen consideraciones sobre los
iiclores definidos como híbridos, especialmente a partir de cuestionar una vi­
sión esencialista y monolítica de las particularidades, rechazan otras implica-
i iones de este concepto por dos razones básicas. En primer lugar, por el domi­
nio de una concepción donde el sujeto tendría una especie de capacidad infinita
de armarse y autoarmarse prácticamente sin restricciones de ningún tipo; sería
una especie de héroe cotidiano sartreano que se elige a sí mismo más o menos
constantemente. Y además porque las concepciones basadas en la hibridación
del sujeto afectarían la posibilidad de establecer un sujeto social caracterizado
por su diferencia y, en consecuencia, de ser movilizado a partir de ella. Habría
más posibilidad de impulsar acciones a través de la diferencia considerada en
lérminos de una identidad específica (mujer, grupo étnico, inmigrante, enfermo
de sida, etc.) que a través de los sujetos híbridos, tal como es definida por una
parte de los multiculturalistas.
La focalización en la identidad o en la hibridéz está relacionada no sólo
con problemas teóricos sobre las características, significado y papel del sujeto
en las sociedades actuales, sino con sus proyectos de acción. Esto podemos
observarlo en particular en los análisis antropológicos del cuerpo, que diversos
autores caracterizan por su flexibilidad y falta de límites (Martin, 1994), mien­
tras que otros subrayan las características del cuerpo como agente de su propia
trayectoria y transformación (Csordas, 1994a y 1994b), pero, en ambos casos,
remite a la relación de los cuerpos con el sistema social dentro del cual actúan
pensada en términos de la individualidad de los cuerpos. Este énfasis en lo in­
dividual, que estos autores analizan a través de procesos de salud/enfermedad/
atención, no se adecúa demasiado a las propuestas de un cuerpo étnico o feme­
nino que propugna la transformación colectiva de su situación y condición, y
110 L a parte neg ad a de la cultura

que requiere de la identidad étnica o de género para poder actuar en términos


colectivos y no sólo individuales.
El análisis de estas posibilidades se desarrolla dentro de una falta de pre­
cisión conceptual que no podemos adjudicar a la fluctuación de la realidad o
al uso de «antimetodologías», sino a varios procesos entre los que subrayo la
ahistoricidad de nuestra disciplina. Esto se evidencia en los estudios de tipo
«post», a través de la carencia de referencias bibliográficas, y no digamos aná­
lisis de los trabajos sobre transculturación, sobre cambio social o sobre las
características de los sujetos detectados por los antropólogos en sus trabajos
de campo entre los afios cuarenta y sesenta, y que dieron lugar a interesantes
disputas teórico/aplicadas entre las que subrayó la desarrollada en tomo a la
definición de campesino por Erasmus, Huizer, Warman y otros autores (Me­
néndez, 1981). Por otra parte, esta imprecisión obedece también a las modas
terminológicas, de tal manera que el paso a primer plano del concepto/proble­
ma del cuerpo en los setenta y ochenta, condujo a una multiplicidad de usos
que no sólo refieren al «cuerpo», sino también a la persona o al self del cual el
concepto de cuerpo pasó a ser sinónimo, reduciendo su capacidad descriptiva
y explicativa específica.
Respecto de esta problemática, la ahistoricidad señalada presenta diferentes
aspectos si es referida a países como México o Perú caracterizados por un mes­
tizaje de base indígena que constituye la mayoría de su población, o a países
como Estados Unidos, Canadá o algunos países suramericanos caracterizados
por un amplio, intenso y continuo proceso inmigratorio. En ambos contextos
se dan procesos de mestizaje con diferentes profundidades y continuidades
históricas, que dio lugar tempranamente en México a reconocer «los muchos
Méxicos» o a crear el estereotipo de Estados Unidos como «crisol de razas».
Pero más allá de los estereotipos, lo notable es la ahistoricidad que observa­
mos especialmente en los actuales estudios multiculturales, que analizan el
multiculturalismo como un proceso reciente, pese a ser parte de la constitución
histórico-social de la mayoría de los países americanos.8

8. América en su conjunto se desarrolla a través de diversos procesos que hoy algu­


nos denominarían como multiculturalistas. Si sólo nos remitimos al periodo ulterior a
la «conquista» estos procesos supusieron no sólo la migración constante de sujetos y
grupos desde finales del siglo xv desde diferentes países europeos hacia América, sino
la migración forzada de mano de obra africana desde muy diferentes contextos étnicos y
culturales, así como más tarde de mano de obra asiática también procedente de diferen­
tes contextos. Si bien esto se dio con diferente intensidad y continuidad a nivel regional,
I in m iscncias ideológicas y el retorno de lo «local»

I 11 el caso de Estados Unidos, que es uno de los países donde se desarrolla


ii Impulsa el mayor número de estudios multiculturales, pero también en el
i ir,o de Argentina, esta ahistoricidad resulta difícil de entender, dado que am-
Imü países se constituyeron como tales a través de un proceso de articulación
o como quiera denom inarse- de sujetos y grupos de diferentes procedencias
i1 identidades culturales que incluyeron por supuesto no sólo hegemonías y
ubalternidades, sino discriminaciones e incluso exterminios. Este proceso al-
i unza su expresión máxima entre 1850 y 1910, cuando decenas de millones de
personas se trasladaron de Europa y Asia hacia dichos países, constituyendo lo
que se denominó «la gran migración» y conformando en pocos años un panora­
ma multicultural que posiblemente fuera más diversificado que el actual, dado
que la mayoría de la población emigraba desde localidades no «globalizadas»
localmente por la producción multinacional ni por los medios masivos de co­
municación por lo menos con la intensidad y expansión que observamos en la
actualidad. Debe asumirse en todo su significado que en ciudades como Nueva
York, Chicago o Buenos Aires alrededor de 1920 entre un 50 por 100 y un 80
por 100 de su población eran inmigrantes o hijos de inmigrantes. Pero además
gran parte de la población inmigrante no sólo pertenecía a las capas más ba­
jas de las sociedades de origen, no sólo en su mayoría carecían de educación
formal o era mínima, sino que se caracterizaban por el dominio de lenguajes
y costumbres regionales y locales. Los inmigrantes de Italia tal vez hablaran
italiano, pero lo que con seguridad hablaban era calabrés, siciliano, véneto o
piamontés; al igual que los alemanes hablaban suavo, bávaro o prusiano y los
españoles catalán, gallego, vasco y, por supuesto, castellano.
En México el multiculturalismo también constituye un proceso histórico
que halla su expresión más notoria en el proceso migratorio hacia la ciudad de
México. Esta ciudad no sólo se caracterizó por las sucesivas llegadas de emi­
grantes españoles, alemanes, árabes, norteamericanos y suramericanos durante
los siglos xix y xx, sino sobre todo por una constante migración de población
indígena y mestiza devenidas de las diferentes regiones sociales y grupos ét-

supone un proceso multicultural que tiende a ser olvidado o escasamente reconocido.


Pero además las antropologías latinoamericanas y africanas han tendido a considerar a
sus respectivos nativos como una unidad, cuando lo que existían y existen son particu­
laridades en algunos casos profundamente diferentes. Ciertas miradas antropológicas,
especialmente las indigenistas, suelen reproducir no sólo la interpretación sino la políti­
ca homogeneizante del colonizador. El uso en los últimos años de la categoría «pueblos
indios» ha intentado cuestionar esa visión uniformadora.
112 L a p arte neg ad a de la cultura

nicos mexicanos. A mediados del año 2000 se estimaba que habitaban en esta
ciudad 1.300.000 personas definidas como indígenas, de las cuales 64.000 eran
niños menores de cinco años que no hablaban español. La concepción homo-
geneizante de los diferentes grupos étnicos mexicanos como una unidad limitó
pensar en términos multiculturales el desarrollo histórico de las etnias mexica­
nas especialmente en su asentamiento en los medios urbanos, y particularmen­
te en la ciudad de México, donde se dieron intensos procesos de mestizaje que
condujeron a la emergencia de diferentes sujetos que expresan este intenso y
constante proceso de mestización, hibridación y localización.
Los sujetos híbridos, los inmigrantes, el multiculturalismo fueron las for­
mas dominantes en dichos países durante el lapso señalado que, por supuesto,
implicó episodios de muy diferente tipo incluidos episodios racistas y de etno-
centrismo, pero, sobre todo, un intenso proceso de mestizaje y de constitución
de identidades nacionales y regionales, cuyo mayor proceso de socialización
se dio, como hemos señalado, en los medios urbanos.
La concepción de sujeto híbrido contribuyó a cuestionar la idea dominante
en antropología de sujeto monolítico, integrado, auténtico, así como a colocar
el acento en los procesos de cambio más que en los de continuidad. Pero estos
aportes redujeron sus posibilidades analíticas (e interpretativas) debido a la
ahistoricidad, a la exclusión de lo económico-político y a la superficialidad en
la definición y descripción de la subjetividad de los actores sociales. Su énfasis
en la fragmentación, autoensamblaje y capacidad selectiva propone un sujeto
imaginario que tiende a acentuar las diferencias simbólicas, ignorando, o sólo
incluyendo limitadamente, las fuerzas económico-sociales que tienden a la ho-
mogeneización y restricción de las autonomías de estos sujetos en función de
las condiciones de pobreza y extrema pobreza en las que desarrollan sus vidas,
sus migraciones, sus hibridaciones.

De hegemonías y homogeneidades

Hemos observado que a partir de los años setenta la antropología pone cada
vez más énfasis en el estudio de la diferencia y no sólo de la alteridad, lo cual
es correlativo de la desaparición o disminución de las preocupaciones disci­
plinarias por los procesos de desigualdad social y económica que se habían
desarrollado desde finales de los cincuenta y especialmente durante los sesenta
y principios de los setenta. Esta orientación resulta paradójica, sobre todo en el
I ir; «usencias ideológicas y el retorno de lo «local» 113

i liso de América Latina, ya que la tendencia del desarrollo socioeconómico se


i macterizó por el incremento de la pobreza y la desigualdad socio-económica
durante los ochenta y noventa, consideradas como «décadas perdidas». La
omisión de estos procesos respecto de los viejos, pero también de los nuevos
sujetos de estudio de la antropología, implicaba desconocer algunas de sus
principales características, dado que son los grupos indígenas, determinados
sectores considerados «desviados» y la mayoría de la población femenina sub-
idlcrna los que se caracterizan por tener las peores condiciones de vida en
k'-rminos sociales y económicos; son los que tienen las mayores dificultades no
lunto para que sus diferencias sean reconocidas, sino para conseguir modificar
su situación de pobreza, desigualdad y subaltemidad.
Este énfasis en la diferencia -q u e consideramos importante y necesario-
sc desarrolla durante los setenta y ochenta en un contexto socioideológico
que supuso una especie de explosión de particularidades caracterizadas por
el derecho a la diferencia entendido casi siempre en términos simbólicos y de
identidad, pero de las cuales se excluían o no se consideraban relevantes los
¡ispectos señalados. Esta negación de lo económico-político - y también de lo
ideológico- la observamos en la mayoría de las tendencias «post» actuales
preocupadas por la diferencia, los sujetos híbridos o el punto de vista del actor,
que excluyen de sus discursos casi toda referencia al colonialismo, al imperia­
lismo, a las clases sociales, al racismo e incluso al capitalismo.
Esta exclusión no sólo es debida a que estos y otros conceptos pueden ser
considerados cosificadores, esencialistas, populistas y/o marxistas, sino al do­
minio de perspectivas que excluyen los conceptos que consideran la realidad
en términos económico-políticos o ideológicos, lo cual ocurre con la mayoría
de los autores considerados poscolonialistas que han desarrollado una reflexión
sobre el colonialismo sin describir ni analizar el proceso capitalista dentro del
cual se gesta y establece la situación colonial.9
Siempre me ha intrigado (Menéndez, 1981, 1990d) que las tendencias pre­
ocupadas por los significados y lo simbólico describieran e interpretaran sólo

9. El dominio de esta tendencia no niega la existencia de autores que durante los


ochenta y, sobre todo, los noventa describían la existencia de clases sociales, el man-
tcnimiento de relaciones coloniales o la reexpansión del im perialismo en su fase neo­
liberal, así como otros investigadores que analizaron la etnicidad no sólo en términos
de diferencia sino de explotación, enfatizando la pobreza y la situación de desventaja
de toda una serie de grupos. Pero la mayoría de los autores se centraron en la «dife­
rencia».
114 L a pa rte neg ad a de la cultura

muy escasamente los significados que los sectores subalternos y los hegemóni-
cos dan, por ejemplo, a la pobreza, a la extrema pobreza y a la desocupación,
pero, y lo subrayo, no en términos exclusivamente económico-políticos, sino
en términos de los significados culturales e ideológicos, articulados con los
procesos económicos y de poder. Tengo la impresión que la pobreza y la des­
nutrición aparecen para estas corrientes - y para una parte de las tendencias
econom icistas- exclusivamente como procesos económicos o de salud, y no
también como expresiones simbólicas de las relaciones de hegemonía/subal-
temidad; como procesos que podrían explicar al menos parcialmente lo que
suelo denominar las «estrategias del aguante» que caracterizan a determinados
estratos subalternos.
De allí la importancia de recordar que junto a los nuevos sujetos, que afir­
man su diferencia en términos autónomos, participativos y/o combativos, la
sociedad dominante sigue también produciendo sujetos o resignificando y
apropiándose de los nuevos sujetos a través de reconocer y trabajar sobre su
«diferencia».
Este proceso es complejo y a través del mismo podemos observar algunas
de las transacciones más interesantes que se desarrollan entre aparato académi­
co, las organizaciones no gubernamentales y el gobierno, dado que la sociedad
dominante reconoce la existencia de nuevos sujetos caracterizados por su ex­
clusión, con los cuales están trabajando ONG y otros grupos civiles, así como
el sector académico viene realizando investigaciones sobre la mujer golpeada,
los niños de la calle, las «nuevas» prostitutas, las madres solteras o los niños
sometidos a abuso sexual.
La situación de estos sujetos es objetiva y subjetivamente negativa, y res­
pecto de ellos se crean programas de acción, se forma personal especializado,
se realizan investigaciones académicas y del tipo investigación/acción, se sub­
sidia el trabajo de ONG específicas. El conjunto de estas actividades ha tratado
de reducir el incremento de estos grupos y/o de paliar, mejorar o solucionar
su situación, y todo lo que se haga al respecto siempre será poco, dadas las
condiciones de vida de estos niños, mujeres o ancianos, y a su continuo incre­
mento.
Pero más allá de la intencionalidad y eficacia de estas actividades, la ten­
dencia dominante es subrayar la «diferencia» en función de la especificidad
de estos sujetos, sin incluir o incluyendo someramente el papel que tiene la
dimensión económico/política en la constitución de estos y otros sujetos, ya
que si bien se asume o se hacen alusiones a la situación de extrema pobreza de
Las ausencias ideológicas y el retorno de lo «local»

estos sujetos, dicha pobreza aparece como una condición «en sí» o referida a
las características de los sujetos pero no a su inserción en la estructura social
y ocupacional.
Al señalar esto no pretendo reducir la marginación de ancianos o la exclu­
sión de niños a la dimensión económico/política, sino subrayar dos hechos. Por
una parte recordar que la no inclusión de esta dimensión implica dejar de lado
los procesos que unifican a la mayor parte de estos nuevos sujetos, ya que se
caracterizan por tener las peores condiciones de vida, de ingreso, por carecer
de seguridad social, por estar estigmatizados. Y segundo porque a través del
trabajo de estas organizaciones civiles de ayuda y de las investigaciones aca­
démicas se desarrolla y se refuerza un proceso de etiquetamiento de los nuevos
sujetos que tiende a excluir al sistema social dominante de su papel en la cons­
titución de estos «nuevos» sujetos. Y así al hablar en términos de negligencia
o de descuido selectivo respecto de las madres pobres (o de las pobres madres)
con hijos muertos, o de acceder a las prostitutas no por su situación social,
económica o subjetiva, sino por el papel que cumplen como grupos de riesgo
de la difusión del sida, se está contribuyendo a constituir un tipo de sujeto
no sólo respecto del mismo sino de la sociedad y del estado, que refuerza las
características de estigmatización ya existentes, y omiten las consideraciones
sobre el papel de la estructura social y de los grupos sociales no sólo en la es­
tigmatización simbólica, sino en la constitución de la extrema pobreza y de la
marginalidad que los unifica y caracteriza.
Más allá de la obra positiva generada por algunas ONG y por algunos aca­
démicos, lo que debemos asumir es el tipo de identidad que una parte de estas
actividades tienden a constituir «objetivamente» de los sujetos con quienes
trabajan.
En consecuencia, la antropología trabaja en la actualidad con nuevos su­
jetos de estudio no sólo caracterizados por la diferencia, sino porque están
localizados en el propio país/sociedad del investigador. Aunque este proceso es
congruente con el desarrollo institucional y profesional de nuestra disciplina,
no lo es tanto respecto de un imaginario antropológico centrado en la alteri-
dad «radical», en la cual no sólo encuentra su objeto de investigación, sino la
legitimidad de su especificidad epistemológica basada en el «distanciamien-
to» cultural. Frente a esta disyuntiva se gestaron diferentes propuestas, pero
toda una serie de factores se potenciaron para impulsar el desarrollo de una
antropología centrada cada vez más sobre la propia sociedad. En este proceso
incidieron no sólo el surgimiento de nuevos sujetos de estudio, sino la orienta-
116 L a pa rte n e g ad a de la cu ltu ra

ción de las financiaciones hacia investigaciones centradas en ciertos problemas


y actores localizados en la propia sociedad de pertenencia del antropólogo.
Esta tendencia condujo a autores como Balandier a subrayar la particularidad
metodológica de la antropología para seguir estudiando lo diferente dentro de
su propia sociedad, dado que esta disciplina constituye «la única aportación
para la inteligibilidad de los grupos sociales y culturales «otros» [...]; la única
preparación para un basculam iento cognoscitivo que permita una comprensión
a la vez desde dentro y desde fuera» (Balandier, 1988, p. 18).
Por lo tanto, observamos que en la antropología de los países centrales
se instalan algunas situaciones que hasta hace poco se daban exclusivamente
en las sociedades periféricas; me refiero a la situación de ambigüedad y/o de
indeterminación social y epistemológica con que el antropólogo se encuentra
respecto de su sujeto de estudio.
Mientras que el etnólogo de los países centrales por definición y tradición
disciplinaria estudiaba una cultura no sólo radicalmente diferente de la suya,
sino localizada lejanamente, y basaba su trabajo etnográfico, incluida la ga­
rantía de objetividad, en el distanciamiento cultural y espacial, la relación del
antropólogo latinoamericano con su sujeto de estudio era diferente al menos
entre los años cincuenta y setenta, dado que tal sujeto era inicialmente algún
grupo étnico y/o campesino de su propio país. Si bien respecto de ellos existían
también un distanciamiento cultural y espacial que los convertía en otros, las
modificaciones operadas en estos sujetos, en especial aquellos caracterizados
como campesinos y más tarde como marginales urbanos, iban a incluirlos cada
vez más como parte del sistema social y político al cual pertenecía el propio
antropólogo.
Este proceso no sólo se dio en la antropología latinoamericana, sino en
otros contextos como India, N ueva Zelanda y varios países africanos. Srini-
vas, reflexionando sobre su trayectoria como antropólogo hindú, señala que
su decisión de estudiar su propia sociedad no concordaba con la perspectiva
que prevalecía en la antropología británica en la cual se formó entre los años
treinta y los cuarenta, que orientaba sus investigaciones hacia culturas ajenas.
La decisión de Srinivas de estudiar su propia sociedad se debió no sólo a su
notable diversidad en térm inos de religión, lengua o castas, sino a su necesidad
de investigar su sociedad tanto desde «fuera», como desde dentro de la misma
(Srinivas, 1997, p. 22).
El reconocimiento de esta situación emerge en la medida en que los sujetos
sociales aparecen constituidos no sólo a través de una caracterización simbó-
1 lis ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 117

liea de su diferencia, sino de su situación de subalternidad y de dominación


económico-política e ideológica. Desde esta perspectiva, un sujeto como el
campesinado dará lugar a una serie de discusiones teórico-ideológicas entre
iiiarxistas y etnicistas que, más allá de sus discrepancias, evidencia una falta
de debate sobre las implicaciones epistemológicas que para nuestra disciplina
nene la emergencia de los nuevos sujetos. Estas disputas expresan varios pro­
blemas, entre ellos las dificultades de la antropología para asumir las modifica­
ciones operadas en sus sujetos de estudio y en la situacionalidad del antropó­
logo ante ellos, en la medida en que forman parte de su propio contexto social
n nivel nacional, sobre todo cuando algunos grupos estudiados cuestionan las
Ibrmas de aproximación antropológica al estudio de sus realidades.
La inclusión del campesinado, y en menor medida de sectores obreros y
marginales, por los antropólogos latinoamericanos supuso para algunos po­
litizar o problematizar socialmente a sus sujetos de estudio como parte de su
propia sociedad, como pone de manifiesto el desarrollo de la antropología
mexicana especialmente entre los años sesenta y los ochenta, lo cual, salvo
excepciones, estaba ausente en los antropólogos de los países centrales; y al
señalar esto no me estoy refiriendo a estudiar al campesinado en términos de
la dimensión política, sino en términos de problemas políticos de la sociedad
u la que pertenecen el campesino y el antropólogo a partir de sus respectivas
inserciones sociales.
Potencialmente, los antropólogos de los países periféricos se relacionaban
con sus sujetos de estudio en una dialéctica del adentro y el afuera, distinta
de la dialéctica en la cual se incluían los antropólogos de los países centrales
cuando estudiaban la periferia, pero que «descubrirán» en la práctica cuando
comiencen a estudiar sujetos y problemas dentro de su propia sociedad, lo
cual es un proceso reciente en la mayoría de las antropologías europeas.10 Para
diversos antropólogos latinoamericanos, la investigación disciplinaria no era
(¿es?) exclusivamente una cuestión metodológica, era también una cuestión

10. Al señalar esto no desconozco la trayectoria de los estudios folklóricos desarrolla­


dos en la mayoría de los países europeos y que iban a dar lugar entre los años cuarenta
y los sesenta al desarrollo de una perspectiva antropológica centrada en las clases subal­
ternas como fue el caso de De M artino (1958, 1961, 1975). Así como tampoco niego la
existencia de los estudios de comunidades rurales y urbanas desarrolladas entre los años
veinte y los cuarenta por la antropología norteamericana, y que también se centraron
en aspectos de clase social, generando aportes decisivos -au n q u e marginales a la teoría
antropológica- a través de la obra de Lynd, Dollard o Warner.
118 L a parte neg ad a de la cultura

social, ya que si bien el etnólogo trataba de utilizar la distancia cultural en tér­


minos de su metodología antropológica, él describía y analizaba los problemas
de su sujeto de estudio desde una situacionalidad histórica a la cual pertenecen,
al menos en parte, tanto el sujeto de estudio como el investigador. Esta dialéc­
tica del adentro y el afuera no se da, por supuesto, en todos los profesionales,
pero anticipa las nuevas relaciones que con sus sujetos de estudio comenzarán
a tener los antropólogos de los países centrales en la mecada en que los nue-
, vos sujetos se constituyen cada vez más dentro de sus propios contextos. Este
proceso se problematiza aún más cuando los sujetos forman parte de la propia
situacionalidad del investigador, como puede ser el estudio de problemas de
género femenino en una comunidad urbana realizado por una antropóloga fe­
minista mexicana, o el de un investigador francés de origen argelino al estudiar
a los adolescentes argelinos en los suburbios parisinos, o el de un antropólogo
negro estudiando las condiciones de morbimortalidad en los barrios negros
norteamericanos.
Desde la perspectiva que estamos desarrollando considero importante re­
cuperar las reflexiones de un antropólogo europeo (Robben, 1999) sobre su
investigación etnográfica de la «guerra sucia» desarrollada entre 1973 y 1983
en Argentina. Su trabajo de campo lo realizó entre 1989 y 1991, es decir, luego
de varios años de haber concluido dicha guerra, y durante su estudio entrevisto
tanto a víctimas como victimarios, describiendo e interpretando las respectivas
informaciones y experiencias, para concluir apoyando la versión de los repri­
midos, dentro de un trabajo de investigación en el cual trató de mantener «su»
objetividad antropológica. La importancia del trabajo de Robben no radica
sólo en el tipo de problemática estudiada o en el hecho de que optara por una
de las partes en conflicto, sino por haber incluido en su descripción y análisis
a los diferentes actores significativos que operaron relacionadamente en una
situación determinada, y a partir de diferentes inserciones en el sistema de po­
der. Es en la aplicación de un enfoque relacional que trabaje con la palabra, las
experiencias, los proyectos de actores significativos, y que incluya no sólo el
análisis sino la perspectiva del investigador, que podremos desarrollar una a
tropología relacional.
El desarrollo de la denominada «antropología en casa» está conduciendo,
no sin resistencias, a asumir esta dialéctica a los antropólogos de los países
centrales -y , por supuesto, también de algunos de los países periféricos-, y
para legitimarla se han recuperado ideas como que toda investigación antro­
pológica es en gran medida autobiográfica, o que lo «exótico», más allá de
I ,ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 119
los objetivos dentro de los cuales se lo encuadra, es siempre estudiado a partir
del sí mismo europeo (o de la sociedad de pertenencia), o que el estudio de lo
Inmediato implica seguir utilizando una metodología antropológica de la alte-
i idad que asegure la descripción de lo obvio más allá de la cercanía espacial y
i ultural del grupo estudiado.
Iin los hechos se va pasando del estudio del otro al estudio donde el otro
f sIá entre nosotros, o incluso como hemos señalado somos nosotros; pero este
pasaje se transita sin un análisis de lo que significa en términos de metodolo-
f.la antropológica, dado que para nuestra disciplina la distancia cultural y en
menor medida espacial constituía el principal garante de objetividad y de au­
tocontrol epistemológico. Sólo la posibilidad de ser externos al otro posibilita
la objetividad del antropólogo, lo cual fue asumido reflexivamente por algunos
unlropólogos que escribieron y fundamentaron esta perspectiva, pero que fue
aceptada por la mayoría de los antropólogos sin demasiada reflexión y casi
>orno un supuesto tácito. El desarrollo de una dialéctica del adentro/afuera o
la propuesta de describir y analizar los grupos sólo desde dentro no remitió a
una discusión respecto de lo que posibilitaba y no posibilitaba tanto la aproxi­
mación dominante como sobre todo las nuevas situaciones de investigación.
( 'orno veremos más adelante la única propuesta reflexiva, fue la que estableció
un giro radical a la forma de trabajo tradicional, al concluir que sólo el cono-
i ¡miento desde dentro posibilita una comprensión y también acción sobre los
problemas de un grupo determinado.
No cabe duda que el trabajo con la propia sociedad reduce la posibilidad de
que lo obvio surja como evidencia inmediata, pero para nosotros esta pérdida
i’Hcompensada por la posibilidad de describir los procesos desde dentro de di-
( lia sociedad. No obstante si reconocemos la necesidad de acceder a lo obvio,
iMiemos desarrollar una metodología que simultáneamente posibilite dicho
acceso desde un investigador caracterizado por compartir por lo menos una
parte de las significaciones de los grupos que estudia.
Ahora bien, estas y otras propuestas no consiguen redefinir, por así decirlo,
. las nuevas condiciones de la investigación antropológica y especialmente del
li abajo de campo antropológico. Actualmente, algunos antropólogos recono-
ien la polifonía, la relación dialógica, la inexistencia del autor (antropólogo)
a Iravés de propuestas que favorecen una mayor simetría en el proceso de in­
vestigación del otro. Pero estas propuestas no sólo obedecen a cuestiones epis­
temológicas, sino a las condiciones de una investigación de campo en la cual
los sujetos de «estudio» exigen mayor simetría al antropólogo, demandándole
120 L a pa rte n eg ad a de la cu ltu ra

tom a de posición respecto de sus problemas e incluso confrontaciones con sus


puntos de vista (Agier, 1997). Los antropólogos encuentran que en ciertos con­
textos no pueden desarrollar investigaciones o sus posibilidades son limitadas,
dado el nuevo estatus de sus sujetos de estudio, cuyos propios objetivos pueden
implicar rechazos incluso violentos a la tarea de investigación. En los últimos
afios se han generado conflictos entre grupos indígenas y sectores empresarios
que intentaron apropiarse del saber tradicional de esos grupos; apropiación en
la cual están implicados diferentes tipos de científicos, incluidos antropólogos,
como ha sido recientemente el caso de la organización de curadores tradicio­
nales chiapanecos que denunció las actividades de apropiación del saber étnico
y de las propias plantas tradicionales por parte de empresas de investigación
quím ico-farm acéuticas.11
Pero este tipo de situaciones, como ya he señalado, no es nueva para el
antropólogo «nativo» ni tampoco para algunos de los antropólogos de los paí­
ses centrales que trabajaron durante las crisis de los treinta y cuarenta y de
los sesenta, dado que muchos de ellos realizaron sus investigaciones dentro
de la situación colonial, durante la segunda guerra mundial, en situaciones
de represión m asiva en Indonesia, en Suráfrica o en países latinoamericanos.
Que esos datos casi no aparecieran en sus textos, o que casi no se reflexio­
nara sobre las limitaciones impuestas al trabajo de campo y a las etnografías
escritas en tales condiciones es parte de la historia negada de la antropología.
Una historia negada, que intermitentemente reaparece, de tal manera que los
antropólogos descubren en su propia experiencia que no debían describir ni
analizar determinados problemas, lo cual, como señala Bourgois, se refleja
en el hecho de que la mayoría de la antropología norteamericana no incluía,
por ejemplo, la descripción y análisis de determinados procesos políticos ni la

11. En 1999 el Consejo Estatal de Organizaciones de M édicos y Parteras Indígenas


Tradicionales de Chiapas (CEOM PICH) denunció la apropiación del saber tradicional
indígena por una em presa quím ico-farm acéutica relacionada con determinados sectores
académ icos m exicanos y estadounidenses. Específicamente denunciaron el proyecto
ICBG-M aya impulsado por la Universidad de Georgia (EE.UU.) asociada con la M o­
lecular Nature Limited, empresa inglesa de investigaciones biotecnológicas, proyecto
que se habría apropiado del saber y de las plantas tradicionales de comunidades indí­
genas chiapanecas. Esta labor de apropiación fue realizada por equipos profesionales,
incluidos antropólogos como Brent Berlin con larga trayectoria en la región, y fue de­
nunciada no sólo por los curadores tradicionales, sino tam bién por grupos ambientalis­
tas y por organizaciones defensoras de los derechos humanos en Estados Unidos y en
Gran Bretaña. A mediados del 2001 se dio por concluida esta investigación.
I n*¡ ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 121

i iiüslión de los derechos humanos en sus etnografías. Este antropólogo, que


Imbnjó a principios de los ochenta en Nicaragua y El Salvador en situaciones
iIr continua violencia, incluidas masacres, decidió incluirse en un proceso de
Investigación participativa por razones de responsabilidad moral y científica,
V l'tie entonces cuando «I discovered that a North American anthropologist is
mil supposed to document human rights violations if it involves violating a
liost country government’s laws or contravenes the informed consent and rigth
lo privacy o f the parties involved. In other words, anthropology ’s ethics can
he interpreted at loggerheads with humanity’s common sense. I could have
n oss FMLN territory as a joum alist or ar a human rigths activist but not as
un anthropologist because acces to the information. I was secking was only
avíiilable by C r o s s in g a border illegally» (1997, p. 121).
El malestar instalado desde los afios setenta es en gran medida producto
de reconocer una trayectoria disciplinaria que evidencia una constante ten­
dencia hacia la profesionalización e institucionalización de ciertas prácticas
imtropológicas, las cuales más allá de la producción de códigos de ética o de
Intermitentes reflexiones sobre la función social del trabajo antropológico,
demuestran que las prácticas y orientaciones profesionales no se modifican
demasiado. Si bien se observa desde mediados de los ochenta una recupera­
ción de ciertas orientaciones críticas que incluyen la descripción y análisis
de procesos de explotación económica o de violencias políticas a niveles no
desarrollados previamente por las antropologías de los países centrales, no
constituyen las líneas dominantes ni sabemos cuánto durará. Por lo cual el
malestar persiste sobre todo entre quienes asumen la trayectoria histórica de
una disciplina que cuestiona el imaginario antropológico. Un imaginario que
en la actualidad duda sobre los objetivos disciplinarios, cuyas etnografías sólo
constituyen «interpretaciones», y donde se problematizan hasta a veces disol­
verlos algunos de los principales núcleos de la identidad antropológica, como
es el caso del trabajo de campo.
Desde Frobenius, Boas y Malinowski la antropología había subrayado la
importancia de obtener datos primarios, y desde la década de 1920 institucio­
nalizó el quehacer antropológico en términos de este trabajo. El antropólogo
pasó a asumirse como «un trabajador», y no sólo como intelectual o inves­
tigador. Los antropólogos desde los veinte se diferenciaron del resto de los
científicos sociales porque ellos «trabajaban» en el campo para obtener infor­
mación, mientras que los otros científicos sociales utilizaban otros trabajadores
122 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

subordinados e incluso no llegaban a conocer empíricamente el «campo» que


estudiaban.
Pero desde los setenta no sólo se cuestiona la significación del trabajo de
campo, sino que ahora unos lo subordinan a la escritura, mientras que otros lo
subordinan a la teoría, y algunos plantean la posibilidad de una antropología
sin trabajo de campo, o lo que para algunos es aún más negativo, reemplazan
el trabajo de campo cualitativo por investigaciones basadas en encuestas y
aproximaciones estadísticas sin trabajo directo del antropólogo.
Las características de identificación profesional se estructuran e institucio­
nalizan cada vez más, mientras que las características del imaginario antro­
pológico posibilitan cada vez menos la identificación profesional con la dis­
ciplina. Más aún, se desarrolla la noción de que el antropólogo reproduce los
objetivos de las instituciones donde trabaja, más allá de sus propios objetivos
relacionados con el imaginario antropológico.
La situación actual implica un nivel de dispersión temática, problemática y
de sujetos de estudio que ya no puede contener un imaginario que funcionaba
como integrador profesional, y a través del cual los antropólogos se reconocían
como tales pese a las diferentes tendencias teóricas y pese a los temas especí­
ficos dentro de los cuales trabajaban. Parte de esta situación refiere además al
¿qué hacer? con la información, con las monografías, con las investigaciones
después de una crisis que en los sesenta supuso reconocer que el trabajo antro­
pológico se desarrolló y/o fue parte de la situación colonial; que sus descrip­
ciones, conceptos y teorías se construyeron y en parte se construyen a partir
de dichas realidades colonizadas. De un proceso que evidenció que sus sujetos
de estudio fueron y siguen siendo en su mayoría sujetos explotados, discrimi­
nados, con graves problemas de hambre, de extrema pobreza, de salud. La ex­
clusión de lo ideológico, la recuperación del relativismo acrítico, la reducción
de la realidad a lo simbólico durante los años setenta y ochenta posibilitaron,
entre otros procesos, poner entre paréntesis situaciones que, sin embargo, es­
tán también en la base de este malestar, y respecto del cual se desarrollaron la
ironía, el escapismo y la nueva retórica que caracterizaron en gran medida la
producción de dicho período.
En congruencia con estos procesos el malestar también es producto de reco­
nocer que gran parte de las interpretaciones, críticas y/o propuestas formuladas
por los antropólogos respecto de toda una diversidad de campos específicos,
no inciden o lo hacen de forma muy limitada sobre ellos. Así, por ejemplo, la
intensa descripción y análisis desarrollados por las ciencias antropológicas y
I iis «usencias ideológicas y el retorno de lo «local» _ 123

ules entre 1960 y 1980 respecto de la biomedicina, la salud pública y el


s o r

scclor salud no afectó sino marginalmente el ejercicio, características y tenden-


t i n s de las mismas. Más aún, desde finales de los setenta, éstos orientaron cada
ve/ más su desarrollo hacia varios de los aspectos más cuestionados por las
ciencias antropológicas y sociales, especialmente su focalización en la dimen­
s i ó n biológica y la exclusión de los procesos sociales y culturales (Conrad y

Schneider, 1980; Gaines, ed., 1992; Hepburn, 1986; Martin, 1992; Menéndez,
1978, 1979, 1980 y 1990b; Menéndez y Di Pardo, 1996). Y si bien el trabajo
unlropológico incidió en otros sectores interesados en el proceso salud/enfer­
medad/atención como son por ejemplo las ONG, dicha incidencia se dio sobre
lodo en términos técnicos.
Es dentro de este proceso que la antropología pasa de una crisis de au-
Ioireconocimiento, o si se prefiere, de identidad, a desarrollar una constante
situación de duda respecto de sus funciones y posibilidades. Y esto paradó-
j icamente ocurre cuando la disciplina logra su mayor expansión institucional
y adquiere una notable visibilidad tanto en términos teóricos como aplicados,
l in los setenta y ochenta determinadas características idiosincrásicas teórico-
metodológicas de la antropología convergen con las críticas y propuestas de
tendencias antiteóricas y antimetodológicas desarrolladas como críticas a las
lendencias que prevalecían en otras disciplinas y en el pensamiento social ge­
neral, y desarrolladas a través de un aparato de alta sofisticación teórica. Pero
además durante los setenta, y de forma creciente, la metodología cualitativa
y el trabajo de campo antropológico se convertirán en uno de los principales
referentes de los modos de intervención de las organizaciones no gubernamen­
tales y de determinados sectores del estado.
Es justamente durante este período cuando la antropología norteamericana
no sólo pasará a ser hegemónica, como hemos señalado, sino que dentro de
la misma se producirá el mayor volumen de producción antropológica a nivel
global, distanciándose cada vez más de las otras antropologías nacionales tanto
en términos de producción, de número de antropólogos activos, de número de
instituciones de formación y de investigación antropológica, como en términos
de variedad y de complejidad de tendencias teóricas y metodológicas.
Este proceso se expresa a través de consecuencias que en parte contra­
dicen determinadas concepciones dominantes en la perspectiva disciplinaria;
no sólo la mayoría de la producción antropológica se escribe ahora en inglés,
sino que disminuye sostenidamente en términos comparados la producción en
otros idiomas. La mayoría de los antropólogos en los países desarrollados,
124 L a p arte neg ad a de la cultura

pero también en la mayoría de los países periféricos, sólo leerán y/o escribirán
en su idioma y en idioma inglés, reduciéndose el número de profesionales que
pueden leer en otros idiomas significativos para la antropología como fueron el
alemán hasta los cuarenta y el francés hasta los setenta. Pero además Estados
Unidos se convertirá en el país que forma más antropólogos a nivel de posgra­
do procedentes de países del tercer m undo.12
En consecuencia, se da un proceso de hegemonización, pero también de
homogeneización, que según algunos autores conducirá a un proceso de em­
pobrecimiento teórico, dada la reducción cada vez más notoria de los centros
de producción autónomos, y ello pese al incremento de las instituciones antro­
pológicas en los países periféricos. En términos de metodología antropológica
podemos decir que se reduciría la significación de «los puntos de vista de los
nativos», que en este caso concierne a las diferentes antropologías nacionales,
por lo cual van desapareciendo o reduciendo su significación otras posibles
lógicas (racionalidades) de pensar la realidad.13 Esta orientación es al menos
paradójica, ya que niega en la práctica lo que es parte de las concepciones
dominantes en una antropología que coloca el acento en el multiculturalismo,
en el relativismo, en el punto de vista del actor en lo local, y que sobre todo
subraya el papel del lenguaje en la producción de identidades. De tal manera
que en el momento en que los antropólogos más hablan de diferencia y de
diversidad cultural, su disciplina se caracteriza por un creciente proceso de
homogeneización y hegemonización colocado en un solo país.
Según otras lecturas, este proceso no tendría esta orientación, sino que en
las antropologías periféricas se gestaría el desarrollo de perspectivas propias;
autónomas, críticas, etc., que cuestionarían la visión hegemónica y homoge-
neizante; así, autores como Bibeau (1992) recuperan el papel de los investi­
gadores de origen nativo en el análisis y resolución de los problemas de sus
propias comunidades, que suelen implicar un cuestionamiento al desarrollo
impulsado desde las economías capitalistas. Sin embargo, todo indicaría que
dicho proceso se dio sobre todo en los años sesenta y principios de los setenta,

12. Este es por supuesto un proceso que no se reduce a la antropología; en 1997 es­
tudiaban en Estados Unidos a nivel de licenciatura y posgrado 457.984 estudiantes
extranjeros, en su mayoría procedentes del tercer mundo.
13. Podría cuestionarse lo señalado respecto de la perspectiva del nativo, dado que
lo que debería utilizarse no es la lengua del investigador nativo, sino la del sujeto de
la investigación, lo cual no siempre coincide. Por ejemplo, en América Latina la gran
m ayoría de los antropólogos no tienen un inmediato origen amerindio.
I ;is ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 125

pero que el proceso de academización y profesionalización ulterior, así como


el proceso de desideologización y despolitización habrían conducido al desa­
rrollo de un comportamiento subalterno respecto de la antropología norteame­
ricana, lo cual ha subrayado reiteradamente Bourdieu (1998) en los últimos
años, y no sólo respecto de las antropologías periféricas.
Estas propuestas deben ser analizadas a través de los procesos que operan
en los diferentes contextos, y desde esta perspectiva reconocer que no es lo
mismo ser «indio» en Canadá que pertenecer a la casta más baja en India.
Además deben ser observadas no como definitivas ni homogéneas, sino como
tendencias provisionales y diversas, ya que «el retorno al país natal» puede
concluir de diversas formas, como en su momento lo evidenció el movimiento
de la «negritud». Por otra parte, es interesante constatar la escasa existencia
de corrientes reflexivas sobre estos procesos y propuestas, que no niega su
existencia dentro de las diferentes antropologías centrales y periféricas, pero
que no constituyen durante este lapso las tendencias dominantes. Será desde
mediados de los ochenta y durante los noventa cuando se afirmarán o emerge­
rán, de forma no anecdótica, tendencias críticas sobre todo en especialidades
antropológicas como la antropología médica.
Desde una perspectiva teórico-metodológica se desarrolla durante este lap­
so en antropología, al igual que en el conjunto de las ciencias sociohistóricas,
una crítica y descalificación de las «grandes teorías». Y esta crítica emerge, al
menos parcialmente, a través de una sofisticación teórica que los antropólo­
gos norteamericanos desarrollan a partir de la apropiación de los trabajos de
una variedad de filósofos y sociólogos europeos desde los cuales desarrollan
relecturas de la producción antropológica para negar una parte de sus aportes,
para establecer la continuidad con el modelo antropológico clásico y/o para
distanciarse especialmente de los aspectos económico-políticos relacionados
con las perspectivas marxistas.
Los autores de referencia serán Foucault, Derrida, Baudrillard, Bourdieu,
Sartre, Dilthey, Heidegger, Habermas, Wittgenstein, Ricoeur, Gramsci, etc.,
apropiados desde las diferentes tendencias disciplinarias, pero que presentan
algunas características similares, ya que la totalidad de estos autores no sólo
110son antropólogos, sino que, salvo Bourdieu, ninguno de ellos se caracteriza
por desarrollar investigaciones que implique trabajo de campo, y menos por
estudiar al otro en términos antropológicos. Por supuesto, los antropólogos
seguirán utilizando bibliografía antropológica para sus problemas específicos,
pero los referentes teóricos básicos, aquellos a partir de los cuales construyen
126 L a parte negada de la cu ltu ra

sus marcos interpretativos no procederán de la antropología al menos en algu­


nos de los principales campos disciplinarios (Bibeau, 1986 y 1987).
El uso de estos autores es correlativo de una crítica al estructuralismo y al
marxismo como «grandes teorías» a partir de señalar el distanc¡amiento que
existe entre sus explicaciones teóricas y la realidad que pretenden explicar,
por la incapacidad de explicar los procesos específicos que se están desarro­
llando y por no dar cuenta de los nuevos procesos que están modificando la
realidad. La primera crítica remite al estructuralismo, y la segunda y tercera
preferentemente al marxismo, pero lo interesante a subrayar es que gran parte
de estas críticas se fundamentan en reflexiones filosóficas. En el caso de am­
bas corrientes, pero especialmente del marxismo, se cuestiona su negación del
sujeto, la exclusión o escaso interés por los procesos culturales, así como por
favorecer el desarrollo de ideologías totalitarias de estado y el uso de la violen­
cia en la transformación de la sociedad. De tal manera que de una antropología
que denunciaba durante los sesenta la violencia colonialista o el etnocidio se
pasará a una antropología que excluye la violencia o sólo la investiga a través
de algunas situaciones específicas, en particular la violencia contra la mujer,
que se convierte en un tem a central de los estudios de género. Sin negar la
importancia de describir dicha violencia, sino por el contrario reconociendo
la necesidad de ponerla de manifiesto, es prioritario reflexionar sobre la ex­
clusión por la antropología de la mayoría de las violencias que durante los
años cincuenta y sesenta se incluía dentro de lo que se denominaba violencia
estructural, entre otras causas porque por lo menos en América Latina durante
los años ochenta y noventa se han incrementado determinados aspectos de la
violencia estructural.
La apropiación de los autores enumerados se da a través de un espectro de
posibilidades que van desde la teorización sofisticada a niveles hasta entonces
inexistentes en nuestra disciplina, hasta el regreso del hiperempirismo ateórico.
Una de las causas del malestar tal vez radique en esta dispersión que, por una
parte, convierte la etnografía en escritura (una parte de los posmodernistas) y,
por otra, asume el desarrollo de metodologías científicas, estadísticas y objeti­
vas (la mayor parte de las tendencias de la ecología cultural). Esta dispersión
se correlaciona con el notable incremento de temáticas en forma casi intermi­
nable, que da lugar a una explosión de especialidades y de subespecialidades,
que harán emerger la «experiencia» y la «vivencia» -térm inos recuperados
por algunos antropólogos- de que la antropología es actualmente una suma de
temáticas más que una disciplina unificada en torno a sujetos y problemas.
I ir, «usencias ideológicas y el retom o de lo «local» 127

Pero además, paradójicamente o no, durante los ochenta observamos que


i ii uno de los campos antropológicos más cultural izados y donde posiblemente
iinís había sido rechazado el marxismo, me refiero al estudio del proceso de
,iluíl/enfermedad/'atención se desarrolla una importante tendencia que asume
^¡■lícitamente posiciones marxistas, generalmente articuladas con otras pers-
peelivas teóricas, para describir e interpretar críticamente diferentes problemá-
llt iis a las que analiza a través de procesos no sólo económico-políticos sino
■iillurales. Observamos que la antropología norteamericana en el momento
• ii que las antropologías europeas y latinoamericanas abandonan - o al menos
dejan de hablar- en términos marxistas, desarrolla una tendencia que lo inclu­
ye protagónicamente (Baer et al., 1986; Morgan, 1988; Morsy, 1981 y‘ 1988;
Nheper-Hughes, 1984; Singer y Baer, 1989; Siskind, 1988; Social Science &
Medicine, 1986 y 1990). Los autores que trabajan dentro de estas perspectivas
Müflalan no sólo la exclusión de las dimensiones económico-política y clasista
dentro de la antropología, sino que cuestionan la tendencia dominante a reducir
el proceso de salud/enfermedad/atención a lo simbólico, a definir lo cultural y
lu etnografía a través de interpretaciones que contribuyen a deshistorizar los
procesos coloniales y poscoloniales, y a cosificar las diferencias étnicas, reli­
giosas o de género en términos de esencia y no de agentes sociales. Crítica que,
sobre todo durante los años noventa, observamos también en otros campos de
investigación, y que retoman gran parte de los cuestionamientos elaborados
en los cincuenta y sesenta (Menéndez, 1981). Por lo tanto, debemos asumir
que este no es un proceso unívoco, aun cuando el mismo evidencia en sus
diferentes expresiones el malestar de las antropologías actuales, que el proceso
de profesionalización trata de convertir y/o reducir exclusivamente a problema
académico.
El cuestionamiento a la objetividad antropológica desarrollado durante los
nncuenta y, sobre todo, los sesenta se expresará en múltiples líneas que van
desde la negación de la antropología como ciencia, las dudas o rechazo del
método científico en sus variantes «dura» y «blanda», la propuesta de actitu­
des metodológicas directamente «anticientíficas», hasta la recuperación de la
objetividad antropológica centrada en una vuelta al empirismo. Este desarrollo
disperso y heterogéneo se dará sobre todo a nivel de determinadas especia­
lidades y tendencias, y así una parte de la etnografía urbana emergerá como
novelística y una parte de la antropología médica emergerá como adherida a la
metodología denominada científica.
El desarrollo de las especialidades articulado con la crítica a las grandes
128 L a pa rte n e g ad a de la cu ltu ra

teorías conducirá a un aspecto aparentemente novedoso, según el cual la teo­


ría se desarrolla casi.exclusivamente a partir de las especialidades. Ya no hay
teorías antropológicas de lo general, sino sólo teorías de lo particular, lo que
por otra parte era lo dominante desde la hegemonía del MAC, pero que era
opacado por el énfasis colocado en la concepción holística. El paso a primer
plano de las especialidades y la resignificación de lo holístico como imaginario
harán evidente esta situación.14
En términos de continuidad/discontinuidad teórica podemos decir que a
partir de los setenta se retoman en gran medida determinados aspectos del
«programa antropológico» que dominó entre 1920 y 1950. La crítica a las teo­
rías generales, la necesidad de producir enfoques sintéticos no dogmáticos,
la concepción de que la gran teoría opera como cierre a la explicación de las
particularidades, la importancia dada a la diferencia (relativismo cultural) más
que a la desigualdad constituían parte de dicho «programa». Lo que ocurre es
que ahora se constituye en gran parte como reacción antimarxista y antiestruc-
turalista.
Las nuevas perspectivas no sólo desconfían de los discursos cerrados, sino
de los sistemas demasiado coherentes, dado que, se supone, tal coherencia es
una exigencia de un sistema teórico que al buscar su autovalidación clausu­
ra no sólo las diferencias y contradicciones, sino sobre todo el papel de las
prácticas, de lo espontáneo, de lo no controlable o integrable en la norma, etc.
Pero el desarrollo de las nuevas perspectivas es paradójico, ya que pasan a
primer plano tendencias que niegan al sujeto (Foucault), lo recuperan (Schütz)
o proponen un papel ambiguo, como es el caso de una de las etnografías más
sutiles de las prácticas, me refiero a la producida por Goffman, que nos permite
concluir, por ejemplo, que la espontaneidad no «existe», sino que está microes-
•tructurada (Menéndez, 1998b).
Como sabemos, toda una serie de concepciones sobre el relativismo, la cri­
sis de la idea de progreso o la negación de la historia universal no sólo estaban
sumamente elaboradas entre los años veinte y cincuenta, sino que gran parte
de las tendencias dominantes de nuestra disciplina las proponían como núcleos
centrales de sus marcos teóricos.

14. Debe asumirse que las teorías de lo «general» en antropología no partieron en su


mayoría de lo «general», sino de determinados campos temáticos, en particular el pa­
rentesco y la religión. Ulteriormente se incluyeron otros campos temáticos desde los
cuales se accedió a lo «general».
I iis ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 129

Desde nuestra perspectiva consideramos que una parte de las propuestas


>11m alesmás «novedosas» ya habían sido desarrolladas previamente, y los
nuevos discursos, pese a sus propios olvidos, constituyen una continuidad de
dichas propuestas sin que sus aportes vayan más allá de los desarrollados por
ñus mentores se llamen Heidegger, Sartre o Schütz. Estas apropiaciones su­
ponen en algunos casos la introducción de problemáticas y, sobre todo, de
■11 loques escasamente desarrollados en antropología, como puede ser el paso
n primer plano de la relación entre estructura y sujeto o entre sistema y acción,
pero en la mayoría de los casos constituyen apropiaciones que se articulan sin
demasiados problemas con algunas de las líneas dominantes en nuestra disci­
plina, como es el caso de la reciente apropiación de las concepciones sobre lo
simbólico de Cassirer por Good (1994) que son fácilmente articulables con las
tradiciones culturalistas e historicistas de la antropología norteamericana.
Determinadas tendencias epistemológicas procedentes de la fenomenolo­
gía, en especial de las tendencias existencialistas, reflexionarán sobre la prio­
ridad de lo inmediato y de lo evidente, sobre la centralidad de lo concreto
respecto de lo abstracto, sobre la importancia metodológica de la experiencia;
recuperarán la necesidad de asumir la categoría de lo obvio y de construir
nuestras interpretaciones a partir del sentido común cotidiano. Redescubrirán
con este u otros nombres la importancia de lo local, de la irreductibilidad de lo
local asociándolo o no con propuestas situacionales. El cambio estructural o la
revolución serán negados y reemplazados, cuando lo son, por un gradualismo
que al igual que el resto de las problemáticas enumeradas pueden ser encontra­
das en las líneas dominantes del MAC.
Si bien durante este lapso se desarrolla un uso de la teoría sin equivalentes
dentro de la trayectoria de la disciplina, que conduce a determinadas escuelas a
proponer una crítica radical al empirismo según la cual los datos sin teoría no
sólo no tienen significación, sino que los datos realmente no existen fuera de
una teoría, debe subrayarse la persistencia de tendencias que siguen sostenien­
do el ateoricismo como central, aun con alta sofisticación teórica. Desde esta
perspectiva, la crítica a la gran teoría se articulará con el ateoricismo y empi­
rismo tradicionales para cuestionar o reducir el papel de la teoría. Pero además
numerosos autores que colocan en lo argumentativo los aportes específicos, no
sólo cuestionan la significación del trabajo de campo, sino de la teoría, al pro­
poner que el texto antropológico se sostiene básicamente en la escritura mucho
más que en la teoría. Hay una convergencia de tendencias que refuerzan esta
130 L a p arte neg ad a de la cultura

ateoricidad, y que se reencontrarán en los noventa con las tendencias que tratan
de «volver a la antropología».15

Teoría de las prácticas, teoría del discurso


y teoría de la intencionalidad

Si hiciéramos un esfuerzo de síntesis, por supuesto esquematizante y


excluyente,16encontraríamos que en antropología social existen tres tendencias
-teoría de las prácticas, teoría del discurso y teoría de la intencionalidad- que
tratan de impulsar una suerte de «programas» teóricos que si bien presentan
elementos diferenciales y similares entre sí, se distancian notoriamente de la
ecología adaptacionista, del neorracionalismo británico, del materialismo cul­
tural, del cognitivismo y del marxismo mecanicista. Las tres incluyen en dife­
rentes síntesis elementos de la fenomenología, del historicismo, de los marxis­
mos; y a nivel particular incluyen prioritariamente otras concepciones teóricas
como el interaccionismo simbólico, en el caso de la teoría de las prácticas, o
del estructuralismo, en el caso de la teoría del discurso.
La teoría que denominamos «de las prácticas» incluye en su aparato crítico
una parte de los criterios emergidos durante la crisis de los sesenta, y utiliza
como conceptos claves los de actor, experiencia, dramas sociales, proceso, du­
ración, estrategias, carrera, transacciones, relación social, hegemonía/subalter-
nidad. La sociedad y/o la cultura son entendidas como estructuraciones provi­
sorias constituidas a través de prácticas sociales que operan en condiciones de
asimetría dentro de un proceso de transacciones constantes. Si bien se recupera

15. Estas tendencias ateórica y empiristas serán reforzadas por las nuevas orientacio­
nes académico-administrativas que incluyen de manera prioritaria en sus modos de
investigar el costo económico, los informes urgentes, las presiones productivistas, la
«maquila» investigativa, determinados contratos de servicios con sectores del estado,
privados y ONG; el incremento constante de la concurrencia a reuniones internaciona­
les y nacionales de diverso tipo que ha dado lugar a una mente de industria de «papers»
y ponencias, así como toda una diversidad de actividades académicas, que tienden a
reducir los tiempos reales dedicados al trabajo etnográfico y de análisis.
16. Subrayamos lo de esquemático, dado que somos conscientes de que forzamos un
tanto la realidad al presentar las tendencias, ya que la producción de algunos autores
pueden expresar más de una tendencia, y sobre todo a que aplicando otros criterios el
número de tendencias podría ampliarse.
I ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 131

i l papel del actor en cuanto agente intencional, se lo incluye dentro de la red de


i (ilaciones que él actúa y construye, y que ejercen constricciones, limitaciones
o impedimentos a las intenciones o deseos del actor. Su crítica a las corrientes
marxistas y estructuralistas, que colocan el acento en los datos estructurales y
«objetivos», y que consideran los hechos como ajenos a las acciones de los su­
idos, conducirá a esta tendencia a recuperar el papel dél actor, pero articulado
con procesos estructurales, de tal manera que focalizan la acción del actor, pero
no entendida como una posibilidad ilimitada de elección y creatividad, sino
articulada con las restricciones/limitaciones/imposibilidades establecidas por
la estructuración de la realidad. En gran medida, esto se expresa por su interés
cu las formas de producción y reproducción no sólo económico-políticas, sino
simbólicas, así como en los fenómenos de poder.
Esta tendencia, a través de nuevas y antiguas temáticas, se preocupa en
particular por las condiciones y significaciones de la subalternidad (de género,
étnica, etc.), pero no entendida exclusivamente a partir de las particularidades
en sí, sino incluyéndolas dentro de las relaciones de hegemonía, de domina­
ción, de marginación donde funcionan. Desde esta perspectiva, es la tendencia
que más se preocupa por desarrollar una perspectiva relacional, más allá de
que efectivamente la aplique, a las problemáticas estudiadas. Si bien con esta
u otras denominaciones, las corrientes estructuralistas, fúncionalistas e histori-
cistas se plantearon la realidad en términos de relaciones, eran referidas unáni­
memente a las relaciones entre factores o dimensiones. Casi no se describen las
relaciones entre actores sociales, y no se incluía la relación entre sujetos o suje­
to/estructura, lo cual tratará de ser modificado por los autores que se incluyen
dentro de la teoría de las prácticas. La teoría de las prácticas, al menos en la
antropología médica, plantea la necesidad de trabajar en términos económico-
políticos, incluyendo prioritariamente el papel del sistema capitalista, de tal
manera que sus trabajos sobre el nivel local o sobre el nivel microsociológico
incluyen casi siempre referencias al sistema general nacional e internacional
dentro del cual operan.
Los antropólogos incluidos dentro de esta tendencia cuestionan radical­
mente las aproximaciones empiristas, y promueven un acercamiento a la rea­
lidad en términos construccionistas. Pero su construccionismo no pretende
reducir la realidad al consenso generado por comunidades interpretativas, sino
que es utilizado como recurso metodológico que plantea la construcción como
sucesivos acercamientos provisionales a partir de las elaboraciones de un in­
132 L a parte negada de la cu ltu ra

vestigador considerado como sujeto activo, pero no pensando que la realidad


equivale a lo construido metodológicamente.
Es en la teoría de las prácticas donde más se desarrolla una orientación
respecto de la producción de conocimiento, que expresa continuidad con la
manera dominante de pensar el trabajo antropológico, ya que cuestiona las
interpretaciones exclusivamente reflexivas, que no se preocupan por investi­
gar empíricamente los problemas reflexionados. Recuperando en gran medida
las propuestas metodológicas complementarias de Durkheim, de M. Weber y
de Gramsci, trata no sólo de superar la oposición reflexión teórica/investiga­
ción, sino también de cuestionar las tendencias que reducen sus aportes a la
reflexión, como es el caso de los posmodemistas franceses, o de autores como
Habermas, y por supuesto de una serie de propuestas antropológicas desarro­
lladas durante los setenta y los ochenta.
Considero además que es una de las dos tendencias que más cuestionó y se
distanció del MAC, al centrar sus intereses no sólo en los procesos de trans­
formación sino también en el papel del actor poniendo de relieve la existen­
cia de diversas modalidades en las relaciones sujeto/estructura. Y así mientras
que ciertos análisis del habitus colocan el peso en la estructura, una parte de
los que describen experiencias subrayan el papel del actor en su calidad de
agente. Varias de estas investigaciones describen los procesos en términos de
transformaciones intencionales, pero observando especialmente el desarrollo
de procesos «no esperados», o derivaciones paradojales de los mismos, de tal
manera que las acciones desarrolladas a través de objetivos intencionales de
determinados actores, en el proceso pueden cobrar otros sentidos que incluso
pueden ser antagónicos. Es decir se va accediendo a lo que en otros momentos
se denominaba dialéctica, pero que en estos casos cobra un carácter general­
mente de tipo transacciona!.
Para esta corriente la estructura o la cultura constituyen instancias presen­
tes, pero que deben ser descritas y analizadas a través del juego de los actores
sociales; el papel del sujeto social es recuperado en relación con una estructura
respecto de la cual debe evidenciar su capacidad para modificarla. Varios auto­
res que trabajan dentro de esta perspectiva van arribando durante los noventa
a reconocer la importancia de la investigación académica para describir e in­
cluir el papel del sujeto en la posibilidad de modificar la situación de género
o la situación étnica, pero simultáneamente señalan que la actual orientación
profesionalizada de las ciencias sociales y antropológicas tiende cada vez más
a convertir los problemas sociales en problemas académicos, en lugar de pro-
I ,ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 133

blematizar académica y no académicamente los problemas sociales. De tal ma­


nera que son los objetivos profesionales y académicos los que tienden a reducir
In orientación y potencialidad critica, propositiva y activa; por lo cual varios
de estos autores retoman las críticas desarrolladas en los cincuenta por autores
como Wright Mills.
Este proceso de profesionalización se expresa inclusive a través de proble­
máticas como pobreza, sida o violencia, es decir de algunos de los problemas
más críticos que operan en diferentes sociedades, especialmente periféricas,
por lo cual una parte de la antropología de las prácticas reacciona respecto
de una disciplina que ve en la descripción de los procesos y del juego de los
actores o de los patrones de comportamiento el objetivo final de su trabajo
profesional, eludiendo pensar y proponer modificaciones a las realidades es­
tudiadas.

Tenemos otra tendencia a la que denominamos «teoría del discurso», y cuyos


conceptos claves son los de textualidad, contingencia, deconstrucción, desfa-
miliarización, descentramiento, fragmentación, fractura. De forma mucho más
militante que la primera tendencia genera un enfrentamiento con la perspectiva
«positivista»17y pone un énfasis particular en toda una serie de cuestionamien-
tos que dan continuidad a algunas de las propuestas de los sesenta: descolo­
nización de la antropología, consideración del mundo como no homogéneo,
crítica a la reificación del método antropológico, etc.
Además, esta tendencia toma como objeto de trabajo procesos identificados
con la cultura popular y con determinadas expresiones de lo urbano, respecto
de los cuales desarrolla una teoría de la cultura muy vinculada a las teorías de
la literatura o de la producción artística.
Gran parte de su aparato crítico procede de tendencias filosóficas poses-
tructuralistas y en especial de la crítica cultural literaria. Su producción osci­
la entre la elaboración de reflexiones exclusivamente teóricas sin producción
de información y la realización de trabajos de campo caracterizados por su
superficialidad etnográfica pasando por algunas pero escasas excelentes mo­

17. Utilizamos este concepto porque es usado por las tendencias que estamos analizan­
do, aunque el término «positivismo» ha sido erosionado por la continua transformación
de significados otorgados por los diferentes grupos que han defendido y criticado este
concepto, de tal manera que su uso actual es básicamente ideológico.
134 L a parte n e g ad a de la cultura

nografías sobre aspectos simbólicos. Lo central es el ejercicio narrativo, y no


la producción de material empírico específico, reduciendo gran parte de sus
trabajos a ejercicios argumentativos. Dada la tendencia a la crítica cultural
y a la despreocupación por la base empírica tiende a establecer conclusiones
sustentadas básicamente en la narración: «Me parece que muchos de los tra­
bajos posmodernos sobre los procesos transnacionales son etnográficamente
superficiales, dado que trabajan sobre muchos y diferentes lugares sin penetrar
el plano de lo local» (Tambiah, 1997, p. 217).
Las orientaciones de esta tendencia son las que más critican a la gran teo­
ría y a la razón totalizante, así como las que colocan el eje de su trabajo en la
textualidad. La realidad es reducida o convertida en un discurso que niega o
reduce la significación de todo o casi todo lo que esté fuera del texto; o mejor
dicho, para esta tendencia todo contexto está en el texto. Las características
del discurso son las que constituyen la realidad y desde esta perspectiva toda
una serie de autores cuestiona establecer criterios de verdad o falsedad fuera
del texto. La realidad es entendida como lenguaje, como escritura, como texto,
y es del texto que surgen las reglas, que no deben ser buscadas en estructuras
previas, sino en el texto actualizado. Partiendo de un punto de vista correcto,
el cuestionamiento a las propuestas que redujeron su descripción y análisis al
contexto eliminando el texto o reduciéndolo a mera consecuencia mecánica
del contexto, esta tendencia radicaliza esta crítica para caer en la negación del
contexto.
Influenciada por autores como Ricoeur, una parte de estos antropólogos
descubren que lo cultural, lo social, lo histórico se inscribe en el texto, un
texto en el cual existen una multiplicidad de códigos que deben ponerse en
evidencia. Por lo tanto, la «acción antropológica» consiste en evidenciar esta
inscripción y sentido en el texto. En ciertos antropólogos hay además una pre­
ocupación no sólo por los sentidos y significados, sino por la acción pensada
a través de la escritura, y de allí sus reflexiones sobre las características del
relato etnográfico.
Partiendo de una afirmación correcta, todo relato etnográfico es una cons­
trucción «literaria» que obedece no sólo al autor sino a la línea del relato antro­
pológico en la cual se incluye, proponen el desarrollo de una escritura abierta
y ambigua que capte el transcurrir de la realidad etnográfica, y de allí ciertas
proclividades a la novelización o a la transcripción de experiencias narradas.
Esta tendencia cuestiona y elimina la autonomía y centralidad del suje­
to radicalizando aún más las propuestas estructuralistas. Si bien las tres ten-
I ns «usencias ideológicas y el retorno de lo «local» 135

delicias recuperarán alguna suerte de relativismo, será ésta la que enfatice la


ii i eductibilidad de las particularidades, negando la posibilidad de universales
culturales.
La teoría del discurso desarrolla una perspectiva constructivista que consi­
dera la realidad exclusivamente como construcción de una determinada comu­
nidad interpretativa; la realidad es considerada como la construcción social y
lingüística generada por los grupos. Dado que el núcleo de la realidad se sitúa
en el consenso, los procesos simbólicos pasan a ser casi los únicos realmente
considerados, abandonándose casi todo interés por la estructura social o por la
dimensión económico-política.
Para una parte de los autores incluidos en esta tendencia todo sujeto es una
construcción producida por los diferentes discursos que operan en una realidad
determinada, pero sin que se describan las condiciones de la realidad donde
operan los sujetos y discursos, debido a que los sujetos son considerados sólo
como un efecto de los discursos. Para estas tendencias es el efecto situacional
del lenguaje lo que constituye a los sujetos, y no el proceso cultural e histórico
dentro del cual actúan. De tal manera que tienden a eliminarse la historia indi­
vidual y la historia colectiva, por la actualización de los discursos; la socializa­
ción personal y cultural deja de tener interés para estos autores.
Si bien varios miembros de esta tendencia son notablemente críticos, inclu­
so en términos de discurso político, su crítica se reduce a los aspectos cultura­
les, que pueden incluir frecuentemente la denuncia de la opresión y exclusión
ii nivel de los «diferentes y humillados», pero donde el eje de la descripción
y crítica se reduce a los aspectos simbólicos. Su discurso no incluye a los
procesos que son decisivos para la vida de los sujetos y grupos en términos
económico-políticos ni siquiera a nivel microsocial. Según Lasch, el desarro­
llo de esta orientación, al menos en Estados Unidos, está vinculada a los que
controlan la vida universitaria norteamericana, es decir, el empresariado y su
burocracia técnica, que permiten estos juegos reducidos al lenguaje, de tal m a­
nera que los miembros de esta tendencia «Pueden entregarse a la “teoría” sin
la rigurosa disciplina de la observación social empírica» (1996, p. 166), por lo
que la reflexión «teórica» ha suplantado a la crítica social basada en la descrip­
ción y análisis de la realidad.

Y por último tenemos una tendencia teórica que denominaremos de la «inten­


cionalidad», y que se caracteriza por la recuperación del sujeto y a veces del
136 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

actor, pero a partir de una concepción que no sólo niega o considera secundaria
toda estructura, sino que tiende a reducir sus preocupaciones a la subjetividad
y frecuentemente al cuerpo subjetivizado. Sus principales conceptos son: suje­
to, experiencia, intencionalidad, trayectoria, vida cotidiana, situación, morada,
sentido, significado.18
Esta tendencia cuestiona radicalmente todo lo que emerja como estructura
e incluso como estructurante, como formal, como determinación o condiciona­
miento macrosocial. Radica sus objetivos descriptivos en los procesos que se
van constituyendo y en gran medida tiende a recuperar la espontaneidad de las
actividades, a dudar de todo concepto por cosificante y a proponer continua­
mente nuevos conceptos que pretenden captar lo inmediato, lo no estructurado,
la experiencia.
Es la orientación que más recupera al sujeto en términos de agente su­
brayando el papel del actor en la construcción de la realidad, de ahí que sus
descripciones partan siempre del punto de vista del actor; el actor definido a
partir de su intencionalidad, de su reflexividad y, sobre todo, de su experien­
cia vivida. El orden estructural tiene escasa significación para comprender la
realidad si no se lo refiere a la experiencia de los sujetos. Cuestiona la existen­
cia de una estructura social y de una estructura de significados previos, o los
considera secundarios y frecuentemente irrelevantes respecto de la experiencia
del sujeto. Para esta tendencia lo que importa es cómo los sujetos y grupos
viven los códigos culturales, cómo los redefinen y actualizan a partir de su
experiencia en situaciones concretas; y así, por ejemplo, frente a las escuelas
antropológicas que buscaban la definición de la enfermedad en términos de pa­
trones culturales, esta tendencia propone describir la experiencia del paciente
respecto de su padecimiento.
Por lo tanto, frente a una concepción de la realidad que colocaba el acento
en la estructura, y donde los actores no eran tomados en cuenta o frecuente­
mente eran definidos por mecanismos sociales y culturales que los constituía
en sujeto, esta tendencia trata de recuperar no sólo la intencionalidad, sino la
capacidad de elección, de selección, de decisión de los sujetos. La espontanei­
dad, la creatividad, la posibilidad de actuar de modo diferente e inesperado es
situada en primer plano. Esta tendencia trata además de recuperar lo inmedia-

18. La adscripción de conceptos a determinada tendencia no supone que las otras no


los utilicen; la adscripción subrayó sobre todo la mayor significación qué conceptos
comunes pueden tener para cada tendencia.
I ,ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 137

lo, lo evidente y lo manifiesto respecto de tendencias teóricas que encontraban


l¡i explicación de lo manifiesto exclusivamente en estructuras profundas ya sea
de la sociedad, de la cultura o del sujeto.
Pero al igual que la segunda tendencia, si bien se preocupa por la acción de
los sujetos, reduce su preocupación o búsqueda en gran medida a la palabra, ig­
norando el conjunto de las otras actividades de los actores. Más aún, si bien un
grupo de estos investigadores sitúa en primer plano las prácticas y en especial
las prácticas del cuerpo, dichas prácticas refieren en su mayoría a las palabras
de los sujetos, a lo narrado por él. Se distancia de una antropología de la con­
ducta al centrar su preocupación en el sentido y en el significado dado por los
propios actores, pero de tal manera que no describe comportamientos, ni tam­
poco prácticas, sino narraciones de los sujetos a las cuales suele identificar (¿o
confundir?) con las prácticas. La realidad pasa a ser básicamente lenguaje.
No obstante, debe reconocerse que esta tendencia no sólo es la que más
impulsará la inclusión del sujeto, sino que al mismo tiempo posibilitará la re­
cuperación de problemáticas hasta entonces negadas o reducidas a explicacio­
nes centradas exclusivamente en el nivel de «la» cultura. La recuperación del
dolor, del sufrimiento, de los afectos o del padecimiento posibilitará ampliar
y profundizar los espacios de trabajo antropológico a partir de la recupera­
ción del sujeto, pero conjuntamente conducirá a un sector de esta tendencia a
radicalizar su focalización en el individuo, o si se prefiere, en la experiencia
personal. Y así observamos en el ámbito de la antropología médica que el con­
cepto de experiencia recuperará cada vez más la subjetividad de los enfermos,
en particular a través de sus discursos, reduciendo cada vez más el papel de lo
social y de lo cultural.
Al igual que respecto de cualquier otra tendencia, en ésta debemos observar
tanto la propuesta de objetivos, como su realización. Si bien esta orientación
propuso respecto del dolor «... desarrollar el estudio de los mundos experimen­
tados por pacientes y por terapeutas, y a través de una metodología interpre­
tativa desarrollar una mejor comprensión del cuerpo, del self, de la narración
del padecimiento y de los cambiantes contextos sociales dentro de los cuales
la enfermedad y la práctica clínica tienen lugar» (Kleinman et al., 1992, p. 15),
y de esta manera superar los enfoques biomédicos y psicológicos en el estudio
del dolor, su interés real se centró en la experiencia individual del padecer.
El énfasis en el sujeto, en recuperar a través del actor lo cultural y lo social,
será cada vez más orientado hacia una descripción centrada en la experien­
cia subjetiva respecto de la cual los procesos sociales y culturales aparecen
138 L a pa rte neg ad a de la cu ltu ra

como mero sostén de la subjetividad: «Tengo la impresión de que algunos


antropólogos de orientación fenomenológica consideran la cultura como un
dato accesorio, un artefacto independiente, que sólo modela exteriormente la
experiencia del sujeto, Constituyendo ésta el verdadero material etnográfico...
Más insidiosa aún es la reificación del relato de los enfermos que cada vez
más son analizados como textos en sí mismos, o como abiertos pero sólo a
la experiencia subjetiva de las personas» (Bibeau y Corin, 1995, p. 111). En
consecuencia, la subjetividad entendida como totalidad es la que daría cuenta
de los procesos. Las capacidades de los sujetos para poder actuar son frecuen­
temente reducidas a su subjetividad, sin incluir o incluyendo secundariamente
las condiciones económicas, políticas y simbólicas que limitan su subjetividad
desde «adentro» y desde «afuera».
Esta orientación se expresa a través de antropólogos asumidos en su ma­
yoría como fenomenólogos, que refieren sus marcos teóricos a Merleau Ponty,
Scheler, Heidegger o Levinas, pero que tienden a establecer una relación suje­
to/cultura donde el acento recae en el sujeto, lo cual puede observarse en sus
descripciones etnográficas de procesos de salud/enfermedad/atención donde
el sujeto enfermo utiliza elementos de su cultura para tratar su padecimiento,
pero a partir de una intencionalidad personal.
Los antropólogos que describen estos procesos lo hacen en términos de
narrativas y/o de experiencias, siendo posiblemente la obra de Csordas la que
más subraya el papel del sujeto en términos de experiencia a partir del con­
cepto «estar en el mundo». Pero lo que surge de sus descripciones no es tanto
ia relación cultura/sujeto a través del cuerpo, sino sobre todo la importancia
decisiva de la trayectoria del sujeto al afrontar su enfermedad. Así, en uno
de sus trabajos más representativos Csordas (1994a) describe el proceso de
salud/enfermedad/atención en un sujeto de treinta años de origen navajo que
padece cáncer cerebral y que después de ser intervenido quirúrgicamente de­
cide rechazar los tratamientos biomédicos y establecer su propia trayectoria
terapéutica. Dicha trayectoria, según Csordas, utiliza procesos de la cultura
navaja incluidos prerreflexivamente en el cuerpo del sujeto; pero lo que surge
de la narración de Csordas es que dicho sujeto utiliza para su «tratamiento»
elementos navajos y no navajos; y más aún, logra modificar algunas de las ca­
racterísticas centrales de la cultura navaja en función de su proyecto personal.
Este sujeto decide como parte de su trayectoria curativa ser primero vaquero,
para luego convertirse en curador navajo, pero para ser curador navajo necesita
utilizar con exactitud la palabra sagrada que es determinante para poder des­
I.as ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 139

empeñar el papel de curador. Dada su lesión cerebral, justamente este sujeto


liene dificultades para hablar, pero no obstante logra que la comunidad navaja
acepte que no hable correctamente para desempeñar una ocupación donde la
palabra correcta/sagrada es decisiva en términos de la cultura de este grupo
étnico. En consecuencia, no es la referencia a la prerreflexibilidad del cuerpo
lo determinante, sino el estar en el mundo de un sujeto que incluye diferentes
estrategias navajas y no navajas en función de una trayectoria personal que,
por otra parte, concluye con la muerte temprana del sujeto. El núcleo del relato
e interpretación se centra en el sujeto y no en la cultura originaria; más aún, re­
fiere a la articulación de elementos procedentes de diferentes formas culturales
unificadas a través del proyecto personal.
No es casual que la mayor parte de la antropología médica orientada por es­
tos conceptos se centre en la actividad clínica, dado que la tendencia a enfocar
lo psicológico, la realización de acciones terapéuticas y la formación psiquiá­
trica de algunos de estos profesionales 'Ofavorecerá dicha tendencia. De ahí
que la recuperación del sujeto, que incluía lo sociocultural en las propuestas
iniciales, sea reducida cada vez más a un relato existencial del paciente.
Si bien esta orientación cuestiona el conjunto de tendencias teóricas nega-
doras del sujeto que tendían a considerarlo una suerte de ventrílocuo cultural,
su recuperación tiende a convertir al sujeto en una especie de héroe cultural,
o mejor dicho, de héroe sartreano cotidiano, que conduce una vez más a caer
en los maniqueísmos que han dominado el pensamiento antropológico. Al pro­
poner un sujeto que a partir de su situación o proyecto genera estrategias - y
desde hace unos años tácticas- para sobrevivir, reconoce y recupera la acción
de los sujetos, pero reconociéndoles una creatividad que parece construirse
constantemente. Si bien sobrevivir en la extrema pobreza o dentro de familias
psicóticas (Henry, 1967) constituye una hazaña cotidiana, la mayoría de los
comportamientos desarrollados son rutinarios, previsibles y sobredeterm¡na­
dos por las condiciones de vida o si se prefiere de existencia.
Esta tendencia ha dado lugar al desarrollo de una concepción construccio-
nista, según la cual cada sujeto puede hacer casi lo que quiera con cuerpo, su
enfermedad, su sexualidad, su riqueza, y no sé si también con su pobreza. La
intencionalidad del sujeto es la que establece la posibilidad de este proceso de
constitución y modificación de sí mismo.
El cuestionamiento a las propuestas estructuralistas y funcionalistas, el én­
fasis en la intencionalidad y en la realidad pensada como una transacción con­
tinua de significados, así como en el sentido común considerado como la ex­
140 L a p arte negada de la cultura

presión práctica de los significados culturales a través de la experiencia de los


actores, no dio sin embargo lugar al desarrollo de una aproximación relacional,
sino a centrar las descripciones en el trabajo de los sujetos. La realidad es
referida a cada actor, excluyéndose las relaciones estratificadas, segmentadas,
conflictivas, antagónicas dentro de las cuales las subjetividades se desarrollan.
Más aún, en términos metodológicos no aparecen los puntos de vista de los
diferentes actores que juegan en cualquier situación, ya que la situacionalidad
es referida a cada actor o sujeto en sí.
Esta perspectiva no sólo conduce a ignorar las relaciones sociales dentro
de la cual experiencian la vida los sujetos, sino a ignorar las relaciones de
hegemonía/subalternidad, explotación, dominación, etc., dentro de las cuales
juegan/construyen su vida y sus significados. La falta de poder de determina­
dos sujetos, la violencia institucionalizada o las desigualdades socioeconómi­
cas no son incluidas en la experiencia de los sujetos. Así pues, el énfasis en el
sujeto, los significados y la otredad han conducido, por ejemplo, a interpretar
la pobreza como una cuestión de significados culturales y a pensar la pobreza
como diferencia cultural (alteridad) más que como desigualdad socioeconómi­
ca (Farmer, 1996).
Las orientaciones de este tipo posibilitan el desarrollo de lo que Ryan (1971)
ha denominado la culpabilización de la víctima, dado que para ellas la realidad,
incluidos la víctima, los pobres, los «desviados» o cualquier otro sujeto, es lo
que ellos hacen, y dado que ellos en cuanto sujetos producen cotidianamente
la estructura, es en ellos donde debemos encontrar las claves de su situación
actual. Si bien es necesario incluir la acción cotidiana de los sujetos, la reduc­
ción de la estructuración de la vida cotidiana sólo a lo que estos sujetos hacen
puede desembocar en la culpabilización de la víctima, cuando su subjetividad
es separada de las relaciones de hegemonía/subalternidad dentro de las cuales
viven, dado que es en dichas relaciones donde encontraríamos simultáneamen­
te los sujetos, grupos y condiciones que los dominan y explotan, así como el
papel de los sujetos subalternos en la producción de su propia subalternidad,
pero también de sus propuestas contrahegemónicas (Menéndez, 1981).
Estas tres tendencias son las que han generado más modificaciones en la
manera de pensar y hacer antropología a partir de los setenta, desarrolladas a
través de autores que tienden a articular los diferentes aportes en sus trabajos
específicos; de ahí la sensación de eclecticismo que surge en parte de la pro­
ducción antropológica actual. Las tres tendencias se caracterizan por subrayar
la importancia de la diferencia, por la recuperación del otro, por cuestionar
I ,ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 141

las propuestas de la sociedad/cultura como estructuradas, por considerar a la


antropología un producto del colonialismo, por asumir con diferentes niveles
do inclusión el relativismo cultural.
Pero estas tendencias expresan también diferencias, considerando la más
importante la inclusión de lo económico-político por la teoría de las prácticas
y su exclusión por las otras dos tendencias, lo cual puede observarse a través
de múltiples aspectos, pero especialmente en dos características de la antropo­
logía actual, la recuperación de lo local y la exclusión de lo ideológico.

La recuperación de lo «local»

Varios de los procesos enumerados a través de la presentación de las tres ten­


dencias, se potenciarán a partir de los años setenta para retomar el tradicional
énfasis antropológico en lo local. Diferentes corrientes de pensamiento colo­
can la construcción del mundo, o al menos la posibilidad de entenderlo en la
experiencia, en la vida cotidiana, en el sentido común, en la situación, en el
cuerpo, ya que sería en estas instancias donde los sujetos, microgrupos, comu­
nidades producen la realidad y/o pueden comprenderla. Es en lo local donde
se hace inteligible lo general, lo macro, la estructura; fuera de lo local no ha­
bría compresión ni significación de las normas y valores para los actores. Más
aún, las representaciones colectivas deben ser observadas en los usos locales,
para entender no sólo el sentido local sino general de las mismas; los sujetos
adquieren identidad y pertenencia a través de los usos locales de instituciones
y simbologías generales, y dada la constante y conflictiva producción de infor­
mación, los sujetos sólo encontrarían la «verdad» o al menos la certidumbre
en el ámbito local.
La vida, incluida la vida urbana, se realiza a través de 1o local, dentro de
los microgrupos domésticos, de trabajo, de escolaridad, así como en toda una
serie'de espacios donde dominan las relaciones cara a cara aun siendo una
parte de dichas relaciones de tipo ocasional (bares, gimnasios, restaurantes,
peluquerías, clubes). Tanto la antropología de la marginalidad como los estu­
dios británicos sobre la clase obrera pusieron de manifiesto desde los cincuenta
que las principales categorías que utilizan los sujetos las aprenden dentro de
los ámbitos locales, en el barrio, la calle, los lugares de trabajo, de encuentro y
de tránsito. La sociabilidad y el saber se construyen y desarrollan localmente;
142 L a p arte neg ad a de la cultura

todo proceso, por general, macrosocial y abstracto que sea, siempre se sociali­
zará a través de las vidas vividas localmente. Este es un hecho obvio que, por
supuesto, no niega la significación, presión, determinación de lo no local.
La recuperación de lo local por parte del pensamiento contemporáneo se
articula y refuerza el tradicional énfasis antropológico en lo local. El nuevo
auge del relativismo, la crisis de la razón totalizante, la pérdida de seguridad
en lo real, etc., se potenciarán, como en otros períodos, para encontrar en la
situación, en lo cotidiano, en la comunidad (morada), en el cuerpo los anclajes
que posibilitan comprender el mundo.
Esta recuperación de lo local favorecerá el retomo de aproximaciones feno-
menológicas, que en parte se expresa a través de trabajos que afirman su posi­
bilidad de descripción en función de que el «mundo» resultaría inmediatamen­
te familiar y significativo al que lo describe, lo cual es en gran medida correcto,
pero no porque sea el resultado de la abstracción ideativa, sino porque se basa
en conocimientos previos que los investigadores han acumulado mediante la
observación participante de la vida social, como ya señalaban entre los veinte y
¡os cincuenta diferentes autores que, como Timashef, concluían: «Los fenóme­
nos que los fenomenólogos pretenden “ver” en la sociedad parecen estar selec­
cionados arbitrariamente y hasta con prejuicios. La descripción que Vierkandt
hace de la actitud hacia el grupo por ejemplo, puede expresar con bastante
exactitud el punto de vista alemán, pero difícilmente el de los norteamericanos
o franceses» (Timashef, 1963 [1957], p. 340; véase también Manheim, 1982a
y 1982b [1924], p. 246).
El énfasis de la antropología en el otro, o si se prefiere, el trabajo con gru­
pos radicalmente ajenos a la propia tradición cultural, había conducido paulati­
namente a los antropólogos al desarrollo de un relativismo cultural que posibi­
litaba poner entre paréntesis los propios conceptos, pero la convergencia entre
una antropología que de forma creciente se proyecta sobre su propia sociedad
y los enfoques fenomenológicos han ido generando, al menos en América La­
tina, un tipo de producción etnográfica donde el investigador pretende que se
acerca al grupo a estudiar sin conocimientos y presupuestos previos, de tal m a­
nera que puede lograr la aprehensión inmediata de los significados culturales
del otro. Esto ocurre incluso con investigadores que han trabajado durante años
en ciertas comunidades, o al menos en una región, y que reconvertidos a la
«perspectiva fenomenológica» proponen que su aprehensión de la realidad es
ahistórica e inmediata, lo cual suele articularse con su anterior (?) empirismo
etnográfico. En otros casos, la capacidad de aprehensión inmediata se traduce
I ,as ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 143

en la realización de etnografías de unos pocos días o de algunas semanas de


duración, incluso para el análisis del significado de la muerte o de la curación
popular, cuyo reducido tiempo de trabajo de campo está fundado justamente
en la capacidad de aprehensión y de abstracción ideativa y donde la reflexión
sobre sí mismo constituye el núcleo teórico-metodológico.
A través de lo local se expresa parte del imaginario profesional, dado que
lo local remite al lugar donde el antropólogo termina de formarse como antro­
pólogo, o si se prefiere, donde se verifica existéheial y profesionalmente como
antropólogo. Hasta la realización de su primer trabajo de campo autónomo, el
antropólogo no sería tal; en consecuencia, lo local aparece como el lugar donde
se define su identidad profesional a partir de una especificidad con la cual él ^
trabajará, producirá datos, los analizará e interpretará. Así como los sujetos
comprenderían básicamente lo que viven localmente, el antropólogo compren­
dería sobre todo lo que investiga (trabaja) localmente porque estuvo «ahí» y
porque lo conoce desde «adentro»; lo local se le aparece no como una abstrac­
ción de la realidad, sino como «la» realidad que capta directamente a partir de
una experiencia personal. Más aún, sus teorías particulares y generales saldrán
de una o dos experiencias básicas locales, ya sea la teoría de la reciprocidad de
Malinowski, el continum folk/urbano de Redfield, la cultura de la pobreza de
O. Lewis, la noción de etnografía densa de Geertz o la importancia dialógica
en el trabajo de campo de algunos posmodernistas que trabajaron en el norte
de África.
Parte del nuevo prestigio de nuestra disciplina se debe a la convergencia de
esta concepción con propuestas devenidas del campo filosófico que desarrolla­
ron la importancia de lo local casi exclusivamente a través de la reflexión, y a
lo cual la antropología aporta sus etnografías de lo local.
Pero además el énfasis en lo local se desarrolla paralelamente a la recu­
peración de las perspectivas macrosociales, articuladas en torno al concepto
de globalización. Tanto los que utilizan este concepto desde una perspectiva
neoliberal, como desde propuestas críticas al neoliberalismo, desarrollan sus
análisis principalmente en tom o a lo económico-político y a lo tecnológico,
en especial las nuevas técnicas de información, pero proponiendo conclusio­
nes respecto de los efectos de la globalización no sólo sobre las dimensiones
señaladas, sino también sobre procesos socioculturales como la identidad o la
religiosidad. Desde esta perspectiva, en particular las concepciones neolibera­
les, sostienen el desarrollo a mediano o largo plazo de tendencias inevitables
hacia la homogeneización. Pero una parte de la mirada antropológica basada
144 La parte negada de la cultura

en lo local cuestiona esta interpretación, ya sea en términos de autonomías más


o menos aisladas o en términos de resignificación al enfatizar el desarrollo de
* la diferencia a partir de lo local.
Esto ha dado lugar al desarrollo de propuestas y discusiones maniqueas
constituidas en torno a los procesos señalados, donde al menos una parte de las
propuestas son obvias tanto de un lado como del otro. Para unos, y es poten­
cialmente correcto, hay actualmente una continua producción de tecnologías
de la información en pocos centros de poder desde donde se expanden a los ni­
veles locales, sino que las nuevas tecnologías de la información/comunicación
1• posibilitan su continua descentralización. Pero estas posturas - o tal vez impos­
tu ras- que aparecen como antagónicas no nos dicen casi nada si no se generan
las etnografías analíticas o interpretativas que evidencien las homogeneidades,
resignificaciones y diferenciaciones a nivel local. Esta reciente disputa pro­
longa los debates en tom o a las relaciones entre saber de elite y saber popular
o entre hegemonía/subalternidad y resistencia, y reitera una visión totalizante
que desde ambas perspectivas pretende hallar explicaciones generalizadoras
en lugar de asumir la existencia de un espectro de posibilidades que en unos ca­
sos pueden evidenciar resignificación en términos de autonomía, en términos
de subaltemidad; en términos de contrahegemonía o en términos de aguante.
La postura predominante en antropología reconoce el impulso económico-
político y tecnológico actual hacia la homogeneización, así como las tenden­
cias locales a generar diferenciaciones a partir de sus propias particularidades.
La recuperación de lo local en antropología se caracteriza por colocar el acento
en lo simbólico, y en los procesos de re interpretación y resignificación local
de lo general que, entre otras cosas, está implicando la recuperación de los
conceptos de difusión y aculturación, de las resistencias culturales locales a
lo global, del relativismo sociocultural, etc. Esta nueva antropología, como
hemos señalado, recupera parte de las concepciones del MAC, preocupado por
describir y analizar las lógicas sociales propias de los grupos étnicos (locales),
y diferenciarlas de la racionalidad social generada por el capitalismo.
Dada esta similitud con las propuestas del MAC por el actual proceso de
recuperación de lo local, es necesario recordar que la mayoría de la producción
antropológica entre 1920 y 1950 usaba lo local excluyendo la subjetividad, la
experiencia, la invención de lo cotidiano; en lo local se buscaban regularidades
y patrones y no el papel del sujeto en la producción de significados sociales y
culturales. Más aún, la focalización en lo local era producida por una disciplina
que trabajaba con sociedades que -según sus propias investigaciones- habían
I üs ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 145
desarrollado nociones de sujeto donde no existía una distinción clara entre
individuo y grupo; culturas donde la autonomía individual remitía a la autono­
mía del grupo y no del sujeto.
Esto puede observarse especialmente en la importancia dada al cuerpo por
In antropología a partir de los setenta, ya que el cuerpo sería pensado como una
de las máximas expresiones de lo local, aunque dentro de marcos teóricos muy
diversos que, por una parte, implican la negación del sujeto y cuya expresión
paradigmática es el trabajo de Lenhardt (1946) sobre los canacos y, por otra, la
propuesta de un cuerpo pensado como agente de su propia transformación que
liene en Csordas una de sus principales expresiones.
Es importante recordar este tipo de producción, porque durante los setenta
y ochenta se dará un énfasis en lo local articulado con el énfasis en el punto
de vista del actor (local), que en unos casos supone la inclusión del sujeto y
en otros no, o mejor dicho donde para unos la capacidad de elección está en la
persona y en otros en el grupo étnico, religioso, etc. Generalmente ha domi­
nado cierta confusión \ respecto de que el retomo de lo local y el retomo del
sujeto significan prácticamente lo mismo, cuando una parte del énfasis en lo
local supone la negación del sujeto, o por lo menos de la subjetividad.
No obstante, en dichas tendencias el uso de lo local constituye uno de los
principales ejes de crítica a las grandes teorías, a las cuales no sólo consideran
incorrectas en términos generales, sino sobre todo en términos de interpreta­
ción de lo local. Esto se expresa a través de tres propuestas diferentes pero
complementarios: por una parte se subraya la escisión entre la explicación
teórica construida por los antropólogos respecto de procesos específicos, y la
relación de estas explicaciones tanto con los procesos concretos como con las
vivencias de los actores estudiados, y cuyos ejemplos más notorios remiten a
las explicaciones dadas por el estructuralismo a procesos socioculturales que
los propios actores no reconocen como propios y que los propios antropólogos
no observan en su trabajo de campo (Rosaldo, 1991).
Por otra parte tenemos el desarrollo de explicaciones y adhesiones teóricas
c ideológicas respecto de procesos sobre los cuales no existe control sobre la
información, de tal manera que pasado un tiempo la inclusión de información
posibilita llegar a conclusiones radicalmente diferentes, dado que las prime-
rus interpretaciones se habían construido casi exclusivamente a partir de re-
llexiones y/o necesidades teórico-ideológicas o sólo ideológicas, como ocurrió
paradigmáticamente con las teorizaciones de parte del marxismo europeo y
latinoamericano respecto de la revolución cultural china, que poco tenían que
1 4 6 ________________________________________________ L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

ver con lo que realmente estaba ocurriendo. Este, y otros procesos similares
reforzarán la creciente duda sobre las explicaciones genéricas, y favorecerán
un retom o epistemológico hacia lo local.
La tercera crítica concierne a los autores que proponen no sólo que toda
• realidad social es una construcción social, sino que, dada la expansión de los
medios de comunicación masiva, toda realidad actualmente nos llega cons­
truida, de tal manera que la realidad con que nos manejamos es siempre una
realidad construida fuera de nuestro propio «control». Si bien esta propuesta,
en posiciones como las de Baudrillard, reduce o niega el papel del saber local
en términos de autonomía, paradojalmente ha reforzado la postura de los que
encuentran sólo en lo local la posibilidad de experienciar realidades no cons­
truidas por otros y de entenderlas a partir de sí mismas. Más allá de aceptar o
cuestionar posiciones como las de Rosaldo o Baudrillard, lo que me interesa
subrayar son los procesos y propuestas que conducen desde diferentes pers­
pectivas a reforzar la importancia de la experiencia y del saber local no sólo
de los actores sociales, sino de la necesidad de pensar y analizar la realidad a
partir de problemas específicos, para evitar caer en teoricismos más o menos
universales.
La recuperación de lo local expresa posiblemente más que ninguna otra
instancia la crítica a las propuestas universalistas y generalizadoras que han
ignorado las diferencias, generando no sólo interpretaciones incorrectas, sino
consecuencias negativas en el plano práctico. Esta visión crítica de la relación
local/universal ha sido desarrollada desde diferentes perspectivas de las cua­
les seleccionaré dos. La primera que subraya las consecuencias negativas de
políticas sociales aplicadas sin tom ar en cuenta las condiciones locales. Para
Levine y White determinados beneficios y derechos considerados universales
pueden tener consecuencias negativas cuando se aplican localmente, dado que,
en su opinión, el descenso de la mortalidad, la eliminación del trabajo infantil
o los cambios en los estatus de género pueden afectar negativamente determi­
nados aspectos sustantivos de la identidad de la comunidad y de sus miembros
si no se desarrollan adecuadamente: «Las oportunidades vitales refieren a la
posibilidad de elección y las ataduras a los vínculos sociales de que disponen
los individuos de una sociedad determinada. La mejora de las oportunidades
vitales en una sociedad local, casi siempre ha sido definida como la ampliación
de las posibilidades de elegir (libertad de escoger cónyuge, un trabajo, un lu­
gar para vivir o bienes de consumo), pero sin tomar en cuenta la importancia
de los vínculos sociales que dan significado a la vida y, en consecuencia, al
I.iis ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 147

significado de dichas elecciones. Cuando los vínculos sociales son conside­


rados como instancias de beneficio social y personal para los individuos, los
interrogantes respecto de cuáles son las condiciones que podrían mejorar sus
vidas, no pueden ser respondidos apriori, es decir, sin antes comprender cómo ,
define la propia comunidad lo que es beneficioso para ella» (1987, p. 181). Si
no se toma en cuenta esta situación, los planificadores pueden generar y tener
problemas: «Por lo tanto, al planificar un cambio para mejorar la vida de las
personas, la comprensión de los significados y de las adaptaciones culturales
locales debería ser tan importante para el planificador como el análisis de la
viabilidad económica del programa» (1987, p. 182). Como sabemos, esta es la
posición clásica del relativismo cultural, desarrollada sobre todo en los traba­
jos de antropología aplicada realizados entre 1930 y 1950, y que ha renacido
entre 1970 y 1980. Esta concepción incluye propuestas a tomar centralmente
en cuenta, pero en la medida en que asumamos que tiene implicaciones éticas
e ideológicas, que deben ser evidenciados en cada caso.
Una de las principales cuestiones «éticas» a observar - y que los autores
citados no incluyen- es que los principales cambios que se desarrollan a nivel
local no son realmente generados por los planificadores, sino por la expansión
económico-política e ideológica que ahora llaman globalización, la cual mo­
difica las opciones y ataduras locales, incluyendo las estrategias defensivas
y/o de resistencia de los sujetos locales. Más aún, lo que resulta obvio es que
gran parte de la planificación actual y de la aplicada al menos desde la década
de 1950 (Ugalde, 1985) trata de generar las condiciones que posibilitan dicha
expansión económico-productiva más allá de las concepciones y necesidades
locales. Lo cual no niega, por supuesto, el papel de las fuerzas locales en el
desarrollo de su propia trayectoria (Xia Zhou, 1998), sino que trata de referirla
a las relaciones que operan entre estas fuerzas locales y la continua expansión
del capitalismo en sus diferentes formas, y de la cual forman parte los planifi-'
cadores y otros asesores (Barrett, 1997).
Una segunda perspectiva, que puede ser complementaria de la anterior,
propone que cada grupo local debería actuar, luchar, transaccionar a-partir de
su diferencia, y que sólo a partir de estos arreglos activos pueden llegarse a
acuerdos provisionales entre lo local y lo no local, que posibilita superar las
condiciones de subaltemidad.
El énfasis antropológico en lo local está vinculado a la recuperación de la
«experiencia», tanto la experiencia del actor como del investigador. En ambos
se subraya que sólo a través de la experiencia, y en particular de la experiencia
148 L a p arte n e g ad a de la cultura

del cuerpo, se puede conocer la realidad. Se propone que la experiencia res­


pecto de cualquier proceso nunca es universal sino local, y así Tumer, Geertz
y todo un grupo de antropólogos del padecimiento plantean que las caracterís­
ticas de un sujeto, de un ritual, de una enfermedad, por más universales que
aparezcan, expresan siempre códigos de culturas específicas.
La descripción minuciosa de diferentes procesos cotidianos refuerza la im­
portancia dada a lo local, al poner en evidencia que la mayoría de los padeci­
mientos y de las «violencias» se generan, transmiten, ejercen no sólo dentro
de los ámbitos locales, sino a partir de las relaciones sociales establecidas con
otros sujetos a nivel cotidiano. Especialmente se evidencia que la mayoría de
los homicidios, violaciones u otras agresiones físicas y mentales se producen
entre familiares, amigos, vecinos o al menos «conocidos», y no entre extraños.
Más aún, las principales consecuencias negativas de algunos comportamientos
generalizados, como son los comportamientos alcoholizados en ciertos con­
textos socioculturales, se dan dentro de ámbitos domésticos y microgrupales
(M enéndez y Di Pardo, 1996 y 1998).
La antropología social venía desarrollando desde los años veinte y a tra­
vés de varias denominaciones, la penúltima de las cuales es la de síndromes
culturalmente delimitados, la concepción de que al menos determinados pade­
cimientos sólo ocurren y cobran significado a través de culturas particulares.
Estudios del proceso de salud/enfermedad/atención concluyeron que un pa­
decimiento y su cura expresan siempre situaciones y experiencias culturales,
de tal manera que no sólo el susto o el empacho refieren a las condiciones
situacionales, sino también la esquizofrenia, la diabetes o la menopausia cuyas
características se desarrollan a través de significados y prácticas locales, de tal
manera que estaríamos frente a biologías, cuerpos, enfermedades, síntomas
que siempre son definidos localmente (Lock, 1993).
Esta concepción estaba implícita en los planteamientos de la escuela
durkheimiana, del historicismo alemán y del culturalismo norteamericano, que
habían aplicado esta concepción primero al campo de los denominados «pa­
decimientos tradicionales» y luego a las enfermedades mentales, para durante
los setenta y ochenta referirla no sólo a casi todo padecimiento, sino a casi
toda expresión del «cuerpo». Justamente el notable uso de esta categoría en
la antropología médica actual debe ser articulado con la recuperación de lo
local, dado que ambos conceptos se potencian para pensar ciertos aspectos
del proceso de salud/enfermedad/atención. La centralidad del cuerpo para la
I ir. ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 149

niilropología actual es una expresión paradigmática de la importancia dada a lo


local por nuestra disciplina.
Si bien la antropología ha descrito las características económico-políticas
ii nivel local, generalmente no ha analizado la significación que los sujetos y
grupos generan a nivel local respecto de las condiciones de extrema pobreza
■n que v iven, de las c o n se c u e n c ia s del n arco trá fico , d e la c a íd a de los p re cio s
■le los productos locales o de la migración de una parte del grupo familiar en
relación con procesos generados en ámbitos no locales.
Al señalar esta orientación subrayo que la cuestión no es negar o reducir
el papel de lo local, sino reconocer que la exclusión de lo no local impide
comprender el significado de los procesos económico-políticos construidos
por los propios sujetos a nivel local. Más aún, me parece que nunca se habló
lauto de lo local, y nunca como ahora tenemos la noción del decisivo impacto
tic las condicionas macro-sociales sobre lo local en términos de marginación
(imderclass), desocupación, violencia, extrema pobreza, etc. Reitero que estas
puntualizaciones no niegan el papel de lo local, sino que propugnan la necesi­
dad de articularlo con procesos y estructuras no locales para la comprensión de
las situaciones específicas.
Y esto es lo que hemos desarrollado a través de la descripción y análisis de
las relaciones que se generan entre los saberes de los conjuntos sociales y los
saberes biomédicos respecto de los procesos de salud/enfermedad/atención,
Matando de v e r las tra n sa c c io n e s d e sa rro lla d a s e n tre los m ism o s.
Especialmente en nuestros trabajos sobre modelo médico hegemónico y
modelo de autoatención hemos concluido que es en los procesos transaccio-
nales que operan dentro de relaciones de hegemonía/subaltemidad que pode­
mos observar las diferentes dinámicas, formas y orientaciones que adquieren
dichas transacciones. Hemos analizado cómo los procesos de autoatención
evidencian una apropiación constante del saber biomédico y de otros saberes
por los grupos sociales, a través de las condiciones sociales y culturales es- „
pecíficas de los mismos, y cómo entre dichos saberes se establecen prácticas
de modificación, resignificación o rechazo. Es en la relación entre el saber
biomédico («global») y los saberes de los conjuntos sociales (local) donde
pueden observarse y explicarse los tipos de interacción dominantes. Consi­
dero más satisfactorio en términos teóricos describir y analizar estos proce­
sos en términos transaccionales ya sea a través de relaciones de hegemonía/
subalternidad o de relaciones de negociación, debido a varias razones de tipo
leórico-metodológico, ya que el uso de los conceptos global y local puede te­
150 L a parte n e g ad a de la cu ltu ra

ner efectos negativos en la descripción y análisis de los procesos, pues tienden


a colocar el eje de los mismos en las localizaciones más que en las dinámicas
relaciónales (M enéndez, 1981, 1982, 1982-1983, 1985, 1990a, 1993, 1997b y
1998a; M enéndez y Di Pardo, 1996).
Ciertas tendencias actuales en el uso de lo local reproducen la orientación de
los estudios centrados en la comunidad y que fueron francamente dominantes
hasta los sesenta, que tendían a no incluir o considerar como poco relevantes
la importancia de los procesos generados en otros niveles y/o contextos sobre
la vida cotidiana de la comunidad (Adams, 1968). De tal manera que tendían
a ignorar que una parte de las estrategias de vida desarrolladas a nivel local
constituían respuestas de los sujetos y de la comunidad para enfrentar situacio­
nes construidas e impulsadas desde fuera de la comunidad. Debe asumirse que
las estrategias de supervivencia, si bien expresan la riqueza inventiva de los
conjuntos sociales subalternos para poder seguir viviendo, suponen al menos
en parte procesos de autoexplotación social y cultural, y no sólo económicos,
generados como respuestas a las condiciones impuestas a través de procesos
y/o decisiones en los cuales dichos conjuntos no intervienen. Es decir, que gran
parte de las acciones sociales en las cuales los sujetos y gmpos gastan su vida,
son realizadas para enfrentar las consecuencias impuestas a sus vidas cotidia­
nas por actores e instituciones que no forman parte de la comunidad local. La
vida para estos sujetos y grupos constituye un continuo trabajo de encontrar
respuestas para poder comer, pagar el gas o el carbón o el petróleo, para pagar
la electricidad, para comprar medicamentos cuyos precios están determinados
fuera de lo local.
Lo señalado no supone concluir que las explicaciones sobre lo local, y
más aún sobre sus acciones, deben encontrarse exclusivamente en los niveles
más generales, ya que la población debe tomar constantemente decisiones
inmediatas sobre su cotidianidad. Si bien la falta de trabajo o el precio de los
alimentos constituyen fenómenos que los sujetos no controlan a nivel local,
es obvio que las decisiones sobré buscar trabajo o emigrar son tomados nece­
sariamente por ellos.
Considero que la recuperación de lo local, la crítica a la gran teoría, así
como la exclusión de lo económico-político, están expresando en gran medida
el fracaso, el escepticismo, la impotencia no tanto para poder comprender lo
que ocurre en los niveles generales de la sociedad, sino para modificar las con­
diciones actuales de pobreza y subaltemidad. Pero más allá de que estos sean o
no objetivos actuales del trabajo antropológico, la crítica de las grandes teorías
I lis ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 151
0 la recuperación de lo local no han solucionado el malestar actual de nuestra
disciplina, y menos aún la situación de los grupos subalternos.
El nuevo énfasis en lo local y la inclusión del actor generarán una nueva
vuelta de tuerca en el uso de la perspectiva relacional en antropología social.
Sobre todo las tendencias culturalistas y funcionalistas habían pensado la rea­
lidad entre 1920 y 1960 como sistemas de relaciones, pero aplicadas al ámbito
ile la comunidad. Una parte de los estructuralismos y en particular el marxismo
durante los años cincuenta y sesenta reorientaron lo relacional hacia ámbitos

CENTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS


lucra de lo local, colocando el eje explicativo fuera de la comunidad y di­
ferenciándose de las tendencias antropológicas del MAC de pensar lo local.
1,a recuperación de lo local gestada en los años setenta y ochenta supuso la
J utilización de conceptos como negociación o transacción, pero referidos a las
relaciones intracomunitarias, lo cual, según E. Wolf, condujo a estas tenden­
cias «... a tratar los sistemas de significado como si fueran sistemas totalmente
autónomos [...] reducidos a razonamientos solipsistas generados in vacuo por
la mente humana» (1987, p. 31).
Wolf no ignora que todo sujeto sufre su enfermedad o su pena a nivel de su
subjetividad y dentro de grupos locales, dado que es una obviedad; lo que trata
ile recordar es que gran parte de los sufrimientos y las penas son determinadas
desde fuera de lo local; más aún, que gran parte de las acciones locales cons­
tituyen respuestas a las situaciones creadas constantemente desde decisiones
abstractas que los sujetos y grupos experimentan a través de consecuencias
concretas y locales. Si bien la crítica de W olf es correcta, y se evidencia en
los usos actuales de lo local, debe asumirse que la recuperación de lo local no
significa necesariamente pensarlo y/o usarlo como aislado, separado, autóno­
mo, reducido exclusivamente a lo simbólico, sino que, a partir de asumir lo
local en términos relaciónales, debemos reconocer que la realidad, aun la más
macrosocial, sólo puede ser pensada y, sobre todo, practicada por los sujetos y
grupos desde lo local, dado que es allí donde los sujetos viven/trabajan/espe­
ran/comprenden los procesos. Esta propuesta abarca tanto situaciones étnicas •
como situaciones de clase social.
Pero esta dinámica refiere, al menos en ciertos contextos y en ciertos sec­
tores sociales, a una nueva relación de lo local con lo no local expresada en
diferentes espacios de la vida cotidiana, pero especialmente en el ámbito la­
boral donde cada vez más relaciones «primarias» se establecen a través del
correo electrónico, del fax, del teléfono celular con sujetos localizados y es­
pecialmente de internet con sujetos localizados en gran parte de los casos en
152 L a p arte n e g ad a de la cu ltu ra

contextos que no pertenecen a la localidad del sujeto, de tal manera que una
parte creciente de las relaciones más frecuentes y primarias ya no se establecen
con los vecinos, con el ámbito comunitario o con los compañeros de trabajo,
sino con sujetos localizados en una red que constituye una nueva forma de lo
local (M artin, 1994). Pero de esto no hablaremos en este texto, aunque sí me
interesa subrayar que nuestro análisis no niega la importancia de lo local en
sus diversas manifestaciones, aunque sí me preocupa la posibilidad de que se
genere un retorno a lo local reducido a sí mismo, o donde lo no local aparezca
como «contexto» o como anécdota.

De la casi imposibilidad de pensar lo ideológico

El énfasis en lo local es parte de las concepciones que tienden a afirmar la


realidad de lo dado, de lo manifiesto, de lo evidente, según lo cual la tarea
antropológica consiste en describir lo «que está ahí», suspender la duda sobre
la realidad y convalidar la vida cotidiana. El objetivo radica en encontrar la
lógica de los actores, y si bien no todas las tendencias sacralizan la realidad,
determinados autores, en función de sus objetivos ideológicos -com o ocurre
con una parte de los estudios de etnicidad y de género-, favorecerán la conva­
lidación de la palabra de sus principales actores como palabra verdadera.
Gran parte de las tendencias antropológicas al describir y analizar los pro­
cesos culturales no incluyen la dimensión ideológica, dado que su uso supone
potencialmente la crítica o negación de la validez del sentido común. Como
hemos señalado, las sociedades que describieron los antropólogos no solían
presentar - a l menos en sus tex to s- anomias ni alienaciones como ocurre con
la sociedad capitalista descrita por sociólogos de diferentes tendencias. La ma­
yoría de los antropólogos no utilizaron el término ideología, dado que este
concepto implicaba observar los sistemas de representaciones no sólo como
«cultura», sino como racionalizaciones, como mistificaciones, como opaca-
mientos relacionados con intereses particulares; de ahí su constante crítica a
la ideología como falsa conciencia, dado que cuestionaba la concepción do­
minante en antropología que tendía a ver la comunidad, el sentido común o la
vida cotidiana no sólo como hechos, sino como hechos verdaderos en sí o al
menos como hechos culturales validados por sí mismos. El desarrollo del rela-
tivismo cultural afianzó el uso de la cultura y la exclusión de lo ideológico al
I ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 153

nlirmar la legitimidad de cada cultura de establecer sus propias formas cultura-


ir, como válidas, y en consecuencia cuestionó las concepciones dominantes en
el evolucionismo y en menor medida en el difusionismo respecto de considerar
los saberes de los grupos étnicos en términos de supersticiones, de creencias,
de mistificaciones que eran además definidas como tales desde el conocimien­
to elaborado por la sociedad occidental.
Diferentes orientaciones antropológicas desarrollaron una concepción
consistente que fue explicitada en términos teóricos por Winch (1971), según
l,i cual los criterios de verdad dependían del contexto entendido como una
comunidad interpretativa; la verdad era referida a la cultura y, por lo tanto,
era culturalmente variable. Esta propuesta que desarrolla las concepciones del
J liistoricismo alemán y del culturalismo norteamericano ha sido la dominante
■i partir de los años veinte, y sólo fue conmovida, aunque levemente, por el
resurgimiento de posiciones intelectualistas en Gran Bretaña, por las corrientes
ecologistas y materialistas norteamericanas y, sobre todo, por la emergencia
de propuestas marxistas en los sesenta que impulsaron el uso de la dimensión
ideológica en el trabajo antropológico, lo cual generó una cierta conmoción
<[iie fue conjurada por el desarrollo de varias propuestas, siendo la más exitosa
la desarrollada por Geertz (1971 y 1987), quien consideró la ideología en tér­
minos de sistema cultural.
La propuesta de Geertz, y de toda una serie de antropólogos incluidos den­
tro del denominado posmodernismo, si bien tratan de aplicar propuestas in­
terpretativas que den profundidad a las perspectivas etnográficas, es también
parte de las reacciones generadas en diferentes disciplinas contra el marxismo,
y que en su mayoría constituyen variaciones derivadas del historicismo, de
Nietzsche, de Durkheim y del comprensivismo weberiano. La idea dominante
fue que la realidad existiera o no independientemente de los sujetos; remite a
las interpretaciones que los sujetos desarrollan respecto de la misma; lo que
se denomina realidad sería el juego de saberes desarrollados a través de una ,
comunidad interpretativa.
Esta m anera de pensar era la dominante dentro de la antropología cultura-
lista e historicista, pero entraba aparentemente en contradicción con la con­
cepción de considerar la realidad como lo dado. Debe subrayarse al respecto
que las nuevas tendencias interpretativas en antropología también describi­
rán lo dado, pero sin pretender encontrar en lo dado (las representaciones)
lo verdadero o falso del proceso descrito, sino sólo las interpretaciones, el
funcionamiento, los significados a nivel local. Lo que interesa según Geertz
154 L a p a rte neg ad a de la cultura

(1987, 1994 y 1996) no es acceder a una verdad de difícil o imposible evi­


dencia, sino hacer inteligible los diferentes sistemas de creencias culturales,
ideológicas y científicas.
Esta neutralidad respecto de la relación verdadero/falso, si bien remite a
concepciones teóricas que parten de la realidad como significado, difieren res­
pecto de no asumir, al menos explícitamente, que lo verdadero/falso se define
a través de algún tipo de facticidad. La línea durkheimiana parte de asumir
que lo sustantivo de las instituciones es el mantenimiento del sistema, y de
que lo real, en la medida en que es mantenido a través de acciones y rituales
constituye la «verdad». Como señala Durkheim: «Es un postulado escencial
de la sociología, que una institución humana no puede basarse en el error y la
mentira, de otro modo no podría durar [...] Cuando abordamos el estudio de las
religiones primitivas es con seguridad de que se atienen a lo real y lo expresan
[...] Sin duda, cuando sólo se considera la letra de la fórmula, esas creencias
y prácticas religiosas parecen a veces desconcertantes y podríamos atribuirlas
a una aberración radical. Pero, bajo el símbolo, hay que saber alcanzar la rea­
lidad que representa y que le da su significación verdadera» (1968 [1912], p.
8), lo cual se articula con la coetánea propuesta de Nietzsche, para quien: «La
falsedad de un juicio no es para nosotros una objeción contra ese juicio [...]
[ya que] se trata de saber en qué medida este juicio acelera y conserva la vida,
mantiene y desarrolla la especie» (1932, p. 462).19
Las actuales propuestas interpretativas remiten sobre todo a la propuesta
historicista de que cada realidad cultural y su verdad son un efecto de cada
cultura. Más allá de sus reconocidas diferencias, el historicismo, Nietzsche y
Durkheim convalidan la realidad que funciona. Considero que dentro de estas
orientaciones se han desarrollado la mayoría de las tendencias que han confir­
mado la idea de «cultura como verdad» desde Foucault hasta Geertz.
Pero esta línea de trabajo da lugar no sólo a reconocer que los criterios de
verdad son establecidos por cada cultura, sino que todo grupo que se identifi­
que en términos de diferencias culturales puede proponer la legitimidad de su
propia perspectiva, o si se prefiere, de su propia capacidad y potencialidad de
verdad, lo cual no sólo convalida una verdad particularizada, sino que puede

19. Si bien N ieztsche en otros textos desarrolla propuestas que cuestionan esta afir­
m ación, considero que la tendencia fuerte de su pensam iento plantea a la razón y a la
moral como instrum entos para vivir y, sobre todo, como instrum entos de la voluntad
de poder.
I-as ausencias ideológicas y el retom o de lo «local» 155

conducir a sostener que sólo los miembros de una cultura o de un grupo deter­
minado (grupo étnico, grupo religioso, género) pueden realmente conocer su
realidad (véase el capítulo 5). El desarrollo del particularismo cognoscitivo ha
tenido notable continuidad hasta la actualidad y posibilita legitimar las concep­
ciones basadas en distintos tipos de «diferencias», incluidas las étnico-racistas
o directamente racistas y sus propios criterios de verdad. Si es una comunidad
interpretativa la que establece los criterios de verdad como parte de su propia
racionalidad cultural, las posturas racistas y étnico-racistas, tal como ocurrió
entre 1930 y 1940 especialmente en Alemania, alcanzan legitimación antropo­
lógica, epistemológica y política, dado que pueden constituir también comuni­
dades interpretativas de autorreconocimiento, identidad, pertenencia y acción.
J Si bien estas características estaban implícitas no sólo en la metodología
relativista, sino en los procesos políticos y académicos desarrollados entre los
años treinta y los cuarenta, durante los setenta se pasa de un reconocimiento de
la racionalidad de cada cultura y de su verdad, a un relativismo gnoseológico
que convierte todo saber por científico que fuera en interpretación. Dentro del
campo antropológico, y más específicamente de la antropología médica, se
pasa de reconocer la legitimidad cultural de todo saber curativo, desde los tra­
dicionales, populares y alternativos hasta el saber biomédico, a concluir que no
pueden establecerse criterios universales de verdad y/o de eficacia, dado que la
verdad y la eficacia dependerán de los criterios construidos y usados dentro de
una comunidad de significación. Concepción, y lo subrayo, que frecuentemen­
te se traduce en que tanto una parte de los que impulsan el saber biomédico y,
por otra, los defensores de los saberes etnicistas o alternativos, afirmen fá sic a ­
mente la superioridad, verdad y eficacia diferencial de cada uno de ellos.
Mientras que para un sector de los construccionistas la cuestión radica en
afirmar que cada saber refiere a cada contexto de interpretación (y de usó),
según lo cual los miembros de un contexto aprenden a saber y a utilizar dichos
saberes y a considerarlos verdaderos; los actores de tales saberes tienden cada
vez más a vivir en contextos de significación en que operan saberes proceden­
tes de muy diferentes comunidades de significado, y que los actores utilizan
pragmáticamente. Pero salvo en corrientes minoritarias, dentro del pensamien­
to socioantropológico se reitera un modo de pensar la realidad donde las tran­
sacciones suelen estar ausentes. Mientras la antropología describió culturas
156 L a parte n eg ad a de la cu ltu ra

homogéneas, u homogeneizadas imaginariamente,20 pudo permanecer en un


relativismo más o menos aislacionista que acentuaba los caracteres idiosincrá­
sicos propios sin incluir los procesos que evidenciaban la constante inclusión e
integración de saberes devenidos de sus transacciones sociales. La orientación
de los estudios antropológicos hacia culturas «complejas» y, sobre todo, hacia
la propia sociedad caracterizada por la presencia de diferentes actores sociales
condujo no sólo a reconocer la existencia conjunta de saberes diferentes, sino
también diferentes criterios de verdad funcionando simultáneamente y que
conciernen a intereses, objetivos, necesidades particulares que algunos autores
describen en términos de hegemonía/subalternidad.
En los diferentes campos de la antropología, pero particularmente en los
estudios del proceso de salud/enfermedad/atención, se «descubre» que el
cuerpo, las adicciones o las enfermedades y sus metáforas son construccio­
nes socioculturales, y no criterios objetivos de la realidad de los cuerpos, del
alcoholismo o del sida. Se «descubre» que los diagnósticos médicos no son
sólo diagnósticos técnicos sino criterios de cura y control, de tal manera que el
saber biomédico, como el saber de los diferentes grupos técnicos y sociales, se
constituye a partir de una comunidad de interpretación que lo legitima objetiva
y subjetivamente (Menéndez, 1979 y 1990a).
Varias de estas propuestas posibilitan la descripción e interpretación de
aspectos frecuentemente omitidos u opacados, pero la absolutización de sus
propuestas en torno a un solo actor (saber biomédico o saber médico tradicio­
nal) tiende a limitar o directamente sesgar dicha posibilidad. En la mayoría de
las tendencias interpretativas dominan dos concepciones complementarias: en
primer lugar la concepción antropológica de que toda cultura desarrolla una
racionalidad propia, es resignificada en que términos de que dicha racionalidad
es equivalente a la verdad. Y en segundo lugar, la cultura tiende a ser pensa­

20. Como hem os señalado reiteradamente (M enéndez, 1981, 1982, 1984, 1985, f990a
y 1996), los trabajos preocupados por el saber tradicional de los grupos étnicos exclu­
yeron describir y analizar el papel cada vez mayor cumplido por los medicamentos pro­
cedentes de la biomedicina, de tal m anera que las etnografías tanto generales como las
centradas en el proceso de salud/enfermedad/atención, no daban cuenta o lo hacían en
forma muy reducida del uso, significación y eficacia terapéutica de estos medicamentos
dentro de los saberes comunitarios. Algunos de dichos medicamentos son de los más
usados y los de mayor eficacia respecto de una parte de los principales padecimientos
que inciden en la morbimortalidad de estos grupos. Pero la orientación teórico/metodo­
lógica dominante los excluía o secundarizaba en las descripciones etnográficas.
I ,ns ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 157

da en términos de homogeneidad y ahistoricidad reduciendo o eliminando las


transacciones que en su interior operan a nivel sincrónico e histórico.
Las consecuencias de este relativismo cultural y gnoseológico pueden ser
'.uperadas, según algunos autores, a través de una suerte de acuerdo perma­
nente entre las diferentes perspectivas de «verdad» que juegan en situaciones
específicas; mientras que otros antropólogos permanecen en una neutralidad
valorativa congruente con el relativismo que sustentan. Pero si bien estas pro­
puestas, incluida las de Geertz, remiten a Durkheim, Nietzsche y al historicis-
mo alemán, suelen desconocer o al menos no incluir, las implicaciones políti­
cas e ideológicas que sobre todo el historicismo tuvo para la situación europea
y especialmente para la realidad alemana. Como sabemos, el historicismo se
desarrolló desde el siglo xvm básicamente como método, para desde finales del
siglo xix constituirse además en una forma de interpretar el mundo a partir de
considerar toda verdad como relativa, acotada a épocas y formas culturales es­
pecíficas, y en consecuencia, a cuestionar la existencia de una razón universal.
I I relativismo historicista colocará el eje de sus intereses en dar cuenta de la
autenticidad o profundidad de una cultura, ya que lo que distinguiría a la his­
toria como conocimiento no es la diferenciación entre lo verdadero y lo falso,
sino la comprensión de una cultura, de tal manera que a través de Spengler
sostendrá que: «El conocimiento ya no se dirige a las cosas y a los aconteci­
mientos en el sentido de que a sus resultados corresponde una significación
objetiva y transubjetiva, sino que sus resultados son una expresión del alma
propia» (Barth, 1951, p. 270).
Los antropólogos como Geertz proponen una actitud similar para la an­
tropología en relación con la verdad/falsedad, pero sin incluir lo que tem pra­
namente planteó Dilthey y llevó a sus últimas (?) consecuencias una parte del
historicismo alemán, para quien la decisión respecto de lo falso/verdadero
«está en la facticidad irracional. La últim a razón del mundo es... la facticidad
pura» (citado por Barth, 1951, p. 274). La negación de una razón universal y,
sobre todo, el relativism o cultural y gnoseológico, será «superado» a través
de la facticidad, pero la facticidad no en abstracto y no reducida a los textos
construidos por la antropología - o por historiadores, filósofos o sociólogos-
sino una facticidad generada en las relaciones y voluntades de poder, que
refieren a los sujetos y grupos que pueden imponer el poder, es decir, su ver­
dad. Será en las prácticas donde se defina la relación verdadero/falso, de tal
manera que la eliminación de la relación verdad/falsedad en la interpretación
antropológica no elimina la relación falso/verdadero en la realidad social,
158 L a parte n e g ad a de la cu ltu ra

dado que ésta será impuesta en la práctica de los hechos, aun cuando sea
negada en la realidad de los textos.
A veces pienso que la conversión de la realidad en texto para ser interpreta­
do favorece la posibilidad de anular la facticidad o de remitirla exclusivamente
a procedimientos «literarios», de tal manera que la facticidad pasa a ser «la ex­
periencia», «el estar ahí», el trabajo de campo a través de los cuales se obtiene
la información para producir textos interpretados en términos de su significa­
do, pero sin incluir los procesos a través de los cuales los significados expresan
e imponen uno u otro criterio de verdad en la vida cotidiana.
Si bien sobre todo las orientaciones interpretativas impulsaron la noción
de ideología como sistema cultural cuestionando las concepciones marxistas
que reducían lo cultural a lo ideológico, que consideraban al actor local como
expresando parcialmente las ideas de las sociedades dominantes, que descono­
cían o consideraban secundario que las representaciones sociales expresaban
significados culturales que formaban parte de la vida, del saber, de la identidad,
de la experiencia de los sujetos y grupos más allá de quienes las construyeran o
manipularan. Pese a ello sus propuestas tendieron nuevamente a aislar lo local
limitando comprender la dialéctica real de los procesos que estaban analizan­
do, y encontrando exclusivamente en lo local la posibilidad de certidumbre.
Condujeron a convalidar toda realidad, por negativa que fuera aun para los
miembros de la comunidad, y a excluir lo ideológico aunque esta dimensión
explicara las funciones de la negatividad.
La reacción antiideológica se dio como un rescate de lo dado, de la manera
de definir, construir y aceptar el mundo por los actores, de recuperar los signi­
ficados que éstos dan a los hechos, sujetos y objetos, frente a toda una serie de
críticas desarrolladas durante los años cincuenta y sesenta a la cultura enten­
dida como adaptación, conformidad, y que tenía como referencias no sólo al
nazismo y al estalinismo, sino a la «muchedumbre solitaria». Y así se generó
un interesante proceso ideológico según el cual la realidad entendida como lo
que esta ahí, como lo que funciona, pasó de ser cuestionada como conformista
en los cincuenta y sesenta, a ser convalidada como verdad en los setenta.
Los cuestionamientos a la realidad entendida como conformidad y adapta­
ción proceden de diferentes corrientes teóricas tanto socioantropólogicas como
psicológicas, y se expresaron tempranamente dentro de tendencias psicoanalí-
ticas y antipsiquiátricas que en gran medida reaccionaron contra una noción de
cultura y de la relación sujeto/cultura que tendía a convalidar lo dado como lo
«normal» entendido como correcto en el interior de un sistema social específi-
I ¡is iiusencias ideológicas y el retorno de lo «local» 159
i o. Desde esta perspectiva, Bastide(1967 [19651) consideraba que la antropo­
logía analizaba muy poco los procesos de adaptación social, dado que podían
evidenciar que el sistema cultural tendía a generar sujetos conformistas. Fue
•i través de autores que analizaron la relación normalidad/anormalidad que se
generaron las principales críticas a esta concepción implícita en gran parte del
pensamiento antropológico, y especialmente del relativismo cultural. De ahí
que, por ejemplo, Devereux, analizando problemas de salud mental en grupos
étnicos, concluyera «que la adaptación social no es, desde el punto de vista
psiquiátrico, un signo de salud mental, ya que el conformismo puede adoptar
formas patológicas; y subrayando que la desadaptación es más bien una con­
secuencia que la causa de los trastornos mentales poniendo así al descubierto
el postulado oculto del relativismo Cultural: los individuos pueden estar enfer­
mos, pero la sociedad es siempre y necesariamente normal» (Bastide, 1967, p.
98; véase también Devereux, 1973).
Considero que las propuestas antiideológicas a través de afirmaciones
parcialmente correctas favorecieron la desaparición de este tipo de proble­
máticas, pues tendieron, por ejemplo, a convalidar toda realidad cultural por
«conformista» que fuera. Si bien es correcto afirmar que los sujetos viven,
aprenden, perciben la realidad a través de sus propias experiencias culturales
y locales, y que éstas constituyen sus principios de verdad, así como afirmar
que la realidad y la verdad se define a partir de situaciones específicas, es
decir, que no hay verdad para los actores más allá de lo que ellos viven como
realidad; dichas afirmaciones se ideologizan cuando reducen la realidad a la
descripción exclusiva del punto de vista del actor, que puede ser un sujeto,
una comunidad o una cultura. Reconocer que la realidad significa «verdad»
liara los que la viven nos parece correcto en términos metodológicos e in­
cluso de acción, pero siempre y cuando no sacralicemos como verdad dicha
realidad, sino que la refiramos al juego de las relaciones entre los diferentes
actores, incluido el juego del investigador.
Elias genera, a mi juicio, un notable análisis sobre el antisemitismo nazi
que ejemplifica lo que estamos proponiendo, al subrayar que para los nazis y
para parte del pueblo alemán el antijudaísmo formaba parte de su sistema de
creencias culturales y no sólo constituía un fenómeno ideológico. La política
de exterminio judío no fue sólo un medio para obtener resultados inmediatos
en términos materiales o políticos, sino que era parte de la cosmovisión nazi;
y si bien el nazismo desarrolló la mentira intencional respecto de los judíos,
los nazis se caracterizaron por la fuerza y sinceridad de sus convicciones co­
160 L a p arte n eg ad a de la cultura

lectivas. «Both the victory and the faillure of the National Socialist movement
remain incomprehensible if account is not taken o f the strongly idealistic
element in their beliefs which often made the Fhürer and his followers blind
to consideration other than those dictated by their creed, occasionally allowing
them to see the world entirely in the light o f their own hopes and wishes»
(Elias, 1996, p. 330). El nazismo trató de convertir al antijudaísmo, incluso en
términos de etnocidio, en «cultura como verdad», montándose sobre caracte­
rísticas existentes en la sociedad europea y no sólo alemana.
Pero asumir que las cosmovisiones de un grupo religioso, de un grupo ét­
nico o de los nazis constituyen la «verdad» para los mismos, no implica -a l
menos para nosotros- que respecto de ninguno de estos actores asumamos
su verdad como la verdad; y justam ente esto es lo que conscientemente o no
concluyen determinadas orientaciones socioantropológicas, que al excluir la
dimensión ideológica de sus descripciones y análisis o al reducirla a sistema
cultural legitiman exclusivamente lo dado.21
Desde los ochenta el desarrollo de corrientes en las cuales se articulan pro­
puestas marxistas, fenomenológicas e interaccionistas simbólicas ha conduci­
do a la recuperación de la dimensión ideológica al analizar problemas como
nutrición, sida o esquizofrenia o sobre las funciones de cura y control de la bio-
medicina y de otros sistemas médicos, en los cuales emerge el papel que la en­
fermedad puede cumplir en las negociaciones entre los grupos o las funciones

21. Las orientaciones relativistas en ciencias sociales e históricas tienen dificultades


para analizar los procesos en términos evaluativos, si los mismos cuestionan las organi­
zaciones étnicas, comunitarias o nacionales, por lo cual tienden a colocar la causalidad
y responsabilidad de determinados procesos en los individuos y no en la cultura, o a
considerar que dichos procesos constituyen hechos excepcionales. Las consecuencias
generadas por el nazismo, si bien fue referida a las características de la sociedad alem a­
na, incluso a través de los estudios del «carácter nacional», fue sobre todo referida al
papel de los dirigentes nazis y especialmente al de Hitler, de tal m anera que fue su lo­
cura, su carisma, su capacidad de liderazgo y/o su antisemitismo, las principales causas
de este proceso histórico, y no las diferentes fuerzas sociales de la comunidad étnica y
nacional alemana. Esto sigue vigente hasta la actualidad, y así observamos que en uno
de los más difundidos trabajos actuales de revisión del papel de Hitler, al analizar las
políticas eugenésicas alemanas, y especialmente la exterminación de una parte de los
enfermos mentales por los médicos, Kershaw (2000) concluye que si bien la idea de
«destrucción de la vida indigna de ser vivida» era una concepción previa a los nazis,
la decisión de aplicar, sistemáticamente la eutanasia a los enfermos mentales obedecía
directa y exclusivamente a Hitler, cuando la documentación indica que fue impulsada
por una parte de los genetistas, antropólogos físicos y sobre todo médicos alemanes.
I ,iis ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 161

ilc control o legitimación que diferentes etnomedicinas desarrollan respecto de


m i s grupos. Esto ha sido especialmente impulsado por la antropología médica

(Tilica, pero en los últimos años algunos importantes antropólogos adheridos a


posiciones fenomenológicas como Good (1994), comienzan a reconocer que la
cultura expresa significados verdaderos, pero significados que también pueden
expresar intereses, manipulaciones y mistificaciones, señalando que la cuestión
central radica no sólo en reconocer la significación de la dimensión ideológica,
■ino en evitar caer en las explicaciones mecanicistas y superficiales utilizadas
por todo un sector de antropólogos influidos por el marxismo. Good descubre
cu consecuencia que el poder colonial, o el de las elites económicas o de la pro-
lesión médica desarrollan intereses específicos que pueden conducir a manipu­
la r las representaciones y las prácticas de los conjuntos sociales sobre el proce-
;o de salud/enfermedad/atención. Descubre además que esto ocurre dentro de
i elaciones sociales donde pueden desarrollarse procesos de resistencia en los
grupos sociales dominados, los cuales pueden expresarse a través de cuadros
de enfermedad mental y/o física. Pero, no obstante, Good sigue subrayando
las dificultades que para los antropólogos tiene interpretar la cultura del otro
en términos de falsa conciencia o de mistificación. Las «nuevas» propuestas
de Good refieren a hechos conocidos y analizados en la producción y uso del
conocimiento, y más que expresar sus temores a determinados mecanicismos
marxistas evidencia las limitaciones que tiene la producción antropológica in-
lerpretativa al trabajar con la dimensión ideológica, así como de manejar lo
simbólico articulado con lo económico-político, pese a reconocer la existencia
de procesos ideológicos en las problemáticas que describen e interpretan.
No debería confundirse el uso m ecanicista de la dimensión ideológica
con su negación o falta de pertinencia, ni reducir lo ideológico a falsa con­
ciencia ni identificarlo con la oposición a lo científico, sino que lo ideológico
debe ser recuperado básicamente como un instrumento que simultáneamente
constituye la realidad y tam bién puede operar como crítica de la realidad.
Una crítica que no niega que los saberes que m anejan los grupos son «ver­
dad» para una parte de ellos, pero que esto no supone convalidarla como
«verdad». Frente a la noción de «cultura» o de «ciencia» como verdad, la
dimensión ideológica desarrolla la crítica de la realidad, que incluye los usos
de la ciencia y de la cultura.
El reconocimiento de que para los sujetos y los grupos su cultura es incons­
cientemente «verdad», no implica que lo sea para todos los actores sociales, y
menos aún que constituye «la» verdad, ni que no deba ser cuestionada más allá
162, L a pa rte neg ad a de la cu ltu ra

de que la comprendamos. Si un grupo determinado desarrolla saberes racistas,


homófobos, clasistas o antifemeninos, no implica que los aceptemos metodo­
lógicamente pero los rechacemos en términos morales o políticos, justamente
porque la inclusión de la dimensión ideológica y de la perspectiva relacional
conduce a colocar el núcleo de la descripción e interpretación en las relaciones
entre los diferentes actores significativos.
Desde nuestra perspectiva la inclusión de lo ideológico supone tratar de
entender críticamente cómo se han constituido y usado los saberes, y propo­
ner alternativas de acción. La teoría de la ideología desarrollada a partir de
Gramsci implica describir y analizar el saber de los conjuntos sociales no sólo
para comprenderlos, no sólo para reconocer su lógica sociocultural, sino para
cuestionarlos y para reconocer y/o impulsar la necesidad de modificarlos, a
partir de su propia lógica y cultural.
La importancia de la dimensión ideológica se ha desarrollado reciente­
mente dentro de la antropología estadounidense a través de una recuperación
ambigua de las propuestas gramscianas sobre las relaciones de hegemonía/
subaiternidad que, como sabemos, propone que la hegemonía se desarrolla y
se confirma a través del sentido común de las clases subalternas, al convertirse
la cultura (ideología) hegemónica en parte de la identidad de dichas clases, de
su forma de pensar, de actuar, de relacionarse con las clases hegemónicas. Para
Gramsci, la cultura (ideología) no constituye un sistema de representaciones
sociales falsas mecánicamente impuestas a los sectores subalternos, sino que a
través de la cultura (ideología) dichas clases viven parcialmente su cotidiani­
dad, la producen y reproducen confirmando la hegemonía, pero también cues­
tionándola en determinadas esferas de la cultura.
Pero Gramsci propone esta concepción desde una perspectiva clasista no
reducida a lo local, y donde las relaciones de hegemonía/subalternidad consti­
tuyen elementos básicos de las relaciones de clases. Es en función de ello que
Gramsci plantea la necesidad de desarrollar una crítica no sólo de la ideolo­
gía dominante, sino también del sentido común, del saber popular subalterno,
dado que dentro de éste operan unificadamente elementos hegemónicos y no
hegemónicos que en función de las situaciones y relaciones específicas pueden
o no dar lugar a procesos contrahegemónicos. El planteamiento de Gramsci
distingue en consecuencia la existencia de criterios de verdad/falsedad operan­
do dentro de relaciones de hegemonía/subalternidad, por lo cual gran parte del
I .as ausencias ideológicas y el retorno de lo «local» 163

trabajo intelectual consiste en describir, objetivar y cuestionar los mecanismos


de hegemonía, es decir, de lo dado.22
Considero que estas y otras propuestas (Menéndez, 1980, 1981, 1990 y
1996) cuestionan la utilización de Gramsci a través de un análisis exclusi­
vamente centrado en lo simbólico tal como se está dando en una parte de la
antropología norteamericana, y cuyas limitaciones se evidencian'al contrastar
con los autores que describen y analizan los procesos simbólicos a través de
las relaciones de desigualdad socioeconómica y de diferencias culturales den­
tro de las cuales operan (Comaroff, 1985, 1992, 1993; J. y J. Comaroff, 1991;
Frankenberg, 1986 y 1988; Gledhill, 1993 y 1994), y que constituyen una al­
ternativa a pensar la realidad como dada, evidente, manifiesta, verdadera y, so-
J bre todo, como una realidad en la cual juegan procesos que tratan de producir
cohesión/integración -u n o de los objetivos de la hegem onía-, pero dentro de
situaciones que evidencian heterogeneidad, diferencias, desigualdades y con-
llictos entre diferentes tipos de actores significativos en términos de género,
ile religión o de etnicidad, pero también de clase, según sean los problemas en
torno a los cuales desarrollan sus relaciones dichos actores sociales.

22. A través de varios trabajos sobre procesos de salud/enfermedad/atención he tratado


ilc aplicar esta perspectiva gram sciana articulada con el interaccionismo simbólico y
oirás corrientes teórico/metodológicas, colocando el peso en el papel hegemónico de la
biomedicina y en las transacciones desarrolladas con los sectores subalternos (Menén-
ilcz, 1978, 1981, 1982, 1982-1983, 1984,1990’, 1996).
3.
El cólera: ¿es sólo una metáfora?

Durante las décadas de 1970 y 1980 la antropología social ha tomado escasa­


mente en cuenta las consecuencias ideológicas, epistemológicas, sociales y
políticas generadas por la constante expansión de las teorías, interpretaciones
y sobre todo, intervenciones biológicas sobre el campo de la subjetividad, la
sociedad, la cultura y, por supuesto, del proceso de salud/enfermedad/aten-
ción, lo cual contrasta con la importancia dada a algunos de estos procesos
entre 1930 y 1950.
Durante la primera crisis analizada (1930-1940), la antropología produjo
respecto de la cuestión racial un modelo explicativo según el cual la cultura y
sus individuos eran explicables básicamente por la cultura, por la dimensión
simbólica. Esta concepción se convirtió en hegemónica y no sólo en antropo­
logía. Pero toda una serie de investigaciones y propuestas explicativas reim-
pulsadas desde los cincuenta fueron poniendo cada vez más en duda dicha in­
terpretación antropológica. El notorio silencio de la mayoría de la producción
de nuestra disciplina sobre dichos trabajos, salvo respecto de la sociobiología,
expresa, a nuestro juicio, no sólo el peso de las orientaciones dominantes, sino
las limitaciones o tal vez el desinterés para enfrentar este problema. Tanto las
teorías de la práctica, del discurso como de la intencionalidad siguen desarro­
llándose como si la ingeniería genética no existiera, como si el sida fuera ex­
clusivamente un problema cultural, como si el cólera fuera solamente una m e­
táfora. Más aún, las tendencias multiculturalistas y poscolonialistas han tenido
la capacidad inusitada de cuestionar reiteradamente el racismo sin reflexionar
sobre los avances constantes de las orientaciones y prácticas biologicistas en
la vida cotidiana, pese a las reiteradas interpretaciones biorraciales sobre la
incidencia del alcoholismo en los indios americanos o del sida en los nativos
1 6 6 ________________________________________________ L a p arte neg ad a de la cultura

africanos. La polémica desatada a finales de la década de 1980 en torno a la


interpretación biorracial del sida en las sociedades africanas1 se redujo a unos
escasos antropólogos sin interesar demasiado a la producción general de nues­
tra disciplina.

El retorno de lo biológico y la omisión de lo racial

Durante los años cincuenta, y a través de varios campos, se desarrollan de


forma sostenida investigaciones y explicaciones que hallan en lo biológico la
causa básica del comportamiento humano.
Las investigaciones etológicas dedicadas a estudiar el comportamiento de
diferentes especies animales generó toda una serie de explicaciones respecto
de las conductas del ser humano y especialmente sobre su naturaleza agresiva
y competitiva. Desde los sesenta asistimos a un incremento constante de inves­
tigaciones biológicas, bioquímicas y genéticas sobre las causas y desarrollos
de toda una variedad de comportamientos y padecimientos humanos. Así, la
esquizofrenia, las adicciones en general o la hiperkinesis infantil, pasan a ser
explicados por causas de este tipo. Toda una serie de enfermedades respec­
to de las cuales se venía planteando una causalidad biosocial, como pueden
ser determinadas formas cancerígenas o ciertas enfermedades ocupacionales,
tienden cada vez más a ser reducidas a explicaciones biológicas. El Proyecto
Genoma Humano y su vertiginoso desciframiento a mediados del año 2000
constituye la expresión científica, económico-productiva y simbólica más no­
toria de este proceso.2

1. La polémica se originó a partir de una interpretación biologicista que remite ex­


plícitamente la causalidad y desarrollo del sida a factores biológicos con claras impli­
caciones racistas. Véanse Rushton y Bogaert (1989), Rhuston (1990), Leslie (1990),
Owen (1990), McEwan (1990). Recordemos que durante esos mismos años surgieron
interpretaciones racistas sobre la incidencia del sida en la población negra norteameri­
cana y en la haitiana.
2. Mientras la reflexión antropológica niega o reduce el papel de la dimensión eco­
nómico-política, los usos posibles del genoma humano la colocan en el centro de la
problemática, dado que se están desarrollando intensas discusiones respecto de quienes
controlarán los usos industriales y comerciales de los descubrimientos, polémica que
desgraciadamente incluye a un escaso número de investigadores, pues la mayoría actúa
como funcionarios y profesionales preocupados por conseguir fondos para acelerar la
Kl cólera: ¿es sólo una m etáfora? 167

l’ero adem ás durante este lapso se im pulsa el papel de las tecnologías bio­
lógicas com o decisivas no sólo para la curación y prevención de enferm e­
dades y com portam ientos «desviados», sino para intervenir en aspectos de­
cisivos de la producción y reproducción hum ana. Las propuestas y técnicas
biológicas pasan a ser determ inantes respecto del control y/o planificación
de la natalidad, así como para posibilitar la reproducción «artificial» (fe­
cundidad in vitro), la posibilidad de escoger el seso del hijo antes de que
nazca, la clonación aprobada por ahora sólo para la producción de em brio­
nes hum anos con fines terapéuticos específicos, la posibilidad del cam bio
de sexo a través de varias tecnologías biom édicas com plem entarias, la po­
sibilidad de m odificar el cuerpo con objetivos de dem orar la vejez y prolon­
gar la juventud o de recuperar la apariencia de sujeto/objeto sexual.
A su vez, las investigaciones biológicas, más allá de que generen ex­
plicaciones causales, producen de form a creciente tecnologías que actúan
sobre los com portam ientos individuales y colectivos ya sea como medio
de control de sujetos considerados enferm os m entales, o sobre todo de los
com portam ientos «norm ales» ejercidos en la vida cotidiana. Se increm enta
continuam ente la producción y consum o de m edicam entos contra el dolor,
el sufrim iento, el insom nio, así como de fárm acos consumidos para poder
funcionar cotidianam ente en el trabajo, en el ocio, en la desocupación así
como en espacios públicos de relaciones sociales como en espacios pri­
vados de relaciones sexuales. Cada vez más sujetos necesitan consum ir
drogas generadas por la biom edicina para enfrentar duelos, separaciones o
enferm edades.
Las causas biológicas vuelven a ser utilizadas desde finales de los sesenta
para explicar la persistencia de la pobreza, el fracaso educativo y los com­
portamientos violentos. Entre la década de 1950 y la actualidad se ha busca­
do reiteradamente la causalidad biológica de la violencia, fenómeno que se
expresa en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana, desde las agresiones

realización de investigaciones sobre problemas con altas demandas por parte de los
conjuntos sociales. Es importante reconocer que las líneas de investigación que más
se impulsarán serán las que generen lo más rápidamente posible beneficios financieros
;i los inversores. De ahí que la investigación genética será impulsada hacia problemas
como la enfermedad de Alzheimer o la esterilidad masculina, que pueden tener una alia
rentabilidad a corto plazo.
168 La parte n eg ad a de la cultura

intrafamiliares hasta su actual desarrollo en los estadios de fútbol, pasando por


el incremento de los homicidios en países como Colombia y Brasil. La inves­
tigación biomédica desarrolla intermitentemente explicaciones depositadas en
alguna parte del cerebro humano o en determinados aspectos genéticos que
coinciden en detectar los sujetos violentos sobre todo en las clases subalternas:
«En la última década hemos podido comprobar,la creciente insistencia en los
argumentos deterministas biológicos; en atribuir a disfunciones cerebrales de
los individuos todos los problemas sociales, desde las violencias en las calles,
pasando por la pobre educación en las escuelas hasta los sentimientos de falta
de sentido de la vida que padece la mayoría de las amas de casa de mediana
edad» (Lewontin et al., 1991 [1984], p. 203).
El biologicismo supone la explicación del comportamiento humano, inclui­
do sus padeceres, por estructuras innatas; para el sociobiólogo Wilson (1974),
la religión, la competencia, la cooperación, la dominación masculina, la agre­
sión, son genéticas. Toda una serie de biólogos en los años sesenta y setenta
recuperan la idea de la existencia de una «naturaleza humana» que fuera cues­
tionada entre las décadas de 1930 y 1950 especialmente por los antropólogos,
y que es retomada por una parte de los etólogos. Eibl-Eiberfeldt (1977) sos­
tiene en la década de 1970 que el comportamiento humano está al menos en
parte pre-programado biológicamente. Y si bien este y otros autores incluyen
el papel de los factores sociales, los mismos aparecen como epifenoménicos
y/o no decisivos. La recurrente discusión entre medio ambiente y herencia que
parecía zanjada en los cincuenta a favor de los procesos socioculturales o de
una articulación entre lo cultural y lo biológico, es reinstalada una vez más a
partir de propuestas biologicistas. En los ochenta reaparecen en la producción
antropológica teorías biológicas, previamente descartadas, que explican diver­
sas instituciones humanas a través de la dimensión biológica (Cromk, 1991).3
Pero además de lo señalado, el incremento constante y sostenido de expli­
caciones centradas en lo biológico nos preocupa porque el biologicismo cons­
tituye el núcleo manifiesto en torno al cual se legitiman, al menos en parte, las
concepciones y acciones racistas, que siguen estando presentes, reaparecen o
comienzan a desarrollarse durante los setenta en numerosos contextos tanto de
países centrales como periféricos.

3. La rehabilitación de la teoría de Westermack sobre la aversión sexual innata que


existiría entre personas que viven continuamente juntas, simboliza, en mi opinión, el re­
torno de las explicaciones biologicistas dentro de la antropología. Véase W olf (1993).
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? 169

Ahora bien, respecto de estos y otros procesos no se generó, desde la dé-


rada de 1950 hasta la actualidad, una actividad significativa de investigación
y reflexión socioantropológica. Ya a finales de los sesenta, en un simposio
organizado por la Asociación Estadounidense para el Desarrollo de la Cien­
cia, M. Mead (1969) concluía que los antropólogos sociales no parecen de­
masiado informados ni preocupados por la cuestión racial, señalando además
(liic la información científica utilizada por los antropólogos en los sesenta era
mucho menor y de inferior calidad que la utilizada en las décadas de 1930 y
1940. Actualmente podríamos concluir lo mismo, lo cual no significa asumir
que respecto de los avances de las explicaciones y acciones biologicistas no
existan críticas, investigaciones y reflexiones, pero en su mayoría no proce­
den del campo antropológico, sino de los biólogos, de los genetistas, de los
psicólogos, de los investigadores interesados en la educación. En los últimos
liños algunos autores latinoamericanos han subrayado el escaso interés desa­
rrollado por la antropología social regional respecto de los procesos racistas
(Castellanos, 2000).
Sin embargo, esta trayectoria contrasta con un desarrollo disciplinario que
incluye cada vez más la enfermedad y su atención como objetivos de estudio, y
que dará lugar en los sesenta a la constitución de la antropología médica como
rama especializada de nuestra disciplina. Durante los cincuenta se intentó recu­
perar la unidad de la antropología inclusive por uno de los líderes teóricos del
desarrollo de la antropología médica a partir de recordar que la antropología
ora la única disciplina que estudiaba al hombre tanto en términos culturales
como biológicos, así como a través de un enfoque holístico que superaba las
tendencias factoriales dominantes en la mayoría de las disciplinas, de tal ma­
nera que el análisis antropológico del proceso de salud/enfermedad/atención
debía incluir la dimensión biológica, el medio ambiente físico, la estructura
social y la dimensión cultural (Caudill, 1958). No obstante, esta propuesta sin
embargo no se desarrolló en éstos términos, sino a través de la diferenciación
entre disciplinas en términos de antropología social y antropología biológica, y
dentro de la primera en términos de las orientaciones centradas en lo simbólico
o en lo económico-político por una parte y las que proponen una perspectiva
t'cológico-cultural que incluye la dimensión biológica por otra. De tal manera
que pese al desarrollo de la antropología médica, persiste y se acentúa en las
principales corrientes teóricas el escaso interés por el papel de la dimensión
biológica, por la articulación entre lo cultural y lo biológico y por la signifi­
170 La parte neg ad a de la cultura

cación de la constante expansión de las explicaciones biologicistas o de las


reacciones de los conjuntos sociales respecto de las mismas.
Esta situación se observa en la falta de interés de los antropólogos sobre
diversos procesos sociales vinculados a esta problemática pero cuya expresión
son exclusivamente sociales, como son los casos del desarrollo del movimiento
religioso creacionista y el incremento del rechazo a las concepciones evolucio­
nistas por sectores de la sociedad norteamericana, que consiguieron modificar
el contenido de los textos de enseñanza secundaria, lo cual dio lugar a una re­
acción e intensa labor de difusión a favor del evolucionismo, que fue impulsa­
da casi exclusivamente por científicos y profesionales dedicados a las ciencias
naturales, con muy escasa participación de los antropólogos sociales, que no se
preocuparon por estos procesos ni siquiera en términos de su desarrollo como
movimientos sociales antievolucionistas y creacionistas (Scott, 1997).
Pero esta situación no sólo se da en Estados Unidos, sino también en países
del tercer mundo donde dominan determinadas tendencias musulmanas, pero
también cristianas que se oponen a la evolución en nombre de la religión. Este
desinterés no sólo se expresa en el plano de las investigaciones, sino a nivel
docente, dado que la información y discusión sobre el evolucionismo biológi­
co y cultural han disminuido o directamente han desaparecido del currículum
formativo de los antropólogos.
El silencio antropológico es al menos interesante, dado que la instrumen­
tación ideológica y social de las explicaciones socioculturales y biológicas y,
sobre todo, su continua aplicación práctica, obedece en gran medida a nuevas
situaciones sociales, como el fenomenal incremento de la migración «clandes­
tina» a los países capitalistas centrales, pero también a situaciones que eviden­
cian la persistencia y la no solución de viejos problemas sociales. Una serie de
movimientos y procesos desarrollados en este lapso potencian la recuperación
del biologicismo y también del racismo; así, en Estados Unidos toda una serie
de hechos como el fracaso de la lucha contra la pobreza y la continua produc­
ción de pobres, y de pobres que en su mayoría son negros, hispanos y/o ame­
rindios; el incremento de las «patologías y desviaciones sociales» (homicidios,
adicciones); el fracaso de la escolarización observado en particular en pobres
y grupos étnicos; la emergencia combativa de grupos hasta entonces caracte­
rizados por la pasividad social (en particular negros y mujeres), etc., favorece
la recuperación de explicaciones y acciones racistas, máxime cuando se hace
evidente que las medidas aplicadas no solucionan el problema de la pobreza,
de la violencia, ni de las adicciones a medio o a largo plazo: «La expansión del
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? 171

pensamiento y del argumento determinista biológico en los tempranos setenta


Iuc precisamente una respuesta a las demandas militantes cada vez más difíci­
les de atender [...] Para cada militancia hay una explicación biológica apropia­
damente confeccionada que la priva de su legitimidad» (Lewontin et al., 1991
11984], p. 36; S. Rose, 1979 [1976]). El desarrollo del determinismo biológico
V¡i sea referido a la raza o al sexo fue impulsado por el surgimiento de la «nue-
vn derecha» en Estados Unidos durante los ochenta (Morgan, 1993).
Pero es necesario subrayar que la recuperación de explicaciones e interven-
■iones biológicas no sólo obedece a estas instancias, sino que deben ser articu-
lildas con otras que responden a objetivos diferentes aunque complementarios.
Ya hemos señalado que determinadas formas de vida inciden en el desarrollo
e implementación de tecnologías biomédicas, y favorecen el surgimiento de
explicaciones y «soluciones» biológicas. Los nuevos usos del tiempo personal
por la pareja hombre/mujer o por uno de sus miembros, estrechamente vincu­
lados al desarrollo de determinados estilos de vida, favorece cada vez más la
no tolerancia de la denominada hiperactividad o de otros comportamientos de
los hijos; así como las limitaciones no sólo económicas sino sociales tienden a
una creciente exclusión de los ancianos del medio doméstico. Paralelamente,
lii necesidad de las instituciones hospitalarias, en especial geriátricas y de sa­
lud mental, de reducir costos y de organizar m ejor los controles burocráticos
,sobre los pacientes impulsan funcionalmente no sólo la formulación de expli­
caciones biologicistas, sino sobre todo el uso de prácticas farmacológicas de
control, basadas en la aplicación de tranquilizantes tanto a niños y ancianos
como a enfermos mentales. Más aún, según algunos autores, una de las conse­
cuencias paradójicas de la despsiquiatrización hospitalaria en varios países, ha
sido el incremento del consumo farmacológico a nivel de la vida cotidiana. En
otras palabras, toda una serie de procesos disímiles y aparentemente no rela­
cionados, y desarrollados tanto a nivel de instituciones como de microgrupos,
se potencian para favorecer el uso de tecnologías biológicas.
Tales procesos refuerzan el papel no sólo de las interpretaciones biológi­
cas de la enfermedad, sino de la biomedicina, incluyendo el descubrimiento
por antropólogos, sociólogos y literatos de que en tomo a las enfermedades
se constituyen algunas de las principales metáforas de la sociedad, al menos
de la sociedad occidental, lo cual fue analizado para un amplio espectro de
padecimientos que van del alcoholismo al sida, pasado por la tuberculosis y el
dolor crónico.
Y es esta potencialidad metafórica que tienen los padecimientos para los
172 L a p arte neg ad a de la cultura

sujetos y grupos lo que debe ser reflexionado para reconocer las consecuen­
cias que puede tener la biomedicalización de la enfermedad. Desde fines del
siglo xix se ha propuesto que los nativos americanos tienen una predisposición
biológica que favorece el desarrollo del alcoholismo, y esta propuesta se ha
reiterado a lo largo del siglo xx pese a que también reiteradamente las propias
investigaciones biomédicas reconocen que no pueden demostrarlo. Durante
la década de 1990 especialistas en alcoholismo y cirrosis (Narro et al., 1999)
han propuesto que la cirrosis hepática incide en forma diferencial en grupos
indígenas mexicanos debido a causas de tipo biológico y del tipo de bebida
alcohólica consumida (pulque), aun cuando hasta ahora sólo constituye una
inferencia epidemiológica de tipo estadístico.
Pero más allá de que esta afirmación sea o no correcta, lo que me pre­
ocupa es la formulación de explicaciones técnicas que pueden reforzar estig-
matizaciones racistas. Subrayo que la cuestión no radica en negar u ocultar
los hechos, sino en evidenciarlos y no sólo a través de conjeturas que hasta
ahora no pueden demostrarlo. En este como en otros casos, y más allá de la
intencionalidad de los autores, el saber biomédico parece no reparar en que la
formulación de este tipo de interpretaciones pueden ser usadas con objetivos
racistas inclusive por el propio personal de salud.
La enfermedad y la biomedicina constantemente son utilizadas para re-
significar procesos económico-políticos en términos de enfermedad, de tal
manera que tanto la desnutrición imperante en varias regiones de Brasil, y
especialmente en el noreste (Sheper-Hughes, 1997), como la masa creciente de
personas que no tienen vivienda donde vivir en Estados Unidos, tienden a ser
analizados y a encontrar «soluciones» no en términos socioeconómicos, sino
en términos de problemas de salud, inclusive de salud mental, que en el caso
de los sujetos «sin vivienda» aparece relacionado con el proceso de deshospi­
talización psiquiátrica (Mathieu, 1993).
Uno de los procesos intersticiales más opacados a través del cual podemos
observar la expansión de la biomedicalización es el que concierne al continuo
aumento de la esperanza de vida en prácticamente todas las sociedades, pero
especialmente en las capitalistas desarrolladas, así como al incremento cons
tante de sujetos que padecen enfermedades, invalidez o adicciones crónicas o
cronificadas. De sujetos cuyos padecimientos son detectados a edades cada vez
más tempranas, por lo cual se amplía constantemente una población caracteri­
zada por vivir la mayor parte de su vida con un determinado padecimiento. De
tal manera que un sujeto que a los quince años le detectan diabetes desarrollará
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? _____________________________________________ 1 7 3

mu vida a través de su enfermedad, io cual significa no sólo que algunas de sus


actividades deberán reorganizarse en torno a su padecer, sino que éste es parte
ilc su manera normal de «estar en el mundo» y/o de su identidad como sujeto.
I’ero este estar en el mundo no sólo normaliza lo patológico como parte de la
vida — hasta posiblemente despatologizarlo— , sino que normaliza el uso de
medicamentos y tratamientos biomédicos, por lo menos para algunos sectores
sociales, que en determinados países tanto centrales como periféricos son los
mayoritarios. Este tipo de procesos, que es parte sustantiva de la vida de los
aijotos y grupos, normaliza la biomedicalización como parte de los saberes y
experiencias cotidianas.
Ahora bien, este avance más o menos silencioso y silenciado del biologi-
eismo en la vida cotidiana es correlativo del paso a primer plano en las ciencias
sociales de las concepciones construccionistas que radicalizaron las propuestas
elaboradas parcialmente por el culturalismo norteamericano entre 1920 y 1950,
para sostener que toda característica humana, incluidos el cuerpo, el sexo, la
enfermedad, las emociones o la raza constituyen construcciones sociales. El
eonstruccionismo cuestiona al biologicismo, al establecer que todo proceso,
por más biológico que sea, constituye siempre una construcción social en la
medida en que es utilizado por los grupos y sujetos humanos, de tal manera que
la infancia o la vejez pueden remitir a la dimensión biológica, pero se definen
a través de los usos y significados sociales.
Esta concepción que es inherente a las principales maneras antropológicas
tic entender la cultura, se articulará durante los sesenta y setenta con procesos
como la crítica a la psiquiatría, la descripción de las funciones de la ciencia,
ti el espectro de tendencias feministas, para proponer que el cuerpo, el sexo
o la enfermedad son «construcciones» y que los estudios sobre éstos y otros
campos no sólo son construcciones sino que contribuyen a «construir» los pa-
ileceres o los cuerpos, de tal manera que todo deviene construcción.
Esta orientación se observa en la crítica del saber médico y especialmente
ilcl proceso de medicalización, que denuncia la biologización y patologización
no solo de los padecimientos sino se toda una variedad de comportamientos.
Más aún, gran parte de los diagnósticos y tratamientos son observados como
instrumentos a través de los cuales los médicos construyen profesionalmente
los padecimientos básicamente a partir de indicadores biológicos, y desde esta
perspectiva el saber médico es considerado simultáneamente como una cons­
trucción social y como un constructor técnico de padeceres.
Se «descubre» que el saber biomédico desarrolla desde mediados del si­
174 L a p arte neg ad a de la cultura

glo xix explicaciones y técnicas que norm alizan científicamente la discrim i­


nación de sujetos y grupos sociales en térm inos biológicos, justificando la
intervención biomédica. Las concepciones y técnicas eugenésicas, así como
las esterilizaciones, son parte, desde finales del siglo xix, de un saber bio­
médico que fue aplicado inicialmente a la población de los países de mayor
desarrollo capitalista. En el caso norteam ericano la primera ley eugenésica
data de 1907, y la esterilización eugenésica fue perm itida hasta 1994, año
en el cual la esterilización forzada era todavía legal en dieciocho estados
respecto de locos, débiles mentales y violadores. Este «descubrimiento» se
dio previam ente en las décadas de 1940 y 1950, para ser olvidado y volver a
reaparecer durante los ochenta.
Sin embargo, la intensa crítica al saber biomédico desarrollada especial­
mente entre los sesenta y los ochenta, y que era referida no sólo a sus funciones
de control social e ideológico y a la biomedicalización de la vida cotidiana,
sino también a su ineficacia respecto de toda una serie de procesos de salud/
enfermedad/atención, no modificó demasiado las tendencias dominantes del
saber biomédico, que por el contrario, desde los ochenta reajusta su saber casi
exclusivamente en torno a la dimensión biológica, después de que durante un
lapso trató de articularlo con otras dimensiones que vuelven a ser excluidas
(Menéndez, 1978 y 1990b).
Es importante subrayar que el desarrollo paralelo del biologicismo, del
construccionismo y de la crítica a la biomedicalización no condujo a la consti­
tución de un campo conjunto de discusión teórica e ideológica sobre aspectos
decisivos que los implicaban mutuamente y respecto de los cuales habían ela­
borado orientaciones antagónicas.4 Esta carencia es más notoria porque varios
de los procesos enumerados, en particular los relacionados con la situación
de la m ujer y de los grupos étnicos, implicaban la necesidad de desarrollar
investigaciones y reflexiones sobre la relación entre lo cultural y lo biológico,

4. Dentro de las ciencias antropológicas, y especialmente de la antropología médica


se generó a finales de los ochenta y comienzos de los noventa un debate entre la antro­
pología médica crítica, las corrientes interpretativas y las bioculturales en el cual las
dos primeras cuestionaban la orientación bilogicista de las tendencias ecoculturales, así
como el dominio de una orientación que no sólo ignora el contexto sociopolítico dentro
del cual la antropología desarrolla su quehacer, sino el uso político de la investigación
biológica. El debate se caracterizó no obstante por el desarrollo de propuestas con­
vergentes. Véanse Armelagos et al. (1992); Blakey (1987): Leatherman et al. (1993);
Morgan (1993); Singer (1989a y 1993); Willey (1992 y 1993).
HI cólera: ¿es sólo una m etáfora? _ 175

máxime cuando desde la sociobiología y otras tendencias surgían argumentos


negativos respecto de las reivindicaciones planteadas por las mujeres, los gru­
pos étnicos y, otros actores sociales.
No obstante, debe reconocerse que hay una diferencia sustantiva entre la
trayectoria de los estudios sobre la mujer y los referidos a los grupos étnicos,
pues mientras que éstos prácticamente continuaron utilizando con escasas mo­
dificaciones el enfoque antropológico dominante respecto de la relación entre
lo cultural y lo biológico, los estudios sobre el género femenino, en particular
los desarrollados desde la antropología, impulsaron desde finales de los se­
senta investigaciones, reflexiones y acciones sobre el papel de lo biológico
en la situación de subordinación femenina, produciendo interpretaciones que
colocaban en el aparato reproductivo femenino la marca de la opresión, y pro­
ponían acciones sociales y personales para revertir las consecuencias de esa
impronta biológica (Firestone, 1970; Rose y Hanner, 1979).
En consecuencia, durante los sesenta y setenta la discusión sobre la rela­
ción naturaleza/cultura se convirtió en uno de los ejes de reflexión teórica e
ideológica de los estudios sobre género, teniendo como trasfondo la masa de
material antropológico y psicológico producida entre los treinta y los cincuen­
ta, en particular por el culturalismo norteamericano articulado con propuestas
psicoanalíticas, existencialistas y marxistas.
La postura inicial tendió a asumir la existencia de diferencias biológicas,
pero consideradas como no decisivas, centrando la explicación de la opresión
en los procesos económicos, sociales y culturales. Junto a ésta, otras inter­
pretaciones cuestionaron la importancia de las diferencias biológicas, hasta
incluso negarlas, proponiendo como sus ejes explicativos el poder, lo eco­
nómico o lo psicológico. Desde los ochenta encontramos una visión bastante
homogénea, que irá abandonando hasta casi eliminar la discusión sobre lo
cultural y lo biológico, de tal manera que en la actualidad domina plenamente
la idea de que no hay una naturaleza femenina, sino que lo femenino constitu­
ye una construcción exclusivamente cultural.
Un segundo aspecto a subrayar es que esta discusión se dio básicamente
en la antropología norteamericana, y muy escasamente en las antropologías
europeas, aun cuando feministas norteamericanas asumieran como centrales
las propuestas de Sartre, Gramsci o de Beauvoir.
En el caso de los estudios de género en América Latina prácticamente no se
generaron investigaciones y sólo escasas reflexiones sobre esta problemática,
ya que se utilizaron las interpretaciones y tendencias dominantes en Estados
176 L a p arte neg ad a de la cultura

Unidos, es decir, no se dio realmente una elaboración propia sobre las relacio­
nes entre lo cultural y lo biológico.

De etnicidades y deslizamientos racistas

Pero respecto de los grupos étnicos no tenemos nada similar, pese a que du­
rante los sesenta y setenta, junto con la emergencia y movilizaciones de los
grupos étnicos subalternos, surgen sectores sociales que se asumen como racis­
tas o etnorracistas, que generalmente no suelen ser reconocidos y/o incluidos
por los que reflexionan sobre las etnicidades y sobre las «diferencias», cuyas
elaboraciones se centran sobre la identidad étnica o nacional, escindidas de las
propuestas o de los deslizamientos étnico-raciales. Si bien ulteriormente cien­
tíficos sociales e historiadores analizarán el denominado «racismo cultural»,
y especialmente toda una serie de estudios culturales recuperará la discusión
sobre el racismo, la referirán casi exclusivamente al racismo «blanco» y escin-
dido de las relaciones organizadas en tom o a la etnicidad y mucho más de los
avances del biologicismo.
Estas ausencias contrastan con toda una serie de procesos organizados en
tom o a las relaciones interétnicas y entre nacionalidades que dieron, y siguen
dando, lugar a situaciones caracterizadas en numerosos casos por la extrema
violencia traducida en masacres e incluso etnocidios -e n varios casos silen­
ciados-, en las cuales el cuerpo del otro fue y es cosificado política, racial, ét­
nica y/o religiosamente. Si bien algunos de estos conflictos se expresan bási­
camente a través de las dimensiones ideológico-política y económico-política
(El Salvador, Camboya), en la mayoría los conflictos y masacres se expresan
a través de problemáticas étnicas, religiosas o nacionales (Palestina, Ruanda,
Burundi, Uganda, Suráfrica, Kurdistán, Indonesia, Bosnia, Kosovo, Cheche-
nia, Afganistán, Irlanda). Más aún, algunos conflictos cuyas características
a nivel manifiesto aparecen como políticos, evidencian, sin embargo, que la
mayoría de la población asesinada, torturada y vejada es la de origen indí­
gena, como es el caso de Guatemala. Respecto de al menos algunos de estos
conflictos se ha pretendido que no constituyen fenómenos de tipo racista, pese
a que una parte establece en la práctica una diferencia radica e incompatible
con el otro, traducida en las políticas de «limpieza étnica» propiciadas por
algunos de estos movimientos.
I•',! cólera: ¿es sólo una m etáfora? 177

Pero además en este período se desarrollan recurrentes episodios de violen­


cia racial en varios países europeos y en Estados Unidos respecto de población
inmigrante de América Latina, de Asia y de África, que se expresan no sólo
a través de actos más o menos aislados, sino de políticas estatales, como en
listados Unidos, donde los más altos porcentajes de detenidos en prisiones, y
en particular los sujetos condenados a muerte por la justicia civil, pertenecen a
«minorías étnicas», es decir, negros, hispanos y amerindios. Actualmente, los
negros y los hispanos constituyen el 56 por 100 de los condenados a muerte y
el 42 por 100 de los ejecutados, y estos porcentajes se están incrementando, ya
que durante 1998 y 1999 el 75 por 100 de las peticiones de penas de muerte
han sido para miembros de estas minorías, especialmente para los negros. Esto
debe correlacionarse con el incremento de la denominada «brutalidad policial»
que durante los ochenta y noventa se ha centrado en las minorías étnicas, y
tal vez con el hecho de que el 98 por 100 de los jueces en Estados Unidos son
blancos.
Correlativamente surgen grupos, movimientos o partidos políticos centra­
dos en lo étnico, en lo nacional o en lo racial, y en varios de ellos observamos
una síntesis de elementos culturales, políticos y racistas que se expresan en or­
ganizaciones políticas con alta expresión en el electorado de Austria, Bélgica,
Italia, Suiza o la actual Rusia.5
Varios procesos expresan el desarrollo o mantenimiento de prácticas racis­
tas; en las últimas guerras de «baja intensidad» desarrolladas por Estados Uni­
dos el mayor porcentaje de soldados muertos norteamericanos corresponden a
minorías étnicas, observándose una especial mortalidad de hispanos. En el ter­
cer mundo y especialmente en América Latina ciertas prácticas de control de la
natalidad se ejercen preferentemente en mujeres amerindias y negras en parte a
través de esterilizaciones aplicadas sin consentimiento. Todos estos episodios
evidencian la continuidad de prácticas racistas o si se prefiere de etnocentrismo
técnico, que aparecen normalizadas, en un caso, por instituciones militares y,
en otro, por instituciones médicas.
Diversos autores sostienen que dichos grupos no sólo pertenecen a mi­
norías étnicas, sino también a los estratos marginales y depauperados de la

5. Esto no supone reducir esta situación a los países capitalistas centrales, dado que
asumimos que una parte de las tendencias etnicistas desarrolladas en el tercer mundo,
explícita o a través de sus prácticas, desarrollan actitudes y representaciones de tipo
racista.
178 L a pa rte n e g ad a de la cultura

sociedad; y si bien gran parte de estas situaciones operan fenoménicamente


en términos étnico-racistas, no son comprensibles si no se las articula con las
condiciones de desigualdad y subaltemidad socioeconómica. Por lo cual consi­
dero necesario retomar el análisis de las diferencias en términos de articulación
clase/raza/etnia, ya que si bien es una articulación reconocida, no contamos
con explicaciones satisfactorias respecto de los procesos de exclusión/inclu­
sión que operan entre condiciones étnicas y de clase en los diversos contextos
latinoamericanos.
A principios del 2000 el Instituto de Investigaciones Aplicadas (IPEA) de
Brasil informó que los trabajadores negros ganan la mitad del salario percibido
por los blancos, pues mientras que éstos obtienen una media mensual de 403
dólares, los negros sólo reciben 187 dólares. La continuidad de esta situación,
pese al desuso del concepto de clase, se evidencia desde la década de 1960
hasta la actualidad a través de los resultados de las investigaciones sobre la
pobreza, marginalidad y deprivación económica y cultural desarrollados en
los años sesenta y setenta, así como de los trabajos referidos a la infraclase
( underclass) desarrollados especialmente en los años ochenta y noventa, en los
Estados Unidos, según los cuales son las minorías étnicas, y especialmente la
población negra, las que están en peores condiciones socioeconómicas, y las
que desarrollan la menor participación política (Fassin, 1996).
La información epidemiológica, especialmente la producida por la salud
pública de Estados Unidos, se caracteriza por utilizar la categoría raza para
describir y codificar las enfermedades y la mortalidad, evidenciando que son
los grupos raciales negro, hispano y, sobre todo, amerindio los que tienen
las más altas tasas de m ortalidad y morbilidad, y las menores esperanzas de
vida. Esto opera prácticamente en todos los campos, desde las investigaciones
sobre alcoholismo donde se observa que en la población amerindia las tasas
de mortalidad de los principales padecimientos relacionados con el consu­
mo de alcohol duplican y hasta cuadruplican las tasas de la población blanca
en términos de mortalidad (M enéndez, 1990b), hasta los trabajos sobre con­
taminación ambiental que comienzan a mostrar desde finales de los setenta
que las minorías raciales son las más expuestas a la polución, llegando a la
conclusión que la raza constituye el criterio más significativo para predecir
la relación entre condiciones de vida, morbimortalidad y toxicidad del medio
ambiente, lo cual conduce a algunos autores a hablar de «racismo ambiental»
(Grossman, 1993).
La existencia de esta información en la salud pública de Estados Unidos,
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? 179

es debido a que ha utilizado el indicador raza para describir y analizar los


padecimientos, pero procesos similares operan en otros países, aun cuando
permanecen «ocultos» por la falta de información. No obstante, una creciente
masa de investigación antropológica ha ido dando cuenta de esta situación en
las comunidades indígenas y rurales en diversos contextos incluido el mexica­
no (Mendoza, 1994; Menéndez, 1984;Nervi, 1999; Ortega, 1999).
El racismo cotidiano ha sido un fenómeno normalizado en A mérica Lati­
na, y puede ser observado en los recientes episodios de violencia racial hacia
bolivianos desarrollados en la provincia de Buenos Aires, así como en los
cánticos antisemitas y exhibición de símbolos nazis por ciertas «hinchadas»
de fútbol en Argentina. Pero el racismo no sólo adquiere características físicas
y simbólicas como las señaladas, sino que se expresa a través de ciertos com­
portamientos observados sobre todo en sociedades de América Latina cuya
población mayoritaria es de origen amerindio. En países como México los
medios de comunicación se caracterizan por proponer casi exclusivamente
modelos racistas, donde las actrices y los actores sobre todo los protagonistas
o las y los modelos que venden publicidad a través de sus cuerpos son inevita­
blemente blancas y blancos. Esto ocurre incluso cuando los actores centrales
representan personajes de clase baja, incluidas las empleadas domésticas cu­
yos rasgos rubios o güeros contrastan con los de la m asa del personal domésti­
co del país. Más aún, la trayectoria del cine mexicano evidencia el incrementó
de este tipo de exclusiones, dado que especialmente durante los cuarenta y
cincuenta, una parte significativa de los actores protagonistas, tanto mujeres
como varones, evidencian rasgos indígenas, lo cual prácticamente desapare­
cerá del cine actual.
Estos procesos expresan valores colectivos colocados en la blancura de la
piel y que se evidencia a través de toda una variedad de comportamientos que
han sido históricamente detectados pero escasamente analizados en su signi­
ficación racista en términos de hegemonía/subalternidad, como por ejemplo
la tendencia de las madres a blanquear la piel de sus hijos, práctica también
desarrollada por los adolescentes, especialmente mujeres, y para la cual no
sólo contamos con técnicas populares/tradicionales de «blanqueamiento» que
pueden adquirirse en los mercados populares, sino que en los últimos años se
lian incrementado a nivel de los medios de comunicación, y especialmente el
lelevisivo, los programas de publicidad que prometen a través de aplicaciones
cutáneas o de la ingestión de ciertas sustancias «aclarar tu piel más allá del
tono genético de origen», es decir, disminuir el tono oscuro de la piel, a través
180 L a p a rte n e g ad a de la cultura

de productos que fundamentan su eficacia en la tecnología científica con que


son elaborados.
Sin embargo, los antropólogos dedicados a las etnicidades en términos de
diferencia siguen anclados en el estudio de determinados aspectos simbólicos
incluso cuando tratan fenómenos vinculados al poder, ya que si bien especial­
mente en Estados Unidos algunos incluyen el papel que manifiesta o larvada-
mente cumplen las representaciones y prácticas de tipo racista o étnico-racista,
las analizan de forma unilateral, ignorando los procesos de deslizamientos ét­
nicos hacia el racismo. Una parte de estos estudios opera como si la descrip­
ción de ciertas prácticas, que evidencian el peso de las relaciones de hegemo-
nía/subalternidad, cuestionaran la identidad étnica, mientras que otra analiza
lo étnico o ciertas identidades nacionales como si se dieran en un vacío de po­
sibilidades de ser encausadas hacia posturas expresamente racistas, hacia acti­
vidades no sólo de masacres y etnocidios, sino de prejuicios discriminatorios,
odios, agresiones étnico-raciales en la vida cotidiana, y esto a su vez basado
en la negación del racismo como hecho normalizado en la vida cotidiana. Más
aún, esta negación forma parte de la normalización cultural del racismo, en la
cual en América Latina se potencian las versiones oficiales y las representacio­
nes y prácticas sociales que prevalecen en la sociedad civil.
Lo importante a recuperar es que no sólo la discusión sobre la relación
entre lo cultural y lo biológico o la información actualizada sobre la dimen­
sión biológica no son incluidas en sus reflexiones por los multiculturalistas y/o
los etnicistas, sino que los procesos de racismo intersticial construidos en las
relaciones de hegemonía/subaltemidad no parecen interesar a la mayoría de
las tendencias antropológicas. En nuestra disciplina los intereses específicos
se han reorientado hacia la etnicidad y hacia el multiculturalismo en términos
de fundamentar su diferencia, su identidad o su hibridación, lo cual nos parece
interesante, pero la mayoría de los especialistas en estas problemáticas no pa­
recen reparar demasiado en el tránsito potencial que opera entre lo étnico y lo
racial, y que puede convertir en odio racial lo que durante un tiempo fue sólo
identidad o pertenencia étnica. Lo que más subrayan algunos autores desde los
ochenta y, sobre todo, durante los noventa es el «nuevo» papel que desempeña
la cultura como mecanismo racista, y subrayo lo de nuevo por la revisión que
haremos más adelante.
En esta actitud antropológica influyen fundamentalmente dos tendencias:
la primera organizada en la producción antropológica durante 1920-1950 y que
desarrolló una concepción del ser humano como constituido exclusivamente a
Kl cólera: ¿es sólo una m etáfora? 181

través de la cultura, lo cual fue por otra parte asumido por el conjunto de los
sectores socialistas y/o marxistas: «La nueva izquierda británica y estadouni­
dense posterior a 1968 ha mostrado una tendencia a considerar la naturaleza
humana como casi infinitamente plástica, a negar la biología y a reconocer
únicamente la construcción social. El desamparo de la infancia, el dolor exis-
lencial de la locura, las debilidades de la vejez, todo fue trasmutado a meras
etiquetas que reflejaban las desigualdades en el poder. Pero esta negación de lo
biológico es tan contraria a la verdadera experiencia vivida que ha hecho a la
gente más vulnerable ideológicamente al llamamiento al “sentido común” del
determinismo biológico reemergente» (Lewontin et al., 1991, pp. 22-23).
Esta concepción, como hemos analizado recurrentemente, se expresa en
una antropología que hasta fechas recientes ha podido describir y analizar la
enfermedad y la muerte casi exclusivamente en términos simbólicos y prác­
ticamente sin referencias a la mortalidad, al dolor o las consecuencias de la
enfermedad en el sujeto y en su sociedad (Menéndez, 1981, 1990a, 1997a y
1997c). Pero lo que me interesa subrayar es que tanto el multiculturalismo
como gran parte del construccionismo manejarán estas problemáticas sin in­
cluir los referentes racistas y biologicistas que eran centrales para los cultu-
ralistas que construyeron el paradigma antropológico respecto de la relación
biológico/cultural entre los veinte y los cuarenta.
Pero además tenemos una segunda tendencia desarrollada desde los sesen­
ta, que frecuentemente ha legitimado el etnicismo radical a través de conside­
rar que el racismo es una creación unilateral de la sociedad occidental («blan­
ca»), contra la cual valdrían todos los medios de enfrentamiento, incluidos los
«raciales», de tal manera que determinadas acciones que van desde el asesinato
individual o masivo de «extranjeros» hasta la violación de mujeres -recorde­
mos los escritos y acciones de E. Cleaver durante los sesenta- aparecen legi­
timados por ideologías que al menos en parte constituyen reacciones, contra
la sociedad blanca dominante. Estas propuestas, que legitimaron la violencia
antioccidental como respuesta y «superación» de la situación colonial, fueron
desarrolladas por el fanonismo, algunas tendencias del movimiento negro nor­
teamericano de los cincuenta y sesenta y ulteriormente por algunos fundamen-
talismos político-religiosos de los setenta y ochenta, y se expresan actualmente
a través de algunas tendencias de los estudios de etnicidad y paradójicamente
de varios de los interesados en procesos multiculturales donde el racismo es
reducido a «racismo caucásico». Así, para autores como Me Laren el racismo
blanco es parte nuclear de la ideología dominante en Estados Unidos, operando
182 L a pa rte n eg ad a de la cultura

de forma consciente pero, sobre todo, «inconsciente», ya que aparece como un


comportamiento normalizado tanto para los «blancos» como para los restantes
grupos, por lo cual: «En vez de acentuar la importancia de la diversidad y de la
inclusión, como hace la mayoría de los multiculturalistas, debería hacerse más
énfasis en el papel que ha tenido la construcción social y política de la supre­
macía blanca» (1998, p. 8). Para autores como McLaren, una vez erradicada la
supremacía blanca desaparecería todo racismo, confundiendo color de la piel
con dominación capitalista y también con otros tipos de dominaciones.
Una parte del multiculturalismo y del poscolonialismo centran su discurso
en la eliminación de la supremacía blanca como expresión básica del colo­
nialismo y de la hegemonía occidental, por lo cual para algunos autores sería
secundaria la orientación esencialista o hibridista que adquieren los diferentes
tipos de cuestionamientos, dado que el objetivo es la eliminación de la hege­
monía de la sociedad occidental, de la cual el racismo blanco aparece como su
componente más significativo, articulado con el sexismo, la homofobia y toda
una serie de exclusiones a diferentes sectores sociales.
Sin negar el papel central, y lo subrayo, de la expansión colonial en la el
desarrollo del racismo (M enéndez, 1968, 1969 y 1971’ Rivas, 1973), sin des­
conocer el papel de las concepciones y prácticas étnicas violentas como me­
canismo para legitimar la propia identidad deteriorada y posibilitar el autode-
sarrollo, la reducción de todo racismo al racismo blanco y la interpretación de
toda actitud etnicista radical exclusivamente como diferencia cultural, limita la
comprensión de los diferentes procesos a través de los cuales se expresan estas
prácticas de exclusión física y simbólica, máxime cuando en dichos análisis el
sistema capitalista no aparece o es reducido a sistema cultural y/o a «capital
simbólico». Toda una serie de episodios actuales, desde el golpe de estado
dado en Fidji a mediados del año 2000 por un sector de la población nativa
para excluir del poder político a toda otra minoría «étnica», especialmente a la
hindú, y establecer constitucionalmente que sólo los originarios de Fidji pue­
den gobernar dicho país, hasta el exterminio de entre 500.000 y 800.000 tutsis
y hutus moderados realizada por los hutus en Ruanda en 1994, evidencian
la persistencia y/o desarrollo de relaciones étnico-racistas que si bien están
relacionadas con el proceso colonialista no pueden ser reducidas exclusiva­
mente al mismo. M áxime cuando casi siempre las acciones de «limpieza ét­
nica» utilizan símbolos de identidad cultural, como podemos observar en las
acciones desarrolladas por los dayak de Borneo (Indonesia) desde 1997 hasta
la actualidad contra inmigrantes de las islas cercanas pertenecientes a otros
lil cólera: ¿es sólo una m etáfora? 183

grupos étnicos. En sus acciones antiinmigrantes los dayak no sólo se visten y


pintan con signos tradicionales de su cultura, sino que suelen cortar las cabezas
de algunos inmigrantes para exhibirlas en desfiles, así como desarrollan actos
de canibalismo ritual, todo lo cual remite a principios de identidad y de justifi­
cación étnica de sus acciones. Debe asumirse que las limpiezas étnicas que se
realizan en nombre de la raza, de la religión, de la economía o del significado
de la tierra, constituyen siempre «limpiezas culturales» o político-culturales;
de ahí que no fue sólo un acto de cinismo que los serbiobosnios denominaran
«limpieza cultural» a sus actividades genocidas antimusulmanas, sino una ex­
plícita referencia de sus acciones a la identidad cultural.
En la inteipretación de estos procesos domina una tendencia que sostiene
que el etnicismo radical, el racismo y/o el nacionalismo desarrollados en paí­
ses asiáticos, africanos o latinoamericanos son una consecuencia exclusiva del
colonialismo, es decir, reacciones ajenas a la verdadera identidad de los grupos
locales del tercer mundo. Pero sin negar el peso de la situación colonial, ésta
no puede explicar por sí sola las exterminaciones y masacres o las exclusiones
de un sector de la población que en nombre de la religión o de la etnia se ge­
neraron antes y después del sistema colonial, previa y ulteriormente a la cons­
titución del concepto de raza y de las ideologías racistas y de las cuales han
sido una expresión continua las persecuciones contra los judíos en diferentes
ámbitos europeos, asiáticos, africanos y americanos previos, y por supuesto
coetáneamente, al desarrollo del sistema capitalista. Que unas construcciones
ideológicas se legitimaran en la religión y otras en la ciencia no deben hacer­
nos olvidar que ambas constituyen construcciones ideológico-culturales que
pueden tener efectos de discriminación, dominación y exterminio.
Reducir el racismo a una sola sociedad, al papel del estado y/o a las cla­
s e s dominantes limita la compresión de esta problemática, ya que si bien el
racismo puede ser impulsado intencional o funcionalmente por determinados
estados y grupos dominantes, debe asumirse que dicho proceso conduce a que
:il menos una parte de los grupos subalternos asuman el racismo como parte de
su propia identidad positiva o negativa y frecuentemente a nivel no consciente,
o si se prefiere, de inconsciente cultural. Debemos reconocer que los racismos
se desarrollan históricamente, y que en el proceso histórico se van constitu­
yendo las representaciones y prácticas del conjunto de los sectores sociales y
no sólo de los sectores dominantes. Reducir el racismo sólo a los grupos hege-
mónicos supone, por una parte, desconocer que dichos grupos buscan expandir
;n ideología a los grupos subalternos y, por otra, que dicho proceso se desa­
184 L a p arte n e g ad a de la cultura

rrolla en función de toda una variedad de relaciones desarrolladas dentro de


relaciones de hegemonía/subalternidad que van desde la reproducción de las
ideologías racistas hasta su enfrentamiento, de tal manera que pueden gestarse
representaciones y prácticas racistas tanto en los grupos hegemónicos como en
los subalternos.
Pero además, y es lo central para nosotros, los grupos sociales donde ac­
tualmente observamos problemas en las relaciones étnicas, de género o centra­
das en la religión son grupos caracterizados por sus modificaciones históricas;
su «diferencia» actual si bien constituye una continuidad respecto del pasado
precolonial o preimperialista no es idéntica a la subjetividad precolonial y/o
preimperialista. La ahistoricidad esencialista, explicitada o no, sigue propo­
niendo la posibilidad de un sujeto social que persiste casi idéntico a sí mismo,
pese a los procesos económico-políticos e ideológicos dentro de los cuales
constituye su subjetividad.
Posiblemente hayan sido los estudios de género femenino los que más han
cuestionado esta visión culturalista (racista) a partir de analizar la situación de
las mujeres, evidenciando la incongruencia de considerar la agresión ejercida
hacia la mujer en ciertos grupos étnicos o religiosos como un proceso, que aun
implicando la muerte tem prana de la mujer, aparece legitimado culturalmente,
de tal m odo que es observada como un proceso simbólico cuya legitimidad
remite al punto de vista del actor; mientras que la violencia antifemenina ob­
servada en contextos urbanos con m ayoría de población mestiza es conside­
rada negativa.
De tal manera que para ciertas tendencias teóricas la legitimación o des­
legitimación de un proceso no pasa por sus consecuencias, por más graves
que sean, sino por su referencia a lo simbólico entendido como legitimador
de la verdad cultural. Sin negar la significación de la sociedad occidental en
el impulso del racismo - y del sexismo y de la hom ofobia-, reducirlo sólo a
la misma simplifica una problemática que incluye otro tipo de complejidades
imposible de reducir al maniqueísmo con que algunos multiculturalistas y/o
etnicistas pretenden analizarlo. La cuestión no consiste en negar el racismo y
el etnocentrismo de la denominada sociedad occidental, sino asumía que toda
sociedad puede generar representaciones y prácticas racistas como parte de su
propia dinámica sociocultural.
El desarrollo desde mediados de los ochenta de análisis que reconocen la
existencia de un racismo cultural en varios países europeos, según los cuales
la xenofobia no refiere ahora a criterios biorraciales sino a criterios culturales,
I !l cólera: ¿es sólo una m etáfora? 185

posibilita redescubrir que el núcleo del problema no reside en los criterios


utilizados, sino en el sentido dado a éstos así como en las fuerzas sociales que
los impulsan, más allá de que apelen a lo biológico, a lo religioso o a lo étni­
co. Esto, como veremos luego, no niega la existencia de especificidades, sino
que cuestiona el uso de una mirada unidireccional respecto de los procesos
de xenofobia.
El escaso interés por la dimensión biológica y por el etnorracismo con-
Irasta también con la recuperación del «cuerpo» como categoría central de la
antropología desde los años setenta, donde observamos que la línea dominante
liende a ver el cuerpo como un cuerpo exclusivamente culturalizado, y sin
casi referencias a lo biológico y/o a lo racial incluso en los que, especialmente
desde la fenomenología, proponen una unicidad biocultural del cuerpo, o si
se prefiere, una noción de cultura corporizada. Recupera la postura elaborada
por el culturalismo norteamericano entre los veinte y los cincuenta, que fue
quien fundamentó la idea de cuerpo culturalizado, pero, y esto está frecuen­
temente ausente en la actualidad, una parte del relativismo cultural construyó
o al menos resignificó dicha concepción justam ente a partir de una lucha no
sólo académica sino ideológica contra el biologicismo y el racismo. Se suele
olvidar que pocos años después de que R. Benedict publicara el texto que en
cierta medida fundamentó el relativismo cultural norteamericano (1934), no
sólo se empeñó en una lucha contra el racismo que la llevó a la cárcel, sino que
produjo un notable texto sobre el racismo (1941) que es complementario del
texto anterior, aunque las lecturas culturalistas actuales tienden a recuperar el
primero y a olvidarse consistentemente del segundo.
Esta carencia de reflexión actual me preocupa por el potencial desliza­
miento de lo étnico, de lo corporal, de lo biológico hacia lo racial, como
ya ocurrió dentro de la antropología y, sobre todo, dentro de los conjuntos
sociales incluidos los subalternos entre las décadas de 1920 y 1940, cuando
se desarrollaron las concepciones étnicorraciales más radicales y se acuñaron
conceptos como Ethnos entendido como unidad biocultural y utilizado con
objetivos racistas por una parte de la antropología europea, pero también
por otras antropologías como la japonesa entre las décadas de 1920 y 1940
(Marshall, 1993 [1969]).
186 L a p arte negada de la cu ltu ra

El cuerpo y sus bondades

Por lo tanto, los procesos y tendencias analizados deben ser relacionados con
el notable desarrollo de las investigaciones sobre el «cuerpo». El cuerpo fue
redescubierto a partir de los arios sesenta en términos de su papel en la vida co­
tidiana y en particular como preocupación central de lo que serían los estudios
de género, y a partir de los setenta cobró importancia en las ciencias antropoló­
gicas a través de toda una variedad de problemas especialmente los referidos al
proceso de salud/enfermedad/atención, para convertirse en los ochenta en una
de las categorías centrales de la antropología norteamericana.
El descubrimiento del cuerpo a nivel de la vida cotidiana se desarrolla de
forma aparentemente contradictoria: por una parte, se recupera el cuerpo en
términos de salud, belleza, negación del envejecimiento y hasta de la muerte.
Esta revaloración del cuerpo se da en la práctica en términos de la afirmación
de la presencia individual de los sujetos.
Por otra parte emerge una continua devaluación del cuerpo en diferentes
campos, y así se observa la pérdida de importancia a nivel simbólico y eco­
nómico del cuerpo en el proceso productivo especialmente referido al trabajo
campesino e industrial. La mano de obra basada en el cuerpo productivo se
reduce constantemente en las sociedades industriales de más alto desarrollo;
no sólo opera una devaluación ideológica del trabajo manual, campesino e
industrial sino que una parte de tales actividades en los países de mayor desa­
rrollo capitalista dejan de ser decisivas para el desarrollo productivo. Correlati­
vamente, se genera la devaluación del cuerpo que envejece: el anciano no sólo
pasa a ser obsoleto productivamente, sino que pasa a ser el «testigo», a eviden­
ciar con su cuerpo procesos que necesitan ser ocultados por los no ancianos
en función de las nuevas ideologías del cuerpo y de la «eterna juventud». El
anciano aparece cada vez más como una carga para el microgrupo doméstico y
para los sistemas de seguridad social, de tal manera que, salvo en determinadas
sociedades de bienestar, tienden a ser excluidos, encerrados o empobrecidos.
Esta devaluación del cuerpo productivo se expresa en el desarrollo durante
los años setenta y ochenta de una antropología y sociología del cuerpo casi
sin referencias al cuerpo de los campesinos, los obreros o los marginados en
términos de clase social, categoría que prácticamente no fue utilizada por la
mayoría de los que teorizaron sobre el concepto de cuerpo (Johnson, 1987;
Sheper-Hughes y Lock, 1986; Turner, 1989), aun cuando existen algunas noto­
rias excepciones (Martin, 1992).
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 187

En otras palabras, asistimos a un proceso en el que se devalúa el cuerpo


productor y simultáneamente se revalúa el cuerpo en términos de salud y be­
lleza; se devalúa cada vez más el cuerpo social productivo y se exalta el cuerpo
individual en términos «estéticos». Este proceso se da en sociedades que sitúan
el eje de su desarrollo en la competitividad y eficiencia individual, en un cuer­
po que expresa la caída de las ideologías políticas y sociales que colocaban el
eje en el cuerpo social y no en el cuerpo individual.
Otro de los campos a través del cual se expresa el interés por el cuerpo
es el relativo a los cuerpos «desviados» y «controlados» en términos no sólo
de poder institucional, sino de la potencialidad ideológica, social y técnica
de construir nuevos actores a través de la manipulación de los cuerpos. El
interaccionismo simbólico, los foucaultianos, los construccionismos desa­
rrollarán un interés especial por las instituciones médicas encargadas de con­
trolar el cuerpo «enfermo» a través de diferentes técnicas de cura y control
(Menéndez, 1979).
Es respecto de estos y otros procesos que el pensamiento contemporáneo y
la antropología redescubren el cuerpo. Dentro de la antropología médica hay
varios ejes teóricos de recuperación del cuerpo, entre los cuales subrayamos
el que refiere a la crítica de la dualidad cuerpo/mente, cuerpo/alma o biológi­
co/cultural dominante en la sociedad occidental tanto a nivel de cosmovisión
de al menos una parte de los conjuntos sociales, como sobre todo a nivel de las
concepciones científicas y filosóficas dominantes. Desde esta perspectiva, los
antropólogos analizan y cuestionan el desarrollo de una concepción dualista o
tripartita del ser humano y de la «naturaleza» en general, que institucionaliza
una visión escindida del sujeto, y es fundam entada por ciencias específicas
que normalizan académicamente esta concepción a través de la biología o
la biomedicina que se encargan del cuerpo biológico, de la psicología que
se ocupa de la mente y de las ciencias sociales e históricas que se apropian
de la cultura, y esto no tanto pensado en términos de niveles de análisis, sino
en términos de partes diferenciadas y excluyentes. Clasificación que obedece
110 sólo a una división del trabajo científico, sino a una concepción sobre la
realidad del cuerpo.
La biomedicina es tomada como expresión paradigmática de la escisión
cuerpo/alma en términos científicos, pero además por el papel que desempeña
en la institucionalización de esta concepción en el saber de los conjuntos so­
ciales. Para los antropólogos, el dualismo cartesiano articulado con concepcio­
nes mecanicistas constituye parte de la base epistemológica e ideológica de la
188 L a pa rte neg ad a de la cultura

biomedicina, de tal manera que ésta radica la enfermedad exclusivamente en


el cuerpo al que considera independientemente de las características psicoló­
gicas sociales del paciente (Herpburn, 1985, pp. 60-61). Más aún, si bien los
médicos clínicos asumen que el sujeto no es exclusivamente un ser biológico,
su base formativa e institucional conduce a que consideren lo biológico como
el principal determinante de las enfermedades de los sujetos (Menéndez, 1978
y 1990b; M enéndez y Di Pardo, 1996).
Este dualismo fue puesto de manifiesto sobre todo en el enfoque biomé­
dico dominante aplicado a la salud mental y al cuerpo femenino, enfoque que
a través de criterios científicos construyó no sólo representaciones técnicas y
sociales de las enfermedades mentales y de los cuerpos y padecimientos feme­
ninos, sino que produjo diagnósticos y tratamientos que reforzaron la concep­
ción dualista y fundamentaron la subalternidad de estos sujetos.
Hasta la década de 1970 la antropología social estuvo poco preocupada
por la problemática del cuerpo, respecto del cual desarrolló dos líneas bási­
cas: por una parte, el culturalismo norteamericano, la escuela durkheimiana,
el cognitivismo y una parte de las escuelas interpretativas que se concentran
exclusivamente en los aspectos simbólicos ya sea en términos de cognición
o de significación respecto del proceso de salud/enfermedad/atención; y por
otra parte, las tendencias materialistas culturales y, sobre todo, las propuestas
ecológicas que reaccionan primero contra el cognitivismo (Alland, 1970) y
luego contra las tendencias interpretativas (Browner et al., 1988) proponiendo
un enfoque unificado que parta de las condiciones biológicas del ser humano y
de los factores ambientales dentro de los cuales vive, en términos de una adap­
tación que considera a la cultura como el principal factor adaptativo.
Las tendencias interpretativas, tanto las fenomenológicas como las mar­
xistas recuperaron los planteamientos de Alland, pero cuestionaron la orienta­
ción dominante de los estudios ecológicos/culturales que colocaban el eje en
la adaptación, tenían escaso interés por los aspectos simbólicos y aún los eco­
nómico-políticos y desarrollaban una perspectiva muy similar a la biomédica;
es decir, que lo biológico y/o lo bioecológico eran considerados como los pro­
cesos determinantes (Good 1994; Singer 1989). Las tendencias interpretativas,
que en su mayoría proponen la unicidad biocultural a través de concepciones
fenomenológicas y construccionistas, se caracterizan, sin embargo, porque de
forma explícita o más o menos ambigua vuelven a establecer el eje de la rela­
ción entre lo cultural y lo biológico en lo sociocultural. Y esto sigue operando
en quienes critican reducir la explicación de las emociones o de los padeceres
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 189
a las dimensiones simbólica o social, pero que, como en el caso de Sheper-
Hughes, concluyen: «No soy tan radical como para afirmar que no existen
impulsos humanos para el sexo, el cariño, etc. Sin duda tenemos necesidades
instintivas, pero son la experiencia y la cultura las que moldean los “objetos”
de nuestros impulsos y el ritmo de nuestros deseos» (1997, p. 530). Así pues,
retoma la línea dominante del culturalismo norteamericano desarrollada entre
1920 y 1950, sin agregar teóricamente mucho más respecto del concepto de
cueipo y de la relación entre lo cultural y lo biológico, aunque sí en determina­
dos casos, excelentes aportes etnográficos.
Ahora bien, varias de las propuestas antropológicas actuales que tratan de
superar el dualismo parten del concepto de cuerpo entendido como experien­
cia en el mundo no reducido a las representaciones colectivas, sino referido
a las prácticas de un cuerpo que no sólo experimenta, sino que produce la
realidad. El cuerpo no es observado en térm inos de biología o de cultura,
sino de una unidad que algunos refieren a la experiencia, otros a la acción y
varios a la práctica.
Para una parte de estas propuestas el mundo se experimenta básicamente a
través del cuerpo, lo cual analizan en particular a través del padecimiento; el
cuerpo expresaría la sociedad y la cultura a través de la acción de cada sujeto
y de su situacionalidad. Por otra parte, radicar el eje en el cuerpo cuestionaría
reducir la realidad a representaciones y conocimientos, para colocar el interés
en la experiencia a través de la cual el sujeto unifica lo «corporal»/psicológico/
cultural. Las prácticas del cuerpo posibilitan la intersubjetividad en gran medi­
da a través de instancias prerrefiexivas incluidas en el cuerpo (Bourdieu, 1971;
Crapanzano, 1996; Csordas, 1988, 1990, 1994a y 1994b; Lock, 1993;Nguyen,
1996), y desde estas perspectivas la antropología actual trata de diferenciarse
de las concepciones no sólo biomédicas, sino antropológicas que dominaron el
estudio del cuerpo o de la enfermedad.
Más aún, según Good (1994) y Del Vecchio Good (1992) la antropología
culturalista norteamericana, al igual que la ecologista, divergen en diversos
aspectos, pero ambas asumen la existencia de una base biológica y biopsi-
cológica universal en el ser humano, por lo cual, si bien consideran que los
padecimientos se expresan a través de formas culturalizadas, no piensan que
tales padecimientos son culturales en sí, lo cual las diferencia de las nuevas
tendencias interpretativas que no sólo afirman que el sujeto culturalizado es
quien da sentido y significado a su padecimiento, sino que el self (sí mismo)
está culturalmente constituido (Csordas, 1990, 1994a y 1994b).
190 L a parte n eg ad a de la cultura

Las escuelas interpretativas en antropología médica han desarrollado esta


noción de unicidad en torno a la investigación del padecer y de los sistemas
médicos, y en particular de la biomedicina como ya hemos señalado, y es ju s­
tamente en sus propios trabajos que observamos más que la superación de la
dualidad, la confirmación de la manera antropológica de pensar y «superar» el
dualismo cuerpo/mente y las relaciones sujeto y cultura, es decir, colocando el
eje descriptivo y, sobre todo, interpretativo en lo sociocultural. De este modo
observamos que la definición de la biomedicina (Hahn y Kleinman, 1983) y en
particular de la psiquiatría (Gaines, 1992) como etnociencias producidas por
la cultura occidental se basa en que trabajan con el sujeto enfermo a partir de
la dualidad cuerpo/mente expresando una determinada concepción del mundo.
Congruentemente, una vez cuestionada esta y otras características de la bio­
medicina, los antropólogos pasan a explicar tanto la actividad médica como
la enfermedad en términos simbólicos, sociales, psicosociales y/o económico-
políticos. Más aún, autores como Gaines (1979 y 1992) no sólo cuestionan
la posibilidad de establecer síndromes universales, sino sobre todo sistemas
médicos universales, y concluye que cada cultura produce su propio sistema
médico.
Para estos autores las categorías que utiliza la psiquiatría biomédica son ca­
tegorías sociales y no sólo técnicas, incluidos sus procedimientos diagnósticos
y terapéuticos, que influyen en la manera de pensar y vivir la enfermedad por
los pacientes; y así por ejemplo, Fabrega sostiene que la concepción del pade­
cimiento como somatización es una construcción social biomédica que deriva
de la propuesta cartesiana sobre la dualidad cuerpo/mente, y que sólo tiene
sentido dentro de una psiquiatría que asume dicha dualidad en el diagnóstico y
tratamiento de la enfermedad mental (Fabrega, 1990).
Esta manera de pensar la biomedicina se ha convertido en dominante den­
tro de estas tendencias, siendo A. Young uno de sus principales exponentes
teóricos, cuya propuesta se caracteriza por reconocer el continuo proceso de
biologización de la psiquiatría desde los sesenta, pero su análisis se concentra
en demostrar que no sólo la psiquiatría es una construcción social, sino que su
acción se caracteriza por producir conceptos y prácticas que «construyen» nue­
vos padecimientos y nuevos sujetos (Young, 1997). Para ello describe espe­
cialmente el síndrome de estrés postraumático, analizando las diferentes pro­
puestas desarrolladas por la psiquiatría y la biomedicina desde finales del siglo
xix hasta la actualidad. Su punto de partida es reconocer que a través de toda
su trayectoria este síndrome codifica lo que realmente sufren/viven determi­
I'l cólera: ¿es sólo una m etáfora? 191

nadas personas y, por lo tanto, Young explícita que su trabajo como etnógrafo
no es negar ese sufrimiento y esos síntomas, sino explicar cómo este síndrome
definido y aplicado por los psiquiatras ha pasado a ser parte de la manera de
enfermar, describiendo los mecanismos a partir de los cuales las concepciones
sobre dicho síndrome penetran en la vida de las personas, adquieren facticidad
y pasan a ser parte del autorreconocimiento de los pacientes y del saber tanto
de los médicos clínicos como de los investigadores: «No dudo sobre la realidad
de este síndrome; mi divergencia con los psiquiatras refiere a los orígenes de
su realidad y universalidad» (1997, p. 6). Es decir, el estrés postraumático tal
como lo utilizan los enfermos, los terapeutas y los investigadores es producido
por las prácticas, tecnologías y narraciones a partir de las cuales se diagnostica
y se tratan los síntomas del paciente, subrayando Young que dichas prácticas,
tecnologías y narraciones corresponden a diferentes intereses institucionales y
grupales.
Así como la psiquiatría construye el estrés postraumático y la pediatría la
hiperkinesis (Conrad, 1976; Conrad y Schneider, 1980), los diferentes sistemas
médicos (etnomedicinas) construyen también nosologías que producen «enfer­
medades» y pacientes, lo cual conduce a concluir que en la práctica no sólo
tenemos etnociencias, no sólo tenemos síndromes culturalmente delimitados,
sino que tenemos cuerpos y biológicas locales (Lock, 1993). Y nosotros no
negamos que lo propuesto por Csordas, Young, Lock o Conrad ocurra según
las formas narradas por ellos o según otras formas, lo que subrayo es que estas
propuestas no superan el dualismo cuerpo/mente, sino que siguen colocando el
eje de su análisis en lo simbólico, en lo sociocultural, en la construcción social.
Y además que éstas no son nuevas propuestas, sino que han sido las formas
ile interpretar y/o analizar estos procesos no sólo por la antropología, sino por
una parte de la sociología y de la psiquiatría entre los veinte y los cincuenta.
La principal diferencia radica en que algunas de estas propuestas pretenden ser
nna superación de la dualidad cuerpo/mente a través de un nuevo manejo de las
categorías cuerpo y experiencia.
Es como si el cuerpo haya pasado de ser «bueno para pensar» de la antro­
pología cognitiva, o bueno para socializar de la antropología neoanalítica, a ser
«bueno para estar ahí/actuar en el mundo» de las antropologías interpretativas,
que era la forma de pensar el cuerpo de una parte significativa del pensamiento
europeo entre los veinte y los cincuenta. Fanón, como psiquiatra y como negro
de origen latinoamericano, y analizando (su) «piel negra» escribía en 1952:
192 L a p a rte n e g ad a de la cultura

«Mi yo corporal va reuniendo experiencias en un mundo espacio-temporal.


Este me parece el esquema fundamental del ser» (1966 [1952], p. 114).

¿Dónde están las nieves de antaño?

Estas recientes tendencias interpretativas produjeron críticas, que en gran


parte com partim os, hacia los dualism os, especialm ente hacia el dualismo
impulsado por la biom edicina (M enéndez, 1978, 1982 y 1990b), aunque me
parece que la m ayoría de las críticas y las propuestas de superación de los
dualismos si bien retoman elaboraciones anteriores -co m o señalan estos au­
tores invocando a M erleau Ponty, Sartre, Heidegger o C assirer-, sin embargo
niegan o reconocen escasam ente su continuidad con las escuelas antropoló­
gicas previas y, sobre todo, dejan de lado toda una serie de propuestas cuya
inclusión posibilitaría observar no sólo su continuidad, sino que la mayoría
de las propuestas actuales evidencian una suerte de eterno retorno antropo­
lógico a las perspectivas desarrolladas especialmente entre los treinta y los
cincuenta, respecto de la relación entre lo cultural y lo biológico y más aun
respecto de la unicidad biocultural. Las principales interpretaciones antropo­
lógicas actuales del cuerpo rem iten no sólo al culturalismo norteamericano,
sino al pensam iento y la ciencia alemanas del período.
Si bien Good (1994) recientem ente ha reconocido que R. Benedict propo­
ne ya en los treinta que las representaciones que m aneja una cultura, respecto
de la enferm edad o la anorm alidad/norm alidad son explicaciones intrínsecas
a la cultura, y algo sim ilar le reconoce Csordas (1990 y 1994) a Hallowell
para los cuarenta, es decir, que las enfermedades son parte de la cultura y no
fenómenos externos, de tal m anera que lo patológico es considerado como
intrínsecam ente cultural; lo que debe asumirse es que esta perspectiva no
debe reducirse a estos autores, sino que es la manera de pensar las relaciones
entre padecer y cultura desarrolladas por una parte de la antropología norte­
am ericana y del pensam iento alem án en ese período. Más aún, las referencias
a Heidegger o Merleau Ponty podrían complementarse con la inclusión de
autores com o Gehlen o M ülhmann quienes desde la antropología alemana
proponían concepciones unificadas del hombre de muy diverso tipo, pero
muy sim ilares a las desarrolladas por los interpretativos norteamericanos en­
tre los setenta y los noventa.
líl cólera: ¿es sólo una m etáfora? 193

La perspectiva antropológica norteamericana desarrollada entre 1930 y


1950 sobre problemas de salud mental, suicidio u homosexualidad refería di­
chos problemas a la cultura global y se oponía tajantemente a toda perspectiva
factorial. El culturalismo antropológico es heredero de Durkheim, del histori­
cismo alemán y, en menor medida, de Freud, y se distancia notoriamente del
enfoque biomédico hegemónico, al considerar que es la cultura la que unifica
la realidad, y por ello genera una visión que cuestiona la división cuerpo/men­
te/cultura, pero para reunificarlos a través de la cultura. Así, por ejemplo, M.
Mead (1949), al analizar en la década de 1940 la «fatiga» expresada a través
del cuerpo entre los habitantes de Bali, considera que el análisis psicológico
por más que establezca de manera muy precisa el grado de fatiga de los bali-
neses en relación con distintas clases de actividades, no permite entender el
problema de la fatiga, lo cual sólo es posible si remite los usos del cuerpo a las
diferentes situaciones culturales en que emerge y tiene sentido la fatiga. Sólo
la descripción integral de los usos culturales del cuerpo a través del trabajo,
del baile, de la embriaguez, de la enfermedad o del manejo por la madre del
cuerpo del hijo posibilita observar y comprender qué es fatiga para este grupo
étnico. Para Mead la fatiga sólo puede comprenderse a través del sentido y
significado cultural, y es la cultura la que unifica tales significados; la fatiga
puede o no ser un hecho universal, pero la fatiga en determinado grupo son
las prácticas y significados elaborados y usados por ese grupo. La antropolo­
gía interpretativa actual constituye una continuidad de estas propuestas, que
frecuentemente parecen olvidar, pese a ser la forma en que una corriente im­
portante de la antropología estudió el proceso de salud/enfermedad/atención,
la anormalidad o los usos del cuerpo.
La antropología propuso una noción del cuerpo según la cual éste era algo
dado y universal, que cada cultura modificaba a través de técnicas del cuerpo
que establecían formas específicas de comer, caminar o relacionarse sexual-
mente, y lo que estudiaba la antropología era el cuerpo culturalizado. Una
parte de esta producción se planteó explícitamente articular lo biológico, lo
psicológico y lo cultural a partir de integrar concepciones psicoanalíticas y
culturalistas a través de autores como Sapir, Dubois, Linton y, en general, de
los antropólogos organizados en tom o a las relaciones entre cultura y persona­
lidad. Las críticas a estas propuestas no debieran confundirse con ignorar que
tanto la articulación como la superación de los dualismos estaba en el centro
de sus preocupaciones, aun cuando sus propuestas centraran sus explicaciones
en lo cultural o en lo psicocultural.
194 La pa rte n e g ad a de la cultura

Algunos de estos antropólogos desarrollaron sus propuestas a través del


análisis de lo normal/anormal especialmente referido a las enfermedades men­
tales, proponiendo una interpretación fuerte de que tanto las neurosis como
incluso las psicosis (Hallowell, 1941; Henry, 1967) expresaban los procesos
socioculturales dentro de los cuales se construían y a partir de los cuales eran
padecidos, explicados y tratados dichos trastornos mentales por los sujetos y
sus comunidades, incluidos, por supuesto, sus curadores. Esta aproximación,
a través de notorias variantes, se aplicó a muy diferentes problemas de salud
mental, y especialmente al «alcoholismo», respecto del cual la antropología
generará desde finales de los treinta una producción sostenida caracterizada
por desarrollar una crítica consistente respecto de las explicaciones biofisioló-
gicas, cuestionando criterios centrales de la biomedicina como desinhibición
o dependencia, y proponiendo -ta l como lo proponen varias tendencias ac­
tu ales- que es la cultura y no la sustancia química la que establece los usos y
desusos del alcohol, así como sus principales consecuencias. Esta concepción
alcanza una notable síntesis teórica a finales de los sesenta en el trabajo de Mac
Andrew y Edgerton (1969), pero su base venía elaborándose desde finales de
los treinta a partir del trabajo de Bunzell (1940), y reforzada continuamente a
través de aportes como los de Heath (1958), Gusfield (1963) o Lemert (1967).
Si bien trabajos antropológicos de los setenta y ochenta incluyen nuevas des­
cripciones, análisis y aportes sobre problemas particulares, lo sustantivo sigue
siendo la interpretación establecida entre finales de los aftos treinta y la década
de 1960 de considerar el «alcoholismo» y sus tratamientos como construccio­
nes socioculturales (Room y Collins, 1984), subordinando o excluyendo la
dimensión biológica y, en menor medida, la psicológica en la mayoría de los
casos, pero proponiendo que el «alcoholismo» y la mayoría de sus expresiones
biológicas son expresión de una cultura determinada (Stein, 1985 y 1990) o,
como he señalado reiteradamente, los usos del alcohol incluido el alcoholismo
son lo que los sujetos y grupos hacen con el alcohol en una sociedad deter­
minada, y no sólo lo que el alcohol hace con los sujetos y grupos sociales
(Menéndez, 1990b).
Las descripciones en términos cognitivistas, o no, de las representaciones y
prácticas que los grupos étnicos tenían de su fisiología y anatomía, las continuas
etnografías sobre medicina tradicional y sobre enfermedad mental que propon­
drán términos como psicosis étnicas, síndromes culturalmente delimitados o
síndromes estilizados tienden a proponer como idea dominante la existencia de
anatomías, fisiologías y padecimientos locales, lo cual está ya elaborado en los
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 195

trabajos de R. Benedict de mediados de los treinta. Los aportes más recientes


centrados en el cuerpo además de sus descripciones etnográficas de problemas
particulares, lo que hacen es sobre todo extender estas concepciones a socie­
dades «desarrolladas» y al sistema médico occidental o a los sistemas de otras
sociedades complejas como la japonesa o la hindú.
Pero la concepción de que la realidad, incluido el proceso de salud/enfer­
medad/atención, se define a partir de los significados dados por cada cultura
y que, en consecuencia, toda enfermedad se expresa localmente, estaba clara­
mente desarrollada por toda una serie de autores que como Hallowell soste­
nían a principios de los cuarenta que: «Los fenómenos celestes y m eteoroló­
gicos o las plantas y animales del hábitat del hombre nunca están separados
de los conceptos y creencias que sobre ellos tiene una cultura particular. La
actitud del hombre hacia los mismos es función de la realidad definida cul­
turalmente y no en términos de su mera existencia física. Los objetos físicos
del medio sólo penetran en el orden de la realidad del hombre como función
y normas específicas de una cultura» (citado por Kluckhohn y Mowrer, 1944,
p. 13). Es la cultura la que construye los significados a través de los cuales los
sujetos se relacionan con los objetos «naturales», que en esa medida pasan a
ser productos culturales.
Desde nuestra perspectiva, las propuestas fenomenológicas actuales rei­
teran algunas de estas formas de pensar, especialmente las desarrolladas por
Benedict, Hallowell o M. Mead y, por supuesto de Durkheim. Consideró que la
diferencia más importante entre los antiguos y los nuevos culturalistas no radi­
ca en la manera de pensar la unidad biocultural, sino en el papel dado al sujeto
en el desarrollo de esta unicidad, pues mientras que para autores como Csor­
das, Del Vecchio Good o Kleinman el individuo es el agente de la unicidad
biocultural a través de su trayectoria de vida, para Benedict o Mead lo decisivo
es el patrón cultural de comportamiento y para los durkheimianos el orden
simbólico. Pero a partir de recordar, como hemos señalado reiteradamente, que
algunas tendencias del culturalismo norteamericano recuperaban el papel del
sujeto como ninguna otra corriente antropológica del período lo hiciera, de tal
manera que el nuevo culturalismo fenomenológico constituye también en este
nspecto una continuidad respecto de Benedict, Hallowell o Mead más allá de
su propio registro genealógico.
Por consiguiente, no es la concepción de unicidad biocultural lo que los di­
ferencia, sino el papel diferencial dado al sujeto, de tal manera que si bien para
autores como Csordas (1994b) la noción de «estar en el mundo» es la decisiva
196 L a p arte negada de la cultura

para explicar la unidad biocultural, dicha noción en sus narraciones refiere a


la dinámica de un individuo más que a la de una cultura, de un individuo que,
como ya vimos, puede incluso modificar la cultura en sus procesos y estruc­
turas más sagradas. Desde esta perspectiva es importante reconocer que este
tipo de propuestas posibilita el tránsito hacia una antropología de las prácticas,
pero reducida al papel del individuo y donde se pierde u opacan las dinámicas
culturales colectivas.
Por otra parte, algunas de estas concepciones no fueron sólo desarrolladas
por la antropología, ya que diferentes escuelas sociológicas, de psicología so­
cial y psiquiátricas habían ido gestando conclusiones similares. Esto fue traba­
jado especialmente respecto de la enfermedad mental y de la desviación social,
así como a través del análisis de las funciones de la biomedicina, que analizan
en términos de construcciones socioideológicas, impulsando conceptos como
proceso de medicalización y proceso de psiquiatrización que tratan de dar
cuenta de la incidencia de la biomedicina en la cura y el control de los sujetos.
Más aún, fueron los antipsiquiatras los que más radicalizaron estas propuestas
al sostener que toda enfermedad mental o al menos una mayoría de ellas son
«inventadas» por la psiquiatría médica (Conrad y Schneider, 1980; Menéndez,
1979). Desde esta perspectiva es curioso que la mayoría de los antropólogos
que trabajan actualmente estas temáticas, sobre todo en sus críticas a las fun­
ciones de la biomedicina y a la construcción de la enfermedad, incluidos los
usos del cuerpo, hagan mínimas o ninguna referencia a este tipo de estudios
que llegaron previamente a conclusiones similares a las suyas en la mayoría de
los aspectos señalados.
Pero las corrientes fenomenológicas no sólo tienden a -o lv id arse- de los
aportes del culturalismo norteamericano y de la escuela durkheimiana, sino
que directamente desconocen la importancia de la dimensión social y de los
procesos económico/políticos en la producción, construcción y existir de los
cuerpos y sus padeceres.
Este olvido es más llamativo debido a la existencia de disciplinas, como
la medicina social e inclusive una parte de la sociología médica, que venían
subrayando desde los treinta el papel de los procesos económicos y sociales
sobre la morbimortalidad, especialmente en términos de distribución clasista
del proceso de salud/enfermedad/atención.
Partiendo de propuestas comunes con la antropología respecto de que toda
enfermedad expresa el medio social donde se origina y desarrolla, la medicina
social propuso que si bien el cáncer constituye un proceso biológico, la mayo­
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? 197

ría de sus causas son sociales como puede ser el cáncer de pulmón en fumado­
res, el cáncer de labio y lengua en consumidores de infusiones muy calientes,
o diversas variedades de cáncer relacionados con actividades laborales (trabajo
con amianto). Las consecuencias biológicas expresarían situaciones sociales y
110 sólo simbólicas; el hecho de que la enfermedad incluya vulnerabilidades in­
dividuales tanto de tipo psicológico como biológico no reduce la significación
de las condiciones sociales.
Estas corrientes han evidenciado que no sólo hay una distribución desigual
de la mortalidad o la enfermedad según la ciase social o los tipos de ocupación,
sino también una distribución del envejecimiento, de la expresión corporal de
una vejez diferencial. Han evidenciado que el cuerpo del trabajador -q u e fue
uno de los campos más investigados- es modificado, o si se prefiere, consti­
tuido dentro de un proceso laboral que transforma o construye sus dedos, sus
manos, sus piernas, su tórax, su espalda o su disposición corporal. Aunque la
mayoría de los autores incluidos en esta tendencia no lo analizaron así, algunas
de sus descripciones posibilitan reforzar las propuestas simbólicas sobre el
cuerpo y la enfermedad.
La mayoría de los antropólogos que trabajan con la categoría cuerpo des­
de perspectivas fenom enológicas, por más que proponen superar el dualismo
cuerpo/mente o cultural/biológico, producen sin embargo investigaciones y
reflexiones en las que se excluye la dimensión socioeconómica, o es referida
a experiencias en las cuales se evita dar cuenta de la experiencia laboral en
los cuerpos.6 N o obstante, debe reconocerse que el desarrollo de la antro­
pología médica crítica desde los setenta ha dado lugar a la inclusión de esta
dimensión dentro de nuestra disciplina, estableciendo una continuidad con
los estudios desarrollados por la medicina social y otras corrientes en los
sesenta y setenta.
La no inclusión de esta dimensión por las corrientes fenomenológicas
constituye en cierta medida una reacción respecto de corrientes marxistas
y no marxistas caracterizadas por su mecanicismo, biologicismo y acultu-
ralismo, lo cual es todavía observable en trabajos producidos incluso por la
antropología m édica crítica, pero ello ha conducido a dejar de lado una de
las dimensiones donde no sólo se observan procesos cotidianos de construc­

6. La mayoría de los trabajos sociológicos y antropológicos sobre el cuerpo ignoran


o minimizan la dim ensión clasista.
198 L a p arte neg ad a de la cultura

ción social de los cuerpos, sino una de las posibilidades teórico-prácticas de


superación del dualismo.
Ahora bien, gran parte de estas concepciones eran también dominantes en
el pensamiento alemán, que además tempranamente refiere esta interpretación
no sólo a los grupos étnicos no occidentales, sino a todas las culturas incluida
la cultura occidental. La expresión más difundida de esta propuesta fue la «de­
cadencia de Occidente» de Spengler (1993 [1918]) para quien no sólo la músi­
ca, la religión y la plástica son productos culturales, sino también los productos
científicos, generando para demostrarlo un análisis de la matemática y de la
física que influyó notablemente a una parte de los físicos teóricos alemanes.
Para Spengler, como para muchos antropólogos del cuerpo actuales, no existe
una física o una biología, sino muchas y diferentes, que corresponden a cultu­
ras particulares. Toda concepción sobre la naturaleza, por científica que sea, no
existe en términos de una ciencia única común a todos los hombres, sino que
expresa el saber de una cultura específica sobre la naturaleza (Forman, 1984);
y no olvidemos que Spengler junto con Nietzsche, articulados con Boas y la
teoría de la Gestalt, son las principales influencias teóricas de R. Benedict.
La propuesta de Spengler expresaba algunas de las tendencias constantes
del pensamiento alemán, que discrepaban de determinadas concepciones do­
minantes en la ciencia «occidental», y especialmente dentro de la biomedicina.
Desde esta perspectiva, debemos recordar que dentro del campo biomédico,
especialmente en los países de Europa Central, se desarrollaron y mantuvie­
ron concepciones médicas hasta la actualidad que se diferencian en aspectos
técnicos y epistemológicos de la biomedicina hegemónica. La medicina na-
turista, la balneoterapia, la homeopatía o el sistema krull constituyen algunos
de estos desarrollos. Pero además el psicoanálisis, las psiquiatrías dinámicas y
la psiquiatría fenomenológica que surgieron desde la biomedicina cuestionan
toda una variedad de sus aspectos centrales. A finales de los treinta concluía
F. Alexander: «Vista históricamente la aparición del psicoanálisis puede ser
considerada como uno de los primeros signos de reacción en contra del de­
sarrollo tan paralizante que caracterizó a la medicina de la segunda mitad del
siglo xix; una reacción contra la negación del hecho biológico fundamental de
que el organismo es una unidad y que las funciones de sus partes sólo pueden
ser entendidas desde el punto de vista del sistema en su conjunto» (Alexander,
1962 [1939], p. 32), y agregaba que el psicoanálisis justamente evidenció en su
práctica la unidad cuerpo/mente: «El estudio psicoanalítico de pacientes reveló
que, bajo la influencia de trastornos emocionales permanentes, pueden produ­
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 199

cirse trastornos orgánicos crónicos ... Freud demostró además que cuando una
emoción no puede ser expresada y canalizada a través de cursos normales pue­
de llegar a ser el origen de trastornos crónicos psíquicos y físicos» (Alexander,
1962, p. 37).
Es justamente a partir del encuentro entre psicoanálisis y determinadas co­
rrientes de investigación biológicas que surgirá en los veinte la medicina psico-
somática, que en el campo específicamente psiquiátrico tendrá como principal
influencia las propuestas ffeudianas.
Por otra parte, en el desarrollo de la perspectiva psicosomática intervinie­
ron sociólogos y antropólogos a partir de la utilización de marcos referenciales
comunes de orientación psicoanalítica, que posibilitaba tanto a los científicos
sociales como a los médicos superar el dualismo cuerpo/mente, aun cuando,
como señala M. Mead, la medicina psicosomática sólo trataba de integrar cuer­
po/mente, mientras que desde la perspectiva antropológica sería decisivo in­
cluir la dimensión sociocultural: «El presupuesto de que todo cuerpo humano
está moldeado por la cultura en la que el individuo se ha socializado no sólo
a través de la dieta, de la exposición a enfermedades infecto-contagiosas, de
enfermedades ocupacionales, catástrofes y experiencias traumáticas, sino tam­
bién socializado a través de las normas y disciplinas de una cultura específica
debe ser vinculado al enfoque psicosomático», agregando: «En los últimos
quince años la investigación médica ha demostrado que los trastornos cardía­
cos, las fracturas, el asma, la hipertensión arterial, la anorexia, la migraña, etc.,
no pueden ser explicadas sólo por procesos biológicos, sino que deben ser rela­
cionados con la conducta y personalidad en sentido global» (1947, pp. 63-64).
Pero la medicina psicosomática se reduce a articular cuerpo/mente, dejando de
lado la cultura «cuya comprensión es decisiva para el conocimiento del cuadro
psicosomático individual» (Mead, 1947, p. 74).
Subrayo estas conclusiones de Mead porque se correlacionan con algunas
de las tendencias desarrolladas por la antropología alemana entre 1920 y 1940,
así como con los trabajos interpretativos del cuerpo y del padecimiento gesta­
dos por la antropología norteamericana de los ochenta y noventa.
Ahora bien, fue dentro del pensamiento centroeuropeo, y especialmente en
Alemania, donde se desarrollaron desde finales del siglo xix el psicoanálisis,
la psiquiatría dinámica, la psiquiatría fenomenológica, la medicina psicoso­
mática y toda una serie de corrientes teóricas y metodológicas en psicología,
biología y antropología que propusieron una visión holística, que tuvo notoria
significación teórica y aplicada durante los veinte y treinta. Estas tendencias
200 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

no sólo cuestionaron el mecanicismo y elementalismo de la ciencia dominante,


sino que produjeron conceptos que trataron de incluir o al menos pensar la vida
tanto animal como humana en términos de totalidad. Uno de esos conceptos
fue el de «mundo» que desde Von Uexküll hasta Lorenz constituirá una de las
categorías centrales de la biología alemana, según la cual todo animal cons­
tituye una unidad no sólo en sí sino con su medio, ya que el medio aparece
como parte intrínseca del «mundo» animal; no incluirlo limitaría o directamen­
te imposibilitaría comprender el comportamiento animal, que sólo puede ser
entendido a través de su medio particular: «Uno de los errores fundamentales
de las antiguas teorías biológicas, psicológicas y antropológicas consiste en
haber considerado al mundo siempre de forma idéntica para todas las formas
de vida». Uexküll (1921) fue quizá el primero que trató de demostrar que cada
animal tiene su propio mundo, cualitativamente específico, concebido de tal
manera que forma con el animal una unidad completa.
Una de las tareas más importantes de la biología moderna consiste en de­
terminar «la estructura del mundo específico para cada grupo de animales»
(Wemer, 1965, p. 299 [c., 1930).7 En consecuencia, gran parte del pensamiento
alemán, y especialmente el historicismo, iba a desarrollar la idea de que el
medio «natural» del hombre es la cultura, la cual es parte intrínseca de su estar
en el mundo, pero una cultura ligada inexorablemente a la «sangre y el suelo»;
de ahí la propuesta de «regreso a la tierra» y de colocar en el campesino los
valores centrales de la nacionalidad.
El pensamiento y la ciencia alemana se caracterizaron durante este lapso
por desarrollar la idea de totalidad y unidad frente al dualismo cartesiano, o la
intuición frente al análisis, y por cuestionar el mecanicismo y especialmente
el principio de causalidad, al cual oponen conceptos como propósito, meta y
valor. Con diversos matices y diferencias esta tendencia se expresa en física
(Schrodinger), en biología (Goldstein), en filosofía (Heidegger), en biomedi-
cina (Von Weizsacker), en psicología (Kholler), en educación (Spranger) y en
prácticamente todas las disciplinas.

7. Werner utilizará el concepto de mundo para describir y analizar los «mundos del
hombre primitivo», que «es sobre todo un mundo de conducta, un mundo en el cual
todo es visto como un gesto, por así decirlo fisionómicamente, y donde todo, ya sea re­
ferente a las personas o a los objetos, existe en acción. No es un mundo de conocim ien­
tos, sino de hechos; no es estático sino dinámico; no es teórico, sino pragmático» (1965,
p. 315). Debe subrayarse que los primeros trabajos de este autor fueron desarrollados en
Alemania a partir de los años veinte.
lil cólera: ¿es sólo una m etáfora? 201

En el caso de la antropología tenemos diversos autores, desde los que plan­


tean la unidad cuerpo/alma (biológico-cultural) a través de concepciones bio-
rraciales (Gunther) hasta los que cuestionan esta mirada biologicista y colocan
la unidad en la acción humana y cuya principal expresión son los trabajos
de Gehlen. A mediados de los treinta, este autor considera que la concepción
dualista cuerpo/alma o cuerpo/alma/espíritu sigue siendo dominante, por lo
que propone considerar al hombre en términos de acción, entendida como la
actividad destinada a modificar la naturaleza con fines útiles para el hombre.

CENTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS


Parte de la noción del hombre como ser carenciado biológicamente y «abierto
al mundo», cuya naturaleza es por definición cultural, ya que, para Gehlen,
el hombre tiene una predisposición natural y hereditaria que requiere de la
cultura para funcionar, y a su vez la cultura se construye a partir de esas pre­
disposiciones. En consecuencia, la cultura humana implica a la naturaleza y
su biología a la cultura. Como él señala: «En todo caso, se puede decir que
el hombre, expuesto como el animal a la naturaleza agreste, con su físico y
su deficiencia instintiva congénitos, sería en todas las circunstancias inepto
para la vida. Pero esas deficiencias están compensadas por su capacidad para
transformar la naturaleza inculta y cualquier ambiente natural de manera que
se tome útil para su vida. Su postura erecta, su mano, su capacidad única de
aprender, la flexibilidad de sus movimientos, su inteligencia, su objetividad,
la “apertura” de sus sentidos poco potentes, pero no limitados solamente a
lo importante por los instintos; todo eso, que puede considerarse un sistema,
una conexión, capacita al hombre para elaborar racionalmente las condiciones
naturales existentes en cada caso... » (1993, p. 33), y agrega: «Cuando se habla
de la acción, excluimos todo dualismo. La división del proceso en corporal
y anímico no aportaría nada, y describirlo sólo serviría de obstáculo [...] La
acción es de por sí un movimiento cíclico complejo que se conecta a través de
las cosas del mundo exterior y la conducta se modifica según los resultados que
avisan de vuelta. Como todo trabajo humano [...] tenemos ahí una base que nos
permite meditar sobre el hombre sin caer en formas dualistas» (1993, p. 34).
Gehlen desarrolla una crítica radica! a las concepciones dominantes sobre
la unidad cuerpo/alm a en Alemania, así como a las teorías de los instintos y
de los impulsos básicos, a través de un marco teórico que propone que los
impulsos se constituyen en la acción hum ana específica. En lugar de pro­
poner una naturaleza humana, parte de las condiciones de existencia de los
seres humanos encontrando en la praxis un rasgo diferencial básico (Gehlen,
1987, p. 36).
2 0 2 _________________________________________________ L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

Estas y otras propuestas tan cercanas al concepto marxista de praxis, pero


también al culturalismo antropológico norteamericano, como reconoce el pro­
pio autor, fue publicada por primera vez en 1940 en la Alemania nazi, y ex­
presa justam ente el desarrollo de toda una serie de tendencias centradas en
la unidad biocultural, que intentaron desde diferentes disciplinas superar el
dualismo.8 Esta diversidad puede observarse respecto de una concepción bas­
tante difundida en Europa, según la cual el proceso civilizatorio incidía en las
condiciones bioculturales de los grupos, de tal manera que para autores como
Elias (1987 [1936]) dicho proceso tendía positivamente a reducir las acciones
de violencia; mientras que para investigadores como Gehlen o Lorenz la civili­
zación generaba un proceso de domesticación que reducía el papel de determi­
nadas tendencias humanas consideradas valiosas, especialmente las conductas
agresivas, lo cual podía tener consecuencias negativas. Pero mientras Gehlen
en 1940 reconoce el papel de las instituciones para superar las consecuencias
negativas de la domesticación, Lorenz en el mismo año llega a conclusiones
diferentes, dado que considera que «la domesticación reduce la tendencia na­
tural a rechazar los tipos degenerados de la especie, por lo cual es necesario
intervenir sobre esta tendencia. Lorenz en plena campaña de exterminio nazi
propone que la selección de características como el heroísmo o la utilidad so­
cial pueden ser desarrolladas por instituciones humanas al haber disminuido
los procesos naturales de selección. El ideal racial como base del estado ale­
mán puede hacer mucho al respecto» (Lewontin, 1980, p. 350).
Pese a que la propuesta holística y la crítica a las explicaciones dualistas
se dieron en todas las ramas del saber en los países de Europa Central, fue en
el campo médico donde se generaron más propuestas críticas y alternativas.
En general trataron de recuperar la unicidad del sujeto enfermo incluyendo
la situacionalidad y la biografía del mismo para explicar la constitución del
padecimiento y para proponer vías de solución. Durante el período 1920-1940
diversos autores referirán la unidad del sujeto a la articulación psique/cuerpo,
incluyendo algunos investigadores que a través de la biografía, de la situación,
del mundo del sujeto incluirían algunos aspectos socioculturales, especialmen­
te los referidos a la dimensión religiosa. No es casual que varios psiquiatras
(Muller-Eckhardt, Hafner, Gebsattell, Machel, Maeder, etc.) que trabajaron
/

8. Es interesante observar que, sobre todo en obras ulteriores, Gehlen (1993 [1936])
recupera los aportes de la antropología cultural norteamericana, especialmente los de
Benedict y de Mead.
K1 cólera: ¿es sólo una m etáfora? 203

timante ese lapso y durante la década de 1950 dieran un papel decisivo a los
aspectos religiosos (Koberle, 1965 [1958]), que unos expresan en términos de
religiosidad en sí (Muller-Eckhardt) y otros en términos culturales referidos
especialmente a la relación médico/paciente (Maeder, 1965 [1958]).
En países europeos de lengua alemana se desarrolló una biomedicina que
incluía, de diferente manera, elementos culturales, inclusive a través de as­
pectos étnico-raciales, que intentaron articular lo demandado por M. Mead,
es decir la relación cuerpo/psique/cultura, pero que los desarrollos ulteriores
fueron eliminando o marginando no sólo por razones de tipo científico, sino
sobre todo para diferenciarse ideológicamente de las consecuencias generadas
por algunas de estas propuestas durante el período nazi.

Relativismo cultural y biologías locales

I ,a ciencia alemana en casi todas sus ramas, y especialmente en biomedicina,


se caracterizará por cuestionar varios de los principios centrales de la episte­
mología científica dominante, a partir no sólo de reflexiones sino de investi­
gaciones. En el caso especial de la biomedicina9 se hace evidente la influencia
de la «filosofía de la vida», del vitalismo y de la fenomenología, y es dentro de
estas tendencias que, por ejemplo, Von Weizsaker construye especialmente du­
rante los treinta una orientación que denominó antropología médica de notable
influencia en Alemania, la cual considera al sujeto humano como una unidad,
colocando el núcleo del trabajo médico «en la experiencia que el paciente tiene
de su enfermedad, y entendiendo al paciente a través de la comprensión del
significado simbólico y práctico de la enfermedad, es decir, lo que la antropo­
logía actual llama “illness narrative”» (Harrington, 1996, pp. 195-196).
Estos y la mayoría de los puntos de partida de la ciencia alemana, tan si­
milares a los desarrollados actualmente por las antropologías interpretativas
norteamericanas y especialmente por los estudiosos del cuerpo y la enfer-

Debe subrayarse que durante los siglos xvra y xix se desarrollaron propuestas ho-
Iisticas dentro de la medicina académ ica elaborada en varios países europeos, que en el
cuso de la medicina romántica alemana propuso y aplicó profesionalmente una concep­
ción del hombre como unidad biocultural, cuyo núcleo integrador estaba colocado en el
«espíritu». Véase Gode von Aesch (1947).
204 La p arte neg ad a de la cultura

medad (Csordas, 1994a; Csordas y Kleinman, 1990; Good, 1994) iban a ser
aplicados en términos étnico-racistas por la biomedicina en la Alemania nazi
y no sólo por los médicos de los campos de concentración. En dicha biome­
dicina lo holístico, la prioridad de la práctica, la unidad cuerpo/alma/cultura,
el hombre abierto al mundo, la experiencia del cuerpo como síntesis tanto del
sujeto enfermo como del sujeto sano, etc., iban a ser pensados y utilizados
ideológica, profesional y técnicamente a través de categorías étnico-racistas.
Esta biomedicina asumió que la concepción holística y unificada de la realidad
era característica de la forma de ser aria, mientras que el mecanicismo y el
principio de causalidad eran propios del ser judío, lo cual se tradujo en una
legislación que establecía que los médicos arios sólo debían atender a los arios
y los judíos sólo a los judíos, basado en la existencia, como diríamos hoy,
de biologías y sistemas médicos locales y étnicos diferenciales, lo cual fue
asumido y aplicado por la profesión médica. Académica y jurídicamente esta
concepción del mundo permitió dentro y fuera de los campos de concentración
realizar investigaciones científicas in vivo con sujetos de origen judío, gitano
o eslavo que posibilitó notorios avances científicos respecto de determinados
tipos de tifus, de gangrenas o de problemas hepáticos, así como el desarrollo
de las más sofisticadas técnicas de esterilización desarrolladas hasta entonces,
experimentaciones que concluyeron con la muerte de la mayoría los sujetos
seleccionados ideológica y científicamente para realizar este tipo de investiga­
ción (Menéndez, 1971).
La mayoría de los temas y problemas sobre el cuerpo, sobre el dualismo,
sobre la ciencia como etnociencia o sobre las biologías locales que aborda
una parte de la antropología actual fueron desarrollados radicalmente dentro
de la ciencia alemana entre 1920 y 1940, y en menor medida por una parte de
la antropología norteamericana del mismo período como ya hemos señalado.
El pensamiento antropológico intentó superar la dualidad biológico/cultural a
través de dos orientaciones básicas: una que colocó el acento explicativo en
los elementos simbólicos de tal manera que lo biológico constituye una suerte
de punto de referencia a partir del cual cada cultura establece una realidad
particular, como fue la desarrollada por el culturalismo norteamericano y por
la mayoría de las antropologías actuales del cuerpo; y otra que parte de la exis­
tencia de una unidad biocultural que también se desarrolla a nivel de entidades
locales y que fue impulsada radicalmente bajo el nazismo y ha sido recuperada
ambiguamente y posiblemente sin saberlo por algunas propuestas de la antro­
pología interpretativa actual.
i:i cólera: ¿es sólo una m etáfora? 205

Gran parte del pensamiento alemán y los historicismos en particular impul­


saron la concepción de que toda producción humana, incluida la científica, es
una creación cultural, y que incluso la «dimensión biológica» podía ser consti­
tuida culturalmente, tal como la manipulación genética actual lo evidencia, en
la medida en que la asumamos como una técnica cultural y no sólo como saber
científico. Esta idea que antropólogos como Rabinow (1992) consideran de
reciente aparición, no sólo fue desarrollada por el pensamiento centro/europeo
entre los veinte y los cuarenta, sino que forma parte de eso que llaman «con­
cepción del mundo fáustica» a través de la cual algunos autores caracterizaron
a casi todo el pensamiento occidental. La posibilidad de la constitución y o
reconstitución de sujetos a partir de la producción científica entendida como
producción cultural está a la base de esta manera de pensar.
Pero lo que me interesa subrayar es que estas concepciones, que inicial­
mente en su mayoría no fueron impulsadas a través de concepciones racistas,
que se desarrollaron a partir de un cuestionamiento a determinadas concepcio­
nes biologicistas, y que incluso fue desarrollada en Alemania por científicos y
pensadores de origen judío, fue orientada hacia usos étnico-racistas, lo cual no
parece ser reflexionado por los antropólogos actuales, que en su recuperación
de teorías y autores que trabajaron estas problemáticas entre los veinte y los
cuarenta desarrollan una apropiación descontextualizada. La casi totalidad de
los científicos alemanes, incluidos algunos de sus principales teóricos, como
Von Uexküll en ecología, Lorenz en etología o Von Weiszacker en medicina,
desarrollaron y aplicaron explicaciones y/o prácticas racistas pese a consti­
tuir en el caso de los señalados no sólo algunos de los más prestigiosos cien­
tíficos, sino investigadores en cuya obra previa no aparecían propuestas de
tipo racista.10 Aquí la cuestión radica nuevamente en reconocer la adhesión

10. Ya citamos el respaldo de Lorenz a las políticas racistas de estado; a su vez, Von
Uexküll, en la segunda edición de su libro Staatbiologia (1933), agregará un capítulo
sobre el peligro de las razas extranjeras y la legitimidad del estado para eliminarlas.
Pero además uno de los más respetados médicos de la posguerra y considerado un
símbolo antifascista com o Von Weiszacker, siendo profesor en Heidelberg, sostuvo
en 1933 en apoyo del nazism o que «Sólo una política popular de destrucción, no sólo
es preventiva sino creativa» (M uller-Hill, 1989, p. 102). M ás aún, según Harrington,
en 1986 se presentó docum entación de que Von W eizacker cuando fue director de la
clínica neurológica de la U niversidad de Breslau (Polonia) entre 1941 y 1945 aplicó
una política de eutanasia a niños de razas «indeseables» (1996, pp. 198-199) Debe
asumirse en toda su significación que éstas no sólo fueron conductas individuales,
sino la m anera de actuar del cuerpo científico alemán. Cuando la Sociedad Científica
206 L a p arte n e g ad a de la cultura

al racismo de la mayoría de la ciencia alemana, a partir de varios procesos,


entre los cuales subrayamos la construcción de un pensamiento centrado en la
discusión y «superación» de la relación cuerpo/mente dominante en la medi­
cina occidental. Pero sobre todo en el desarrollo de tendencias historicistas y
existencialistas que examinaban la particularidad, la diferencia, la especifici­
dad cultural no sólo de la cultura sino de los cuerpos, y que establecían la base
técnica e ideológica para convertir la particularidad histórica en particularidad
biológica, máxime cuando esta última estaba fundamentada teóricamente por
el propio historicismo.
Desde esta perspectiva no puede entenderse el énfasis que, durante los años
cuarenta y cincuenta, Sartre y otros autores colocan en el papel del sujeto, en
su situacionalidad o, en la responsabilidad, en la acción, así como en la falsa
conciencia, si no se las refiere no tanto a su mandarinismo intelectual, como
sostiene Bourdieu, sino a la experiencia vivida bajo el fascismo, a la experien­
cia de control total estatal, y en particular a la experiencia de la actitud racista
y colaboracionista desarrollada por gran parte de la población europea. Hay en
la actual recuperación antropológica del cuerpo una despolitización y desideo-
logización que ignora la trayectoria, la experiencia y la genealogía de muchos
de los autores y teorías que utiliza, y aún más de los autores que olvida.
Llama en consecuencia la atención, máxime por el desarrollo de procesos
actuales ya señalados y cuya evidencia última al menos para Europa es hasta
ahora Kosovo, la carencia de reflexión sobre el potencial deslizamiento de las
concepciones etnocientíficas, etnicistas, étnicas hacia representaciones y prác­
ticas racistas; la no reflexión sobre la posible rápida resignificación y reorien­
tación de conceptos no sólo por los antropólogos del cuerpo, sino por fuerzas
sociales e ideológicas que se apropian de ellos, como ocurrió, por ejemplo, con
el concepto de «mundo», que fue orientado en numerosas direcciones e incluso
en términos políticos de «espacio vital» para justificar la expansión alemana
durante los treinta y cuarenta.
Considero que toda una serie de antropólogos, en su mayoría norteame­
ricanos, que plantearon entre los años treinta y los cuarenta la unidad mente/

del em perador G uillerm o (actualm ente Instituto M ax-Planck) recibió en abril de 1933
una circular para que los directores de instituto dejaran cesantes a sus colaboradores
de origen judío, sólo un director de instituto, el profesor Haber, rechazó la orden y
renunció a su cargo. Todos los demás, incluidos los directores judíos, acataron estas
decisiones racistas (M uller-H ill, 1989).
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 207

cuerpo/cultura, pero que colocaron el acento en lo simbólico o en lo psicocul-


tural y en el relativismo cultural, lo hicieron en gran medida por convivir con
propuestas antropológicas y políticas que partiendo de premisas como las ya
señaladas derivaron hacia el racismo y el etnorracismo. Desde esta perspectiva,
la cuestión no radica tanto en desconocer ciertas historias antropológicas más o
menos olvidadas, sino saber cómo y para qué fueron usadas científica, ideoló­
gica y políticamente. Por lo tanto, no negamos que toda cultura por definición
es etnocéntrica, lo que no es lo mismo que negar el papel que puede cumplir el
relativismo crítico como «control» de los usos del etnocentrismo, tal como fue
utilizado por una parte de los culturalistas durante los treinta y cuarenta.
Cuando Geertz analiza el creciente antirrelativismo desarrollado desde fi­
nales de los ochenta dentro de nuestra disciplina, subrayando que se expresa
sobre todo a través de la recuperación de antiguos conceptos como «naturaleza
humana» y concluyendo que actualmente en cualquier rama de la antropolo­
gía «encontramos algún ejemplo del retomo a una concepción donde todo se
reduce a los genes, a la naturaleza de la especie, a la arquitectura del cerebro,
a la constitución psicosexual» (1996, p. 111), y todo ello en nombre de una
universalidad que reduce o niega la alteridad, está reconociendo el retomo de
explicaciones centradas en lo biológico que pretenden además ser objetivas y,
que según el propio Geertz, tratan de «colocar la moral más allá de la cultura».
Pero el lamento de este autor no resuelve ni evita el desarrollo de este tipo de
explicaciones, y no lo resuelve no sólo prácticamente sino tampoco en térmi­
nos teóricos, en gran medida porque su propia propuesta teórico/metodológica
contribuyó a su legitimación al reducir la moral a la cultura como verdad.
Se necesitaría recuperar nuevamente la dimensión ideológica en tanto ideolo­
gía, y no sólo como sistema cultural como propuso y difundió Geertz (1971
y 1987), a partir de reimpulsar el análisis sobre las relaciones cultura/verdad/
ideología que no remita la verdad exclusivamente a la cultura como intencio­
nal o funcionalmente sostiene una parte de los interpretativos, o solamente a
la ciencia como propone una parte de los antropólogos antirrelativistas, sobre
lodo porque cuando de raza, de etnias y/o de biología se habla debe pensarse
en las fuerzas sociales de muy diferente tipo que pueden hacerse cargo de ellas
a partir de sus propios objetivos, necesidades y transacciones.
Frecuentemente tengo la impresión de que al menos algunos antropólogos
piensan que los conceptos, las categorías, las teorías y, por supuesto, la infor­
mación producida sólo son utilizados académicamente y/o que no existe re­
lación entre saber académico y saber de los conjuntos sociales, de tal manera
208 L a p arte n e g ad a de la cultura

que los refieren exclusivamente a los discursos disciplinarios, excluyéndolos


de los procesos de apropiación que orientan sus contenidos hacia objetivos
productivos, ideológicos, políticos además de académicos. Por lo tanto debe­
mos asum ir que el relativismo y el etnocentrismo son categorías académicas
que también son utilizadas social y políticamente, lo cual no suele ser pen­
sado por la antropología respecto del espectro de consecuencias que pueden
desarrollarse, dado que afirmar la diferencia y el derecho a la misma supone
procesos políticos para obtener el reconocimiento de la diferencia, pero sobre
todo para posibilitar las formas de ser diferente, lo cual implica no sólo «ne­
gociaciones» sino luchas.
En los años cuarenta y cincuenta se dio una amplia y profunda discusión
dentro de las ciencias sociales y especialmente dentro de la antropología norte­
americana en torno al relativismo cultural y a la existencia o no de valores (hoy
diríamos derechos) universales. Es en este lapso cuando antropólogos relati­
vistas como Kluckhohn, Murdock o Linton pasaron de afirmar la relatividad a
conciliaria o subaltemizarla a los valores universales. Las principales críticas
señalaban que el relativismo podía justificar casi todo tipo de comportamien­
tos, incluidos crímenes masivos, a partir de considerarlos comportamientos
culturales y en función de la neutralidad valorativa que dicha posición poten­
cialmente incluye. Congruentemente con ello, el relativismo posibilita reducir
los compromisos normativos y morales exclusivamente a la propia sociedad.
Esta discusión se dio en diferentes campos, pero especialmente en el campo
educativo, donde existían dos tendencias, una que sostenía de forma explícita o
tácita que la educación debía estar al servicio de una comunidad determinada,
de establecer en el niño los valores de su comunidad para contribuir no sólo a
desarrollar conocimientos sino identidades: «Así en cientos de áreas rurales y
urbanas norteamericanas, la filosofía que orienta el sistema escolar busca en
primer término socializar al niño dentro de la estructura económica, social,
religiosa y ética, a través de la tácita aceptación de ios hábitos, las costumbres
y las creencias practicadas y fomentadas por los sectores más poderosos y or­
ganizados de la población local» (Brameld, 1957, p. 21).
Es respecto de esta posición que se desarrolla otra propuesta que articula
concepciones relativistas y universalistas no sólo a partir de una crítica a las
experiencias norteamericanas, sino también a las consecuencias de las políti­
cas educativas aplicadas por el nazismo.
Nuestro análisis del relativismo refiere por supuesto a la producción an­
tropológica, que puede dar lugar frecuentemente a juegos intelectuales inte-
I I cólera: ¿es sólo una m etáfora? 209

rosantes e incluso fascinantes, pero juegos al fin; pero también concierne a la


apropiación y a veces expropiación de las teorías por parte de determinados
I’,nipos sociales. Desde esta perspectiva, las reflexiones sobre las biologías
locales, sobre las ciencias como etnociencias, o sobre los etnicismos exclu­
sivistas, más allá de la corrección o no corrección científica con que están
elaborados, pueden ser derivados hacia posiciones y acciones racistas o anti-
rracistas que al menos en parte se fundamentan y son avaladas por estos ju e ­
gos. Llama la atención que la mayoría de las investigaciones antropológicas
sobre el cuerpo no incluyan la problemática del racismo y del etnorracismo y,
sobre todo, del papel y del peso del biologicismo como dimensión práctico-
ideológica de la vida cotidiana.
Lo señalado no supone negar la validez, realidad y significación de lo étni­
co, ni negar la existencia normalizada del etnocentrismo, ni confundir etnocen-
trisino y racismo, sino asumir que lo étnico refiere a procesos dinámicos y no
a etiquetas simbólicas transhistóricas, cuya orientación ideológica y práctica
dependerá de Iqs condiciones que se desarrollan en los contextos específicos,
incluidas las fuerzas sociales que orienten la situación en términos de etnici­
dades subordinadas, de propuestas contrahegemónicas o de usos racistas de
subordinación y hegemonía.
No debe olvidarse que el racismo, al igual que el etnicismo, basa su acción
en la identidad, en una comunidad o grupo de pertenencia, en la oposición y/o
diferenciación con un otro; más aún, el racismo es la tendencia que más radi­
caliza y necesita la existencia de un otro. En consecuencia, no es la búsqueda
y/o afirmación de la identidad lo que diferencia al racismo del etnicismo, sino
que la diferencia debe buscarse en lo que los grupos hacen con la afirmación de
la identidad. Es obvio, pues, que no todo etnicismo o particularismo concluye
en racismo, ni supone que lo étnico corresponda a una base biológica unívoca
y constante, sino que lo que me interesa subrayar es la apelación al racismo o a
la diferencia étnico-racista que potencialmente implica el deslizamiento hacia
la afirmación radical de determinadas diferencias culturales.
A! respecto debemos reconocer que 1a mayoría de los etnicismos y etnona-
cionalismos actuales asumidos culturalmente y, sobre todo, ideológicamente,
licnen como objetivo reivindicar en términos de acción la identidad amenaza­
da, subordinada o excluida, lo cual constituye un proceso necesario en el caso
de las identidades oprimidas, pero asumiendo que en los procesos concretos
pueden generarse propuestas y actividades de etnicismo radical o de tipo racis-
la, construidas y utilizadas por los diferentes grupos sociales que requieren de
210 L a p arte n e g ad a de la cultura

la «diferencia» en sus múltiples expresiones, para afirmar su identidad o para


estigmatizar, para cuestionar su subalternidad o para excluir.
En función de lo que venimos señalando puede argüirse que el racismo no
tiene mucho que ver con análisis académicos, con demostrar científicamente
que existen o no razas, sino con la función ideológica, cultural o económico-
política que el racismo cumple. Más aún, reiteradamente se demuestra cientí­
ficamente que no hay razas superiores ni inferiores, que los seres humanos te­
nemos una identidad genética casi total, que la raza como entidad biológica no
constituye un elemento de diferenciación a nivel de los sujetos y de los grupos,
sino que su uso simbólico es el que establece las diferencias, por lo que la cues­
tión central no radica en seguir haciendo investigaciones que reiteradamente
llegan a las mismas conclusiones. Esto en parte es correcto, pero supone una
lectura unilateral y esencialista del racismo que, como hemos señalado, ignora
el continuo retorno y construcción de biologicismos y/o racismos intersticiales
en la vida cotidiana, la rápida conversión en diversos contextos de lo étnico en
racismo, así como el uso de explicaciones biologicistas como legitimador de
identidades y prácticas sociales,'1por lo cual debemos asumir que existen cons­
tantes riesgos de deslizamiento ideológico que, en determinados momentos,
pueden legitimar diferencias, pero también exclusiones, así como el sentido
de subalternidad o hegemonía de las mismas. Máxime cuando dichos saberes
biologizados forman potencialmente parte del conjunto de representaciones y
prácticas que entre otras cosas se expresan a través del racismo cultural.
El racismo puede y debiera ser cuestionado a través de criterios de ver­
dad/falsedad surgidos de la investigación científica, pero esa crítica no evita
su constante emergencia y desarrollo porque los racismos han evidenciado
que pese a los resultados de las investigaciones biológicas, psicológicas y
antropológicas que reiteradam ente señalan su falsedad, los mismos siguen
desarrollándose a través de un amplio espectro de relaciones y procesos eco­
nómicos, sociales y culturales. Lo decisivo respecto de los racismos -com o
respecto de la mayoría de los problemas sociales- no radica en investigar y
evidenciar lo incorrecto o falso de sus propuestas, sino enfrentarlo social,

11. En la lucha por la propia identidad algunos sectores del movimiento fem inista y del
movimiento gay encuentran en lo biológico una justificación de su diferencia «natural»,
fundamentándola en investigaciones genéticas y biomédicas. Esto, si bien puede favo­
recer la legitimidad de su identidad, posibilita en determinados contextos y momentos
una articulación con propuestas de tipo racista que justam ente fundamentan su diferen­
cia en la dimensión biológica.
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 211

cultural, política, y por supuesto científicamente especialmente en la vida


cotidiana, dado que los racismos aparecen como una de las posibilidades
constantes a través de la cual se expresan determ inadas relaciones de poder,
de dominación y de subalternidad.
Estos deslizamientos han sido constantes y en determinados períodos y paí­
ses no sólo fueron parte de la vida cotidiana, sino de políticas de estado y de
toda una variedad de propuestas teórico-ideológicas sobre aspectos que trata
la actual antropología del cuerpo, la cual habla de biologías locales, de etno-
ciencias o del cuerpo como unidad biocultural, pero sin reflexionar sobre las
implicaciones teóricas y, sobre todo, no académicas de estas elaboraciones an­
tropológicas. La despolitización y desideologización de los análisis antropoló­
gicos ha conducido a impulsar conceptos e interpretaciones desconectadas de
los usos que éstos tuvieron y de su significación en un pasado no tan lejano.
Considero que las ausencias y olvidos de teorías y prácticas como las re­
señadas para el lapso 1930 y 1940, así como utilizar los marcos teóricos desa­
rrollados por una variedad de filósofos alemanes como Dilthey, Heidegger o
Cassirer, pero ignorando la investigación, teorización y aplicación biomédica,
psiquiátrica y, por supuesto, antropológica desarrollada en el mismo lapso,
permite a los antropólogos, sobre todo a los interpretativos, discutir y utilizar
conceptos en un alto nivel de abstracción filosófica, al «desconocer» no sólo el
uso profesional y técnico, sino el proceso de politización del conocimiento y
las implicaciones sociales e ideológico-políticas que tuvieron varias de las ca­
tegorías e interpretaciones que están usando, una parte de las cuales, como dice
llauschild (1997), no pueden ser separadas de las consecuencias genocidas
generadas por las políticas del estado alemán en las décadas de 1930 y 1940.
Las reiteradas críticas que las ciencias sociales han desarrollado desde los
sesenta a una biomedicina caracterizada por la objetividad, el mecanicismo o
el manejo de la dualidad cuerpo/alma, se hicieron en su casi totalidad a partir
de desconocer, o al menos no recordar, que no sólo el pensamiento social y
lilosófico alemán, sino algunas de las principales corrientes de la biomedici-
d na alemana, cuestionaron expresamente esas características, que articularon
pasiva o activamente con las propuestas ideológico-científicas impulsadas por
el nazismo. Tiende a olvidarse que la concepción de la unidad cuerpo/mente
(o cuerpo/espíritu) era, a través de muy diferentes perspectivas, uno de los
núcleos distintivos del pensamiento alemán durante este lapso.
Pero además los nacionalsocialistas trataron de fundamentar una tradición
médica específicamente germana, tomando como prototipo a Paracelso, de
212 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

quien solían citar la frase: «Cada país desarrolla su propia enfermedad, sus
propias medicinas y sus propios curadores». Es decir, que al menos una parte
de la biomedicina no tuvo que esperar a los antropólogos para cuestionar el
dualismo dominante en la concepción y trato del paciente o en proponer una
visión holística respecto del proceso de enfermar, pero estos descubrimientos
se dieron asimismo en parte a través de concepciones técnico-científicas, de
profesionales y de sujetos que asumieron consciente y/o funcionalmente el
nazismo. Esto, por supuesto, no supone concluir que no debe estudiarse la
relación entre lo cultural y lo biológico o tratar de superar la dualidad cuerpo/
mente, ni mucho menos pensar que hay una relación mecánica entre produc­
ción de conocimiento y usos políticos e ideológicos, sino que supone asumir
que el saber, prácticamente todo saber, tiende a ser utilizado a través de fuerzas
sociales que se hacen cargo del mismo, y que ello muy frecuentemente cuenta
con la aceptación intencional o funcional de los propios investigadores, sobre
todo cuando asumen su quehacer en términos profesionales.
En síntesis, la antropología ha investigado la enfermedad, el dolor, el cuer­
po de forma intensa desde la década de 1970 y ha desarrollado enfoques que
proponen nuevas interpretaciones sobre estas temáticas, así como superar la
escisión entre lo cultural y lo biológico o entre cuerpo/mente que caracteriza el
enfoque del modelo biomédico hegemónico (Menéndez, 1978 y 1990b). Estas
propuestas antropológicas se desarrollaron dentro de un incremento constante
no sólo de explicaciones biológicas, sino sobre todo de prácticas devenidas de
la investigación biomédica que inciden cada vez más en la vida cotidiana.
Las propuestas de superación de la escisión entre lo cultural y lo biológico
ha retomado la concepción dominante elaborada por nuestra disciplina entre
1930 y 1950 que coloca el acento de la unificación del cuerpo o de la enfer­
medad en los aspectos simbólicos, culturalizando lo biológico y reflexionando
escasamente sobre la creciente influencia de las concepciones y productos de­
venidos de la investigación biológica sobre la vida cotidiana.

Los usos sociales y científicos de las diferencias

Los procesos señalados evidencian no sólo la escasa reflexión respecto de la


relación entre lo cultural y lo biológico, sino también de su vinculación con
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 213

una de las problemáticas que más se desarrollaron dentro de las ciencias socia­
les a partir de los setenta, la de la «diferencia».
La recuperación de la diferencia constituye un tema de estudio académico
y, sobre todo, un objetivo de determinados sujetos sociales, y se expresa a
través de un amplio espectro de concepciones ideológico-teóricas que reduci­
mos esquemáticamente a dos. Por una parte, aquellas que impulsan una con­
cepción multicultural de la diferencia, que asumen la importancia de afirmar
cada diferencia particular, pero como base de posibles transacciones entre los
diferentes sujetos sociales y no como medio de imposición de una forma cul­
tural determinada. Y que son los autores que hablan de hibridación, de nuevo
mestizaje; que cuestionan los esencialismos étnicos, de género o religiosos, y
que basan la posibilidad de una sociedad igualitaria en el desarrollo y permi­
sividad de las diferencias. Por otra parte están los que impulsan la diferencia
en, términos esencialistas y que pueden adquirir formas culturales, racistas
o etnorracistas, y que también parten de asum ir la importancia de la dife­
rencia, pero entendida como diferencia radical, irreductible e incompatible.
Cada grupo afirma su diferencia a partir de características distintivas que son
parte de la identidad de este grupo y que limita o directamente imposibilita
todo proceso de integración más o menos unificada. Estas propuestas tienden
a fundamentar la existencia de «el» blanco, de «el» indio, de «el» negro, y
también de la cultura africana o de la cultura occidental como identidades más
o menos cerradas en sí mismas.
Si bien estas propuestas polares, y las expresiones intermedias, presentan
elementos diferenciales, se caracterizan por determinadas coincidencias de las
cuales las más importantes son la escasez de análisis sobre los deslizamientos
hacia el racismo y el papel de las diferencias étnicas, religiosas, sexuales, etc.,
en la constitución de otros estigmatizados dentro de los distintos sistemas so­
ciales, incluida la sociedad capitalista.
La escasez de este tipo de reflexiones adquiere características preocupantes
porque no sólo la observamos en tendencias antropológicas que adhieren a
posiciones más o menos esencialistas. El énfasis en procesos sociales y simbó­
licos desprendidos de la significación de procesos económico-políticos e ideo­
lógicos favorece descartar o secundarizar en sus interpretaciones el desarrollo
de las explicaciones biológicas y de las prácticas racistas.
Autores como Baudrillard, Savater o Touraine, más allá de sus variantes
personales, coinciden en proponer que la raza en términos biológicos no es
ya un argumento importante en el establecimiento y análisis de las diferencias
214 L a p arte neg ad a de la cultura

sociales dominantes, por lo menos en las sociedades desarrolladas: «Ha ter­


minado la alteridad bruta, la alteridad dura, la de la raza, la de la locura, la de
la miseria, la de la muerte. La alteridad, como todo lo demás, ha caído bajo la
ley del mercado, de la oferta y la demanda. Se ha convertido en un producto
escaso» (Baudrillard, 1991, p. 134).
Para Balibar (1988), Stolcke (1995) o Touraine (1997), las acciones y/o
movimientos xenófobos actuales en Europa ya no apelan a la raza sino a la
identidad cultural, y se basan en las diferencias e incompatibilidades y no en la
inferioridad de los otros; y en la misma línea Savater, en una serie de artículos
periodísticos publicados recientemente en España, concluye que la xenofobia
actual no tiene nada que ver con las concepciones nazifascistas.
Sin embargo, estas afirmaciones contrastan con dos hechos: en primer lu­
gar, como reconocen algunos de estos autores, porque las diferencias culturales
proponen los mismos criterios que las diferencias racistas, es decir, la propues­
ta de una cultura (raza) pura, no mezclada, que excluye y/o estigmatiza al otro
cultural, que establece la incompatibilidad de formas de vida. Y en segundo
lugar, con el continuo incremento de episodios xenófobos caracterizados por
su agresividad física y/o simbólica en contextos europeos, de Estados Unidos
y de países periféricos durante los ochenta y noventa.
Estos episodios incluyen actividades antijudías que van desde atentados
que generaron decenas de muertos en Argentina hasta la violación de sepul­
cros en Suecia, pasando por las reiteradas negaciones de la existencia del
«holocausto»; de episodios racistas contra gitanos en Hungría y la República
Checa, de las agresiones de diverso tipo a inmigrantes latinoamericanos en
Estados Unidos, que incluyen la cacería hasta herirlos o matarlos, de inmi­
grantes mexicanos por grupos del sur de Estados Unidos o de la creación por
la prensa internacional y especialmente por la norteamericana de estereotipos
racistas contra determinados grupos musulmanes, en particular los palestinos.
Los actos xenófobos agresivos se van constituyendo en hechos cotidianos,
experimentando un notorio incremento en países como Alemania, donde du­
rante el año 2000 el gobierno registró 15.951 actos xenófobos, lo cual supone
un aumento del 60 por 100 respecto de los ocurridos en 1999. Esto condujo
a reconocer al canciller alemán que no sólo el gobierno, los políticos, los
intelectuales sino el conjunto de la sociedad había ignorado la importancia
creciente de esta problemática.
Considero que toda una serie de actos xenófobos si bien funcionaban en la
vida cotidiana, es decir, estaban normalizados, no adquirían sin embargo los
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 215

niveles de agresividad y de visibilidad pública que comienzan a tener en la ac­


tualidad. De ahí que el racismo desarrollado en los estadios de fútbol, adquiere
un nivel distinto de significación en casos como el del presidente del club
italiano Verona quien informa públicamente que no puede contratar jugadores
negros porque una parte de los aficionados del club se oponen, lo que junto con
otros episodios condujo a la Federación Internacional de las Asociaciones de
Fútbol (FIFA) a convocar una reunión internacional en el 2000 para analizar y
encontrar soluciones al incremento del racismo en el fútbol.
El racismo en el fútbol expresa el desarrollo de procesos más generales que
operan en diferentes aspectos de la vida cotidiana de forma normalizada y que
se evidencia más en el caso del fútbol, pues adquiere calidad de «espectáculo».
Pero más allá de estos y otros episodios en los cuales se expresan no sólo la
diferencia cultural, sino prácticas e ideologías racistas, considero que las in­
terpretaciones de los autores señalados son parte de una manera reiterada de
centrar el análisis de la diferencia exclusivamente en lo simbólico, de excluir
lo económico-político, de reducir la realidad social a las representaciones e ig­
norar el papel de las prácticas, así como en retomar una interpretación triviali-
zada del nazismo que caracterizó en su momento a numerosos intelectuales eu­
ropeos y norteamericanos, trivialización que reaparece una vez más al concluir
que la raza ya no es un indicador, y que lo relevante es la diferencia cultural,
olvidando que lo racial fue usado por los nazis como parte de sus concepciones
ideológico-políticas e ideológico-culturales, y no al revés. Más aún, considero
que al menos algunas de las conclusiones sobre el racismo cultural actual se
están generando a partir del análisis de los discursos de los partidos políticos
y/o de los teóricos e ideólogos del culturalismo racista, pero no de las prácticas
de los conjuntos sociales, dado que una parte de las mismas funcionan como
prácticas racistas.
El análisis de la trayectoria académica y política de las teorías, de las ideo­
logías y de las representaciones sociales racistas en Alemania evidencia no
sólo un uso ideológico constante, sino una continua adecuación a los objetivos
políticos y/o a las necesidades económicas, sociales o demográficas del estado
alemán, al menos en las décadas de 1930 y 1940. Esto se pone de manifiesto en
varios aspectos, y en particular en la disputa teórico-ideológica sobre la «raza
superior» dada en el interior del movimiento nazi, donde un sector la refiere
exclusivamente a la raza nórdica, mientras otros incluyen las razas alpina y
mediterránea, disputa que permite observar el papel de los procesos económi­
cos, políticos, pero también de identidad cultural a nivel regional y local, dado
216 L a p arte n eg ad a de la cultura

que la validez de cada una de estas razas está dada por concepciones culturales
y políticas, tal como puede ser observado en la disputa generada entre los an­
tropólogos físicos y etnólogos durante este período. Pero este carácter ideoló-
gico-político adquiere un carácter más transparente a partir del desarrollo de la
segunda guerra mundial, cuando la necesidad de mano de obra para la guerra
y para la producción industrial y agraria se traduce en la creciente disminución
de las investigaciones médicas y antropológicas sobre la herencia biológica, en
la paulatina desaparición de pruebas físicas y de la elaboración de árboles ge­
nealógicos que aseguren el carácter «ario», y sobre todo en la cada vez menor
exigencia respecto de la pureza racial de los alemanes y no alemanes, creándo­
se instituciones que posibilitan la «infiltración racial» y el mestizaje.12
Es en función de estos procesos que el aspecto que más me interesa su­
brayar es que el avance de las representaciones y prácticas biologicistas, así
como los deslizamientos racistas y étnico-racistas son en gran medida posibles
debido a la presencia normalizada en la vida cotidiana de lo que denomino
«biologicismo y racismo intersticiales». La expansión, uso y/o la utilidad de
explicaciones y productos devenidos de la investigación biológica no deben ser
negados, sino que considero necesario describir y analizar la constitución de
maneras de pensar y actuar por los conjuntos sociales que no sólo usan saberes
devenidos de la investigación biológica, sino que lo biológico se constituye en
normalizador cultural de una variedad de representaciones y prácticas sociales
que pueden, en determinados momentos y procesos, legitimar comportamien­
tos racistas a partir de la normalización y legitimidad alcanzadas.
Es desde esta perspectiva que hemos enumerado algunos aspectos donde
no sólo las explicaciones (representaciones), sino sobre todo los productos y
técnicas biológicos son parte de la vida cotidiana, en aspectos decisivos y recu­
rrentes como el amor, la tristeza, el trabajo, el cansancio, la enfermedad. Desde
esta perspectiva debe asumirse que, si bien a nivel reflexivo el racismo puede

12. En 1944, 1.900.000 alemanes mueren en combate y 1.700.000 son tomados pri­
sioneros o considerados desaparecidos; al final de la guerra se estim a que 16.000.000
de varones germ anos están fuera de sus hogares. Correlativamente millones de traba­
jadores extranjeros son llevados a Alem ania para sostener la industria y la producción
agrícola. Esto favorece una permisividad racial cada vez mayor, expresada en la bús­
queda de «sangre alemana oculta» en los países ocupados que conduce a que millones
de polacos sean redefinidos como alemanes o a la institucionalización de la «esposa
del cadáver» que oficializa desde principios de la guerra el casamiento de una mujer
alemana con su novio muerto en guerra (Conte y Essner, 1995).
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 217

aparecer cuestionado y considerado como una ideología negativa, las repre­


sentaciones y prácticas biologicistas pueden formar parte del sistema cultural
e ideológico, legitimando y normalizando determinadas actividades racistas de
forma no consciente. Como en tantos otros aspectos observamos que dentro
del mundo académico, especialmente el antropológico, se discute ampliamente
sobre culturalismo (multi) y etnicismo, mientras que los saberes biológicos se
constituyen más o menos silenciosamente en algunas de nuestras representa­
ciones y prácticas sociales cotidianas.
Este saber biologizado debe ser articulado con la producción y reproduc­
ción de relaciones desiguales, selectivas y/o discriminatorias en la vida coti­
diana, así como con el desarrollo de una ideología que ve en la eficiencia, en
la competencia; en determinados símbolos de estatus, en los niveles de ingreso
los indicadores básicos de la calidad de los sujetos, de tal manera que los lo­
gros o las permanencias o caídas en la pobreza serán remitidas a las diferencias
individuales, a las «negligencias» personales respecto de las cuales los desli­
zamientos racistas constituyen un proceso potencial en sociedades donde no
sólo el racismo está instalado intersticialmente, sino donde el biologicismo va
formando parte de los saberes culturales.
En otros trabajos (Menéndez, 1998c) hemos señalado como el concepto
estilo de vida fue utilizado por varios autores, especialmente referido al pro­
ceso de salud/enfermedad/atención, en términos similares a los propuestos por
el culturalismo racista, es decir, como mecanismo no sólo de diferenciación,
sino de estigmatización y de subaltemidad. En la misma línea, Martin anali­
zó las concepciones, características y usos del sistema inmunológico respecto
del sida y de otros padecimientos desarrollados especialmente en la sociedad
norteamericana, para concluir que: «Los mecanismos por los cuales el sistema
inmune ha sido explicado remite invariablemente a alguna versión del darwi-
nismo social, es decir, de la supervivencia de los más aptos» (1994, p. 235).
Al igual que en el caso del estilo de vida, el sistema inmune se centra en las
condiciones de competitividad individual, en las capacidades personales, ex­
presadas sobre todo en la salud y el trabajo y donde la supervivencia del más
apto ya no refiere a criterios biológicos, sino al desarrollo, adiestramiento y
autocuidado individuales.
Desde esta posibilidad es importante reflexionar sobre las prácticas socio-
culturales, incluidas las académicas y profesionales, constituidas desde 1920-
1930 hasta la actualidad en tom o a las dimensiones biológicas, racistas y cul­
turales, y no pensadas como entidades separadas, sino interrelacionadas, dado
218 L a p arte n e g ad a de la cultura

que observamos significados similares en las categorías académicas y en los


saberes populares respecto del racismo.
Por lo cual me interesa subrayar que en la institucionalización del racismo
inciden múltiples procesos en cada contexto, pero hay un proceso que ha sido
constante desde al menos la segunda mitad del siglo xrx, y que concierne a lo
que denomino «biologización de la vida cotidiana», es decir, a la producción e
inclusión en las representaciones y prácticas de vida de los conjuntos sociales
de saberes devenidos de la producción y acción biomédica. Lo cual debe arti­
cularse con el papel central que la ciencia ha tenido en la construcción y uso de
la categoría raza y de otras categorías relacionadas con el racismo.
La categoría raza no sólo se desarrolló a partir de varias disciplinas, espe­
cialmente la biología, la antropología y la biomedicina, sino que algunos de
los más relevantes científicos entre finales del siglo xix y la actualidad fueron
los principales responsables de definir, utilizar y difundir conceptos y explica­
ciones de tipo racista (Harding, 1993). Más aún, durante el lapso 1870-1920,
la caracterización de los negros y judíos no sólo como diferentes, sino como
inferiores, fue sostenida por varias de las principales figuras de la comunidad
científica norteamericana (Stepan y Gilan, 1993).
La producción científica, en particular la biomédica, va a ir constituyendo
durante los siglos xix y xx un marco de definiciones de los sujetos conside­
rados diferentes, según el cual simultáneamente unifica y estigmatiza a una
variedad de sujetos sociales en términos de raza, de locura, de alcoholismo, de
criminalidad, y en algunos contextos en función de su condición de inmigrante
o de su condición de género o de orientación sexual, y donde los criterios de la
diferenciación y estigmatización se sitúan en la dimensión biológica.
Estas concepciones científicas y profesionales sobre la raza y los sujetos,
definidos a partir de la dimensión biológica, evidencian notables coinciden­
cias al menos con algunas de las clasificaciones sociales dominantes en cada
sociedad, de tal manera que en diferentes contextos los criterios científicos
refuerzan el etnocentrismo cultural previo. Según Marshall, existiría un cons­
tante proceso de intercambio entre las concepciones populares y científicas
sobre las razas, de tal manera que no sólo las concepciones populares remiten
a las propuestas científicas, sino que éstas expresan las ideas que sobre las
razas dominan en los conjuntos sociales. Analizando información para Japón
y Estados Unidos, encuentra que no hay demasiadas diferencias entre las ideas
utilizadas por la población y las propuestas-científicas sobre la raza y las razas;
según Marshall, esto ocurre porque «los científicos suelen basar sus estudios
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 219

sobre las diferencias raciales en clasificaciones previamente definidas popular


y/o políticamente. Tienden a usar las clasificaciones raciales populares como
punto de partida para la elaboración de sus propias tipologías raciales, que al
analizarlas resultan tan ideológicas como las utilizadas por la población» (Mar-
shall, 1993 [1969], pp. 121-122), por lo cual «[...] debe asumirse que tanto las
concepciones populares como las científicas sobre las razas están influenciadas
por consideraciones sociopolíticas» (Marshall, 1993 [1969], p. 118).
Esta autora sostiene que durante el lapso analizado (1850-1960) se obser­
va un constante proceso de intercambio entre las concepciones populares y
científicas sobre la raza y las razas que la elaboración científica legítima. Pero
a partir de un amplio espectro de investigaciones, incluidos nuestros propios
trabajos, observamos que esto no sólo opera respecto de la categoría raza, sino
respecto de las categorías que refieren a la criminalidad, a la locura, al alco­
holismo o a la enfermedad en general, lo cual no significa que exista una total
identidad de definiciones, concepciones, explicaciones y, sobre todo, de prácti­
cas, sino que la producción científica y profesional se relaciona con los saberes
populares en procesos que los incluye a ambos, y es dentro de estos procesos
que debemos incluir la biologización de la vida cotidiana (Menéndez, 1985 y
1996). Una de las características del saber biomédico, pero también de otros
saberes científicos y profesionales, es que ha definido en términos de neutra­
lidad científica a toda una serie de sujetos a los cuales califica no sólo como
enfermos o como diferentes, sino explícita o implícitamente como inferiores,
o al menos subalternos.
Desde esta perspectiva determinadas categorías con contenidos racistas
fueron normalizadas científica y profesionalmente en el seno de la biomedi­
cina especialmente entre 1880 y 1920, y si bien este proceso se observa más
en unas ramas que en otras del saber biomédico, debe asumirse que impregnó
al conjunto del saber médico. La biomedicina no sólo convalidó el uso de la
categoría raza a partir del primer año de formación universitaria, como puede
claramente observarse en las propuestas de racismo explícito de los textos de
anatomía normal y patológica de Testut y Latarjet a través de los cuales se for­
maron durante el siglo xx decenas de generaciones de médicos en Francia y de
varios países de América Latina (Menéndez, 1978); no sólo convalida el uso de
la categoría raza a través de la epidemiología descriptiva y analítica norteame­
ricana; no sólo impulsa el racismo a través de las concepciones eugenésicas
aplicadas en los países de más alto desarrollo socioeconómico y biomédico,
sino que la convalida normalizadamente en las investigaciones clínicas rea­
220 L a p arte n eg ad a de la cultura

lizadas en su casi totalidad con sujetos caracterizados por su subaltemidad y


marginalidad (indigentes, niños de orfelinatos, soldados conscriptos, presos
comunes, etc., los cuales coinciden en varios países con sectores clasificados
científica y/o popularmente a través de categorías raciales.
La biomedicina desarrollada bajo el nacionalsocialismo debe ser analiza­
da a partir de este contexto de producción de conocimiento; la biologización
racista impulsada por ésta constituía una posibilidad dentro de la trayectoria
de la profesión y el saber biomédicos. A este respecto, no constituye una anéc­
dota reconocer que Alemania fue durante este lapso el país donde se generó el
m ayor desarrollo de la investigación genética, bioquímica y biomédica a nivel
mundial, así como asumir que el nazismo impulsó la profesión médica al esta­
tus social más alto reconocido hasta entonces en el interior de Alemania y en
comparación con cualquier otra sociedad (Proctor, 1993 [1988], p. 348). Pero
además, este proceso ocurre durante el lapso (1930-1950) en que la biomedici­
na alcanza su hegemonía a nivel de la sociedad occidental.
Debemos señalar que el nazismo impulsó su política racista en términos de
programa de salud pública, lo cual fue asumido tanto por la profesión médica,
como por los conjuntos sociales. Las campañas de esterilización o de exter­
minio de esquizofrénicos, alcohólicos, ciegos y judíos se hicieron en términos
de campañas preventivas para la salud de toda la población alemana de origen
ario. Desde esta perspectiva, el nazismo impulsó campañas de salud preven­
tiva con una intensidad y eficacia hasta entonces no alcanzada en ningún otro
país, como fueron sus campañas para la detección de la tuberculosis o para la
eliminación de los gitanos.
Estas acciones tenían como referente no sólo las investigaciones científicas
de punta, sino que eran normalizadas en las revistas científicas y profesionales
biomédicas, de tal manera que éstas daban cuenta del confinamiento de los
alcohólicos en campos de concentración, y entre 1939 y 1945 incluían una
sección permanente sobre «la solución a la cuestión judía». Como concluye
Proctor, «las teorías y política racial nazi no fue producto de una banda de psi-
cóticos o marginales, sino de profesionales y científicos. La teoría racista nazi
no se apoyó en charlatanes, sino en médicos y biólogos de alto nivel científico;
la ciencia racista constituyó una “ciencia normal” en el sentido desarrollado
porK uhn» (1993 [1988], p. 346; Menéndez, 1971).
Si bien el nazismo impulsó no sólo el racismo sino el biologicismo como
política de estado en los términos ideológicos analizados previamente, éstos
formaban, parte del saber biomédico dominante a nivel de las sociedades oc­
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 221

cidentales, de tal manera que la derrota del nazismo, si bien cuestiono públi­
camente los usos racistas de la biomedicina,13 no impidió la continuidad de las
concepciones biologicistas en términos académico-profesionales ni el mante­
nimiento de los racismos intersticiales en los diferentes contextos donde se de­
sarrollaron, dado que la biomedicina nazi fue analizada como si fuera una des­
viación psicótica de médicos perversos, y no como una posibilidad intrínseca
del propio saber biomédico. De tal manera que la biomedicina como profesión
y como saber quedó excluida de esta crítica, más aún, el periodo de posguerra
se caracterizó por el incremento contante de la biomedicina en términos de me­
dicina privada o de medicina socializada de «masas» a partir de decisiones to­
madas por diferentes regímenes políticos, así como un permanente incremento
de la industria químico-farmacéutica donde se potenciaran estado/empresa/
conjuntos sociales para impulsar la biomedicina como la forma de atención
excluyente en términos institucionales y científicos. La hegemonía del saber
biomédico se establecerá durante este periodo, de tal manera que el conjunto
de estos procesos favorecerán la constante expansión de la biomedicalización
y biologización de la vida cotidiana (Menéndez, 1978, 1979 y 1981)
Desde esta perspectiva debemos asumir que la biomedicina en términos
de modelo medico hegemónico es posiblemente la principal productora de
representaciones sociales colectivas respecto de los principales padecimiento
de los cuales se enferma y muere la mayoría de la población en países como
Argentina, España, Estados Unidos o México. Debe asumirse que la noción de
enfermedad utilizada por los grupos de Alcohólicos Anónimos, o la categoría
de dependencia aplicada a los «adictos» (Menéndez, 1990b), pasando por la
reducción cada vez mayor de las diferencias en términos de clase y de etni­
cidad respecto del dolor, así como el desarrollo de una representación social
homogénea especialmente para el dolor crónico (Cathebras, 1994) son pro­
ducto de las transacciones contantes entre saberes biomédicos y saberes de los
conjuntos sociales por lo menos en ciertos contextos tanto de países centrales
como periféricos.
Si bien sobre todo a partir de los años sesenta se desarrollará una intensa
crítica a la biomedicina, y en los setenta emergerá una continua producción

13. En términos profesionales, los médicos fueron el grupo que tuvo más condenados
en los juicios a criminales de guerra aplicados por los «aliados» a la sociedad ale­
mana, y ello comparado con cualquier otro grupo profesional, salvo obviam ente los
militares.
222 L a p arte neg ad a de la cultura

de medicinas paralelas, alternativas y/o «new age», la tendencia actual sigue


caracterizándose por la incidencia de la biomedicalización de la vida cotidiana
dadas las diferentes necesidades de los conjuntos sociales, así como a la con­
tinua producción de medicamentos o de técnicas quirúrgicas que evidencian
eficacia respecto de problemas que afectan no sólo a la salud, sino a la calidad
y a los proyectos de vida a través de su incidencia sobre los padeceres. De tal
manera que se producen prótesis para sordos o dispositivos para ciegos que
ofrecen la posibilidad de oír y de ver; se desarrollan técnicas quirúrgicas para
actuar sobre la incontinencia urinaria o para recuperar el funcionamiento de
dedos y manos.
Esta producción biológica se articula con las necesidades no sólo de los
conjuntos sociales en general sino de los diversos sectores de la población,
por lo cual determinadas sustancias son demandadas por los atletas de «alta
competitividad» o se convierten en la posibilidad de vida o muerte para la
población que padece sida dada la creación de los cócteles de medicamentos
que reducen notablemente el riesgo de muerte. Si bien el gasto en salud, sobre
todo'en términos biomédicos, es drásticamente diferencial, de tal manera que
mientras en Estados Unidos para el año 2000 es de 3.724 dólares anuales per
cápita, en Senegal es de 44 dólares. Si bien el 80 por 100 de los fármacos son
comprados por el 20 por 100 de la población mundial y en consecuencia los
saberes biomedicalizados se desarrollan sobre todo en la sociedad occidental y
en los sectores medios y altos de los países periféricos, ello no debe ignorar el
proceso de continua expansión de la biomedicina y, sobre todo, de los fárma­
cos, como hemos demostrado para el caso mexicano (Menéndez, 1981).
La expresión más reciente de este proceso la podemos observar en la lucha
generada entre las empresas químico-farmacéuticas productoras de los cóc­
teles antisidas y las autoridades y grupos de presión de países como Brasil,
Sudáfrica respecto de la producción y venta de dichos medicamentos, lo cual
se convirtió no sólo en una cuestión de estado, sino en una cuestión social. La
lucha, en la cual intervinieron los gobiernos, las empresas productoras multi­
nacionales, las empresas productoras locales, organizaciones no gubernamen­
tales y los usuarios está expresando la centralidad de la biomedicina para el
proceso de salud/enfermedad/atención de los países periféricos.
De tal manera que debemos asumir que el proceso de expansión diferencial
de los saberes y productos biomédicos se desarrolla dentro de una continuidad
que parece no tener fin, dado su papel sobre los más diversos aspectos de la
vida cotidiana. El incremento o simplemente una mayor detección de la im­
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 223

potencia sexual, de la incapacidad de erección o de la imposibilidad de tener


orgasmos ha conducido al desarrollo de técnicas quirúrgicas que intervienen
en todos estos aspectos, de tal manera que recientemente se ha diseñado un
dispositivo electrónico que produciría orgasmos en la mujer, pero además sin
necesidad del acto sexual.
Los productos de la investigación biológica y su impulso empresarial se
desarrollan a través de demandas/necesidades reales e imaginarias de los con­
juntos sociales, y es en este proceso que no sólo dichos productos sino los
saberes que los incluyen se socializan y culturalizan para integrarse, al menos
en parte, en los saberes culturales de los conjuntos sociales. Si bien la dimen­
sión biológica de estos productos puede estar negada o excluida en términos
reflexivos, se va incluyendo en las prácticas y representaciones sociales. Por
lo que subrayo, una vez más, que la expansión del biologicismo en términos
de productos y saberes culturales se relaciona con las necesidades reales y/o
imaginarias de muy diferentes grupos sociales, a partir de su eficacia compara­
tiva respecto de toda una serie de procesos de salud/enfermedad/atención per­
sonales y colectivos, tal como hemos desarrollado en nuestras descripciones y
análisis del modelo médico hegemónico y del modelo de autoatención, lo cual,
por supuesto, no niega que para toda una serie de problemáticas, especialmente
de las incluidas dentro del campo de las denominadas enfermedades mentales
y de los padeceres de la vida, la biomedicina evidencie una recurrente limita­
ción, incapacidad e ineficacia (Menéndez, 1978, 1979, 1981, 1982,1982-1983,
1984, 1985, 1990a y 1990b).
Las representaciones y prácticas biomédicas, así como los productos deve­
nidos principalmente de la industria químico-farmacéutica, se expanden den­
tro de sociedades donde no sólo existen etnocentrismos y multiculturalismos
de muy diferente tipo, sino donde operan latente o manifiestamente procesos
de racismo intersticial, que pueden articularse y potenciarse con los saberes
biologizados. Dependerá, pues, de determinadas coyunturas económicas, ideo­
lógicas, políticas que estos saberes articulados o no se conviertan en compor­
tamientos abiertamente agresivos o en procesos normalizados de subalterniza-
ción, distanciamiento y/o estigmatización. Y dentro de estos procesos posibles
opera constantemente la potencialidad de que de las diferencias -sobre todo de
algunas diferencias- desarrollen representaciones y prácticas racistas.
Por ejemplo, el pasaje de lo étnico a lo racial puede ser generado por
procesos migratorios, por la desocupación laboral o por la defensa de identi­
dades amenazadas real o imaginariamente, y que pueden generar etnicismos
224 L a p arte neg ad a de la cultura

radicales o racistas en nombre de la identidad religiosa, sexual (homofobia) o


política. Ahora bien, la mayoría de esos procesos operan a partir de considerar
que las identidades am enazadas se autoconsideran con una determinada lega­
lidad cultural (o sexual, o étnica, o religiosa, etc.) para a partir de la misma
generar los actos de diferenciación sean o no de tipo xenófobo y/o agresivo.
Los criterios básicos de esa legalidad los observamos en la continuidad y pro­
fundidad histórica de cada grupo y/o en su diferencia y delimitación definidas
en términos de com unidad interpretativa. En últim a instancia, la legalidad
depositada en criterios biológicos racistas no es más que una extensión ideo­
lógica de esta concepción.
Si bien esta legitimación operó mayoritariamente a través de identidades
étnicas, nacionales o religiosas, en las últimas tres décadas tendió a incluir
una gran variedad de grupos cuya autodiferenciación se constituye a partir
de alguna característica biológica, y conformada en términos de comunidad
interpretativa más que en función de su continuidad histórico y cultural. La
«diferencia» de algunos de estos grupos se constituye en torno a algún tipo de
padecimiento directa o funcionalmente vinculado a la dimensión biológica, de
tal manera que los sordos y ciegos congénitos, y en general los discapacitados
congénitos, una parte al menos de los obesos, los grupos de Alcohólicos Anó­
nimos que sostienen ser enfermos incurables o incluso una parte de los grupos
homosexuales potencian la inclusión de lo biológico como parte sustantiva del
origen de dichos grupos diferenciales, dado que es dicha característica la que
les da «su» identidad a partir de su relación con los otros. Que los mismos se
organicen socialmente y a través de diferentes representaciones y prácticas
sociales no anula dicho efecto socioideológico construido a partir de estigmas
y/o características corporales y de la interpretación bilogicista de los mismos.
El uso de criterios de diferenciación religioso, étnico, político o facial re­
mite a las situaciones, necesidades, objetivos de determinados grupos que, al
menos en parte, suponen procesos de diferenciación que potencialmente entran
en conflicto abierto o latente con otros grupos o con la sociedad en su conjunto.
Más aún, la mayoría de los criterios de diferenciación remiten a una legalidad
centrada en una comunidad interpretativa, de tal manera - y es el punto que me
interesa subrayar m á s- que serán las fuerzas sociales, la capacidad diferencial
y las transacciones entre las mismas las que posibilitarán el reconocimiento,
autonomía, realización de objetivos de estos grupos. No es la legitimidad teó­
rica u objetiva de las condiciones de los grupos la que tenderá a posibilitar
su reconocimiento o inclusión en términos de relaciones sociales igualitarias,
lil cólera: ¿es sólo una m etáfora? 225

sino el juego de fuerzas sociales. Subrayo que no digo que debiera ser así, sino
como ocurre al menos en los procesos de salud/enfermedad/atención analiza­
dos por nosotros, y por diversos investigadores mexicanos.
Para decidir la legalidad, al menos de algunas diferenciaciones, han in­
tervenido diferentes tipos de «autoridades» desde religiosas y políticas hasta
científicas. Las condiciones diferenciales de determinados sujetos remitieron
desde mediados del siglo xix a criterios de tipo biomédico, como podemos
observar en la trayectoria de las propuestas técnicas para constituir en legal o
ilegal el consumo de determinadas drogas, y en consecuencia a los drogadic-
tos. Pero además criterios biomédicos pueden apoyar o cuestionar la legalidad
de determinados saberes identificatorios de una diversidad de grupos. A partir
de los setenta surgió en Estados Unidos y Canadá un intenso debate sobre la
conveniencia de la circuncisión masculina, la cual no sólo es una práctica so-
ciorreligiosa obligatoria para los judíos y los musulmanes, sino que a partir del
siglo xix y, sobre todo, durante el siglo xx se extendió como práctica norma­
lizada en países como Estados Unidos con el objetivo de prevenir infecciones
urinarias o enfermedades de transmisión sexual. Pero a partir de los setenta
surgieron críticas desde el propio campo biomédico y desde la sociedad civil al
uso biomédico y cultural de la circuncisión, que dieron lugar en algunos países
de lengua inglesa a la creación de asociaciones para la integridad genital que
se oponen a la circuncisión en nombre de los derechos individuales y contra
las tradiciones religiosas pero también, y lo subrayo, contra las recientes «tra­
diciones» biomédicas.

Interpretaciones o apropiaciones.
La realidad como texto o como práctica social

La emergencia de grupos diferenciales, la búsqueda de legitimidad, la legali­


dad en que se asientan las diferencias de los viejos y nuevos actores sociales
constituyen procesos en los cuales intervienen diferentes sectores sociales en
un contexto mundial en el que casi todo el mundo reconoce cada vez más la
presencia de la diversidad cultural y la diferencia. Y no me refiero sólo a las
organizaciones no gubernamentales que se multiplican constantemente expre­
sando la defensa de algún tipo de diferencia, sino a organizaciones internacio­
nales como la UNESCO o el Banco Mundial que las reconocen y las impulsan.
226 L a p arte n eg ad a de la cultura

Dichos procesos son sumamente variables, y suponen en cada contexto un


potencial proceso de adecuación, que implica modificaciones sustantivas en
la manera de definir el rechazo, la aceptación o la legitimidad de las identida­
des. Kymlicka (1996) produjo un excelente análisis de cómo las concepciones
liberales respecto de la diferencia -especialm ente referidas a las minorías étni­
ca s- se han modificado constantemente a lo largo de los siglos xix y xx, y así
mientras una parte del liberalismo legitimó a las minorías durante el siglo xix y
hasta la conclusión de la segunda guerra mundial, a partir de la década de 1940
las principales corrientes liberales cuestionaron la legitimación de la mayoría
de las minorías autónomas.
A nivel manifiesto, el punto de partida de este cambio fue el uso por el na­
zismo de las reivindicaciones de minorías étnicas para justificar su expansión,
como ocurrió en los casos de Checoslovaquia (Sudetes) o Polonia (Gands), de
allí que el liberalismo pasó a concentrar la legitimidad exclusivamente en los
derechos individuales. Sin embargo, el liberalismo había convivido sin dema­
siados problemas no sólo con las minorías nacionales europeas, sino con los
denominados «gobiernos indirectos» impulsados por el colonialismo británi­
co, especialmente en África, que utilizaba la legitimidad tribal de las «mino­
rías» étnicas para asegurar el dominio colonial a través del reconocimiento y
legalización de los usos y costumbres locales (Menéndez, 1969).
Más allá de la discusión sobre la legitimidad de los derechos universales
como garantía de legitimidad de los derechos individuales, lo que me interesa
subrayar es que la discusión sobre las diferencias hasta ahora se ha resuelto en
las prácticas sociales desarrolladas entre las diferentes fuerzas sociales y no en
los discursos y principios sobre las diferencias. Más aún, observamos que en el
desarrollo de los procesos de diferenciación las fuerzas sociales no mantienen
los mismos discursos, sino que los modifican sustantivamente, emergiendo di­
ferentes posiciones, dentro de una misma tendencia, lo cual no sólo opera den­
tro de las tendencias liberales (Gurr, 1993; Kukhatas, 1992; Kymlicka, 1996).
Y es justam ente en esta continuidad/discontinuidad que las legalidades pueden
referir a diferentes instancias, incluidas las de tipo racial o de etnicidad radical,
como por ejemplo las propuestas que concluyen que todo grupo cultural puede
expulsar a los miembros que disienten con aspectos que dicho grupo cultural
considera sustantivos para la identidad del grupo, siempre que los «disidentes»
tengan la posibilidad de emigrar hacia otros contextos, tal como ha ocurrido
en el caso de varios grupos étnicos en países europeos, africanos, asiáticos y
i:i cólera: ¿es sólo una m etáfora? 227

latinoamericanos; propuesta que, como sabemos, fue también elaborada y apli­


cada por el nazismo especialmente respecto de los judíos y de los eslavos.
La legitimación de las diferencias puede ser referida a «principios», pero
hasta ahora no es a través de ellos que se resuelve el reconocimiento «real»
(práctico) de las diferencias, y menos los conflictos que se desarrollan entre
sectores que etnocéntricamente impulsan sus respectivas diferencias. Este pro­
ceso se observa no sólo en las prácticas sociales, sino en el decurso de los
«principios» teóricos e ideológicos. Fue la Ilustración durante el siglo xviii la
que propuso la existencia de una naturaleza humana universal y fue el histori­
cismo durante el siglo xix quien cuestionó esta propuesta a partir de afirmar las
identidades culturales (nacionales); mientras las primeras propuestas fueron
impulsadas por fuerzas «progresistas», al menos una parte del historicismo
fue adoptado por sectores conservadores y hasta reaccionarios en términos po­
líticos, pero: «En nuestros días - y el autor se refiere a las décadas de 1950 y
1960-, los que rechazan la doctrina del derecho natural no son ya los reaccio­
narios sino más bien los liberales, y en cambio ciertos grupos reaccionarios
hacen esfuerzos por revivirla» (A. Stem, 1965, p. 174). Proceso de continui­
dad/discontinuidad que en las últimas décadas se ha diversificado aún más, en
función del surgimiento de muy diversos tipos de diferencias y de las transac­
ciones entre las mismas, incluso en términos de las relaciones generadas en
torno a lo cultural y lo racial.
Cuando actualmente se observa que el estilo de vida reemplaza el criterio
de raza para explicar determinados procesos de salud/enfermedad/atención, o
que criterios culturales son utilizados para la exclusión de los otros en lugar
de apelar al racismo biologicistas concluyendo, sobre todo autores europeos,
que esto supone un cambio respecto de los procesos desarrollados entre 1920 y
1940, considero que se confunde la apelación a criterios biológicos o raciales
con el uso social e ideológico de esos criterios, ya que dicho uso en los dos ca­
sos tienen objetivos de exclusión, estigmatización o subaltemización y pueden
generar asesinatos e incluso etnocidios en nombre de la raza o de la cultura.
Cuando se señala que actualmente los racistas, los nacionalistas y los etni-
cistas radicales justifican sus actividades de exclusión a través de propuestas
que en las décadas de 1930 y 1940 eran defendidas por sectores progresistas,
al utilizar como mecanismos de exclusión criterios de pertenencia e identidad
cultural, se «olvidan» (véase el capítulo 4) que las categorías centrales del
nazismo y más aún del pensamiento alemán durante ese período no fue sólo la
de raza, sino también las de Ethnos y Volk, a través de las cuales los criterios
228 L a parte n e g ad a de la cultura

raciales fueron utilizados en términos de unicidad biocultural, y de pertenencia


e identidad cultural.
El particularismo racista y el particularismo historicista se desarrollan pa­
ralelamente, y según las coyunturas, las fuerzas sociales, los conflictos, las
tendencias ideológicas dominantes, las representaciones y las prácticas dis­
criminatorias se harán en nombre de los racismos o de los culturalismos, por
lo cual las variantes actuales no constituyen nuevas invenciones, sino qué son
parte de un proceso de continuidad/discontinuidad en la exclusión del otro.
La posibilidad de deslizamientos hacia propuestas racistas o étnico-racistas
se observa en las prácticas sociales, incluidas las prácticas sociales devenidas
de la reflexión y de la investigación científica. Estos procesos remiten de forma
directa a las discusiones sociales, políticas y académicas sobre una problemá­
tica reiteradamente analizada, pero que reaparece constantemente adquirien­
do en cada momento diferentes ejes de discusión, y que, en última instancia,
refieren frecuentemente a la relación entre lo cultural y lo biológico, o si se
prefiere, a si los sujetos y grupos están condicionados por el medio, por sus
características biológica o por ambos. Si bien se propone la articulación de am­
bas dimensiones como la solución más idónea, continuamente observamos que
en el análisis de los procesos específicos tiende a colocarse el énfasis explica­
tivo en una de las dos dimensiones. Ya hemos hecho alusión a que los datos
epidemiológicos establecen una correlación entre mortalidad y morbilidad y
pertenencia a determinadas clases sociales y/o a determinados grupos raciales,
por lo cual la alta incidencia comparativa del alcoholismo en grupos indígenas
o de altas tasas de mortalidad en la población negra fue constantemente referi­
da por la biomedicina norteamericana a condiciones biorraciales diferenciales
(Menéndez, 1987a y 1990b; Krieger y Bassett, 1993).
Lo cual no niega el desarrollo de investigaciones biomédicas que propusie­
ron que la mortalidad diferencial por «raza» se debía básicamente a las con­
diciones económicas y sociales de tales grupos; pero durante los sesenta y,
sobre todo, los setenta y ochenta se desarrollaron explicaciones que en nombre
del estilo de vida adjudicaron la responsabilidad de las muertes no ya a lo
biológico sino en las formas particulares de vida de los grupos subalternos,
en lo que Ryan (1971) denominó la «culpabilización de la víctima», lo cual es
compatible con el modelo biomédico de pensar la realidad (enfermedad) en los
términos que venimos analizando (Menéndez, 1990b y 1998).
Las interpretaciones dominantes tratan de reproducirse a través de las prác­
ticas profesionales y científicas, así como de las fuerzas sociales; y en conse­
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 229

cuencia será en el juego de fuerzas donde veamos cómo determinadas concep­


ciones pasan a constituirse en hegemónicas más allá de su corrección científica
y teórica. Stepan y Gilan (1993) han demostrado no sólo que la ciencia oficial
norteamericana contribuyó a constituir las ideas racistas que legitimaban la in­
ferioridad de negros y de judíos entre 1870 y 1920, sino que fueron los intelec­
tuales de los grupos estigmatizados, y no la perspectiva científica dominante,
quienes cuestionaron estas interpretaciones desde su marginalidad científica.
El último episodio que hasta ahora expresa este proceso, es el que se consti­
tuye en torno a la presentación de los descubrimientos devenidos de la descodi­
ficación del genoma humano. Uno de los principales hallazgos es que los seres
humanos compartimos en su casi totalidad el código genético, lo cual según
algunos investigadores constituiría una crítica definitiva al racismo, aunque
simultáneamente tanto estos como otros investigadores plantean la posibilidad
de que a partir de estos descubrimientos se desarrolle un «racismo técnico».
Pero la posibilidad de desarrollo de un racismo técnico o de un uso ideo­
lógico racista de varios de los recientes hallazgos radica no en el saber en sí,
sino en la orientación que los sectores sociales les den dentro de un juego de
fuerzas económicas, políticas e ideológicas, lo cual a su vez aparece avalado
por la indeterminación o duda respecto de una parte de los hallazgos cientí­
ficos. Pero las dudas científico-técnicas no son lo fundamental, sino las «in­
terpretaciones» (intereses, objetivos, necesidades) que los diferentes sectores
produzcan e impulsen a través de sus prácticas. Considero que una parte de los
interpretacionistas actuales -com o antes los historicistas- arribaron a sus con­
clusiones sobre los significados, la «realidad» y el relativismo, al descubrir que
casi toda «realidad» refiere y/o incluye múltiples significados, de tal manera
que la «realidad» de una teoría o de una explicación científica no residiría sólo
en lo que formulan explícitamente, sino en la forma en que son interpretadas
por los que las leen, usan y/o aplican las teorías y explicaciones científicas. Lo
decisivo para muchos interpretativos no está en el texto «original», sino en el
texto construido a partir de las múltiples interpretaciones, que lo actualizan
constantemente. Es decir, algo bastante similar a las proposiciones del idealis­
mo croceano y del historicismo alemán, según los cuales la historia (realidad)
es lo que cada presente actualiza.
El marxismo y la sociología del conocimiento de raíz marxista también asu­
mían este proceso, pero en términos de apropiación, de tal manera que Marx
o Nietzsche o M. Mead o Geertz no son sólo lo que ellos produjeron, sino las
orientaciones y los usos que las fuerzas sociales, incluidas las académicas, dan
230 L a p arte n e g ad a de la cultura

a la producción de esos autores, en función de sus objetives, orientaciones y


transacciones. El eje de este proceso no reside en las explicaciones teóricas o
en las elaboraciones científicas formuladas explícitamente, sino en cómo son
usadas y hacia donde son orientadas. La reiterada disputa sobre si Nietzsche
fue pronazi «avant la lettre» o antinazi es absurda en los términos que estamos
planteando el problema, dado que la cuestión no involucra tanto a Nietzsche,
sino a cómo fue apropiado, y no cabe duda de que este autor fue apropiado
entre 1920 y 1940 no sólo por intelectuales adheridos al nazismo como Heide­
gger o Baeumler, sino por dirigentes políticos nazis como Franck o Goebbels.
Las tendencias que durante los ochenta nos hablan del desarrollo de un
racismo cultural o de un racismo sin raza como si fuera un hecho nuevo pare­
cen asumir que los criterios biológicos fueron utilizados sólo como biológicos,
cuando los mismos siempre fueron usados en términos simbólicos y/o econó­
mico-políticos tanto por los profesionales y científicos como por los conjuntos
sociales. Los racismos culturales no constituyen un hecho reciente, sino que,
por el contrario, son previos al racismo «biológico», tal como podemos obser­
var a través de la trayectoria de los racismos en Estados Unidos, los cuales se
desarrollan en el siglo xix a partir del evolucionismo y del darwinismo social,
pero tam bién del creacionismo religioso fundamentado al menos en parte en la
Biblia, de tal m anera que el primero emerge como «científico» y biologicista,
mientras que el segundo emerge como religioso y cultural.
Lo que debemos asumir es que en función de situaciones coyunturales, de
las fuerzas sociales enjuego, del saber científico y/o de las corrientes ideoló­
gicas, el racismo puede ser desarrollado a través de muy diferentes referentes
ideológicos y científicos. Desde esta perspectiva, lo que debemos observar son
los objetivos y funciones que cumplen estas ideologías y saberes más allá de
que cobren una representación religiosa, étnica o biológica, y de que apelen
para su legitimación a la cultura o a la ciencia. N o es sólo en la investigación
y reflexión antropológica que hallaremos explicaciones a los usos del racismo
más allá de que operen en términos biológicos o culturales, sino sobre todo en
las prácticas sociales que adquieren y en su capacidad para formar parte de los
saberes culturales rutinarios de los conjuntos sociales. Ya que es a través de la
biologización y biomedicalización de una amplia variedad de aspectos de la
vida cotidiana donde observamos cómo se articulan lo biológico y lo cultural
como parte de los saberes y experiencias de los sujetos y grupos.
Esas conclusiones, por supuesto, no niegan el valor y el papel de las teo­
rías, las explicaciones y/o productos producidos por la investigación o por la
El cólera: ¿es sólo una m etáfora? 231

reflexión respecto de la relación entre lo cultural y lo biológico, el racismo


o la diferencia, sino que los refiere al juego de fuerzas sociales y académi­
cas dentro del cual operan. Y es función de este proceso que proponemos
que las teorías, ideologías, saberes sobre las razas, o sobre las etnicidades o
sobre cualquier otra diferencia, deben ser observadas en las prácticas socia­
les a través de las cuales se realizan, dentro de las relaciones de hegemonía/
subaltemidad dominantes en cada contexto. Una teoría o una explicitación
teórica, más allá de cómo son apropiadas, pueden tener valides «en sí» el que
establece el papel social, productivo y/o académico de esas teorías y explici-
taciones, sino las formas en que son usadas, las cuales pueden ser orientadas
hacia un sentido no solo diferente sino opuesto con el que fueron pensadas y
elaboradas inicialmente.
4.
Uso y desuso de conceptos en antropología social

En los capítulos anteriores hemos subrayado las reiteradas omisiones y nega­


ciones que la producción antropológica evidencia respecto de una parte de sus
propios conceptos, teorías e intervenciones, lo cual no es un proceso específico
de los problemas y lapsos analizados, dado que el análisis de la trayectoria
histórica de la antropología social permite observar una constante invención,
desgaste, extrapolación, apropiación, desaparición e incluso resurgimiento de
conceptos, donde lo fundamental parece radicar en el olvido o directamente en
la negación de este proceso, por la mayoría de quienes acuñan los conceptos,
y, sobre todo, por quienes los utilizamos.
Nuestro análisis se centrará en este proceso, que se correlaciona con otro
de similar importancia, la tendencia a la escisión entre la propuesta teórica de
conceptos y el uso que realmente se hace de ellos, lo cual puede observarse a
través de toda una serie de conceptos que en su formulación teórica pretenden
circunscribir determinados campos de la realidad, mientras su aplicación no
cumple con este objetivo o sólo cubre una parte de la realidad, a la cual, no
obstante, considera como «la» realidad. En la producción antropológica esta
tendencia halla su mayor expresión en la generación de conceptos que preten­
den ser holísticos y relaciónales, es decir, que tratan de entender la realidad
social como totalidad interrelacionada, y en determinadas escuelas como in­
teractiva.
Si bien partimos del hecho de que los antropólogos generan continuamente
conceptos que frecuentemente no se distinguen demasiado unos de otros, así
como que tendemos a olvidar o directamente ignorar la existencia de concep­
tos estrechamente vinculados con los que estamos usando, nuestro objetivo en
este capítulo no radica en buscar, recordar o reconstruir los antecedentes de los
234 L a p arte n e g ad a de la cu ltu ra

conceptos para establecer sus orígenes y su desarrollos. Tampoco implica des­


conocer la existencia de conceptos similares pero que evidencian capacidades
diferenciales para describir e interpretar campos problemáticos específicos.
Casi todo concepto tiene antecedentes, tiene una historia conceptual, pero
lo que me interesa ahora no es reconstruir esa historia, ni establecer supuestas
originalidades, sino sobre todo tratar de entender el proceso de olvido y es­
cisión que observamos en un uso/desuso de conceptos caracterizados por su
continua y cada vez más rápida modificación. Esta preocupación aparece como
el núcleo de nuestro interés porque partimos de otro supuesto, que el olvido no
sólo opera en el uso/desuso de conceptos, sino que fonna parte de un proceso
más general que afecta a la vida cotidiana. El olvido no sería solo un problema
de arqueología del saber académico-teórico, sino un rasgo de la producción/
reproducción del saber de los conjuntos sociales.

El olvido como construcción

La revisión de la producción teórica de nuestra disciplina permite observar


que varias escuelas formulan, simultáneamente o no, conceptos respecto de
problemas específicos cuya diferenciación entre sí es muy difícil de establecer.
Esto puede ser fácilmente constatado a través de uno de los principales con­
ceptos utilizados por los antropólogos, y para muchos el más emblemático de
nuestra disciplina, me refiero al de cultura, respecto del cual antropólogos y
no antropólogos generaron más de doscientas definiciones, la mayoría de las
cuales son meras variaciones de un escaso número de propuestas básicas. Pero
esta tendencia a construir definiciones, que frecuentemente supone cambiar el
nombre de la categoría utilizada, se observa en la mayoría de los conceptos. A
finales de los treinta, Kardiner propuso y desarrolló el concepto «personalidad
básica», que tuvo un notable impacto inicial y, aun cuando fue inmediatamente
criticado desde muy diferentes perspectivas, dio lugar a la propuesta de toda
una serie de palabras (conceptos) similares: «Muchos autores se sintieron obli­
gados a inventar nuevos términos para designar a la personalidad básica, y no
transcurrió mucho tiempo antes de que aparecieran en el mercado una docena
de variaciones, pues no hubo dos autores que usaran el mismo término» (Kar­
diner y Ovesey, 1962 [1951], p. 10).
Esta «obligación» profesional de producir nuevas palabras, como afirma
Uso y desuso de conceptos en antropología social 235

Kardiner, podría ser explicada en términos metodológicos, y así concluir que la


invención de nuevos conceptos es debida sobre todo a que los conceptos exis­
tentes han perdido la capacidad estratégica de producir datos e interpretaciones
respecto del problema para el cual fueron construidos, y que, por consiguiente,
se requieren otros conceptos que los reemplacen o que convivan con ellos. Por
otra parte, podría argüirse que la existencia de conceptos aparentemente sim i­
lares no es lo relevante, dado que lo central es discriminar el marco teórico y la
problemática que cada concepto incluye, más allá de la similitud o no con un
concepto coetáneo o previo. Sin negar estas y otras posibilidades centradas en
lo metodológico, considero que al menos parte de la interpretación básica de
este proceso refiere a otras instancias que trataremos de desarrollar.
Nuestro análisis parte del supuesto de que varios de los conceptos centrales
utilizados por las ciencias antropológicas y sociales, si bien se acuñan y aplican
dentro del ámbito académico, tienden a difundirse, a ser apropiados, a sufrir
resignificaciones dentro de los ámbitos de saberes aplicados de tipo técnico-
profesional, del ámbito de los movimientos y grupos políticos y del ámbito del
saber de los conjuntos sociales. En nuestro análisis del biologicismo, racismo
y etnicismo hemos podido observar parte de este proceso a través de los usos
sociales, políticos e ideológicos de algunos de los principales conceptos y teo­
rías generados por la antropología, así como de la incidencia de los procesos
sociales en la orientación y en el énfasis dado a conceptos como relativismo
cultural o etnocentrismo.
A partir de nuestra investigación sobre el proceso de alcoholización y los
modelos médicos, pero también de nuestros trabajos sobre autoatención y par­
ticipación social en salud, hemos podido observar la presencia activa de con­
ceptos similares en los ámbitos señalados, así como un proceso de transacción
mutuo. Un enfoque construccionista, tal como nosotros lo entendemos, supon­
dría la elaboración de varias historias «conceptuales» en términos transaccio-
nales, es decir, supondría analizar el concepto de clase social, el de evolución
o el de género en los diferentes ámbitos y en sus interrelaciones, siendo esta
perspectiva la que está en la base del análisis que desarrollaremos, aun cuando
se centrará en las situaciones de olvido, erosión o resignificación dentro de la
producción socioantropológica tratando de establecer relaciones con los otros
ámbitos del saber.
Para dar un ejemplo, el análisis del concepto de género debería incluir su
trayectoria académica dentro de las ciencias sociales e históricas, de la psico­
logía y de las ciencias de la salud; su desarrollo a través de los movimientos y
236 L a p arte n e g ad a de la cultura

grupos feministas, incluidas las ONG; su utilización por la Salud Pública, así
como las prácticas y representaciones ejercidas a nivel de los conjuntos socia­
les; dado que asumimos la existencia de saberes específicos en cada ámbito,
pero también transacciones entre los actores de los distintos saberes, que van
modificando tanto los usos sociales, como los usos académicos. Así, podemos
observar que la salud pública, al menos en México, utiliza desde los noventa
crecientemente el concepto de género, pero en la mayoría de los casos resig­
nificado como sexo, imponiendo a nivel del sector salud un uso que reorienta
los significados iniciales del concepto. Lo interesante es que esto se realiza a
través de investigaciones epidemiológicas de difusión nacional e internacional
y respecto de procesos de salud/enfermedad/atención que han sido centrales
para el desarrollo de la problemática de género como pueden ser toda una serie
de aspectos organizados a través de la denominada salud reproductiva. Más
aún, mientras que a nivel del discurso, sobre todo internacional, el sector salud
llega a utilizar género en términos de género es a través de las investigaciones
y acciones salubristas donde más se utiliza género como equivalente a sexo.
Nuestro enfoque asume que los conceptos se constituyen para tratar de
interpretar, explicar, dar cuenta de problemas planteados explícitamente. Fren­
te a estos problemas se irán formulando y reformulando conceptos según la
perspectiva teórica, práctica y situacional del investigador. Por consiguiente,
asumimos que los conceptos se crean en función de problemas y que, por lo
tanto, a través de ellos se articulan, frecuentemente sin saberlo, concepciones
devenidas de diferentes teorías.
Un segundo punto de partida es considerar que todo concepto es un «ins­
trumento» para ser usado y que, en consecuencia, es una construcción provi­
sional. Pero este reconocimiento supone dos actitudes: primero, no confundir
provisional con falta de precisión conceptual; y segundo, asumir realmente
que todo concepto es provisional, ya que observamos una constante tendencia
a reificar los conceptos, es decir, a considerarlos como «la» realidad, aun por
aquellos que se asumen como construccionistas. El problema no radica tanto
en proponer enunciados construccionistas -dad o que actualmente casi todo el
mundo parece asum irlos-, sino en la aplicación de los mismos.
Más allá de que los conceptos sean propuestos como construcciones, y más
allá de las tendencias teóricas que los fundamentan, tienden a ser cosificados
como realidades empíricas por quienes los utilizamos, lo cual ocurre incluso
con conceptos formulados en términos dinámicos como pueden ser experien­
cia, trayectoria o proyecto. La cosificación no depende del concepto ni de la
Uso y desuso de conceptos en a ntropología social 237

realidad que pretende comprender, sino de la tendencia del investigador res­


pecto de la articulación concepto/realidad. A principios de los setenta desa­
rrollé y fundamenté el concepto de modelo médico hegemónico (Menéndez,
1978, 1982-1983), que fue propuesto expresamente como «modelo», es decir,
como una construcción provisional y heurística, y sin embargo fue utilizado
casi siempre reificadamente, es decir, como si tanto el concepto como sus ca­
racterísticas constituyeran «la realidad». Pese a que ulteriormente (Menéndez,
1990b) explicité aún más el carácter de modelo (construcción) de este concep­
to, se lo sigue utilizando como si fuera la realidad del saber médico, incluso por
quienes lo emplean a partir de concepciones teóricas construccionistas.
Un tercer punto propone que todo concepto se modifica inevitablemente a
través de su uso. Desde esta perspectiva, los conceptos no debieran ser con­
siderados como cristalizaciones originales, cuya «pureza» hay que conservar,
ya que al menos en parte serán inevitablemente modificados por quienes los
usen teórica, empírica y/o prácticamente en función de sus objetivos, intereses
y transacciones. Los conceptos se erosionan; existe una casi inevitable degra­
dación respecto de las propuestas teóricas iniciales, pero esto debe asumirse
justamente como parte de la historia y del uso de los conceptos. Este recono­
cimiento ha conducido a algunos autores a asumir la transformación como una
de las características centrales del uso de los conceptos, y a considerar no sólo
secundaria sino también negativa, la fidelidad a los conceptos originarios, dado
que limita la flexibilidad, creatividad y problematización de los que utilizan
dichos conceptos.
Este proceso de transformación, que puede cambiar el sentido inicial del
concepto, es parte constitutiva del uso de conceptos, y lo significativo no re­
side sólo en reconocer este proceso, sino en asumir las consecuencias que
tiene. Así, por ejemplo, las ciencias sociales y en particular la antropología
norteamericana actual han generado una apropiación de algunos conceptos
gramscianos (hegemonía, subaltemidad, contrahegemonía, etc.) escindida de
la contextualización clasista dentro de la cual fueron pensados y usados por
Gramsci. Si bien este proceso de apropiación es válido, lo cuestionable es pre­
tender que dichos conceptos siguen siendo gramscianos una vez que han sido
reconstituidos como propuestas culturalistas donde desaparecen las relaciones
y los conflictos de clase. La propuesta de Gramsci de que el saber popular de­
sarrolla una «conciencia de clase» contradictoria que incluye simultáneamente
dimensiones hegemónicas, no hegemónicas y contrahegemónicas refiere a una
concepción conflictiva de la realidad, a grupos de interés, a procesos no sólo
238 L a p arte n e g ad a de la cultura

culturales, sino ideológicos y económico-políticos. Excluir estas y otras con­


cepciones es reducir la propuesta gramsciana a una teoría del consenso similar
a otras propuestas del culturalismo pre y posmodemistas.
Esta tendencia es todavía más interesante cuando observamos el uso del
concepto sociedad civil, que Gramsci reacuñó y constituyó en uno de los ejes
de su sistema de pensar la realidad social. Este concepto no sólo ha sido utili­
zado desde los setenta por los neoculturalistas, así como frecuentemente por
varias de las denominadas Organizaciones no Gubernamentales de muy di­
ferente signo ideológico, sino también por organismos internacionales como
el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que lo viene utilizando desde
principios de los noventa incluyendo dentro de la sociedad civil justamente
a las ONG, pero también a sindicatos, fundaciones y una variedad de grupos
que no participarían en la gestión del estado. Más que ningún otro, el concepto
gramsciano de sociedad civil se presta a ser fácilmente apropiado en términos
socioculturales, sobre todo si dicho concepto es referido a una sociedad civil
descrita y pensada sin clases sociales.
Pero reitero, este proceso de apropiación es parte del uso y desuso de con­
ceptos, y la cuestión no es negarlo o considerarlo incorrecto, sino asumirlo y
decidir sobre el o los significados epistemológicos y políticos de esta apropia­
ción. Permanecer en la crítica a este proceso o en el señalamiento de la actual
resignificación no gramsciana de los conceptos de Gramsci, no sólo no evita el
desarrollo del proceso, sino que limita comprenderlo y proponer alternativas
al mismo.
Respecto de los conceptos y, por supuesto, de las teorías, es decisivo el
proceso de apropiación que venimos señalando, el cual refiere a los usos no
sólo académicos, sino sociales, ideológicos y políticos, y que implica asumir
que todo concepto y teoría pueden ser apropiados y reorientados en sus signifi­
cados o en sus usos, de tal manera que dependerá no del concepto en sí, sino de
los objetivos teóricos o de sus aplicaciones prácticas la orientación, significado
y uso que dicho concepto tenga.
Actualmente esto puede ser observado con los conceptos de «pobreza» y
«extrema pobreza», que tienen una larga historia articulados con el concepto
de clase social, y cuya significación se reformulará periódicamente desde los
sesenta a través de conceptos como deprivación, marginalidad, exclusión o
infraclase (underclass), pero que no obstante tiende a ser recuperado como
pobreza y extrema pobreza por organismos internacionales de tipo técnico-
político (Banco Mundial), de sectores del estado (programas contra la pobreza)
I Iso y desuso de conceptos en antropología social 239

o de las ONG que trabajan con sectores marginales, a través de criterios simila­
res, diferentes y hasta contradictorios, pero cuya diferencia realmente se define
en los usos sociales del concepto. Sin negar su importancia, la cuestión central
no radica tanto en los indicadores a través de los cuales se mide la pobreza y
la extrema pobreza, sino en las decisiones institucionales, profesionales y/o
políticas respecto de qué hacer con los pobres, así como en las transacciones
desarrolladas por éstos a partir de la aplicación de las acciones contra la pobre­
za. Es decir, de cómo este concepto es usado por quienes elaboran y aplican
acciones respecto de los pobres y por supuesto por los propios pobres, que
entre otras cosas tienen que demostrar que son pobres para recibir los apoyos
de los programas contra la pobreza.
Pero además las críticas a los estructuralismos y a los funcionalismos, y la
propuesta de enfoques procesualistas que posibiliten describir e interpretar la
acción, la espontaneidad, lo contingente, los flujos, las carreras ha conducido a
cuestionar el uso de conceptos, dado que éstos, según dichos enfoques, no sólo
tienden a cosificar la realidad, sino que no posibilitan captar las trayectorias o
las discontinuidades. En consecuencia, proponen no usar conceptos, o produ­
cir conceptos «blandos» y/o desechables caracterizados por su imprecisión,
lo cual se correlaciona y articula con la tendencia empirista en antropología
caracterizada por su bajo nivel de conceptualización.
El reconocimiento del conjunto de estos aspectos no invalida ni niega la
obligación metodológica de establecer una definición y un uso claro, preciso y
específico de los conceptos, máxime cuando asumimos su provisionalidad y/o
la intencionalidad de describir e interpretar lo contingente. Todo concepto de­
bería ser usado tratando de articular teorización/problema, de tal manera que el
uso del concepto sea realmente intencional en su articulación o en su distancia-
miento respecto del problema planteado. Es justam ente la frecuente carencia
de esta intencionalidad la que conduce a producir información superficial o no
estratégica respecto de las problemáticas estudiadas, limitando la capacidad de
describir e interpretar lo contingente, lo procesual, lo antiestructurante. Más
aún, estamos de acuerdo respecto de que las teorías y los conceptos tienden a
«cerrar» o por lo menos orientar la realidad a estudiar, pero ello es debido no
tanto al concepto, sino justam ente a la tendencia a reificarlo, a no considerarlo
instrumento provisional, a no usarlo a través de una mayor práctica reflexiva.
Esto se observa constantemente en la actualidad a través de la producción de
conceptos como «hibridación» o «flujo», que una vez producidos evidencian
240 L a p arte n e g ad a de la cultura

su inconsistencia no sólo en términos teóricos, sino sobre todo en términos de


la realidad que pretenden describir e interpretar fluidamente.
Si bien nuestro análisis se centra en el uso de conceptos de la antropología
social y la etnología, ello no supone concluir que los procesos metodológicos
señalados se den exclusivamente en nuestras disciplinas, ya que observamos
procesos similares no sólo en las otras ciencias sociales e históricas, sino tam­
bién en disciplinas como la medicina social, la salud pública o la psicología y
medicina comunitaria. Más aún, el desarrollo de algunas de estas disciplinas
ha dado lugar al uso intensivo por las mismas de conceptos construidos por
las ciencias antropológicas y sociales, como observamos en los casos de la
psicología y psiquiatría comunitarias, ya que varios de sus conceptos básicos
-incluido el de com unidad- fueron acuñados y desarrollados inicialmente por
nuestras disciplinas. El uso y reorientación de conceptos socio antropológicos
por otras disciplinas, permite observar algunas de las características más inte­
resantes de los procesos metodológicos que estamos analizando.
Pongamos un ejemplo de este frecuente proceso: el concepto redes sociales
que hace más de treinta años tuvo un intenso uso en psicología y psiquiatría,
y que últimamente tuvo un nuevo rejuvenecimiento al menos en América La­
tina, fue acuñado y desarrollado en la década de 1950 por antropólogos socia­
les para estudiar pequeñas comunidades. La antropóloga Bott (1990), aplicó
por primera vez este concepto a principios de los cincuenta al estudio de re­
des sociales dentro de un medio urbano macrosocial, la ciudad de Londres,
y referido principalmente al grupo familiar. Su trabajo se relacionaba con el
interés del servicio de salud británico por el desarrollo de una psiquiatría co­
munitaria (Bott, 1971; Sutherland, 1971). Bott articuló concepciones teóricas
provenientes del estructuralismo y del psicoanálisis aplicadas a problemáticas
de pequeños o medianos grupos, a partir de lo cual concluyó que la familia
londinense actual no está realmente integrada en una comunidad, salvo en el
sentido geográfico y administrativo del concepto comunidad, dado que la fa­
milia ha reducido sus redes sociales y perdido determinadas funciones que ha
delegado en instituciones «secundarias». Más aún, la estructura económica y
ecológica de la sociedad actual genera tipos de redes sociales que favorecen la
vulnerabilidad psicológica (estrés) del grupo familiar (Bott, 1971).
En América Latina el concepto de redes tuvo un cierto desarrollo y uso en
las décadas de 1960 y 1970, pero luego se eclipsó, para volver a reaparecer a
mediados de los ochenta frecuentemente desconectado de su proceso consti­
tutivo. Este concepto, como los de ciclo de vida del grupo doméstico o estilo
Uso y desuso de conceptos en antropología social 241

de vida, fue inventado y desarrollado por científicos sociales que incluían la


descripción de procesos socioculturales y con menor frecuencia de procesos
económico-políticos, peno al ser utilizado, sobre todo en términos aplica­
dos, por la psicología y la medicina clínica y comunitaria sufrió un proceso
de transformación tanto teórico como práctico en función de su aplicación a
problemas definidos por los intereses teóricos y profesionales de las discipli­
nas que se apropiaron del mismo, y el correlativo olvido de los objetivos y el
proceso constitutivo de este concepto. Esto se observa sobre todo en la casi
desaparición de información sobre la estructura social y cultural dentro de la
cual se constituyen y operan las redes sociales, reduciéndolas a interacciones
entre sujetos y a determinadas características sociales vinculadas a los objeti­
vos socioterapéuticos con que es impulsado el uso de las redes sociales. Pero
este es un proceso previsible, y más que criticarlo, la cuestión es asumir que
un concepto al ser apropiado puede dar lugar a usos que lo convierten en una
categoría diferente, aun llevando el mismo nombre e incluso invocando la bi­
bliografía original.
Ahora bien, ¿qué supone, al menos para la antropología, considerar los
conceptos como instrumentos provisionales y en determinados casos desecha-
bles, así como reconocer un constante proceso de apropiación y resignifica­
ción de conceptos y teorías ya sea por científicos sociales y/o por diferentes
fuerzas sociales?
La duda sobre las características más o menos autónomas y consistentes de
los conceptos se desarrolló en antropología no sólo por razones metodológicas
como las ya señaladas, sino también por el reconocimiento de que determi­
nados procesos sociales e ideológicos, y especialmente la situación colonial,
cuestionaban la capacidad de los conceptos elaborados para describir y anali­
zar los grupos étnicos estudiados. Si bien la tradición empirista y relativista no
se preocupó demasiado por la precisión de sus conceptos, el descubrimiento
de la situación colonial impulsó la discusión sobre la legitimidad de la antro­
pología -y, por supuesto, de otras ciencias- de describir e interpretar otras
culturas a través de categorías y teorías formuladas a partir de la sociedad y
la ciencia «occidental». Como sabemos, parte de las soluciones académicas a
estas dudas se dieron a través de propiciar el uso simultáneo de perspectivas
omic y por acentuar la descripción etnográfica basada en el punto de vista del
actor, así como por el desarrollo de propuestas anticonceptuales, la formula­
ción de conceptos desechables y/o el retomo del empirismo. Con estas y otras
orientaciones se pretendía respetar las características de un actor o una cultura
242 L a pa rte n eg ad a de la cultura

determinada, y limitar las explicaciones e interpretaciones basadas en la mira­


da del antropólogo.
Estas soluciones tuvieron diferentes decursos, pero la tendencia fuerte fue
la de profesionalizarlas y, en consecuencia, convertirlas exclusivamente en téc­
nicas de investigación, que nos remite nuevamente a la cuestión de quién y para
qué son usadas las técnicas y, por supuesto, los conceptos. Estos interrogantes
no implican sólo la discusión de la relación entre proceso de conocimiento y
los intereses de diferente tipo que pueden incidir en la producción etnográfica,
sino también la toma de decisiones metodológicas sobre el papel que tienen
la elaboración y uso de técnicas, conceptos y teorías en la descripción e in­
terpretación de la realidad, así como respecto de si los conceptos y teorías se
definen - o n o - básicamente en sus usos. Es desde esta perspectiva que nos
interrogamos sobre ¿qué supone la apropiación culturalista de los conceptos
desarrollados por Gramsci que elimina las clases y los conflictos de clase? O
¿qué implica la formulación de conceptos como sujetos híbridos que es lanza­
do al mercado de saberes con m uy escasa reflexión inicial sobre los procesos
de dominación, subaltem idad o explotación que operaron en la constitución de
al menos una parte de los sujetos híbridos, y que es utilizado a través de múlti­
ples orientaciones que expresan tendencias contradictorias en términos no sólo
académicos sino ideológico-políticos?
En síntesis, ¿que implica afirmar que la participación social no es buena ni
mala en sí, sino que constituye un medio que según sean las fuerzas sociales
que se hagan cargo de la misma, puede ser orientada hacia diferentes objeti­
vos y consecuencias? Toda participación social opera dentro de un juego de
relaciones a nivel micro y/o m acrosocial, entre actores que pueden compartir
objetivos, pero que frecuentemente tienen proyectos, necesidades, situaciones
o simplemente vidas diferentes e incluso antagónicas; la participación social
no constituye un proceso unívoco ni unilateral, sino que opera dentro de los
juegos transaccionales que se dan entre grupos y sujetos, y en consecuencia
la orientación y los usos de la participación dependerán de los poderes (y
micropoderes) de cada uno de estos grupos y sujetos redefinidos en el proceso
de interacción.
En todos estos casos serían los objetivos y las prácticas de las fuerzas so­
ciales o del mercado de saberes los que darían el sentido y significado al con­
cepto, pasando a ser secundarios los sentidos y significados de las propuestas
académicas o políticas iniciales. Toda una serie de tendencias actuales, que
arrancan intencionalmente o no del pragmatismo norteamericano, colocan en
Uso y desuso de conceptos en antropología social 243

las interacciones, en las prácticas sociales, en los resultados de las transac­


ciones que se desarrollan entre los actores, e! núcleo de interés básico, de tal
manera que los conceptos y teorías iniciales pasan a ser secundarios en sí, y
sólo cobran importancia en función de su actualización y resignificación, dado
que es en esta actualización, más allá de los objetivos y proyectos propuestos,
donde emerge la «realidad», lo realmente existente. Desde esta perspectiva,
todo se definiría en la acción o en la práctica, lo cual supone una convalidación
constante de lo fáctico más allá de las orientaciones, objetivos o «principios».
La función de las elaboraciones teóricas y conceptuales sería ensayar, jugar, in­
ventar propuestas en un nivel de interpretación, que los usos técnicos, sociales,
políticos definirían en la realidad concreta y específica.

La producción de conceptos: una historia interminable

Mi análisis del uso de los conceptos por los antropólogos surge de tres ti­
pos de materiales: surge de trabajos pensados y producidos en un nivel casi
exclusivamente m etodológico y frecuentemente epistemológico, es decir,
elaborados en un alto nivel de abstracción. Estos trabajos pueden referir a
investigaciones empíricas, pero frecuentemente quienes los producen no ha­
cen investigaciones sobre la «realidad», o si se prefiere sobre «problemas»
de la realidad, sino que lo que hacen es reflexionar sobre cómo es descrita y,
sobre todo, cómo es analizada la realidad. Al escribir esto estoy pensando en
destacados e influyentes autores como Giddens o Habermas que, hasta lo que
sé, casi nunca han realizado investigación sobre problemas «empíricos», y
mucho menos producido la información a analizar, y que son exponente de lo
que denomino teoría de la teoría.
La segunda fuente la constituyen las investigaciones antropológicas, los es­
tudios etnográficos, donde vemos cómo se utilizan los conceptos en la práctica
de la investigación. A través de estos materiales observamos la capacidad de un
concepto no sólo para interpretar la realidad, sino para organizar y orientar la
producción de información. Es aquí donde podemos observar la relación infor­
mación/concepto, pero también es en estos materiales donde podemos ver los
procesos de transformación, resignificación, desgaste de los conceptos. Es aquí
donde podemos observar que en la propia producción y elaboración del dato el
concepto evidencia sus posibilidades, o necesita ser reorientado y reconvertido
244 L a p arte neg ad a de la cultura

en otro concepto en función de los problemas y orientaciones estudiados por


el investigador. Es obvio que me estoy refiriendo a las etnografías analíticas o
interpretativas, y no sólo a la masa de etnografías empiristas caracterizadas por
su bajo nivel teórico, que obviamente también deben ser incluidas, para obser­
var lo que hacen con los conceptos, dado que es a través de las mismas que se
dan los más frecuentes procesos de erosión y resignificación de conceptos.
Subrayo que considero relevante el papel que tienen en la formulación y
uso de conceptos, los autores que sólo hacen teoría de la teoría, es decir aque­
llos investigadores que sólo reflexionan sobre problemas - a veces exclusiva­
mente teóricos- sin participar en la producción de información ni en el análisis
de problemas empíricos específicos. Pero desde la perspectiva que estamos de­
sarrollando, y sin desconocer la importancia de sus aportes, los consideramos
secundarios para entender los procesos metodológicos que planteamos y que
refieren a rescatar como aproximación metodológica el tipo de investigación
personalizada que caracteriza a la antropología por lo menos desde los veinte.
Por investigación personalizada me refiero a la que implica que el investigador
interviene en forma activa en todos los pasos del proyecto de investigación o
de investigación/acción desde la formulación del problema, la elaboración de
objetivos, la constitución del marco teórico, los conceptos y las hipótesis, hasta
en el diseño del trabajo de campo, la codificación y el análisis, pero también
en la realización del trabajo de campo, la codificación y el análisis. Esta forma
de trabajo se identifica con la antropología, aunque también la encontramos en
otras disciplinas, y no supone que sea mejor o peor que otras maneras de inves­
tigar, sino que implica un proceso que posibilita la producción de información
y análisis no sólo diferentes sino estratégicos.
Quiero subrayar que mi propuesta no supone ninguna recuperación de las
concepciones «empiristas», ya que las cuestionamos en todas sus formas. Lo
que proponemos es una evaluación del teoricismo, dado que no asume la rea­
lidad como problematizada a partir de un esfuerzo de producir no sólo análisis
sino información personalizada. En consecuencia, asumimos que los aportes
más significativos de la antropología devienen justamente de sus investiga­
ciones personalizadas de problemas y no de las elaboraciones conceptuales
separadas de ellas.
Una tercera fuente, es mi propia trayectoria en el uso y desuso de concep­
tos, dado que varias de las situaciones que voy a presentar, y en algunos casos
analizar, emergieron en mi propio trabajo. Si bien éste es un elemento secun­
Uso y desuso de conceptos en antropología social 245

dario en términos generales, fue y sigue siendo decisivo para mí, no sólo para
tomar conciencia de este proceso, sino para intentar interpretarlo.
El reconocimiento de los procesos de erosión conceptual, y de distancia-
miento entre definición y uso de conceptos, se dio en mi caso en los primeros
años de la década de 1970, al desarrollar una serie de seminarios y cursos
sobre la trayectoria de la antropología social y la etnología entre 1920 y 1960,
y al realizar mis tres primeros trabajos más o menos serios de investigación
antropológica.1
Así, respecto de uno de los conceptos básicos que manejamos los antropó­
logos -e l de cultura- pude observar lo ya señalado, es decir, no sólo el número
de definiciones de cultura que no se diferenciaban demasiado una de otra, sino
el notable número de conceptos holísticos que pretendían comprender o anali­
zar la realidad como totalidad articulada. Pero la mayoría de estas definiciones,
sobre todo en sus usos etnográficos no eran holísticos, dado que las etnografías
se centraban en determinados aspectos de la realidad, donde la totalidad era un
referente imaginario y/o superficial. La búsqueda de totalidad conducía a pre­
sentar una parte de información comunitaria o étnica, que salvo determinados
aspectos -lo s que realmente le interesaban al investigador-, era inevitablemen­
te superficial y de muy escasa utilidad. Además, como he señalado en varios
trabajos, detenninados campos de la realidad no eran casi nunca descritos y
analizados en la descripción holística, como son los referidos a la mortalidad,
el sufrimiento o la eficacia real de las terapéuticas (M enéndez, 1997a).
Pero además, y es lo decisivo, la m ayoría de las definiciones de cultura se
produjeron a partir de entender la realidad como sistem a de representaciones.
Así, los antropólogos descubrieron que todo grupo construye «concepciones
del mundo» (w orld view o Weltanschauung)\ que cada grupo desarrolla de­
terminados fo c o s o temas culturales; que los hábitos culturales se ritualizan
y expresan sistemas de creencias. Cada grupo étnico, cada ciclo de cultura
o cada configuración cultural desarrollan un paideum a diferenciado y pen­
sado como experiencia más o menos única, y cada configuración puede ser
diferenciada en un ethos y un eidos articulados. Los conjuntos sociales se

I. Todas estas investigaciones se realizaron en Argentina: la primera investigación


fue sobre migración italiana y española a una comunidad de la provincia de Entre Ríos;
la segunda fue sobre nivel de vida de la población rural de la provincia de Misiones y
lii tercera sobre salud ocupacional en tres sectores productivos (mineros, ceramistas y
operadores de transporte colectivo urbano). De las tres sólo fue publicada la segundo
(Menéndez e Izurieta, dirs., 1971).
246 L a p arte neg ad a de la cultura

caracterizan por la producción de esquem as culturales, patrones culturales o


representaciones colectivas que operan como mapas u orientaciones cognos­
citivas a través de actividades generalm ente ritualizadas que se articulan en
un m azeway (subjetivo). Estos conceptos que presentamos fueron propuestos
por Durkheim, Frobenius, Graebner, Sapir, Redfield, Benedict, Opler, Ba-
teson, Hallowell, Linton, Goudenough y Wallace, quienes los acuñaron, no
sólo para describir sino para interpretar la cultura, pero todos estos conceptos
refieren casi exclusivamente a un orden simbólico que incluye escasamente o
directam ente excluye las dim ensiones económica, política e ideológica.2
Pero estos sesgos no sólo los observé para este concepto, sino también
para otros formulados respecto del cambio social, la estructura social o la co­
m unidad dentro de la producción antropológica, o la clase social y la práctica
en la tradición marxista dentro y fuera de la antropología. Y justam ente mi
descubrim iento real, el asum ir en toda su significación estos «hallazgos», es
decir, el incluirlos en mi marco referencial, se dio primero entre 1972 y 1973
respecto del concepto de clase social, en especial las variedades utilizadas
por los diferentes estructuralismos marxistas, y a finales de la década de 1970
con el concepto de habitus propuesto por Bourdieu.
En el caso del concepto de clase social, que como recordam os incluía
como central la dimensión de las relaciones de clase, en parte entendidas
como lucha de clases, descubrí que la m ayoría de la investigación acadé­
mica realm ente no incluía la descripción de las relaciones de clase. Que lo
dominante eran las descripciones posicionales, pero no relaciónales. O mejor
dicho, lo relacional era rem itido a relaciones que no posibilitaban observar

2. Wallace sostiene que el concepto de ideología utilizado por M annheim es similar


al de concepción del mundo desarrollado por Redfield, y que su m anera de pensar la
realidad es «esencialmente antropológica». De tal manera que la dimensión ideológica
propuesta por Mannheim es convertida en cultura: «El tema esencial del trabajo de
Mannheim pertenece al campo de la teoría antropológica, según la cual la creación de
instituciones de una sociedad está íntimamente relacionada con el sistema dominante
de creencias existenciales, las cuales no son simples racionalizaciones, sino que surgen
naturalm ente de las exigencias de la organización funcional. Por lo tanto, la cosmovi-
sión no es sólo un derivado filosófico de cada cultura, sino que es el referente de los
supuestos cognoscitivos en los cuales se sustenta el comportamiento habitual de las
personas. La cosmovisión se expresa más o menos sistemáticamente en la cosmología,
la filosofía, la ética, el ritual religioso, las propuestas científicas, etc., y está implícita en
cada acto social» (Wallace, 1963, p. 126). En síntesis, el concepto de ideología también
es equivalente de concepción del mundo o de sistema cultural para el pensamiento an­
tropológico como luego descubrió Geertz.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 247

ni interpretar las clases en términos de sus dinámicas sociales, y aún menos


culturales. Lo que preocupaba era saber cuáles y cuántas eran las clases so­
ciales, las características de las mismas a través de una serie de indicadores
básicamente económ ico-políticas con un escaso o ningún uso de indicadores
ideológicos y culturales, así como la localización de las clases en un esquema
casi exclusivam ente topológico.
Pero en las descripciones y en los análisis no aparecían las relaciones de
clase. Se daban por supuestas, pero no eran descritas ni analizadas. Es decir,
cuando aparecían, lo hacían en térm inos de marco teórico o de reflexión, pero
no de producción de información. Inclusive cuando en las décadas de los cin­
cuenta y sesenta algunos autores latinoamericanos incorporan los conceptos
de hegem onía/subalternidad a partir de Gramsci, lo que domina es la exposi­
ción y reflexión sobre estos conceptos, pero no su aplicación a la descripción
y análisis de las relaciones de clase en térm inos de hegem onía/subalternidad
(Menéndez, 1981).
No negamos la existencia de algunos escasos trabajos que utilizaron ana­
líticamente una concepción relacional, pero lo dominante fue una aplicación
posicional, donde lo relacional solía ser una invocación generalmente ideo­
lógica. Esta producción contrastaba con un marco teórico que proponía la
existencia de varios tipos de relaciones en términos de clases sociales. Se
proponían relaciones de producción, relaciones de explotación, relaciones de
dominación, relaciones de manipulación y hasta relaciones de alienación.
Una parte de estas relaciones eran analizadas, pero en un alto nivel de
abstracción y sin describir las relaciones desarrolladas en la cotidianidad de
los actores sociales incluso en los espacios sociales considerados como más
relevantes por el marxismo, es decir, el espacio fabril o el barrio obrero. Esta
carencia de descripciones es notable en el caso de los procesos laborales; la
antropología y la sociología marxistas no los describían, y mucho menos en
términos relaciónales, durante los años cincuenta, sesenta y principios de los
setenta. Y esto contrastaba con la existencia de una producción sociológica
y en menor medida antropológica «funcionalista» de descripción del trabajo
obrero en la fábrica, que produjo entre los cuarenta y sesenta algunos de los
más importantes descubrimientos sobre la lógica (racionalidad) del trabajo
obrero, sobre las características de su imaginario durante el proceso produc­
tivo o sobre el desarrollo de estrategias de recuperación del trabajo como
248 L a p arte neg ad a de la cultura

«su» trabajo, dentro del proceso fabril.3 El marxismo académico -salvo ra­
ras excepciones-4 no produjo nada similar, pese a que este tipo de etnogra­
fía podía favorecer sus interpretaciones y reorientar su mirada en términos
académicos y políticos. Es importante, pues, recuperar que mientras algunas
corrientes teóricas, en especial de origen norteamericano,5 describían no sólo
las prácticas de los trabajadores, sino que aplicaban criterios de descripción
y análisis relacional, las corrientes dominantes marxistas y no marxistas que
proponían un núcleo teórico fuerte de totalidad relacional no aplicaban esto
a su etnografía ni a su análisis en términos de los actores funcionando en las
instancias concretas de su vida cotidiana. Esto es sobre todo observable en los
estudios estructuralistas.6
La mayoría de las investigaciones no pensaban las relaciones en térmi­
nos de actores, sino en términos de «factores» dentro de un esquema que con
variantes refería a las relaciones estructura/superestructura y que analizaban
empíricamente, por ejemplo, a través de las relaciones entre lo económico-
político y los procesos educativos o de salud/enfermedad. Más aún, dominaba
una manera unilateral de reflexionar, donde el eje estaba colocado en los que
explotaban y dominaban o en los dominados/explotados, pero sin describir
las relaciones desarrolladas entre ellos en los ámbitos de la cotidianidad de
la dominación/explotación. Entendiendo por ellos los ámbitos en los que se
expresaban directamente dichas relaciones, y que podían ser la fábrica, los
espacios de adquisición y consumo de «bienes culturales», aquellos en los que

3. Considero que los trabajos de Roy son ejemplares al respecto. La mayoría de los
más valiosos aportes sobre prácticas laborales se hicieron por investigadores q u e-co m o
R o y - trabajaban como obreros, es decir, a través de la observación participante (M e­
néndez, 1990 a).
4. Esto no ignora el desarrollo de los trabajos históricos sobre clase obrera im pulsa­
dos por E. Thom pson desde los sesenta, y que influyeron en algunos autores latinoa­
mericanos.
5. Castoriadis reconoce esta situación paradójica en artículos publicados durante los
cincuenta en la revista Socialisme ou Barbarie. Por otra parte, debo subrayar que mi
descubrimiento de las omisiones y negaciones dentro del campo marxista, deben ser
correlacionadas con el hecho de que hasta entonces, lo que yo veía eran las omisiones
y negaciones en el campo del culturalismo, la fenomenología o el estructuralismo.
6. Si bien una parte de las ciencias sociales, y especialmente la Antropología, tienden
a pensar la realidad en términos relaciónales, dichas relaciones suelen ser referidas a
relaciones entre factores y no entre actores sociales. Tanto a nivel teórico como aplicado
la im portancia de lo relacional es sobre todo impulsado por el estructuralismo y por el
funcionalismo a través de conceptos que no incluyen al actor ni a! sujeto.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 249

se daban las diferentes formas de violencia a nivel de relaciones familiares o


de la relación médico/paciente; o los ámbitos donde se tomaban las decisiones
políticas que afectaban, por ejemplo, a las condiciones de nutrición y de des­
nutrición de la población.
Respecto de lo propuesto puede objetarse que lo que estoy señalando no
sería demasiado significativo, dada la crisis académica y política actual del
concepto de clase social, y dada la crisis explicativa y el descrédito teórico
de las diferentes variedades de estructuralismo, incluidos los estructuralismos
marxistas. En relación con esta posible objeción hago por ahora tres puntuali-
zaciones. La tendencia a lo posicional con escaso o ningún peso de lo relaciona
no se dio solamente con el concepto de clase social, ni es un problema del
pasado; esto ocurre en la actualidad con algunos de los conceptos de mayor
uso, o al menos de mayor visibilidad, como pueden ser el de actor social o el
de género (Menéndez, 1997b).
Esta tendencia no sólo la observamos en los estructuralistas marxistas,
sino en los «estructuralistas» tipo Foucault, en las corrientes fenom enológi­
cas dominantes al menos en antropología médica, e incluso en toda una serie
de propuestas que afirman su antiestructuralism o, que usan conceptos como
agente o sujeto, pero que no describen la realidad en términos relaciónales
como ocurrió y sigue ocurriendo con quienes usan el concepto de estrategias
de supervivencia.
Por último, dada la propuesta que vengo desarrollando, el concepto de cla­
se social, como tantos otros, si bien actualmente está no sólo en desuso sino
estigmatizado, es casi seguro que dentro de un tiempo será recuperado, y lo
mismo sugiero respecto de los estructuralismos. Esta interpretación no obe­
dece a ningún fatalismo cíclico, sino a la necesidad de utilizar conceptos y
orientaciones teóricas que posibiliten la descripción e interpretación de deter­
minados aspectos y problemas de la realidad. Curiosamente, este proceso se
viene dando desde hace más de una década dentro de la antropología social
norteamericana, donde las corrientes marxistas tienen una fuerte presencia,
especialmente en antropología médica.
Este primer «descubrimiento» se reforzó con una segunda sorpresa ocurri­
da en los últimos años de la década de 1970, cuando comienza a cobrar visi­
bilidad en algunos países de América Latina el concepto de habitus utilizado
por Bourdieu (Bourdieu, 1971 y 1991; Saint Martin, 1983). Mi sorpresa devino
de dos hechos, la notable difusión y uso de este concepto entre nosotros y la
ignorancia, por una parte significativa de quienes lo utilizaron, de la existencia
250 L a pa rte neg ad a de la cultura

previa del mismo concepto o de conceptos similares dentro de las ciencias


históricas, antropológicas y sociales.
El concepto de habitus con ese nombre fue usado por los sociólogos ale­
manes entre las décadas de 1910 y 1940 (Dunning y Mennell, 1996), y espe­
cialmente por algunos de los principales pensadores de ese país, como Max
Weber (1964 [1922]) y Norbert Elias (1982a, 1982b y 1996), quienes desde
perspectivas comprensivistas en el primer caso y psicoanalíticas en el segundo
utililizaron el concepto «habitus» en términos de sociología histórica. Es en
Elias donde observamos el uso más similar a la forma que ulteriormente utili­
zará Bourdieu (Elias, 1982a, 1982b y 1996), al considerar que el habitus ex­
presa la corporización del aprendizaje social, entendido no como algo fijo, sino
en términos de cambio (Dunning y Mennell, 1996, p. ix). En su revisión de la
historia alemana, este autor se centra en la formación de habitus, ya que «... la
historia de una nación - a lo largo de los siglos- se sedimenta en los habitus de
sus miembros a través de sus actores individuales» (1996, p. 19), lo cual trata
de poner especialmente de manifiesto en su análisis de los comportamientos
sociales emergidos bajo el nazismo (1996, Parte IV).
Bourdieu, como otros autores y corrientes teóricas, trata de hallar explica­
ción a la relación estructura/sujeto, intentando superar el sociologismo extre­
mo y el idealismo (subjetivismo) que se niegan mutuamente al afirmar polar­
mente la determinación de la estructura o del sujeto: «Todos aquellos que han
empleado antes que yo este antiguo concepto u otros similares se inspiraban
en mi opinión en una intención teórica próxima a la mía, es decir, de escapar
tanto a la filosofía del sujeto, pero sin sacrificar al agente; así como de escapar
de la estructura, pero sin renunciar a tener en cuenta los efectos que ella ejerce
sobre el agente» (Bourdieu y Wacquant, 1995, p. 83), y agrega que su teoría
del habitus «presenta numerosas similitudes con aquellas teorías que, al igual
que la de Dewey, asignan un lugar central al “habit”, entendido no como la cos­
tumbre repetitiva y mecánica sino como una relación activa y creadora con el
mundo, y rechaza todos los dualismos conceptuales sobre los cuales se funda­
mentan casi en su totalidad las filosofías poscartesianas: sujeto/objeto, interno/
externo, material/espiritual, individual/social, etc.» (ibid., 1995, p. 84).
Estas similitudes que Bourdieu reconoce sólo en los últimos tiempos tan­
to con Elias como con algunas tendencias filosóficas norteamericanas,7 eran

7. En trabajos relativamente recientes Bourdieu reconoce la im portancia del trabajo do


Uso y desuso de conceptos en antropología social 251

evidentes desde que formuló dicho concepto, dado que, con este o con otros
nombres, era parte significativa de la trayectoria teórica de las ciencias sociales
y de la antropología, sobre todo en el lapso 1920-1950, donde se dieron toda
una serie de investigaciones y reflexiones en términos de individuo/sociedad
o en términos de cultura/personalidad tratando de superar los dualismos se­
ñalados por Bourdieu. Ello condujo a varias de estas corrientes a asumir al
psicoanálisis como teoría central para producir conceptos que posibilitaran in­
cluir el papel del sujeto o la relación cultura/comportamiento para explicar la
reproducción cultural, el prejuicio social, el ascenso de los fascismos o la no

CBfTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS


concreción de la «revolución» en las sociedades capitalistas desarrolladas, y

SUPERIORES EH ANTROPOLOGÍA SOCIAL


esto tanto desde perspectivas marxistas o paramarxistas como desde perspec­
tivas culturalistas. No es casual que autores como Adorno, Horkheimer, From
o Reich se plantearan desde el marxismo y respecto de la sociedad industrial
la relación estado-sociedad/individuo, al igual que autores como los agrupados
en torno a cultura/personalidad se lo plantearan respecto de los grupos étnicos,
para lo cual desarrollaron conceptos como internalización o similares que tra­
taron de dar cuenta de dicha articulación y que fueron extraídos en su mayoría
de la teoría psicoanalítica.
No es tampoco casual que dichas corrientes colocaran el acento de la ar­
ticulación individuo/cultura en estructuras intermedias, especialmente en la
familia, o en procesos ideológico-culturales, lo cual expresaba sus intereses
problemáticos puntuales a través de los cuales formularon propuestas genera­
les, pero centradas en la reproducción de la cultura en la mayoría de los antro­
pólogos que trabajaron desde esta perspectiva teórica. Lo cual ocurre también
en Bourdieu, quien más allá de sus enunciados reflexivos sobre articulación
estructura/sujeto, pone el peso descriptivo y explicativo en la estructura más
que en el agente, y además respecto de los agentes coloca la dinámica de la
transformación casi exclusivamente en los sectores hegemónicos como han
señalado reiteradamente varios de sus críticos, e incluso autores que usan las
categorías de Bourdieu, lo cual ha generado la necesidad constante de este
autor por aclarar que lo han entendido y/o usado mal.8 Y la cuestión no es que

Elias (Bourdieu y Wacquant, 1995). Para una excelente revisión de conjunto del trabajo
ilc Bourdieu, véase García Canclini (1990).
ti. Esta tendencia estructurante y centrada en el papel de las clases dominantes es aún
más transparente en Boltansky (1975 y 1977), quien durante un largo tiempo se dedicó
ni estudio de procesos de salud/enfermedad/atención. Subrayo que mi análisis no des­

conoce la importancia de los aportes de Bourdieu.


252 _ L a p arte neg ad a de la cultura

Bourdieu esté bien o mal usado o entendido, sino en que es apropiado por otros
autores en función de sus propios objetivos problemáticos y de determinados
marcos analíticos. Y que además, una cosa es lo que Bourdieu afirma reflexiva­
mente respecto de superar el sociologismo y el subjetivismo, y otra la línea do­
minante de su marco analítico al construir y usar el concepto de habitus, dado
que sus objeciones se dirigen básicamente hacia las tendencias subjetivistas,
en particular las encamadas por Sartre, y que sus principales recuperaciones
teóricas se dan a través de los sociologistas, en especial Durkheim, y esto no es
correcto ni incorrecto, sino que expresa la orientación dominante de Bourdieu
al describir la realidad de forma estructurada y no como proceso.
Pero además me interesa recordar que la sociología y en particular la an­
tropología norteamericanas produjeron una serie de conceptos similares al de
habitus entre 1920 y 1950; la posibilidad de diferenciar el concepto propuesto
por Bourdieu de los usados por Sapir, Linton o Kluckhohn es muy difícil,
al menos para mí. Por ejemplo, para Sapir, influenciado notoriamente por
Freud, los hábitos eran actividades socialmente pautadas que los sujetos de
un determinado grupo podían realizar sin reflexionar. El desarrollo de éste
tipo de conceptos era necesario para autores, que como luego Bourdieu, se
preocupaban por la articulación entre actor y estructura (o cultura) y entre
representaciones y prácticas; y esto era aún más significativo para las escuelas
que se preocupaban por articular cultura y comportamiento, como fue el caso
de varias tendencias norteamericanas. Esto puede observarse, por ejemplo,
en el caso de Linton (1942 y 1945), quien define y utiliza etnográfica y teó­
ricamente los conceptos de pauta ideal, pauta real y pauta construida, donde
el elemento diferencial con el concepto de habitus radica no en lo sustantivo
del concepto, sino en el uso por Bourdieu de la dimensión clase social, que
Linton no incorpora, así como la importancia dada por Linton al proceso de
socialización que Bourdieu refiere casi exclusivamente a la existencia de ca­
pitales culturales. No obstante, para ambos autores las articulaciones se dan
dentro de un sistema teórico referencial, y considero que el sistema propuesto
por Linton es más dinámico que el de Bourdieu, dado el peso otorgado por el
primero a las pautas reales y construidas y al papel del sujeto. A mi juicio, lo
que propone Bourdieu es una suerte de articulación teórica entre culturalismo
antropológico norteamericano y estructuralismo neodurkheimiano, donde lo
más interesante está en los intentos de articulación representaciones y prác­
ticas, como en los mejores productos del culturalismo se daba entre cultura
y comportamiento, pero a partir de su inclusión en una estructura/posición
Uso y desuso de conceptos en antropología social 253

de clase que supera las elaboraciones del culturalismo clasista tipo Warner y,
sobre todo, las propuestas marxistas mecanicistas.
Las concomitancias entre la perspectiva de Bourdieu y de los culturalis-
tas norteamericanos pueden observarse a través de la recuperación que hace
Bourdieu del cuerpo como eje de las prácticas; el cuerpo expresa los esquemas
sociales de un grupo determinado organizados a través de sus habitus: «La
oposición entre lo masculino y lo femenino se realiza en la manera de mante­
nerse, de llevar el cuerpo, de comportarse, bajo las formas de oposición entre
lo recto y lo curvo (o lo curvado) [...] Las mismas se encuentran en la manera
de comer [..] en la m anera de trabajar» (Bourdieu, 1991 [1980], pp. 120-121).
Esta y otras descripciones evidencian cómo a través del cuerpo se expresa la
cultura subjetivizada, lo cual era uno de los objetivos centrales de un sector del
culturalismo norteamericano, que podemos observar en algunos de los princi­
pales trabajos de M. Mead, especialmente sobre la significación de la forma de
sentarse de los samoanos, que expresa gran parte de los núcleos de su propia
cultura, y sobre todo de su trabajo sobre Bali, donde analiza el significado de la
fatiga corporal en este grupo a través de «la manera cómo se realiza el aprendi­
zaje, por la manipulación del cuerpo del niño o por la participación del infante
llevado al ritmo de los actos de la madre [...] del alto grado de hipocondría
acompañado con una gran preocupación a entregarse a ejercicios corporales;
de la manera como un artesano se sirve solamente de los músculos necesarios
para llevar a cabo una tarea dada en forma tal que no tiene necesidad de poner
en juego todo su cuerpo; del valor que dan los balineses a la orientación en el
espacio y su objeción a embriagarse... (Mead, 1957, pp. 837-838). Es decir,
evidenciar cómo los habitus se expresan a través de un cuerpo que subjetiviza
la cultura en aspectos puntuales y referidos a una diversidad de situaciones so­
ciales. Pero además tanto para Bourdieu como para los culturalistas los sujetos
se constituyen a través del proceso en los que adquieren sus habitus, cuestio­
nando la concepción que considera a los sujetos como meras expresiones de
los discursos institucionales.
¿Por qué un concepto que reitera viejos conceptos, algunos de los cuales
fueron usados intensamente por diferentes tendencias teóricas, tiene tanto
éxito entre nosotros, y para determinados grupos de antropólogos aparece
como un concepto nuevo? ¿Por qué si en la trayectoria de las ciencias socia-
f '
les y antropológicas existían conceptos similares o hasta idénticos, se generó
el olvido, negación y/o renegación de dichos conceptos? Y además, ¿para
254 L a pa rte neg ad a de la cultura

quiénes resultó nuevo y eficaz el concepto de habitus?, o más específicamen­


te ¿quiénes y para qué lo utilizaron?
Si bien con otra significación, me interesa señalar que me plateé interro­
gantes similares respecto del éxito de la obra dé Geertz en América Latina a
partir de mediados de los ochenta, en especial la que expone sus planteamien­
tos metodológicos interpretativos y en particular su análisis de la religión o
de la ideología como sistemas culturales, y su propuesta de etnografía densa.
Recordemos que uno de los trabajos dé mayor influencia inicial de Geertz -m e
refiero al de ideología como sistema, cultural publicado por Geertz en 1971
(véase también Geertz, 1987)- fue prologado y difundido por Eliseo Verón a
principios de los setenta, y los que lo leyeron, discutieron y usaron en aquel
entonces, no lo vieron como una propuesta demasiado diferente a otras que
durante dicho período circulaban en América Latina. El texto fue articulado
con facilidad a la discusión sobre cultura e ideología que se estaba dando desde
los diferentes tipos de estructuralismo, el marxismo gramsciano o las propues­
tas fenomenológicas al estilo Schütz: Para la mayoría de los antropólogos y
sociólogos que lo consultaron en aquel momento aparecía como un texto fácil­
mente identificable con la corriente de trabajos sociológicos y antropológicos
desarrollados durante los cuarenta y cincuenta. Más aun su orientación teórico/
metodológica evidencia la influencia de C. Kluckhohn y de T. Parsons, y sus
textos teóricos y etnográficos evidencian la centralidad de lo simbólico, la se-
cundarización de la situación colonial y de la dimensión económico/política,
así como su adhesión a la teoría de la modernización que dominaban las con­
cepciones sociológicas y antropológicas norteamericanas, y que fueron espe­
cialmente cuestionadas en América Latina durante los cincuenta y los sesenta.

Éxito y memoria: algunas interpretaciones

En un nivel manifiesto, estos usos, apropiaciones y desconocimientos pueden


ser explicados como reacciones respecto de un estructuralismo, en especial
el marxista, que centraba su explicación en la dim ensión económico-política,
y daba escasa im portancia o directamente no tomaba en cuenta la dimensión
cultural, o si se prefiere, simbólica. El marxismo estructuralista y otras co­
rrientes antropológicas, basándose en elementos correctos, habían cuestiona­
do la producción antropológica norteam ericana desarrollada entre los veinte
I )so y desuso de conceptos en antropología social 255

y los cincuenta por toda una serie de aspectos ya enumerados y especialm en­
te por estar centrada exclusivamente en lo simbólico, pero junto con esta
crítica negó o relegó el papel de la dimensión cultural, casi redujo la cultura
¡i ideología y contribuyó, con la m ayoría de la producción antropológica, a
excluir al sujeto.
Gran parte de estas críticas fueron formuladas por antropólogos que co­
nocían bien a los autores que criticaban, como son los casos de Redfield y de
Foster, de tanta influencia en la antropología mesoamericana. Pero las nuevas
generaciones formadas sobre todo a partir de los setenta prácticamente desco­
nocían a estos autores; lo que aprehendieron fueron las críticas frecuentemente
maniqueas hechas a los mismos; por lo cual desarrollaron una lectura ideoló­
gica tratando de encontrar casi exclusivamente rasgos funcionalistas adaptati-
vos en sus propuestas. A su vez las generaciones más recientes desconocerán
a dichos autores, y además se formarán dentro de la crisis de las corrientes
marxistas y paramarxistas que los cuestionaban, por lo cual observamos en
un sector de estos nuevos antropólogos no sólo un desconocimiento y/o críti­
ca unilaterales al marxismo y al estructuralismo, sino una recuperación y uso
frecuentemente acríticos de Geertz o de Bourdieu muy similar a lo que ocurrió
respecto de los estructuralistas y marxistas en décadas anteriores.
Por lo tanto los usos propuestas teórico/metodológicas como las de Bour­
dieu o Geertz que, como sabemos no sólo son diferenciales sino antagónicas en
muchos aspectos; constituyen en parte apropiaciones reactivas que se desarro­
llan desconociendo o ignorando el proceso de continuidad/discontinuidad en la
producción y usos de teorías y conceptos. Pero además puede haber otra expli­
cación complementaria; las propuestas de estos autores referirían a «nuevos»
problemas o a problemas que hasta entonces eran secundarios o directamente
no eran asumidos por la antropología, y para los cuales estas aproximaciones
constituirían apoyos instrumentales y teóricos. En consecuencia, la recupera­
ción de estos conceptos como si fueran «nuevos» sería producto de una modi­
ficación en la problemática y/o en la tradición disciplinaria.
Pero estas explicaciones, si bien pueden ser válidas, sólo lo son parcial­
mente, como veremos ulteriormente. Considero además que la producción de
conceptos, la reinvención de conceptos o los éxitos momentáneos obedecen
a procesos más generales que, por supuesto, deben ser observados a partir de
condiciones específicas.
Es en función de este presupuesto que hemos revisado el concepto de
habitus, pero no solamente porque reitera el significado de conceptos simi
256 La parte n e g ad a de la cultura

lares más o menos negados u olvidados, o por el notable éxito obtenido,


sino porque considero que este concepto -q u e propone una articulación en­
tre representaciones y prácticas- evidencia otra de las tendencias fuertes en
nuestra disciplina. En la m ayoría de los que usan este concepto, al menos en
Am érica Latina, se observa una clara orientación hacia la descripción de re­
presentaciones y a la carencia de descripciones de las prácticas, aun cuando
se hable mucho de prácticas.
Habitus suele ser usado como antes se usaba creencias o costumbres, es
decir, en términos de una representación cultural caracterizada por su consis­
tencia, reiteración y, por supuesto, modificación. Recordemos que lo mismo
pasó con los citados conceptos de Linton; entre nosotros lo que dominó fue la
descripción y análisis en términos de patrones culturales «ideales», pero no en
términos de los patrones culturales reales y construidos.
Y esto me conduce a form ular una conclusión y una propuesta. En el uso
de conceptos, los antropólogos - y tam bién otros científicos sociales- sole­
mos describir y analizar las representaciones pero mucho menos las prácti­
cas, aun cuando el concepto -co m o en el caso de habitus, de pautas cons­
truidas y reales y últim am ente de experiencia- formule explícitamente su
articulación como necesaria.
Este uso de los conceptos no suele observarse en la reflexión, exposición o
propuesta metodológica, sino en la descripción y análisis etnográficos. De ahí
que subrayemos la necesidad de observar los conceptos no tanto en su formu­
lación exclusivamente teórica, sino sobre todo en su aplicación académica o
práctico-técnica o práctico-política.
Más aún, hemos observado, por ejemplo, que la propuesta de articulación
de las representaciones y de las prácticas queda casi siempre más clara en
las propuestas desarrolladas a nivel teórico. Los que parecen exponerlo con
mayor claridad y precisión son sobre todo los teóricos de la teoría; es decir,
aquellos que generalmente reflexionan, pero no hacen investigaciones ni inter­
venciones. Como ya hemos indicado, sin negar la significación de los aportes
de autores como Habermas o Giddens, es importante señalar que la brillante
articulación que estos y otros autores similares producen, no suele encontrarse
en las investigaciones «empíricas». Por lo tanto, ¿cuál es el papel de estas
reflexiones conceptuales respecto de la producción de etnografías y por qué
persisten las carencias o dificultades para articular concepto y realidad en las
investigaciones empíricas? Algunos señalarán casi como una obviedad que el
papel es justam ente restituir constantemente la potencialidad explicativa de los
Uso y desuso de conceptos en antropología social 257

conceptos y teorías; mientras otros no verían como dificultades las «limitacio­


nes» teóricas de las investigaciones empíricas, sino como hechos frecuentes en
el proceso de investigación, dadas las tendencias etnográficas dominantes. Sin
negar estas propuestas, mi preocupación central radica en la fundamentación
epistemológica de la investigación personalizada.
Una variante interesante de este proceso de distanciamiento entre la teori­
zación y la investigación la podemos encontrar en los enfrentamientos críticos
generados entre escuelas, y en los cuales priva un tipo de análisis orientado
no sólo hacia lo teórico-ideológico, sino centrado en la obra teórica y no en la
producción etnográfica. Un ejemplo reciente se expresa a través de la disputa
entre la denominada antropología médica interpretativa (AMI) y la denomi­
nada antropología médica crítica (AMC), la cual en gran medida se desarrolla
a través de la discusión ideológica de los artículos teóricos y no sobre la pro­
ducción etnográfica de los autores. Esto se observa con suma claridad en los
dos exponentes más radicales que por parte de la AMC es M. Singer (1989b y
1990) y por parte de la AMI es A. Gaines (1991 y 1992). Ambos discuten sobre
las propuestas reflexivas y no sobre los trabajos de investigación. Si Gaines,
por ejemplo, centrara su análisis en los trabajos etnográficos de la tendencia
que cuestiona, tendría que retirar la casi totalidad de las críticas que formula,
dado que éstas no resisten la prueba de la confrontación etnográfica. Los an­
tropólogos que critica a nivel teórico, en su producción etnográfica realizan
la mayor parte de lo que Gaines propone (véanse los trabajos de Baer, 1981 y
1984; Morsy, 1988; Sheper-Hughes, 1997; Singer y Borrero, 1984, Singer et
al., 1992). Más aún, autores que se autoidentifican con la tendencia interpreta­
tiva, de la cual es parte Gaines, cada vez se articulan más con las propuestas de
la antropología médica crítica tratando de superar no sólo en la etnografía sino
en las propuestas reflexivas las escisiones macro/micro o económico/político/
orden simbólico (véanse en particular los trabajos de Farmer, 1988 y 1992).
Pero esta posibilidad, no reduce la significación de lo que planteamos como
una tendencia constante del desarrollo de la producción antropológica, y según
la cual las disputas teóricas se desarrollan básicamente a través de los escritos
teóricos y no del análisis de los productos etnográficos.
Este es, en mi opinión, un punto decisivo, para entender algunos de ios pro­
blemas metodológicos que estamos analizando. El hecho de que la articulación
teoría/práctica -incluida la crítica- aparezca con mayor claridad formulada
en quienes hacen exclusivamente reflexión teórica que quienes producen las
investigaciones etnográficas, no nos dice tanto sobre los posibles defectos de
258 La p arte negada de la cultura

estas últimas, sino sobre las limitaciones epistemológicas de un análisis teó­


rico pensado y realizado casi exclusivamente desde la teoría, o como decían
los althuserianos, desde la práctica teórica, y que no busca intencionalmente
corroborarlo a través de la investigación empírica o de la acción. El uso etno­
gráfico de un concepto y su elaboración analítica es lo que evidencia, tanto sus
posibles incongruencias, como sobre todo su capacidad estratégica para des­
cribir e interpretar la problemática estudiada. Que el uso de diferentes formas
argumentativas pueda favorecer más la aceptación del uso de un concepto o su
validez interpretativa, no cuestiona lo que estamos proponiendo.
Los procesos e interrogantes planteados no se reducen a una sola tendencia
teórico-metodológica ni a un período determinado, sino que incluyen al con­
junto de las escuelas antropológicas, que más allá de sus diferencias coinciden
en algunas perspectivas similares, que yo centro en el olvido y la negación.
Considero que algunos hechos desarrollados en los últimos años posibili­
tan entender con mayor claridad lo que trato de exponer sobre el uso y desuso
de conceptos en términos de desmemoria disciplinaria. Un hecho interesante
a este respecto es el de aquellas corrientes antropológicas que recuperan el
uso de determinados conceptos y problemáticas no desde su propia disciplina,
sino desde otras propuestas disciplinarias. Y esto en sí no es criticable; por el
contrario, constituye un hecho frecuente y necesario. La cuestión radica en la
significación de sus implicaciones metodológicas respecto de los problemas
que estamos analizando.
Como ya hemos señalado en los capítulos anteriores, desde la década de
1970 se observa especialmente en los países centrales una crítica creciente a
la idea de progreso, se desarrollan constantes propuestas relativistas respecto
del conocimiento y la «verdad», y se formularon toda una serie de conceptos
referidos al sujeto, incluido el concepto de sujeto descentrado. A una parte de
estas propuestas se las calificó como «posmodemistas»; sin embargo, este tipo
de propuestas no sólo no eran recientes, sino que varias de ellas se caracterizan
por reaparecer recurrentemente dentro del pensamiento contemporáneo desde
finales del siglo xix, como ocurre con la crítica a la idea de progreso. Pero
además dicha crítica era parte del equipamiento teórico básico de los antro­
pólogos. La crítica y la defensa del evolucionismo sociocultural constituyen
parte central de las discusiones ideológico-teóricas dentro de la antropología,
que dieron lugar al desarrollo de diversas propuestas, algunas de las cuales
constituyeron tempranas y radicales críticas a la idea de progreso.
Por otra parte, el relativismo cultural fue la interpretación dominante no
Uso y desuso de conceptos en a ntropología social 259

sólo dentro del culturalismo antropológico, sino dentro de la mayoría de las es­
cuelas europeas, estadounidenses y del mundo periférico. Su desarrollo como
propuesta teórico-metodológica dentro de nuestra disciplina debe ser relacio­
nada con la fuerte tendencia al perspectivismo metodológico desarrollada des­
de principios del siglo xx dentro del pensamiento europeo.
Por último, la concepción del sujeto, como descentrado -p o r supuesto que
con otra term inología- es parte de las tendencias teóricas desarrolladas den­
tro de las ciencias antropológicas y sociales, en particular desde la década de
1940. La propuesta de un actor caracterizado por una subjetividad no sólo
descentrada, sino disociada, intercambiable, provisional, negociable, etc., es
característica de un grupo de autores entre los que sobresale Goffman (Menén­
dez, 1998b y 2000).
Sin embargo, una parte de las «nuevas» propuestas sobre el sujeto fueron
recuperadas por antropólogos y otros científicos sociales, y no sólo de América
Latina sino en especial de Estados Unidos, a través de la obra de autores como
Foucault, Lyotard o Derrida, que tuvieron un espectacular éxito en determina­
dos sectores de la antropología norteamericana y de algunos países de América
Latina. Pero este éxito supone dos hechos interesantes: primero, observar que
la recuperación de estas propuestas se dio a través de otras disciplinas, en espe­
cial la filosofía (Bibeau, 1986-1987); y segundo, la negación o el olvido de que
una parte sustantiva de lo que estos científicos sociales asumían era, en gran
medida, parte del equipamiento teórico-metodológico de su propia disciplina.
No cabe duda -a l menos para m í- de que parte del éxito de los «nuevos»
conceptos y perspectivas se debió justamente a que se articulaban congruente­
mente con las formas de pensar tradicionales de la antropología cultural norte­
americana, lo cual supone asumir que esta antropología resignificó los concep­
tos apropiados, en función de su propia tradición metodológica.
Lo concluido no niega, por supuesto, que la discusión sobre la subjetividad,
la recuperación del relativismo o la crítica a la idea de progreso correspondan
a problemáticas actuales. No, lo que nosotros proponemos es remitir el uso
de estos conceptos y problemas al proceso de continuidad/discontinuidad que
simultáneamente expresa su relación con las problemáticas actuales, así como
con los procesos de olvido o de negación.
De lo analizado hasta ahora surge que existe una continua producción de
conceptos similares y frecuentemente intercambiables; que la mayoría de los
nuevos conceptos suelen ser propuestos y desarrollados desconociendo a los
anteriores e incluso a los coetáneos, pese a observarse similares caracterísli-
260 La p arte neg ad a de la cultura

cas; que en consecuencia los nuevos conceptos suelen ser usados de forma
ahistórica. Muchos de los autores que utilizan las categorías de deconstrucción
o construcción social aplican esta orientación respecto de los conceptos de
otras corrientes, pero no suelen referirla a los conceptos centrales de su propia
metodología. Así, por ejemplo, los teóricos franceses del sujeto descentrado
parecen ignorar los antecedentes funcionalistas, interaccionistas simbólicos y
sartreanos de la descentración.
En la exposición de esta problemática he propuesto algunas interpretacio­
nes que refiero a la vigencia de un proceso de deshistorización de la teoría, al
redescubrimiento continuo de lo ya sabido por «otros», a una necesidad cons­
tante de diferenciación aun dentro de la similitud. Pero subrayamos que estas
interpretaciones no son las únicas ni tal vez las más relevantes.

Erosiones, devaluaciones y resurgimientos

Al inicio de este capítulo se ha señalado que uno de nuestros objetivos se cen­


traba en el análisis del proceso de desgaste, apropiación y olvido de conceptos.
Este proceso no sólo puede generar la modificación de los significados inicia­
les, sino también la declinación abrupta de la importancia de un concepto e in­
cluso la creación de una fuerte estigmatización. En la mayoría del ámbito aca­
démico latinoamericano se dejó casi de usar el concepto de clase social a partir
de finales de los setenta. Algunos retomaron el más genérico de estratificación
social, pero la categoría clase social y aún más las de proletariado y burguesía
entraron en desuso durante los ochenta. Esta declinación ya se había producido
previamente en Europa y en Estados Unidos. Además, muchos de los que lo
siguieron usando, lo hicieron de forma muy similar a la utilizada en los sesenta
y setenta, lo cual contribuyó a favorecer el desuso de este concepto.
Además, conceptos como colonialismo e imperialismo prácticamente ya
no se utilizan, aunque algunos encubren parte de su antiguo significado a tra­
vés del concepto de globalización. Pero esta estigmatización -porque de lo que
se trata es de estigm atización- en otros períodos fue referida a otros conceptos.
Así, en la producción europea y de América Latina, sobre todo durante los años
cincuenta, sesenta y setenta, los conceptos de rol, de función o de percepción
social, si bien fueron criticados teóricamente, lo frecuente fue su negación o
estigmatización por la mayoría de la producción marxista y paramarxista.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 261

Actualmente, la crítica al estructuralismo ha conducido a algunas tenden ­


cias a evitar no sólo el uso, sino a evitar nombrar este término. Respecto de
los diferentes conceptos enumerados, junto al distanciamiento crítico existe
una suerte de evitación, que va mucho más allá de la crítica metodológica.
Se produce una evitación social, que trata de eludir identificaciones teórico-
ideológicas consideradas negativas por los sujetos y los actores, en este caso
antropólogos.
Esta actitud evitativa puede operar eliminando o no nombrando prácti­
camente nunca a determinados autores o corrientes teóricas. Una variante es
analizar o utilizar los conceptos básicos de un autor, eliminando algunas de
sus concepciones teóricas, centrales, lo cual impide apropiarse del verdadero
sentido de los conceptos de dicho autor. Como ejemplo tenemos el caso de V.
Tumer, cuya influencia ha sido relevante en América Latina. La mayoría de los
que utilizan su teoría del ritual no hacen casi referencias a la influencia dé la
teoría psicoanalítica en la formulación de varios de los conceptos centrales de
este autor, como son los de condensación y unificación, aun cuando debe asu­
mirse que el propio Tumer no pone de relieve la influencia de Freud. Es inte­
resante observar que varios de los antropólogos latinoamericanos que utilizan
la teoría del ritual de Turner inclusive cuestionan o se distancian de la teoría
psicoanalítica (Turner, 1980, 1985 y 1988; Oring, 1993; Martínez, 1994).
Esta omisión, consciente o no, es muy frecuente, de tal manera que los
conceptos centrales de un autor son apropiados eliminando algunas de sus ca­
racterísticas o fundamentaciones básicas, como ha ocurrido con la apropiación
de Marx por el estructuralismo, de Freud por la corriente de cultura y persona­
lidad o de Durkheim por gran parte de los neodurkheimianos.
Este proceso de eliminación de determinados aspectos sustantivos de los
conceptos adquiere otras características, algunas de las cuales pueden obser­
varse especialmente a través de conceptos elaborados y/o implícitos en las
propuestas de Durkheim. Así, en el caso del concepto representación social ob­
servamos que, después de su uso inicial, se eclipsó durante varias décadas para
luego reaparecer, Este concepto formulado por Durkheim afínales del siglo xix
con el nombre de representaciones colectivas, y usado con el de esquema cul­
tural por la antropología cultural norteamericana9 o con el de mentalidad por

9. Segím Zingg, «Los antropólogos culturales norteamericanos utilizan el término es­


quema cultural para referirse al mismo material de datos sociales que los sociólogos
franceses denominan representaciones colectivas [...] El término representación es un
262 L a p arte neg ad a de la cultura

la escuela de los Anales, desapareció durante décadas y comenzó a ser recu­


perado en los cincuenta y, sobre todo, en los sesenta a través de la producción
francesa. A su vez las propuestas teórico-metodológicas de Durkheim sobre el
papel de los grupos intermedios dieron lugar también a partir de los cincuenta
al desarrollo de conceptos como redes sociales y grupos sostén dentro de la tra­
dición británica, que aparecen fundamentados en sus trabajos sobre el suicidio
y sobre la división social, del trabajo.
:í |'
Si bien estos conceptos corresponden a las concepciones estructuralista y
relacional de Durkheim, es interesante señalar que al menos una parte de los
que utilizan dichas categorías suelen criticar el estructuralismo y especialmen­
te el «positivismo» de Durkheim a partir de posturas procesualistas y/o interac­
tivas, sin reparar en que las categorías que ellos usan están saturadas de estas
concepciones estructurantes. A este respecto, puede aducirse que la cuestión
no radica tanto en el nombre -lo cual es correcto-, sino en el uso dado al
concepto. Lo interesante es que más allá de la apelación a lo antiestructurante
observamos que una parte significativa de estos trabajos siguen colocando el
eje de sus interpretaciones en la estructura, sólo que la denominan identidad,
grupo étnico, saber o actor social. Y esto nos remite a otro de los procesos
observados en el uso de conceptos: la propuesta reflexiva que puede incluir la
denuncia crítica a determinados usos estructuralistas, así como una reiterada
apelación al agente no significa que ello se exprese necesariamente en la etno­
grafía producida.
Esta tendencia podemos observarla a través del uso del concepto experien­
cia, que se organiza a través de muy diferentes propuestas teóricas (Conrad,
1987; Fitzpatrick et al., 1990; Kleinman, 1988a; Tumer y Bruner, eds., 1986),
pero que justamente trata de colocar el núcleo de su interés no sólo en el sujeto,
sino en la vida del mismo y/o de su grupo. Una parte sustantiva de los trabajos
que están utilizando este concepto en América Latina, al menos dentro del
estudio del proceso de salud/enfermedad/atención, realmente no refieren a la
experiencia del sujeto o del grupo sino al saber de los mismos. La orientación
estructuralista o culturalista se impone en la descripción más allá del significa­
do explícito del concepto elegido.

sinónimo tan exacto de la palabra esquema, que las denominaciones esquema cultural
y representación colectiva son equivalentes y se las usa indistintamente en todo este
trabajo» (1982, vol. 1, p. 96). La influencia de Durkheim fue muy significativa en la
antropología norteamericana de los años veinte y treinta.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 263

Pero la recuperación del concepto de experiencia se da también a través


de la obra de autores que pertenecen a otras tendencias teóricas, como es el
caso de E. Thompson (1979 y 1981), quien desde una perspectiva marxista
la considera una de sus categorías centrales, dado que ve en ella no sólo la
posibilidad de articular estructura y sujeto, sino de articularlos a través de las
prácticas, evidenciando que si bien la estructura es estructurante, los sujetos
pueden modificar lo estructurado. Curiosamente, la mayoría de los autores que
en América Latina y España han utilizado los marcos referenciales de Thomp­
son para analizar las situaciones específicas de la clase obrera no utilizan esta
categoría, y los que sí utilizan e 1 concepto de experiencia, por ejemplo respec­
to del padecimiento, y pese a que en varios casos son autores con una anterior
trayectoria marxista, no incluyen la concepción de Thompson.
Este proceso puede ser relacionado con otro que también se ha dado fre­
cuentemente. Como sabemos, estudiar la realidad como significado ha sido
una de las características distintivas de las ciencias sociales y antropológicas
desde la década de 1970 hasta la actualidad. Los fenomenólogos, los cons-
truccionistas, o determinadas tendencias psicoanalíticas, etc., tratan de con­
vertir toda realidad en realidad con significación y sentido. Como señala más
o menos humorísticamente Morris, el significado ha sido uno de los grandes
«negocios» metodológicos que han impulsado las ciencias sociales para evi­
denciar su significación y, por supuesto, la necesidad de comprar sus servicios.
Pero como concluye críticamente este autor, se han desarrollado tal cantidad
de propuestas sobre significado que ya nadie sabe muy bien qué es significado
(Morris, 1993).
Es sabido que una parte del impulso a los estudios de significado proce­
den de las diferentes tendencias fenomenológicas. En los últimos años, y en
función de la discusión sobre la importancia de la etnografía, sobre la nece­
sidad de producir una «descripción densa», investigadores procedentes de la
antropología y de otras ciencias sociales nos proponen cada vez más que están
realizando no sólo descripciones densas, sino descripciones fenomenológicas
de la salud reproductiva femenina, de los sueños o del dolor.
Cuando tratamos de discriminar qué se entiende por descripción densa,
generalmente nos dan como ejemplo la «pelea de gallos», aunque no respecto
de México, y frecuentemente no conseguimos obtener una propuesta metodo­
lógica a través de la cual se fundamente y se diferencie este tipo de etnografía
respecto de la que hacían Redfield, Lewis, Pozas o Bonfil para México. Más
aún si bien se «habló» mucho de «descripción densa», casi no encontramos
264 L a parte neg ad a de la cultura

expresiones de la misma en la antropología actual, y especialmente en la pro­


ducción norteamericana. Pero este es un problema que no vamos a discutir
demasiado,10 aunque sí nos detendremos en la denominada descripción feno-
menológica.
El hecho más relevante es que, al menos una parte de los investigadores
que entre nosotros dicen hacer descripciones fenomenológicas, cuando los in­
terrogamos sobre sus características la identifican con la descripción etnográ­
fica tradicional, aunque en determinados casos referida a objetos y problemas
comparativamente nuevos. Pero ocurre que utilizar la descripción fenomeno-
lógica supone una determinada aproximación técnico-metodológica que, sin
embargo, la mayoría parece desconocer o no asumir. Más aún, algunos investi­
gadores pueden llegar a utilizar un cierto aparato teórico sobre fenomenología,
incluida la descripción fenomenológica, que a la hora de la descripción y el
análisis aparecen convertidos en etnografía tradicional.
¿Qué ha ocurrido para que una parte de la descripción etnográfica se la
denomine descripción fenomenológica, cuando además en la práctica no se
realiza este tipo de descripciones? Es posible que esta propuesta se haya reali­
zado a partir de que la descripción fenomenológica se identifica con el estudio
de significados, y dado que éste ha pasado a primer plano, se apela a dicha
denominación más allá de que la misma se realice o no.
Estos estudios sobre significado, que dicen utilizar o buscar realizar una
descripción fenomenológica, o por lo menos densa, se caracterizan por inves­
tigar problemas que implican la producción de información no sólo estraté­
gica, sino también difícil de obtener. Una parte de los estudios de significado
refieren a las representaciones y prácticas religiosas, a la sexualidad femenina,
a problemas de poder/micropoder dentro del ámbito local o a las formas cura­
tivas «tradicionales». Expresamente se señala la necesidad de producir infor­
mación cualificada a partir de las voces de los propios actores, por lo cual el
conocimiento del lenguaje de los actores estudiados adquiere una importancia
decisiva para producir información estratégica y analizarla, así como en deter­
minados casos para intervenir sobre la realidad.

10. Para Gledhiil, el trabajo antropológico se caracteriza no tanto por realizar etnogra­
fías profundas, sino por la producción de información estratégica en función de que el
antropólogo reside en el lugar que estudia y se gana la confianza de la población, por
lo cual los datos que produce «no hubieran podido obtenerse de ninguna otra manera»
(1993, p. 21).
Uso y desuso de conceptos en antropología social 265

Este tipo de orientación suele aplicarse al estudio de grupos étnicos, es


decir, de actores que frecuentemente sólo hablan su propia lengua, y/o que
generalmente tienen un uso reducido de la lengua oficial, como ocurre con la
lengua española en América Latina. Más aún, respecto de determinados ám­
bitos de la realidad, como pueden ser la religión, los padecimientos o la salud
reproductiva, el uso de la lengua nativa es determinante si se pretende estudiar
significados. Sin embargo, la mayoría de los antropólogos -y, por supuesto,
otros científicos sociales- que estudian algunas de las problemáticas señaladas
conoce de forma somera o directamente desconoce la lengua del grupo con el
cual trabajan. Las entrevistas las realizan en español - u otra lengua- o a través
de informantes bilingües.
Esta forma de trabajo no es congruente con el marco teórico-metodológico
utilizado, pero ha sido la manera tradicional en que gran parte de los antropó­
logos han realizado sus etnografías. Pero existe una pequeña diferencia, nues­
tros viejos colegas no pretendían estudiar problemas donde el significado y el
sentido eran lo central, y menos desde una perspectiva fenomenológica y/o
densa, como ocurre con el tipo de investigación que estoy analizando. Más
aún, nuestros colegas no apelaban al punto de vista del actor, al menos como
estrategia metodológica.
Ahora bien, ¿cómo hacen estos antropólogos para estudiar el significado
en términos fenomenológicos si realmente no dominan la palabra del actor?
¿Cómo justifican metodológicamente esta manera de trabajar, si la forma de
producir información es parte decisiva de la calidad del dato obtenido para
poder interpretar con validez las significaciones?
Pero esta forma de trabajo pasa de ser limitante a ser incongruente cuando
es utilizada por las aproximaciones interpretativas, porque en este caso el co­
nocimiento del lenguaje no refiere sólo a obtener buena información, sino que
concierne a la concepción de la realidad que utilizan, basada en gran medida
en el papel del lenguaje, según la cual el conocimiento del lenguaje del otro es
decisivo para construir el texto, describirlo e interpretar la realidad del otro. Es
«su» lenguaje lo que permitiría describir los significados del otro, lenguaje que
debo en consecuencia conocer en profundidad para obtener y comprender esos
significados en la relación intersubjetiva que se establece entre el investigador
y los sujetos de la comunidad. Trabajar con significados implica el desarrollo
de una estrategia dialógica en todos los pasos de la investigación -com o suelen
subrayar algunos interpretativistas-, pero incluyendo el diálogo que se ges­
ta en el trabajo de campo, dado que la relación investigador/actor supone un
266 L a p arte neg ad a de la cultura

continuo proceso de interpretación y reinterpretación dentro de relaciones de


hegemonía/subalternidad, donde no siempre el investigador es hegemónico, al
menos en términos del uso de las lenguas nativas.
Si bien respecto de esta manera de trabajar surgen diversos tipos de proble­
mas referidos, por ejemplo, a la fiabilidad de una información obtenida den­
tro de contextos de dominación, discriminación y estigmatización"; desde los
objetivos o sin el manejo de la lengua del otro, desde los objetivos que nos
preocupan -e s decir, la congruencia en el uso de los conceptos- lo central no
radica en ello, sino en cómo justifican esta forma de trabajar los que parten de
la realidad como significado, dado que ellos proponen que la realidad se cons­
truye a través de significados producidos y ejercidos en relaciones intersubje­
tivas, y que tales significados se expresan básicamente a través de un lenguaje
que en este caso no conoce o conoce rudimentariamente el investigador.
Es decir, ¿cómo se articula la teoría de la cual se parte con la manera de
producir información, cuando observamos incongruencias o incluso contra­
dicciones? Me parece que en la práctica -n o en la teoría- la producción de
información pasa a ser secundaria, y que lo interpretativo pasa a jugarse en la
construcción y en el análisis del texto construido, lo cual expresa la tradición
hermenéutica de estas escuelas, que puede ser interesante y decisiva para el
análisis literario, pero no para el trabajo socioantropológico.
Esta situación se complica cuando observamos los tiempos reales de traba­
jo de campo dedicados a este tipo de investigaciones, dada la tendencia a re­
ducir la extensión y continuidad de dicho trabajo. Es decir, en términos reales
los tiempos son cada vez más cortos y más escandidos, lo cual potencialmente
reduciría la calidad y confiabilidad de la información, así como su carácter es­
tratégico. Gran parte de las buenas etnografías ponen de manifiesto esta nece­
sidad del trabajo intenso y extenso. Para dar un ejemplo dentro del campo de la
salud/enfermedad/atención observamos que Trotter y Chavira (1981) tardaron
un año y medio en obtener información sobre los diversos tipos de tratamiento
del alcoholismo aplicados por curanderos especialmente a población de origen
mexicano de comunidades del suroeste de Estados Unidos. La información
sobre los tratamientos del alcoholismo se obtuvo en el propio contexto, lo que

11. Algunos autores, entre los que destaca ClifFord (1995), han propuesto que la falta
de conocimiento del lenguaje del otro, expresa larvadamente situaciones de micropo-
der, de estigmatización, de subalternización hacia un otro que es investigado sin el
conocimiento de «su» lenguaje. Véase también Hymes (1974).
Uso y desuso de conceptos en antropología social 267

posibilitó comprender la racionalidad y prácticas de los curanderos, que de otra


manera hubieran podido parecer incompletas e incluso absurdas. Según estos
autores, pese a haber estado año y medio en trabajo de campo, no lograron des­
cribir todos los tratamientos específicos utilizados por los curadores populares
de esta área respecto de un solo padecimiento.
Si esto es así, ¿qué podemos esperar de investigaciones que no sólo han
reducido sus tiempos de trabajo de campo, sino donde existe un escaso o nulo
conocimiento del lenguaje del otro? Respecto de lo que estoy señalando algu­
nos investigadores podrían señalar que se hace lo que se puede, y si no domino
el lenguaje del otro o lo domino escasamente, la cuestión básica es si obtengo
o no información. No niego este tipo de respuestas pese a su inconsistencia m e­
todológica y tal vez ética, pero me pregunto ¿por qué no elegir entonces grupos
respecto de los cuales tenga un buen manejo del lenguaje del otro?, o ¿por qué
110dedicarse a aprender realmente el lenguaje del otro, dado que nos encontra­
mos frecuentemente con casos de investigadores que después de varios años de
trabajar con los mismos grupos étnicos siguen sin conocer su lenguaje? ¿Cuál
es la fundamentación metodológica de esta forma de trabajar en las tendencias
interpretativas y no interpretativas, si de antemano se sabe que la información
obtenida será de reducida calidad?
Lo narrado cubre varios de los aspectos metodológicos planteados: por una
parte, observamos la contradicción o al menos distanciamiento entre la pro­
puesta teórico-metodológica y lo que realmente se hace; pero, por otra, obser­
vamos continuidad con una manera de trabajar del antropólogo que, habiendo
sido cuestionada reiteradamente, persiste hasta la actualidad. Como sabemos,
gran parte de la legitimación de esta forma de trabajo, que pone entre parén­
tesis la significación del conocimiento del lenguaje, se basa realmente en la
importancia y mitificación de la denominada observación participante. Por lo
cual una vez más observamos que no son las consideraciones epistemológicas
las que definen la orientación del trabajo antropológico, sino el proceso de
profesionalización e institucionalización del saber.
Según Clifford, alrededor de 1930 ya se había organizado la concepción del
quehacer antropológico centrado en el trabajo de campo que incluía una deter­
minada manera de aplicar el uso de la lengua: «existía un acuerdo tácito de que
el etnógrafo de nuevo estilo, cuya permanencia en el campo rara vez excedía
los dos años, siendo con frecuencia mucho más breve, podía usar con eficien­
cia los lenguajes nativos sin dominarlos. En un significativo artículo de 1939,
M. Mead argüyó que el etnógrafo que siguiera la prescripción malinowskiana
268 L a p arte negada de la cu ltu ra

de evitar intérpretes y condujera su investigación en lengua vernácula no nece­


sitaba alcanzar el “virtuosismo” en las lenguas nativas, sino que podía “usar”
la lengua local para realizar preguntas, mantener el rapport, y arreglárselas
con la cultura general, obteniendo buenos resultados en áreas de concentración
particulares [...] Su actitud hacia el “uso” del lenguaje era ampliamente carac­
terística de una generación de etnógrafos...» (Clifford, 1995, pp. 48-49).
Como recuerda Clifford, un comprensivista como Lowie cuestionó ya en
1940 la validez de este enfoque, y señaló le necesidad de conocer la lengua
nativa, ya que «nadie prestaría crédito a una traducción de Proust que no estu­
viera basada en un conocimiento equivalente del francés» (citado por Clifford,
1995, p. 49). Para Lowie no era correcto en términos metodológicos estudiar
antropológicamente un grupo sin conocer a fondo su lenguaje, máxime cuando
se estudian problemas como religión, parentesco o clases de edades.
La propuesta de Lowie era obvia en términos metodológicos y, sin em­
bargo, durante bastante tiempo dominó la centralidad de la observación par­
ticipante basada en los elementos señalados y en la capacidad intuitiva del
antropólogo para captar lo básico y propio de la cultura estudiada. Si bien esta
capacidad intuitiva fue escasamente fundamentada en términos metodológicos
por la antropología norteamericana, sí había sido elaborada especialmente a
través de la obra de Frobenius por los etnólogos alemanes - a partir de las
propuestas de Dilthey y de otros autores-, que, por otra parte, habían sido
tempranamente criticados por los antropólogos norteamericanos, que no sólo
cuestionaban dicha fundamentación, sino que señalaban la superficialidad et­
nográfica y la carencia de información sobre organización y relaciones sociales
que caracterizaba sus materiales (Radin, 1965).12

12. El pensam iento herm enéutico alemán refirió la vivencia no sólo a habilidades
intelectuales, sino a una condición de la relación subjeto/cultura que justam ente
posibilitaba la interpretación. Esto es que lo que cuestionan algunos antropólogos
norteam ericanos y lo que trata de superar Geertz al proponer que la interpretación
no refiere a ninguna habilidad especial denom inada vivencia, ya que la posibilidad
de interpretar «proviene de la habilidad que tengam os para construir los modos de
expresión de un grupo, es decir, sus sistem as simbólicos. Y para ello es más impor­
tante entender un proverbio, percibir una alusión, captar una brom a que alcanzar
una extraña comunión con éstas» (1994, p. 90). Pero justam ente para la mayoría de
las propuestas herm enéuticas alem anas la posibilidad de com prender un proverbio o
captar una brom a radica en la pertenencia a un determinado horizonte, a una deter­
m inada tradición como fue consecuentem ente desarrollado desde finales del siglo xix
hasta las décadas de 1930 y 1940. Desde la perspectiva herm enéutica alemana, Geertz
Uso y desuso de conceptos en antropología social 269

Por lo tanto, esta opción era difícil de fundamentar en términos m etodoló­


gicos dentro de las propias corrientes dominantes en Estados Unidos, aunque
sí en razones prácticas del tipo «si no lo hago yo y así, ¿quién lo hace?»,
sobre todo cuando las culturas estaban desapareciendo o transformándose
rápidamente.
El m antenimiento actual de una actitud sim ilar a la organizada en la dé­
cada de 1920 entre investigadores que dicen que van a estudiar significados,
pero que además su estancia no es ya de entre uno y dos años, sino frecuente­
mente de estancias reales mucho más reducidas, nos remite a una discrepan-
ciá profunda entre la formulación de objetivos y conceptos y la aplicación
de los mismos.
Esta discrepancia entré marco referencia! y uso de instrumentos metodo­
lógicos, incluidos los conceptos, la podemos observar también respecto del
papel de la problematización de la realidad y el uso o no uso de hipótesis en la
investigación socioantropológica. Determinados investigadores que parten de
un marco de referencia interpretativo señalan expresamente que no estudian
problemas, que no problematizan la realidad de los grupos a estudiar. Lo que
ellos describen e interpretan es la vida cotidiana de la gente o, según algunos,
la experiencia de los actores. Debe aclararse que mientras algunos investiga­
dores plantean que en ningún caso se dedican a estudiar problemas, otros reco­
nocen que lo hacen en la medida que surjan en el trabajo de campo, y además
como problema de los conjuntos sociales con los cuales trabajan.
Coherentemente con la no problematización de la realidad, algunos investi­
gadores señalan que ellos no proponen hipótesis al realizar las investigaciones.
A este respecto hay dos tendencias fuertes: una que es dominante en la inves­
tigación interpretativa y que desecha la utilización de hipótesis; y otra que
propone que las hipótesis no se construyen a priori, sino a partir de lo que se
va procesando en el trabajo de campo.
Estas propuestas son legítimas y atendibles, y están basadas en dos supues­
tos: no se pueden formular hipótesis sobre lo que no se conoce nada o casi
nada, y la concepción de que la formulación de hipótesis tiende a sesgar la
búsqueda de información, y a «cerrar» la realidad. Respecto de estas propues­
tas considero que la idea de que las hipótesis tienden a «cerrar» la realidad se

«positiviza» esta aproxim ación al convertirla en aptitudes técnicas, pero en el fondo


lo que trata de rescatar G eertz es la perspectiva antropológica del estudio del otro que
la herm enéutica así entendida niega.
270 L a p arte neg ad a de la cultura

piensa a través de considerar las hipótesis como si fueran las preguntas cerra­
das de una encuesta, así como - y es lo que me interesa subrayar- a tener una
¡dea «exitista» de las hipótesis, la idea de que éstas son definitivas, que deben
mantenerse y probarse como sea.
Nosotros consideramos que toda hipótesis debe ser siempre provisional, es
decir, utilizada como una explicación provisoria de un problema y, en conse­
cuencia, como un instrumento modificable a partir del trabajo con la realidad.
Pero frecuentemente las hipótesis se utilizan como tesis a evidenciar o -hipoté­
tico deductivo de por m edio- a descartar, y no como propuestas provisionales
a observar si ocurren o no. Los trabajos de campo de larga duración, no niegan
la utilización de hipótesis como algunos señalan, sino justamente posibilitan
reformular las hipótesis iniciales a través de la continua producción de nueva
información y de análisis.
Podríamos seguir fundamentando la importancia y necesidad de formular
hipótesis, pero lo que me interesa es observar la congruencia entre la negación
a utilizar hipótesis y el marco teórico del cual se parte, y desde esta perspectiva
considero que los que partiendo de una concepción interpretativa dicen que se
acercan a la realidad sin problematizarla y sin hipótesis están contradiciendo
su marco referencial que define la realidad en términos de significado.
Si yo elijo investigar sexualidad, religión, pobreza o alcoholismo en de­
terminadas comunidades, supongo que debe ser porque me interesan dichas
temáticas y en dichas comunidades; debe ser porque las mismas algo me sig­
nifican. Si además antes de ir a hacer el trabajo de campo he leído bibliografía
sobre la comunidad y sobre el tema, he hecho cursos y seminarios específicos,
y si en algunos casos ésta es mi segunda o tercera investigación sobre esa
problemática y a veces sobre la misma área e incluso comunidad, como puedo
llegar a afirmar que voy sin significados, sin problematización, sin presupues­
tos y sin hipótesis a investigar dicha realidad, cuando incluso es posible que he
desarrollado preconceptos respecto del grupo que voy a estudiar13. Pero más
allá de estas incongruencias, lo que me interesa subrayar es que pretender esta
desnudez metodológica contradice los puntos de partida de algunas tendencias
interpretativas según las cuales toda realidad es significativa para los actores,

13. Los preconceptos respecto del grupo seleccionado ya sea un grupo de enfermos de
sida, un grupo de personas en situación de extrema pobreza o un grupo caracterizado
por sus actitudes racistas remite a valoraciones del investigador de muy diferente tipo,
incluidas las de tipo afectivo. Véase Devereux (1977).
IJso y desuso de conceptos en antropología social 271

en este caso el investigador en relación con el problema/tema y universo (su­


jetos y grupos) a investigar. La pretensión de ir sin hipótesis a investigar la
realidad constituye además una paradoja partiendo de concepciones interpre­
tativas, pues al único a quien se negaría la capacidad de producir significados
es al investigador, incluso al investigador interpretativo.
La no formulación de hipótesis y la no problematización de la realidad lo
que evitan es justam ente explicitar los supuestos que existen en todo investi­
gador respecto de una realidad que le es significativa, y que ha conducido a lo
largo del tiempo a generar como sabemos constantes profecías autocumplidas,
en la medida en que dichos presupuestos y/o «horizontes» no son explicitados.
Desde nuestra perspectiva, todo investigador, en la medida en que la realidad
a estudiar es significativa para él, no puede evitar plantear hipótesis, más allá
del nombre que le dé y más acá de que las proponga explícitamente como tales.
Pero dadas las tendencias actuales y no tan actuales que impulsan la «maqui­
la antropológica», es correcto reconocer que parte del trabajo antropológico
actual no se desarrolla sólo a partir de la motivación o problematización del
investigador por un tema y/o área determinada, sino por razones del mercado
de saberes; por necesidad de ganarse la vida investigando como ayudante, co­
laborador o tesista, temas que no son definidos ni problematizados por él. Lo
cual conduce a formulamos algunas preguntas no sé si interesantes, pero sí
necesarias: ¿se puede realmente investigar una realidad sociocultural que no
nos genera algún nivel de problematización, algún tipo de interés? Por supues­
to que sí, lo cual conduce a interrogarnos sobre ¿qué tipo de producto genera
esta forma de investigar? Desde esta perspectiva, ¿cuál es el objetivo de un
antropólogo para describir y comprender los significados que los sujetos enfer­
mos tienen respecto de su tuberculosis broncopulmonar o de su mal de ojo, en
relación con la mortalidad, el papel de los rituales de «curación» o los procesos
productivos? ¿Qué busco al plantear la realidad de los actores en términos de
significado que son significativos para mí y no sólo para los actores, y qué pa­
pel cumple esto en la «calidad» estratégica de la investigación?
Es obvio, que toda una serie de investigaciones se hacen no porque el inves­
tigador esté profundamente interesado en el problema, sino por una suerte de
juego intelectual, y/o porque existe financiación para esa problemática, lo cual
no cuestionamos sino que señalamos. Todo indica que esta última tendencia va
a ir en incremento, y la cuestión radica en discriminar si la problematización
110 sólo metodológica, sino subjetiva, posibilita una mayor o menor capacidad
para formular hipótesis, orientaciones teóricas e implementaciones técnicas
272 La parte negada de la cultura

que los acercamientos no problematizados. El proceso de profesionalización


conduce a reducir a técnicas lo que hace años Wrigth Mills denominó «imagi­
nación sociológica», es decir, a generar un saber burocratizado que favorece
la reproducción de las instituciones, pero reduce la posibilidad de construir
saberes estratégicos y disruptivos.

Apropiación académica y apropiación social de conceptos

Otro aspecto a tratar en nuestra revisión concierne a la difusión de conceptos,


proceso frecuente que opera no sólo en el interior del ámbito académico y pro­
fesional, sino respecto de los conjuntos sociales en general, dado que una parte
de los conceptos técnicos y científicos se incorporan al lenguaje cotidiano.
Debo señalar que cuando hablo de difusión de conceptos no sólo pienso en los
devenidos de concepciones marxistas, evolucionistas o psicoanalíticas; si bien
los conceptos de clase social, inconsciente o degeneración fueron en su mo­
mento utilizados con cierta frecuencia por diferentes grupos sociales incluidos
estratos subalternos,14 también lo son conceptos cocho concientización, parti­
cipación social o identidad. La difusión y popularización de ciertos conceptos
se ha incrementado notablemente no sólo por el papel cumplido por los medios
de comunicación, sino por el desarrollo de grupos que se autodefinen por su
diferencia y por la notable expansión de las ONG que trabajan con estos y otros
grupos, y en los cuales han promovido el uso de determinados conceptos que
tienen que ver con los objetivos por los cuales trabajan.
Como parte de nuestra investigación sobre proceso de alcoholización he­
mos realizado análisis del uso de los conceptos estilo de vida, participación
social o concientización por parte de las ciencias sociales y antropológicas,
pero relacionándolos con el proceso de apropiación de los mismos por la me­
dicina y la psicología clínica y comunitaria (Menéndez, 1979, 1990b, 1998a
y 1998c; Menéndez y Di Pardo, 1996). Este concepto de concientización, que

14. En mi trabajo sobre Yucatán, así como en trabajos realizados en pequeñas comuni­
dades de varias partes de México, pudimos verificar entre 1976 y 1984 el uso y man­
tenimiento de conceptos como «debilidad congénita» o directamente «debilidad», asi
como en ios trabajos sobre proceso de alcoholización (1983-1996) pudimos verificar el
mantenimiento de conceptos referidos a «degeneración».
Uso y desuso de conceptos en a ntropología social 273

tuvo desde sus inicios una intencionalidad práctico-crítica, a medida que se lo


fue aplicando se fue convirtiendo en un concepto equivalente a educación e
información, pese a que fue acuñado en gran medida para cuestionar el uso de
estos dos conceptos. A partir de la obra de autores como P. Freire, el término
de concientización se identificó con el concepto de «educación popular» que
pretendía lograr varios objetivos de forma simultánea. Concientizar suponía
buscar las causas reales de la situación que viven los conjuntos sociales, pensar
en alternativas de modificación surgidas de la propia situación, llevarlas a la
práctica a través de los medios que manejan los conjuntos sociales y articular
la forma de reflexionar y actuar. En consecuencia, concientizar significó anali­
zar críticamente la realidad, cuestionarla, modificar los habitus que refuerzan
la situación dominante, así como determinados aspectos del saber popular y de
las relaciones sociales de hegemonía/subaltemidad.
Los que lo impulsaron, criticaron la educación como información y como
reducida a las representaciones. Esto fue muy notorio en el trabajo de las orga­
nizaciones no gubernamentales (ONG) que actuaban en diferentes campos de
la educación popular, y en especial en el campo de ía salud/enfermedad/aten­
ción. Pero durante el proceso de aplicación de este concepto una parte de las
ONG y del aparato médico sanitario utilizaron progresivamente en su práctica
el término concientización como equivalente de informar y de educar, y mane­
jándolo como saber individual y no como saber de los conjuntos sociales.
El impulso a los programas de atención primaria favoreció esta orienta­
ción. Las pláticas de concientización se convirtieron en uno de los principales
instrumentos. Hablar con la gente, platicar con ella durante dos, tres o quince
minutos y por una o dos veces se convirtió para muchas actividades en salud
en equivalente de concientizar. De tal manera que el concepto de concientiza­
ción al menos dentro de determinados ámbitos, aparece actualmente utilizado
e identificado con los conceptos y prácticas que inicialmente cuestionó (Me­
néndez y Di Pardo, 1996). Nuestro análisis no ignora que algunas ONG lo
siguieron aplicando con el sentido original, pero la tendencia en la actualidad
es parecida en varios aspectos a la dominante en el sector salud, es decir, foca­
lizar la información sobre ciertos aspectos escindidos del análisis de la realidad
social que los produce.
Lo mismo ha ocurrido con los conceptos estilo de vida, participación social
274 L a p arte neg ad a de la cultura

o coping,'s y este proceso continuará más allá de la voluntad metodológica de


controlarlo, lo cual supone la necesidad de una constante actitud de vigilancia
epistemológica, como diría Bourdieu, pero no para conservar la originalidad
del concepto, sino para observar las derivaciones paradójicas y hasta contra­
dictorias desarrolladas en la práctica. Así como también para seguir utilizando
el concepto a partir de las perspectivas iniciales, en la medida en que evidencie
capacidad de producir información e interpretaciones estratégicas diferencia­
les para comprender y/o actuar sobre un problema determinado.
Las ciencias sociales y la antropología en particular se caracterizan por
haber acuñado conceptos que necesitan ser reformulados constantemente y no
sólo por la pérdida de calidad metodológica, sino por el uso social y a veces
estigmatizante de los mismos tanto por parte de la población como por los
profesionales. Esto ha conducido a cuestionar y/o reemplazar conceptos como
desviación social, anormalidad, mongolismo o maníaco/depresivo, pero no
obstante el etiquetamiento y estigmatización continúan como expresión del
proceso de resignificación técnico y social de los padecimientos.
Si bien la tendencia es a producir conceptos que intencionalmente buscan
no etiquetar negativamente a determinados sujetos, por lo cual observamos
que por ejemplo el concepto de «niño en desventaja» usado en los años cin­
cuenta, fue reemplazado en los sesenta y setenta por el de «deprivación cultu­
ral» (Henry, 1975, p. 43), sin embargo reiteradamente siguen produciéndose
conceptos que califican negativamente los comportamientos de sujetos y gru­
pos. Y así durante los setenta también respecto de los niños, pero centrado en la
relación madre/hijo, se desarrollaron los conceptos de «descuido selectivo» y
de «negligencia» que colocan en la madre la causa de mortalidad de sus hijos,
lo cual fue cuestionado por sus implicaciones éticas e ideológicas, aunque su
uso se ha mantenido hasta la actualidad.
Estos conceptos formulados desde una supuesta neutralidad técnica, y pre­
tendiendo ser básicamente descriptivos, tienden a ser utilizados como califi­
cadores de los comportamientos de los sujetos, generalmente en términos de
«culpabilización de la víctima», pero sin que ello sea asumido reflexivamente
por una parte de los que usan estos conceptos. Es importante subrayar que
investigadores o miembros de ONG que trabajan dentro de estos campos de

15. Este concepto acuñado en los setenta, y que frecuentemente se traduce como
«afrontamiento», originalmente refiere a los recursos individuales y colectivos de todo
tipo que tiene un actor para afrontar y resolver un problema determinado.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 275

interés tienden a utilizar estos y otros conceptos similares, porque según ellos
posibilitan describir «realmente» la realidad, y porque además explicarían de­
terminadas consecuencias que caracterizan a las familias pobres y marginales.
Sin duda, como señala Sheper-Hughes (1984, p. 536), hay niños que
mueren por no recibir los cuidados necesarios para sobrevivir en condiciones
adversas, así como madres de determinados grupos realizan una distribución
desigual de los alimentos y de las medicinas entre sus hijos basada en prefe­
rencias culturales por determ inado sexo o en el orden del nacimiento, pero
esas negligencias, descuidos y atenciones selectivos no se explican sólo por
la conducta manifiesta de las madres, sino por las condiciones sociales, eco­
nómicas y culturales donde desarrollan esos comportamientos que, sin negar
el papel del actor, no reducen a éste las consecuencias de la negligencia o del
descuido. La orientación dada a estos conceptos por el estado, las institucio­
nes internacionales tipo INICEF, fundaciones, ONG y/o académicos conduce
a encontrar las consecuencias, causas y solución de la situación en los suje­
tos, opacando o directamente ocultando las causas sociales que determinen
el descuido selectivo, la negligencia o el incremento de niños de la calle, que
pueden ser encontrados en la extrem a pobreza, desocupación y reducción del
papel del estado. Si bien otros factores intervienen, incluido el propio sujeto,
las causas más constantes y decisivas son las de tipo económico-político
(Greenland, 1988; Masse, 1985).
Desde esta perspectiva es importante subrayar que el uso de conceptos aun
reconociendo determinadas problemáticas, pueden contribuir no sólo al opaca-
miento de su causalidad, sino a favorecer el uso de interpretaciones y acciones
que contribuyen al mantenimiento del problema. En la mayoría de los países
de América Latina; y pese a los varios años de trabajo sobre los pobres extre­
mos, o los niños de la calle, se incrementa en lugar de reducirse el número de
estos y otros actores sociales caracterizados por su pobreza y exclusión.
En el uso de este tipo de conceptos inciden toda una serie de tendencias
que van desde la capacidad del concepto para describir lo manifiesto hasta la
presión directa o indirecta de utilizar determinados conceptos por institucio­
nes financiadoras de proyectos especialmente de intervención, pasando por la
posibilidad de generar acciones puntuales a nivel de sujetos y microgrupos
para problemas generalmente lacerantes, lo cual refuerza la orientación hacia
lo local. El uso sistemático, frecuente y generalizado de este tipo de conceptos
contribuye a subrayar el carácter negligente de los «pobres», así como a expe­
276 L a p arte neg ad a de la cultura

rimentar la siempre agradable sensación de que a través de los mismos algo se


obtiene, como por ejemplo modificar la conducta de una madre «negligente».
Al igual que lo ocurrido cuando Kardiner acufió el concepto de personali­
dad básica; inmediatamente después de las propuestas del concepto descuido
selectivo se propusieron varias otras denominaciones que no agregaron dema­
siado al nombre ni a la definición. Esta tendencia se observa en la trayectoria
de numerosos conceptos; así por ejemplo respecto del concepto participación
social observamos no sólo la permanente producción de conceptos similares
como promoción, animación social o desarrollo comunitario, sino además un
hecho que también se reitera. Pese a que los análisis de las aplicaciones de las
actividades de participación social en diferentes campos como la educación
o la salud han demostrado la escasa o nula eficacia de estas participaciones
para obtener los objetivos propuestos en función de la orientación dada a la
participación social, periódicamente algunos de estos conceptos desaparecen
para después de un tiempo reaparecer y ser utilizados de forma similar a la que
fue cuestionada a partir de descripciones y análisis específicos. El excelente
análisis de Ugalde (1985) respecto de la aplicación de la participación social
y educación en salud para América Latina entre las décadas de 1950 y 1970,
permite observar este proceso, que se continúa hasta la actualidad (Menéndez,
1981 y 1998a; M enéndez y Di Pardo, 1996).
La recuperación de estos conceptos se realiza a través de las ONG, del
sector educativo o del sector salud, y es impulsada sobre todo por las organiza­
ciones internacionales de tipo Banco M undial o Population Council, y también
por una parte del mundo académico. ¿Qué proceso de olvido, negación o des­
conocimiento ocurre para favorecer la fundamentación teórica y la aplicación
de conceptos que reiteradamente evidenciaron sus limitaciones?
Respecto de este último proceso podemos encontrar explicaciones en algu­
nas de las propuestas anteriores, pero aparecen otras que refuerzan la necesidad
de olvidar y/o desconocer. Una de singular importancia es la existencia de fi­
nanciaciones para desarrollar estas y no otro tipo de actividades. Esto se obser­
va con claridad en el tipo de participación social y de formación de promotores
impulsados por los programas de atención primaria con financiación interna­
cional. Pero además la recuperación de conceptos cuestionados en su propia
eficacia deviene de que frente a determinados problemas «algo hay que hacer»,
lo cual constituye un hecho decisivo, ya que frente a una realidad caracterizada
por muertes evitables o hambre algo hay que, hacer, aun cuando la aplicación
de determinadas acciones tengan escasas consecuencias. Moral y técnicamente
Uso y desuso de conceptos en a ntropología social 277

deben realizarse actividades, algunas de las cuales pueden ser resignificadas,


sobre todo si además existen financiación y demandas específicas.
Existe una presión social y técnica para actuar más allá de la eficacia o
no de las estrategias á utilizar, y en dicha presión se potencian la orientación
pragmática del sector salud, las tendencias a la acción de las ONG, la existen­
cia de recursos financieros devenidos de organizaciones internacionales, y -lo
subrayo- las demandas de los propios conjuntos sociales.
A lo largo de este capítulo hemos descrito el proceso de apropiación que
sujetos, grupos y fuerzas sociales, incluidas las académicas, realizan de los
conceptos en general, y particularmente de algunos, lo cual hemos ejempli­
ficado a través de conceptos técnicos como el de habitus o de conceptos po­
líticos como los desarrollados por Gramsci. Este proceso de apropiación ha
sido considerado como de escasa relevancia por algunos autores, mientras para
otros es decisivo para establecer el papel que cumple la teoría respecto de las
prácticas sociales. A través de este trabajo hemos analizado las diferentes im­
plicaciones de este proceso, que sobre todo se expresa a través de dos casos
paradigmáticos: el de la apropiación de Nietzsche por parte del nazismo y el
de Marx por el estalinismo. Estos procesos plantean de forma casi desnuda las
dos implicaciones más importantes del proceso de apropiación: por una parte,
si la apropiación de los conceptos y teorías de estos autores se realiza a partir
de la existencia de núcleos teóricos-ideológicos duros en las teorías originales
que posibilitan dicha apropiación más allá de los énfasis dados a nivel fuerte
por Marx o por Nietzsche. Y complementariamente plantea si todo concepto
y/o teoría pueden ser orientados hacia objetivos desarrollados por los sujetos
y grupos que se apropian de ellos más allá de que en sus propuestas estén o no
implícitos dichos objetivos.
No cabe duda, como señaló hace años Nadel (1955), analizando la relación
entre antropología teórica y antropología aplicada, que todo saber que existe
tiende a ser usados más allá de que haya sido generado para analizar teórica
y/o para actuar prácticamente respecto de la realidad. Todo concepto es pro­
visional, lo cual podemos observar a través de la historicidad de los mismos.
Y por lo tanto, todo concepto se define realmente en sus usos más allá de las
acuñaciones originarias, lo cual no niega el papel de éstas, sino que las remite a
los sujetos y fuerzas que se hacen cargo de los conceptos, teorías y prácticas.
Para concluir con esta revisión de diferentes usos y desusos de conceptos,
recordemos que los antropólogos y, por supuesto, otros especialistas, utiliza­
mos conceptos Que podemos denominar como ideológicos, y esto más allá tic
278 L a p arte neg ad a de la cultura

nuestros intentos metodológicos de precisarlos teóricamente. Así, los concep­


tos de revolución, salud, autogestión o tradicional tienen un significado y uso
ideológico además del técnico y metodológico, lo cual implica reconocer que
a través de ellos se expresan imaginarios económico-políticos y culturales re­
feridos a lo posible. Actualmente, algunos de estos conceptos no son frecuente­
mente utilizados, o lo son entre comillas, pero ello no implica su desaparición
ni los invalida como conceptos. El uso de estos conceptos no debiera exigir
un acuerdo compartido respecto de sus definiciones, sino a la necesidad de
que cada uno de los que los usan expliciten con especificidad y precisión qué
quieren decir y obtener con esos conceptos, sin por ello buscar compartir las
opciones políticas e ideológicas implícitas en ellos.

La actualización continua del presente

En este capítulo hemos observado la constante discrepancia que existe entre la


formulación de un concepto y su uso, siendo en su uso donde se evidencia la
orientación real dada al concepto. Pero el aspecto que más hemos analizado es
el referido a los procesos de olvido, negación o resignificación de los concep­
tos, formulando explícita o implícitamente algunas interpretaciones sobre tales
procesos. Dichas inteipretaciones pueden organizarse en una serie de aparta­
dos, que refieren las explicaciones al propio proceso de construcción de cono­
cimiento antropológico, a las condiciones sociales e ideológicas que inciden en
la producción institucional de saberes académicos, al narcisismo profesional
e individual articulado con el notable impulso dado al saber científico como
«espectáculo». Así como a la resignificación, erosión, reorientación producida
en los conceptos por su uso técnico y aplicado, al proceso de apropiación de
conceptos antropológicos por otras disciplinas, y viceversa, a la exclusión de
conceptos, hipótesis y teorías que cuestionan las orientaciones o paradigmas
dominantes; a la orientación productivista del proceso de conocimiento que
implica cada vez más competencia y, sobre todo, producción rápida e inme­
diata. Desde nuestra perspectiva, estas y otras propuestas se potencian para
establecer la reiteración del olvido en la actualización continua del presente.16

16. Junto a estas interpretaciones referidas a la actualización constante del presente,


existen otras que no vamos a desarrollar y que refieren a otros aspectos, de las cuales la
Uso y desuso de conceptos en antropología social 279

Ahora bien, estos procesos no ocurren sólo en el medio académico, sino


también en los otros ámbitos señalados al principio del capítulo -p o r supuesto,
a partir de la especificidad de cada uno-, dado que en todos ellos observamos
una afirmación de lo actual, de lo inmediato, de lo que está dado, así como una
suerte de imposibilidad de incluir l a historicidad de sus prácticas como refe­
rente o como parte de pensar/actuar sobre la realidad. En los diferentes ámbitos
una de las funciones del olvido tendría que ver con eliminar circunstancias
que inciden negativamente sobre el presente vivido; la «represión» del pasa­
do personal y colectivo sería necesaria para favorecer la reproducción social
e ideológico-cultural de los saberes en los diferentes ámbitos. Olvidar sería
condición necesaria para poder reinventar formas de vida o conceptos; la his­
toria y, sobre todo, la historicidad, constituirían más un peso y una limitación
que una alternativa de vida, incluida la vida académica. Pero además el uso/
desuso de conceptos, así como de formas de vida, se desarrollan dentro de
relaciones de hegemonía/subaltemidad que orientan el olvido, la negación o
la reinvención de los mismos. Es obvio que las explicaciones señaladas refie­
ren a Marx, Freud, Nietzsche, Dilthey, Croce, Gramsci, Kuhn y otros autores,
pero el núcleo a subrayar sería la actualización del presente como principal
mecanismo de olvido, lo cual ya está presente en algunos de los principales
historicistas, como Dilthey, quien colocaba en la «facticidad» la superación
del relativismo historicista (Barth, 1951). Varias de estas interpretaciones han
sido desarrolladas en este texto referidas en particular a la producción antropo­
lógica, aunque también a otras disciplinas e incluso a campos no académicos
en función de la aplicación de nuestra perspectiva relacional, pero subrayando
que esta perspectiva que asume el potencial juego interactivo de conceptos
entre los diferentes ámbitos debe trabajar siempre a partir de la especificidad
de cada uno de tales ámbitos. Ello no supone desconocer que determinados
procesos de olvido, desgaste o reinvención que operan en el mundo académi­
co, se correlacionan con determinadas orientaciones que se desarrollan a nivel

más significativa es la que propone que existen escasas alternativas conceptuales para
pensar, definir, organizar la realidad, es decir que respecto de un proceso o problema
determinado sólo pueden desarrollarse tres o cuatro conceptos básicos, pues los mismos
agotan la posibilidad conceptual de definir este problema o proceso. Por lo cual sólo se
producen un número escaso de categorías respecto de un problema específico, y luego
a partir de las mismas se generan otras que generalmente constituyen variaciones o
reiteraciones de las categorías formuladas. Y serían estas situaciones la que conduce a
la constante «reinvención» de conceptos.
280 L a parte neg ad a de la cultura

de la sociedad global, de la vida cotidiana de los conjuntos sociales, sino, por


el contrario, asumir dichas convergencias, para tratar de observar el olvido o la
invención en el proceso de producción intrínseco ya sea de una disciplina, de
una comunidad profesional o de un grupo político. Más aún, la explicación, del
olvido y del distanciamiento deben hallarse, por lo menos en parte, en los pro­
cesos intrínsecos de la producción de saberes de ámbito específico, en nuestro
caso el antropológico.
Desde esta perspectiva, debe asumirse que toda una serie de procesos tien­
den en los diferentes ámbitos a centrarse en el presente, a valorar no sólo lo
nuevo sino lo inmediato, reduciendo cada vez más la significación real de la
dimensión histórica. Incluso toda una serie de tendencias que en lo manifies­
to proponen recuperar el pasado, tienden a mitificarlo o resignificarlo como
presente en función del análisis que se hace de la etnicidad, la religiosidad, la
identidad colectiva o la cientificidad.
Este proceso de actualización del presente aparece cada vez más refor­
zado por la orientación de las denominadas ciencias duras, para las cuales
la producción científica producida en el pasado tiene básicamente un valor
cronológico de antecedente, pero no posee ya demasiado valor científico en sí.
Este proceso ocurre más allá de la invocación a la importancia de lo histórico
desarrollada por algunos científicos duros.
Esta tendencia se observa a través de los indicadores que utiliza la pro­
ducción científica; los tiempos de obsolescencia de un trabajo publicado se
reducen cada vez más. La mayoría de las citas de los artículos publicados en
las revistas especializadas se reducen a los cinco últimos aflos, o a lo máximo
a los últimos diez años. Y esta tendencia a la reducción se incrementa y acelera
de forma impresionante.
Pero esta tendencia, que puede llegar a ser fundamentada a través de cri­
terios técnicos haciendo referencia a que las investigaciones que ya no se
citan es porque fueron superadas, perfeccionadas o dem ostrada su falta de
capacidad explicativa/aplicativa, se correlaciona con un proceso de olvido
que es directam ente de tipo ideológico. Porque la negación del pasado cien­
tífico inmediato es correlativo del olvido sistemático respecto de las conse­
cuencias negativas generadas por una parte de la investigación, en especial
de sus derivaciones aplicadas.
Construir un tipo de producción científica, que considera como obsoleta de
forma casi inmediata la producción de conocimiento, posibilita el olvido de un
pasado cuya descripción y análisis permitiría observar no sólo los beneficios,
Uso y desuso de conceptos en antropología social 281
sino toda una serie de consecuencias negativas generadas sobre las personas,
los grupos sociales, los animales o el medio ambiente. Por otra parte, la ex­
clusión de este proceso de «reconocimiento» en la formación científica limita
cada vez más la posibilidad de actuar a través de una aproximación científica
crítica.
La tendencia que estamos señalando se verifica, por ejemplo, en los últimos
años en los procesos de control técnico-científico de la producción de medi­
camentos. A nivel de los departamentos técnicos de control de alimentos y de
medicamentos en Estados Unidos, y cada vez en más países, se ha reducido el
Iiempo y número de pruebas a la que debe ser sometido un nuevo producto quí­
mico, para favorecer su lanzamiento a! mercado con la mayor rapidez posible.
Pero el tiempo y cantidad de pruebas tenía, y por supuesto tiene, como objetivo
controlar al máximo no sólo la eficacia del producto, sino las consecuencias
negativas en especial sobre los seres humanos. La disminución de controles
científicos y técnicos ha conducido a que, en los últimos años, se haya incre­
mentado el número de productos químico-farmacéuticos lanzados al mercado
que, después de un tiempo, deben ser retirados dado que su consumo evidencia
consecuencias negativas, que pueden suponer deformaciones congénitas, la
emergencia de nuevos padecimientos, invalidez y hasta la muerte de los consu­
midores. La reducción de la realidad al presente por la investigación científica
y sus derivaciones técnicas no es sólo una expresión de las condiciones acadé­
micas y profesionales de producción de conocimiento, sino de las necesidades
de olvido respecto de una parte de las consecuencias de sus productos.
La producción científica afirma con su presencia en el mercado de bienes
de producción y consumo su significación positiva centrada en el presente y
en el futuro; se afirma a través de una trayectoria que encuentra en el futuro lo
todavía no realizado y ello en términos de vida cotidiana. La actualización del
presente a través de la ciencia y la tecnología no niega el futuro, como Baudri-
llard y otros autores (1991) pretenden; por el contrario, el futuro aparece como
el momento en que el sida, el cáncer, la enfermedad de Alzheimer o inclusive
el envejecimiento se «curarán». Lo que la actualización del presente niega a
través de la actitud científica es el pasado, ya que la inclusión de la historici­
dad puede evidenciar una historia de malos usos, de «malas prácticas», y de
consecuencias negativas, así como también una historia amoral en su forma de
operar científicamente. El actual descubrimiento de la importancia de la «ética
en la investigación» es correlativa del paso a primer plano de la neutralidad
282 L a parte negada de la cultura

valorativa en todos los pasos del proceso científico, y del dominio del olvido
como parte de la neutralidad valorativa.
La ciencia se organiza cada vez más como una empresa de producción
de servicios, ya que se busca que todo producto científico se convierta en al­
gún tipo de servicio para ser vendido; ello implica asumir que la producción
científica, como cualquier otra producción, dependerá de los grupos sociales
que se hagan cargo de ella, y dado los costos y complejidad productiva sólo
determinados sectores podrán hacerlo. Esta es una tendencia constante, que
no suele ser cuestionada por los propios científicos sino sólo cada vez que
acontece algún hecho que cuestiona la ética de los investigadores, como ac­
tualmente ocurre con el desciframiento del genoma humano, que seguramente
será comprado por una o más empresas privadas, pero que por un tiempo dará
lugar a que algunos científicos, intelectuales y algunas ONG cuestionen dicha
compra en nombre de la ética, pero sin incidir demasiado en las decisiones del
«mercado de saberes».
Las fuerzas del mercado parecen atar cada vez más la investigación cien­
tífica a la productividad en términos de la producción de cada científico, pero
sobre todo en función de la producción económico-social. Posiblemente sea
en el campo de la investigación sobre salud donde observamos el ejemplo más
impactante de esta orientación, ya que en 1990 se calculaba que el 93 por
100 de la inversión mundial en investigación en salud se destina a problemas
que afectan centralmente a la población de los países de más alto desarrollo
y sólo un 7 por 100 para los problemas de salud de los países dependientes,
problemas que causan la mayoría de las muertes a nivel internacional, y esa
orientación está dada básicamente en función de la capacidad de consumo del
mercado de los países centrales.
Esta tendencia ha existido de forma organizada respecto de ciencias como
la bioquímica desde la segunda mitad del siglo xix, pero se ha convertido ac­
tualmente en la tendencia dominante en el conjunto de las disciplinas. Esta
tendencia está siendo impulsada de forma sistem ática a través no sólo de la
producción académica, sino de los objetivos y estilos de vida de los propios
investigadores mediante el desarrollo de toda una serie de estímulos en tér­
minos económicos, de prestigio, de micropoder, que en un medio impulsado
por la competencia reproduce los objetivos de las fuerzas dominantes a nivel
de la sociedad académica. Y así observamos el creciente manejo de la vida
académ ica en términos de espectáculo, un espectáculo que, al igual que en
la sociedad global, tiene que ver con la producción y el consumo, ya que el
Uso y desuso de conceptos en antropología social 283

espectáculo está dirigido a vender el producto y la persona en un mercado


más o menos científico y profesional. El trabajo antropológico incluye cada
vez más como parte sustantiva de sus actividades las reuniones académicas
de todo tipo, las consultarías y asesorías, la presentación de resultados de
investigación a través de diferentes formas hasta convertir algunas en una
suerte de saturación del mercado como ocurrió en su momento con la «pre­
sentación de libros». Gran parte de estas actividades están financiadas, sobre
todo en determinados campos científicos, por las propias empresas produc­
toras, que financian directam ente la publicación de revistas o de congresos,
y que pueden cada vez con m ayor frecuencia convocar entre 2.000 y 3.000
investigadores o llegar en algunas reuniones en torno a la salud a convocar
alrededor de 30.000 profesionales.17
El espectáculo tiene como una sus consecuencias más graves el incre­
mento de dos procesos simultáneos: por una parte, la ocultación de informa­
ción sobre problemas específicos hasta que esté desarrollado y vendido el
producto final y, por otra, el incremento de los «errores científicos» intencio­
nales. Si bien estos procesos han existido previamente en la producción de
conocimiento, se incrementan constantemente en función de una producción
académica cada vez más determ inada por el mercado, y por la actualización
del presente, es decir, por una concepción dom inante basada en la realidad
como lo inmediato y actual.
Esta es una historia conocida, pelo cuyo conocimiento no parece revertir la
tendencia hacia el olvido y hacia la actualización del presente. Respecto de es­
tas conclusiones podría indicarse que corresponden a las ciencias duras y no a
la producción de conocimiento antropológico. Sin embargo, varios hechos per­
miten observar que también son pertinentes en el desarrollo de nuestra discipli­
na. Como sabemos, en la mayoría de los países y en especial en los centrales, la
ciencia se organiza cada vez más de forma homogénea, a través del modelo de
las ciencias duras. No sólo sus indicadores de producción y calidad científica
son los dominantes, sino que estas ciencias son las que establecen los criterios
de lo que debe ser ciencia, sobre todo porque sus derivados tecnológicos son
los que realmente inciden en la vida cotidiana de los conjuntos sociales.

17. Este proceso se expresa por ejem plo en que las ponencias en este tipo de even­
tos constituyen una especie de representación/sim ulación compartida, dado que cada
vez se reducen más los tiem pos de presentación, sin la posibilidad de espacios de
reflexión colectiva.
284 L a parte neg ad a de la cultura

En la práctica, determinadas características del trabajo antropológico tien­


den cada vez más a desaparecer o a modificarse en función de la aplicación de
estándares a la producción científica. Esto se observa en particular a través de
la reducción cada vez más notoria del lapso de trabajo de campo, en el fomento
de las etnografías rápidas o en la modificación de las técnicas cualitativas. La
inclusión del trabajo antropológico en proyectos interdisciplinarios y/o inter­
nacionales, sobre todo en el campo de la salud, tiende a reforzar estas tenden­
cias y en particular la resignificación de conceptos.
Pero además las ciencias antropológicas y sociales tienen también una his­
toria de teorizaciones, investigaciones y aplicaciones que el proceso académi­
co tiende a negar, olvidar o resignificar. Ya hemos señalado el uso de la antro­
pología por el nazismo, que, como hemos visto, implicó la participación activa
de la mayoría de los antropólogos alemanes, y también hemos observado que
después de 1945 la antropología alemana reconstruyó su genealogía a través de
inclusiones y exclusiones ideológicas (Hauschild, 1997, p. 748).
También sabemos de la implicación activa o pasiva de los antropólogos de
los países centrales en la situación colonial, del papel del colonialismo en las
formas de pensar y de trabajar de los antropólogos, así como la orientación
ideológica/práctica que tomó la antropología aplicada relacionada con la teoría
de la modernización, o con determinados estudios sobre la violencia social,
como fue el Proyecto Camelot durante los años sesenta y setenta. Recordemos
que estos procesos, tanto respecto de las ciencias duras como de las socioan-
tropológicas, fueron intensamente analizados sobre todo en determinados pe­
ríodos (Beyerchen, 1977; Horowitz, 1968 y 1975; Huizer y Mannheim, 1979;
Hymes, 1974; Levy, Marc y Jaubert, 1980), aun cuando también tendamos a
olvidarnos de los m ism os.18
Por lo tanto, no cabe duda de que en el uso y desuso de conceptos han

18. La tendencia, como es de esperar, es que pese a las recuperaciones intermitentes de


denominados pasados antropológicos, lo que domina es el olvido o la exclusión. Desde
hace varios años, en algunos de mis cursos de posgrado interrogo anualmente a los
alumnos sobre el ¿Qué fue Proyecto Camelot?, y solo entre un 5 por 100 y un 10 por
100 tienen alguna idea de lo que fue. Si bien parece existir una tradición oral intersticial,
la desmemoria o directamente el desconocimiento es lo que perdura. Cuando reparé en
la carencia de información sobre este proyecto remití a los alumnos a las bibliotecas de
los centros de antropología donde imparto dichos cursos constatando que en ninguno
de ellos existían publicaciones que remitían al Proyecto Camelot o similares. Mi propio
centro de trabajo lo consiguió a través de un instituto de sociología.
Uso y desuso de conceptos en antropología social 285

incidido directamente procesos y presiones de tipo político e ideológico que


concluyeron en determinados casos en la eliminación de teorías y conceptos
de forma directa y/o indirecta. Uno de los ejemplos clásicos remite a las con­
secuencias de la primera guerra mundial para la antropología alemana, dado
que se quedó sin lugares «propios» para desarrollar trabajo de campo al ser­
le confiscadas sus colonias por Inglaterra, Estados Unidos y Francia, lo cual,
entre otras consecuencias, condujo a modificar la relación entre reflexión etno­
lógica y trabajo de campo en dicho país. Si bien podemos enumerar toda una
serie de ejemplos de este tipo, es en las presiones generadas por los fascismos,
el estalinismo y el maccarthismo sobre la producción de conocimiento entre
1920 y 1950 donde pueden y suelen observarse y reconocerse presiones de
tipo ideológico-político, pero debe asumirse que siguen interviniendo en la
actualidad a través de formas orientadas por el mercado, incluido centralmente
el mercado de trabajo profesional e intelectual.
Si bien los procesos políticos señalados evidenciaron el papel determinante
del estado en la orientación dada al conocimiento académico en algunos de los
países de mayor desarrollo científico, la reflexión sobre sus consecuencias fue
neutralizada al ser considerados procesos excepcionales o directamente pato­
lógicos, como en el caso del nazismo. Pensar en términos de excepcionalidad
posibilitó excluir el papel de los procesos económicos, políticos e ideológico
como parte intrínseca del desarrollo del saber académico. Esta constatación,
por supuesto, no pretende reducir a procesos «externos» la explicación del uso
y desuso de conceptos en antropología, sino, por el contrario, tratar de hallar
en la propia producción, en la forma de producir, en el uso de los conceptos las
condiciones propias que operan en el nivel de cada saber, así como también los
procesos sociales globales que suelen ser considerados como «externos», pero
que son parte de la producción de saber académico. El objetivo no es establecer
mecánica y externamente el papel del nazismo, del estalinismo o de las actua­
les sociedades neoliberales sobre la producción de conocimiento, ni tampoco
considerar homogénea y equivalentemente las articulaciones desarrolladas
dentro de las diversas situaciones y sistemas, sino encontrar en lo intrínseco
de la producción y circulación de conocimiento los procesos globales como
estamos tratando de hacerlo a través de nuestras investigaciones sobre saber
médico y alcoholismo (Menéndez y Di Pardo, 1996 y 1999).
Justamente la manera de examinar estos procesos confirma una de las
tendencias constantes que encontramos en la producción antropológica, la
ile pensar dicotómica y/o antagónicamente la realidad ya sea en términos de
286 L a parte neg ad a de la cultura

sujeto o estructura, o de económico-político o cultural, y que reencontramos


actualmente en la concepción de una minoría de antropólogos que reduce la
producción antropológica casi a ideología, y en una mayoría que excluye de
dicha producción las condiciones económicas, políticas e ideológicas dentro
de las cuales se produce todo conocimiento, incluidos los saberes académicos.
Pensar y usar dicotómicamente la realidad social y los conceptos no sólo limita
la posibilidad de aplicar una pretendida perspectiva holística, sino que polariza
la producción de saber en términos de ideología y ciencia, en lugar de asumir
el funcionamiento complementario de ambas dimensiones en el proceso de
producción y uso del conocimiento.
Esta dicotomización impide articular explicaciones que devienen de dife­
rentes concepciones y objetivos; limita pensar que no es incompatible analizar
el uso de conceptos en términos de hegemonía/subalternidad y simultáneamen­
te reconocer que dichos conceptos técnicos, al igual que las palabras en la vida
cotidiana se gastan y desgastan, de tal manera que tanto a nivel de producción
literaria, de investigación antropológica, como de lenguaje coloquial las pa­
labras necesitan ser modificadas, necesitan recuperar un efecto que han ido
perdiendo no sólo en términos de conceptos técnicos o de comunicación social,
sino sobre todo en términos de su expresividad. Justamente estos procesos de
desgaste que implican modificaciones para resignificarlos en sus usos, puede
articularse con pensar la realidad en términos de hegemonía/subalternidad.
La tendencia a pensar la realidad y los usos/desusos de conceptos en tér­
minos dicotómicos se observa de manera particular en relación con algunas
de las explicaciones más constantes respecto del olvido y la memoria. Por una
parte tenemos propuestas que señalan la necesidad de cada período o genera­
ción de construir conceptos que den cuenta de la realidad que dicho período
produce e interpreta. Un nuevo período no sólo genera nuevos hechos, sino
nuevas lecturas respecto de hechos actuales pero también históricos; cada
nuevo período necesitaría construir conceptos como expresión de su propio
momento. Cada generación, o al menos algunas, necesitan inventar/reinventar
estilos, formas, prácticas, ideologías y/o teorías como mecanismo de apropia­
ción de la vida, más allá de que reiteren conceptos y prácticas ya existentes;
cada generación redescubre el pasado a través del presente y necesita diferen­
ciarse de las propuestas previas, sobre todo inmediatas, como afirmación de
su propia identidad. A partir de su situacionalidad respecto de la realidad los
actores de un determinado período y/o generación pueden observar, pensar,
actuar no sólo respecto de su propia realidad, sino de realidades pasadas. La
I Iso y desuso de conceptos en antropología social 287

producción de nuevos conceptos no sería sólo olvido, deshistorización o dife­


rencia radical, sino la necesidad activa de expresar la nueva realidad a partir
de lo que se vive.
Esta propuesta puede ser pensada en términos historicistas, es decir, afir­
mando el presente pero a partir de tener conciencia de que es una expresión
histórica, de que es parte de una historicidad que produce sucesiva o cíclica­
mente formas históricas específicas, pero también puede ser pensada en tér­
minos antagónicos, al menos en lo manifiesto, colocando el eje en el presente,
y considerando lo histórico como negativo. Las variedades del pensamiento
nietzscheano expresan esta segunda manera al proponer que la historicidad
puede conducir a una idolatría del pasado, a reducir la preocupación por el
presente, y sobre todo a generar un pensamiento desligado de la vida.
Pero deshistorizar la producción de conocimiento y reducir su realidad al
presente limita o imposibilita observar cómo fueron pensados los conceptos
de Volk, Ethnos o mito por el nazismo y sus académicos o ios de comunidad y
aculturación por los programas de intervención aplicada y sus antropólogos en
los cincuenta; así como no permite observar no sólo los usos reales que tuvie­
ron estos conceptos en el pasado, sino su relación con nuestros usos actuales.
La historicidad de los conceptos a partir del presente nos da cuenta de su
trayectoria, de los olvidos, de las nuevas invenciones, de las continuidades/
discontinuidades en el uso de los conceptos. Descubre o puede descubrir que
negar la memoria es justamente una forma de vivir sin el peso de la historia,
pero con determinadas consecuencias: «La conciencia y la memoria están, al
parecer, en estrecha dependencia. Si en cada momento, uno lo va olvidando
lodo, puede uno vivir y actuar. Pero cuando uno despierta de este estado anor­
mal y vuelve a disponer de su memoria, la época en que carecía de ella le pare­
ce una época de inconsciencia absoluta. En estado de amnesia el tiempo parece
detenerse; el presente es la única realidad. Es lo único que tiene razón de ser y
lo decide todo. No hay causas ni consecuencias. Tampoco existe la crítica; la
crítica sólo puede desarrollarse con ayuda de la memoria. La crítica apunta a
los defectos de lo que existe, es decir, del presente. Pero deriva de preguntas re­
feridas a cómo ha nacido el presente y adonde conducirá. La crítica presupone
la visión del conjunto temporal, es decir, la memoria. El que teme a la crítica,
teme también a la memoria» (Havemann, 1974 [1970], pp. 157-158).
Esta reflexión de Havemann es producto de su experiencia como científico
bajo el estalinismo, pero centrada en aspectos políticos explícitos. Pero el olvi­
do y la negación de la memoria -p o r otra parte, de una memoria cada vez más
288 L a p arte negada de la cultura

inm ediata- es parte de la forma de producción del conocimiento actual, que


necesita afirmar el presente y negar las consecuencias en el pasado mediato
e inmediato en la aplicación del conocimiento. Ignorar la historicidad en la
producción técnico-científica no supone que una parte de los científicos dejen
de reflexionar sobre las consecuencias de dicha producción, dado que eso sigue
haciéndose en términos de inmediatez y de prevención e inclusive en términos
de inmediatez e inclusive de ética científica, pero a partir de centrarse en lo que
ocurre en el presente y en el futuro y no en una historicidad que evidencia que
las consecuencias analizadas no son excepcionales ni coyunturales ni externas,
sino que constituyen parte de las formas institucionalizadas de producción de
conocimiento al menos hasta ahora.
Ahora bien, el uso de la historicidad en términos críticos se tradujo en
la producción de análisis y críticas a veces sumamente inteligentes, pero
no ha interferido en el desarrollo del conocimiento centrado en el olvido.
Las tendencias socioproductivas que impulsan una actualización continua
del presente se articulan con las concepciones que consideran la historicidad
como negativa, insana o antivital y con otras que consideran imposible vivir
en la historicidad, más allá de ejercerla como crítica, y en lo cual convergen
todos aquellos que desde diferentes perspectivas recuperan la necesidad de
los sujetos y sociedades de vivir el tiempo y el pasado en términos míticos
y/o ideológicos, pero no en términos de historicidad, lo cual se articula con
las tendencias hegemónicas en antropología centradas en lo sincrónico y en
considerar la cultura como verdad.
Por lo tanto, concluimos que las explicaciones respecto del proceso de ol­
vido y negación de conceptos, incluyen a toda una serie de dimensiones que se
potencian y que necesitamos observar a partir de la propia producción de cono­
cimiento antropológico. Es dentro de esta producción que podemos detectar la
necesidad de no usar determinados conceptos, porque ya no son estratégicos,
porque han aparecido nuevos problemas o por la orientación dada el mismo
por su uso por otras disciplinas. Es en función del proceso de continuidad/
discontinuidad en el uso de conceptos, que podemos analizar el significado
ideológico, reactivo, de identidad estigmatizada que han adquirido determina­
dos conceptos para determinadas escuelas.
Pero estos y otros procesos observados intrínsecamente deben ser articula­
dos con los procesos sociales más generales que tienden al olvido, al desgaste
o a la resignifictación de conceptos, y que van desde la presión política directa
que obliga a usar o a descartarlos hasta las condiciones institucionales producto
Uso y desuso de conceptos en antropología social 289
de hegemonías teórico-ideológicas en términos de un mercado de saberes, que
son las dominantes en los sistemas actuales. En todos estos sistemas, lo más
significativo para mí son las orientaciones que a través de múltiples dimen­
siones y de diferentes espacios sociales, en particular el espacio académico,
tienden a proponer representaciones y prácticas centradas en la actualización
constante del presente tanto para el conocimiento antropológico como para los
saberes de los diferentes conjuntos sociales.19

19. La duda, que no analizarem os, reside en si la actualización continua del presen­
te constituye una característica de las sociedades actuales o constituye una de las
características básicas de toda sociedad, ajeno a que unas sociedades actualicen el
presente a través de mitificar el pasado y otras lo actualicen a través de los medios, lu
tecnología y la ciencia, hacia el futuro. «Ambas» sociedades niegan el pasado como
requisito de su funcionam iento y de su reproducción social.
5.
El punto de vista del actor. Homogeneidad, diferencia e
historicidad

El proceso salud/enfermedad/atención constituye un fenómeno universal que


opera estructuralmente, por supuesto que en forma diferenciada, en toda so­
ciedad y en todos los conjuntos y sujetos sociales que la integran. Aun cuando
ésta es una afirmación casi obvia, debe subrayarse que la enfermedad, los pa­
decimientos, los daños a la salud constituyen algunos de los hechos más fre­
cuentes, recurrentes, continuos e inevitables1 que afectan la vida cotidiana de
los sujetos y grupos sociales. Forman parte sustantiva de los procesos sociales
dentro de los cuales se constituye y desarrolla el sujeto desde su nacimiento
hasta su muerte.
En toda sociedad se generan no sólo padecimientos sino actividades de
atención a los mismos; más aun dada la constante emergencia y recurrencia de
las diferentes variedades de padeceres que van desde las enfermedades cróni­
cas hasta las consecuencias de las violencias pasando por los pequeños dolores
de la vida, todo sujeto y grupo social produce y reproduce representaciones,
prácticas y experiencias respecto de los pesares, angustias, malestares, miedos
que los afectan.
Por lo tanto en toda sociedad, aún en las que más han disminuido las tasas
de mortalidad y más se han se han incrementado la esperanza y la calidad de
vida, el proceso salud/enfermedad/atención sigue dominando la vida cotidiana

I. El término “inevitable” no significa en este contexto que un determinado padeci­


miento no puede ser controlado e inclusive erradicado, sino que lo utilizo para subrayar
que las sociedades generan continuamente “padecimientos”. La concepción “sana”, o si
se prefiere sin enfermedades constituye parte de viejas y nuevas utopías religiosas y/o
genetistas.
292 L a p arte n eg ad a de la cu ltu ra

en términos de enfermedades, de padecimientos y de “eventos críticos”, así


como en términos de concepciones y de actividades desarrolladas para atender
las enfermedades, potenciar la salud, demorar el envejecimiento y, de ser po­
sible, la muerte.

Propuestas relaciónales

El desarrollo de saberes2 respecto de las enfermedades y padecimientos cons­


tituye no sólo un hecho cotidiano, sino necesario para la vida de los sujetos y
para asegurar la producción y reproducción biosocial de cualquier sociedad.
En todo sistema social los sujetos y grupos generan y usan representaciones
y prácticas para explicar, enfrentar, convivir, solucionar y de ser posible erra­
dicar los padecimientos. Enfermar, morir, atender la enfermedad y la muerte
deben ser pensados además como procesos que no sólo se definen a partir
de profesiones e instituciones específicas y especializadas técnicamente, sino
como hechos sociales respecto de los cuales los sujetos y conjuntos sociales
necesitan tener y usar saberes como parte básica de su vida cotidiana.
Dado que los padecimientos constituyen hechos cotidianos y recurrentes,
y que una parte de los mismos pueden aparecer a los sujetos y grupos sociales
como permanentes o circunstanciales amenazas a nivel real y/o imaginario, los
conjuntos sociales tienen necesidad de construir significados sociales colecti­
vos respecto de dichos padecimientos para poder explicarlos, solucionarlos o
convivir con ellos.
Los sujetos pueden inclusive vivir dentro de condiciones que generan
enferm edades, pero que los grupos norm alizan como parte de sus formas de
vida. Nervi (1999) ha descripto cómo comunidades mexicanas localizadas en
la frontera noroeste con los EEUU, y expuestas a contaminación constante
por plomo, convivieron durante años con las consecuencias de la misma, in­
cluyéndolas como parte normal de su vida cotidiana, hasta que determinados
procesos desencadenaron su “descubrim iento” y condujeron a la realización
de acciones puntuales respecto de un proceso de contaminación que genera­

2. El concepto de saber ha sido definido de diferentes maneras; en mi caso refiere a


la articulación de representaciones y prácticas frecuentemente utilizada a partir de un
efecto de poder.
El punto de v ista del actor 293

ba cuadros crecientes de morbimortalidad, y que no sólo no eran detectados


por la población, sino que tampoco eran diagnosticados por la mayoría de los
equipos biomédicos locales.
El proceso salud/enfermedad/atención ha sido y sigue siendo una de las
áreas de la vida colectiva donde se construyen y utilizan mayor cantidad de
simbolizaciones; las representaciones, prácticas y rituales de curación suelen
ser parte de procesos básicos de pertenencia e integración étnica y comunitaria.
Dada la importancia que los procesos de salud/enfermedad/atención tienen para
los conjuntos sociales, los mismos no sólo se cargan de una notable variedad
de significados específicos, sino que los sujetos y grupos refieren dichos signi­
ficados a otras áreas de la realidad. Desde esta perspectiva los padecimientos
pueden constituir metáforas de la sociedad o pueden ser signos y síntomas de
determinadas condiciones culturales y/o económico/políticas que operan en un
contexto específico.
El saber de los conjuntos sociales respecto de los procesos de salud/enfer­
medad/atención se ha desarrollado dentro de procesos sociohistóricos donde
se constituyen las interpretaciones sobre las causales de los padecimientos, las
formas de atención y los criterios de aceptación de las muertes por enfermedad
y por supuesto por otras causales. Este saber opera dentro de muy diferentes
tipos de relaciones, y especialmente dentro de las relaciones de hegemonía/
subalternidad que se generan entre los diferentes actores sociales que transac-
cionan sus saberes en tom o a la enfermedad y su atención.
La enfermedad, los padecim ientos, los daños a la salud han sido, en dife­
rentes sociedades, algunas de las principales áreas de control social e ideo­
lógico tanto a nivel macro como microsocial. Este no es un problema de
una sociedad, de una cultura o de un período histórico específicos, sino que
constituye un fenómeno generalizado sobre todo a través de tres procesostla
existencia de padecim ientos que refieren a significaciones negativas colecti­
vas, el desarrollo de com portam ientos que requieren ser estigmatizados y/o
controlados, y la producción de instituciones que se hacen cargo de dichas
significaciones y controles colectivos y personales tanto en términos técnicos
como socioideológicos.
El proceso salud/enferm edad/atención opera en las sociedades actuales
dentro de un campo social heterógeneo, que supone la existencia de diferen­
tes formas de desigualdad socioeconómica, y de diferencias socioculturalcs.
De tal manera que se han ido constituyendo sectores sociales organizados en
torno a algún tipo de desigualdad y de diferencia, como las que se desarrollan
294 L a p arte n e g ad a de la cultura

en términos de estrato social, de género, de etnicidad, de edad, de religión o


de enfermedad.
Desde nuestra perspectiva relacional las desigualdades y las diferencias
deben ser referidas no sólo a los grandes conjuntos sociales (clases sociales
u otros sistemas de estratificación, grupos étnicos, grupos religiosos), sino a
las relaciones diádicas, microgrupales y/o comunitarias donde se desarrollan
y expresan. En el nivel microsocial se desarrollan procesos que no pueden
ser explicados en términos puntuales a partir del análisis macrosocial, así
como la dim ensión macrosocial tiene dinámicas y funciones que no puede
ser comprendidas cuando se la observa exclusivamente a través del nivel
microsociológico.
Frecuentemente se ha sostenido que las relaciones en términos de negocia­
ciones sociales sólo pueden obvservarse a través de relaciones primarias o si
se prefiere microcrogrupales, pero toda una serie de investigaciones generadas
por interaccionistas simbólicos han evidenciado, desde por lo menos la década
de los 60’, que los procesos de negociación ocurren tanto en los niveles micro
como macrosociales. Y asi, por ejemplo Denzin estudia la industria de bebidas
alcohólicas en los EEUU incluyendo productores, comerciantes, distribuido­
res, expendedores y bebedores a través de sus respectivos “mundos” para ob­
servar procesos que implican negociaciones en términos legales e “ ilegales”
(comportamientos corruptos) tanto a nivel de pequeñas empresas locales (ba­
res) como de los grandes monopolios alcoholeros.
De allí que deberíamos pensar la realidad a través de niveles articulados, de
tal manera que mas allá de que focalicemos uno de los niveles en función del
problema específico que nos interesa, reconozcamos que sólo la articulación
de los mismos nos permitirá obtener una lectura comprensiva de la problemáti­
ca planteada. Más aún deberíamos tratar de observar los procesos estructurales
en los comportamientos de los sujetos, asi como dichos comportamientos en
los procesos estructurales.
Esta orientación metodológica puede, entre otras cosas, operar como un
control epistemológico de nuestros sesgos descriptivos, analíticos y/o interpre­
tativos y de las persistentes tendencias a la extrapolación de niveles.
Es decir, contribuiría a reducir la aplicación de interpretaciones mecanicis-
tas en términos de sujeto o de estructura.
Tanto a nivel macro como microsocial la descripción y análisis de los pro­
cesos de salud/enfermedad/atención supone referirlos a las condiciones de
desigualdad socioeconómica, a las “diferencias”, a los saberes que operan en
El punto de vista del actor 295

términos relaciónales entre los diferentes actores sociales que tienen que ver
con dichos procesos. El enfoque relacional parte además del supuesto de que
en todo proceso de salud/enfermedad/atención siempre operan dos o más acto­
res significativos; lo cual implica tomar en cuenta ¡as características “propias”
de cada actor, pero sobre todo centrarse en el proceso relacional que se da entre
los diferentes actores sociales, dado que el proceso relacional constituye una
realidad diferente de la obtenida de la descripción y análisis de cada uno de los
actores en términos particulares y aislados. Más aún considero que las expe­
riencias, tácticas, estrategias de un sujeto no pueden ser realmente entendidas
sino son referidas a las relaciones con los otros sujetos con los cuales el actor
está interaccionando.
Lo que estamos concluyendo es casi obvio, pero sin embargo varias de
las características y procesos enumerados tienden a ser escasamente aplicados
actualmente, lo cual vamos a analizar a través de la revisión del denominado
“punto de vista del actor” (de ahora en adelante PVA).
Desde mediados de los 70’ y durante los 80’ y 90’ varias tendencias teórico/
metodológicas así como ciertos grupos, organizaciones y movimientos socia­
les y, por supuesto otros procesos que veremos más adelante, impulsaron el
desarrollo de una metodología centrada en el punto de vista del actor (PVA),
a partir de focalizar el papel de un actor social básicamente en términos de
significados y/o de experiencias, frecuentemente excluyendo o secundarizando
los aspectos referidos a la estructura social entendida en términos de relaciones
sociales asi como los aspectos económico/políticos e ideológicos.
La metodología del PVA ha sido de notoria utilidad en muy diversos as­
pectos, pero considero que necesita ser redefinida, dado el proceso de erosión
conceptual e ideológico que padece en la actualidad, así como por los sesgos y
omisiones que caracterizan su uso, de los cuales el más significativo para no­
sotros es el de “olvidar”, desconocer o secundarizar el hecho de que todo actor
social opera siempre dentro de relaciones sociales. Si bien esta metodología
supone la existencia de diferentes actores ssociales en relación, gran parte de
los que la utilizan, por lo menos para el estudio de procesos de salud/enferme­
dad/atención, centran sus descripciones e interprertaciones en un solo actor.
Analizar, interpretar y/o implementar acciones centradas en el actor consti­
tuye uno de los rasgos idiosincráticos actuales del enfoque antropológico. Para
la mayoría de los antropólogos es casi un axioma describir y analizar la reali­
dad a partir de la perspectiva emic, es decir de cómo los procesos son percibi­
dos, vividos, pensados por el actor. Esta aproximación ha sido especialmente
296 La p arte neg ad a de la cu ltu ra

aplicada al estudio de los procesos de salud/enfermedad/atención, y la acuña­


ción en la década de los 70’ de los conceptos illness (padecimiento) /disease
(enfermedad) expresa y en parte sintetiza la importancia de este enfoque.
Estos conceptos buscaron describir e interpretar los procesos que operan
en la relación curador/paciente, donde el paciente tiene un padecer a través del
cual no sólo se expresa su subjetividad sino las representaciones y prácticas
socioculturales y afectivas aprehendidas a través de su vida cotidiana; mientras
que el curador expresa sus objetivos técnicos/profesionales desconociendo y
frecuentemente excluyendo los saberes y afectos del paciente, lo cual se expre­
sa sobre todo a través de la secundarización de la palabra del paciente.
Generalmente el paciente lleva a la consulta un padecer que el curador sólo
incluye técnicamente, desconociendo que a través del mismo no sólo se expre­
san la subjetividad y las experiencias del paciente, las características socioeco­
nómicas del mismo y los significados culturales del contexto de pertenencia
del paciente, sino la posibilidad de incluirlos para favorecer la recuperación
del enfermo o para posibilitar una “buena” muerte. Las diferentes escuelas
biomédicas desarrolladas durante el siglo xx pueden tener notorias diferencias
entre si, pero la mayoría ha desarrollado la misma trayectoria profesional, es
decir han ido de un sistema diagnóstico basado en el síntoma es decir en la
palabra del paciente {illness), a otro basado en el signo, es decir en indicadores
“objetivos” que excluyen o secundarizan dicha palabra {disease).
Ahora bien, la relación entre padecimiento {illness) y enfermedad {disease)
ha tenido diversas interpretaciones desde las primeras formulaciones de Fabre-
gas y de Eisemberg en la década de 1970, hasta las de Kleinman y Chrisman
pasando por las de Baer, Frankenberg o Young. Si bien las diferentes tenden­
cias antropológicas dieron énfasis particulares a la significación de la enferme­
dad y de! padecimiento, todas subrayan la existencia de estas dos perspectivas
diferenciales y la necesidad de utilizar ambas, y especialmente la perspectiva
del paciente3.
Estas propuestas no sólo cuestionan las concepciones biomédicas sino que
constituye también una reacción contra los estudios sociológicos, especialmen­
te los desarrollados a partir de Talcott Parsons, que focalizaron su análisis casi
exclusivamente en la enfermedad, incluyendo el padecimiento sólo a través de

3. Estas dos categorías han sido frecuentemente utilizadas en términos ahistóricos,


desconociendo los procesos de transformación que existen como producto de las tran­
sacciones que operan entre médico/paciente.
El punto de v ista del actor 297

su relación con las actividades biomédicas, tendiendo a ignorar las caracterís­


ticas propias que los sujetos y conjuntos sociales dan al padecer.
Ahora bien han sido los autores que adhieren a las corrientes interpretativas
los que más han trabajado con estos conceptos sosteniendo que respecto de
cualquier problema que afecta a un actor social determinado, se llame grupo
étnico, mujer o enfermo mental éste tiene un punto de vista propio que debe­
mos tratar de recuperar a través de dicho actor, y no sólo de lo que los otros ac­
tores -incluido el investigador- dicen del grupo étnico, la mujer o el enfermo
mental. La realidad debería ser descripta y analizada sobre todo - o inclusive
únicam ente- a partir de lo que los actores dicen (narran) sobre si mismos y so­
bre los otros, de cómo perciben y viven la realidad, de cómo la experiencian.
De tal manera que el proceso/ problema a analizar debería ser estudiado a
partir de la información y de la interpretación que nos da un actor determinado,
y ello debido a toda una variedad de razones metodológicas e ideológicas. Pero
el aspecto metodológico fuerte es el que ha caracterizado el desarrollo de la
antropología, por lo menos desde la década de los 2 0 ’, según el cual sólo se
puede realmente describir e interpretar los procesos a partir de los significados
que los sujetos dan a los mismos.
Simultáneamente toda una serie de orientaciones teóricas y/o aplicadas
trataron de recuperar y revalidar el punto de vista de los actores subalternos
respecto de los hegemónicos; de obsevar e interprertar la realidad a partir de
las perspectivas de los vulnerables, de los oprimidos, de los marginales y no
de los sectores dominantes, por razones de muy diverso tipo como veremos
más adelante.
En su conjunto las diferentes tendencias señaladas cuestionaron los enfo­
ques estructuralistas, funcionalistas y culturalistas que consideraron al sujeto
como determinado, construido, normatizado, manipulado por la estructura so­
cial; como un sujeto pasivo o meramente reactivo que se ajusta, se acultura o
reproduce la cultura casi ventrílocuamente.
Estas propuestas se desarrollan dentro de un contexto teórico/ideológi­
co que cuestiona pensar la sociedad en términos de valores o concepciones
únicas, sin tom ar en cuenta la existencia de subculturas o sectores diferen­
ciados, o sólo considerados como meras variaciones de la cultura dominante,
tratando justam ente de recuperar la “diferencia” de los diferentes actores que
juegan en toda sociedad.
Un aspecto central de esta perspectiva fue la crítica a las corrientes teórico/
metodológicas que produjeron explicaciones parcial o totalmente alejadas do
298 L a parte neg ad a de la cu ltu ra

las interpretaciones que el sujeto utiliza en su vida cotidiana y que el etnógrafo


observa en el trabajo de campo. A partir de la década de los 60’ y sobre todo
durante los 70’ varios autores reaccionaron especialmente contra el simbolis­
mo estructuralista tipo Lévi-Strauss o M. Douglas, cuyos modelos explicativos
no posibilitaban comprender la dinámica de las relaciones observadas en la
vida cotidiana de los actores.
Según estas perspectivas, un ritual religioso como la misa, un ritual cu­
rativo shamánico o rituales preventivos biomédicos pueden ser interpretados
como procesos que contribuyen a la integración y cohesión de un grupo social
o al mantenimiento de la hegemonía de un sector social. Pero más allá de que
esta interpretación socioantropológica sea o no correcta, debemos asumir que
la utilización por un sujeto de un ritual para contrarestar los efectos de la bru­
jería no busca reducir las consecuencias del embrujamiento porque el sujeto
esté preocupado por la cohesión e integración social de la comunidad, sino que
busca controlar y de ser posible eliminar el efecto de la brujería sobre la vida y
muerte del sujeto y/o de seres queridos de dicho sujeto.
Como veremos más adelante, esta propuesta trata de colocar el eje de las
problemáticas a estudiar en lo que reconoce y “experiencia” el actor social es­
tudiado, y no en lo que propone el investigador a partir de sus propios intereses
y objetivos. Lo descripto y analizado, incluidos los conceptos utilizados deben
expresar los objetivos e intereses de los grupos subalternos.
En el contexto latinoamericano esta tendencia se evidencia en forma inte­
resante con lo ocurrido con los conceptos campesinado y grupo étnico, ya que
los estudiosos y especialmente los antropólogos propusieron e impulsaron, en
particular después de la segunda guerra mundial, la categoría campesinado
de tal manera que la mayoría de los grupos étnicos quedaron definidos como
campesinos desapareciendo o secundarizando en sus análisis los aspectos de
etnicidad. Esta tendencia será revertida, especialmente a partir de los 70’, de
tal manera que la etnicidad se convierte en el concepto dominante, y prácti­
camente desaparecen los estudios de campesinado. Lo étnico aparece como
expresión de las experiencias y propuestas de los propios grupos étnicos es­
pecialmente en términos de movimientos sociales, mientras que campesinado
aparece como una categoría económica o política impuesta desde fuera de los
grupos étnicos, y preocupada por problemas económico/políticos que práctica­
mente ignoran las cuestiones étnicas.
Esta afirmación de la etnicidad y el distanciamiento de las categorías ela­
boradas por expertos, se observa también en toda una serie de procesos que
El punto de vista del actor 299
tienen diferente trayectoria pero objetivos similares. Como sabemos, toda una
serie de categorías desarrolladas por los grupos sociales -pero también utili­
zadas por profesionales y académ icos- definen negativamente a determinados
sujetos caracterizados por su subalternidad y marginación contribuyendo a
reforzar dicha situación. Ahora bien, mientras en el pasado los sujetos estig­
matizados a través de estas categorías las aceptaban o a lo más las cuestiona­
ban, en la actualidad, por lo menos una parte de los sujetos, se caracterizan
por asumir positivamente sus aspectos diferenciales, aquellos que les dan una
identidad propia, aun constituyendo una identidad deteriorada o estigmazada.
De tal manera que el loco, el homosexual, los “desviados” en general afir­
marán -e n lugar de negar u ocultar- su diferencia, identidad y PVA, como
lo podemos observar a través de las propuestas y luchas de los movimientos
antipsiquiátricos, gay y étnicos.
Este proceso es parte también de las críticas generadas a las tendencias y
organizaciones políticas así como a los análisis económico/políticos e ideoló­
gicos que las sustentaban,y que se caracterizaban por interpretar o, si se prefie­
re, por excluir el punto de vista de los sectores sociales subalternos que supues­
tamente estas orientaciones políticas y teóricas apoyaban y/o representaban.
Y que en función de estas orientaciones no pudieron entender muchos de ios
procesos sociales que se estaban gestando.
Considero que uno de los casos más relevantes de este tipo de procesos
fue el generado a partir de los 50’ y 60’ en algunos países del denominado
“socialismo real”, especialmente Hungría, Checoeslovaquia y Polonia, donde
el gobierno/partido hablaba y actuaba en nombre del proletariado sin que éste
tuviera participación directa en los organismos directivos y decisivos de la
sociedad, lo cual condujo a que una parte de los sujetos y grupos sociales y
en particular el proletariado, buscaran otras identificaciones que podían ser
vividas como propias encontrándolas sobre todo en la identidad religiosa y/o
en la pertenencia nacional, regional y hasta étnica, que pasaron a constituir
parte central de su identidad como actores sociales, así como mecanismos de
oposición al sistema dominante.
Por lo cual, como lo planteó uno de los líderes políticos y académicos del
proceso húngaro Hagedus (1978), la comprensión de la situación húngara
requería el analísis del papel de la burocracia nacional y de la subalternidad
político/económica con la URSS, pero también de las actividades de diverso
tipo generadas por los propios sujetos y grupos subalternos húngaros, y a
300 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

través de las cuales se distanciaban, cuestionaban e intentaban modificar el


sistem a dominante.
Hay toda una serie de procesos convergentes que impulsan el desarrollo
del PVA en términos fundamentalmente “activistas”, ya sea para trabajar en
la solución de las causas y sobre todo consecuencias de las violencias contra
la mujer, en las demandas de atención desarrolladas en torno al VIH-sida, o
en las actividades básicamente étnicas de lo que en los EEUU se denominó
la “acción afirmativa”. Estos grupos tratan no sólo de evidenciar su visión
especialmente respecto de sus problemas, sino de impulsar vías de solución
que frecuentemente cuestionan la normatividad establecida. Y así desde los 60’
surgen en los EEUU y en Europa corrientes de usuarios de diferentes drogas
que promueven en forma individual u organizada la legalización de su consu­
mo como parte de una forma de vida, más allá de su identificación o no como
problema patológico.
Si bien este tipo de propuestas se realizarán sobre todo a través de ONGs. y
de asociaciones similares, determinadas orientaciones biomédicas y salubris-
tas asumirán la importancia del PVA para explicar y para intervenir sobre de­
terminados procesos de salud/enfermedad/atención. Esto adquiere diferentes
expresiones, y así unos buscan detectar la opinión de los pacientes respecto de
la calidad de los servicios de salud; buscan detectar sus críticas, su satisfacción
o insatisfacción respecto de los mismos, así como sus propuestas de modifi­
cación. Mientras otros se preocupan porque el paciente reciba y tenga la sufi­
ciente información como para demandar mejores sevicios y oponerse a ciertas
prácticas médicas no sólo de atención sino de investigación, como se expresa
sobre todo a partir de las propuestas de “consentimiento informado”.
Se realizan estudios epidemiológicos cuantitativos y cualitativos para ob­
servar si determinados sujetos reconocen los signos y síntomas de padecimien­
tos como hipertensión arterial, chagas o dengue. Es decir se trata de ver cómo
los sujetos perciben los factores de riesgo, en función del desarrollo de activi­
dades preventivas. En gran medida este interés en el PVA tiene que ver con la
búsqueda de una mayor eficacia biomédica.
Lo cual no niega que toda una serie de propuestas en términos de pro­
moción de la salud subrayan la autonomía del sujeto, y comienzan a hablar
de subjetividad, diferencia y autogestión. Inclusive el reconocimiento de la
significación del PVA -com o ya lo señalam os- conduce a expertos en alcoho­
lismo de la OMS, a sostener que, por lo menos respecto de ciertos procesos de
salud/enfermedad/atención, no debieran planificarse ni desarrollarse acciones
El punto de vista del actor 301

si los grupos sociales sobre los cuales se van a realizar dichas acciones no han
participado con sus propias perspectvas en el diseño y en las acciones, dado
que es casi seguro que dichas acciones fracasarán, como ya lo señalamos pre­
viamente.
A partir de los 60’ y durante los 70’ se cuestionan no sólo el énfasis en el
papel de las estructuras sociales y en los procesos que favorecen la cohesión
social, sino que se recupera el papel del actor como unidad de descripción
y de análisis, y tam bién como agente transformador. En lugar de un sujeto

CENTRO DE INVESTIGACIONES Y ESTUDIOS


SUPERIORES EN ANTROPOLOGIA SOCIAL
reproductivo, apático, fatalista, reactivo se propone un actor que produce y
no sólo reproduce la estructura social y los significados; un actor que decide,
toma riesgos, desarrolla estrategias de supervivencia creativa por lo m enos en
el ámbito de lo cotidiano. Más aun, para algunas de estas corrientes teóricas,
la “realidad” se construye a partir de las definiciones y expectativas del actor;
la estructura no determ inaría, ni siquiera condicionaría el comportamiento
del actor, sino que la estructura sería lo que producen los propios actores.
El eje de la descripción y análisis pasa de estar colocado en la estructura o
cultura a ser colocado en el actor; pasa de la concepción de “idiota cultural”
a la del “sujeto como agente” .
A nivel de investigación académica, pero sobre todo en los trabajos de
investigación/acción, esta perspectiva metodológica fue referida no sólo a la
recuperación de la racionalidad del Otro, sino a la necesidad de incluir las ne­
cesidades/objetivos/decisiones de los actores sociales para que éstos asuman
como suyos los proyectos desarrollados sobre problemas específicos, parti­
cipen en ellos y no se consideren como meros reproductores, consumidores
o instrumentos, por ejemplo, de los objetivos diseñados por los servicios de
salud respecto del abatim iento de la mortalidad materna, el mejoramiento de
la nutrición o la dism inución de las consecuencias generadas por el consumo
de alcohol.
Un sujeto que a través de su punto de vista, de su experiencia no sólo de­
nuncie las violencias a que es sometido como en el caso de las mujeres violen­
tadas por su pareja masculina, sino que cuestione el silencio y el ocultamiento
dominante en los miembros del grupo familiar.
Se plantea recuperar la experiencia particular de determinados grupos mar­
ginados y frecuentemente discriminados, ya que éstos pese a ciertos proble­
mas que los afectan han desarrollado sin embargo ciertas valiosas cualidades
específicas, como sería el caso de determinados sectores de discapacitados que
desarrollarían una mayor capacidad de afecto, una preocupación especial por
302 L a p arte n eg ad a de la cultura

el cuidado y cariño hacia los otros. Lo que ha dado lugar, en ciertos países, a
constituir organizaciones de discapacitados que expresan no sólo las necesida­
des sino el punto de vista de estos sujetos.
Varias de las características y procesos que discriminaban a diferentes ac­
tores subalternos eran similares, lo que condujo a que los diferentes actores
desarrollaran algunas acciones similares, de tal manera que los grupos étnicos,
los sectores gay o los locos cuestionarán no sólo a la sociedad estigmatizadora
sino especialmente a los expertos que habían contribuido a fundamentar y le­
gitimar la estigmatización y/o subaltemización de determinados actores. Este
proceso se dio tempranamente respecto de los expertos en salud mental y en
“desviación social”, desarrollados especialmente por la denominada antipsi­
quiatría y por el interaccionismo simbólico y por supuesto por una parte de los
“locos” y de los “desviados” .
Desde esta perspectiva una parte de los que impulsaron esta “metodolo­
gía”, especialmente en el campo de la ‘locura’ y la criminalidad, y más tarde
en los que trabajaron con género o etnicidad, lo hicieron porque la misma
podía ser aplicada en términos activos para recuperar la palabra y la acción de
determinados actores y encontrar soluciones a sus problemas. Sólo la lucha a
través de la particularidad de cada actor podía modificar su situación, y sobre
todo legitimar su diferencia. Más aún, descubrieron que trabajar con grupos
caracterizados por una particularidad diferencial fuerte, posibilitaba una ma­
yor capacidad de acción y eficacia, en la medida que el grupo se concientice
de sus posibilidades. Y observaron que la mayor homogeneidad de los grupos,
sobre todo respecto de determinadas características de identidad como puede
ser una enfermedad común, generaba una mayor eficacia comparados con
grupos heterogéneos.
El conjunto de estos procesos no sólo supuso el reconocimiento de la exis­
tencia de una diversidad de actores cuyas acciones podían modificar algunas
de las condiciones negativas dentro de la cual vivían, sino que favoreció el
cuestionamiento de la búsqueda de un sujeto único de la trasformación social.
En el desarrollo de esta perspectiva se integraron concepciones devenidas
de la antropología funcionalista, del interaccionismo simbólico, de la fenome­
nología, del marxismo gramsciano, y de la sociología “individualista” británi­
ca, aun cuando generalmente la misma suele ser identificada con determinadas
tendencias fenomenológicas y “postmodernas”. Si bien algunas tendencias tra­
bajan con procesos sociales y económico/políticos, la mayoría lo hace con los
significados socioculturales.
El punto de vista de! actor 303

Para ellas sólo desde los actores puede comprenderse el significado y


sentido de sus actos; más aun el contexto sólo puede ser entendido a través
de los significados y usos de los actores sociales. Debemos por lo tanto des­
cribir los saberes de los actores y la experiencia de los sujetos tal como son
vividas por ellos, dado que esta información es decisiva para comprender los
procesos de salud/enfermedad/atención.

Las recientes metodologías no son nuevas

Ahora bien, más allá del reconocimiento de estas propuestas, me interesa re­
cordar que si bien el énfasis en el PVA cobra una fuerte visibilidad a partir de
los 70’, la mayoría de dichas propuestas tienen una antigua trayectoria. Más
aún, si bien una parte de los antropólogos suelen remitirlas a las propuestas
emic/etic desarrolladas desde la década de los 50’, lo cierto es que éstas sólo
son parte de una trayectoria mucho más amplia y diversificada.
En términos específicos existe desde por lo menos la década de 1930, una
masa de trabajos sobre procesos de salud/enfermedad/atención que subrayan
el PVA, así como en términos generales contamos con las propuestas teórico/
políticas y la trayectoria de movimientos sociales y políticos que desde el siglo
xix promovieron algunos de los aspectos centrales de esta perspectiva.
Las ciencias sociales y antropológicas documentaron la existencia de pers­
pectivas diferenciales respecto de los sufrimientos, las enfermedades o las es-
tigmatizaciones que afectan a diferentes actores sociales. Dichas variaciones
diferenciales fueron observadas entre sociedades o al interior de una misma
sociedad, y fueron puestas de relevancia por los estudios socioantropológicos
respecto del consumo de alcohol, de la causalidad de las enfermedades o sobre
la experiencia del dolor en diferentes grupos sociales.
En diversos grupos etnográficos se describieron no sólo sus concepciones
particulares respecto de la enfermedad, sino respecto del cuerpo en términos de
localización, fisiología y significado de sus órganos y de sus padeceres contras­
tándolos explícita o tácitamente con los puntos de vista biomédicos.
Un capítulo especial lo constituye el estudio del rechazo de ciertos grupos
étnicos americanos a por lo menos determinados aspectos de la medicina
'occidental’, lo cual fue unánimemente atribuido a la incompatibilidad de
puntos de vista, entendidos como concepción de mundo o lógicas diferentes
304 L a parte negada de la cultura

respecto dei significado de la causalidad, del tratamiento y/o de la cura de


los padecimientos.
Si bien un análisis procesal y relacional hubiera evidenciado una tendencia
a la apropiación de ciertas características de la biomedicina por el saber de los
grupos étnicos, la mayoría de las interpretaciones subrayaban la existencia de
saberes y sobre todo perspectivas diferenciales y frecuentemente antagónicos4,
que según algunos autores podían reducirse a través del proceso de acultura-
ción, y según otros siempre mantendrían su identidad diferencial.
Una parte de estos trabajos describieron tempranamente la legitimación
del homosexualismo y del trasvestismo a partir del punto de vista particular de
diferentes culturas, así como la sociología describió comportamientos consi­
derados como “desviados”, anormales o patológicos no sólo por “la” sociedad
sino también por la medicina denominada occidental. La descripción y análisis
de estos procesos, que en algunos casos supusieron dar “voz” propia a sujetos
que expresaban este tipo de comportamientos a través de “historias de vida”,
biografías o relatos, condujo a la antropología cultural a partir de los 30’ a
construir una manera consistente de pensar los procesos de salud/enfermedad/
atención a través de la legitimación del punto de vista étnico y/o comunitario
basada en una concepción relativista de la realidad. No es un hecho fortuito
que varios de los principales exponentes de dicha antropología como Redfield,
Benedict, Hallowell o Devereux dedicaran partes sustantivas de sus investiga­
ciones a los procesos de salud/enfermedad/atención.
Dichos autores asumieron en sus trabajos la existencia de un patrón cul­
tural, de una racionalidad propia de cada grupo, de un punto de vista pensado
frecuentemente en términos de “concepción del mundo”, que los diferencia­
ba de otros grupos, y donde el padecer y la atención del mismo constituían
parte nuclear de dicha concepción del mundo diferencial. Los comporta­
mientos respecto del proceso salud/enferm edad/atención fueron observados
no sólo como expresión de perspectivas diferenciales, sino como núcleos

4. Dicho proceso no siempre supone rechazo y menos enfrentamiento, ya que los da­
tos etnográficos evidencian la frecuente apropiación por el saber popular de prácticas
aparentemente incompatibles con su racionalidad sociocultura!.
Fue el uso de perspectivas a-relacionales el que centró sus conclusiones en la oposición
y no en los procesos transaccionales. Pero además estos estudios partían de una grave
incorrección metodológica, dado que contrastaban el saber de los sujetos pertenecientes
a un grupo étnico con un saber profesional (M enéndez 1981,1990a).
El punto de v ista del actor 305

integrativos fuertes de la identidad de los grupos, y como procesos difíciles


de modificar o por lo menos como “ resistentes al cambio” .
Esta historia es bastante conocida, pero lo que quiero subrayar es que
dicha historia supone reconocer que la antropología cultural desde por lo
menos la década de los 30’ coloca en primer plano la existencia de perspec­
tivas diferenciales a nivel de la comunidad y/o del grupo étnico respecto de
la sociedad nacional dentro de la cual funciona, y que puede o no ser referida
a un marco referencia! mayor, que en nuestro caso, sería la denominada “ so­
ciedad occidental” .
Si bien una parte de la antropología cultural iba a asumir metodológicamen­
te el ‘punto de vista del actor’ con el objetivo de conocerlo desde dentro, para
luego proponer teórica y/o prácticamente su modificación a partir de concep­
ciones evolutivas, aculturativas o desarrollistas, como sobre todo se dio en la
antropología aplicada norteamericana y en el indigenismo latinoamericano,esto
no debe hacemos olvidar que una parte de esa antropología asumía un relati­
vismo cultural radical como cuestionamiento, o por lo menos distanciamiento
respecto de este proceso de asimilación.
Ahora bien el reconocimiento de la existencia de concepciones del m un­
do diferenciales, de que cada cultura (o civilización) produce formas de
pensar y actuar específicas, era una de las interpretaciones dominantes de
corrientes importantes no sólo de la antropología, sino de la sociología y
de la historia como disciplinas, desde por lo menos el siglo xix. La escuela
durkheimiana, y las diferentes variedades historicistas y culturalistas euro­
peas y de los EEUU, colocaron el eje de sus aproximaciones metodológicas
en el reconocim iento de estas diferencias pensadas básicamente en témiinos
de totalidades culturales y que podían referir a un grupo étnico, a una cultura,
a un “pueblo” o a una nación.
Esta era la concepción dominante dentro de las diferentes concepciones
historicistas, e inclusive un autor de la importancia de M. Weber, sostiene que
la explicación de los procesos históricos debe darse a partir de trabajar con el
punto de vista del actor y ver el mundo tal como él lo ve, dado que sólo así
puede entenderse su motivación y puede comprenderse su acción.
Por otra parte, el marxismo participó también de este campo de reflexión
y de acción, ya que como sabemos propuso y describió la existencia de pers­
pectivas diferenciales al interior del sistema capitalista. Su concepción cla­
sista, en particular la dicotómica, refiere a la existencia de dos perspectivas
diferenciales, una referida a la burguesía y otra que corresponde al ‘proleta­
306 L a p arte neg ad a de la cultura

rio’ considerado como el sujeto de la transform ación, y además - y lo subra­


y o - como depositario de la concepción correcta o, si se prefiere, “verdadera”
de la realidad.
Pero el marxismo, entre otras cosas, incluyó la dimensión ideológica
como parte sustantiva de la vida y de las relaciones de los actores sociales lo
que lo condujo a desarrollar los conceptos de fetichismo, de falsa concien­
cia, de alienación y más tarde hegem onía/subaltem idad, que más allá de su
capacidad explicativa, buscaban describir e interpretar las relaciones sociales
que operaban entre las dos perspectivas señaladas, incluida centralmente la
cuestión de la “verdad” .
En consecuencia, tanto desde las propuestas académicas como desde las
políticas, se asume la existencia de perspectivas y racionalidades diferenciadas
en términos de cultura, etnos, nación o clase social, pero mientras que las tres
primeras categorías refieren a totalidades expresadas, por ejemplo, a través del
concepto “concepción del mundo” que es manejado en términos de unidad y
homogeneidad; en el caso del concepto de clase social impulsado por el mar­
xismo supone la inauguración de las propuestas que van a tratar de recuperar el
punto de vista de actores particulares dentro de una totalidad social.
Desde la segunda mitad del siglo xtx el marxismo y otras corrientes socia­
listas y anarquistas reconocieron la existencia de puntos de vista diferentes en
términos de clases sociales, por lo menos dentro de las sociedades capitalistas.
Más aun, algunas tendencias radicalizarán la oposición entre los puntos de vis­
ta de las clases altas y las bajas, especialmente de los trabajadores industriales,
considerándolos total o parcialmente incompatibles. Las tendencias socialistas
y anarquistas constituyen la primer propuesta -e n términos económico/políti­
c o s- de reconocimiento de un sujeto social diferenciado más allá de que en su
acción política la mayoría de los socialismos excluyeron o secundarizaron el
papel autónomo de dicho actor. Pero los devenires, especialmente del marxis­
mo, no pueden negar que los mismos impulsaron inicialmente no sólo “el pun­
to de vista del proletariado”, sino la necesidad de que éste se “empodere” para
poder modificar la sociedad. M ás allá de las críticas más o menos fáciles a los
conceptos de clase en sí, clase para sí o falsa conciencia, los mismos, remiten
justam ente a la posibilidad de un sujeto activo de la transformación.
El análisis de la trayectoria de la perspectiva del actor nos indica que esta
propuesta es relativamente antigua, y que la misma se expresó inicialmente
a través de dos líneas básicas. Una dominante en el mundo académico que
refirió el PVA a totalidades que se reproducían a sí mismas sin incluir el papel
El punto de vista del actor 307

activo de los sujetos que integraban dicha totalidad se llamen cultura, concep­
ción del mundo o mentalidad, conceptos que refieren a totalidades integradas
y cohesivas, donde el sujeto es excluido, no pensado o reducido a las entidades
“cultura” o “etnos”: Lo que realmente me importa al estudiar los indígenas
decía Malinowski, es su visión de las cosas, es su Weltanschauung,e\ aliento
de vida y realidad que respiran y por el que viven. Cada cultura humana da
a sus miembros una visión concreta del mundo, un determinado saber de la
vida” (1975:504).
Y otra desarrollada sobre todo en el campo político y sindical que buscó
discriminar los sujetos activos de la transformación y que se expresó a través
del papel dado al individuo y a los grupos activos por parte de las diferentes va­
riantes anarquistas; por el papel dado a los sindicatos como actor activo por las
corrientes sindicalistas o por el papel del partido y de las células de activistas
impulsados por diferentes corrientes, y especialmente por las identificadas con
el comunismo. Las discusiones sobre el papel del partido, de las burocracias
sindicales y políticas, del espontaneismo o del papel de los grupos de acción
directa expresan justam ente la búsqueda de sujetos activos.
La constitución de una perspecti va centrada en el actor como agente se dará
más tarde en las concepciones académicas que en las organizaciones y concep­
ciones políticas y sindicales. Pero especialmente a partir de la década de los 20’
observamos el desarrollo de trabajos que desde diferentes perspectivas van a ir
afirmando el papel diferencial de ciertos actores dentro de la sociedad global
Como ya vimos, se describirán las perspectivas que diferentes actores sociales
tienen del dolor, del consumo de alcohol o de determinados padecimientos,
proponiendo en algunos casos la constitución de grupos de acción específicos
como fueron a partir de los 30’ los grupos de autoayuda.
Pero además, la perspectiva del actor fue aplicada durante los 30’ en los
EEUU a la situación y relaciones de clase/casta, y especialmente a los trabaja­
dores industriales. Un papel especial cumplió la primera escuela de Chicago al
describir las formas de vida urbana caracterizadas por su “marginalidad”, y de
la cual el trabajo de Anderson sobre los “hobbos” expresa paradigmáticamente
la preocupación de los miembros de esta escuela por describir la (“su”) reali­
dad a partir del punto de vista de los actores marginales.
No obstante, fue posiblemente en el área de los estudios sobre el trabajo
donde se observó con mayor continuidad la preocupación por el punto de vista
del actor, inicialmente a través de la escuela de E. Mayo, la cual consideró de­
cisivo describir y entender el punto de vista de los trabajadores para compren­
308 L a pa rte n e g ad a de la cultura

der las relaciones y conflictos laborales. Si bien esta recuperación tenía como
objetivo mejorar la productividad de la empresa, no por ello debe ignorarse el
intento de reconocer y describir lógicas sociales y productivas diferentes en el
trabajador y en la empresa. Serán sobre todo las investigaciones de Roy o de
Chinoy durante los 4 0 ’ y los 50’ las que describirán con mayor detalle la lógica
laboral observada a través del propio trabajador.
Es importante señalar que los estudios sobre marginales como los hobbos,
así como las investigaciones sobre trabajadores industriales se hicieron a través
de observación participante, es decir tratando de observar la realidad a través
de un estudioso que buscaba -h a sta donde la metodología pudiera- apropiarse
del punto de vista del actor en sus prácticas y no sólo en sus palabras. Y para
ello el investigador trabaja como obrero en un taller o se “convierte” en hobbo
para vivir con ellos y como ellos. Es decir se genera un tipo de investigación
que describe minuciosamente lo que hacen los sujetos, pero a partir de un in­
vestigador que vive dentro del contexto propio de los sujetos que estudia.
El desarrollo de estas tendencias se expresa en la acuñación del concepto
“necesidades sentidas”, que tuvo un intenso uso en diversos campos y espe­
cialmente en el de la salud pública entre las décadas de los 40’ y 60’, y que
refiere a la existencia de “necesidades” definidas por el actor, diferenciándose
de las necesidades observadas por el personal de las instituciones educativas
y de salud. Este concepto, que sigue siendo utilizado hasta la actualidad es­
pecialmente en escuelas de enfermería y de trabajo social, es uno más en la
cadena de conceptos que reconocen la existencia de puntos de vista diferentes,
y que generalmente refieren al punto de vista del paciente o del educando en­
tendidos como “necesidades sentidas” y al de los expertos entendidas como
“necesidades objetivas”.
Pero será sobre todo a partir de los 50’ y 60’ cuando se impulse en forma
más acusada y desde diferentes tendencias el interés por el punto de vista del
actor tanto en términos teóricos como aplicados. Dentro del amplio espectro
de prqpuestas me interesa señalar una aproxim ación que será desarrollada
desde el marxismo gramsciano a través del denominado modelo obrero ita­
liano, que buscó describir la lógica laboral a partir de la experiencia y racio­
nalidad de los propios trabajadores, con objetivos de modificar las condi­
ciones de trabajo e impulsar propuestas autogestionarias basadas en el saber
de los trabajadores (Basaglia et al., 1974, Odone et al., 1977a,1977b). Se
trataba que los trabajadores describieran el proceso productivo, y establecie­
El punto de v ista del actor 309

ran cuáles podían ser las causas de sus accidentes y padecimientos laborales
a partir de su experiencia de trabajo específico.
Si bien a nivel teórico esta metodología incluyó los significados que los
obreros daban a su trabajo, a su medio laboral y especialmente a ¡as conse­
cuencias en sus condiciones de salud, la forma dominante en que se la aplicó,
especialmente en los estudios epidemiológicos realizados en América Latina,
excluyó el orden simbólico para centrarse en datos de tipo económico/político
o epidemiológico, de tal manera que estas investigaciones dan cuenta de una
racionalidad obrera unilateralmente economicista y desprendida de los otros
aspectos de la vida cotidiana.
El uso de esta propuesta evidenció la tendencia de una parte del marxismo
a excluir la estructura de significado de sus objetivos prioritarios, asi como a
dejar de lado la descripción y análisis de los procesos -e n este caso el proceso
laboral- en términos de hegemonía/subaltemidad, pese a que la propuesta de
Gramsci tendía a superar las orientaciones esencialistas y posicionales domi­
nantes en el uso de la perspectiva del actor.
La propuesta del modelo obrero italiano se desarrolló dentro de un proceso
que había sido conmovido por el desarrollo de los estudios sobre subculturas
marginales impulsados inicialmente desde perspectivas función alistas críticas,
y, sobre todo, por los estudios sobre desviación social desarrollados a partir de
la década de los 50’ por el interaccionismo simbólico (Becker, 1971), y la teo­
ría del etiquetamiento, así como más adelante por el marxismo crítico (Tylor
et al., 1977). Y que se expresaron en Italia especialmente a través del trabajo
de los antipsiquiatras.
En el caso del interaccionismo simbólico, de la teoría crítica de la desvia­
ción y más tarde del construccionismo, el punto de partida fue considerar la
desviación como una construcción social en la cual tanto la sociedad a través
de sus grupos sociales como de sus instituciones especializadas (cárceles, hos­
pitales, hospicios, correccionales) etiquetan, estigmatizan y frecuentemente
encierran al “desviado” a partir de sus definiciones sociales y profesionales
de las conductas desviadas. Proponen por lo tanto describir la situación del
desviado desde el mismo, para entender no sólo la discriminación y estigmati­
zación sino las funciones de las mismas para la sociedad.
Estas tendencias propondrán que la desviación no radica en los comporta­
mientos de los desviados sino en la atribución de desviación a dichos compor­
tamientos, proponiendo observarlos no solo como construcciones sociales, sino
como expresiones de la diversidad social y cultural. Una parte de estos trabajos
310 L a p arte neg ad a de la cultura

caracterizan los comportamientos de los “desviados” como constestatarios en


sí, dado que su situación de marginación/estigmatización desnuda/expresa el
proceso de control y normatización desarrollado por las instituciones.
En sus descripciones tratan de recuperar no sólo el punto de vista del ac­
tor sino el sufrimiento experimentado por los desviados. Si bien se reconoce
el papel de la sociedad en la construcción de la desviación, se focaliza la
descripción e interpretación a través de las características sociales y cultu­
rales de los desviados. Una parte de estos estudios subrayan el poder de las
instituciones, de las ideologías técnicas, de las políticas públicas para gene­
rar lo que Ryan (1971) denominó la culpabilización de la victima, es decir
convertir al sujeto “desviado”, enferm o o “pobre” en el culpable exclusivo o
básico de su problema.
Subrayemos que esta interpretación tendrá una notable continuidad hasta la
actualidad, y así autores como Farmer, señalarán desde los 90’, que esta con­
cepción se está aplicando en países como Haití como parte de las políticas de
salud, de tal manera que los pobres y afectados por el VIH-sida son acusados
de ser simultánemanete los responsables de su enfermedad y de su pobreza, sin
hacer referencia a la violencia estructural, que para Farmer es la determinante
de la expansión del sida, especialmente en población pobre.
Estos trabajos proponen la existencia de una lógica propia en casi todo com­
portamiento por más anormal, desviado, patológico o irracional que aparezca
a nivel manifiesto, lo cual genera una convergencia entre la aproximación an­
tropológica y las propuestas devenidas de la antipsiquiatría, especialmente las
de orientación fenomenológica. Desde esta perspectiva, los trabajos de Laing
tendrán un notable impacto al describir la racionalidad de la locura, específica­
mente de la esquizofrenia, desde el punto de vista del paciente (actor) a partir
de introducirse a través de la convivencia con el paciente en la lógica de su lo­
cura. De tal manera que la lógica del actor siempre puede encontrarse a través
de participar en su propia situacionalidad, es decir en cierta medida lo que los
antropólogos denominan “observación participante”.
Pero además Laing descubre que por lo menos determinados sujetos con­
siderados esquizofrénicos, construyen una “fachada” que les posibilita vivir
su padecimiento de una determinada manera, que es a través de la cual se
relacionan con los otros. Esta propuesta se articula con la que Fanón y otros
autores están proponiendo respecto del colonizado y de la denominada situa­
ción colonial. Así como con la de sociólogos y de especialistas en salud mental
que nos hablan de la construcción de la “cara alcohólica” o no alcohólica, de
El punto de vista del actor 311

tal manera que durante los 50’ y 60’ varias orientaciones caracterizarán al actor
por su capacidad de producir “caras”, fachadas y/o “apariencias”, de las cuales
una aparece como la que lo identifica ante los demás como tal.
El conjunto de estas orientaciones no sólo describirán y analizaran el pa­
pel de las instituciones de “encierro”, incluido el hospital y el asilo y no sólo
el hospicio, sino que evidenciarán el papel cumplido por el saber técnico en
la producción y aplicación de concepciones diagnósticas que justificaban los
encierros y los tratamientos. Y por lo tanto F. Basaglia, E. Becker o los te­
rapeutas radicales norteamericanos proponen en los 60’ y 70’ que el cues-
tionamiento y modificación de la situación de los “desviados” pasa no sólo
por soluciones técnicas, sino por el empoderamiento de los mismos, es decir
por desarrollar poderes sociales y personales que les permitan enfrentar a las
instituciones y a los expertos.
Estas investigaciones habían descripto los procesos de medicalización
y de psiquiatrización y una parte de estos estudios se realizaron a partir de
observar dichos procesos no sólo desde el punto de vista de los “ internos”
(equipo de salud), sino especialm ente desde el punto de vista de los “inter­
nados” (pacientes).
Ahora bien, posiblemente hayan sido las diferentes corrientes fenomeno-
lógicas las que más hayan impulsado la legitimación teórica y metodológica
del punto de vista del actor ya sea a través de las propuestas de Sartre, Schütz
o Winch y de sus apropiaciones por los investigadores que se interesan por
diversos campos, incluido el campo de la salud/enfermedad/atención, y para
quienes “La acción humana no puede identificarse, describirse o entenderse
apropiadamente si no se toman en cuenta las descripciones intencionadas, los
significados que tienen tales acciones para los agentes involucrados, las for­
mas en que tales agentes interpretan sus propias acciones y las acciones de los
demás. Estas descripciones intencionadas, significados e interpretaciones, no
son simplemente estados subjetivos de la mente que puedan correlacionarse
con el comportamiento externo; son parte constitutiva de las actividades y las
prácticas de nuestras vidas sociales y políticas” (Bemstein, 1983:285)
El conjunto de las tendencias enumeradas se caracterizan por su nota­
ble y diversificada producción. Desde los 50’ y 60’ contamos con una masa
creciente de estudios donde se describen y analizan el punto de vista de los
pacientes y el punto de vista de los médicos, pero sobre todo se trata de ana­
lizar los saberes y/o las experiencias de los pacientes para observar cuáles
son sus necesidades, objetivos y prácticas y como los mismos difieren, se
312 L a p arte n eg ad a de la cultura

complementan y/o entran en contradicción con las perspectivas biomédicas.


Durante este lapso com ienza a interesar el desarrollo de los grupos de autoa-
yuda y especialmente el punto de vista que los m iembros de dichos grupo
tienen respecto de sus padecim ientos.
Así como también se describen y analizan los puntos de vista de enfermos
mentales incluidos psicóticos y discapacitados graves, como por ejemplo Mac
Andrew y Edgerton estudian a principios de los 6 0 ’ “idiotas” con cocientes de
inteligencia por debajo de 20, concluyendo, como era esperable, que los mis­
mos no pueden generar cultura en sentido antropológico ni tampoco relaciones
sociales. Pero para nosotros lo significativo no está en no poder encontrar cul­
tura en idiotas profundos, sino en la existencia de orientaciones teóricas que
buscaban legitimar el punto de vista de los diferentes actores sociales, inclui­
dos el de los idiotas profundos.
Uno de los objetivos prioritarios de algunas de estas corrientes fue poner de
manifiesto el punto de vista del actor subalterno, pero describiendo también el
punto de vista de los actores hegemónicos, y especialmente el papel cumplido
por técnicos, profesionales y académicos en la construcción de la desviación
y en la formulación de políticas y actividades respecto de los “desviados”.
Sus estudios evidenciaron no sólo el papel de la policía o de las instituciones
correccionales en la construcción y mantenimiento de la desviación, sino espe­
cialmente el papel de las instituciones médicas y no sólo a través del hospicio
para enfermos mentales, sino en el desarrollo de las investigaciones médicas
que se hicieron sobre “poblaciones cautivas” como son prisioneros por delitos
comunes, niños de orfelinatos, soldados rasos, enfermos de clase baja. Estos
trabajos no sólo describieron y denunciaron este acto de poder científico que
excluyó la palabra del sujeto sometido a experimentaciones, sino que impulsa­
ron el “consentimiento informado” como mecanismo de defensa del paciente
(Katz 1984), para más adelante describir también las formas perversas que fue
adquiriendo el consentimiento informado.
Durante los 50’ y 60’ se desarrollan especialmente en Francia una serie de
trabajos, de los cuales el de m ayor difusión fue el de Fanón, que trataron de
recuperar el punto de vista del colonizado, el cual había sido excluido por los
mecanismos económico/políticos e ideológicos desarrollados en la situación
colonial. Debemos señalar que investigaciones realizadas en América Lati­
na también trataron de recuperar el punto de vista de los nativos desde una
perspectiva similar recordando, por ejemplo, que desde los 50’ un grupo de
la Universidad de Cornell comenzó a desarrollar investigaciones antropológi­
El punto de vista del actor 313

cas e históricas en Vicos (Perú), describiendo los mecanismos de dominación


desarrollados por los sectores sociales dominantes durante el periodo colonial
e independiente, que se caracterizaron por explotar, subordinar y excluir las
voces del campesinado peruano.
Subrayemos que estos estudiosos, liderados por A. Holmberg, describen y
analizan las relaciones coloniales incluyendo el terror como uno de los prin­
cipales mecanismos de dominación. Uno de los objetivos de estas investiga­
ciones fue favorecer el desarrollo de condiciones que posibilitaran mejorar la
calidad de vida así como la expresión autónoma del campesinado peruano del
valle de Vicos, lo cual implicaba trabajar contra el papel económico/político,
ideológico y cultural del terror.
Paralelamente se desarrollan los estudios sobre pobreza y sobre marginali-
dad especialmente en los EEUU y en países latinoamericanos, que se traduci­
rán en la elaboración de conceptos y de propuestas de interpretación respecto
de las relaciones dominantes entre los pobres, los marginales y la sociedad
global. Pero más allá de la fuerte crítica teórica e ideológica generada espe­
cialmente respecto de los conceptos “marginalidad”, “pobreza” y más adelante
infraclase, lo que observamos sobre todo en las líneas de trabajo impulsadas
por Lewis (1961), es la descripción de la perspectiva de los pobres y no sólo
respecto de la pobreza en términos socioeconómicos, sino respecto de sus rela­
ciones familiares, de su sexualidad, de sus relaciones de amistad, de su morir.
Más aún, la metodología desarrollada por Lewis si bien focaliza y des­
cribe m inuciosam ente el punto de vista de cada sujeto, cuestiona reducir la
realidad al punto de vista de un sujeto proponiendo la necesidad de incluir
los diferentes sujetos que tienen que ver con un proceso determinado, lo cual
fundamentó no sólo a través de sus estudios etnográficos, sino de trabajos
metodológicos en los cuales describe la técnica de descripción y análisis que
denomina “Rashom on”.
Es decir que a través de los trabajos académicos y políticos sobre la des­
viación social, el trabajo, la locura, la etnicidad, el campesinado, la pobreza
se generarán desde los 50’ y 60’ una serie de propuestas que tienden a validar
la perspectiva del actor como central no sólo en términos de comprensión de
los procesos sino de afirmación cultural y/o política de dichas identidades.
Y subrayo que gran parte de estas propuestas referían el PVA a las relacio­
nes sociales donde opera tanto en términos macrosociales (Balandier, 1955)
como microsociales (Lewis, 1982), y que una parte de dichas propuestas
aparecen vinculadas a proyectos sociales y políticos como fue el caso de una
314 L a p arte negada de la cultura

parte de los que trabajaron con el concepto de marginalidad en Latinoaméri­


ca, y en particular de Fanón.
Ulteriormente y sobre todo a partir de los 60’ y 70’ varias de estas concep­
ciones y objetivos se expresarán con fuerza a través del movimiento feminis­
ta y del movimiento homosexual en diferentes países, especialmente en los
EEUU, los cuales a partir de sus particularidades evidencian un proceso de
continuidad/discontinuidad con las tendencias reseñadas.
Desde por 1o menos la década de los 50’, pero sobre todo a partir de los 70’,
toda una serie de propuestas, incluidas varias surgidas del estructuralismo, pro­
pondrán junto con la “muerte del autor” la importancia del lector, según lo cual
ningún texto es definitivo sino que está “abierto” a las diferentes y cambiantes
interpretaciones de los lectores. Se pasa de una concepción de lector pasivo y
receptivo, a la propuesta de un lector activo, lo cual llevó a una parte de los
analistas a considerar que lo significativo y relevante no está tanto en el texto
original sino en la resignificación de los lectores.
Debemos asumir que estas propuestas ya habían sido desarrolladas por
analistas literarios desde por lo menos fines del siglo xix, los cuales afirmaban
que cada época generaba una lectura diferente de los mismos textos clásicos,
y que dicha diferencia radicaba sobre todo en la apropiación del texto a partir
de las condiciones e intereses dominantes en cada época. La casi olvidada con­
cepción de “historia como presente” de Croce expresa en forma paradigmática
este tipo de propuestas.
Pero además, estas propuestas fueron aplicadas no sólo al análisis de los
textos literarios sino al estudio de los medios de comunicación masiva, dado
que frente a la propuesta de omnipotencia de los medios subrayado por la es­
cuela de Frankfurt, gran parte del marxismo mecanicista y por el sentido co­
mún sociológico y biomédico, un grupo de expertos en medios liderados por
Lazarfeld señaló desde la década de los 40’, que la capacidad de influencia de
los medios es limitada, subrayando que el pape! central está en el sujeto que
lee y escucha, y sobre todo en las relaciones microsociales dentro de las cuales
el sujeto lee y escucha.
Más aún estas corrientes señalan que los medios no crean y menos im­
ponen nuevas representaciones y comportamientos, sino que lo que hacen es
reforzar las representaciones, creencias, actitudes, conductas ya existentes. No
imponen nuevas necesidades, sino que montan su influencia sobre deseos que
ya xisten en los sujetos y microgrupos. De tal manera que los sujetos tienden
El punto de vista del actor 315

a leer, ver, oir y sobre todo a aceptar los productos, necesidades, ideas con las
cuales están previamente de acuerdo.
Esta interpretación del sujeto activo será referida tanto a los medios escri­
tos, a la radio, como más adelante a la televisión. Los estudios de las audiencias
televisivas descubrieron que ver televisión no sólo constituye una actividad
que es parte de la vida cotidiana sino que “ los receptores no son consumidores
pasivos” señalando que “ ...el proceso hermeneútico de apropiación constituye
una parte esencial de las formas simbólicas, incluyendo los productos m ediáti­
cos” (J. B. Thompson, 1998:227).
Estrechamente relacionada con los últimos aspectos señalados, existe
otra línea de trabajos que frecuentemente no se incluye en el análisis de la
trayectoria de esta metodología, pese a sus aportes y a la influencia ejercida
inclusive sobre el manejo e interpretación de los procesos de salud/enfer­
medad/atención. Me refiero a los estudios sobre el consumidor, que tendrán
una notoria importancia en la investigación aplicada, sobre todo a través del
desarrollo de técnicas de obtención de información, en particular los denom i­
nados “grupos focales” o “grupos de discusión” que será ulteriormente una
de las técnicas más usadas por los que realizan investigación/acción centrada
en el punto de vista del actor respecto sobre todo de problemáticas de género
o referidas a VIH-sida.
Entre los líderes iniciales de las investigaciones sobre punto de vista del
consumidor había psiocoanalistas y antropólogos que reconocían la impor­
tancia del sistem a de representaciones sociales y de las m otivaciones incon­
cientes en las orientaciones del consumidor, considerando algunos de ellos
que el elemento más decisivo en la com ercialización de un producto eran los
diferentes puntos de vista existentes en la comunidad. Consideraron que en la
sociedad global existían diferentes puntos de vista, por lo cual distinguieron
tipos de consumidores construidos a través de indicadores sociocupacionales
y de estilo de vida a los cuales aplicaron encuestas y técnicas cualitativas.
Fue en gran medida este tipo de estudio el que comenzó a definir a los actores
sociales en términos de consumo, articulado con criterios de estratificación
social, y que los llevó a diferenciar los consumidores en términos de diferen­
tes estilos de vida.
Un aspecto que me interesa recuperar respecto del desarrollo de la perspec­
tiva del actor impulsado por las empresas publicitarias, es que el mismo tiene
un objetivo manipulador, ya que buscaban describir y comprender cuales eran
las motivaciones de los diferentes tipos de actores, para trabajar sobre ellas con
316 L a p arte n e g ad a de ia cultura

el objetivo de elaborar productos que tuvieran una mayor demanda en función


de que, por lo menos en parte, correspondían a los deseos del consumidor.
Desde los trabajos realizados en la década de los 50’ por E. Dichter, el
padre de la investigación m otivacional en publicidad, hasta la actualidad,
los investigadores de mercado buscan “meterse en la cabeza de la gente”,
para ver sus pensamientos y deseos e interpretarlos, y así diseñar campañas
publicitarias a partir del actor/consumidor. Por lo cual, actualmente ninguna
em presa lanza un nuevo producto al mercado sin someterlo primero a la opi­
nión de los consumidores; dado que, según Cooper y Lannon, “lo importante
es penetrar por el método que sea, en el mundo interior de la imaginación,
la intuición, el lenguaje privado, el juego, que constituyen la m ateria prima
llena de significado de la publicidad. Los métodos cualitativos nos permiten
ver el m undo tal como su experiencia lo revela al consumidor” (citado por
Clark, 1992 :104).
Las empresas dedicadas a este tipo de estudios señalan que sus objetivos
no son la manipulación del punto de vista del actor sino expresar y satisfacer
sus deseos; hay que darle al consumidor lo que quiere. Durante los años 2006
y 2007 el periódico La Jornada entrevistó a los ejecutivos y “creativos” de las
principales empresas de publicidad que operan en México, y la respuesta fue
uniforme: “Tenemos que comprender perfectamente las necesidades y hábitos
de los consumidores para poder diseñar productos y servicios que les interesen.
Las empresas e industrias más exitosas del mundo son las que prioritariamente
se preocupan por entender a sus consumidores” (LJ, 25/05/2006). “Actual­
mente la publicidad ha trasladado al consumidor al centro de todo, y de ahí la
importancia de conocerlo más a fondo, de saber lo que demanda, de entender
su estilo de vida” (LJ, 8/11/2006). Hoy en día no puedes hacer nada que vaya
en contra del consumidor porque pierdes; tienes que ir a buscar lo que el con­
sumidor quiere” (LJ, 13/01/2007).
Al señalar estos aspectos no debemos olvidar que en nuestros países algu­
nos de los grandes anunciantes tienen que ver en forma directa o indirecta con
los procesos de salud/enfermedad/atención, y que las instituciones de salud
privadas y oficiales, y especialmente la industria químico/farmacéutica y la
denominada industria de la enfermedad, han incrementado constantemente sus
gastos en campañas publicitarias. Y son este tipo de instituciones las que no
sólo apelan sino que trabajan con el PVA, por lo cual estamos hablando de los
usos posibles de esta metodología en función de los objetivos de determinados
actores dominantes.
El punto de vista del actor 317

Es decir que el PVA ha sido utilizado para diseñar campañas que a partir
del punto de vista de los consumidores los orienten hacia ciertos consumos o
por lo menos ciertos productos. Orientaciones similares han sido utilizadas
constantemente para obtener información por parte del SS de ONGs y de la
antropología y sociología académicas sobre técnicas de planificación familiar
o sobre uso de preservativos en las relaciones sexuales, las cuales han sido
cuestionadas en términos de manipulación por parte de diferentes grupos.
Estas críticas recuperan viejos cuestionamientos realizados desde los 30’ a
gran parte de los trabajos de antropología y sociología aplicada, que tratan de
documentar el punto de vista del campesino para orientarlo hacia los valores y
objetivos sociales y económicos de la sociedad dominante; así como los estu­
dios sobre satisfacción laboral basados en el punto de vista de los trabajadores
y cuyo objetivo era la manipulación de los obreros. O por las investigaciones
tipo plan Camelot para detectar la perspectiva de la población rural sudameri­
cana respecto de la violencia.
Estos usos conducirán a cuestionar el punto de vista de los “expertos”,
sean éstos antropólogos, médicos, juristas, psicólogos, trabajadores sociales,
policías.
Se cuestionan las interpretaciones de los especialistas que consideran a los
campesinos como apáticos, fatalistas y opuestos a todo cambio, inclusive los
que objetivamente les convenían. Así como al personal de salud mental y es­
pecialmente a los psiquiatras, por considerarlos creadores de por lo menos una
parte de las consecuencias que sufren los “locos”, incluidos centralmente los
criterios a través de los cuales se los diagnostica y se los encierra.
Gran parte de estas críticas surge del análisis de las actividades y políticas
sobre salud, criminalidad e incluso pobreza aplicadas en los países dominantes,
y especialmente en los EEUU. Subrayando que dichas políticas y actividades
fueron generadas por funcionarios y por profesionales que expresaban el punto
de las instituciones y de la sociedad dominante.
En esta síntesis traté de poner de manifiesto la diversidad de las propuestas,
de los objetivos y de los actores sociales sobre los cuales se trabajó, así como
determinadas convergencias previas al notable auge de la perspectiva del actor
durante los 70’, 8Q’y 90’5, concluyendo que la perspectiva del actor no es una
propuesta reciente, sino que se desarrolló por lo menos desde mediados del

5. En las décadas de los 50’ y 6 0 ’se organizan, y en varios casos se fundamentan, la


recuperación de la perspectiva de sujetos sociales hasta entonces no considerados como
318 L a pa rte neg ad a de la cultura

•¡iglo xix, dentro de un proceso de continuidad/discontinuidad que he tratado


de poner en evidencia inclusive en nuestra forma de narrarlo .

El eterno retorno de la homogeneidad

La recuperación actual del “punto de vista del actor” aparece asociada a la


apropiación y resignificación de conceptos como sujeto, subjetividad, identi­
dad, trayectoria, experiencia, agente, movimiento social, género, etnicidad y
por supuesto actor, a través de los cuales se podría describir y analizar la rea­
lidad en términos procesuales, expresivos y transaccionales. Pero ocurre que
algunos de estos conceptos orientan el PVA hacia ciertos objetivos, mientras
otros subrayan básicamente ciertos logros.
Asumir que las estructuras social y de significado se desarrollan y, por lo
menos en parte, se constituyen a partir de las experiencias y de los saberes de
los actores involucrados, me parece una propuesta correcta. Pero, como ya lo
señalamos, nuestra revisión de una parte de las investigaciones antropológicas
sobre proceso salud/enfermedad/atención y especialmente sobre salud repro­
ductiva y VIH-sida, evidencia que la mayoría de los trabajos analizados descri­
be el punto de vista de uno solo de los actores y no del conj unto de los actores
involucrados, o considera como punto de vista del actor el de la comunidad o el
de un movimiento social considerados en cuanto tales, es decir como si fueran
un actor. Más aún, por lo menos algunas tendencias, subrayan la calidad de
“agencia” de dichos actores casi en términos congénitos.
Dada la magnitud alcanzada por los estudios de género en los últimos años
a nivel internacional y en América Latina en particular, es relevante señalar
que la casi totalidad de los trabajos consultados por nosotros describen y ana­
lizan el punto de vista de uno solo de los géneros, y ello tanto en los estudios
centrados en la mujer como en los que se dedican a masculinidad.
Esta orientación parte inclusive de propuestas relaciónales, pero que no se
evidencia en la información que manejan.Y así, por ejemplo, en la encuesta
sobre violencia familiar realizada por el Instituto Nacional de Salud Pública de
México (2003), ios autores señalan que van a presentar datos sobre consumo

actores significativos, como por ejemplo la recuperación de los “adolescentes” impulsa­


da sobre todo por Erikson, y de los “estudiantes” propuesta por autores paramarxistas.
I'l punto de vista del actor 319

de alcohol referidos a la mujer y a su pareja dado que lo que les interesa es


observar la violencia de los varones hacia la mujer (2003:66).
Señalando que en las relaciones mujer/varón que operan en el ámbito
familiar, se desarrollan relaciones de poder, y que el poder no es unidimen­
sional sino que es dialéctico. Dicho estudio plantea que la mujer debe dejar
de ser un objeto para el otro, que debe enfrentar el poder y convertirse en un
sujeto para sí.
Nos informan además que “En la presente encuesta se obtuvo información
sobre la frecuencia de consumo de alcohol tanto de las mujeres como de sus
parejas. Se incluyó la información de la pareja ya que los reportes de algunas
encuestas en México han demostrado una prevalencia alta de consumo de al­
cohol principalmente en hombres” (2003:57). Dicha información se obtuvo de
encuestas, pero también de entrevistas en profundidad/historias de vida, pero
que sólo se aplicaron a mujeres. Es decir que no se obtuvo ninguna informa­
ción procedente directamente de los varones, lo cual considero que no amerita
más comentarios.
Si bien existen trabajos que incluyen protagónicamente a ambos géneros,
no obstante luego de más de treinta años de estudios de género siguen siendo
una notable minoría. Reitero que no cuestiono el objetivo ideológico de gran
parte de estos estudios, pero considero que de seguir manteniendo este manejo
metodológico, los materiales obtenidos serán de escasa utilidad para compren­
der varias de las más sustantivas problemáticas de género y por supuesto de las
relaciones de género.
Es obvio que lo señalado no sólo refiere a los estudios de género, sino
al espectro de trabajos que manejan la perspectiva del actor aplicada a muy
diversos campos, una parte de los cuales más allá de que hablen de sujeto y
de subjetividades utiliza el punto de vista del actor en términos corporativos.
De tal manera que tratan a una comunidad étnica, a un movimiento social o a
una clase social como si fueran una unidad, sin reconocer las diferenciaciones
internas que existen en los mismos.
En relación con lo que venimos señalando, y a partir de un relativamente
antiguo y sugerente texto de Merton (1977), voy a tratar de observar la per­
tinencia de aplicar esta perspectiva del actor a la descripción y análisis de un
proceso específico, el consumo de alcohol y de sus consecuencias en un área
determinada, los Altos de Chiapas, sobre la cual se han producido desde 1940
hasta la actualidad una serie de importantes trabajos antropológicos sobre aleo-
320 L a pa rte neg ad a de la cultura

holización, incluyendo algunos textos clásicos de la antropología internacional


y mexicana (Menéndez (edit.), 1991)6.
Supongamos que queremos describir e interpretar el sistema de repre­
sentaciones, de prácticas, de experiencias organizadas y manejadas por la
población de los Altos de Chiapas, para comprender a partir de sus puntos de
vista las características de su proceso de alcoholización y del “alcoholismo”7,
y en función de ello proponer o no algún tipo de program a específico. Suce­
sivos gobiernos chiapanecos, el Sector Salud de dicho estado y en particular
una parte de los antropólogos que trabajaron en dicha región reconocieron
reiteradam ente la im portancia del alcoholismo. Más aun el antropólogo Ju­
lio de la Fuente a principios de la década de los 50 coordinó un trabajo de
descripción y análisis integral del problem a para form ular un program a inte-
rinstitucional en el cual colaboraron la Secretaría de Salubridad y Asistencia,
la Secretaría de Educación Pública, el Instituto Nacional Indigenista y el
Gobierno de Chiapas.
De acuerdo a la metodología que estamos analizando, el primer paso sería
observar si la población/comunidad/grupo étnico reconoce o no el alcoholismo
como problema, y si una vez reconocido tiene interés en participar y de qué
forma en programas total o parcialmente diseñados por éllos, tal como lo indi­
can expresamente para el alcoholismo algunas de las propuestas de Atención
Primaria desarrolladas luego de la reunión de Alma Ata.
Ahora bien en el caso seleccionado, ¿quiénes son los actores sociales a par­
tir de los cuales reconocer la problemática, diseñar el programa y tomar deci­
siones? La perspectiva del actor utilizada ¿supone asumir la homogeneidad de
la comunidad o del grupo étnico, o supone reconocer al interior de los mismos,
actores con representaciones, prácticas y experiencias diferentes?
Para ser más específicos, cuando se asume el punto de vista de la comuni­

6. Cuando analizamos una metodología específica, es decisivo referirla a un problema


y contexto determinado, para evitar caer en el teoricismo que como ya hemos propues­
to en capítulos anteriores, posibilita desarrollar interesantes discusiones teóricas, pero
que generalmente no permite explicar, en este caso, los usos reales de la metodología
analizada.
7. El proceso de alcoholización refiere a los procesos y estructuras económico/polí­
ticas y socioculturales que operan en una situación históricamente determinada para
establecer las características básicas del uso y consumo de alcohol de los conjuntos
sociales, y es dentro de este proceso que deben ser incluidos el alcohol, el alcoholismo
y el complejo alcohólico.
El punto de v ista del actor 321

dad respecto del alcoholismo ¿se toma en cuenta el del varón, el de la mujer
o el de ambos? La investigación, incluya o no la acción ¿reconoce y utiliza
ambos puntos de vista, o sólo uno de ellos?
Recordemos que las etnografías del alcoholismo sobre Chiapas, y en par­
ticular respecto de toda una serie de grupos étnicos mexicanos, dan cuenta de
que el alcohol es uno de los principales instrumentos de violencia antifemeni­
na. Más aun, que esta violencia aparece legitimada culturalmente.
¿Cuál es en consecuencia el punto de vista del actor a tomar en cuenta?
La recuperación de todos los puntos de vista que operan dentro de un grupo
o comunidad caracterizados incluso por su fuerte identidad y cohesión, puede
poner de manifiesto la existencia de situaciones conflictivas, excluyentes y/o
de dominación interna, mientras que la focalización en uno sólo de los puntos
de vista, el del varón en el caso que estamos analizando, posiblemente nos dé
el patrón cultural “oficial” además del dominante. En consecuencia el manejo
de esta metodología cuando reduce el punto de vista del grupo a uno solo de
sus actores, puede conducir a negar o por lo menos opacar problemas graves
que existen al interior de la comunidad en detrimiento de alguno de sus acto­
res, o puede considerarlos como parte intrínseca y “auténtica” de su cultura,
como parte de su identidad étnica. Más aun, puede reducir la significación de
las consecuencias más negativas que el consumo de alcohol tiene para algunos
de los actores enjuego, lo cual es relevante por lo menos respecto del proceso
salud/enfermedad/atención. Por otra parte una investigación que incluyera los
puntos de vista del varón y de la mujer respecto del alcoholismo puede cues­
tionar determinados aspectos decisivos para el tipo de cohesión y de identidad
dominantes en la comunidad.
Por consiguiente los que aplican esta metodología deberían explicitar cua­
les son los posibles actores significativos identificados al interior del grupo o
la comunidad, y cuál es el peso que tienen cada uno de ellos en su etnografía.
Considerar el punto de vista de uno de los actores como expresión única de la
perspectiva de la comunidad hasta identificarla con la misma, puede tender a
anular la potencialidad de esta metodología. Como sabemos, hasta hace poco,
la tendencia dominante en Antropología ha sido describir el punto de vista de
la comunidad como homogéneo, como expresando un único punto de vista,
frecuentemente ignorando los procesos de fragmentación generados a través
322 L a p arte neg ad a de la cu ltu ra

de divisiones religiosas, políticas o inclusive desarrolladas como consecuen­


cias de acciones impulsadas por el Estado o por ONG8.
El uso de esta aproximación si bien posibilita que el actor exprese su pa­
labra, puede también conducir a clausurar la palabra de otros actores internos
en función no sólo del objetivo de la investigación sino de la manera en que es
usada esta metodología. Si el objetivo básico es que se exprese la etnicidad o
la identidad del grupo, es posible que el mismo opaque las voces de los sujetos
que, por ejemplo en función de su género, disentirían y/o cuestionarían desde
dentro del grupo determinadas orientaciones de dicha etnicidad.
No tenemos información especifica para los Altos de Chiapas, pero en
otros contextos deberían incluirse otras perspectivas de género además de las
dos enumeradas, como es el caso de homosexuales y lesbianas en la medida
que los mismos tengan significación para el problema y contexto analizado.
Por otra parte y dado que analizamos la perspectiva del actor en términos de
género, debe pensarse si se incluye o no la cuestión del bisexualismo masculi­
no que está siendo evidenciado consistentemente por las investigaciones sobre
SIDA en América Latina. Si bien esta inclusión podría no ser estratégica para
el análisis de la alcoholización, podría serlo para otros procesos de salud/enfer­
medad/atención. Lo que quiero subrayar es la necesidad de tomar una decisión
metodológica que oriente la búsqueda hacia la diferencia y/o desigualdad y no
hacia la homogeneidad.
Siguiendo con nuestra propuesta analítica, si en lugar del género nos re­
ferimos a la dimensión religiosa, el punto de vista a considerar respecto de
la alcoholización ¿sería el de los católicos, el de los protestantes, el de los
miembros de las iglesias salvacionistas o el de todos ellos? Esta diferenciación
es de notable importancia para los Altos de Chiapas, dado que además del
continuo incremento de creyentes no católicos, desde por lo menos la década
de los 70’ un sector de católicos viene expulsando a indígenas no católicos de
sus comunidades, logrando hasta ahora que una tercera parte de la población
Chamula haya tenido que migrar forzadamente instalándose preferentemente
en áreas marginales de la ciudad de San Cristóbal de las Casas. Este proceso

8. Las acciones estatales a través de programas de desarrollo económico, distribución


de alimentos o impulso a comités de salud o educacionales pueden generar divisiones
al interior de la comunidad en términos de poder y micropoder. Esto también puede
ocurrir con las acciones impulsadas por ONGs. Más allá de la-intencionalidad de estas
propuestas y acciones, me interesa subrayar el proceso de fragmentación que se desa­
rrolla en las pequeñas comunidades a través de muy diferentes dimensiones.
El punto de vista del actor 323

de expulsión, que continua hasta la actualidad, no se dio sin resistencia, por el


contrario el proceso ha supuesto una larga serie de enfrentamientos que se han
traducido en un número creciente de homicidios.
Las principales causas de la expulsión a nivel manifiesto refieren a que los
“protestantes” y los miembros de las “sectas” no cumplen con “las costumbres
de los antiguos”, siendo una de las trasgresiones más importantes el negarse
a beber alcohol en situaciones ceremoniales. El uso intensivo de alcohol y
de veladoras aparecen estrechamente relacionados en ceremonias religiosas
y tereapeúticas, pero además el consumo de alcohol constituye un elemento
intrínseco del funcionamiento de toda una serie de ceremoniales “políticos” y
matrimoniales que lo convierten en el rubro de mayor gasto ceremonial9.
Es decir que la descripción del proceso de alcoholización en términos de
punto de vista del actor, necesita incluir en el análisis y posible programación
de acciones, un conflicto que cobra características violentas entre actores di­
ferenciados a través de la pertenencia religiosa, pertenencia que influye no
sólo en su relación con el alcohol sino también en la articulación religión y
etnicidad. Debemos subrayar que esta situación no sólo se da en los Altos de
Chiapas, sino dentro de otros grupos étnicos mexicanos, aunque sin adquirir
las características de violencia y expulsión que opera en los Altos.
Sin embargo las descripciones antropológicas sobre alcoholización siguen
produciendo un patrón consistente, cohesionado, articulado del papel de los
usos del alcohol en la vida cotidiana y en sus ceremoniales, pese a que desde
hace por lo menos cuarenta años y en forma creciente una parte sustantiva de
estos grupos han trasformado su relación con el alcohol.
Pero las diferencias de puntos de vista no se agotan en las instancias se­
ñaladas; si tomamos en particular el catolicismo deberíamos preguntarnos
si la perspectiva respecto de la alcoholización ¿es la misma en los católicos
“tradicionales” que en los que adhieren a la teología de la liberación de tanta
incidencia en la situación chiapaneca? No tenemos información para la región
de los Altos, pero sí para otros contextos mexicanos donde se observan noto­
rias diferencias entre estos sectores del catolicismo respecto del alcoholismo
(Macuixtlle García 1992). Por otra parte y para ser consecuentes, en contextos

9. Según información obtenida, la comercialización del aguardiente y de las velas esli'i


en manos de un pequeño grupo de personas, que por otra parte detenta determinados
poderes políticos formales y no formales.
324 L a p arte negada de la cu ltu ra

donde tienen presencia importante deberíamos incluir a los católicos carismá-


ticos, a los espiritualistas y por supuesto los no creyentes.
Dentro de la población de los Altos de Chiapas podríamos planteamos la
existencia de otros posibles actores con perspectivas diferenciales. La más sus­
tantiva tal vez es la que refiere a los diferentes grupos y subgrupos étnicos
que integran la población de los Altos, y en consecuencia preguntarnos por
ejemplo si la relación con el alcohol es la misma entre los Chamula que entre
los Zinacantecos pensando en grupos respecto de los cuales tenemos extensa
documentación etnográfica que evidencia diferencias significativas.
Pero además podemos pensar en diferencias generacionales10, en suje­
tos con o sin experiencia de migración o en sujetos definidos a través de lo
político. Dados los recientes acontecimientos chiapanecos, no sabemos si la
emergencia del movimiento neozapatista supone o no la posibilidad de un
punto de vista diferencial respecto de la alcoholización, en términos activos
pues a nivel discursivo sabemos que cuestionan el “alcoholismo”. Si bien
no contamos con datos específicos, tenemos información de investigadores
que realizaron trabajo de campo durante la década de los 80’ en otra zona de
América Central, informando que por lo menos algunas comunidades indíge­
nas no daban información a los alcohólicos sobre el proceso político que se
estaba desarrollando, debido a que éstos no eran sujetos seguros, “ya que al
emborracharse podían hablar” .
Una perspectiva a tomar en cuenta es la de la población mestiza, no perte­
neciente a los grupos étnicos, pero que constituye la mayoría de la población
en las grandes ciudades localizadas cerca de zonas indígenas y una minoría
activa en medianas o pequeñas localidades. Maestros, sacerdotes, funcionarios
indigenistas, miembros de ONG, etc. establecen algún tipo de relación cons­
tante con los grupos indígenas, y también con el uso del alcohol que desde
algunas lecturas etnicistas y/o antropológicas son consideradas más negativas
que la alcoholización indígena. Más aun, desde dichas lecturas sólo el alcoho­
lismo mestizo sería patológico.
Existe otra diferenciación que no por obvia debe ser olvidada: respecto

10. Respecto de determinados aspectos, la dimensión generacional aparece como de­


cisiva, y así varios analistas señalan que en los municipios indígenas chiapanecos está
surgiendo una fuerte oposición de los jóvenes al poder de los “ancianos”, de tal manera
que las decisiones de éstos así como las instituciones en que basan su poder tradicional
están siendo cuestionados desde perspectivas orientadas hacia el cambio.
El punto de vista del actor 325

del alcoholismo deberían registrarse las perspectivas de los alcoholizados,


pero también de los abstemios. Esto podría conducir a observar la posibi­
lidad o imposibilidad social de la abstinencia desde el punto de vista de la
comunidad, y la necesidad de determinados sujetos de estructurarse a través
de otras estrategias sociales como la conversión religiosa o la pertenencia a
grupos de autoayuda.
El medio rural y étnico en México se caracteriza cada vez más por el frac­
cionamiento en términos políticos y religiosos, pero también a través de otros
procesos que inciden en dicha fragmentación como es el trabajo durante años
de ONGs en determinadasa zonas y comunidades o la aplicación de programas
contra la pobreza que han durado casi tres décadas. Al enumerar este listado
de posibles actores sociales, no cuestiono esta perspectiva metodológica ni la
legitimidad de manejarla a través de entidades organizadas en tom o a lo étnico,
lo religioso, lo político o el género, sino que lo que busco en principio es evi­
denciar la tendencia a la homogeneización que opera casi como una constante
en gran parte de los trabajos consultados, donde “la” comunidad, “el” grupo
étnico o “el” género pretenden funcionar como el punto de vista de un actor
excluyendo la presencia de diversos actores y con perspectivas propias dentro
del mismo, por lo menos respecto de determinadas problemáticas específicas.
Y/o unificando a los sujetos y grupos en tom o a uno sólo de los diversos roles
que los sujetos y grupos operan en su cotidianeidad.
Esta tendencia a la homogeneización/unificación implica el dominio de
concepciones esencialistas y a-relacionales donde la comunidad étnica, el gé­
nero o la clase social son reificados en términos de la identidad de un actor.
Salvo excepciones, el marxismo sólo pensó al sujeto histórico en términos de
género masculino que incluía sin explicitarlo a la mujer.
Pero esta tendencia expresa además la tradicional perspectiva antropoló­
gica de analizar los grupos étnicos como entidades uniformes y más o menos
autónomas, asi como las perspectivas de los estudios de género, que frecuen­
temente analizan la condición femenina como si sólo hubiera una forma de
ser mujer. Para estas tendencias, y más allá de que utilicen o no el término,
es la comunidad étnica la que tiene calidad de agente. La “agencia”, valga
la paradoja, está colocada en la Cultura. Lo cual en gran medida tiene que
ver con lo analizado previamente, es decir, que la m ayor eficacia se lograría
a través de un sujeto/grupo cuya identididad se afirmara a través de una sola
característica básica.
Ahora bien esta orientación fue cuestionada por otras corrientes que liun
326 L a p arte neg ad a de la cultura

bién utilizan el punto de vista del actor lo cual, como veremos más adelante,
indica que existen variadas y encontradas formas de concebir y utilizar esta
metodología.

¿Otras voces y otros ámbitos?

El PVA constituye por lo tanto una metodología que posibilita no sólo poner
en evidencia y explicar determinados aspectos de los procesos de salud/enfer­
medad/atención, sino también trabajar sobre los mismos en términos profesio­
nales y/o políticos con intención de comprenderlos y/o modificarlos. Pero los
usos de esta metodología evidencian ciertos sesgos que necesitamos revisar
para observar sus posibles consecuencias.
Toda una serie de autores pertenecientes a diferentes líneas teóricas, y que
incluso han trabajado con esta metodología han señalado que los sujetos es­
tudiados - o como se quiera d ecir- manejan o por lo menos comunican datos
incorrectos, falsos y/o distorsionados de sus propias acciones y de las acciones
de los otros. “Realmente una visión interna puede ser muy engañosa por varias
razones; por una parte la mayoría de la gente tiene una visión muy limitada
y distorsionada de cómo opera un sistema, ya que tienden a verlo desde la
posición que ocupan dentro de él”. Pero además sus interpretaciones están car­
gadas de racionalizaciones y de propuestas de “como deberían ser las cosas”
(Kaplan y Manners, 1979:52).
Estos autores están de acuerdo en que un nativo tiene un conocimiento
de su cultura mucho más profundo que un sujeto ajeno a la misma, pero ello
no niega los procesos que acabamos de señalar. Más aún un antropólogo que
como V. Turner (1980) reconoce expresamente la importancia del PVA en su
clásico texto La floresta de los símbolos, sin embargo describe y analiza las
distorsiones del PVA respecto de diferentes procesos, incluidos los procesos
de salud/enfermedad/atención.
En general estos autores señalan un hecho obvio, que sin embargo suele no
ser entendido y menos aplicado, y es que si bien los hechos e interpretaciones
que narra un actor posibilita entender la racionalidad sociocultural del mismo,
ello no niega que este actor maneje información errónea o falsa. Lo cual no
significa desconocer que las mentiras intencionales o los datos equivocados
respecto, por ejemplo, de los padeceres que sufre un sujeto son importantes
El punto de vista del actor 327

para de trabajar con las representaciones y experiencias, pero asumiendo que


no sólo pueden generar lecturas incorrectas de la realidad de los procesos que
se están analizando, sino que pueden producir consecuencias nefastas - y no
sólo en términos teóricos- como veremos más adelante.
En diferentes contextos se ha observado recurrentemente que determina­
dos grupos sociales no reconocen el estado de desnutrición de los niños de su
propio grupo; las madres de dichos grupos no manejarían indicadores ni ca­
tegorías nativas que codifiquen como desnutrida a la criatura. La desnutrición
no aparece en las representaciones sociales del cuerpo y de la enfermedad que
construyen estos grupos.
Según Grant, ex presidente de la UNICEF, la desnutrición es invisible para
las propias madres ya que “ ....según un reciente estudio casi el 60% dé las ma­
dres encuestadas cuyos hijos padecen desnutrición pensaban que estos crecían
normalmente y tenían un desarrollo adecuado”, y agrega “Numerosas pruebas
disponibles indican que en casi la mitad de todos los casos de desnutrición,
el principal obstáculo para mejorar el nivel nutricional del niño no es tanto la
falta de alimentos en la familia como el carácter imperceptible del problema”
(Grant, 1983:3,22). En México se ha evidenciado recurrentemente esta situa­
ción en las zonas rurales; un reciente estudio interdisciplinario desarrollado en
comunidades del Valle de Solis (Estado de México) encontró que aproximada­
mente el 60% de los niños menores de cinco años presentaba desnutrición cró­
nica, pero “...en general la población no considera tener problemas al respecto
en tanto cuenta con alimentos, sin importar que su dieta sea monótona, insufi­
ciente o desequilibrada...; resultó evidente que los problemas que determinan
en gran medida los problemas de nutrición en los niños no eran identificados
como tales por las madres, ya que los tomaban como situaciones comunes”
(Martínez et al., 1993:680).
Pero no sólo la desnutrición, sino toda una serie de padecimientos suelen
ser omitidos o resignificados a través de representaciones y experiencias que
posibilitan explicaciones y a veces controles personales y socioculturales sobre
dichos padeceres, aunque no la solución de sus consecuencias en términos de
morbimortalidad, como ha sido observado en el caso de la “chupadura de la
bruja” en comunidades rurales de Guanajuato, Tlaxala o el estado de México,
según lo cual determinadas muertes infantiles generadas por caídas, golpes o
deshidratación son atribuidas a la intervención de una bruja .
Si bien estas constataciones son correctas, las mismas no debieran ser re­
feridas solamente al sujeto y a su punto de vista como actor, sino ¡il sistema
328 L a pa rte n e g ad a de la cultura

social dentro del cual se construye y funciona dicho sujeto. Es decir que las
representaciones culturales o las experiencias que manejan estos sujetos, no
debieran ser desarticuladas de las condiciones económico/políticas que inciden
en la existencia y uso de alimentos, y que han limitado históricamente la posi­
bilidad de producirlos y consumirlos, y han ido estableciendo las condiciones
para considerar “normal” los estados desnutricionales11. Así como tampoco
debieran ser desarticuladas de las condiciones simbólicas que operan en las ex­
plicaciones locales de las muertes infantiles en términos de brujería, que ade­
más deben incluir el sistema de relaciones personales y microgrupales caracte­
rizadas por las competencias familiares por recursos escasos (Peña, 2006).
Debemos asumir en toda su significación y consecuencias que si bien los
análisis interpretativos que colocan el eje en el PVA posibilitan entender la
racionalidad social con que operan los sujetos, ello no implica desconocer que
por lo menos una parte de estos sujetos colocan la causalidad de sus experien­
cias negativas personales (muerte de hijos, desnutrición endémica) en procesos
y actores que no tienen que ver con dichas consecuencias, sino como parte de
un imaginario subjetivo y social que “elimina”, ignora o secundariza las causas
y procesos que determinan dichas muertes y dichas desnutriciones.
Entre los 50’ y 70’ estos procesos solían ser interpretados en términos de
alienación, falsa conciencia o conceptos similares que prácticamente fueron
eliminados a partir de los 7 0 ’, pese a que tanto estudios intensivos como expe­
riencias narrativas evidenciaban la existencia de estos tipos de comportamien­
tos. Durante los 50’ W. Burrouhgs escribe “La droga es el producto ideal...,
la mercancía definitiva. No hace falta publicidad para venderla. El cliente se
arrastrará por una alcantarilla para suplicar que se la vendan... El comerciante
de drogas no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su pro­
ducto” (1980:7). Es decir que el complejo adictivo desarrollado desde la déca­
da de los 20’ y reimpulsado desde los 50’ constituye una especie de paradigma
de la sociedad de consumo. Más aún, uno de los más minuciosos estudios
sobre usos de drogas (Bourgois 1995) concluye que los valores y objetivos de
los sujetos dedicados al narcomenudeo en un barrio de clase baja son similares
a los de los sectores dominantes de los EEUU.

11. Puede ser que el grupo reconozca y/o clasifique la “desnutrición” dentro de otras
referencias de significado que no corresponden a la clasificación biom édica de en­
ferm edades, lo cual supone desarrollar un trabajo antropológico para detectar dicho
significado.
líl punto de vista del actor 329

Subrayo que no acuerdo ni desacuerdo con este tipo de interpretaciones,


sino que señalo la necesidad de incluirlas en las descripciones y análisis de los
actores, en lugar de excluirlas apriori. Reducir el PVA a los sujetos - y exclu­
sivamente a sus palabras- impide obtener información que posibilite analizar
los procesos no sólo en términos relaciónales sino también en términos de
hechos sociales.
Las investigaciones sobre procesos de alcoholización y alcoholismo han
evidenciado recurrentememnte que tanto a nivel comunitario como personal,
en determinados contextos no se reconoce que el alcoholismo sea un problema,
sino que el uso del alcohol es resignificado en términos culturales y/o subjeti­
vos como una sustancia que cumple diversas funciones positivas. Gran parte
del rechazo médico respecto de los grupos y sujetos alcoholizados reside en
que niegan su “alcoholismo”, especialmente en el caso de los bebedores cró­
nicos. Los médicos que trabajan en el primer nivel de atención en México han
construido una representación técnica fuerte de que el alcohólico se caracteriza
por ser mentiroso, ocultador, mistificador. Es decir que el actor niega su pro­
blema (Menéndez y Di Pardo 1996 ,2003).
En el caso de la mujer este ocultamiento ha sido sistemático sobre todo
en algunos contextos, lo que entre otras cosas ha dado por resultado que las
encuestas epidemiológicas sobre consumo de alcohol, por lo menos en algu­
nos países, no capten realmente la incidencia real de esta problemática debido
justamente al ocultamiento sistemático de los actores.
Recordemos que la desnutrición y el alcoholismo siguen constituyendo dos
de los principales problemas de salud colectiva en varios contextos; que en el
caso del alcoholismo la negación del problema es en gran medida producto de
las funciones culturales y económico/políticas que cumple el uso y consumo
de alcohol y que lo convierte en uno de los principales indicadores de perte­
nencia sociocultural, asi como en una sustancia que aparece incluida en las
principales ceremonias y rituales que no sólo dan identidad sino continuidad a
dichos gmpos, por lo cual el punto de vista del actor no sólo suele negar este
problema, sino que considera los diferentes usos del alcohol como parte básica
de su propia identidad, pese a que en numerosos contextos el alcohol consti­
tuye a través de cirrosis hepáticas y violencias una de las primeras causas de
m orbim ortalidad.
Diferentes tipos de estudios señalan reiteradamente que la mayoría de los
miembros de una población determinada maneja datos incorrectos sobre los
procesos de salud/enfermedad/atención que más inciden sobre su salud; que
330 L a pa rte n e g ad a de la cultura

¡tilos proccntajes de población desconoce que sufren padecimientos como


diabetes, cáncer de próstata o hipertensión arterial. Más aún en términos de
género las mujeres consideran que tienen peores condiciones de salud que los
varones, cuando en la mayoría de los países americanos y europeos suelen te­
ner no sólo menores tasas de mortalidad general y en todos los grupos etarios,
sino mayor expectativa de vida. La reiterada verificación de este tipo de datos
ha conducido a los epidemiólogos a señalar que la percepción de las personas
de una comunidad no constituye un buen indicador para establecer cuáles son
las características de salud/enfermedad dominantes en dicha comunidad.
Toda una serie de informantes ocultan o falsean intencionalmente los datos
por diferentes razones. Es obvio que la casi totalidad de los homicidas, de los
violadores, de los agresores de niños a nivel familiar no reconocen ser homi­
cidas, violadores ni agresores, pese a ser por supuesto sujetos. Pero además
la mayoría de las mujeres y de los varones violados sexualmente no sólo no
denuncian el hecho, sino que lo ocultan dado que frecuentemente estas viola­
ciones ocurren dentro de relaciones primarias familiares. El falseamiento de
la información por parte de los sujetos puede obedecer a diferentes objetivos,
como son la obtención de despensas o de dinero en efectivo que distribuyen
ciertos programas contra la pobreza o debido a las consecuencias de desastres
.Es decir la mentira constituye parte de las estrategias de supervivencia.
Pero obviamente la mentira no es patrimonio de los grupos subalternos,
dado que los actores de todos los sectores sociales mienten intencionalmente
como parte de sus estrategias de supervivencia o de poder. A principios del
2008 el Center for Public Integrity de los EEUU publicó un informe en el cual
se indica que el presidente Bush y siete de los más altos funcionarios de su go­
bierno mintieron 935 veces en el lapso de dos años para justificar, letigimar y
lograr apoyo para su intervención militar en Irak. Según el informe a partir del
11 de septiembre del 2001 propagaron en términos intencionales y sistemáticos
información errónea.
La mentira y el ocultamiento puede obedecer a otros factores, y así por
ejemplo se calcula que el 40% de los varones mexicanos se caracterizan por
la eyaculación precoz, y se incrementa constantemente la disfunción eréctil lo
cual no se expresa en las encuestas sobre relaciones sexuales dado justamente
el ocultamiento de este tipo de datos que cuestionan ciertos aspectos de la iden­
tidad masculina. Nichter (2006) ha analizado el comportamiento de fumadores
que reconocen inclusive las consecuencias negativas de fumar tabaco, pero que
I-I punto de vista del actor 331

desarrollan toda una serie de justificaciones y de acciones para seguir fuman­


do, reduciendo imaginariamente la gravedad de las consecuencias.
En función de estos datos concluimos que los actores no suelen reconocer
- o por lo menos no incluir- algunos de los problemas graves que los afectan,
que en determinados casos los ocultan intencionalmente, y que en función de
estrategias de supervivencia, de poder y simplemente por vivir suelen mentir.
Si como estamos observando el actor desconoce u oculta intencional y/o
funcionalmente problemas que lo afectan, estamos ante situaciones que evi­
dencian las limitaciones de esta perspectiva. Pero además esta constatación
nos conduce a interrogarnos sobre ¿qué se debiera hacer, en términos de esta
metodología, cuando el actor niega/oculta problemas? ¿Acaso no hacer nada
hasta que la comunidad/grupo reconozca el problema y modifique o no sus re­
presentaciones y prácticas? ¿Acaso inducir al cambio a través de la aplicación
de programas verticales, o desarrollar tareas de educación/concientización con
la comunidad/grupo a través de programas horizontales?
La aplicación radical de la perspectiva del actor, sostenida especialmente
por algunas tendencias etnicistas y feministas, conduciría a la no intervención
y/o a esperar que el actor defina su propia situación. A veces tengo la impresión
de que para algunos antropólogos si el actor no registra un proceso o inclusive
lo niega, dicho proceso no existe, aun cuando tenga consecuencias en su vida
cotidiana, por ejemplo en términos de enfermedad y de mortalidad.
La perspectiva del actor suele concluir tácita o explícitamente que lo que el
actor no registra no existe para él. Lo cual, por lo menos en parte es correcto,
pero lo grave es que muchos antropólogos funcionan como si el problema no
existiera más allá del punto de vista del actor, lo cual en gran medida es pro­
ducto de reducir la realidad del actor a su propia perspectiva, y a no incluirla
dentro de un sistema de relaciones donde otros actores pueden tener perspecti­
va similares, pero también diferentes.
Ahora bien, en la práctica lo dominante ha sido la utilización de las otras
dos posibilidades señaladas; pero ambas, y lo subrayo, suponen procesos de
inducción según los cuales el punto de vista del actor será modificado por lo
menos parcialmente a partir de una perspectiva “externa”, aun aplicando técni­
cas que respeten hasta lo posible el punto de vista “interno”.
Esto lo señalo no porque cuestione estos usos, sino para recordar que los
mismos no son frecuentemente asumidos por los que aplican la perspectiva del
actor a través de la concientización, de la educación denominada popular, etc.,
ya que en esas actividades hay siempre un quantum de inducción que, enlrc
332 La p arte n e g ad a de la cultura

otras cosas, puede suponer el reconocimiento de problemas no percibidos, ne­


gados o silenciados previamente por los actores. En consecuencia ¿cuáles son
los límites entre el punto de vista del actor y el punto de vista del investigador,
incluido el investigador/actor?
Más allá de establecer líneas precisas de acción que, por supuesto, se de­
finirán en cada situación, nuestro interés radica en establecer las maneras en
que es usada esta metodología sobre todo respecto de ciertos aspectos que
consideramos claves. Como sabemos en numerosos contextos no fueron los
sectores oprimidos, “desviados” o marginados, pero tampoco la mayoría de
los grupos sociales los que problematizaron situaciones que amenazaban la
salud de por lo menos una parte de la población. En el caso de las consecuen­
cias cancerígenas del tabaco no fueron los fumadores ni los no fumadores que
convivían con los fumadores los que denunciaron, promovieron estudios y/o
establecieron medidas de control a nivel de su propia vida cotidiana. Por el
contrario la mayoría de los fumadores negaron inicialmente dichas consecuen­
cias o convivieron con éllas normalizándolas como parte de sus vidas. Fueron
las investigaciones epidemiológicas y clínicas las que no sólo establecieron
las consecuencias negativas del tabaquismo, sino que propusieron las medidas
para reducir el consumo de tabaco. Más aún, los fumadores coincidieron gene­
ralmente con el punto de vista de las empresas tabacaleras, y no con el de los
investigadores y salubristas que lo cuestionaban. Y sólo más tarde comenzó un
proceso de reconocimiento activo por parte de la sociedad civil y de los sujetos
individuales.
Actualmente en México la violencia contra la mujer es una de las temáticas
más impulsada por los estudios de género, por las ONGs y por las instituciones
del estado que tienen que ver con la mujer. Pero ocurre que en la mayoría de
los casos dicha violencia no fue señalada y combatida, por lo menos inicial­
mente, por los sujetos que la padecían, sino por sujetos “externos” inclusive a
la comunidad. Dado que dichas violencias aparecen en muchos grupos estruc­
turadas a través de representaciones y prácticas que la normalizan como parte
de su sistema cultural.
Ahora bien, supongamos que al trabajar con el punto de vista de la comu­
nidad, ésta niega dicha violencia, o lo que puede ser aun más interesante, la
reconoce pero la refiere a sus formas de vida. ¿Qué hacer ante esta situación?
Si se acepta el punto de vista del actor comunitario, legitimamos la persisten­
cia de la violencia dado que el asesinato de niñas, las prácticas que implican
el repudio de la mujer por el marido o la aplicación de determinadas técnicas
El punto de vista del actor 333

mutiladoras del cuerpo son parte de la organización sociocultural de numero­


sas sociedades, y alterar dichos patrones supondría ir contra el punto de vista
del actor. Pero además ¿cómo interpretar desde la perspectiva del actor las
situaciones donde existe un constante uso de la violencia homicida, la cual
es reconocida y denunciada por la comunidad y las autoridades de la misma,
pero donde la violencia continúa funcionando e incluso incrementándose en la
larga duración histórica, es decir que no es un problema coyuntural, sino una
constante social?
Frente a este tipo de procesos el investigador que parte de la perspectiva
del actor puede recurrir al relativismo cultural que convalida el punto de vista
del actor como parte de la racionalidad sociocultural de cada grupo; o puede
convalidar el punto de vista del actor en términos teóricos aun cuando el inves­
tigador no esté de acuerdo en términos morales, ideológicos y/o técnicos con
dichos comportamientos pero sin intervenir sobre ellos. Una variante, posi­
blemente la más utilizada, es afirmar metodológicamente el punto de vista del
actor, pero induciendo modificaciones en términos que afecten mínimamente
la identidad del nativo. Que, como sabemos, fue la línea dominante en los
trabajos sobre aculturación y de antropología aplicada desarrollados entre los
30’ y los 60’, y sigue siendo una de las líneas dominante en los trabajos de
investigación/acción en la actualidad.
Dadas éstas, y por supuesto otras posibilidades, considero que los que tra­
bajan en términos de investigación o de investigación/acción a partir de la
perspectiva del actor, deberían explicitar cuáles son sus formas de manejar
dicha perspectiva, dada la falta de definición mínima de esta metodología por
muchos de los que la utilizan, y especialmente por los que trabajan en términos
de intervenciones. En el caso de una parte de las ONGs mexicanas que trabajan
cuestiones de género, no termino de saber con precisión si el PVA refiere a los
sujetos con que éstas trabajan o refieren al punto de vista de la ONG. Y así por
ejemplo en el año 2000 algunas importantes ONGs denunciaron que el matri­
monio en grupos étnicos de los Altos de Chiapas implicaba la compra/venta de
la mujer, denunciándolo como una violación a los derechos humanos de dichas
mujeres vendidas.Y a partir de estar de acuerdo con dicha denuncia -aunque
no con algunas de las formas que usaron para difundir dicha inform ación- que­
da claro que la ONG impone su punto de vista, cuestionando el punto de vista
del grupo étnico en términos de “usos y costumbres”.
Ahora bien, pese a los cuestionamientos descriptos, debemos reconocer ln
334 L a p arte n eg ad a de la cultura

notable expansión de esta metodología debido a sus posibilidades teóricas e


ideológicas, pero también de otro tip o 12, que requieren ser analizadas.

El otro y su investigador

Desde la perspectiva que estamos desarrollando esta metodología no sólo re­


fiere al actor que el investigador estudia o con los cuales una ONG trabaja,
sino que refiere también al investigador, a la ONG o al personal de salud que
estudia y/ trabaja con dichos actores. Es un hecho casi obvio que si nos preocu­
pa el sujeto y su punto de vista, deberíamos necesariamente incluir no sólo la
subjetividad del que los estudia sino también las relaciones que establece con
los sujetos o actores que estudia. Sin embargo una de las notables paradojas
metodológicas, es que cuando más se habla de sujeto y de subjetividad, más se
excluye la subjetividad del investigador en el proceso de investigación.
Gran parte de las propuestas iniciales que recuperaron el PVA se centraron
exclusivamente en los actores a estudiar, excluyendo al equipo de investiga­
ción o a los miembros de las ONG. Es decir autoexcluyéndose,como si éllos no
tuvieran mucho que ver, pese al activismo e involucramiento que caracteriza a
una parte de los estudiosos y a las ONGs.
Estas orientaciones utilizaron una retórica donde el investigador simple­
mente aparece como una suerte de “correa de transmisión” entre el sujeto y
el resto de la humanidad. Su trabajo se reducía a posibilitar que la voz del
enfermo, de la prostituta o del adicto no sólo se expresara, sino que se oyera.
Pero ocurre que en la casi totalidad de los casos, quien realiza el proyecto de
investigación, quien decide hacer el estudio, quien formula una determinada
metodología, quien selecciona las técnicas, quien va a observar o a entrevistar
es el investigador, más allá de que retóricamente diga que no.

12. Hay toda una serie de aspectos “técnicos” que favorecen el uso de esta metodología,
y de los cuales sólo citarem os algunos como ejemplificación: a) es mucho más fácil
describir y analizar las “narrativas” de un actor que las “narrativas” y las relaciones que
operan entre distintos actores sociales; b) para una mujer es más fácil entrevistar a una
mujer que a un varón en gran parte de los contextos y grupos mexicanos, y viceversa;
c) no sólo es más fácil codificar la información procedente de un actor que de varios
actores, sino que la mayoría de los programas existentes posibilitan sobre todo trabajar
con un actor.
El punto de v ista del actor 335

Esta actitud podemos entenderla como expresión de una primera etapa


reactiva ante las orientaciones teóricas que negaban al sujeto, pero la aplica­
ción unilateral de la misma conduce a generar un sesgo que no sólo afecta la
comprensión de los procesos a estudiar, sino que supone una clara maniobra
ideológica, al eliminar toda reflexión sobre los presupuestos de muy diverso
tipo que operan en los investigadores o en los miembros de las ONGs. Como
señala Bourdieu: ”E1 sociólogo no puede ignorar que lo propio de su punto de
vista es ser un punto de vista sobre un punto de vista... Y sólo en la medida que
es capaz de objetivarse a sí mismo puede captar el punto de vista (del otro), es
decir, comprender que si estuviera en su lugar indudablemente sería y pensaría
como él” (1999:543).
Subrayo, para evitar equívocos, que mi análisis cuestiona algunos aspec­
tos centrales de los usos de esta metodología, pero no para deslegitimarla,
sino para reform ular ciertos aspectos dada su eficacia y posibilidades. Y de
los cuales uno de los más significativos refiere justam ente al punto de vista
del investigador.
Previamente enumeré, y en algunos casos analicé, diversos aspectos del
PV de los actores que incluían algunas referencias a los investigadores, pero
ahora me concentraré en éstos últimos. Dada la multiplicidad de aspectos, y
en función de los objetivos de este trabajo, agruparé dichos aspectos en dos
apartados.
Como ya lo señalamos las orientaciones que trabajan con el PVA frecuen­
temente no toman en cuenta - o por lo menos no analizan m etodológicamente-
que por estrategia de vida y/o por diversos intereses los sujetos pueden engañar,
mentir, ocultar ciertos aspectos de “su” realidad. Analizando hace varios años
la propuesta de H. Becker sobre perspectiva del actor, uno de los principales
estudiosos de la desviación social consideraba que: “El énfasis de H.Becker en
el punto de vista de los desviados no tiene por qué significar que las valoracio­
nes y el punto de vista de las personas desviadas hayan de ser tomadas como tal
y como aparecen a primera vista. Las personas desviadas pueden intentar en­
gañar conscientemente a los observadores y a los demás “extraños”; o pueden
engañarse a sí mismos intencionadamente o, en todo caso, no entender cuál es
su verdadera condición. La presentación o la construcción de fachadas es algo
consistente con la capacidad de los sujetos para manejarse a si mismos en sus
relaciones con su entorno y con las personas que lo constituyen. La fachada es
una parte del manejo de la interacción...” (Matza, 1981:53).
Algunos etnometodólogos han planteado que la realidad que los actores nos
336 L a p arte neg ad a de la cultura

expresan en las entrevistas e inclusive a través de la observación, es una reali­


dad organizada y estereotipada generada por los sujetos y grupos que la utili­
zan en relación con los otros y consigo mismos. El actor produce una realidad
que tiende a opacar y/o ocultar funcionalmente determinadas características de
su realidad, de tal manera que la mentira y el engaño no sólo forman parte de la
vida social sino que los actores mienten o sesgan la información que dan a los
investigadores, por lo cual o el investigador aplica dispositivos para violentar
esa representación de la realidad o lo que se describirá será la “apariencia” del
sujeto pero no su verdadero comportamiento. Gran parte de los “relatos”, de
las “narraciones”, de las “autobiografías” obtenidas por los científicos socia­
les constituyen sobre todo técnicas de convencimiento y/o autoconvenimiento,
más que expresión de la experiencia y vida cotidiana de los sujetos.
Para varios etnometodólogos la “realidad” debe ser estudiada a partir de
cuestionar el nivel manifiesto que expresa el actor en términos de representa­
ción. Esta situación opera en los diversos contextos socioculturales incluidas
las sociedades caracterizadas por impulsar el “éxito” medido a través de con­
diciones materiales y como parte de sus “valores”/objetivos centrales, de tal
manera que el sujeto debe competir en las transacciones económicas, en las ac­
tividades deportivas e inclusive en la producción científica, en todas las cuales
frecuentemente la simulación (fachada) constituye parte de sus estrategias de
vida. Y dado que la gente miente y simula constantemente, dado que el engaño
es parte normalizada de la vida cotidiana, J.Douglas propone que utilicemos
el engaño y la mentira como técnicas que nos permitan acceder a lo que los
sujetos realmente hacen y silencian, ya que una técnica de los actores puede ser
el silencio respecto de ciertos aspectos déla realidad.
Una parte de los que trabajan con la metodología del PVA entre nosotros,
no reflexiona sobre estos aspectos, otros los consideran como parte normali­
zada de las estrategias de negociación de los sujetos o los convalidan como
“verdad” en términos de relativismo cultural, mientras algunos contribuyen in­
tencionalmente a generar ciertos ocultamientos. Una parte de los estudios que
utilizan la perspectiva del actor, y especialmente respecto de ciertos actores y
procesos, se caracterizan por no describir o descricribir mínimamente ciertas
características del actor. Y así en sus estudios casi no aparecen corrupciones,
mordidas, transas, competencias individuales “desleales”, ni envidias de la
mala ni de la buena. Es decir estos estudios “protegen” al actor que estudian,
en gran medida por su compromiso ideológico y afectivo con el mismo, lo cual
conduce a producir una visión tergiversada de la realidad.
El punto de vista del actor 337

Esta situación suele agudizarse cuando el investigador y/o los miembros


de una ONG establecen fuertes relaciones de intimidad y confianza con los
sujetos que “estudian” o cuando establecen compromisos ideológicos con las
actividades de impugnación y empoderamiento de dichos sujetos. Por lo cual
deciden no describir comportamientos que pueden contribuir a estigmatizarlos.
Dentro de mi experiencia más o menos inmediata recuerdo investigadores que
no describieron relaciones de incesto, estrategias de ocio dentro de procesos
laborales, violencias contra los hijos o comportamientos alcoholizados negati­
vos, pese a haberlos registrado etnográficamente.
Una variante de estos sesgos la observamos en estudios y/o intervenciones
con ciertos actores, y así por ejemplo la mayoría de los estudios sobre la mujer
realizados desde una perspectiva de género en México no estudian realmente
a la mujer, sino que concentran sus descripciones, análisis y acciones sobre al­
gunas partes del cuerpo femenino -básicam ente su aparato sexual y reproduc­
tivo-; sobre ciertos grupos de edad femenino que refieren casi exclusivamente
a la mujer en su etapa reproductiva, y respecto de ciertos procesos centrados en
la violencia contra la mujer (Cardaci, 2004; Menéndez y Di Pardo, 2005).
Estas orientaciones se articulan con un hecho relevante sobre el cual tam­
poco reflexionan la mayoría de los que utilizan esta metodología. Nuestros
análisis de los estudios antropológicos sobre varios procesos de salud/enfer­
medad/atención (alcoholización, síndromes delimitados culturalmente, vio­
lencias, saber médico) que manejan la perspectiva del actor tanto en térmi­
nos de representaciones sociales como de experiencias se caracterizan porque
obtienen la casi totalidad -p o r no decir la totalidad- de su información de
la palabra de los sujetos que estudian. Es decir que los que usan esta meto­
dología reducen la explicación o interpretación del mundo a lo que expresan
los sujetos: “La premisa epistemológica del constructivismo social consiste
en que las observaciones se basan en nuestras construcciones mentales, más
que en la aprehensión directa del mundo físico. El constructivismo social no
centra su atención primordialmente en la correspondencia entre la ‘realidad
objetiva’ y la observación, sino entre la observación y la utilidad que ella tiene
para la comprensión de nuestros propios y múltiples mundos subjetivos... El
mundo que importa es pues el que se crea por las acciones sociales de los seres
humanos a través de la acción recíproca y la intercomunicación con otros.”
(Quinney, 1985:233-34).
Esta perspectiva, que parte de algunas propuestas correctas, conduce fre­
cuentemente a ignorar los hechos y estructuras que existen independíenteme!)
L a p arte neg ad a de la cultura

te ile Iíi conciencia de los actores sociales y a considerar sólo como “auténtica”
la perspectiva de los actores. Pero además reducen la realidad que estudian, a
lo que los entrevistados les dicen o les narran.
Para una parte de los que utilizan esta perspectiva existe un sobreenten­
dido generalmente no explicitado de que las representaciones y/o las expe­
riencias expresarían isomórficamente a las prácticas, lo cual justifica que las
descripciones etnográficas sean básicamente descripciones de las representa­
ciones y de las narrativas experienciales y no de las prácticas de los actores,
por lo menos respecto del proceso salud/enfermedad/atención. Si bien, como
ya lo señalamos, algunos autores plantean que no les interesa la cuestión de
si los saberes y las experiencias corresponden a las prácticas dado que sólo
le interesan los significados. Otros ni siquiera lo reconocen como problema;
es decir, trabajan como si las narrativas de las experiencias equivalen a las
prácticas de los sujetos.
Sin negar la existencia de un determinado nivel de correspondencias entre
prácticas y representaciones o experiencias, estos usos no incorporan los apor­
tes de la teoría antropológica, que sostiene la existencia no sólo de diferencias
sino de discrepancias entre representaciones, experiencias y prácticas.
Las representaciones sociales constituyen una suerte de explicación y de
guía para la acción, a partir de asumir que las representaciones se modifican
en la práctica. Las investigaciones epidemiológicas y sociológicas dan cuenta
consistentemente de que los conjuntos sociales suelen tener información (re­
presentaciones) respecto de cuáles son los comportamientos que evitarían o
por lo menos reducirían las consecuencias negativas de determinados padeci­
mientos, lo cual sin embargo no se observa en las prácticas de dichos conjuntos
sociales, reconocido frecuentemente por ellos mismos.
Y algo similar podemos señalar respecto de la “experiencia”, y así por
ejemplo la descripción de la catrera del enfermo en términos de experiencias
evidencia la dinámica situacional del actor, que generalmente no es captada
por las etnografías culturalistas. Cuando el sujeto, por ejemplo, es interrogado
o narra qué hace frente a determinado problema de salud, indica ciertas activi­
dades que se redefinen y modifican cuando solicitamos que describa la secuen­
cia de acciones realizadas ante dicho episodio específico, de tal manera que
frecuentemente pasan a enumerarse y/o a tener relevancia acciones y repre­
sentaciones que no emergieron cuando sólo se busca la representación general
del proceso de atención de un problema de salud o cuando el interrogatorio es
referido sólo a la situación inmediata.
El punto de vista del actor 339

He observado que el sujeto, al ser entrevistado sobre el padecimiento que


sufre, informa generalmente sólo el último diagnóstico establecido, pero no
relata el proceso de transformación diagnóstica que caracteriza frecuentemente
la carrera del enfermo. Así a nivel de diversos sectores populares en México
hemos detectado que ante determinados síntomas el sujeto puede diagnosticar
gastroenteritis, por lo cual autoatiende el episodio o lo trata con un curador
biomédico, y según los resultados más o menos inmediatos del tratamiento
modifica este primer diagnóstico transformándolo en brujería o en empacho re­
curriendo a un curador especializado en este padecer. Este proceso puede darse
en términos inversos, y puede dar lugar a más de un proceso de resignificación
diagnóstica y terapeútica, pero lo que me interesa subrayar es la existencia de
varias posibilidades en el diagnóstico y tratamiento generados por el actor, que
en la medida que no sean reconocidas como proceso se tenderá a cosificar una
determinada información como punto de vista del actor, pese a que la misma
no exprese cómo funcionó realmente la perspectiva (práctica) del actor (Me­
néndez, 1984 ; Osorio, 1994; Peña, 2006).
El punto de vista del actor puede ser descripto y analizado como represen­
taciones sociales y/o como experiencias, pero frecuentemente sin contrastarlos
con las condiciones “objetivas”, pero tampoco con las prácticas del actor, de tal
manera que la información obtenida es interesante para saber cuál es el punto
de vista experiencial o reproductivo, pero no sus prácticas. En comunidades de
Guatemala, Engle encontró a medidados de los 80, que el 70% de las madres
consideraban a la abuela como la persona ideal para cuidar a sus hijos, pero
resultó que sólo el 14% de los niños eran cuidados por las abuelas.
A partir de revisiones bibliográficas pero también de mi experiencia como
docente y asesor de proyectos, considero que por lo menos una parte de los
antropólogos no reflexionan demasiado sobre si al trabajar con representacio­
nes sociales, discursos y/o experiencias están trabajando también con prácticas
sociales, es decir con hechos que están ocurriendo o sólo están trabajando con
las palabras de los sujetos sobre los hechos que están ocurriendo. Más aun, si
bien hay autores que hablan de prácticas nunca queda claro que es lo que en­
tienden por prácticas, como ocurre en los trabajos de Long, que como sabemos
ha realizado una de las mejores fundamentaciones de la metodología del punto
de vista del actor.
Pero justamente observamos que en el trabajo de uno de los autores que
más sistemáticamente fundamenta esta metodologogía (Long, 2007), no hay
ninguna definición precisa de prácticas, de experiencias ni de estrategias. Más
340 L a p arte n eg ad a de la cultura

aún dicho trabajo tiene un apartado denominado “conceptos claves”, en el cual


no aparece ninguno de los conceptos señalados aunque sí el concepto de dis­
curso, que como sabemos no refiere a prácticas, o mejor dicho puede referir a
las prácticas, pero el eje está colocado en la manipulación de las mismas.
Ahora bien, junto a estS tipo de críticas o por lo menos de dudas respecto
de la m etodología del PVA, existen otras de muy diverso tipo. En términos
teóricos las dudas más fuertes refieren al concepto de sujeto y de subjetividad
que manejan los que utilizan el PVA, dado que por ejemplo en términos ex-
plíctos o más frecuentemente tácitos, los actos de los sujetos aparecen como
intencionales sin ninguna referencia a la dimensión inconciente que operaría
en dichos actos. Inclusive algunos definen los actos del actor exclusivamente
en términos de costo/beneficio y de elección racional. Y esta visión logocén-
trica del sujeto -explicitada o n o - domina la perspectiva de corrientes que
piensan al sujeto como agente.
Uno de los datos más interesantes es que, por ejemplo, la dimensión del
inconciente ni siquiera es planteada por estudios que no sólo focalizan la expe­
riencia de los sujetos, sino que tratan sobre emociones, sufrimientos, suicidios.
De estudios sobre personas que se drogan o alcoholizan, que agreden a sus
parejas o a sus hijos, que matan y se matan, que violan a familiares; de trabajos
que analizan organizaciones familiares en las cuales -valga la om isión-nunca
hay incestos. Estudios en los cuales la cuestión del goce, del placer, de la re­
presión están ausentes, por no decir negados.
¿Con qué teoría - o por lo menos ideas- sobre el sujeto y su subjetividad
los estudiosos describen e interpretan a los actores que niegan enfermedades
que los diezman o que establecen causalidades que tienen poco que ver con los
procesos que los diezman? Con qué teoría del sujeto los investigadores ana­
lizan los actores que planifican sus continuos asesinatos inclusive a través de
lograr efectos de terror o de disuasión, como estamos observando actualmente
en México.
Aclaro que no propongo que los aspectos señalados deben ser incluidos
necesariam ente en toda investigación, sino que los considero casi imprescin­
dibles para los estudiosos que colocan al individuo en el eje de sus intereses.
Uno de ¡as más respetados -p o r lo menos por m í- etnopsiquiatras sostiene
que toda investigación y especialmente durante el trabajo de campo, supo­
ne un proceso de transferencia y contratrasferencia entre el investigador y
los sujetos estudiados, y donde el eje está en el investigador, es decir en la
contratrasferencia. Estemos o no de acuerdo con lo señalado por Deveraux
El punto de v ista del actor 341

(1977), lo que no cabe duda es que plantea la cuestión de la subjetividad y


trata de trabajar con élla y no ningunearla.
Como sabemos Freud, a partir de sus conceptos de inconciente, proponía
que el individuo aparece sometido a fuerzas/pulsiones que lo mueven sin co­
nocimiento de él mismo. Y Freud propone una noción de sujeto donde juegan
el inconciente, el placer y la represión. Y más allá de que estemos o no de
acuerdo con sus propuestas, lo real es que nos presenta una teoría del sujeto y
de la subjetividad.
Un autor que han recuperado algunas tendencias que utilizan la perspec­
tiva del actor -m e refiero a Sartre- plantea radicalmente el papel del sujeto
especialmente frente a los marxismos mecanicistas, pero lo hace a partir, justa­
mente, de una determinada teoría del sujeto y de la subjetividad que no vemos
utilizar por los que apelan actualmente a Sartre. Más aún Sartre, especialmente
en Cuestiones de método (1963), sostenía que un autor (leáse investigador en
nuestro caso), debe comenzar por la crítica/rechazo de su propia socialización;
debe iniciar su trabajo por el cuestionamiento de la sociedad que uno tiene
adentro; debe reconocer que está condicionado por la sociedad.
Pero además toda una serie de autores como Foucault o Derrida -q u e
despojan al sujeto de su capacidad de decisión, que consideran que “ los cam ­
bios no surgen de la decisión voluntaria del ser humano, sino de inesperados
e imprescindibles desplazamientos en la costura de amplias configuraciones
discursivas, brotes azarosos en la guerra de todos contra todos” (Appleby
et al., 1998:210)- lo hacen desde una explicitada teoría del sujeto y de la
subjetividad.
Y coetáneamente, autores como Elster, sostienen que la sociedad es sólo la
suma de individuos y que no existen realidades supraindividuales, pero formu­
lándolo desde una determinada teoría del sujeto.
Ahora bien ¿porqué tanto Deveraux, Sartre, Foucault o Elster pese a tener
posturas radicalm ente diferentes respecto del sujeto, proponen con claridad
la teoría del sujeto que utilizan, y por qué la m ayoría de los que utilizan
el PVA entre nosotros - y subrayo entre nosotros, es decir en M éxico- no
sabemos no sólo qué teoría del sujeto utilizan, sino si se lo han preguntado
alguna vez? Y esto lo observamos en autores que explícitamente señalan que
utilizan el concepto de actor en términos de sujeto, más aún señalan que el
concepto de actor no debe usarse para conjuntos como clase social, grupo
étnico o género, en la medida que éstos no toman decisiones. Que sostienen
L a pa rte neg ad a de la cultura

1111 c-
el sujeto .se hace a sí mismo, que los sujetos resignifican y reinterpretan
la realidad casi hasta el infinito
Además de las señaladas existe, una diversidad de críticas metodológicas;
y así los epidemiólogos señalan que el énfasis en el PVA impide o por lo menos
limita las generalizaciones; mientras una parte de los antropólogos -com o es
mi caso - están preocupados porque muchos estudiosos que utilizan el PVA
sin embargo no manejan el lenguaje del sujeto que estudian, o lo manejan de­
ficitariamente, preguntándonos ¿cómo le harán para comprender /entender lo
que les están diciendo sobre todo cuando se trata de temas como violencias de
género, intentos de suicidio o embarazos no deseados?

El mono desnudo

El conjunto de los procesos señalados, y por supuesto otros procesos condu­


cen a establecer una última crítica a esta metodología, que en parte ya hemos
señalado. Me refiero al hecho de que los que trabajan con el PVA no asumen
generalmente que realizan sus investigaciones e intervenciones a partir de pre­
supuestos de muy diferente tipo, que están orientando su trabajo interpretativo
y/o práctico en términos subjetivos e ideológicos. No asumen la existencia de
diferentes procesos que operan en la construcción de conocimiento y que van
desde la denominada “ecuación personal” hasta la discusión sobre las posibi­
lidades o no de objetividad pasando por la presencia de factores psicológicos,
institucionales e ideológicos, y su incidencia en los diferentes pasos de un
proceso de investigación: “Debido a esto, el rigor reclama que los motivos,
intenciones y propósitos del investigador y de su proyecto de investigación
sean explicitados a fin de que los que están fuera del proyecto puedan juzgar si
la validez de los resultados ha sido afectada por esas dimensiones valorativas.
De hecho éste es quizás el más crucial de todos los componentes del proceso de
investigación, pues determina el tono global del trabajo” (Ratcliffe y González
del Valle, 2000:67).
Con lo cual estamos totalmente de acuerdo, especialmente en el caso de
una disciplina que estudia procesos que no sólo impactan al sujeto que ios
padece, sino que pueden impactar al propio investigador, como ocurre desde
hace más de veinte años con antropólogos y antropólogas que han descripto y
El punto de v ista del actor 343

analizado su propia muerte por una enfermedad terminal, la violación a la que


fue sometida o su situación de alcohólico en recuperación.
Debido a ello he tratado de diseñar una modesta metodología, que desa­
rrollo sobre todo en mis cursos de posgrado, que posibilita evidenciar por lo
menos una parte de los (mis) presupuestos para poder trabajar a partir de ellos.
Este trabajo lo considero imprescindible sobre todo en sociedades donde el
poder económico/político incide cada vez más no sólo en la producción sino
en la organización del conocimiento; donde la investigación científica aplica
cada vez más criterios de productividad que distorsionan los procesos de in­
vestigación; donde la negación profesional de la dimensión ideológica impone
silenciadamente su ideología. Pese a ello, la mayoría de los que trabajan con la
perspectiva del actor -inclusive en términos de activism o- realizan sus estu­
dios y/o intervenciones como si fueran una especie de mono desnudo.
Respecto de los aspectos que estoy señalando existen una variedad de pro­
puestas y muy frecuentemente de prácticas profesionales que se caracterizan
por no asumir el papel - y a veces inclusive la existencia- de los diferentes
tipos de presupuestos que todo investigador tiene. La práctica más frecuente
entre los antropólogos es la de aplicar su fuerte y vieja tradición empirista y
relativista según la cual los investigadores desarrollan sus estudios sin presu­
puestos e inclusive sin hipótesis. De tal manera que ellos no imponen ninguna
interpretación -h ip ó tesis- sobre la realidad, sino que obtienen lo que dicen y
hacen los actores sociales; porque los antropólogos se caracterizan justamente
por “estar ahí” . Es decir documentan la perspectiva de los actores sociales que
para ellos constituye la verdad, dado que en forma explícita o no, adhieren a la
concepción de la cultura como verdad.
Esta manera de trabajar está avalada por un argumento metodológico que
una parte de los investigadores hace explícito, aunque la mayoría lo utiliza
como parte normalizada de su marco metodológico. Este argumento reconoce
que tanto los miembros de las ciencias duras como de las ciencias sociales
tienen presupuestos de muy diferente tipo respecto de la realidad que estu­
dian, pero que en el caso del antropólogo al estudiar sociedades radicalmen­
te diferentes a la suya se establece una exterioridad y extrañeza respecto de
los actores sociales estudiados que no sólo posibilitaba detectar lo obvio e
idíosincrático de cada sociedad, sino que dicha situación de exterioridad y de
distancia cultural constituía el principal mecanismo metodológico para poner
entre paréntesis los presupuestos del investigador respecto de su sujeto/objeto
344 L a p arte n eg ad a de la cultura

de estudio. Es justam ente el lugar que ocupa el antropólogo el que le permite


tener un punto de vista objetivo.
Esta propuesta fue desarrollada por algunos de los exponentes teóricos más
sofisticados que van desde Lévi-Strauss o Leach a los nuevos sociólogos de la
ciencia quienes adoptan la perspectiva etnográfica, es decir observar las prác­
ticas y discursos científicos como algo “extraño”, convirtiendo metodológica­
mente al científico en un “nativo” para estudiarlo “distanciadamente”(Woolgar,
1991). Más aún, ha sido el recurso más frecuentemente empleado por los an­
tropólogos desde las décadas de los 2 0 ’ y 30’, y según Althabe (2006) dicho
“extrañamiento” sigue siendo utilizado por la mayoría de los antropólogos
franceses actuales. Esta postura fue duramente cuestionada, especialmente
durante los 50’ y 60’, señalando que los antropólogos se caracterizaban justa­
mente por partir de fuertes presupuestos ideológicos que saturan no sólo sus
teorías iniciales (evolucionismo y difusionismo), sino el tipo de etnografía que
producen. Los antropólogos partían de visiones colonialistas, que no asumían
como parte de sus presupuestos ideológicos, dada la normalización del colo­
nialismo en sus formas de pensar.
De allí que realmente lo que manejan es un enfoque empirista que en forma
manifiesta o tácita remite a la vieja idea del “papel en blanco”. Lo cual, en el
caso de la antropología mexicana o realizada sobre México, resulta incompren­
sible dada la existencia de fuertes confrontaciones en la manera de describir
e interpretar la realidad y de la cual hay expresiones paradigmáticas como las
referidas a los puntos de vista diferenciales de Redfield y Lewis, de Erasmus y
Huizer o de R.A.Thompson y Press por citar sólo tres casos emblemáticos, que
evidencian que estudiando los mismos procesos, problemas, actores y a veces
las mismas comunidades surgen descripciones e interpretaciones radicalmente
diferentes que evidencian omisiones, sobreregistros, énfasis en procesos sim­
bólicos o económico/políticos que necesitan ser referidos por lo menos en par­
te a los prespuestos que manejan estos autores o que los manejan a ellos.
Correlativamente fueron pasando a primer plano propuestas que en su
m ayoría son de origen fenomenológico y que venían desarrollándose desde
principios del siglo xx. Sostienen que la realidad a estudiar debe obtenerse del
punto de vista del nativo, para tratar de hallar la lógica de éste, lo cual implica
que el estudioso debe suspender el uso de sus propias categorías en la descrip­
ción y análisis de los procesos.
Señalando correctamente que el diseño de un proyecto de investigación, el
manejo de técnicas de investigación o el tipo de hipótesis formuladas no sólo
El punto de vista del actor 345

pueden sesgar la realidad, sino “construir” un determinado punto de vista de un


actor, estas tendencias proponen que el investigador debe estudiar al otro sin
prespuestos, y por lo tanto debe ir sin hipótesis a trabajar con la comunidad.
Este sofisticado retorno al empirismo considera nuevamente al antropólogo
como una especie de papel en blanco en el cual se impronta el punto de vista
del actor descripto, ya que “ ...el rasgo distintivo del movimiento fenomeno-
lógico se encuentra en la exigencia de buscar el conocimiento directamente a
través de la aprehesión inmediata e intuitiva de la experiencia humana, libre
de las impurezas de la conceptualización científica. Este m étodo... implica
poner entre paréntesis los preconceptos... o la reducción de conceptos hasta un
punto donde el observador pueda obtener una aprehensión pura de la realidad”
(Bruyn 1972:116).
Con diversas variantes estas han sido las propuestas básicas de este en­
foque, que presenta algunos aspectos comprensibles, pero caracterizado por
propuestas inclusive contraditorias con el propio enfoque. Ya que considerar
que un sujeto puede ir sin hipótesis -e s decir sin presupuestos- a investigar la
realidad supone considerar que dicho sujeto no produce significados para rea­
lidades que son significativas para él, dado que se preocupa en investigarlas.
Por lo cual observamos que las concepciones teóricas que más insisten en que
el sujeto interpreta y reinterpreta la realidad; que sostienen que dicho sujeto
ve la realidad a través de sus concepciones, reconoce dicha cualidad en todo
sujeto menos en el investigador. Ahora bien en términos metodológicos la crí­
tica central a estas propuestas refiere a la debilidad por no decir inutilidad de
los mecanismos metodológicos con que estas corrientes pretenden poner entre
paréntesis los prespuestos del investigador, y que fueron denunciadas reitera­
damente desde la década de los 30’.
Esta inviabilidad metodológica favorecerá el desarrollo de dos tipos de
propuestas que parten de asumir explícitamente que toda investigación es pro­
ducto de un investigador. La relectura de la producción disciplinaria realizada
entre otros por Geertz (1989,1994) y sus discípulos, concluyeron que las etno­
grafías no expresaban realmente el punto de vista de la comunidad o del grupo
estudiado como pretendían una parte de los antropólogos, sino que lo que ex­
presaban era el punto de vista del investigador, lo cual tendía a ser opacado pol­
la manera de presentar la información. Los antropólogos habrían desarrollado
una retórica para dar la impresión de que en sus descripciones hablaba el nati­
vo, de que su etnografía daba cuenta de un punto de vista que el antropólogo
sólo transcribía.
346 L a p arte n eg ad a de la cultura

Geertz (1989), cuestiona las propuestas que pretenden negar el papel del
autor, subrayando un hecho obvio, que una descripción etnográfica-com o una
investigación biomédica o epidem iológica- está realizada por quien la realiza
(describe) y no por quien es descripto, por más voz que el investigador le dé al
sujeto subalterno. Consideró que este proceso de desaparición, en gran medida
imaginaria, del autor, frecuentemente olvida reconocer que quien se trasladó
a la comunidad, más allá de lo que hayan “llamado” o 110 , fue el antropólogo
o el epidemiólogo y no al revés. Así como quien escribió el texto, más allá de
que exprese el punto de vista de los nativos, fue un investigador determinado.
Para Geertz la tarea del antropólogo no consiste en dar la voz a los actores
que describe, sino interpretar las interpretaciones obtenidas de los sujetos que
estudia, lo cual expone a través de narrativas. Me interesa subrayar que la
metodología de Geertz no reconoce el papel de los presupuestos; más aún es
uno de los autores emblemáticos en el rechazo de los procesos ideológicos que
pueden afectar tanto al actor como la investigador. Si bien, inclusive algunos
discípulos de Geertz, propondrán la necesidad de rescatar el punto de vista
del actor, que los trabajos expresen el dialogo investigador/actor, la mayoría
termina concluyendo que el texto sigue expresando básicamente el punto de
vista del investigador.
Una última tendencia sostiene que las investigaciones no sólo expresan el
punto de vista del investigador, sino que no pueden dar cuenta del punto de
vista del nativo sino a través de las propias categorías teóricas, culturales y
existenciales del investigador, dado que éste, como dice Gadamer, sólo puede
conocer a través de un determinado horizonte. Como sabemos, esta propues­
ta surge de las discusiones de filósofos neokantianos, y especialmente de las
elaboraciones de Dilthey -respecto de que sólo se puede conocer a partir de
la propia historicidad-, articuladas con propuestas heidegerianas. Por lo tanto
esta tendencia sostiene que no sólo se conoce a partir de la propia historicidad
y situacionalidad, sino que además no sólo es imposible sino inconveniente
colocar entre paréntesis nuestros prespuestos, dado que según Gadamer, es a
partir de los mismos que podemos generar nuestros principales aportes. Ahora
bien todo otro conjunto de orientaciones teóricas no sólo asumen la existen­
cia de presupuestos en diferentes términos, sino que consideran que el trabajo
epistemológico con dichos presupuestos constituye una de las tareas centrales
de todo proyecto de investigación. Más aún estas corrientes, que no olvidemos
fundamentarán en gran medida lo que se conoce como sociología del conoci­
miento, propondrán que no sólo el saber de los actores está saturado de saberes
El punto de v ista del actor 347

culturales e ideológicos, sino que también el saber de los investigadores está


saturado inclusive de saberes que remiten al “sentido común” y que requieren
ser puestos en evidencia para manejarlos en términos metodológicos.
Por lo tanto estas perspectivas difieren de los que proponen la puesta entre
paréntesis de los presupuestos y categorías del investigador, de los que asumen
estudiar la realidad a partir de sus presupuestos, o de los que operan a través
del extrañamiento antropológico. Más aún estas perspectivas colocan gran par­
te de los objetivos metodológicos iniciales de toda investigación en la ruptura
epistemológica respecto de los presupuestos y categorías del investigador, asi
como del sentido común de los actores sociales estudiados, proponiendo dife­
rentes criterios para manejar la subjetividad del investigador.
Estas propuestas cuestionan por ideológicas, teoricistas y/o inconsistentes
en términos metodológicos, por lo menos una parte del material surgido de los
trabajos fenomenológicos o de la antropología centrada en el punto de vista del
actor. Existiendo tres cuestionamientos básicos, uno que señala la falta de m e­
canismos metodológicos eficientes para lograr la puesta entre paréntesis de los
presupuestos del investigador y sobre todo a no trabajar metodológicamente
con dichos prespuestos; otro que subraya la reiterada tendencia a no registrar o
por lo menos no describir determinados aspectos de la vida y de los puntos de
vista de los actores; y una última que cuestiona el peso dado a los sujetos en la
descripción e interpretación de los problemas analizados y la secundarización
o, directamente, inexistencia de los procesos y factores estructurales.
Más allá de los análisis en términos de la verdad de los saberes, y espe­
cialmente de los saberes científicos, toda una serie de estudios han subrayado
la constante presencia de procesos institucionales, económico/políticos o per­
sonales en la producción y uso de los conocimientos. Posiblemente las situa­
ciones que más evidenciaron este tipo de “influencias” son las que se dieron
dentro de contextos donde las condiciones políticas e ideológicas obligaron a
excluir del estudio determinados problemas, determinados actores y/o a ge­
nerar un ejercicio de ocultamiento sistemático. Científicos sociales, físicos,
genetistas o psiquiatras trabajando en la Alemania nazi, en la Rusia stalinista,
en España franquista o dentro de las dictaduras militares y civiles latinoameri­
canas, expresan esta reiterada situación.
Como he propuesto en diversos trabajos, la fuerte orientación hacia lo sim­
bólico que dominó la producción socioantropológica latinoamericana desde
los 70’, y especialmente durante los 80’ obedeció a múltiples causas, siendo
348 L a p arte n eg ad a de la cultura

una de ellas el tipo de condiciones políticas e ideológicas dominantes en varios


de nuestros países.
Pero la selección, modificación, exclusión de determinados aspectos de la
realidad por los científicos duros y blandos no son hechos excepcionales ni
deben ser confinados a situaciones especiales, sino que son parte normal del
trabajo antropológico, y de cualquier otro trabajo de investigación. Más aún,
las actuales políticas de productividad científica constituye uno de los proce­
sos más insidiosos, que orienta cada vez que el investigador seleccione ciertos
ciertos procesos y descarte otros, a partir de una dialéctica sujeto/complejo de
investigación -e sta ta l- empresarial.
El uso de la perspectiva del actor nos parece necesaria sobre todo para
el estudio de determinados problemas por las razones ya señaladas, pero la
aplicación de la misma es más compleja de lo que ciertas modas suponen13,
e implica un esfuerzo intencional del investigador para tratar de obtener esa
perspectiva del Otro, pero a partir de la propia situacionalidad del investiga­
dor objetivando los presupuestos profesionales, culturales, ideológicos y por
supuesto subjetivos que intervienen en su propia tarea de investigación, para
trabajar reflexivamente con los mismos.
A partir de esta relación con el Otro y de su propia situacionalidad, el inves­
tigador necesita aplicar dispositivos tanto al Otro como, sobre todo, a sí mismo
para que emerjan las prácticas del actor estudiado así como los presupuestos
del investigador. Desde esta perspectiva debe ejercitar una ruptura epistem o­
lógica con su sentido común, no para negar su existencia, sino para manejarlo
intencionalmente. Bourdieu sostuvo a través de toda su trayectoria la nece­
sidad de que el investigador cuestione -n o que niegue- el punto de vista del
actor en la medida que éste expresa básicamente lo manifiesto, lo que surge de
su propia situacionalidad inmediata, sin que aparezcan las fuerzas y procesos
sociales que explican, por lo menos en parte, la realidad y a sus actores.
Posiblemente han sido las tendencias durkheimianas y neodurkheimianas
las que más han analizado la significación de ios presupuestos, y generado
propuestas para evidenciarlos y trabajar con ellos. Dichas propuestas hallan
una especie de síntesis metafórica en el concepto de ruptura epistemológica
elaborado por Bachelard.
Pero durante el lapso 1970/1990 toda una serie de corrientes teóricas, y

13. Uno de los problemas de esta metodología es que en gran medida se ha convertido
en una técnica.
El punto de v ista del actor 349

por diferentes razones, cuestionaron no sólo el punto de vista del actor, sino
que han negado la existencia del sujeto como ocurre con ciertas corrientes
postestructuralistas, y especialmente con las propuestas de Foucault. Más aún,
determinadas líneas metodológicas decidieron no trabajar con el punto de vista
del actor no sólo por varias de las razones ya señaladas, sino porque consideran
-com o en el caso de Verón- que el sentido de lo que ocurre en la realidad sólo
puede ser aprehendido si abandonamos el punto de vista del actor, ya que el
sujeto no sabe realmente cuál es el sentido de su acción. La explicación sólo
puede estar basada en el observador (investigador) quien analiza los discursos
que los diferentes actores formulan para imponer su poder a través del discurso
que dirigen a los otros, siendo lo central observar lo que los discursos tratan de
hacer dentro de las relaciones de poder que establecen con el otro.
Ahora bien, estas propuestas han sido cuestionadas a su vez por autores
como Bibeau (1986/87,1992), quien sostiene que si bien la cultura puede con­
tribuir a ocultar y opacar parte de la realidad, el orden de las cosas no se les es­
capa totalmente a los actores como suponen algunos antropólogos, ya que los
actores sociales son mucho más capaces de lo que se piensa para decodificar
las dinámicas que están en la base de su sociedad, identificar las contradiccio­
nes mayores y vincular los principales problemas a las condiciones específicas
de su contexto de vida.
A su vez Althabe (2006) señala que la negación del punto de vista del ac­
tor expresa las concepciones neoestructuralistas y especialmente neodurkhei-
mianas que consisten en eliminar de la producción de conocimiento la co­
municación entre el investigador y los sujetos conduciendo en los hechos
a la negación de los actores sociales, a no tom ar en serio el discurso de los
sujetos. Las tendencias neodurkheim ianas están preocupadas por establecer
distanciamientos para asegurar la ruptura entre el investigador y los sujetos
que estudia, lo cual conduce a que el investigador busque información fuera
del contacto con ello.
Para Althabe, pese a que la metodología antropológica se basa en la ob­
servación participante de larga duración, así como en la elaboración del sen­
tido desde dentro del grupo estudiado, sin embargo los antropólogos tratan de
convertir a los sujetos de estudios en “extraño”, lo cual ha sido impulsado en
el caso de los antropólogos francesces a partir de que estudian cada vez más
la realidad francesa, pero tratando de preservar la mirada antropológica como
parte central de su metodología. Concluyendo que “Generar una situación Inl
-d e extrañam iento- es una manera de introducir una separación con los sujetos
350 L a p arte neg ad a de la cultura

dentro de la comunicación m ism a... el estatus de extranjero que se autoadju-


dican protege su trabajo intelectual de la comunicación con los sujetos” (2006:
30). Con lo cual estamos de acuerdo, pero lo que no terminamos de entender,
es por qué estos autores no describen y analizan los presupuestos de diferente
tipo a través de los cuales se relacionan con los actores y con los problemas,
como por ejemplo lo asume explícitamente Eagleton (1997), quien cuestiona a
las corrientes teóricas que no toman en cuenta el papel del sujeto o que, como
Baudrillard, consideran que dicho sujeto tiene muy poca incidencia en los pro­
cesos que realmente definen las (sus) realidades sociales. Pero Eagleton recu­
pera el papel del sujeto, a partir de subrayar la importancia que tienen los pro­
cesos ideológicos tanto respecto del actor estudiado como del investigador.
El investigador se relaciona con el Otro a partir de su propia situacionali­
dad e historicidad, y es a partir de las mismas que problematiza la realidad y al
Otro, y es por ello que necesita simultáneamente incluirlas pero también pro-
blematizar sus propios presupuestos. Según Bourdieu: “El etnólogo hablaría
mejor de las creencias y de los ritos de los otros si comenzara a hacerse dueño
y maestro de sus propios ritos y creencias ya se trate de las creencias generales
o de las que abunda en su práctica científica...” (Bourdieu 1991(1980): 117),
lo cual no implica reducir la realidad a un orden objetivo ni negar el papel del
sujeto, incluido el del investigador.

Sujetos, experiencias y/o estructuras

Posiblemente sea a través del papel dado al sujeto y a la estructura, y especial­


mente a las maneras de pensar sus relaciones, que podemos observar no solo
las diferentes corrientes que se han desarrollado en nombre del PVA, sino los
sesgos polarizados que las caracterizan.
La mayoría de estas corrientes subrayan el papel del actor como agente y
especialmente el peso de sus actividades en la construcción y desarrollo de
la realidad en la que intervienen. Pero más allá de éstos y de otros escasos
aspectos, dominan las diferencias entre dichas corrientes, diferencias que no
obstante pueden ser agrupadas en dos tendencias básicas. Una que refiere la
categoría de agencia a grupos/sectores sociales corporativos como clase social,
grupo étnico o género; y otra que lo refiere exclusivamente a individuos y mi­
crogrupos negando la cualidad de agente a los actores corporativos.
El punto de v ista del actor 351

Pero dentro de cada una de estas dos grandes tendencias existen propuestas
diferenciadas, que no vamos a analizar, aunque sí revisaremos algunas de las
que han tenido más usos a nivel latinoamericano14.
Y así, dentro de las corrientes que colocan el peso en el individuo obser­
vamos diversas tendencias que tienen en común el cuestionamiento a las pro­
puestas estructural istas de todo tipo, así como subrayan la capacidad de agen­
cia de los individuos. Pero mientras unas consideran al sujeto en términos de
decisiones racionales basadas en la evaluación de costo/beneficios, otras lo
manejan como “sujetos híbridos” caracaterizados por su descentramiento y
una tercera desde una individualidad casi absoluta desde la cual cada sujeto se
relaciona con el mundo.
La primera, como ya lo señalamos previamente, suele expresarse a través
de un individualismo que niega la existencia de lo social, y por lo tanto sólo
existen puntos de vistas de individuos, lo cual se expresa en gran medida en los
manejos del estilo de vida utilizados por la biomedicina y por el Sector Salud,
y que ya analizamos previamente (ver capítulo dos y tres).
El concepto de sujeto híbrido, desarrollado especialmente por los denomi­
nados estudios culturales, tuvo una destacada presencia no sólo en los EEUU
sino en varios países latinoamericanos. Utilizando sus propias palabras, tiende
a considerar al sujeto como nómada, sin subjetividad fija, sin identidad o con
una identidad coyuntural. Cuestiona la idea de identidad monolítica, integrada,
auténtica, y propone un sujeto frágil, fragmentado, provisional, intercambiable.
Considera al sujeto como descentrado en varios sentidos, y subraya su constan­
te capacidad de armarse, recomponerse, readaptarse y reinventarse. Más aún
de cambiar con notoria rapidez las diferentes máscaras que van adoptando.
Para una parte de estos autores la identidad y pertenencia iniciales en tér­
minos de sexo, religión, familia, estrato social tienen un peso escaso y rela­
tivo, dado que las características del sujeto se definen y redefinen a partir de
sus acciones15. En términos teóricos los diferentes autores apelan a propuestas

14. Lo que presentamos constituye una síntesis esquemática de las propuestas de estas
tendencias, reconociendo que la misma puede parecer estereotipada.
15. En términos de actores políticos esta concepción considera que los puntos de par­
tida ideológico o de los programas partidarios sólo tienen importancia como referen­
tes iniciales, dado que lo decisivo está en los resultados de las transacciones entre los
distintos actores políticos, lo cual puede modificar aspectos sustantivos de sus “pro­
gramas” y “objetivos” a través de dichas negociaciones. La mayoría de los realistas
352 L a p arte negada de la cu ltu ra

nietzcheanas, foucaultianas, fenomenológicas o inclusive durkheimianas que


utilizan pragmáticamente.
Una tercera tendencia utilizada por antropólogos norteamericanos y lati­
noamericanos apela a corrientes fenomenológicas que en términos sintéticos
afirman que los sujetos se caracterizan por tener un mundo propio, cualitati­
vamente específico que los diferencia radicalmente de otros sujetos16. La tarea
del investigador consiste por lo tanto en describir la experiencia que los sujetos
tienen dentro de su propio mundo, entorno, situación, circunstancia o como
quiera llamársela.
Toda una serie de importantes antropólogos han utilizado sobre todo ciertas
concepciones elaboradas por Sartre antes de su encuentro con el marxismo.
Dichos antropólogos consideran al sujeto como autónomo, intencional, con
proyectos; el sujeto es lo que hace y es en ese hacer que el mundo se le aparece
como familiar y significativo. Consideran que la vida se hace, no es algo dado;
todo sujeto se construye a sí mismo, y actúa situado y dentro de situaciones;
la vida es sólo la vida que uno vive, de tal manera que solo sobre su vida el
sujeto tiene certezas. El sujeto sólo entiende realmente lo que hace en su vida
y con su vida. Esta propuesta parte de la radical individualidad de los sujetos,
desde donde se abren al mundo a través de la reciprocidad con otros sujetos en
procesos caracterizados por su contingencia. El mundo sería el producto de las
decisiones y acciones de individuos concientes.
Para estas propuestas la única realidad radical es la del sujeto, y es a partir
de vivir que el sujeto se encuentra y puede acceder al otro, al que inicialmente
vive siempre como amenaza. El Sartre de El Ser y la Nada coloca en el sujeto
el eje de todo funcionamiento social incluida sus transformaciones. Y varias
de las características señaladas son utilizadas por toda una serie de autores que
se caracterizan por manejar el concepto de experiencia, por subrayar el papel

políticos, pero tam bién de varios multiculturalistas participan de esta concepción, en las
cuales frecuentem ente es difícil distinguir las transacciones de las transas.
16 Recordem os que dentro del pensamiento alemán diferentes corrientes venían su­
brayando desde fines del siglo xix la existencia de mundos diferenciados no sólo a
nivel de sujetos humanos, sino a nivel del mundo animal. Los estudios de von Uexküll
proponían que cada especie animal tiene su propio mundo (Umwelt) cualitativamente
específico, concebido de tal m anera que fonna con el animal una unidad completa. Una
de las tareas más importante de la biología moderna es la de establecer las característi­
cas específicas del mundo de cada animal (Werner 1965:299).
El punto de v ista del actor 353

del sujeto en los términos señalados y por trabajar casi exclusivamente con
microgrupos y sujetos.
Pero ocurre que,Sartre vivió varias experiencias -especialm ente ía de la se­
gunda guerra mundial y la guerra de A rgelia- que reorientaron sus propuestas,
sin abdicar de su énfasis en el papel activo del sujeto, pero dándole un peso
especial a la responsabilidad, al compromiso y a la lucha colectiva pensada en
términos, que si bien siguen subrayando el papel del sujeto, refieren a conjun­
tos sociales amplios y no a microgrupos.
Ya en 1951, según S. de Beauvoir, Sartre reconocía que frente a ciertos
procesos “ya no hay entonces ninguna actividad posible, sino sólo la lucha co­
lectiva” (1986 (1963):288-89). Más aún, Sartre considera que su acción como
sujeto no tiene sentido sino es una acción que asuma la situación de los opri­
midos; será a través de un proyecto colectivo que los sujetos pueden generar
transformaciones.
Más allá de nuestra evaluación de las propuestas sartrianas y de las apro­
piaciones de las mismas generadas por diversos autores, lo que me interesa
subrayar es el papel decisivo dado al sujeto por dichas propuestas y apropiacio­
nes. Pero observando que las apropiaciones difieren en el interés y en las consi­
deraciones que tienen respecto de la relación sujeto/estructura, en las maneras
de considerar la significación de los microgrupos y de las luchas colectivas, y
en la forma de integrar el compromiso/responsabilidad del “investigador”, lo
cual considero decisivo para el uso de la metodología del PVA.
Posiblemente las corrientes con mayor presencia teórica y etnográfica
son las que utilizan centralmente el concepto del sujeto como agente. Como
tantas otras cuestiones este concepto de agencia arranca de meditaciones
neodurkheimianas a través de Bourdieu, Giddens o Touraine. Esto lo subra­
yamos porque parte de los que impulsan la idea de “agencia” en términos de
individuos lo harán cuestionando las propuestas neodurkheiminanas e inte-
raccionistas simbólicas.
Considero que esta relación dialéctica - o tal vez de interacción negociada-
entre neodurkheimianos de segunda y de tercera generación podemos obser­
varla en forma privilegiada a través de las propuestas de A. Long, debido a que
es uno de los autores que mejor han fundamentado la metodología del PVA, y
que en gran medida lo hace a partir de su cuestionamiento de las propuestas de
Giddens que, como sabemos, es uno de los sociólogos que más fundamentó e
impulsó el concepto de agencia.
Long considera que el concepto de agencia en Giddens refiere a la sociedad
354 L a pa rte neg ad a de la cu ltu ra

y no al s e lf (sí mismo), tratando a la sociedad como si fuera independiente de


sus miembros y donde los sujetos se dedican a perpetuar las estructuras, pero
no a crearlas. No incluye las intenciones y motivaciones de los sujetos, propo­
niendo un actor que cumple rutinas preestablecidas, y no de un sujeto que toma
decisiones. Cuestiona que Giddens utilice el concepto de agencia respecto de
colectividades del tipo clases sociales, ya que dicho concepto sólo debiera ser
referido realmente a sujetos: son los individuos y no las clases sociales las que
toman decisiones.
Este autor sostiene que la vida social debe describirse y analizarse a través
de lo que hacen los actores y no de esquemas culturales generales. Debemos
observar a través de las estrategias sociales cómo surgen, consolidan se mo­
difican aspectos de la vida cotidiana de los actores. Long considera que “Un
enfoque orientado al actor empieza con la simple idea de que en las mismas o
similares circunstancias estructurales se desarrollan formas sociales diferentes.
Tales diferencias reflejan variaciones en las maneras en que los actores inten­
tan encarar o lidiar con las situaciones cognoscitiva, organizacional y emo­
cionalmente “(2007:55-56). Con lo cual estamos de acuerdo, nada más que
Giddens entre otras cosas diría que las diferencias no son infinitas, sino que
por suerte o desgracia suelen ser escasas y similares entre sí, y que justamente
ésto expresa lo social.
Long, y la mayoría de los autores que adhieren a estas tendencias, cues­
tionan duramente a los estructuralistas y culturalistas que consideran que las
representaciones, los roles, los recursos cognoscitivos están en la estructura y
en la cultura y las personas los “bajan” de allí. Lo cual en parte es correcto,
aunque no siempre como podemos observarlo a través especialmente de los
estudios y acciones realizados por una parte de los interaccionistas simbólicos,
de los funcionalistas críticos o de las corrientes antipsiquiátricas.
Como sabemos, durante los 80’ y los 90’ se ha desarrollado toda una serie
de estudios que han descripto cómo los sujetos utilizan las representaciones y
significados existentes en sus sociedades y grupos para utilizarlos en función
de sus objetivos como sujetos. A partir de los trabajos de Denzin diversos estu­
dios realizados en diferentes países han evidenciado estos procesos.
Denzin (1987a, 1987b) sostiene que AA ha desarrollado una “teoría popu­
lar” del alcoholismo que da significado a la experiencia del alcohólico, posibi­
litando su recuperación a través de la articulación de sus propias experiencias
con los relatos fundadores de esta organización. De tal manera que los textos
impresos de AA constituyen parte fundamental del proceso de recuperación de
El punto de vista del actor 355

los alcohólicos estudiados por él, ya que tanto de sus entrevistas como de sus
observaciones surge que los alcohólicos en recuperación aplican a sus vidas lo
que los textos “canónicos” describen y proponen sobre la vida de los alcohó­
licos ya recuperados. A través de la articulación de su propia vida con dichos
textos, estos sujetos pasan a formar parte de una determinada comunidad,de
una determinada trayectoria colectiva. Y esto se obtiene a través del trabajo de
sujetos dentro de microgrupos.
Otros autores que recuperan al sujeto, cuestionan especialmente los con­
ceptos de rol y de representación social por imponer una concepción de pa­
peles predeterminados y por considerar la vida de los individuos en términos
de reproducción social. Cuestionan pensar al sujeto como cumpliendo normas
preestablecidas, y subrayan el papel activo del mismo en el uso, modificación
y creación de normas
La mayoría de estos cuestionamientos y propuestas son importantes, pero
no puedo entender por qué los mismos suelen ser planteados en términos de
exclusión respecto de propuestas que tienen otros intereses y otros objetivos y,
valga la palabra, otros puntos de vista en tanto sujetos. Pero además, y más allá
de sus aportes etnográficos, sus trabajos no toman demasiado en consideración
ciertos hechos que les ocurren a los sujetos, pero que simultáneamente les
ocurre también a millones de sujetos presentando por lo menos varias caracte­
rísticas básicas similares, como veremos más adelante.
Estas propuestas, por otra parte, analizan y critican ciertos conceptos des­
prendidos de los usos dados, por lo menos por una parte de los investigadores
que los manejan. Realizan una lectura teoricista y poco etnográfica de los con­
ceptos que cuestionan, ya que parecen no observar las maneras en que dichos
conceptos son aplicados. Una lectura atenta de toda una serie de interaccio-
nistas simbólicos, funcionalistas críticos o de estudiosos de la desviación que
utilizan concepciones neomarxistas, evidenciaría la importancia dada al sujeto
más allá - o tal vez por eso - de que nos hablen en términos de rol, representa­
ción, normas sociales o control social. La mayoría de los datos inciales y más
significativos sobre el trato que las instituciones especializadas dan a discapa­
citados, enfermos mentales o sujetos simplemente hospitalizados surgieron de
estudios, que si bien utilizaban algunos de los conceptos cuestionados, ponían
en primer plano al sujeto, tanto así que algunos trabajos descubrieron y descri
bieron como el castigo psicológico pero también físico era parte del tratamien­
to de los discapacitados, por lo menos en ciertas instituciones.
La lectura de autores de la importancia de Lemert o de Goffman posibilita
356 L a p arte neg ad a de la cultura

ría observar que si bien nos hablan de normas, de roles y de desviaciones, des­
criben como los sujetos modifican las normas y las representaciones y cómo
los sujetos manejan el rol en términos de sujetos. Y dichas descripciones y
análisis lo hicieron utilizando los conceptos cuestionados.
Lo que señalarnos ocurre no sólo con los diferentes conceptos que critican,
sino también con algunos que estas orientaciones consideran como los más
idóneos para poner de manifiesto al sujeto como agente. De tal manera que
recuperan conceptos como experiencia o vida cotidiana, pero sin ninguna refe­
rencia a los usos de estos conceptos por autores marxistas como E. P. Thomp­
son (1979,1981) o H. Lefebvre (1967), quienes los aplicaron para describir
la experiencia de la clase obrera inglesa y la vida cotidiana urbana de grupos
franceses respectivamente. Estas omisiones no sólo instalan reiteradamente
oposiciones en lugar de articulaciones, sino que impiden a estas orientaciones
apropiarse de maneras de definir y utilizar conceptos que podrían favorecer las
propias descripciones e interpretaciones de los investigadores que las omiten
o las desconocen.
Como ya señalamos uno de los conceptos que más cuestionan estas co­
rrientes es el de rol, pero sin referirse nunca al uso que, por ejemplo Goffman
-p ero también Pirandello-, dan a este concepto, ya que para estos autores el
trabajo de rol, es sobre todo un trabajo de sujetos. Por lo cual sería recomenda­
ble que estos críticos por lo menos leyeran y reflexionaran sobre Enrique IV de
Pirandello para observar como la teatralización de la locura, a partir de normas
sociales establecidas, constituye un trabajo subjetivo.
Esta exclusión del concepto de rol utilizado por Goffman se entiende aun
menos, dado que este autor, al igual que varios autores pertenecientes a esta
tendencia, centran sus afanes en la vida cotidiana y considera que el sujeto
no tiene rasgos duraderos, sino que se define en cada situación. Si bien todo
actor construye “caras”, dicha construcción constituye un trabajo del sujeto, y
justam ente uno de los objetivos de Goffman fue describir las estrategias de los
sujetos: “La imagen de la sociedad que surge de los trabajos de Goffman y de
la multitud de investigadores que de un modo otro lo imitan o dependen de él,
es la de una continua oleada de tácticas, trucos, artificios, “faroles”, disfraces,
conspiraciones y grandes fraudes, en la que los individuos y las coaliciones de
éstos se refuerzan en participar en enigmáticos juegos cuya estructura es clara,
pero cuya finalidad no lo es tanto” (Geertz 1994 (1983):38).
Si bien otros autores señalan que a Goffman le interesa sobre todo la es­
tructura, lo que no cabe duda es la minuciosidad de sus trabajos a partir de la
El punto de v ista del actor 357

observación de los sujetos que actúan. Y es a partir del trabajo del sujeto que
Gofftnan se encuentra con una estructura que no niega sino con la cual trabaja
junto con roles, representaciones y sujetos, concluyendo que una de las ca­
racterísticas más necesarias de las subjetividades actuales es la “simulación”,
coincidiendo con las propuestas teatrales de Pirandello y de toda una serie
narradores cuyos trabajos se caracterizan por indagar las características de los
sujetos en sus relaciones con otros sujetos.
Considero que la reificación de los conceptos de rol, representación, nor­
mas, negociaciones y por supuesto de sujeto, generada por autores que sostie­
nen el concepto de agencia no sólo evidencia un manejo incorrecto de los con­
ceptos que cuestionan, sino que sobre todo limitan la posibilidad de entender
realmente para qué sirven dichos conceptos. Pero además algunas de sus afir­
maciones fuertes parecen desconocer por lo menos una parte de importantes
aportes etnográficos y teóricos. Y así, por ejemplo, estos autores cuestionan la
descripción de rutinas y sobre todo la existencia de rutinas, señalando que los
sujetos producen constantemente estrategias diferentes y creativas, y propo­
niendo la existencia de trayectorias de enfermedad no sólo sumamente diferen­
ciadas, sino casi infinitas en su número. Pero ocurre que investigaciones minu­
ciosas basadas en la descripción de sujetos como son las de Bourgois (1995)
referidas a adictos, de Conrad sobre sujetos hiperactivos, de Farmer (1992,
2003) referida a personas con VIH-sida y tuberculosis broncopulmonar o de
Roth y Conrad (1978) sobre personas con padecimientos crónicos, evidencian
rutinas y trayectorias similares, así como la existencia de un reducido número
de estrategias utilizadas por los sujetos para vivir con estos padecimientos.
Como señala Goffman “Las personas que tienen un estigma particular tien­
den a pasar por las mismas experiencias de aprendizaje relativas a su condición
y por las mismas modificaciones en la concepción del yo. Tienen una “carrera
moral” similar que es, a la vez, causa y efecto del compromiso con una se­
cuencia semejante de ajustes personales” (1970:45). Toda una serie de trabajos
realizados en México sobre diferentes procesos de salud/enfermedad/atención
y que no sólo focalizan las actividades de los sujetos, sino que los describen
minuciosamente llegan a conclusiones similares respecto de las trayectorias
de enfermedades, de los procesos de embarazo, parto y puerperio o de las re­
laciones médico/paciente (Mendoza, 1994, 2004; Osorio, 1994, 2001; Ortega,
1999). Y es por estas constataciones que un investigador como Farmer, que
se caracteriza por realizar uno de los más extensivos y profundos trabajos de
etnografía y de intervención referidos a población pobre con VIH-sida, si bien
358 L a p arte n eg ad a de la cultura

reconoce que la perspectiva centrada en el paciente es importante, considera


también que existe una tendencia a exagerar la calidad de agencia del paciente,
lo cual puede oscurecer o eliminar la inclusión de las condiciones que restrin­
gen la acción del paciente, ya que al colocar casi exclusivamente el énfasis
en la agencia del sujeto y en su estilo de vida, se dejan de lado los procesos
estructurales.
Justamente una de las principales críticas sostiene que las concepciones del
sujeto como agente, tienden a caer no sólo en el individualismo sino también en
el psicologismo, lo cual ha sido reiteradamente señalado por los más diversos
autores, aun por aquellos que trabajan en términos individuales con pacientes
de diferente tipo. Y si bien, varios de los estudiosos que trabajan con la noción
de agencia subrayan el peligro de explicar los comportanmientos sociales de
los sujetos por causas básicamente psicológicas, sin embargo no describen los
recursos metodológicos que utilizan para no caer en el psicologismo.
A hora bien respecto del conjunto de las propuestas revisadas que trabajan
con el PVA hay un aspecto que es necesario resaltar por varias razones, y que
refieren a pensar el PVA en térm inos de estudio/investigación o en términos
de acción/intervención. Para una parte de los que trabajan con esta metodo­
logía, y en general son los que trabajan en instituciones de investigaciones,
la importancia de la m ism a está en el papel dado al actor en las diversas
formas que hemos señalado, y sus cuestionamientos son sobre todo a otras
orientaciones teóricas que niegan o reducen el papel del actor. Una parte de
estos estudiosos, pueden llegar a involucrarse con los sujetos que estudian,
pero básicam ente a nivel teórico.
Pero hay otras tendencias cuyos autores pueden trabajar también en ins­
titutos de investigación, pero sobre todo en ONGs y otros tipos de asocia­
ciones donde la im portancia está colocada en la intervención cuestionando
a los que utilizan el PVA sólo para hacer estudios que no se traducen en
intervenciones respecto de los sujetos que estudian. Los que trabajan en la
denom inada investigación participativa son los que más generan este tipo de
críticas sosteniendo la necesidad de aplicar esta metodología a acciones con­
cretas para reducir o elim inar la estigmatización, el mal trato, los encierros
injustificados, las agresiones a diversos tipos de actores. Si esto no ocurre, el
uso del PVA se reduce a “teoricism o”.
Estas tendencias cuestionan a los investigadores que utilizan el PVA por­
que frecuentemente realizan su trabajo en función de objetivos profesionales,
salariales y/o de prestigio, y no en función de las necesidades y objetivos de
El punto de vista del actor 359

las comunidades. Cuestionan a un investigador preocupado por el PVA, pero


sobre todo preocupado por publicar sus estudios sobre el actor.
Estas propuestas han sido a su vez cuestionadas por “practicistas” e ideo­
lógicas, señalando, por ejemplo, que los que proponen este punto de vista
activo, en su m ayoría reducen su trabajo a muy pocas personas y que más
allá de que logren algún tipo de efecto, lo cierto es que su trabajo se parece
más al de un médico clínico o al de un trabajador social cuyos efectos pueden
ser positivos pero muy reducidos en la medida que no encare el problema en
términos de su real incidencia.
Pero no son estos mutuos cuestionamientos lo que me interesa señalar,
sino la existencia de toda una serie de procesos y de tendencias que prom ue­
ven las polarizaciones en lugar de las articulaciones, más allá de los objeti­
vos de cada propuesta.
Desde la perspectiva que vengo desarrollando, la metodología del PVA de­
biera incluir no sólo al sujeto y microgrupos como agentes, sino también a
otros conjuntos sociales más amplios ya sea en términos de grupos étnicos,
religiosos, económico/ocupacionales o futbolísticos. Pero además incluyendo
las estructuras sociales y de significados dentro de las que operan los sujetos
tanto en términos individuales como corporativos. Y que dichos sujetos y gru­
pos pueden ser descriptos y analizados en diferentes niveles y dimensiones, no
restringiendo la investigación a niveles micros o macrosociales.
Asumimos no sólo la contingencia, las experiencias, las situacionalidades
de los sujetos, sino también las rutinas, los marcos normativos, los mecanismos
de control social, político e ideológico. Para mí el uso de uno u otro nivel, de
unas dimensiones más que otras, de utilizar experiencias y/o representaciones
se define por el problema a investigar y no por deciones ideológicas a priori.
Subrayo esto porque gran parte de los que optan por enfoques individualistas
no sólo recuperan el papel del sujeto, sino que niegan unilateralmente el papel
y hasta la existencia de estructuras sociales, o mas específicamente dicho nie­
gan lo social más allá del sujeto.
Ahora bien ¿cómo explicamos en términos de cada sujeto toda una serie de
procesos sociales que no sólo implican sino que afectan negativamente a los
sujetos? ¿Cómo explicamos el incremento desde hace pocos años en México
de personas obesas y con sobrepeso; de mujeres que deciden tener sus hijos a
través de cesáreas; de migraciones masivas hacia los EEUU o países europeos?
¿Cómo explicar la desaparición constante de lenguas indígenas, el incremen­
to de mujeres violentadas o la expansión fenomenal del VIH-sida en África
360 L a p arte neg ad a de la cultura

donde reside la mayoría de las personas que han muerto y sobre todo que van
a morir por VIH-sida? ¿Cómo explicar el notable descenso de la tasa de natali­
dad en México, que ha pasado de seis hijos por mujer a mediados de los 70’ a
dos hijos por mujer en la actualidad?
Respecto de estos y otros procesos, no cabe duda que el sujeto tiene que ver;
que sus deseos, motivaciones, necesidades, gustos personales están operando
para que una mujer decida realizar los controles propuestos por el programa
del niño sano o para que un sujeto migre fuera de su comunidad y/o de su país.
Pero no tengo muy claro que los sujetos deseen tener diabetes, morir por VIH-
sida, ser secuestrados o perder la lengua que han hablado ancestralmente17.
¿Cómo explicar además que estos deseos, necesidades o motivaciones
emerjan de golpe en el comportamiento de millones de sujetos? Y que además
dichos sujetos se caractericen por desarrollar comportamientos muy similares,
y donde gran parte de sus diferencias se basan en las características y posibili­
dades sociales, económicas y culturales de sus grupos de pertenencia.
Los enfoques centrados en el PVA tienden a desconocer uno de los proce­
sos que caracterizan por lo menos nuestras sociedades actuales, y es el hecho
de que -p o r más “agencia” que som os- cada vez más nuestros comportamien­
tos constituyen reacciones respecto de los que la sociedad nos impone como
hechos consumados. No somos cada uno de nosotros los que decidimos actuar
respecto de hechos generados por cada uno de nosotros, sino que cada uno
de nosotros actuamos/reaccionamos ante hechos que se nos imponen. El in­
cremento del precio del pasaje o de los alimentos en los diferentes países, y
especialmente en los países pobres, no son decididos por los pobres, sino que
son hechos que les imponen a los pobres. El incremento del precio de los medi­
camentos o la reducción del porcentaje de camas de hospitalización en el IMSS
no son decididas por los que compran los medicamentos o se tienen que hospi­
talizar. Lo cual por supuesto no niega que los pobres, los enfermos y también
los suicidas actúen como sujetos al ir al médico, al comprar medicamentos o
cuestionando el incremento del pasaje en términos individuales o colectivos.
La mayoría de los procesos de salud/enfermedad/atención incluyen el papel

17. Un informe reciente de la UNESCO (Comisión de las N aciones Unidas para la


educación, la ciencia y la cultura) señaló que el 50% de los idiomas (o si se prefiere
lenguas) que se hablan actualmente están en peligros de desaparición, y de hecho la
inm ensa mayoría van a desaparecer. M ás aún el informe indica que cada dos semanas
desaparece una lengua.
El punto de v ista del actor 361

activo de los sujetos, pero también refieren a procesos y actores sociales que
van más allá de cada sujeto o de los microgrupos. Una cuestión es cuestionar
el papel omnímodo de la estructura y la negación del papel del sujeto, y otra
proponer que el actor es siempre quien decide, que el sujeto es pura agencia,
que es él quien crea las estructuras.
Muchos de los que impulsan esta metodología en términos individualistas
parecen pensar que hay un número casi infinito de formas de actuar y de estra­
tegias de acción respecto de los mismos problemas y procesos. Más aún pare­
cen creer que los sujetos tienen no sólo un infinito número de posibilidades de
acción, sino también de interpretación. Lo cual indudablemente remite a una
teoría del sujeto de un individualismo casi absoluto.
En los últimos veinte afios se ha estudiado intensivamente los grupos de
AA a través de técnicas estadísticas y especialmente de técnicas cualitativas; se
han estudiado cientos de grupos de AA y miles de alcohólicos en recuperación
incluidas sus trayectorias alcohólicas y sus acciones de recuperación, y lo que
surge de estos estudios es la notable similaridad que caracterizan las trayec­
torias y las acciones de recuperación. De tal manera que las mismas pueden
reducirse a un puñado de posibilidades.
Desde principios de la década de los 60’ S. Milgran (1974) realizó uno de
los estudios que más me impactaron, y me siguen impactando, dado que dicha
investigación fue realizada alrededor de veinte veces y en diferentes contextos
por el propio Milgran, y otras tantas veces por otros investigadores desde en­
tonces hasta la actualidad, dando siempre los mismos resultados.
Según estos estudios más del 50% de los sujetos que participaron en los
mismos, obedecieron a las órdenes criminales que los investigadores les sugi­
rieron, con un bajo nivel de sujetos que se resistieron a cumplir dichas órdenes
criminales. ¿Cómo explicar esta unifonnidad en las acciones que los sujetos
deciden realizar, implicando obediencia a órdenes criminales, que dichos su­
jetos “ejecutan”?
Este estudio tuvo como punto de partida inicial lo ocurrido en la Alemania
nazi donde millones de sujetos fueron exterminados por centenares de miles
de sujetos que obedecieron a órdenes criminales. Este tipo de datos no sólo
cuestiona ciertas interpretaciones mecanicistas y más o menos felices respecto
del papel del sujeto como agente, sino que nos plantea la necesidad de referir
dichos procesos no sólo al sujeto sino a la estructura social y de significados
dentro de las cuales operan los sujetos. Más aún si no incluimos dichas estruc­
turas en términos de relaciones sociales de diferente tipo, lo único que nos resta
362 L a p arte n e g ad a de la cultura

para explicar los comportamientos racistas o genocidas son de tipo psicológico


y biológico, donde desaparece lo social.

Las verdades particulares

El análisis de esta metodología, y sobre todo de los usos de la misma, debiera


poner de manifiesto tanto sus aspectos positivos como las consecuencias am­
biguas o negativas que puede tener no sólo en términos académicos sino ideo­
lógicos y políticos. Ya tratamos algunas de estas consecuencias, pero hay una
que sólo mencioné y que me interesa retomar, dada su constante reaparición y
el papel que ha cumplido.
De nuestra revisión surge con claridad que esta metodología desde sus ini­
cios, aparece saturada de implicaciones ideológicas y políticas; la perspecti­
va del actor no sólo supone la posibilidad de producir datos estratégicos para
comprender mejor el problema a analizar respecto de un grupo específico, sino
que dicha información puede ser producida para legitimar la existencia, ob­
jetivos y proyectos de determinados actores sociales, así como para impulsar
acciones específicas.
Más aún, una parte de los que manejan esta metodología y desde muy di­
ferentes orientaciones y actores sociales sostienen, como ya vimos, que es el
sujeto oprimido, el estigmatizado, el marginado, el explotado el que tiene algo
así como la “verdad” . De tal manera que frente al que explota o al que oprime,
la verdad está en el explotado y en el oprimido y no en el otro. Esta orientación,
como sabemos, se expresa inclusive a nivel de posturas profesionales ante he­
chos como la violación sexual, ya que lo menos una parte de los que tratan
terapéutica o sociológicamente al sujeto violado, asumen como verdad lo que
el sujeto violado afirma sobre su violación.
Pero además ciertas orientaciones afirman la calidad diferencial de la pala­
bra de dichos actores a partir de su pertencia religiosa, étnica, nacional, racial
o de género, proponiendo que el conocimiento verdadero respecto de un grupo
sólo puede generarse desde dentro del propio grupo. Por lo menos desde el
desarrollo de los historicismos, el saber de determinados grupos sociales es
propuesto como un saber privilegiado, afirmando algunas tendencias no sólo
la excepcionalidad sino la superioridad de este tipo de saber, en la medida
que el mismo es identificado con un grupo específico. Más aun, para algu-
El punto de v ista del actor 363

ñas propuestas el conocimiento “verdadero” respecto del grupo sólo puede ser
producido por los propios miembros de dicho grupo y no por investigadores
“externos”.
Como ya lo señalamos en diferentes momentos, el punto de vista de los ac­
tores sociales subalternos, marginados excluidos fue considerado por Becker,
Foucault o Matza, como el punto de vista correcto o por lo menos el que debían
adoptar. Sartre, por ejemplo,a fines de los 40’ había llegado a la conclusión que
“el verdadero punto de vista sobre las cosas es el del más desheredado. El ver­
dugo puede ignorar lo que hace, pero la víctima siente de manera irrecusable
su sufrimiento, su muerte. La verdad de la opresión es el oprimido” (Beauvoir,
1986 (1963): 18). Es decir que desde diferentes posturas se impulsó esta con­
cepción sobre el lugar de la verdad.
Durante los 60’ asistimos, especialmente en los EEUU, a una explosión
de particularidades de muy diferente índole: “En nuestra época, está iniciando
un cambio social muy evidente que se está canalizando en una variedad de
movimientos sociales. Éstos son formalmente iguales en cuanto a sus objeti­
vos de lograr una mayor conciencia colectiva, una solidaridad más profunda y
una nueva y renovada fidelidad primaria o total de sus miembros hacia ciertas
identidades, status, grupos o colectividades sociales” (Merton, 1977:159).
Al analizar estos movimientos centrados en lo étnico, la religión, la edad,
el género o la raza, M erton señalaba dos características básicas complemen­
tarias.
En estos movimientos la pertenencia y reclutamiento de los miembros se
basa en identidades adscriptas y los mismos consideran que sólo los miembros
de dichos movimientos podían llegar a comprenderlos, por lo cual desarrollan
una epistemología particularista, según la cual el dato estratégico no sólo es
el que surge de la perspectiva del actor, sino que sólo éste puede producirlo e
interpretarlo. Más aun, en el caso norteamericano, una parte del movimiento
negro sostiene que sólo los etnólogos negros pueden comprender la cultura
negra, y en el caso del movimiento indio que solo los antropólogos amerindios
pueden comprender a los nativos americanos.
Respecto de esta propuesta ya hemos presentado varias críticas, siendo
tal vez las más notorias las que señalan que una cuestión es experimentar la
discriminación o la opresión y otra saber cuáles son las reales causas de las
mismas, así como al señalamiento de que por lo menos una parte de las ex­
plicaciones sostenidas por los sectores subalternos constituyen explicaciones
formuladas por las clases, instituciones y/o tendencias ideológicas dominan­
364 L a p arte negada de la cultura

tes. Pero el aspecto más grave refiere a determinados usos y consecuencias


de esta propuesta.
Los que actualmente impulsan esta metodología afirmando el carácter in­
trínsecamente verdadero del punto de vista de un actor subalterno determina­
do, parecen desconocer que la misma también fue impulsada en determinadas
sociedades por los sectores dominantes, incluido el Estado, para justificar su
expansión y dominación e inclusive exterminación de determinados actores
sociales. Durante el dominio del nazismo en Alemania se desarrolló una epis­
temología particularista que fue aplicada no sólo por la etnología, sino por la
biomedicina, por la genética y por la física, y colocó en la etnicidad, en la raza
y en el pueblo ( Volk) alemán la legitimidad diferencial de su saber. Sólo los
arios podían llegar a conocer la cultura aria, y sólo los médicos judíos debían
atender a los pacientes judíos, y desde esta perspectiva podríamos decir que
el nazismo ha sido la propuesta más radical de legitimación y uso del punto
de vista del actor a partir de la fundamentacion etnoracista del mismo, la cual
apelaba al saber biomédico y genetista de la época. Y constituye la propuesta
más radical del PVA no sólo en términos teóricos e ideológicos, sino sobre todo
en términos de acción.
La legitimidad no sólo académica, sino ideológica y política de esta meto­
dología a partir de su referencia a los sectores subalternos, no puede opacar las
consecuencias que la misma puede tener no sólo en términos de conocimiento
sino en términos políticos. Desde esta perspectiva, el manejo de la metodolo­
gía analizada implica reflexionar sobre los usos diferenciales de la misma y
sobre sus posibilidades, que pueden conducir a eliminar la diferencia en nom­
bre de la diferencia.
Al respecto es necesario recordar que esta metodología fué impulsada a par­
tir de los 60’ para legitimar el punto de vista de los locos, de los “desviados”,
de los grupos étnicos, de la mujer o de los homosexuales, así como también de
los discapacitados, de los enfermos de VIH-sida o de los violados, pero que en
su desarrollo fue usada también para legitimar o por lo menos para expresar el
punto de vista del golpeador, del torturador, del violador, de los pedófilos o de
los condenados a muerte por homicidios inclusive seriales, lo cual es parte de
las posibilidades intrínsecas del uso de esta perspectiva18.

18. El VI Congreso Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en 1987, repudió


al grupo de Crim inología Crítica Latinoamericano por proponer despenalizar los delitos
contra la libertad, que incluía la despenalización de la violación sexual.
El punto de v ista del actor 365

El manejo de esta metodología implica reconocer que existen muy diver­


sos usos de la misma, y que cuando decimos “punto de vista del actor” no
decimos demasiado, dado que en términos de la misma el PVA de un médico
nazi tiene tanta legimitimidad como el PVA de la víctima sobre la cual rea­
lizó experimentaciones hasta su muerte. Como tampoco decimos demasiado
cuando proponemos la autonomía del actor, dado que las propuestas nazi-
fascistas se basaron justam ente en la autonomía del actor identificado con el
“Volk” alemán.
Si bien esta metodología está saturada de concepciones esencialistas, a-re-
lacionales, homogeneizantes así como también por propuestas construccionis­
tas, interaccionistas y autogestivas; lo cierto es que lo dominante lo constituye
un relativismo sociocultural y epistemológico. Esta metodología puede expre­
sar y legitimar, inclusive simultáneamente, el punto de vista del colonizado y
el del colonizador, del violado y del violador, del paciente y del médico en la
medida que la versión relativista sostiene que cada sujeto debe ser compren­
dido a través de su propia racionalidad sociocultural y de sus principios de
verdad. Lo cual en última instancia conduce a que la decisión sobre quién tiene
el punto de vista correcto o verdadero se resuelve a través de un acto de po­
der político, ideológico e incluso profesional. Como sabemos todo relativismo
puede concluir en etnocentrismo.
Considero que la aplicación de un enfoque relacional que incluya a los
diversos actores significativos en términos de relaciones de hegemonía/su b-
altemidad, puede reducir las posibilidades de sesgar esta metodología hacia
consecuencias racistas o de otro tipo, pero en última instancia será una toma de
posición no sólo epistemológica, profesional o técnica sino ideológica quien
determine la orientación dada a la misma.
6.
Desaparición y olvido: las posibilidades de la memoria

En este texto he tratado de describir e interpretar ciertas negaciones, exclu­


siones y olvidos que se han dado dentro del campo de la antropología social,
pero intentando evidenciar que parte de esa desmemoria corresponde no sólo
a un determinado quehacer científico y/o profesional, sino a situaciones y
condiciones históricas y sociales de las cuales form a parte la producción
antropológica.
La falta de historicidad de las aproximaciones dominantes en nuestra dis­
ciplina, y que reiteradamente he señalado en mi trabajo, contrastan con mi
propia formación, pues la historicidad era parte no sólo de la forma de en­
tender la constitución de la sociedad y el sujeto, sino que aparecía como la
posibilidad de pensar la realidad a partir de una reflexión/acción crítica cons­
tante. En últim a instancia, si algo caracterizaba eso que llaman modernidad
era justam ente la historicidad, es decir, el reconocimiento de la H(h)historia
como proceso simultáneamente objetivo y subjetivo, según el cual la sociedad
y el sujeto constituyen construcciones, significaciones, o como se las quiera
llamar, producidas por los propios grupos sociales en condiciones de hegemo-
nía/subaltemidad.
La actualización, continua del presente y la falta de historicidad en la des­
cripción y comprensión etnográfica que caracterizan al pensamiento antropo­
lógico desde la década de 1920 han sido, no obstante, parte de mi propia tra­
yectoria tanto profesional como biográfica, dado que necesité constantemente
cuestionar en mi trabajo no sólo el dominio de una perspectiva sincrónica, sino
sobre todo su carencia de historicidad, tendencias que eran reforzadas en la
sociedad donde me formé como sujeto, por el dominio de mitologías históricas
y por la exclusión de la historicidad en las reflexiones y acciones sociales do­
368 L a parte n e g ad a de la cu ltu ra

minantes expresadas, como tardíamente descubrí, en los recurrentes procesos


de desapariciones y ausencias.
Los olvidos antropológicos, mi interés por sus negaciones y re-negacio­
nes - y recordemos que toda negación desaparece imaginariamente lo que
n ieg a- tienen que ver en mi caso con la historia de mi país, una historia
donde la desaparición y el olvido han sido procesos intermitentes, pero cons­
tantes, de lo cual tom é conciencia por prim era vez en 1973-1974 y, sobre
todo, en los años siguientes, cuando amigos, alumnos y/o compañeros des­
aparecieron a través de la emigración, la prisión, el aislamiento, del asesina­
to y el confinamiento. Fue a partir de ese momento, y especialmente desde
1983, cuando comencé a pensar que el problem a de los «desaparecidos» en
Argentina no era sólo un proceso inmediato y específico, sino que remitía a
la trayectoria de nuestra sociedad. Esto obviamente no niega la especificidad
del proceso, y menos las situaciones individuales, familiares, microgrupales
que ocurrieron con toda la carga dram ática personal, sino que la remite al
nivel colectivo e histórico dentro del cual se constituyeron las desapariciones
durante el «proceso».1
Si bien las dimensiones individual/grupal y macrosocial de este proceso
están imbricadas, pueden ser analizadas separadamente; la prim era a través
de las condiciones específicas de la trayectoria de cada sujeto/microgrupo
localizadas en los amigos y familiares inmediatos que es básicamente desde
donde se reclamó su aparición; y segundo como proceso colectivo que inclu­
ye y explica, al menos parcialmente, no sólo el «proceso», sino las caracterís­
ticas diferenciales del conjunto de los sujetos y grupos definidas a partir del
sistema de relaciones dentro del cual operaron como sujetos/microgrupos.
Esto, y lo subrayo, no supone ignorar ninguna de las dos dimensiones ni
considerar que una sea más decisiva que la otra, sino simplemente incluir
la existencia y significación específica de ambas dimensiones. En este ca­
pítulo me detendré en la dimensión macrosocial, sin negar la significación
de la dim ensión individual/microgrupal expresada en este caso por el papel
cumplido no sólo por las organizaciones que denunciaron las desapariciones,
sino sobre todo por el papel de los familiares en el proceso de constitución de
varias de esas organizaciones, y en función del tipo de relación afectiva que
los vinculaba con los desaparecidos.

1. En Argentina el período que va de 1976 a 1983 es conocido como «el proceso»,


durante la cual se instaló la más represiva dictadura militar en ese país.
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 369

Desde nuestra situación actual, la dimensión macrosocial refiere a dos


momentos: uno remite a la situación histórica inmediata durante la cual se
generaron las desapariciones entre 1973 y 1983, y se construyó la noción
de «desaparecido»; y otro al proceso histórico dentro del cual se constituye
Argentina como país y como identidad real e imaginaria y que, desde nuestra
perspectiva, implica reconocer que se desarrolla a partir de diferentes formas
de violencia y de desapariciones, de las cuales la que operó entre 1973-1983
es una expresión especial, trágica, basada en el horror sistemático, pero no
excepcional, y que para su com prensión debemos rem itirla a nuestra consti-
tutividad histórica como sociedad.
Subrayo que mi análisis no pretende negar la particularidad del momen­
to que dio lugar al «problema de los desaparecidos», sino que me parece
decisivo incluir ese lapso dentro de un proceso que no niega la particula­
ridad y gravedad del período, sino que trata de observarlo como proceso y
no como discontinuidad desmemoriada. Cada momento expresará procesos
de desaparición específicos, estrategias particulares de desaparición y tipos
diferentes de duelos y olvidos, pero como partes de una historia que nos ha
ido constituyendo como sujetos y como colectividad.
Pero además en este capítulo final me interesa evidenciar por lo menos
una parte de mi situacionalidad respecto de una serie de problemas que he
estudiado a lo largo de estos años, y en cuyas descripciones y análisis suelen
estar ausentes o expresados a través de una escritura que trata de transmitir
rigurosidad y objetividad, sin excluir no obstante mis propias opciones teó­
ricas y prácticas. Para mí la investigación consiste no sólo en poder captar
las relaciones significativas que operan en un proceso y situación determina­
dos, sino en incluir al antropólogo en ese proceso relacional, inclusión que
supone no sólo reconocer el problema, los actores y su contexto sino que el
investigador funciona a través de su propio contexto. Así determinados tra­
bajos los hice sobre la migración europea, sobre la migración interna, sobre
las enfermedades de trabajadores, y en todos ellos mi contexto personal está
presente a través de muy diversas formas frecuentemente no explicitadas,
pero que aparecen de alguna u otra manera no sólo en los textos -cuando hay
tex to s- sino en la manera de investigar.
3 7 0 _________________________________________________ L a pa rte n e g ad a de la cultura

Muerte y desaparición como procesos históricos

Nuestro punto de partida es reconocer que la historia de Argentina, y obvia­


mente la de América Latina, se desarrolló dentro de un proceso de violencia
estructural que se instituye, o al menos desarrolla determinadas características,
durante el período de la conquista europea y se continúa durante los procesos
de «organización nacional» hasta la actualidad. No en vano América consti­
tuye actualmente la región con mayor tasa de homicidios a nivel mundial. Al
señalar esto no pretendo desconocer la existencia de violencia en los períodos
precolombinos, sino asumir que si bien existió remite a otros espacios sociales
de interpretación que ahora no voy a analizar.2
En el caso de Argentina, este proceso de violencia estructural tiene un ini­
cio fundacional real y simbólico, que se desarrolla además en Buenos Aires,
es decir, el «lugar» que a través de toda una serie de hechos y de símbolos
identifica en gran medida a Argentina en términos culturales e ideológicos, y
que además se irá constituyendo en el eje económico-político y demográfico
del país.3
Desde esta perspectiva, es importante recuperar que las dos fundaciones de
Buenos Aires - la denominada primera y segunda fundación de Buenos Aires
suponen la emergencia de lo que podríamos considerar un doble etnocidio.
La primera fundación y ocupación española, realizada a principios del siglo
xvi, supuso el exterminio de todos los europeos que participaron, a manos de
los nativos o a manos propias, dado que se generaron actos de canibalismo
colectivo dentro del grupo europeo. La segunda fundación, pocos años des­
pués, no sólo supuso la ocupación definitiva del lugar por los españoles, sino
la expulsión de una parte de los nativos y el inicio de un exterminio o al menos
«desaparición» más o menos continuo. En otras palabras, las dos fundaciones
de Buenos Aires están basadas no sólo sobre la muerte, sino sobre un proceso
de aparición/desaparición basado en la violencia y que se continuará a través
de toda nuestra pequeña historia.
Esta continuidad, y también lo subrayo, no supone asumir algo así como

2. En las diferentes sociedades precolombinas, y especialmente en las de mayor desa­


rrollo, existían formas de violencia, que en determinados casos implicaron un «culto de
la muerte» expresado en sacrificios masivos de personas.
3. Esta afirmación no desconoce sino que incluye el papel central de Buenos Aires y
sus consecuencias negativas sobre las particularidades regionales.
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 371

un destino más o menos funesto que se debe cumplir; lo que expresa es la


continuidad/discontinuidad de un proceso en el que la aparición/desaparición
se desarrolla a través de las particularidades de los diferentes momentos histó­
ricos en los cuales se gestaron continuamente procesos de violencia entre los
diferentes sectores sociales que redefinen sus relaciones económicas, políticas
y étnicas, en gran medida a partir de la violencia. Una violencia que busca el
exterminio, o por lo menos la reducción, de la amenaza real o imaginaria a
través de la derrota del grupo antagónico.
Este proceso tendrá una continuidad desde el siglo xvi hasta la actualidad
no sólo en términos de violencia/desaparición, sino también en términos de ol­
vido y negación, de al menos tramos de nuestro pasado, dado que los procesos
de exterminio o de aparición/desaparición se caracterizarán tanto por su pre­
sencia como por su olvido. Los argentinos constantemente dejamos de saber
cómo se constituyó nuestro presente. O mejor dicho, nuestro presente sintetiza
y aglutina el pasado desmemorizando los procesos que lo constituyeron.
Desarrollaré dos ejemplos que, por otra parte, tienen que ver con mi expe­
riencia personal. Cuando tenía catorce años encontré en casa de uno de mis tíos
un libro sobre la «Patagonia trágica» escrito por un autor llamado Borrero; en
ese libro se narra el asesinato sistemático de indios onas y tehuelches a manos
de ganaderos y comerciantes en el sur de Argentina, especialmente en la pro­
vincia de Santa Cruz. Se describe que estos indios fueron envenenados o fue­
ron embriagados para ser asesinados por fusileros contratados por los dueños
de la tierra. O mejor dicho, por los que los mataron con el objetivo básico de
quedarse con sus tierras.4 Este proceso ocurrió entre finales del siglo xix y co­
mienzos del XX, es decir, en fechas relativamente recientes. Recuerdo que leí­
do el libro alrededor de 1948, pregunté a varias personas sobre dicho episodio,
del cual la mayoría no sabía nada o recordaba de forma difusa y anecdótica.
Años después se escribiría una novela y años más tarde se publicarían ensayos,
que luego serían nuevamente olvidados; pero además es importante consignar
que el corto período de recuperación de este episodio ocurrió durante un inten­

4. Uno de esos ganaderos/comerciantes, el que posiblemente generó la m ayor apro­


piación de tierras participando en el exterminio de indígenas en el sur de Argentina y
de Chile, se llamaba José M enéndez, un inmigrante asturiano que había nacido a unos
veinte kilómetros de donde era originario mi padre. Este «descubrimiento» no sólo fue
traumático para mí, sino que verifiqué el olvido/negación en una parte de la comunidad
asturiana/argentina con la cual estaba en contacto.
372 L a pa rte neg ad a de la cu ltu ra

so proceso de movilización social que intentó la recuperación momentánea de


ciertos pasados en función de determinados presentes.
Es importante subrayar que en los cursos de antropología que llevé durante
mi formación académica pocos años después, no apareció nunca información
sobre estos aspectos, aun cuando el Instituto de etnología de la Universidad de
Buenos Aires desarrollaba una investigación etnológica y arqueológica sobre
la Patagonia en la que yo participaba como ayudante de investigación. Sólo
a comienzos de los sesenta un grupo de docentes comenzamos a incluir estas
temáticas en el proceso formativo de los futuros antropólogos.
A principios del siglo xx en la Patagonia se desarrolló también el asesinato
masivo de anarquistas; al igual que en otras partes del país, fueron fusilados
colectivamente o asesinados individualmente. Me enteré de esos hechos si­
multáneamente con el descubrimiento de las masacres indígenas, y también
demandé información, la cual en este caso fue dada por varias personas in­
cluido mi padre. El reconocimiento del asesinato, generalmente legalizado, de
anarquistas constituía parte de la historia argentina y en particular de Buenos
Aires, pero sólo mis preguntas «descubrieron» -p o r supuesto para m í- un pro­
ceso silenciado, que también daría lugar a novelas, ensayos y hasta películas
recuperadoras de un pasado que de nuevo volvió a ser olvidado.
Quiero subrayar que en ambos episodios se ejerció una violencia siste­
mática, se realizaron masacres discriminadas e indiscriminadas, se buscó la
exterminación. En ambos casos hubo desaparecidos; más aún, en el caso de los
indios alakalufes, onas y tehuelches se generó un proceso de desaparición casi
to ta l Una de las condiciones de toda desaparición, para que lo sea, es que el
desaparecido lo sea para alguien, por lo cual las desapariciones de los nativos
de la Patagonia, no parecen haber tenido «deudos» o testigos que dieran cuenta
de su desaparición.
Ambos episodios constituyeron momentos traumáticos a nivel regional y
nacional, pero una parte significativa de los procesos de aparición/desapari­
ción en Argentina no adquirieron este tipo de violencia y exclusión colectiva,
sino que se desarrollaron a través de procesos caracterizados por evidenciar la
capacidad del país para construirse a partir de las diferencias -frecuentem ente
profundas diferencias- étnicas, regionales y nacionales, aunque por supuesto
articulados con los procesos de aparición/desaparición que se desarrollaron
durante este lapso.
Argentina es un país que se constituye entre 1880 y 1930 en gran medida
a partir de la migración de campesinos, y en menor grado de otros conjuntos
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 373

sociales, italianos y españoles, pero también de población procedente de Euro­


pa Central y más tarde de lo que llamábamos Asia menor. La mayoría de estos
sujetos y grupos emigraron por razones económicas, una parte minoritaria por
razones políticas y otra -com o en el caso de los ju d ío s- también por razones
de persecución religiosa. La migración de dichos sectores sociales suponía por
supuesto «el principio esperanza», dada la existencia de un proceso de violen­
cia estructural y de miseria no sólo económico-política, sino también cultural
y psicológica en los países de origen de los migrantes.
La mayoría de estos sujetos y grupos vivían en sus países de origen dentro
de sociedades dominadas por relaciones económico-políticas que articulaban
con diferente grado de relación características capitalistas y feudales, y resi­
dían en regiones dominadas por un «mundo mágico en los términos propuestos
por De Martino» (1948). El proceso migratorio incluyó esa sociabilidad y esa
magia dentro de una historicidad que implicó situaciones de violencia cultural
y no sólo social, pero que posibilitaba superar el «riesgo histórico al estable­
cer la vida en otra parte». Desde esta perspectiva, el proceso emigratorio que
caracterizó a amplias áreas del campesinado europeo y asiático evidencia que
una de las principales «superaciones del mundo mágico» se dio a través del
traslado masivo de campesinos a países donde se incluyeron dentro de otro
tipo de estructuras sociales que no requerían del mundo mágico, al menos en
los términos dominantes en sus regiones de origen, como mecanismo de repro­
ducción de una seguridad cultural que les daba continuidad e identidad, pero
dentro de condiciones de miseria social y psicológica que dicho mundo mágico
contribuía a reproducir y mantener (De Martino, 1975; Menéndez, 1981).
En el caso de los inmigrantes la violencia cultural formó parte intrínseca
del proceso de aculturación, expresado en la represión de la lengua original no
tanto en los inmigrantes como en sus hijos. Un dato fuerte del proceso migrato­
rio de los argentinos es que los miembros de la primera generación de hijos de
inmigrados, incluidos los niños nacidos en los países de emigración, hablarán
«argentino». Aun conservando el idioma original en las relaciones familiares,
la represión y homogeneización del lenguaje fue realmente notable, incluso
para los propios españoles, ya que sus hijos no hablarán la lengua de sus pa­
dres, hablarán «argentino» más allá del origen catalán, vasco, gallego o caste­
llano de sus progenitores. La violencia cultural se ejerció a través de uno de los
principales mecanismos de identidad de un grupo, y expresa simultáneamente
el proceso de «argentinización» acelerado y el distanciamiento y desvaloriza­
ción afectiva de la cultura originaria. El «gallego» (español), el «ruso» (judío),
374 L a p arte neg ad a de la cultura

el «turco» (árabe) o el «taño» (italiano) y su palabra y su cultura serán negadas


o subalternizadas respecto de lo argentino por sus propios hijos.5 Como ve­
remos, esta negación es paradójica, dado que lo «argentino» se construye en
gran medida a través de la cultura de estos inmigrantes, lo cual se expresa en
los aspectos más inconscientes de la cultura como pueden ser las comidas, las
bebidas, las gesticulaciones o la forma de caminar y «estar parado».
El uso inmediato de un lenguaje que se está constituyendo en idioma «ar­
gentino» expresa el proceso de «desaparición» de la cultura tradicional de los
padres; o mejor dicho, expresa un proceso que incluye (aparece) y niega (des­
aparece) simultáneamente la cultura paterna/materna, relación que debe subra­
yarse dada la fuerte tendencia de los inmigrantes y, sobre todo, de los hijos de
inmigrantes a casarse con personas de otro origen étnico, regional o nacional.
Es decir, un proceso en el que desaparece la cultura de los padres, pero en el
que reaparece integrada en la nueva cultura cotidiana. La vida cotidiana, ela­
borada en gran medida por los inmigrantes y sus hijos, no referirá a la cultura
originaria, sino a la transformación local y sintética de los saberes originales,
de tal manera que el chuletón navarro pasará a ser el «bife de chorizo», la pa­
rrillada ferrarense pasará a ser la parrillada argentina o determinados panes de
Panna pasarán a ser el pan criollo y la torta frita, comidas que los argentinos
identifican - o en algún momento identificaron- con sus formas tradicionales
no sólo de comer sino de ser. Se genera un efecto de ruptura que transforma la
cultura originaria en parte sustantiva y simultáneamente olvidada de la «nue­
va» cultura cotidiana.
El aspecto más decisivo de este proceso reside en el hecho de que la pobla­
ción inmigrante, básicamente en las áreas de mayor desarrollo socioeconómico
y especialmente en las urbanas, pasará a expresar la sociedad y/o las formas de
sociabilidad dominantes, mientras que la población nativa «desaparece» o se
convierte en población marginal.6 En una investigación que realicé a comien­

5. N o es un hecho anecdótico recordar que dos de los principales cantantes de tangos


«argentinos» fueron Carlos Gardel, de origen francés, y Hugo del Carril, quien nació
en Italia y cuyo verdadero nombre era Hugo Fontana. Ambos expresaron en momentos
distintos paradigmáticamente la manera de ser y de hablar porteña. Ellos expresaron
una forma de hablar de «presentarse» (aparecer) que se iba constituyendo en la forma
dominante de hablar y presentarse por los sujetos a través de los cuales simultáneamen­
te se constituían estas nuevas formas de ser, y se negaba la sociedad de origen de estos
sujetos.
6. Esto por supuesto no ignora que parte de la identidad, de las mitologías y tipos de
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 375

zos de la década de 1960 en una comunidad de doce mil habitantes en el centro


de la provincia de Entre Ríos encontré que los inmigrantes italianos y espa­
ñoles y, sobre todo, sus hijos, así como las instituciones creadas por ellos, se
convirtieron en el término de unos cuarenta años en la sociedad que representa
la cultura argentina a nivel local, además de pasar a ser los sectores con mayor
capacidad económica. Más aún, en el caso de la inmigración española serán los
miembros de la primera oleada migratoria procedente básicamente de Asturias,
el País Vasco y la «montaña» los que expresen dicha sociedad, mientras los
miembros de la segunda oleada que en su totalidad son andaluces y la mayoría
de un pueblo malagueño llamado Algarrobo, pasarán a ser identificados con los
«criollos», que en este caso concierne a la población nativa.
Tanto en el caso de las comunidades italiana y española los orígenes euro­
peos más valorados son referidos a los inmigrantes del norte de cada país, y en
el caso de todas las comunidades las referencias más positivas serán referidas
a la población de origen vasco, lo cual operaba no sólo en la comunidad estu­
diada, sino a nivel de la provincia de Entre Ríos. Esta valoración condujo, en
determinados casos, a la modificación de apellidos con el objetivo de estable­
cer una determinada genealogía prestigiosa, no sólo en términos económicos
sino políticos, que alcanza su carácter más notorio en una familia de la locali­
dad estudiada de origen italiano, cuyo hijo mayor llegó a ser gobernador de la
provincia y que justamente modificó legalmente su apellido convirtiéndolo en
apelativo vasco (Menéndez, 1965-1966).
Pero dicha referencia a los orígenes vascos se caracteriza por dos elementos
básicos: en primer lugar, porque, al menos en mi trabajo de campo, no encon­
tré a ningún miembro de dicha comunidad, tanto emigrantes vascos como sus
hijos, que supieran hablar vasco; y segundo, porque sus narraciones describían
básicamente situaciones y procesos locales de las comunidades y regiones de
origen. Esto salvo excepciones lo encontré en mis informantes españoles e
italianos, en los cuales podía haber algo así como una noción de «hispanidad»
o «italianidad», pero sus referencias, de lo que realmente hablaban, eso en lo
cual expresaban su saber por su pasado refería inevitablemente a sus localida­
des de origen, a sus pequeñas o medianas comunidades donde la gran ciudad,
la región o la nación podía estar presente, pero en un sentido sumamente abs­
tracto aunque esto era más acusado en los italianos.

sociabilidad surgen de la clase alta argentina, especialmente de la burguesía terratenien­


te que dominó el país entre mediados del siglo xix y mediados del siglo xx.
376 L a pa rte n e g ad a de la cultura

La experiencias y las narraciones en prácticamente todos los casos referían


a las romerías locales, a los santos del pueblo, a la forma de pintar localmen­
te los carritos -q u e no carruajes-, a ciertas costumbres locales consideradas
irracionales por los descendientes,7 que darían lugar a los «prados españoles»
o al desarrollo de un diseño utilizado para pintar originalmente los carros de
trabajo rural y que luego se extendió a los medios de transporte urbano hasta
ser actualmente exclusivamente identificados con éstos y que tienen su origen
en los carros pintados del sur de Italia, especialmente de Calabria y Sicilia.
Las narraciones conciernen inevitablemente a «fantasmas locales», y a
recuerdos de leyendas donde se mezclan lagartijas encantadas, sabanadas
m armitones y «paladines de Francia», pero localizados en las comunidades
de origen y no en entidades que se podían llamar Italia o España. Toda una
serie de narraciones que obtuvim os, referían a situaciones de pobreza local
en el «paese» de procedencia, pero para la m ayoría de los inmigrantes y sus
hijos estas narraciones dejaron de tener el significado originario de una cultu­
ra caracterizada por la extrem a pobreza y escasez, convirtiéndose en cuentos
-e n el sentido de ficciones- que tendieron a desaparecer en la memoria de
los descendientes de la tercera generación. Dichas narraciones expresaban
una cultura de la pobreza incluido un «mundo mágico» que necesitaba «con­
trolar» el casi inevitable riesgo de vivir generado por carencias básicas, y
que la em igración redujo o directamente eliminó en la mayoría de los casos
estudiados por nosotros.
Este proceso será continuado sobre todo a partir de las décadas de 1930 y
1940 por un proceso migratorio interno desde las áreas rurales hacia las grandes
ciudades, especialmente Buenos Aires, pero también por un constante traslado
y localización de población chilena, uruguaya, boliviana, paraguaya, peruana
y brasileña. Dicha población se localizará inicialmente en las áreas cercanas a
sus propios países, pero luego también emigrarán hacia las grandes ciudades.

7. Toda una serie de prácticas culturales trasladadas por inmigrantes fueron no sólo
resignificadas sino consideradas como excentricidades personales. En el caso de una
fam ilia de origen vasco entrevistada por nosotros, el «abuelo» que inició la migración
estaba considerado «loco», dado que su defecación la envolvía diariamente en papel de
periódico y 1a colocaba a secar en el techo de una «chabola» que había construido en
el fondo de su casa. En su propia narración recordaba su pasado campesino en el cual
se usaba la defecación de toda la fam ilia como abono, lo cual resultaba incomprensible
para una familia de clase media dedicada ahora a fabricar y vender muebles en la comu­
nidad de la provincia de Entre Ríos estudiada por nosotros.
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 377

Es un proceso que dura hasta la actualidad, y a través del cual observamos una
tendencia hacia la homogeneización de las diferencias.
Asi como en la provincia de Entre Ríos pudimos observar que la «sociedad
argentina», lo considerado por sus habitantes como sociedad local era la cultu­
ra producida por los inmigrantes e hijos de inmigrantes italianos y españoles,
en un estudio realizado en la provincia de Misiones a principios de los setenta
pudimos observar que la sociedad local estaba también constituida por los in­
migrantes e hijos de inmigrantes polacos, suecos, alemanes, etc., en términos
de sociedad oficial, pero que zonas específicas del estado estaban constituidas
básicamente por población de origen brasileño y paraguayo, de tal manera que
en dichas zonas prácticamente la totalidad de la población «argentina» tenía
ese origen, pero que al igual que los otros inmigrantes se caracterizaban por
su proceso de argentinización expresado sobre todo en términos de lenguaje
(Menéndez e Izurieta, dirs., 1971).
Lo que me interesa subrayar es que este proceso constante de «argentiniza­
ción», de olvido y/ó resignificación de los saberes culturales de los inmigrantes
-d e todos los grupos inmigrantes8- expresa a través de una nueva entidad, lo
argentino, un proceso de homogeneización, de eliminación de las diferencias
y, sobre todo, un doble proceso de desaparición. Los inmigrantes, y lo subra­
yo, son en su mayoría «desaparecidos» respecto de sus sociedades locales y
regionales; sólo una minoría -com o lo demuestran las investigaciones sobre la
«gran m igración»- siguió manteniendo vínculos directos y constantes con las
mismas, pero la mayoría, al irse constituyendo en la nueva sociedad, realizó
un efecto de desaparición respecto de su cultura originaria dado que mezcla­
dos, integrados, hibridizados con miembros de otros grupos -frecuentemente
una gran variedad de grupos étnicos y nacionales- fue generando una nueva
identidad que, por supuesto, incluía las diferencias, pero como producto de los
nuevos procesos y no sólo de las diferencias previas.
Este proceso de olvido/desaparición no sólo se produjo en los que emigra­
ron, sino también en los que no emigraron y permanecieron en sus países de
origen, es decir, la mayoría de la población española, italiana o alemana, y en
los cuales parece haberse desarrollado un efecto de negación incluso de su más
o menos reciente pasado personal y/o familiar. Mi padre, en los últimos años

8. A finales de los años sesenta la asociación de sociedades israelitas resolvió hacer


una encuesta en la comunidad judía de Argentina, dada la disminución acelerada de
judíos religiosos y el incremento constante de matrimonios mixtos.
378 La pa rte neg ad a de la cultura

de su vida, estaba fuertemente indignado porque sus compatriotas se habían ol­


vidado en muy poco tiempo «que siempre fuimos un país de emigrantes», que
inclusive durante el siglo xix se había acuñado, o al menos usado, el término
«indiano» que denominaba una categoría social dentro de España que recono­
cía y valorizaba el proceso emigratorio sobre todo hacia América; pero todo
ello se borró muy rápidamente de la memoria de la sociedad española contras­
tada en la actualidad con un proceso de migración en sentido inverso al que
dominó su historia por lo menos durante los siglos xix y xx. Pero nuevamente
lo que me interesa subrayar es el proceso de desaparición y olvido que supuso
el proceso migratorio constitutivo de nuestra sociabilidad.9
Esta relación desaparición/ausencia se desarrolló a través de numerosos
procesos desde económicos hasta religiosos que en su conjunto tendieron a
normalizar la realidad en términos culturales. Si bien este proceso se dio a
través de fenómenos de ascenso social de una parte de los inmigrantes o de
una convivencia multiétnica en los denominados «conventillos» que describió
toda una literatura de sainetes, que incluso inventó un idioma «cocoliche» de
muy escasa duración, se dieron también procesos formales institucionalizados
que impulsaron notablemente este proceso de desaparición/actualización del
presente. En Argentina se desarrolló desde finales del siglo xix un proceso
de escolarización formal con intencionalidad consciente de homogeneización
cultural, y que incluyó a gran parte de la población infantil, en especial en las
áreas urbanas en donde residían la mayoría de los inmigrantes.
Pero esta escolarización no sólo contribuyó decisivamente al proceso de
homogeneización en el lenguaje cotidiano, sino que supuso aprender de forma
normalizada y legitimada institucionalmente toda una serie de procesos que
transmitían un doble mensaje complementario: por una parte, el papel central
de la violencia en la constitución de nuestra sociedad; y por otra, el estableci­
miento de una ruptura con determinadas formas de vida, que si bien tendían a
desaparecer debía generarse un imaginario colectivo que acelerara y justificara
su desaparición. Los textos escolares están saturados de escritura y gráficas de
fusilamientos, degüellos, exposiciones públicas de cabezas cortadas, de empa-
lamientos, de asesinatos individuales y colectivos.
En nuestra escolaridad primaria y secundaria aprendimos formalmente que

9. El caso actual de los emigrantes argentinos hacia los Estados Unidos y hacia Euro­
pa constituye una estrategia de vida, que no sé todavía si es parte o no del proceso de
aparición/desaparición que estamos analizando.
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 379

la expansión, a partir de la segunda mitad del siglo xix, de la sociedad «ci­


vilizada» sobre las áreas habitadas por los grupos indígenas se denominaba
«conquista del desierto»; de tal manera que lo que estaba poblado por indios
era considerado un «desierto» que había que poblar. Más allá de las referencias
más o menos eruditas al concepto cristiano medieval de «desierto», lo que,
ese término expresa entre nosotros es la decisión de reconstruir; un territorio
determinado a partir de considerarlo un «desierto », negando la existencia de
la población que vivía en él. La «desaparición» de los indios fue un supuesto
tácito de esta forma de pensar e intervenir y, en consecuencia, la «conquista del
desierto» se llevó a cabo arrinconando, marginando y/o exterminando de for­
ma directa o indirecta a los grupos indígenas, es decir, «desapareciéndolos».
Pero las desapariciones reales e imaginarias son también parte de una so­
ciedad caracterizada por un fuerte maniqueísmo ideológico-político e ideo-
lógico-cultural. La historia argentina supuso la constitución de una sociedad
polarizada sucesivamente: entre europeos/indios; godos/criollos; unitarios/
federales; puerto/interior; conservadores/radicales; peronistas/antiperonistas;
nacionalistas/zurdos (izquierdistas). Estas divisiones pueden ampliarse según
los momentos y tipos de relaciones dominantes inclusive dentro de la Antropo­
logía Social Argentina, pero subrayando que la mayoría fueron vividas como
incompatibles, como implicando el exterminio real o imaginario del otro.
Esto no implica por supuesto que tal exterminio operara, ni que en cada mo­
mento el tipo de relación tuviera los mismos contenidos ideológico-políticos,
lo que trata de recuperar es el dominio de diferentes formas de maniqueísmo
social negadoras del otro en el desarrollo de nuestra historia.
Violencia, desaparición, maniqueísmo, olvido, constituyen elementos sus­
tantivos del proceso de continuidad/discontinuidad cultural dentro del cual se
constituyeron nuestro imaginario social y nuestras subjetividades. Desde esta
perspectiva, el hecho de que nuestro libro «nacional» sea el Martín Fierro de
José Hernández, y que escritores emblemáticos como Borges jugaran litera­
riamente con mitologías de «cuchilleros» expresan esa larvada añoranza de
coraje y muerte que forma parte de nuestro imaginario. Más aún, casi toda
la obra de Borges expresa la opción por las mitologías como invención del
recuerdo, así como la negación de la historia real de los argentinos. Su escritu­
ra negativa hacia los inmigrantes externos e internos evidencia, posiblemente
más que ninguna otra expresión de nuestra «alta cultura», la necesidad de una
cultura «nueva» separada de sus orígenes reales, y mitificados en una historia
380 L a p arte n e g ad a de la cu ltu ra

de corajes y muertes ejemplares, que coloca entre paréntesis (los desaparece)


a los inmigrantes.
Sin negar, por lo tanto, la particularidad del proceso operado entre 1976 y
1983, dicho lapso debe ser remitido a las características de continuidad/discon­
tinuidad que hemos intentado describir, para reencontrar algunas explicaciones
que vayan más allá de lo fenoménico y coyuntural sin, por supuesto, disolver
las especificidades de cada m om ento.10

El olvido como técnica de vida

El proceso sociopolítico que se desencadenó desde mediados de los sesenta


supuso la aparición de una serie de concepciones político-ideológicas que pro­
ponían diversas alternativas de cambio social, que favorecieron el incremento
de los antagonismos y la emergencia de amenazas imaginarias o reales res­
pecto de la manera de pensar la realidad por determinados sectores sociales
hegemónicos.
Durante este lapso se popularizaron las consignas de cambiar no sólo el
sistema social, sino de cambiar la vida. Dichos cambios, en función de las con­
diciones dominantes, suponían que debían incluirse necesariamente el uso de
determinadas formas de violencia social legitimadas por los objetivos finales,
que referían a valores colectivos de diferente orientación ideológica, pero cuyo
objetivo final era el «cambio».
Este proceso supuso la incorporación masiva de jóvenes -cada vez más
jó ven es- durante los setenta, que incluyeron las imágenes del Che (Ernesto
Guevara) o de Evita (Eva Perón) como los referentes emblemáticos de una vio­
lencia social y política considerada ju sta.11 Esta era concebida como la única,

10. Un antropólogo de nuestro país ha tratado reiteradamente de analizar el desarrollo


de la A ntropología Social argentina en términos de oposición Hermite/M enéndez, don­
de la prim era expresa la ciencia y M enéndez la ideología.
11. Si bien la relación del Che con la violencia armada es obvia, debe recordarse que
Eva Perón fue resignificada por los montoneros como uno de sus principales símbolos
de identificación política dentro del peronismo, de tal manera que junto con la propues­
ta de «Si Evita viviera sería montonera» se agregó otra que decía «Si Evita viviera sería
guerrillera».
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 381

o al menos principal, estrategia que podía modificar realmente la dominación


político-económica y la hegemonía ideológico-cultural.
El incremento de este proceso generó respuestas montadas sobre un tipo
de violencia caracterizado por el anonimato y el horror. Durante la década de
1970 se desarrolla una fuerza parapolicial denominada la triple A, que utiliza
toda forma de horror a partir del anonimato del victimario, y que frecuente­
mente se expresa en el secuestro y asesinato ejemplar de intelectuales y de
líderes sociales y políticos como mecanismos centrales de una expansión y
propagandización del horror. Es obvio que la inmensa mayoría de los asesina­
dos y desaparecidos fueron personas desconocidas para la mayoría de la so­
ciedad argentina; más aún, la mayoría de los asesinados durante el «proceso»
pertenecían a las clases bajas urbanas, y especialmente a ese sector social que
llamábamos proletariado, pero este reconocimiento no resta significación a las
desapariciones y asesinatos ejemplares sino que lo remite a las relaciones de
hegemonía/subaltemidad.
Desde 1973 se impulsaron agresiones físicas, desapariciones, asesinatos y
torturas de miembros de la comunidad universitaria y especialmente los estu­
diantes. Dentro de mi propia experiencia, el instituto de la Universidad de Bue­
nos Aires donde realizaba investigaciones sobre la salud y enfermedad de los
trabajadores fue atacado dos veces con bombas, hasta que debió ser cerrado.
Toda una serie de profesores y alumnos fueron asesinados y desaparecidos en
la Universidad de la Provincia de Buenos Aires localizada en la ciudad de Mar
del Plata donde dirigía la Carrera de antropología hasta mi expulsión en 1974,
pero el proceso de desaparición continuó hasta el cierre de la carrera en 1977,
y se intensificó intensamente en otros espacios durante los años siguientes.
Este proceso de horror, fue planificado y condujo a diferentes tipos de ne­
gaciones y renegaciones de la realidad por los que convivíamos con dicho
horror.12 Un horror que se desarrollaba en la vida cotidiana; en cárceles que
estaban localizadas en diferentes lugares, y que parte de la población conocía/
desconocía. Un horror que condujo al «no sé» de muchos de los que vivieron
dentro del mismo, pese a las constantes formas de desaparición de familiares,

12. Expulsado en 1974 de la universidad seguí viviendo en Argentina y trabajando en


un instituto que consiguió organizar Guillermo Sablov, profesor de Ciencias de la Edu­
cación en la Universidad de la Provincia de Buenos Aires, donde algunos pocos de
nosotros tratamos de seguir con nuestros trabajos. Por más que fueron asesinados o
desaparecidos varios de mis ayudantes y alumnos, así como docentes, fue el asesinato
de Guillermo el que me decidió a «emigrar» de Argentina hacia México en 1976.
382 L a p arte n eg ad a de la cultura

amigos, conocidos. De ahí que debamos distinguir entre saber y desaparición;


ésta sólo emerge cuando el saber se convierte en activo y denuncia, reclama,
lucha por la aparición.
Este desarrollo condujo a gran parte de la población al exilio; un exilio
hacia algún país cercano o distante, especialm ente hacia España, México,
Venezuela y Brasil y, en menor medida, hacia Francia, Italia y Estados Uni­
dos. Esta desaparición debe ser articulada con el exilio interior caracterizado
por el «encanastam iento», es decir, la desaparición del sujeto de los luga­
res cotidianos, incluido su aislamiento casi total respecto de los familiares,
amigos, ex compañeros de militancia, para recluirse en tipos de actividades
marginales, silenciosas, frecuentemente discrepantes de sus ocupaciones an­
teriores.
Las desapariciones, las muertes, los exilios afectaron a gran parte -según
algunas estim aciones a la m ayoría- de las familias argentinas, básicamente
durante el proceso de construcción del horror, pero también en algunas de sus
derivaciones, especialm ente durante la guerra de las Malvinas, que generó
nuevas muertes y nuevos desaparecidos.
Frente a este proceso una serie de grupos, básicamente desde dentro del
país, mantuvieron una continua resistencia contra el honor, la negación y
el olvido. En prim er lugar las madres y las abuelas de Plaza de Mayo, y en
segundo lugar las diferentes asociaciones de derechos humanos que en térm i­
nos genéricos o de comunidades particulares denunciaron las desapariciones
y reclam aron la «reaparición» y «el castigo a los culpables». Es dentro de
estas acciones que se va a desarrollar el térm ino «desaparecido» como una de
las principales expresiones y testimonios del horror, dando lugar al ejercicio
de prácticas que incluyen constantemente la imagen de los desaparecidos
como form a de instalarlos en un presente que se quiere cambiar.
M ontada sobre estas organizaciones, una parte de la sociedad civil se
movilizó para obtener lo que hasta ahora sigue siendo inédito en Am érica La­
tina; juzg ar y condenar civilmente y en su presencia - y subrayo lo de su pre­
sen cia- a los líderes militares responsables del horror durante 1976-1983.13
Dicho logro no debe ser remitido sólo a situaciones como la derrota militar e
ideológica en la guerra de las Malvinas o el inicio de las nuevas propuestas

13. Es necesario recordar que ni en Uruguay, ni en Brasil, ni en Chile, ni en Paraguay


se dieron procesos donde se juzgara y castigara civilmente y menos aún militarmente a
los militares que lideraron las respectivas dictaduras.
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 383

de «democratización» impulsadas sobre América Latina por Estados Unidos,


sino a la movilización de la sociedad civil centrada en la denuncia del horror,
en la demanda de aparición de los desaparecidos, y de la conclusión de la
violencia, en ese momento de todo tipo de violencia.
Pero pasado un tiempo comenzó nuevamente el olvido y la negación; o
mejor dicho, las negociaciones políticas condujeron a sucesivos arreglos cu-
pulares que posibilitaron la libertad de los líderes del «proceso» y más tarde
la conmutación de sus penas. Estas acciones trataron de ser compensadas con
símbolos recordatorios como fueron dar nombre de desaparecidos o de una
comunidad perseguida a una calle o a una plaza, o colocar placas de hom ena­
je a personas y grupos que trataron de m origerar la aplicación de las leyes del
olvido denominadas de «obediencia debida» y de «punto final». Pero junto
con estos procesos intencionales y políticos, se desarrollan las actividades
normales de producción y reproducción de la vida personal y colectiva de los
sujetos y grupos que, más aún que los arreglos cupulares, tienden a la norm a­
lización del olvido y a la actualización continua del presente en el decurso de
nuestras vidas cotidianas.
Respecto de este proceso es importante recuperar, que pese al constante
regreso, sobre todo a comienzos de la década de 1990, a algunas prácticas del
«proceso», entre las cuales destacan los cruentos atentados a asociaciones
israelitas, el asesinato o agresión a periodistas combativos y el incremento
de técnicas de agresión basadas en el anonimato utilizadas en el pasado por
la triple A, el «proceso» va cayendo en el olvido para gran parte de la po­
blación, como ocurrió con las desapariciones y horrores anteriores. O más
correctamente todavía existen lugares y procesos de memoria individual y
colectiva, pero cada vez menos expresiones activas de esa memoria. Inclusi­
ve algunas expresiones que llegan inesperadam ente, como el caso C avallo14
resultan incómodas para una parte de la población y no suscitan demasiadas
propuestas ni acciones. Esta situación no constituye un hecho excepcional,
sino una expresión de las tendencias dominantes en la producción y repro­
ducción de la realidad.
Y es en esta realidad en la que sujetos y grupos se siguen movilizando
constantemente, en la que algunos sectores de la sociedad civil periódica­

14. Me refiero al militar represor apresado en México, y que puede llegar a ser extra­
ditado a España para ser juzgado por la tortura, desaparición y asesinato de ciudadanos
de origen español.
384 L a pa rte n eg ad a de la cu ltu ra

mente hacen un ejercicio simbólico de recuerdo, o en la que se cuestionan


en térm inos jurídicos las leyes del olvido intentando anularlas, donde obser­
vamos que lo dom inante son las tendencias a reproducir la actualización del
presente.
Estos señalamientos no significan ningún cuestionamiento a nuestras
formas de sociabilidad, sino que supone recuperar este proceso más allá
del mismo, para encontrar interpretaciones respecto de estas negaciones y
ausencias, pero tam bién de las funciones y características del olvido. D es­
de esta perspectiva, es decisivo para nosotros reflexionar sobre quiénes y
cuántos sujetos y grupos se movilizaron realm ente durante el asesinato y
desaparición de nuestros indígenas; y sobre cuántos y quiénes participaron
en las denuncias y rescate de la mem oria de los anarquistas. Pero además
reflexionar sobre cuántos y quiénes se m ovilizaron durante el proceso; cuán­
tas m adres, de las madres que tienen hijos desaparecidos, se movilizaron. Y
cuántas abuelas, y cuántos miembros de las comunidades española, italiana o
judía lo hicieron. Debe reconocerse que sólo una m inoría de madres, abuelas
y miem bros de comunidades específicas se m ovilizaron.
La vida para reproducirse parece exigir el olvido como técnica de super­
vivencia no sólo biosocial, sino psicológica y cultural. Aun los horrores más
traum áticos tienden a ser negados y olvidados o resignificados, y sólo unos
pocos sujetos y grupos aparecen como los encargados de activar el recuerdo
en térm inos de vida cotidiana. Es la acción de los «testigos», de los deudos,
de los que asumen una determ inada afectividad y cercanía, incluso inven­
tada, los que aparecen como los que pueden seguir combatiendo el olvido.
Los que aseguran durante un tiempo su búsqueda y demanda, más allá de la
burocratización inevitable de las búsquedas institucionalizadas. Si bien el re­
cuerdo puede también regresar a través de los historiadores o de los produc­
tores profesionales de testimonios, sus trabajos no conducen generalmente
al retom o de lo negado, sino a su contemplación como espectáculo o como
fenóm eno distanciado. Sólo la actividad de grupos y sujetos específicos pare­
ce favorecer el m antenim iento del recuerdo, pero debemos asumir que en la
m edida en que el recuerdo no incida en el imaginario colectivo sólo quedará
reducido a mem oria individual o microgrupal.
Desde la perspectiva analizada me interesa subrayar algunos aspectos.
Por una parte, reconocer en la «desaparición» y en la violencia estructural un
proceso de continuidad/discontinuidad que, por serlo, no niega la existencia
de períodos históricos donde no dominan dichos procesos. Por consiguiente,
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m em oria 385

todo análisis de nuestros desaparecidos y de nuestras violencias implicaría


recuperar el proceso de nuestra constitutividad histórica. Además, me intere­
sa recuperar el hecho de que el olvido aparezca como la recurrente estrategia
de negación de nuestra propia constitutividad. O m ejor dicho, que el imagi­
nario a través del cual se constituye nuestra historia expresa la negación de
los aspectos señalados.
Pero debe subrayarse que tales olvidos no son solamente característicos
de nuestra sociabilidad e ideología culturales, sino que son comunes al m e­
nos a toda una serie de sociedades donde el pasado se mitifica a partir de
negar/olvidar determ inados aspectos que cuestionarían la identidad/es cons­
truidas, de tal m anera que niega - a l igual que noso tros- la desaparición y el
olvido como procesos constitutivos, para volver a descubrirlos en episodios
concretos y recurrentes que, sin embargo, distancia o separa de su propio
proceso histórico, convirtiéndolos en hechos excepcionales, diferentes, ex­
traños cuando realm ente constituyen parte constante de su historicidad.
Posiblem ente el olvido sea la necesaria negociación con lo recurrente;
la negación constituye uno de los m ecanism os básicos de la reproducción
ideológico-cultural colectiva y personal para asegurar el mínimo de conti­
nuidad a partir del presente. Pero este presente supone para los miembros
de una sociedad dada tratar de vivir, de producir la continuidad de la vida, y
ello no sólo supone la ocupación/uso del tiem po de los sujetos/grupos, sino
que implica continuas transacciones de m uy diferente tipo que relacionan
sujetos, grupos, sectores sociales en un proceso que reproduce parcialmente
el sistema, incluso a partir de su crítica.
El uso del tiem po, la necesidad de vivir (trabajar o buscar trabajo; comer,
beber, tener relaciones sexuales, etc.), así como desarrollar relaciones socia­
les cotidianas a partir del vivir, implican no sólo la reproducción del presente,
sino la constante producción de olvidos de procesos, sujetos y experiencias
cuya presencia actualizada limitaría la posibilidad de vivir/convivir. Esto no
lo señalo cínicam ente ni como estructura necesaria, sino como posible inter­
pretación del proceso de reproducción de nuestros olvidos y desapariciones.
La tram a de la vida, la convivencia aun dentro de conflictos, supone el de­
sarrollo de transacciones que tienden a la negación de por lo menos algunos
aspectos de la vida individual y colectiva. Posiblemente uno de los hechos
más dramáticos que nos dejó el proceso es el caso de los niños de padres
desaparecidos, que fueron criados por otros padres y que crecieron sin saber
su verdadero origen; y que incluso supuso que los «padres» pertenecieran al
386 L a parte neg ad a de la cultura

sector de represores y asesinos. El trabajo de las madres y abuelas ha condu­


cido a detectar (hacer aparecer) num erosos casos, en los cuales se generaron
muy diferentes tipos de reacciones, que incluyeron la opción de algunos «hi­
jos» de perm anecer con las familias donde se criaron. Esta situación consti­
tuye un caso extremo de los procesos transaccionales dentro de los cuales los
sujetos viven y necesitan negar parte de su propio pasado.
Frente al olvido se necesita, como ya hemos señalado, un ejercicio cons­
tante de recuerdo, sin que esto por otra parte asegure la memoria. El hecho de
que sean familiares los que m antuvieran el reclamo de los desaparecidos no
es un hecho secundario, sino decisivo. Toda recuperación del olvido requiere
de alguien para quien el desaparecido tenga una especial significación. Pero
esta posibilidad no es necesariam ente reproducible en términos de memoria
colectiva. La transm isión de esta m em oria no sólo requiere afectividad, sino
el uso consciente y constante de otras dim ensiones de la subjetividad para
convertirlas en mem oria colectiva activa; es decir, supone la intencionalidad
activa del actor y no sólo su testimonio.
Desde esta perspectiva, toda una serie de hechos recientes evidencia que
existen sectores sociales que siguen luchando contra el olvido, lo cual se
expresa no sólo en la impugnación jurídica de las leyes del olvido, sino sobre
todo en las acciones de muy diversa índole con que se recordó el veinticinco
aniversario del golpe m ilitar que instauró el proceso, y que implicó que al
principal acto concurrieran más de cien mil personas. Mi análisis, y lo subra­
yo, no niega la existencia de estas acciones, sino que puntualiza la necesidad
de una continuidad, dado que la reproducción cotidiana de la vida tiende a
impulsar la discontinuidad y no la crítica de lo dado.
Desde estos y otros procesos, en mi trabajo antropológico he tratado de
recuperar al menos algunos olvidos y desapariciones; mi decisión de publi­
car un texto sobre la tortura en una revista de antropología cuando no era
- n i para muchos todavía lo e s - considerada una problemática antropológica
(Yarzabal, 1985); mi encuentro inesperado con episodios de «venganza de
sangre» que son parte de la vida cotidiana de numerosas comunidades lati­
noamericanas, pero que han sido «negadas por la investigación antropológi­
ca e histórica» (M enéndez, 1981 y 1990a). El reconocer que la producción
antropológica ha negado constantemente la enfermedad y la muerte de los
sujetos que estudia aun describiendo el proceso de salud/enfermedad/aten­
ción, así como evidenciar el constante proceso de olvido y negación en el
uso de conceptos y prácticas dentro de la producción de nuestra disciplina
D esaparición y olvido: las posibilidades de la m e m o ria _________________________3 8 7

(Menéndez, 1981, 1990 y 1992a) refieren no sólo al campo antropológico,


sino a mi experiencia con los procesos de olvido/desaparición que operan si­
multáneamente en las teorías, las prácticas profesionales, y mi vida cotidiana
personal y colectiva15.

15. No desconozco que el olvido, la negación, la desaparición o la exclusión constitu­


yen procesos diferentes, pero que aquí utilizo complementariamente. Subrayo además
que este último capítulo sólo pretende presentar algunas propuestas interpretativas que
tratan de articular el conjunto de mis análisis con partes de mi propia trayectoria pro­
fesional.
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