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ORIENTE
Y OCCIDENTE
HACIA LA
COMPRENSI6N MUTUA
GEORGES FRADIER
Ig
UNESCO
Publicadoen 1960
par la Organizacih a!elas Nm’on~sUnidaspara la Educación,
la Ciencia y la Cultura, placedeFontenoy,Paris-Te
Impresopor Drukkerij Holland .N.V., Amsterdam(PaísesBajos)
0 Unedco 1960
MC.59/D.41,%
Índice
Introducción . . . . . . ......... 7
El Oriente indefinible . . . . ......... II
7
combatir en Palestina en torno a los Santos Lugares, después de lo cual
volvían a la nada. La India surgía de una noche encantada y legendaria
para ser explotada, desde el siglo XVI al XVIII, por dos o tres compañías
mercantiles. La China salía de su hierático aislamiento para acoger a los
“civilizadores” de la guerra del opio, mientras que el Japón, anquilosado
desde hacía doscientos años en la armadura de un samurai degollador
de misioneros portugueses, obtenla en 1853 exactamente el derecho a
dos párrafos en un manual.
Por consiguiente, nuestra ignorancia pudo a menudo explicarse y
hasta excusarse. Pero hoy es intolerable. Parece peligrosa en un
momento en que la verdadera política se hace en escala mundial y en
que las palabras “el destino de la humanidad” no pertenecen exclusiva-
mente al vocabulario de los moralistas sino al de los periódicos, que
expresan más o menos claramente la conciencia y la inquietud de
nuestro tiempo. Todo el mundo sabe y comprende que la paz, el progreso
general y la prosperidad del mundo pueden depender también de la
evolución, de las decisiones y el trabajo de países que se sitúan todavia
sin gran precisión <<en Asia” o <‘en Africa” , pero que ya nadie se atreve
a calificar de exóticos. La solidaridad profunda de todos los pueblos no
necesita demostración; y hasta cuando se piensa sobre todo en la
solidaridad económica, se tiene necesidad de conocer algo más que los
aspectos industriales y comerciales. Hasta el menos interesado se pre-
gunta con curiosidad: ;Qué son en realidad esas naciones a las que
estamos desde ahora ligados para bien o para mal? LQué puede esperarse
de ellas? $Xmo ven el mundo?
Esta última pregunta supone una curiosidad mucho mayor que la
que pueden provocar ocasionalmente la preocupación por el porvenir
y la lectura de la gran prensa. Interesarse por las ideas y opiniones
de un pueblo es querer conocer los aspectos principales de su historia, sus
condiciones de vida, su estructura social, sus creencias religiosas y sus
aspiraciones. Es querer explorar un dominio que siempre parece difícil
de abordar: el de una civilización o de una cultura extranjeras. La
ignorancia de las culturas orientales se siente hoy en Occidente, a veces
con impaciencia, como una privación. Se expresa más 0 menos en los
siguientes términos :
CPuede un hombre considerarse culto si no conoce, por lo menos
como diletante, las grandes obras que representan lo que yo llamo
“cultura”? . . . $?ii ignora tranquilamente 0 menosprecia el Partenon,
los Salmos de David, Hamlet, la Declaración Universal de Derechos
Humanos, la Novena Sinfonía, Los hermanos Karama<ov, etc. (lista arbitraria,
que puede ampliarse a voluntad)? Q uien desconozca esas obras no podrá
comprender una palabra de la literatura contemporánea de mi país y
iqué podrá adivinar de mis preocupaciones y de mis pensamientos?
Pero, tengo buenas razones para creer que existen en otras culturas
obras igualmente importantes y fundamentales, obras clave, como suele
decirse. Y yo las ignoro. CPuedo considerarme culto?”
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Sería exagerado afirmar que los muy diversos pueblos del Occidente
se conocen perfectamente entre ellos. Más de una vez se han manifestado
sus incomprensiones y, cuando se trata de cultura, cierto espíritu
localista que les impide apreciar en lo justo los valores del vecino. Sin
embargo, esos pueblos jamás se consideran muy alejados unos de otros;
en Europa o en las Américas, no ven ninguna barrera cultural que no
sea fácil de franquear con muy poco trabajo. Es posible que al terminar
sus estudios un polaco casi no haya oído hablar de Portugal, pero ello
no le impedirá formarse una idea relativamente exacta de su clima, sus
habitantes y recursos. Sabe que comparte la religión de ese país y que
a el, como a los escolares de Lisboa, le han enseñado que después del
Imperio Romano vienen la Edad Media y el Renacimiento. Si además,
como es muy posible, ha aprendido un poco de latín, podrá abrir un
periódico portugués y a primera vista descifrar y comprender palabras
y frases. En otros términos, puede sentirse en pie de igualdad con un
pueblo, una literatura y un modo de vida de los que no conoce sino lo
esencial: los vínculos de parentesco con su propia cultura. Igualmente,
en lo que concierne por ejemplo a Ottawa, la información de los napoli-
tanos, de los lioneses o de los bruselenses deja probablemente mucho
que desear. Pero tienen conocimientos casi instintivos sobre los habitantes
de Ottawa o sus características : lenguas, religiones, origen étnico, vestido,
alimentos, intereses políticos y deportes preferidos. Son parientes, y
parientes muy cercanos, a pesar del océano. Las culturas nacionales
del Occidente pueden o no apreciarse mutuamente, pero se entienden,
en todo caso, como variaciones sobre un mismo tema.
Pero cuando esos occidentales, que adivinan tan bien su unidad
fundamental, se vuelven hacia un pueblo de Oriente, están completa-
mente perdidos. No les faltan estereotipos para imaginarse un “paisaje
árabe”, la silueta de Gandhi, arrozales chinos, las rosas de Ispahan y los
jardines de Kioto. Pero saben que esas nociones tan diversas no les
enseñan nada sobre los árabes, la India, Irán, China o el Japón.
Todas las claves de que disponen en su Occidente les parecen inaplicables
y falsas en cuanto se trata de las tierras de Africa o de Asia. Allí, las
lenguas, las creencias, las costumbres y las razas tienen la característica
de ser “orientales”, lo que debe significar que no tienen nada de común
con el Occidente, que se aplican a realidades humanas enteramente
distintas y que para conocerlas hay que aprenderlo todo con paciencia
y tras largas y minuciosas investigaciones. Es otro mundo. Es otro
bloque; hostil no, pero radicalmente extraño, cerrado y misterioso.
Puede uno recorrerlo durante largo tiempo sin comprender nada, como
lo han probado muy bien algunos viajeros. La idea de que más de la
mitad de los seres humanos son asiáticos, orientales, no siempre es
estímulo para penetrar el “misterio”; por el contrario, puede desalentar.
Las páginas que siguen no tienen otra finalidad que la de examinar
brevemente estas dos preguntas : ,$e trata de un mundo extraño? CES
posible, sin consagrarle años de estudio, conocerlo bastante bien para
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apreciar sus valores culturales? Los representantes de los Estados Miem-
bros de la Unesco, reunidos en Conferencia General en diciembre de
1956, pidieron a la Organización que consagrase durante diez años un
programa especial a la apreciación de esos valores. En el curso de esa
reunión, celebrada en Nueva Delhi, recordaron que “la comprensión
entre los pueblos, necesaria para su cooperación pacífica, sólo puede
lograrse si se funda en un pleno y recíproco conocimiento y apreciación
de sus culturas respectivas” y reconocieron “la especial urgencia de
intensificar entre los pueblos y naciones de Oriente y de Occidente la
mutua apreciación de sus valores culturales”.
La urgencia es indudable. iPero la posibilidad? <Está al alcance del
vasto público en que pensaban los delegados, es decir, de la mayoría
de los ciudadanos, hombres y mujeres, sea cual fuere su condición social
u ocupación, que forman los Estados en nombre de los cuales la Unesco
nos propone ese esfuerzo un tanto insólito de estudio y de comprensión?
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El Oriente indefinible
II
Lattaquie se parecen a los de Barcelona, y los campesinos del Punjab
a los servios? ;Y que en el pintoresco dominio de las apariencias,
-aspectos, porte, gestos, costumbres- las diferencias son a veces mucho
más marcadas entre norte y sur que entre este y oeste? Todas estas
preguntas y especulaciones no nos llevarán muy lejos.
Existen igualmente lenguas propias del Asia: el chino, el japonés, el
grupo tibeto-birmano, el grupo dravídico, etc. Y el turco. Y si se quiere
las lenguas semíticas, aunque no estén confinadas al Asia. Pero desde el
lago de Van hasta el Decán, más de 300 millones de hombres hablan
idiomas que pertenecen al grupo de lenguas indoiranias o indoeuropeas,
emparentadas con todos los idiomas latinos, eslavos y germánicos. Por
tanto, el Oriente no se puede definir como el territorio de las lenguas
orientales, y nuestras lenguas, desde el griego al gaélico, tienen un
origen tan oriental como el bengalí. Agreguemos que dos viejas naciones
de Europa, que hablan idiomas denominados ugrofineses, completa-
mente distintos de los arios, no dejan por ello de ser occidentales.
En lo que respecta a las creencias, no olvidemos el auge de una
religión que se define como universal, auge que tan pronto precedió
como acompañó en Oriente a la expansión comercial 0 colonial europea.
De todas formas, está claro que, en la medida en que las tradiciones
religiosas modelan la cultura de los pueblos y la faz de las naciones, la
presencia de varios millones de cristianos no impide que el Japon,
China, India, Vietnam, Indonesia, etc., sean países de religiones
“orientales”. Además, las creencias más venerables y los cultos más
arraigados no confieren necesariamente un carácter excepcional a los
países de un conjunto más vasto: una comarca del Adriático puede ser
de mayoría musulmana sin pertenecer por ello al Oriente, como el
Líbano, por ejemplo, tiene una personalidad propia como consecuencia
de su mayoría cristiana, pero una personalidad que se manifiesta en un
contexto árabe. Hoy no parece posible que las pequeñas minorías, por
influyentes y fervientes que sean, modifiquen sensiblemente el clima de
una civilización. Si existiese en Gran Bretaña un millón de ingleses
budistas, no se aumentaría en uno solo el número de los orientales.
Pero, por otra parte, todos recordarán que el cristianismo por su origen
es una religión tan “oriental” como el islamismo y el judaísmo, fuente
de uno y otro. Es evidente que la fe que poco a poco fue animando a una
Europa nueva, pareció en un principio a los ciudadanos conscientes del
Imperio Romano, un culto exótico (y además incompatible con la
tradición) entre tantos como vinieron a predicar en Occidente exaltados
levantinos. Se contestará, no sin razón, que en el siglo xx las confesiones
cristianas se consideran de hecho radicalmente diferentes de las creencias
más difundidas, por ejemplo, en la India, en el Tibet o en Ceilán. Pero
debe añadirse que los musulmanes adoptarían también esa posición,
y en los mismos términos. También es verdad que, a la inversa, cuando
un japonés habla de las religiones orientales, probablemente piensa tanto
en el islamismo como en el cristianismo.
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En suma, los criterios en que pretendemos fundar tantos juicios
parecen bastante confusos. No obstante, existe uno que a veces se
considera como más seguro o más tangible: el del progreso social,
equiparado en general al progreso industrial. Según ese criterio, el
Oriente es el vasto dominio de las regiones insuficientemente industriali-
zadas, donde se perpetúan las civilizaciones agrarias y las sociedades de
tipo feudal o patriarcal. Por eso, dicho sea de paso, hay tantas personas
generosas en Europa y más aún en América que explican a los orientales
las ventajas de la técnica moderna y las virtudes de la democracia.
Parece, sin embargo, que esas lecciones se dirigen a un auditorio global,
abstracto, y jamás a un pueblo en particular: si aún quedan unos pocos
(entre los más débiles) sin un sistema de gobierno que se ajuste a las
normas democráticas generalmente aceptadas, no existe casi ninguno
al que no haya llegado o en el que no se refleje la revolución industrial,
a veces desde hace ya mucho tiempo.
En realidad, nadie ignora por completo que se produzca acero en el
Japón o en China, ni que haya fábricas textiles en el Pakistán o en
Egipto. Pero en la imagen que la mayoría de los occidentales se forma
de las naciones orientales, esa realidad industrial parece pesar menos
que las supervivencias del pasado y los vestigios de la leyenda. Camino
de Trambay, centro indio de investigaciones nucleares, el turista
fotografiará las carretas tiradas por búfalos. A su regreso describirá
esas carretas tiradas por búfalos, extasiándose ante su poética antigüedad,
y olvidará los reactores atómicos porque, naturalmente, no funcionan
a base de tributos feudales y tabús de casta y porque, en una palabra,
no concuerdan con su imagen de la “India eterna”.
Así, el retraso económico de varios países de Asia (y no de todos)
reviste, en la representación que se suele tener del Oriente, proporciones
enormes, que halagan sin duda la vanidad de un Occidente orgulloso
de su progreso técnico y también algunos de sus gustos sentimentales,
fomentados muchas veces por las novelas y el cine. El occidental declarará
complacido que “nada ha cambiado” en la vida de los pastores mogoles
desde la Edad Media, entre los mercaderes de Lahore, desde Aurangzeb,
o en una aldea del Irak, desde la prehistoria de Sumeria. Afirmaciones
que solo conducen a una conclusión bien poco científica: “Las mismas
tierras, las mismas gentes; así es como debían ser las hordas de Gengis
Khan, los orfebres indomusulmanes del siglo XVII, etc.” Generalmente,
el público acepta encantado esas conjeturas y substituciones, en apoyo
de las cuales la fotografía proporcionará, en caso necesario, documentos
irrefutables, con tal de evitar los pilones de una línea de alta tensión
en la escena mogola y de que en el horizonte de las aldeas milenarias
no se vea un viaducto del ferrocarril Basora-Mosul.
Si se pide a un afgano que describa Europa tal como se la imagina,
puede ser que empiece por la visión confusa de un paisaje de fábricas, de
altos hornos, de centrales eléctricas, de aeródromos iluminados, de
ciudades fantásticas con casas de vidrio y de acero en las que una
muchedumbre febril se mueve sin parar entre sus máquinas, sus alcoholes
multicolores y sus pantallas de televisión. Ese montañés debe haber
visto algunas películas y hojeado revistas de propaganda. Un europeo,
que querrá sin duda corregir su impresión, le dirá: “NO deja Vd.
de tener razón. Pero no ha hablado Vd. del silencio de los campos y
de los bosques, de la paz de los collados en que anidan minúsculas aldeas
entre viñas y vergeles, de la calma solemne de nuestras pequeñas
ciudades a la sombra de las catedrales. . .” Y añadirá: “En esas
ciudades la vida no ha cambiado radicalmente desde hace siglos”. Y
al decir esto no pensará siquiera en algunas provincias de Europa
meridional donde la economía es más arcaica que en muchas regiones
rurales de Asia. Pensará en cualquier región vagamente “tradicional” :
Escocia o Baviera, Turena o el País Vasco. Y en realidad estará con-
vencido de que su observación, repetida a menudo, es pueril, de que
la vida ha cambiado mucho en esas campiñas y en esas pequeñas ciuda-
des, de que cambia todos los días, cada vez más de prisa, como en todas
partes.
Pero precisamente son muchos los occidentales que tienen la nostalgia,
declarada o secreta, de una sociedad rural y tranquila, de contactos
humanos sin choques ni sorpresas en el marco sosegado de las aldeas
apacibles y de las jerarquías familiares, de una vida sencilla, lenta y
regular, de costumbres arraigadas en creencias inmutables. Esta exis-
tencia idílica, que en vano buscan en torno suyo, la imaginan en el
Oriente legendario. Pero el Oriente real solo vendría a perturbar sus
ensueños, esos ensueños que también se llaman prejuicios. Por eso,
lamentando que ya no exista una especie de pureza clásica, viajeros
muy honrados, a veces hombres de ciencia, ceden a la tentación de
asimilar Oriente y artesanado patriarcal. Si éste ha desaparecido en
un país, toda la nación parece haberles traicionado para entregarse al
igualamiento mercantil y arrabalero. Así, un profesor de geología
escribía no ha mucho en un libro consagrado al Irán: “Inscripciones
proféticas, trazadas por el humo de las chimeneas de las fábricas,
manchan el cielo más bello del mundo”. Esa mancha, francamente
exagerada, sólo predice la evolución industrial que el profesor era el
primero en celebrar, sabiendo, además, que nada restará ni al azul del
cielo que sirve de dosel a las cúpulas de Ispahan ni a la armonía de los
versos de Saadi. Pero la frase revela íntimo pesar: por qué no se habrá
detenido el tiempo en los bellos días de un contemporáneo de Shakespeare
como Abbas el Grande, cuya corte feudal, con sus hermandades y
corporaciones, su ejército caballeresco y sus escuelas de poesía religiosa
componían un conjunto tan profundamente oriental. “Mais ou sont
les neiges d’antan?” 2Dónde están los fastos de príncipes como los
Habsburgos o los Médicis, cuyos palacios tuvieron un sello quizá más
oriental que los grandes almacenes de Tokio o la estación de Kandy?
‘4
El foso de la historia
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Europa, que para los contemporáneos parecían presagiar el fin del
mundo o el advenimiento definitivo de los bárbaros y que hoy, vistas
a distancia, sólo constituyen un episodio de la historia de Occidente.
Al margen de las catástrofes (hasta ahora) la vida continúa, y continúan
en particular las actividades discretas, el humilde transitar de comer-
ciantes, buhoneros, peregrinos, espías y artesanos que la historia oficial
ni siquiera menciona y que, sin embargo, llevan de un lado a otro
tantas imágenes y tantas ideas.
Sin remontar hasta el diluvio, encontraríamos ya a esos ignotos
viajeros en tiempos de Darío 1, rey de los persas, a quien los griegos
llamaron el Grande. Fue grande, en efecto, no sólo por la inmensidad
de su imperio, porque prosiguió la apertura del canal del Nilo al mar
Rojo, proyecto abandonado desde el Faraón Nekao, o porque envió una
expedición geográfica al Sind, sino sobre todo porque el Irán establecía
ya bastante bien el contacto entre la India y la China, por una parte,
y Europa por otra. Había por entonces intercambios regulares entre
las ciudades del Ganges y los puertos del Mar Negro, pasando por el
valle de Kabul, Herat o Merv y Hamadan. Es poco verosímil, sin
embargo, que los negociantes del Ponto Euxino tuviesen informaciones
precisas sobre sus proveedores hindúes. Pero cuando nuestros orien-
talistas insisten en los contactos entre astrólogos indios y babilónicos
(cuya influencia en Grecia fue considerable), cuando señalan que las
concepciones médicas y anatómicas de los sofistas y de Platón se parecen
extrañamente a las de autores indios de la misma época (siglos v y IV a.
de J.C.), preciso es sospechar que en las caravanas persas no venían
solamente joyeros y comerciantes de paños.
La expedición de Alejandro de Macedonia (que en los manuales de
historia arroja sobre la India un breve resplandor sin consecuencias)
tuvo quizá menos importancia que la obstinación de los mercaderes.
Es cierto que sirvió para engendrar toda una literatura de evasión en
griego y en latín, después en francés y finalmente en la mayoría de las
lenguas de Europa, ya que la Edad Media no se cansó de transcribir y
enriquecer la fantasmagoría guerrera y amorosa del “libro de Alejan-
dro” : de ahí viene, en parte, la “India misteriosa”. Los reinos griegos
(indogriegos o iranogriegos) ejercieron una influencia más directa;
varios consiguieron mantenerse entre el Amu Daria y el Hilmend, y
después entre el Kabul y el Indo, durante 300 años.
En realidad, las relaciones orientales no dependían en esa época
exclusivamente de la habilidad de los herederos griegos o partos de
Seleuco, a pesar de su monopolio del marfil. El comercio marítimo era
probablemente más próspero. Desde el año 50 antes de J.C., los navíos
romanos, que hasta entonces solo llegaban a la desembocadura del
Indo, se aventuraron en alta mar desde Aden hasta la costa de Malabar.
Las tripulaciones griegas de esos navíos conocieron pronto casi toda la
costa occidental de la India, después el golfo de Bengala y, por último,
la Baja Birmania, Malasia, Sumatra, Camboja y Tonkín. En IOS anales
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chinos se menciona que en 166 se presentó una embajada de Antún
(Antonio, es decir, Marco Aurelio). Probablemente más que de una
embajada se trataba de una misión comercial oficiosa. En todo caso,
Roma y Cantón no se desconocían por completo.
Ese comercio que durante siglos enriqueció a tantos mercaderes indios
y árabes, a tantos armadores alejandrinos, libaneses, y después venecia-
nos, no fue sin duda de provecho inmediato para los pueblos de Europa.
Porque Europa compraba a un alto precio productos de lujo, seda,
especias y perfumes, a orientales que no necesitaban mercancías europeas
y a los que se pagaba en oro. Los clientes de Marsella o de Ratisbona
podían deplorar ese balance deficitario, pero a nadie se le había ocurrido
decir que los puertos de Oriente, de donde procedían esas valiosas
mercancías, estuviesen aislados del resto del mundo. También se sabía
que en esos puertos no había tan sólo riquezas materiales. Hacia el
año 235, un cristiano dió en Roma, en una Refutación de todas las herejías,
un resumen fiel de las doctrinas hindúes, que la cristiandad volvió
a descubrir con harto trabajo mil seiscientos años más tarde. No se
concebía una frontera bien delimitada entre esos lejanos territorios y el
dominio semieuropeo, semiasiático, de lengua y de cultura griegas,
que se denominaba Imperio Romano de Oriente. Durante mil años,
Constantinopla había de servir de vínculo entre los dos mundos. A
principios del siglo VII, sus barcos iban a buscar a Gran Bretaña el
estaño destinado al Oriente. Al mismo tiempo, mercaderes y misioneros
bizantinos se aventuraban hasta Ceilán; en cambio, hubo monjes
budistas en la Corte de Justiniano.
Existía entonces en Europa Occidental una corriente de intercambios
con el Mediterráneo, con el mundo exterior, que estaba casi por com-
pleto en manos de “orientales” : sirios, judíos y griegos de Asia. Traían
a los grandes propietarios, a los obispos, a los reyezuelos borgoñones,
visigodos o francos, alhajas, vestidos, adornos, especias, papiros de
Egipto, perfumes de Arabia y reliquias de los santos mártires. Para la
exportación, Europa no tenía que ofrecer sino esclavos germánicos,
cuyo tráfico enriquecía a Maguncia, a Verdún y a Génova. En el año
965, ese mercado estaba centralizado sobre todo en Praga, frecuentada
por mercaderes árabes y turcos. Sin embargo, existía en Europa un
centro más activo de comercio y de intercambios civilizadores: el
Estado de Kiev y de Novgorod, donde eslavos y escandinavos trataban
directamente con negociantes chinos e indios, con los griegos de Crimea,
y sobre todo con los árabes que, por el mar Caspio, llegaban hasta la
cuenca del Dnieper a comprar miel y pieles.
Porque los árabes -0 los pobladores de los diversos Estados musul-
manes- comenzaban a sustituir en algunos lugares a los bizantinos.
A partir del siglo VIII, estaba en sus manos el comercio entre la Europa
báltica, Africa y la India, y la China hasta Corea. Por otra parte,
existían entonces en China (bajo los T’ang, 6 I 8-906) colonias autónomas
y permanentes de mercaderes extranjeros autorizados a recorrer el
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país y a establecerse en él. En esas colonias, iranios, indios y nómadas
de Asia Central se codeaban con traficantes griegos y árabes. En tiempo
de los califas de Bagdad o de Córdoba, y en Irán bajo los señores turcos,
árabes o persas, el comercio y la banca tejían de un extremo a otro del
hemisferio una red que Europa sólo pudo desarrollar en una escala
comparable después del descubrimiento de América. Se ha señalado la
función esencial que desempeñaron en esas relaciones dos comunidades
desprovistas de todo poder político: los judíos y los armenios. Estos
tenían en sus manos el comercio entre la India y Europa Oriental:
uno de sus mercaderes escribió incluso en el siglo XIII una excelente
Guía de las ciudades indias, que informaba sobre distancias, poblaciones,
religiones y costumbres. Los judíos de la España musulmana iban y
venían entre este país y la China por tres itinerarios diferentes que les
permitían detenerse en los principales mercados de la Europa medi-
terránea, del Africa del Norte y de Asia Central y Meridional. En
realidad, del siglo XI al XIII hubo un Oriente que tanto los humildes
pecheros de Europa como sus señores conocían muy bien: el de Siria,
Palestina y Egipto, el de las peregrinaciones, el de las Cruzadas. iCuántos
viajes se hicieron a Jerusalén antes de la primera Cruzada ! Y después,
entre 1096 y 1292, lcuántos años de treguas! Incluso en pleno ardor
de las batallas, nunca se interrumpieron verdaderamente las relaciones
económicas, culturales, ni aun las mundanas.
Cuando los mogoles establecieron sobre toda Asia su paz, en un
principio pavorosa, después majestuosa y a veces benéfica, los soberanos
de Occidente pudieron equivocarse sobre las creencias y las intenciones
de esos temibles jinetes, pero lo cierto es que les enviaron embajadas
cuya fama ha llegado hasta nuestros días. Sus diplomáticos -Ascelino,
Rubruk y Juan del Piana Carpini- o sus misioneros sabían ver y
comprender. A su vez, el Occidente no era desconocido de ese religioso
nestoriano, originario de China del Norte, que en nombre del Kan de
Persia fue a sondear los designios del rey de Francia en París, del rey
de Inglaterra en Burdeos y del Papa en Roma. Una vez más, el Irán
era una ruta importante, un puente entre el Occidente y el Oriente.
Trebisonda, Tabriz y Astracán fueron bien pronto tan familiares a los
genoveses y a los venecianos como en otro tiempo habían sido Cons-
tantinopla y Alejandría. La “Pax mogólica” valió a generaciones de
jóvenes occidentales la lectura maravillosa de los viajes de Marco Polo.
Pero las empresas comerciales de los hermanos Polo no eran mas
importantes que las de otros múltiples negociantes menos dotados para
el reportaje. Esos mercaderes, siempre ansiosos de observar lo que
interesaba directamente a sus oficios y a sus negocios, examinaban los
puertos, los navíos, los talleres y los albergues y, desde el mar Negro al
Yangtsé, no parecen haber encontrado el “Oriente misterioso”. Si bien
se extrañaban un tanto de los ritos y de las ceremonias, juzgaban de
mayor interés señalar la presencia en las cortes mogolas de verdaderas
colonias europeas: obreros franceses, húngaros, rusos, alemanes. En el
18
siglo x111, hubo orfebres parisienses en el Turquestán y cirujanos lom-
bardos en Pekín.
Cien años más tarde llegaron una vez mas a Samarcanda las
embajadas que el rey de Francia y el rey de Castilla, la república de
Venecia y el emperador de Constantinopla enviaban respetuosamente
a Tamerlán. Esas visitas protocolarias tuvieron menos influencia en
Extremo Oriente que el establecimiento discreto, en todos los puertos de
los reinos hindúes y budistas, de los exportadores árabes que compartian
con los malayos el monopolio de las especias. Pero los atractivos del
comercio no eran lo único que empujaba por caminos y mares a viajeros
de todas las lenguas y de todas las religiones: también la curiosidad
científica contaba con sus trotamundos. El geógrafo Ibn Batuta, de paso
en Sijilmessa, al sur de Marruecos, tuvo el placer de alojarse en casa del
hermano de un colega que habia encontrado en China algunos años
antes. Cuando el amable sabio murió en Fez, en 1378, finalizaba una
tpoca, la que acabamos de evocar con algunos hitos tomados un poco
al azar en el transcurso de dieciocho siglos de historia: una época de
relaciones precarias pero fructíferas entre el Oriente y el Occidente, el
tiempo de un largo aprendizaje europeo.
Porque lo que acabamos de decir debería evocar dos cosas: que
siempre hubo relaciones frecuentes, casi continuas entre Europa y el
Oriente, y que en general esos contactos los establecieron pequeños
grupos, personas que actuaban por iniciativa propia, oficiosamente,
viajantes de comercio, sin duda eficaces, pero poco capaces de instruir a
sus compatriotas sobre las realidades del Oriente que habían visitado.
Además, el tráfico de las mercancías, como el de las ideas, pasaba por
tantos intermediarios que quienes en último término las recibian podian
no saber nada del punto de partida. Sin embargo, esos contactos, ese
comercio con sus numerosas escalas intermediarias bastan para des-
mentir la leyenda de las dos partes del mundo aisladas entre sí. Y si se
piensa en los resultados de esas relaciones, no solo cesan las dudas
respecto a su existencia, sino que se comprende su naturaleza. A fines
del siglo XVI, un observador imparcial hubiera podido, sin paradoja,
definir Europa como una península de Asia, poblada por naciones
originales y dinámicas, pero como es natural sometida a las influencias
civilizadoras del continente, es decir, del Oriente, que iban llegando
paulatinamente, y a veces con gran retraso.
Todo el mundo conoce el resultado de esas relaciones y bastará con
enumerar algunos hechos. El Oriente había dado a Europa una religión;
más tarde le di6 algunas herejías, llamadas bogomilas o albigenses, que
las autoridades refutaron a sablazo limpio en Bosnia, por ejemplo,
y en el Languedoc. Pero también contribuyó, en forma muy duradera,
a la arquitectura y a las artes. Mucho antes de las Cruzadas, los cons-
tructores de las iglesias románicas empezaron a copiar la ornamentacion
tradicional del Irán y de Mesopotamia, a imitar las capillas coptas,
y a transcribir en la piedra de los capiteles las pinturas siriacas que les
traían los peregrinos irlandeses o los traficantes bizantinos.
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Por su parte, el Occidente había hecho un presente extraordinario a
las artes orientales: el rostro de Buda, que escultores griegos inventaron
en la region de Kabul antes del primer siglo de nuestra era.
Esta colaboración inesperada no dejó de tener consecuencias: su
efecto se dejó sentir no ~610 en el Turquestán, donde perduró hasta el
siglo VII un arte grecobúdico, sino también en los frescos “grecoiranios”
pintados en el Seistán bajo Cosroes el Justo, cuyo imperio acogió a
muchos cristianos, ortodoxos y nestorianos, y a gran numero de indios,
budistas o bramánicos. Se ha dicho que antes del siglo XVI Europa no
ejerció ninguna influencia en Oriente, salvo en arte. Sin duda hay
otras excepciones. Una, por lo menos, es de importancia capital: el
mundo sería mas pobre si no hubiese aparecido esa efigie de un Apolo
de cabello recogido y de orejas largas, metamorfoseada poco a poco
en imagen del Buda único bajo las innumerables apariencias de los
budas indios y birmanos, cingaleses y chinos, jemeres, tibetanos y
japoneses.
La Europa del siglo xv ignoraba ese don de Grecia al culto del
Iluminado, cuya conversión relataban sin embargo con bastante
exactitud sus cuentistas populares, bajo el título de Barlaam y Josafat.
Pero esa Europa podía haber sospechado sus propias deudas respecto
a civilizaciones que le habían proporcionado los medios de desarrollar
su agricultura, su industria, su comercio, su marina y, finalmente, sus
ciencias, con las cuales el Occidente iba a transformar el planeta.
Los campesinos de Occidente no habían heredado todas sus herra-
mientas del Irak o de Egipto; los galos, desdeñando el arado de vertedera,
habían inventado el arado moderno. A nadie sorprendía el hecho de
que el hierro y el trigo hubiesen venido de Asia en la prehistoria, y más
sabiendo todos que los hombres antiguos habían venido del Este en la
noche de los tiempos. Pero bien se recordaban las ventajas que habían
traído a los huertos europeos, al ser traídos de Asia, el albaricoque,
por ejemplo, y el melocotón (la “pérsica”). En fecha más reciente, los
italianos habían tomado de los musulmanes de Sicilia el naranjo de
fruto amargo, al que dieron sabor dulce; en el siglo x los bizantinos
plantaron, también en Italia, las primeras moreras. Por la misma senda,
penetraron lentamente gran cantidad de nuevas técnicas: la cría del
gusano de seda, la herradura, y para enganchar a los caballos, la collera
de armadura rígida, que encontramos en China en los bajorrelieves de
la época Han, en el siglo II de nuestra era, y que Europa recibió unos
mil años después.
Incluso los molinos, antepasados de toda fábrica, procedían de Asia:
molinos de agua introducidos en el Imperio Romano en el siglo I antes
de J.C., pero que no se difundieron realmente hasta la época de Carlo-
magno, y molinos de viento que llegaron a Europa mucho más tarde,
entre los siglos x y XII. Españoles y portugueses pudieron surcar los
océanos porque acababan de adoptar la brújula de aguja imantada,
quizá empleada en un principio por los mineros, y de cuya existencia
20
hay testimonios en China ya en el siglo XI. Por lo demás, sus navíos no
eran mejores ni peores que los de las tripulaciones griegas y árabes
que dominaban los mares desde hacía quinientos años. Sus marinos
habían tomado del griego los nombres del fanal y de la barca, y del
árabe los de arsenal y almirante. En lo sucesivo, el comercio internacional
y las compañías de seguros de Europa no podrían trabajar sin utilizar
vocablos árabes o persas; de estas dos lenguas tomaron las palabras cifra,
tráfico, almacén, bazar, tarifa, aduana, fardo, tara, averfa, riesgo,
cheque, aval, etc. Por otra parte, pudieron calcular rápidamente ~610
después que los italianos aprendieron en Argelia a usar las cifras que
los árabes habían recibido de la India mucho tiempo atrás, pero que en
general no substituyeron a los números romanos en Occidente hasta
fines del siglo XVI.
Esas cifras no sólo sirvieron para llenar las columnas del debe y del
haber. Sirvieron también para crear la aritmética y el álgebra, y para
imprimir a la astronomía y a la geometría un desarrollo desde entonces
ininterrumpido. El Occidente, sucesor de Roma, no pudo heredar del
latín una cultura científica que los romanos jamás poseyeron. La ciencia
antigua había sido babilónica, india, griega y alejandrina. En el siglo VI,
en el Irán, pasó del griego al siríaco, al hebreo y al persa. Posteriormente,
en Bagdad, una vez más del griego, del persa y del sánscrito, fue traducida
íntegramente al árabe; entre tanto se había enriquecido constantemente
en manos de los sabios iranios y árabes que realizaron los más decisivos
progresos en astronomía y trigonometría, en botánica y farmacia.
En el siglo x, los españoles ponen manos a la obra. Durante más de
trescientos años, con italianos de Salerno y más tarde con provenzales de
Montpellier, van traduciendo, sobre todo al latín, los pequeños tratados
o las enormes enciclopedias de los geómetras, astrónomos, médicos y
alquimistas árabes. Y no sólo en lo que se refiere a las ciencias: 10s
metafísicos y los místicos musulmanes y judíos, como los filósofos que
siguen a Platón, por ellos comentados, penetran tambiCn en Europa
por Córdoba, Toledo y Barcelona. La influencia de los filósofos fue más
efímera que la de los hombres de ciencia; una y otra se prolongaron
más allá de la Edad Media. Averroes había sorprendido a los esco-
lásticos del siglo XIII. Al-Farabi, Avicena y Maimónides pueden figurar
entre los precursores de Spinoza, Abu Bakr entre los precursores de los
enciclopedistas del siglo XVIII. Y Descartes hubiera reconocido al menos
como uno de sus antecesores espirituales a un matemático como al-
Battani.
Técnicas, ciencias y filosofías antidogmáticas: el equipo esencial de lo
que con frecuencia se llama espíritu occidental, la base del nuevo
capitalismo y de la expansión europea y, finalmente, de la “civilización
moderna”. Entre esas técnicas orientales, Europa había recibido hacía
poco la granada, la pólvora, y los proyectiles de guerra. Ninguna de esas
armas era tan importante como la última importación: el papel, fabrica-
do en China desde el siglo I de nuestra era, apareció en Europa en el
21
siglo XII. Finalmente, la imprenta, el regalo que una princesa japonesa
recibia mientras en esa misma época Carlomagno aprendía a leer, y que
se conoció en Egipto quinientos años más tarde, acababa de inventarse
de nuevo a orillas del Rhin. El Renacimiento era posible.
22
La época de las incomprensiones
23
razones de ese modo de vida, de esa religión, sus razones, como tampoco
prestaban atención alguna a su lengua, a sus cantos ni a sus libros. Por
el contrario, preferían, sin más ni más, enseñarle su lengua, sus prácticas
y sus doctrinas, que estaban bien, desde luego, pero que por desgracia
tendían a imponerse en nombre de tal o cual monarca lejano, o como
cláusula de una transacción dudosa con un espíritu de intolerancia.
En tales condiciones, era posible la negociación, la astucia, las soluciones
políticas o militares, pero no la comprensión de las culturas Y precisa-
mente fueron las culturas -el arte, las tradiciones intelectuales, la
historia, la vida espiritual- lo que nadie quiso tomar en cuenta, a no
ser de la manera más superficial y para declararlas ininteligibles.
Hubo, es verdad, excepciones notables, y las más notables fueron hasta
el siglo XIX las de algunos misioneros católicos. Cada vez que los jesuitas
pudieron ejercer libremente su ministerio en la India, por ejemplo, o en
China y, más brevemente, en el Japón, se establecieron relaciones
humanas y fecundas. Esos sacerdotes italianos, alemanes o franceses,
supieron realizar un esfuerzo leal para comprender el refinamiento de las
civilizaciones china y japonesa y la profundidad del pensamiento hindú.
Concibieron su misión no como maestros sino como colaboradorìs, y
procuraron adaptar las riquezas morales del cristianismo a las tradi-
ciones seculares de los nuevos países. En la India, algunos de ellos
escribieron, en maratí y tamil, obras que figuran entre los clásicos de la
literatura india. Su contribución científica fue altamente valiosa en
China; y cuando las puertas del Japón estaban todavía cerradas, a
principios del siglo XIX, sus astrónomos importaban clandestinamente
los tratados de matemáticas que esos jesuítas habían compuesto en chino
en sus observatorios al servicio de emperadores manchúes. Esta colabora-
ción respetuosa entre hombres libres fue sin duda demasiado rara y breve
para que pudiera tener importantes consecuencias. No se renovó y
desarrolló sino en una época reciente gracias, sobre todo, al auge de los
estudios de filología, de historia o de crítica filosófica realizados por
eruditos “orientalistas”.
Entre los investigadores europeos y americanos que se dedicaron a la
tarea esencial de explorar el patrimonio literario de los países del
Oriente, mientras sus compatriotas no pensaban más que en explotar
las riquezas materiales, varios fueron famosos y ejercieron una influencia
inmediata sobre los poetas y filósofos que leían sus obras. Revelaron
épocas olvidadas, tesoros de pensamiento y de lirismo hasta entonces
insospechados. Champolion, al descifrar los jeroglíficos, había exhumado
tres mil años de historia egipcia. Repentinamente comenzó a atribuirse
la misma importancia a la labor, menos difícil pero igualmente nueva,
de los sabios y eruditos que se habían impuesto el trabajo de aprender el
sánscrito, el persa antiguo, el chino o el japonés. A mediados del siglo
XIX, un público culto discutía apasionadamente las traducciones que se
le ofrecían de los primeros textos arrancados a esas lenguas, y los
Upanishadas, el Zend Avesta y los Libros de Confucio tuvieron posible-
24
mente por entonces más lectores que hoy en día. Pero, a pesar de la
obra admirable llevada a cabo por los orientalistas y los nuevos hori-
zontes que abrieron a la cultura cosmopolita, Europa no creía posible,
ni aún después de esa labor arqueológica, llegar a comprender mejor
a los indios, a los iranios o a los chinos del siglo XIX. Era como si la India
védica de Max Müller -por mencionar ~610 el descubrimiento más
sorprendente- estuviera tan distante, tan muerta como el Egipto
faraónico de Champolion, mera especulación desprovista de toda
actualidad. Después se comprendió que el Egipto de los faraones no
había muerto totalmente. Más tarde, también, los occidentales comen-
zaron a preguntarse si la India, no sólo desde los antiguos brahmanes
de Cachemira, sino también desde Kalidasa y Tulsidas, no había
continuado viviendo su cultura multilingüe, aunque ésta evolucionaba
sin cesar.
Pero hay que decirse que es probablemente imposible comprender la
vida literaria, artistica o religiosa de un pueblo si se rechazan a @ion’
sus valores, si se le niega mezquinamente el derecho de afirmar su
personalidad en todo orden de cosas. Entonces no queda otro recurso
que el de observarlo como un objeto, de examinar por curiosidad sus
peculiaridades o sus misterios. Durante cien o ciento cincuenta años, las
relaciones políticas y económicas del Occidente con Asia y Africa fueron
tales que el diálogo rara vez podía adoptar un tono de fraternidad y
de estima mutua, único modo de llegar a la comprensión. Los jóvenes de
Bengala, de Teherán o de Sumatra hacían sus estudios a la manera
occidental; aprendían que no sólo las matemáticas y la química, sino
también toda la literatura contemporánea y todo el pensamiento
moderno eran exclusivamente occidentales. Algunos europeos se
deleitaban, es cierto, leyendo La historia de Genji, pero millones de
japoneses leían las obras de Shakespeare, Cervantes, Goethe, y Dickens.
Y eso que Japón no había perdido su independencia. Muchos otros
pueblos sometidos, de derecho o de hecho, a diversos regímenes de
tutela tenían la impresión de que, en lo tocante a la cultura como al
gobierno, se les negaba la palabra. Se les permitía instruirse (a veces) ;
no se les pedía que enseñaran ni se les invitaba a explicarse. A lo sumo,
podían dar información a los investigadores que se dignaban hacerles
preguntas. Por lo demás, los especialistas se encargaban de estudiar,
con todos los recursos de la erudición occidental, sus logogrifos, su
folklore y sus antiguos monumentos. Y así, a pesar de tantos esfuerzos,
los funcionarios -importantes 0 no- los turistas y los novelistas se
lamentaban de no poder comprender a aquellos pueblos, tan pronto
refinados como atrasados, pero siempre secretos, misteriosos, disimulados
y desconfiados. Y se quejaban además de no ser comprendidos por
ellos.. .
Todo oriental que lea estos renglones verá reflejadas en ellos ciertas
situaciones históricas bien concretas. Muchos occidentales saben
también que tales situaciones dieron origen a no pocas conclusiones
25
resignadas acerca de las “barreras psicológicas” y el arcano impenetrable
de diversas “mentalidades” asiáticas. No han olvidado por completo
esa Cpoca de incomprensión. Sin embargo, los hombres de nuestro siglo
han reconocido en general una sencilla verdad que sus antepasados
solían pasar por alto: que los pueblos, como los individuos, solo pueden
entenderse en pie de igualdad.
26
Los pasajes no son secretos
27
Siempre resulta peligroso aplicar a las culturas las etiquetas de una
clasificación arbitrariamente establecida en la historia humana. Sin
embargo, con fines puramente prácticos y por razones de índole geo-
gráfica, religiosa 0 lingüística, se pueden distinguir conjuntos más o
menos vastos, y hablar, por ejemplo, de cultura china, japonesa, india,
musulmana -e incluso árabe, turca, irania o indonesia. Pero, en todos
esos casos, cabe investigar las tradiciones fundamentales que responden,
si no a la pregunta ingenua (falsamente ingenua) de Montesquieu:
“&ómo se puede ser persa?“, p or lo menos a esta otra, más seria:
“&ómo se es hombre a la manera persa --o china o javanesa?...”
En la medida en que somos herederos de generaciones desaparecidas,
la historia y los libros de historia son inevitables. Las buenas obras de
síntesis servirán para llenar las lagunas que pudiera dejar una enseñanza
parcial o mal equilibrada. Pero tales libros no pueden sustituir a otros
más modestos, escritos por los nacionales de los países interesados. Si
conviene conocer en sus grandes líneas la historia de China, tal como
ha ido desenvolviéndose en el marco de una evolución universal, es
preciso también conocer la historia de China tal como se la representan
los chinos, y tal como la presentan ellos al extranjero. Porque los
acontecimientos del pasado, por importantes que hayan sido, importan
menos que el recuerdo que se ha conservado o recuperado de ellos,
y menos que la interpretación que dan quienes conservaron ese recuerdo.
En este sentido, los “patrimonios históricos” no son válidos sino en
una perspectiva popular. En el espíritu de muchos indios, el reino de
Ashoka que -hace ya veintidós siglos- duró cuarenta años, ocupa
probablemente un lugar más destacado que el largo período de confusión
feudal que se extiende desde el siglo VI al IX. Para un indio del sur,
la vida de tal o cual rajá ilustre del siglo XVII, protector de las letras y
amigo de las artes, merece mucha más atención que la política del
poderoso soberano que países europeos designaron como representante
suyo en la India de aquella misma época. Se podría incluso ir más
lejos y preguntarse cómo un agricultor de Kerala o de Anatolia, cómo
un cargador del puerto de Rangún o de Colombo conciben la historia
-la del mundo y la de su propio país. A falta de tal encuesta, los histo-
riadores más autorizados de esos pueblos informan cortésmente, en
lenguas europeas, acerca de los indios, birmanos, turcos, cingaleses, etc.,
tal como ellos se ven, y aun tal como quieren que se les vea, lo cual
es también de gran valor.
En lo que concierne a las grandes religiones, abiertas por definición
a los hombres y mujeres de todos los tiempos, nadie pensaría estudiarlas
recurriendo a informadores sin autoridad. Evidentemente, no es nece-
sario ser cristiano o budista para describir una ceremonia celebrada en
Lourdes o en Bangkok, para analizar el griego de San Pablo o el pali de
los textos sagrados budistas. Pero ni el reportaje ni la crítica literaria se
arrogan el derecho de penetrar en el espíritu de un culto, de una fe,
de una Iglesia. Porque también en este caso sólo se puede comprender
28
verdaderamente desde dentro. Los libros sagrados del Budismo y del
Islam son facilmente asequibles. Además, los budistas y los musulmanes
de nuestros días preparan, para uso de los profanos, muchos de los
comentarios y biografías de que antes se ocupaban escritores occidentales.
Son más abundantes aún, en diversos grados de vulgarización, los
documentos relativos al hinduísmo. Es fácil comprender que muchas
veces resulta preferible elegir entre esos textos los trabajos de autores
hindúes, que en general no pretenden revelar arcanos o aconsejar
prácticas en el tono inspirado que acostumbraban adoptar algunos de
sus prosélitos europeos. Por fortuna, los mejores orientalistas en las dos
costas del Atlántico son hoy traductores escrupulosos e intérpretes fieles
que no se creen ni superiores ni inferiores a los medios espirituales que
presentan. Sólo hay que lamentar que sus obras cuenten por lo general
con reducido número de lectores.
La situación es idéntica en lo que atañe tanto a la filosofía como a la
mística, si se distinguen de las enseñanzas religiosas propiamente dichas.
Ya se trate del pensamiento de Confucio o de Tao, de las tesis vedánticas
de Shankara o de Nimbarka, de la metafísica de al-Farabi o de los
relatos visionarios de Avicena, los textos fundamentales están al alcance
de los occidentales, y no son ni más ni menos herméticos que los escritos
de Malebranche, de Berkeley o de Hegel. Esta afirmación, exenta de
toda ironía, tiende sin embargo a sugerir que dificilmente podría un
occidental deplorar las “sutilezas” u “oscuridades” del pensamiento
árabe, indio, chino, si jamás ha pensado en vencer las de los cartesianos
y neokantianos. Evidentemente, cabe consolarse diciendo que no todos
los chinos cultos conocen a Lao Tsé, como tampoco todos los médicos,
abogados e ingenieros indios conocen a Shankara. Nadie está obligado
a tener espíritu metafísico o místico. Quien se duerma leyendo las
poesías de San Juan de la Cruz no despertará al leer las de Ibn al-Faridh.
Pero en cambio un estudiante de filosofía -0 incluso un aficionado-
se vería tal vez en dificultad para justificar una adhesión exclusiva a las
escuelas y sistemas de Occidente, que no deberían reclamar (y Cl lo
sabe mejor que nadie) ningún monopolio en materia de investigación
y de crítica. En realidad, no se trata probablemente más que de tradi-
ciones universitarias; y en esta esfera, como en la de la historia, incumbe
a los interesados liberarse individualmente de la rutina de los programas
cuya ampliación contribuirán así ellos mismos a lograr.
Las novelas, la poesía y el teatro ofrecen menos obstáculos. Hoy como
ayer, cada vez que el lector occidental ha logrado familiarizarse con los
textos auténticos, en buenas traducciones de las literaturas más extrañas,
ha obtenido placer y provecho. Por desgracia, las buenas traducciones
son todavía poco numerosas y, a pesar de algunos éxitos comerciales
indudables, como en el caso de los trabajos de Arthur Waley,’ las que
1 La obra de Arthur Waley, Tao 72 Ching, The Wag and itspower, acaba de
aparecer en los Estados Unidos de América en una colección popular, publi-
cada por Grove Press, Nueva York. (ColecciónUnescodeobrasrepresentativas.)
29
existen rara vez se publican en un formato y a un precio que las hagan
populares. Pero varios editores están realizando en la actualidad
notables esfuerzos a este respecto: se trata de una esfera de acción en la
que la Unesco está desempeñando un papel importante mediante la
Colección Unesco de obras representativas, cuya serie oriental en particular
se enriquece cada día con nuevas obras.
Por consiguiente, no basta con predecir que, dentro de diez años,
serán más asequibles que hoy las literaturas de Asia. Son tantos los
lectores que apenas comienzan a interesarse por esa literatura que no
pueden quejarse de no tener los libros necesarios. Para citar un solo
ejemplo, en una lengua reputada como difícil y en la que los traductores
empezaron a trabajar solo en una época relativamente reciente, la
poesía, el teatro, los ensayos y novelas en lengua japonesa están real-
mente a la disposición de millones de occidentales que parecen no
saberlo. En inglés, en francés, en alemán -y de manera menos completa
en otras lenguas europeas- esos occidentales pueden leer las principales
antologías poéticas, desde el Man’ yoshu hasta las Six collections, los
novelistas y memorialistas del período Heian (Murassaki Shikibu,
Sei Shonagon . . .), los cuentistas y los ensayistas de Kamo no Chomei a
Yoshida Kenko, los grandes escritores del siglo XVII, novelistas como
Saikaku, poetas como Basho, dramaturgos como Chikamatsu Monzae-
mon; amenos escritores del siglo XVIII como Ueda Akinari, etc. En
cuanto a los autores contemporáneos, varios poetas han sido presentados
ya en Occidente; existen traducciones de diversas obras de teatro y de
unas veinte novelas.
Reconozcamos una vez más que esas publicaciones son insuficientes,
y señalemos de paso que están muy lejos de equilibrar las traducciones
japonesas de las literaturas de Europa y América. Pero hay que insistir
en los recursos que ya ofrecen, pues esa lista rápidamente esbozada
contiene las obras clave que un occidental tiene derecho a exigir por lo
menos para “no ignorar el Japón”. Para compararla con los correspou-
dientes jalones de la literatura italiana, imaginemos a un japonés que
hubiere leído en su lengua a Cavalcanti y Dante, Petrarca y Boccacio,
Ariosto y Maquiavelo, Goldoni, un florilegio de poetas posteriores
a Leopardi, un “teatro selecto” de Pirandello y unos quince novelistas
de Verga a Moravia, 2se podría decir que Italia sigue siendo extraña,
lejana y misteriosa para este lector de buena voluntad?
Sin embargo, un italiano moverá la cabeza como diciendo: “Pasemos
por alto algunos olvidos, y peor para ellos si todavía no han traducido
a Vico ni a Guicciardini. Pero icuán librescos son los conocimientos de
ese japonés! ;Qué es una Italia sin arquitectura, sin pintura, sin música?”
Hay que confesarlo: el camino más trillado hacia las culturas, tanto
del Oriente como del Occidente, sigue siendo el de los libros, cuando
las obras de arte, el canto y la danza hablarían a muchos espíritus un
lenguaje más directo y más atractivo. A pesar de las grandes facilidades
para viajar, orgullo del siglo xx, las compañías teatrales no se desplazan
con frecuencia y, al igual que los músicos, no visitan en rigor más que
las capitales; no obstante los progresos de la fotografía y de la electrónica,
las buenas reproducciones de pintura y de escultura, en lo que concierne
el arte de Asia, son tan raras en el comercio como las buenas grabaciones
de música oriental clásica. Aparte de esos obstáculos materiales, ces en
verdad más difícil interesarse por la pintura china que por la novela
china, por la cerámica turca que por la poesía turca? <se requiere un
mayor esfuerzo para iniciarse en la música de los pueblos orientales
que para hacer un inventario de su producción literaria? Los que han
resuelto de una vez escuchar la música india, balinesa o del Cercano
Oriente, en lugar de dejarse dominar por prejuicios estériles sobre la
“melopea monótona” o los “extraños cuartos de tono”, se dan cuenta
de que han penetrado en un universo sonoro que, en verdad, no es el de
Mozart, pero cuyas bellezas no son más rebeldes que las de Pierrot
Iunaire o del Marteau sarro maftre. Una vez franqueada la entrada, nadie
experimentará dificultades insuperables para procurarse los mejores
discos grabados en Benarés, El Cairo, Estambul o Rabat -en espera
de los conciertos que se encargarán de multiplicar en Occidente la
Asociación de Música Oriental y el Consejo Internacional de la Música.
En cambio, se puede dudar de que una sociedad análoga logre que
sean conocidas y apreciadas por cuantos las ignoran o jamás se pre-
ocupan de ellas, las innumerables obras maestras que, durante siglos,
han ido acumulando desde Corea hasta Marruecos escultores, pintores,
arquitectos, grabadores, tejedores, alfareros y orfebres. Sin embargo,
muchos de esos tesoros enriquecen los grandes museos de Europa y de
América; varias capitales les han dedicado incluso instituciones especia-
les, donde el público puede estudiar con todo detenimiento tanto los
tapices persas del siglo XVI y los marfiles afganos como la pintura tibetana.
Pero el público no se precipita a contemplarlos. El público que, aun
en pueblos pequeños y aldeas, acudiría a exposiciones menos am-
biciosas -especialmente de buenas reproducciones de pintura- sería
mucho más numeroso; y la experiencia ha mostrado que sería en
general entusiasta. En esta esfera, pueden hacer mucho las universidades,
los museos, los movimientos de juventudes. Por consiguiente, nadie
negará que debe fomentarse la edición de reproducciones, lo mismo
que la publicación de álbumes de bajo precio, como debe generalizarse
la práctica de las exposiciones ambulantes. Pero podemos adoptar ya
la conclusión de que las avenidas que conducen al conocimiento de las
artes del Oriente, aunque menos anchas que las que llevan a sus litera-
turas, no están por eso cerradas ni son secretas.
3’
Los orientales, pueblos modernos
32
equipados tienen sus tierras olvidadas; hay en ellos supervivencias
anacrónicas y clases insuficientemente desarrolladas. Y respecto de la era
atomica, hay que reconocer que ninguna nación vive todavía en la
era atómica, ninguna posee todavía las instituciones nuevas o aquella
igualdad en la abundancia que deberían caracterizar esa era de la
madurez humana.
Vale más mirar hacia adelante y considerar que no hay países que
estén al margen del progreso ni pueblos anquilosados en el pretérito,
sino que, un poco por todas partes, van surgiendo industrias que se
desarrollan en un movimiento irresistible, tan inevitable como la
evolución social que imponen. Un ejemplo bastará para destacar la
importancia de ese desarrollo incluso en países donde sigue manifestán-
dose desigualmente. Los pastores curdos o los guerreros patanos pueden
considerarse como símbolos del apego a la tradición de un nomadismo
fabuloso. Pero existe el Irán de hoy. Existe el Pakistán de nuestros días.
Y para el porvenir de los valores culturales de esas naciones, los obreros
de la industria química, los mineros, los constructores de carreteras y
los ferroviarios desempeñan una función infinitamente más activa y
más interesante que los inmemoriales montañeses, por muy nobles que
sean.
Los occidentales saben muy bien que Tokio, Nueva Delhi, Pekín, El
Cairo, Singapur y Karachi viven en la misma época que Nueva York,
Londres o Berna. No es probable que les guste pensar en esas capitales
de nombres poéticos como si se tratara de ciudades tan orgullosamente
modernas como las suyas, a veces tan tristemente modernas, según
los días y los distritos. Sin embargo, ningún país posee el monopolio del
cemento armado, de los hoteles colosales, de los atascamientos de
automóviles, de los anuncios luminosos y de los suburbios industriales.
Pero ihay que confiar en la imaginación? @mo adivinar lo que hacen
a la salida de su trabajo los metalúrgicos chinos o las vendedoras
japonesas? iHacia qué casas se dirigen? ;Hacia qué esperanzas? ,$ómo
podemos ver esta realidad total: vida urbana e industrial, costumbres,
escenas de la calle y del hogar, campos y talleres, ferias populares y
fiestas nacionales, ambiente del templo y de la escuela? A menos que
nos dediquemos a viajar sin descanso, llegará el día en que podremos
confiar en los grandes medios de información y, en particular, en la
prensa y el cine. De vez en cuando los periódicos publican reportajes
sobre tal o cual país de Oriente, y son excelentes: proporcionan mil
pormenores en un conjunto inteligible y presentan datos valiosos sobre
las condiciones de vida, opiniones políticas y perspectivas económicas.
Por su parte, las revistas ilustradas han publicado admirables des-
cripciones gráficas de la vida de la familia de la aldea o del campo.
Desgraciadamente esos aciertos no logran hacer olvidar otros escritos,
excesivamente brillantes para ser veraces, cuyos autores tenían evi-
dentemente menos interés por informar que por agradar. En estos
casos se destacan solo los rasgos más extraños y más excepcionales de un
33
pueblo o de una ciudad; parece como si los autores temieran aburrir al
lector empleando los colores menos deslumbradores que suele presentar
la existencia ordinaria de los pueblos y Estados. Por lo que se refiere
al cine, se pueden contar con los dedos de la mano las películas, hechas
en la India o el Japón y, más recientemente, en Egipto, en las que un
occidental pueda encontrar la imagen de una vida sencilla o trágica
en un Oriente sin énfasis ni decorado de ópera. Hasta ahora, en efecto,
los cineastas han opuesto menos resistencia que los escritores a la
tentación de lo pintoresco, creyendo sin duda que el Oriente de los zocos,
de los bazares y de las mil y una noches era a la vez más fácil de des-
cribir y de vender que el de los talleres y de las grandes represas.
En algunos casos, conviene incluso precaverse contra algunas buenas
películas documentales tan fascinadoras como científicas : las películas
de etnografía, cuyo carácter puede ser muy mal interpretado por el
público. No siempre se sabe que los beduinos en sus tiendas no son
“los árabes”, o que los cazadores de tigres de Assam no representan
a la India (como no representa a los Estados Unidos de América el
turista lujosamente pertrechado a quien dan escolta). En un nivel
menos científico, el folklore de numerosas y amenas películas cortas
dará tal vez una idea de naciones enteramente pobladas por bailarinas
y tamborileros a espectadores que lamentarían ver a Francia representada
por quince músicos bretones vestidos con chaqueta de terciopelo y
sombrero redondo y tocando la cornamusa, o a la URSS por una sotnia
de cosacos melómanos.
Añadamos que esas reservas carecerían de sentido si no fueran tan
poderosos los grandes medios de información; sólo se han hecho para
tributar un homenaje a los cineastas, a los periodistas, a cuantos en la
radio y la televisión comprenden hoy día su inmensa responsabilidad.
Gracias a ellos, cabe esperar ahora que el Occidente se forme poco a
poco una imagen verídica y compleja de los pueblos del Oriente moderno.
34
El Occidente misterioso
35
ayuda extranjera para acelerar su equipo económico, suscitan una
intensa competencia que, por cierto, rebasa los propósitos simplemente
comerciales. Casi no hay nación mercantil que no efectúe en ellos una
publicidad más o menos discreta o que no mantenga misiones amistosas
o técnicas, a veces bastante numerosas. El habitante de las capitales y
de los suburbios indonesios, tailandeses, indios, persas, árabes, puede
así tener la sensación de que el Occidente está francamente presente en
su país, deslumbrante o ruidoso, en los carteles, en las carreteras, en las
tiendas, en los cinematógrafos. Y le parecerá divertido que se le sugiera
que estudie más detenidamente ese Occidente.
Claro está que ni el comercio, ni los bienes de consumo, ni la propa-
ganda simbolizan lo esencial de los valores culturales. Pero esta es una
verdad que no siempre parece evidente al hombre de la calle. La gente
culta, en cambio, la admite de buen grado; es innegable. Sin embargo,
sus dificultades no son menores. Algunas de esas personas, que han
cursado estudios en liceos y universidades de tipo puramente occidental
y nada ignoran de las civilizaciones de un Occidente con el que están
tan familiarizados como con su propio país, no llegan a comprender que,
a pesar de todo, ellos mismos constituyen excepciones y que el problema
de la apreciación de las culturas extranjeras subsiste en su totalidad
para la inmensa mayoría de sus compatriotas. Otras parecen creer que
conocen a fondo el Occidente por haber aprendido una lengua europea.
Casi todos encuentran obstáculos descorazonadores en la historia de
las guerras o de la colonización; es a veces difícil distinguir entre los
temas políticos y los culturales y en todas las latitudes hay personas
a las que repugna gozar de la literatura o de las artes de una nación
cuyo gobierno censuran.
Así se explica cierta tranquilidad de conciencia, cierta actitud de
solapada ironía. La curiosidad intelectual respecto al Occidente y a sus
valores culturales no es la virtud más común en los círculos orientales.
Sus consecuencias se observan en los juicios rotundos con que, por
ejemplo, se condena el “espíritu occidental”, cuyo consabido materialis-
mo caracterizaría de un golpe a toda Europa y a las Américas. A dicho
materialismo se suele añadir una secuela de ismos escandalosos : imperia-
lismo, alcoholismo, inmoralismo, etc. Evidentemente un Occidente en
el que pululan huelguistas, borrachos, jóvenes gangsters y mujeres
adúlteras no tiene mucho que enseñar. Pero el Occidente admirable,
celebrado por otros juicios no menos simplistas, y que fascina a veces
a los jóvenes, engendra mitos igualmente vacíos: ciudades mecanizadas
hasta tal punto que todo trabajo resulta superfluo, libertad desenfrenada
de un individualismo legendario o, según las preferencias, un mañana
sonriente en la fábrica colectiva.
Por otra parte, el hombre que cree saberlo todo sobre la voluntad de
poder y la inquietud esencial de los occidentales, no se pregunta si esa
fiebre, ese espíritu de conquista, esa pasión por construir, no descansa en
algo más que un mero apetito. Cuando se ha identificado el Occidente
36
con sus técnicas industriales, se piensa que seguirá produciendo maquinas
y todavía más máquinas, útiles, peligrosas o divertidas; no se piensa
que las disciplinas intelectuales, sociales, espirituales pueden también
explicar un progreso científico que, después de todo, se ha ido desarro-
llando desde hace cuatrocientos años.
En otras palabras, a la cándida ignorancia de muchos occidentales
con respecto al Oriente corresponde, en más de un oriental, un conoci-
miento parcial de Occidente, insuficiente para disipar graves errores
acerca de a los valores culturales. Así, por ejemplo, algunos críticos no
resisten a la tentación de oponer al rock’n rol1 la serenidad de un
paisaje chino, un swami venerable a Hitler, la bomba atómica a los
santuarios iraquíes de Kerbela. Cabe esperar que el público culto del
Oriente se dé cuenta cada vez más de que es posible explorar y apreciar,
en los pueblos occidentales, realidades profundas, una historia, una
vida silenciosa que no se revelan ni en la propaganda ni en el comercio
de exportación. Si se aconseja a europeos y norteamericanos que traten de
comprender mejor un Oriente joven y lúcido, despojado de su aspecto
pintoresco y de su “inmovilismo”, los orientales harían bien tal vez
en tomar provisionalmente como tema un Occidente misterioso, preñado
de contradicciones seculares y con frecuencia más dado a la investiga-
ción desinteresada que a la riqueza y a la comodidad. No se trata de
sustituir una imagen estereotipada por otro clisé, sino más bien de
buscar las verdades casi secretas que se ocultan bajo las apariencias más
incontrovertibles. Así, cuando se cree tener una imagen adecuada de
los Estados Unidos de América, es bueno, olvidando Hollywood por
un momento, interesarse en los poetas norteamericanos y en los monjes
norteamericanos, y tal vez sorprenderá el numero de unos y de otros.
Desde otro punto de vista, un Oriental encontrará sin duda provechoso
averiguar lo que significa la música romántica alemana para los millones
de hombres y de mujeres que, de Moscú a Buenos Aires, la escuchan
con fervor incansable.
Es inútil multiplicar aquí esos ejemplos o sugerencias que tienden a
demostrar simplemente que, de una y otra parte, la apreciación mutua
de los valores culturales exige ante todo un esfuerzo de lucidez. En
Occidente como en Oriente, toda persona suficientemente instruida
para medir el grado de su ignorancia debería poder sustituir las ideas
aceptadas por el estudio personal que merecen, en todos los casos, los
pueblos, sus libros, su pintura, su música, sus sistemas de pensamiento,
modos de vida, etc. Corresponderá sin duda a la escuela, a las editoriales
y a diversas organizaciones nacionales e internacionales proporcionar
los medios y la oportunidad para realizar tal estudio. Pero nadie
olvidará que no conviene emitir un juicio sobre los hombres y sobre
las culturas antes de haber leído, visto, escuchado y comprendido.
37
--
La comprensión como meta
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son por lo menos imágenes vivas y fecundas. Vale la pena de familiari-
zarse con las imágenes análogas que inspiran a los pueblos de Oriente,
a fin de comprenderles y de conocer las finalidades cuyo logro se
proponen. Tal vez comprendamos entonces que ese patrimonio nos
pertenece también y que esas finalidades son, en realidad, las nuestras.
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La labor de la Unesco
EL PROGRAMA DE ACTIVIDADES
Estudios c investigaciones
43
idiomas de Occidente las obras maestras de las literaturas orientales.
Al proporcionar a los filólogos calificados la oportunidad de familiari-
zarse, mediante la estancia en un país de Oriente, con el espíritu de una
cultura determinada, se trata de aumentar el número de traductores
disponibles subsanando así una escasez que limita considerablemente las
posibilicades de acción de la Unesco y de las instituciones públicas y
privadas de los Estados Miembros.
La rxuela
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al análisis de los valores culturales occidentales con objeto de facilitar
su presentación en los manuales usados en países asiáticos.
Ese estudio general tiene por objeto definir los principios de la acción
más concreta que desarrollan las comisiones nacionales y las organiza-
ciones de la profesión docente. En 1959 y 1960, la Unesco proporcionará
a dichas organizaciones ayuda técnica y económica, asistencia y
documentación. Con esos medios se multiplicarán las reuniones de
educadores dedicadas al estudio de la nueva orientación que deba
imprimirse a los programas y a los manuales o al examen de cuestiones
mas concretas, como la enseñanza de determinadas materias, la intro-
ducción de “estudios regionales” en los programas, la utilización de
películas cinematográficas y películas fijas, de exposiciones y programas
de televisión. Asimismo se fomentarán consultas cada vez más numerosas
entre educadores de distintos países. Por intermedio de las comisiones
nacionales la Unesco proporcionará ayuda a los autores y editores de
manuales, especialmente poniendo a su disposición los elementos de
información de que carecen para presentar los diversos aspectos de las
culturas orientales u occidentales: asesoramiento sobre las fuentes de
documentación, listas de obras de referencia, bibliografías selectas, etc.
45
países, más de ciento cincuenta establecimientos de enseñanza pertene-
cen ahora a su sistema de “escuelas asociadas”. Dichos establecimientos
reciben de la Organización la documentación apropiada y se benefician
de determinadas becas; llevan a cabo actividades encaminadas hacia
el fomento de la comprensión internacional y proporcionan así un
magnífico terreno de ensayo de nuevos métodos pedagógicos. Las
actividades y programas experimentales de esas “escuelas asociadas”
tienden principalmente a desarrollar en sus alumnos la apreciación de
los valores culturales de Oriente y de Occidente. En gran parte mediante
la ayuda de las comisiones nacionales, se celebran frecuentes reuniones
para estudiar los resultados de tales experimentos. Esas reuniones de
educadores y las consultas bilaterales que se les invita a organizar
contribuyen al perfeccionamiento del personal docente en ejercicio.
Pero es de importancia muy particular el hecho de que los profesores
adquieren una experiencia directa del modo de vida y de los valores
culturales de países pertenecientes a una región remota. Por eso tiene la
Unesco un programa de subvenciones de viaje para educadores.
Los Estados Miembros que proponen los candidatos a dichas becas
se comprometen a pedirles, a su regreso, que participen activamente en
la ejecución de un programa educativo relacionado con el proyecto
principal.
46
educadores se concede a dirigentes de movimientos de juventud y de
educación de adultos. El Instituto de la Juventud (Unesco) establecido
en Gauting, cerca de Munich, realiza un esfuerzo particular para
ayudar a establecer contactos entre dirigentes de Oriente y de Occidente.
Por otra parte, en 1959 se prevé la celebración de una reunión
internacional de expertos, especialmente dedicada al estudio de la
función que los valores culturales de Oriente y de Occidente pueden
desempeñar en la educación de jóvenes y adultos, principalmente con
objeto de favorecer el ejercicio de las responsabilidades cívicas, sociales
y culturales.
47
o las de pinturas chinas y grabados japoneses en madera, han obtenido
ya un gran éxito. En I 958 se consagró una nueva exposición a la acuarela
en el arte de Oriente y de Occidente.
Además de los álbumes de reproducciones de arte sobre los frescos de
Ajanta (India) y las miniaturas persas, en 1958 se publicaron los
dedicados al arte de Ceilán, de Turquía y del Japón. Hay otros en
preparación. La misma colección permite al público oriental familiari-
zarse con la gran tradición rusa del icono o con el arte precolombino de
México. De ahora en adelante, además de esos álbumes, que continúan
publicándose en una edición de formato grande y muy bien presentados,
la Unesco difundirá a bajo precio material para la proyección de obras
de arte; así estimulará a los editores a publicar volúmenes de formato
más manejable a un precio mucho más bajo, destinados a un público
más numeroso.
De la misma manera, la Unesco subvenciona la producción de
catálogos de películas de arte dedicadas a las obras maestras de Oriente
y fomenta la producción de nuevas películas sobre épocas o formas de
arte poco conocidas.
Como en el caso de la literatura, se espera completar esas actividades
publicando obras de síntesis que presentarán, en forma asequible y
atractiva, el panorama artístico de un país determinado, con notas
sobre la documentación iconográfica disponible.
Asesorada por la Asociación Internacional de Críticos de Arte y por
los jurados de las grandes exposiciones mundiales, la Unesco ha contri-
buído a la publicación de reproducciones de las obras más destacadas
de los artistas contemporáneos de Oriente y de Occidente. En coopera-
ción con el Consejo Internacional de la Música, estimula los inter-
cambios de partituras y de material musical así como la difusión de
grabaciones de la música tradicional o contemporánea entre países
de esas dos partes del mundo. Concede becas a pintores, escultores o
grabadores, a compositores y a escritores, para que efectúen viajes de
estudio de Oriente a Occidente y viceversa.
Finalmente, la relativa escasez de obras occidentales en los museos
de los países de Oriente plantea, para la apreciación mutua de las
culturas, un problema de difícil solución. La Unesco recomienda a sus
Estados Miembros que, entre ellos, se hagan donaciones y préstamos de
obras de arte originales. Se trata de una tarea de largo alcance de la
que sólo pueden esperarse resultados limitados. También se estimula a
los países de Asia a que adquieran colecciones de buenas reproducciones
de arte occidental para exponerlas de un modo permanente en sus
museos.
Prensa, radio, cine. La Unesco estudia con los profesionales del periodismo
las lagunas de los intercambios de informaciones entre Oriente y
Occidente, así como los medios para conseguir, en la prensa, una
presentación más exacta de los valores culturales de una y otra región.
En sus propias publicaciones, la Unesco concede un lugar relevante
a las cuestiones culturales. Además encarga y difunde, para uso de
periódicos y revistas de todo el mundo, numerosos artículos sobre las
culturas y los modos de vida de los distintos pueblos.
Para la radio, la Unesco distribuye programas modelo acerca de los
valores culturales; recurre a distintas organizaciones y, en particular,
al Consejo Internacional de la Música, para que organicen programas
que ilustren las relaciones entre las diversas tradiciones musicales
populares y eruditas. Organiza discusiones de “mesa redonda” entre
las personalidades representativas de las diferentes culturas, sobre los
problemas de la comprensión mutua. También reúne, principalmente
gracias a las misiones enviadas a determinados países de Asia, material
sonoro y una documentación básica que puedan usar los organismos
de radiodifusión e invita a los organismos de radio a estudiar en común
los problemas planteados por la utilización de las emisiones preparadas
en Oriente y viceversa.
Por lo que se refiere a los medios visuales, la Unesco distribuye
fotografías que sirvan para ilustrar artículos de la prensa, y para preparar
películas fijas o exposiciones. Al propio tiempo, se está preparando un
catálogo de películas documentales sobre Asia, especialmente adaptadas
a las necesidades de los programas de televisión. La Unesco colabora,
por otra parte, en la producción de modelos de programas de televisión,
esforzándose por fomentar la producción de películas que muestren la
vida cotidiana de los pueblos de Oriente y de Occidente, así como la
corriente de las influencias artísticas entre esos dos pueblos, principal-
mente bajo la forma de coproducciones entre países de ambas zonas.
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un organismo ya existente prepare y coordine los programas así iniciados
en el ámbito nacional. Esos comités pueden estar integrados por especia-
listas en el estudio de civilizaciones y ciencias sociales, por educadores
y administradores de los distintos grados de la enseñanza, por escritores
y artistas, por especialistas de la información y dirigentes de la vida
cultural, así como por representantes calificados de las administra-
ciones interesadas y de los servicios nacionales de relaciones culturales.
CONCLUSI6N
50
dar un estilo nuevo al diálogo de las naciones. En algunos casos, el
proyecto principal conducirá sin duda a reforzar o incluso a crear
instituciones de investigación, de enseñanza o de intercambios que en
adelante desempeñarán una función permanente.
Si logra esos objetivos, la Unesco habrá lanzado un llamamiento no
sólo en favor de una acción inicial enérgica, sino de un trabajo a largo
plazo. Y calando más hondo habrá contribuído a despertar la opinión
pública, a combatir el provincialismo, la pereza o el resentimiento,
a estimular la reflexión sobre algunas de las cuestiones más importantes
de la vida internacional de nuestro tiempo, y fomentar una actitud
generosa en favor de la instauración entre los pueblos de un orden de
comprensión y de respeto mutuos. Si dentro de diez años ese movimiento
ha ganado suficiente impulso para continuar desarrollándose por sí solo
y si cada pueblo de Oriente y de Occidente, después de darse realmente
cuenta de los vínculos que le unen a los demás, reconoce que el respeto
con que trata a los otros es plenamente recíproco, la Unesco no habrá
emprendido en vano ese esfuerzo ni hecho en el vacío ese llamamiento.
N.B. Los lectores que se interesen por seguir el desarrollo del proyecto
principal relativo a la apreciación mutua de los valores culturales de
Oriente y de Occidente y que, para asociarse al mismo, quieran conocer
periódicamente los problemas planteados y los resultados prácticos
obtenidos, podrán consultar el boletín Oriente-Occidente. La Secretaría
de la Unesco enviará gratuitamente esta publicación bimensual a quienes
la soliciten.