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Las académicas feministas anglosajonas sistematizaron la propuesta intelectual de la filósofa

francesa y la concretaron en el concepto género, que comenzó a utilizarse para referirse a la


construcción sociocultural de los comportamientos, actitudes y sentimientos de hombres y mujeres.

El feminismo vino a desvelar una dimensión fundamental de las relaciones de poder inscritas en las
elaboraciones teóricas al plantear que el sujeto de conocimiento había sido siempre un sujeto
masculino y que desde esa situación de poder elaboró discursivamente el lugar atribuido a hombres
y mujeres en la vida social y, a su vez, desde las coordenadas del modelo de comportamiento
hegemónico proyectó con carácter universal determinados conceptos y categorías que
invisibilizaban la situación real de las mujeres y los mecanismos de desigualdad. De este modo la
crítica feminista al androcentrismo vino también a convertirse en una cuestión central de la crítica
epistemológica al interior de la disciplina vinculada al mismo tiempo a la dimensión política del
conocimiento y su papel en la transformación de la realidad social.

U y pronto se comprendió que la crítica feminista implicaba una tarea más compleja y de mayor
dimensión porque no se trataba sólo de recoger nuevos datos y colocarlos en los esquemas
conceptuales de siempre, sino de generar otros nuevos que no conllevaran en sí mismos la
exclusión. Esto fue posible al adoptar el género como categoría de análisis porque vino a designar
la elaboración cultural de las asignaciones y mandatos atribuidos a hombres y mujeres.

Se hizo patente que el lugar de las mujeres en las instituciones académicas, en el terreno de
investigación, en las sociedades estudiadas y en los marcos teóricos que pretendían describirlas
estaban definidos desde las relaciones de género, que, como relaciones de poder, están presentes
en cada una de las instancias mencionadas anteriormente. Más aun, se evidenció el hecho de que
la relación entre hombres y mujeres no es sólo un dato a describir sino una construcción social a
aclarar. Así la categoría género se convirtió en extraordinariamente útil para esclarecer cómo las
relaciones de poder y desigualdad han sido construidas como diferencias de género a través de la
totalidad del entramado sociocultural y de las herramientas conceptuales que pueden ser fuente u
obstáculo para comprender la desigualdad. (pag 127)
Esto le permite ligar los ámbitos de la organización societal y de la subjetividad, proponiendo que en
la primera estarían los determinantes últimos de la segunda. Para Rubin, entonces el género es una
construcción social que “transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana”.
Esta transformación, según la autora, ocurriría desde el punto de vista societal mediante la
organización del parentesco, que al dividir varones y mujeres y casables de no casables produce
heterogeneidades objetivas y subjetividades acordes con los requisitos sociales.

La constitución del sujeto psíquico garantiza la reproducción del sistema de distancias. Los varones
se constituyen como seres deseantes, en tanto las mujeres como seres que desean ser deseadas

. A partir de allí, avanzará sobre este concepto a través de lo que ella llama una lectura “idiosincrática
y exegética” de Freud y Lévi-Strauss que le permitía sortear cierto reduccionismo del feminismo
socialista, insistente en leer la opresión de las mujeres como un derivado de la opresión de clase.
Propone de este modo que la antropología del siglo XX y el psicoanálisis revelan algo que no es
explorado suicientemente por el marxismo, es decir, el papel de la sexualidad en la constitución de
lo social.

Aparece entonces, desde la primera deinición, el interés por la construcción discursiva de la


diferencia sexual, por el contenido semiótico del género. En particular, dos serán los aspectos que
se abordaran de esta construcción discursiva del género: por un lado, partiendo de la lectura de Las
estructuras elementales del parentesco, de Lévi Strauss, la cuestión de la fundación del lazo social
a través del intercambio de mujeres llevado a cabo por los hombres. Por otro lado, la
heteronormatividad compulsiva asociada a esa construcción del lazo social, explicada desde la
lectura de Freud. Para el antropólogo francés el intercambio de mujeres entre los hombres es la
esencia de los sistemas de parentesco, y al no aparecer nunca en la historia el derecho inverso, es
decir, de las mujeres a intercambiar hombres, Levi-Strauss “implícitamente construye una teoría de
la opresión sexual” (Rubin, 1986: 107). La teoría de la reciprocidad primitiva es ampliada por él para
incluir al matrimonio como “forma básica de intercambio de regalos” (Rubin, 1986: 108), en la que
el tabú del incesto resulta un mecanismo que asegure que el intercambio tenga lugar entre familias
y grupos. Por lo tanto, señala Rubin, la vinculación social se da entre quienes realizan el intercambio,
o sea, los hombres, y no las mujeres quienes constituyen el producto de los mismos. Sexo y género
se constituyen desde este punto de vista como efectos de las prácticas sociales asimétricas,
superando así perspectivas biologicistas y esencialistas.

Para Rubin “el género es una división de los sexos socialmente impuesta. Es un producto de las
relaciones sociales de sexualidad. Los sistemas de parentesco se basan en el matrimonio; por lo
tanto, transforman a machos y hembras en “hombres” y “mujeres”” (Rubin, 1986: 114). Aquí es
donde conluyen los aportes de Freud y Lévi-Strauss, al develar la construcción de la diferencia sexual
a través de la supresión de semejanzas. La división de los sexos reprime características de todos,
tanto hombres como mujeres. Suprimir el componente homosexual tiene como corolario la
opresión de los homosexuales, como parte del mismo sistema de reglas y relaciones que concluye
con la opresión de las mujeres. El género, por lo tanto, implica tanto la identiicación con un sexo
como la dirección del deseo sexual hacia el otro, es decir, la heterosexualidad obligatoria. Existe
entonces, una modelación de la sexualidad de ambos sexos. Además, siguiendo el análisis de Levi-
Strauss sobre la división sexual del trabajo, se descubre que esta no tiene motivos biológicos sino
que surge de la necesidad de asegurar la unión entre hombres y mujeres a partir de que la mínima
unidad económica contenga al menos un hombre y una mujer.

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