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Diana Cohen Agrest

Del autoengaño a la vergüenza: la derrota narcisista

“Los dos, el hombre y la mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza”


(Génesis 2,25). Tras la caída, "se abrieron sus ojos y descubrieron que estaban
desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera”
(Génesis, 3).

Una vez expulsados del paraíso terrenal, Adán y Eva sintieron, por vez primera,
vergüenza. ¿Qué verdad les había sido revelada por la serpiente? ¿Por qué debieron
entretejer hojas de higuera con el fin de cubrir su sexo? ¿Por qué Dios censuraría su
sexualidad cuando los órganos reproductores fueron obra del artífice de la Creación
y en cuanto tales, “vio Dios que eran buenos”? ¿Acaso la mirada reprobatoria de
Dios en la escena primordial fue la misma que condenaría a su criatura a la sombra
amenazante de la vergüenza por defraudar el ideal humano que Dios habría creado?
¿Qué simboliza esa mirada divina condenatoria del pecado original, mirada que, tal
vez por su omnipresencia, encarna todas las miradas? ¿Y qué dice de nosotros,
creadores del mito del origen?

Desde el relato del Génesis, se nos revela que tras el pudor -ese impulso a cubrirse-
se instaura la vergüenza en el mundo. Emociones emparentadas, uno y otra son
reacciones a una reprobación hipotética o real. Pero pese a su proximidad
semántica, se diferencian en dos aspectos, pues no intervienen en el mismo
momento ni con la misma fuerza: mientras el pudor precede a la mala conducta o a
la infamia, la vergüenza las sucede. Y mientras el pudor es una inhibición pasajera y
volátil, la vergüenza es tan poderosa que logra paralizarnos. Desde el punto de vista
de la economía libidinal, al ser un signo que preanuncia la vergüenza, el pudor

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impide la aparición de ésta: al intervenir en el acto, en un mismo gesto evita el
escándalo objetivo y la vergüenza, que es su sanción subjetiva.

Ni el animal ni el ángel son susceptibles de experimentarlos, pues es la corporalidad


humana la que se juega en el pudor, ante la posibilidad de exponer o evocar los
genitales (llamados eufemísticamente “zonas pudendas”). Por extensión, el pudor se
predica de todo lo que es susceptible de causar turbación o confusión. Esta
ampliación de su sentido originario, como antesala de la vergüenza y, por sobre
todo, el ocaso del uno y la otra en el presente, se vuelve un fascinante enigma a
resolver. Porque lejos de aventurarnos en un análisis exegético del Génesis,
interrogarnos por los albores de la vergüenza humana y confrontar este sentimiento
ancestral con la consagración actual a la obscenidad, nos invita a ensayar una
reescritura de la pérdida adánica desde un nuevo lugar: desde la cultura del
exhibicionismo de la cual hoy parecemos cautivos.

Cartografía de la vergüenza

Tan fácil parece ser secuenciar ambos sentimientos como complejo parece ser
indagar los motivos últimos que darían cuenta de la aparición de la vergüenza.
Porque en la escena inaugural, se instauró en el mundo el sometimiento humano a
la mirada –divina o humana, propia o ajena–, y con ella se gestaron las
interpretaciones en conflicto que se habrían de ofrecer del sentido y fin de la
vergüenza.

Unos la concibieron como el sentimiento que nos invade cuando somos


descubiertos en conductas dudosas, porque lo cierto es que la posibilidad de ser
blanco del ridículo, de un trato descalificador o del ostracismo social, nos preocupa.
Otros pensaron que la vergüenza expresa cuán importante es para nosotros si

nuestras acciones nos acercan o nos alejan del proyecto de vida orientado a cierto
ideal que aspiramos alcanzar. Estas interpretaciones contrapuestas se condensarían
en una disyuntiva: o dependemos de la mirada ajena, o somos agentes morales
autónomos y, por lo tanto, indiferentes a la opinión de los otros.

Adoptar una u otra actitud no es moralmente trivial. Si dependemos de la mirada


ajena y hacemos nuestros ciertos criterios morales externos sin que medie reflexión
personal alguna, entonces pagamos el costo de caer en la llamada heteronomía,
dicha de la voluntad cuando ésta se rige por imperativos de los cuales no es su
autora (pues como somos vulnerables a las críticas, seguimos normas morales que
nos son impuestas). Por el contrario, si establecemos nuestros propios criterios
morales, entonces somos autónomos (y somos invulnerables a las críticas ajenas,
pues seguimos normas morales que nos fijamos a nosotros mismos).

Sin embargo, entre los dos polos de esta disyuntiva, también hay grises. Entre
quienes admiten que somos vulnerables a las críticas de los demás, hay quienes
sostienen que nos medimos según criterios que, aun cuando no los compartamos,
aun cuando no sean los nuestros, nos importan porque nos importa el qué dirán. Es
claro que esta posición, moralmente endeble, suscitó una polvareda feroz: si sentir
vergüenza depende de la mirada ajena, entonces ese sentimiento carece de todo
valor moral, pues nos limitamos a obedecer las convenciones sociales que no
elegimos personal y auténticamente. Porque de ser así, sentirse avergonzado
implica reducir la moralidad a lo que la gente espera de nosotros: qué imagen
ofrecemos, cómo somos percibidos, de cuán buena o mala opinión somos
merecedores. Para salvar la moralidad, hay quienes sostienen que, en verdad, nos
miramos con la mirada internalizada de los otros (con lo cual preservamos cierto


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grado de independencia, porque nos apropiamos de esa mirada y somos nosotros
quienes nos juzgamos).

Este debate filosófico en torno de bochornos y papelones –por cierto, las más de las
veces tan padecidos como silenciados– es un desafío en el que bien vale
aventurarnos en su exploración.

¿Quién nos juzga?

El filósofo existencialista Jean-Paul Sartre afirmó que sentimos vergüenza ante la


mirada de los otros cuando somos descubiertos in fraganti en situaciones
vergonzosas en las cuales, una vez empantanados en ellas, pensamos menos en
nosotros mismos que en cómo somos vistos por los demás. Con el fin de ilustrar
esas vivencias tan peculiares asociadas al poder de la mirada, en un memorable
pasaje de El ser y la nada, el filósofo imagina un episodio embarazoso que se
despliega en dos actos. En el primer acto, doblegado por los celos, por interés o por
vicio, "estoy mirando por el agujero de la cerradura". En ese agujero negro por el
que observo y en el que me pierdo –continúa Sartre–, me reduzco a ser un "puro
sujeto espectador, absorbido por el espectáculo, inocupado respecto de sí mismo".
En el segundo acto de este drama inconcluso, "escucho pasos en el pasillo: me
miran”. Percibo entonces la presencia de un Otro ignorante de los sueños y las
pesadillas que me impulsaron a un gesto que reconozco, en mi fuero íntimo, como
degradante. Cuando el sonido inesperado denuncia esa mirada intempestiva y, en
su preludio, anónima, “me inunda la vergüenza". La mirada del Otro denuncia que
he sido eclipsado como el sujeto que soy, reducido a “lo que el otro ve de mí”,
convertido en objeto y cosificado en lo más abyecto y despreciable. No me queda,
entonces, sino reconocer que soy como el prójimo me ve: vulgar, intrusivo. Y siento
vergüenza de lo que soy, sentimiento que recién se me revela a partir de esa mirada
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extraña, cuyo autor es una subjetividad de la que se pueden esperar reacciones


imprevisibles: complicidad, comprensión, pero también la reprobación o la censura.
Acorralado y a merced del otro, tengo conciencia de mí mismo, dice Sartre, “no en
tanto fundamento de mí” sino “en tanto tengo mi fundamento fuera de mí”,
estrellándome en esa heteronomía que amenaza con quitarme todo poder sobre lo
que creo que soy.

La explicación de Sartre no es la única. Una enseñanza moral prudencial podría


condensarse en una suerte de regla de oro: “Jamás hagas algo de lo cual sentirías
vergüenza de hacer y haz siempre aquello de lo cual te sentirías avergonzado de no
hacer”. Esta proclama expresa cabalmente el pensamiento del filósofo John Rawls,
quien sostuvo que sentir vergüenza no necesita de otro, ni real, ni imaginario.
Porque no es la mirada del otro la que nos importa, sino el modelo de vida moral
conforme al cual tratamos de vivir, y es en función de ese modelo que medimos
nuestra autoestima. Un agente moral adulto se va a preocupar por el modelo que
autónomamente eligió. Por cierto, ese modelo puede expresar o bien una moralidad
social convencional (la madre Teresa de Calcuta) o bien un modelo personal
construido a partir de valores personales y que nadie más comparte. En este caso,
ese ideal del yo puede plasmarse con los valores menos pensados: en su
Correspondencia, Madame de Sévigné narra la historia de Vatel, un eximio cocinero
consagrado a lo que hoy llamaríamos la organización de eventos. Poco tiempo
después de que en 1671 se ofreciera al servicio del Príncipe de Condé, su noble
patrón invita a los miembros de la corte de Francia a su palacio a una gran fiesta que
duraría tres días y tres noches, encomendándole a Vatel que todo salga a pedir de
boca. Según el testimonio de Madame de Sévigné, un estresado Vatel sobrevive
doce días y doce noches sin pegar un ojo. En el mismo banquete un Vatel


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enloquecido por la tardanza del pescado, se convence de que el banquete está
condenado irremediable y previsiblemente al fracaso. Y ese fracaso, es su fracaso. El
sentido de honor del cocinero puede más: fija una espada en la manija de la puerta
de su aposento y, embistiendo contra ella un par de veces, finalmente es atravesado
por su filo, provocándose una muerte tan incomprensible para los otros como
coherente con su itinerario existencial. ¿Acaso la vergüenza del cocinero fue
vergüenza ante sí mismo y ante un ideal moral de excelencia hecho trizas? ¿O su
vergüenza, más bien, le señaló que no podría sobrevivir a la pérdida del honor y de
la reputación ante su fracaso?

Inmediatamente el perfeccionismo de Vatel, y el rol atribuido a los ideales morales


personalísimos en la vergüenza, fueron puestos bajo la lupa. Al fin y al cabo, la
dichosa mirada ajena se nos impone, con o sin nuestro asentimiento. Y cuando nos
detenemos a pensar por qué solemos sonrojamos, los motivos parecen demasiado
distantes de presuntos modelos morales que encarnarían valores superiores. Los
temores primarios asociados a la vergüenza suelen ser mucho más banales:
sentimos horror ante la idea de ser ridiculizados o de ser víctimas de la calumnia o
de ser el blanco de la infamia o de ser tratados despectivamente. O de una mancha
delatora o hasta de exhibir unos dientes jamás doblegados por la ortodoncia.
Incluso basta un acento extranjero o hasta una palabra fuera de lugar, el consabido
–“¿Es su hija? –No, es mi mujer” (un antiguo proverbio griego sentenciaba: “cuando
pienso en lo que dije, siento envidia de los mudos”).

Para sortear la objeción de que la vergüenza depende sólo de la mirada ajena, se


arguye que se trata de un sentimiento que asoma ante la mirada de otras personas
reales, aunque internalizadas. Bernard Williams, un filósofo contemporáneo
propulsor de esta explicación social de la vergüenza, declara que se suelen invocar

dos errores, uno estúpido y otro más interesante. El error estúpido consiste en
suponer que reaccionamos con vergüenza cuando somos descubiertos por algún
otro en una situación indigna, cuando en verdad, acota el filósofo, la vergüenza no
aparece solamente porque somos “pescados in fraganti” por otros: cuando se es
descubierto mirando a través de la cerradura, discrepa Williams, se siente vergüenza
no tanto por ser observado espiando sino por lo vergonzoso que es el acto como tal,
exista o no un observador real. Pues basta un observador imaginario como
disparador de la vergüenza: puedo avergonzarme con sólo imaginar que, de estar
viva, mi abuela me censuraría al verme robar en una tienda de ropa. Pero, prosigue
Williams, se suele cometer un error más interesante: creer que la vergüenza puede
ser no solo cuestión de ser visto, sino de ser visto por un observador portador de
una mirada reprobatoria cuando, en rigor de verdad, piensa Williams, esa mirada no
tiene por qué ser crítica. Un ejemplo que puede traerse a cuento es el citado por el
filósofo alemán Max Scheler, quien narra la historia de una modelo que solía posar
para un pintor hasta que, cierta vez, siente vergüenza cuando percibe que es
observada por el artista como un objeto sexual. Asimismo, podemos no sentirnos
avergonzados cuando somos vistos en una situación lamentable o ridícula, si somos
vistos por un observador cuyas opiniones nos tienen sin cuidado. Porque un agente
moral maduro, concluye Williams, sólo sentirá vergüenza por las críticas morales
que reflejan las propias, o por lo menos cuando se invocan estándares éticos que
ese agente moral respeta.

Además de la estrategia de Sartre, la de Rawls y la de Williams, hay otra estrategia


posible según la cual cuando se depende de la mirada ajena, el mismo sujeto que,
por ejemplo, no ve nada malo en comprar servicios sexuales a travestis, se siente
avergonzado si una foto que revela sus preferencias sexuales es publicada en el


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periódico. Lo cierto es que uno de los azares de comprometerse en una práctica
social es que se corre el riesgo de ser criticado y hasta ridiculizado por gente cuya
tabla de valores no coincide con la nuestra, pero cuyos comentarios nos importan
por su procedencia, por quienes sostienen esos valores. En un grupo social donde se
respetan las jerarquías a rajatabla, la opinión de un superior tiene peso (ya sea por
el valor intrínseco que se le atribuye a la experiencia o al lugar de poder, ya sea por
las consecuencias a las que puede conducir el ejercicio de dicho poder sobre sus
subalternos). Confrontado a esas expectativas, aun cuando uno piensa de sí mismo
que no tiene de qué avergonzarse, sin embargo se puede tener razón en sentirse
avergonzado. Si mi director de tesis cree que yo robé un libro de la biblioteca,
cuando en verdad no lo hice, igualmente sentiré vergüenza.

De más está decir que las normas sociales pueden preservar en la esfera privada
cosas que no son naturalmente vergonzosas y, arbitrariamente, pueden alentar la
difusión de otras tantas que sí lo son: aquello que provoca la vergüenza en el Jardín
del Edén podría no provocarla en Sodoma y Gomorra. Las costumbres, por su parte,
inciden en la calificación de lo vergonzante. En ciertas culturas, lejos de cubrirse con
hojas de higuera, el cuerpo suele exhibirse sin zonas privilegiadas a ser expuestas y
otras a ocultar. En esas tierras, nota con fina ironía Jean Baudrillard, “cuando el
blanco interroga al indio por qué vive desnudo, el indio, con una lógica implacable,
responde: ‘En mi tierra, todo es cara’”.

La versatilidad de la vergüenza es tal que no se agota en los casos en que aquel que
causa la vergüenza es el mismo que la padece. También podemos sentir vergüenza
ajena toda vez que somos testigos involuntarios de un acto y nos hacemos cargo de
una vergüenza ausente en quien la provocó. Un amigo pasado de copas puede decir
barbaridades que nos avergüenzan tanto que sólo atinamos a pensar: “tragame

tierra”. Impensadamente, nos vemos involucrados en la escena como espectadores


y hasta como copartícipes de una situación que preferiríamos no compartir, pues la
rechazamos y hasta la despreciamos. Aunque en la vergüenza ajena también se
reconocen grados de responsabilidad: cuando se trata de un acto accidental (la
súbita explosión del cierre de un pantalón, demasiado comprimido por los kilos que
intentaba contener), la vergüenza ajena puede hasta promover la piedad: la
simulación de no haber percibido el percance cubre con un manto de elegancia una
situación a todas luces vergonzante.

La vergüenza ajena es, tal vez, el recodo que nos orienta hacia una nueva
interpretación de este sentimiento, concebido esta vez como un mecanismo que
nos ayuda a preservar ciertas cuestiones que deben permanecer en el círculo de
nuestra intimidad.

Otra interpretación: cuando en la privacidad se juega la autoestima

¿Acaso la vergüenza no es una respuesta espontánea que nos invade toda vez que
dejamos “filtrar” algo de nuestra esfera íntima que preferiríamos no mostrar porque
deja al descubierto algo que lesiona nuestra autoestima? Al fin de cuentas, a
diferencia de otros seres vivos, nuestra capacidad para resistir nuestros impulsos
inmediatos, en principio, nos permite elegir qué deseamos exteriorizar a través de
nuestra conducta. Y la conciencia de que ocultamos nuestra vulnerabilidad, sólo
manifestada ante los muy íntimos, es un mecanismo defensivo frente a la
posibilidad de caer en la vergüenza social.

Lo cierto es que, en la vida de relación, la imagen que ofrecemos de nosotros


mismos es una carta de presentación: el rostro ocupa un lugar privilegiado en la
imagen pública que mostramos, pues es el medio primario a través del cual nos

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presentamos socialmente. Aunque el rostro es vergonzoso en la medida que
traiciona la faceta que queremos mostrar de nosotros mismos (por ejemplo, cuando
nos ruborizamos en contra de nuestra voluntad), en cuanto es el instrumento por
excelencia de la imagen que ofrecemos de nosotros mismos, la “facha” es esencial
para evitar la vergüenza: un giro vergonzoso de los acontecimientos se describe
como “no tiene cara” o “es un desfachatado”. Sin embargo, en nuestras relaciones
sociales, el rostro visible no agota la personalidad. Al adoptar una actitud amable,
acompañada de buenos modales, construimos una especie de protección de la que
nos valemos con el propósito de evitar que los extraños perciban nuestros temores
y falencias. Un carácter impulsivo, por el contrario, es aquel que obedece al instinto
pues en él no hay espacio entre el impulso y la acción, y hay menos espacio entre el
yo íntimo, preservado en la esfera privada y la esfera pública o social.

David Velleman sostiene que la vergüenza es una reacción del sujeto para
autopreservarse de la pérdida de su privacidad tras la exhibición de un aspecto de la
intimidad que preferiría haber ocultado, cuando en esa pérdida se pone en riesgo la
autoestima. Así pues, la raíz de la vergüenza no se encuentra tanto en la exposición
física sino en descubrirnos en desventaja. Cuando me quiero atar los cordones y se
me bajan los pantalones, de más está decir que me siento un ridículo y siento
vergüenza si alguien está mirándome, pero ese arrebato no se evapora si no hay
nadie. Todo lo que se necesita, prosigue esta explicación, es que uno sienta cierta
pérdida de poder. En el ejemplo de la modelo del pintor que se percibe,
súbitamente, como un objeto sexual para la mirada sexuada del artista, el cambio
de la situación introduce esta suerte de desprotección o impotencia frente a una
mirada con un gradiente libidinoso no previsto. La autoexposición averguenza sólo
cuando se muestra lo que no se quiere mostrar o más de lo que se quiere mostrar o

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deja a la vista impulsos que uno no quiere exponer en público: allí sí nos sentimos
vulnerables. Si un adolescente se avergüenza de salir con sus padres no es porque se
sienta desacreditado por ellos, sino porque ser visto en compañía de sus padres
−advertencia pública de que todavía depende de ellos− socava la autoestima
asegurada por una imagen social que construyó frente a sus pares como la de un
individuo independiente.

En el marco de esta explicación de la vergüenza, este sentimiento no depende,


como se pensó, de que la autoestima del yo esté a merced del orden de la ética y la
transgresión, ni en el de la decencia o el delito, según una constelación de valores y
disvalores en función de los cuales orientamos nuestras conductas. Es cierto que se
puede sentir vergüenza, reconoce Velleman, por haberse comportado
cobardemente, soberbiamente, idiotamente, pero estos juicios de valor específicos
no juegan papel alguno en la autoestima supuesta en la vergüenza, la que puede
aparecer sin estos juicios de valor porque muchos de nuestros defectos son,
simplemente, la resultante de una conducta impulsiva frente a los otros donde
dejamos al desnudo nuestra vulnerabilidad.

El dios voyeurista (o de carne somos)

El Génesis narra el acontecimiento primordial donde se articularon la intimidad con


la vulnerabilidad, a través del mito inocente de que hay un ser previo a la
constitución de la subjetividad, todavía no manchado por el pecado. Según la lectura
de San Agustín en Ciudad de Dios, antes de la caída, los genitales eran movidos por
la voluntad humana, y no excitados por la lujuria. Y en virtud de ese sometimiento
genital a esta facultad del alma, no eran vergonzosos. Cuando a instancias de la
serpiente, Adán y Eva comen del fruto prohibido, son descubiertos por Dios, quien


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comportándose como una especie de detective divino, dedujo que sus creaturas
habían desobedecido. Entonces Dios destruyó de una vez para siempre la armonía
entre la voluntad humana y su corporalidad, soliviantando el cuerpo −que ya no
obedecería a la voluntad− así como el hombre no había obedecido a Dios. La
desobediencia de la carne testimonia la desobediencia de la criatura, quien pierde el
dominio de sus órganos, el control de la erección en los hombres y de las
secreciones en la mujer, volviéndose nuestros órganos sexuales un motivo de
vergüenza. De allí en más, ese castigo ejemplar se transmitiría de generación en
generación, pues la insubordinación del hombre hacia Dios fue castigada hasta el fin
de los tiempos por una correlativa insubordinación de la carne al hombre.

A diferencia de la interpretación de Agustín, Velleman sostiene que el texto del


Génesis sugiere que la vergüenza adánica fue el resultado predecible de comer del
árbol, no el resultado de una suerte de reingeniería posterior de su constitución
física (la insubordinación cuasimecánica de las partes genitales a la voluntad). Al
prohibirles comer del árbol, Dios no les prohíbe usar de sus genitales, al fin de
cuentas criaturas del Señor, y el conocimiento prohibido no se extrae del fruto
mismo, sino del acto de comer del fruto, del acto de desobediencia: lo que la
serpiente les muestra es la posibilidad de desobedecer.

Dios recién descubrió la desobediencia humana cuando descubrió que se ocultaban


de Él por vergüenza, y la vergüenza precedió a su castigo que consistió en ser
desterrados del Jardín del Edén y condenados a una vida de trabajo, dolor y muerte.
Paradójicamente, el conocimiento sexual impartido por la serpiente era la idea de la
intimidad: los genitales se volvieron vergonzantes cuando se descubrieron como
esenciales a la intimidad, al deseo o no deseo de exhibir su deseo. Aquello que la

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manzana les revela a Adán y a Eva es su vulnerabilidad, y su sexualidad es


sencillamente un aspecto a resguardar.

Retomando la interpretación agustiniana, y dándole un nuevo giro, podríamos ver


con una nueva luz la asociación de la vergüenza con la genitalidad: el impulso a
cubrir la desnudez no expresa tanto la necesidad de ocultar algo cuya exposición
puede provocar desaprobación como el propósito de preservar la capacidad de
elegir qué mostrar, de decidir cuánto de nuestra intimidad queremos dar a conocer.
Y aunque lo obsceno puede no ser una estructura universal, sí parece serlo la
imagen social. Una confirmación etnográfica de esta hipótesis es la referencia de
que, en algunas culturas, los hombres sólo cubren sus partes pudendas con una
especie de funda que tiene el efecto de que el pene aparezca erecto. Esta
vestimenta es una solución alternativa al problema de mantener a las erecciones en
privado, dado que la apariencia de un pene erecto ya no es un indicador unívoco de
una erección. Esta interpretación de la vergüenza iluminaría otra cuestión más: ¿por
qué nuestra cultura tolera la desnudez frontal en la mujer más que en el hombre?
En respuesta a esa asimetría de género, Velleman sostiene que la respuesta
políticamente correcta es que vivimos en una cultura dominada por los hombres
donde la mujer suele ser un objeto sexual. Una explicación alternativa es que la
desnudez masculina es naturalmente más vergonzosa porque es más explícita, no
sólo porque está todo a la vista sino porque, además, el hombre hace públicos sus
deseos sin su control, y porque una erección que no se desea exhibir, revela su
intimidad.

Confrontados a este itinerario de la vergüenza, la pregunta hoy obligada parece ser:


¿cuál es el sentido último de retratar las interpretaciones del origen y sentido de la
vergüenza, una vez sumergidos en la compulsión −propia o ajena− a exhibir la

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intimidad en una cultura dominada por la imprevisibilidad e irreversibilidad del
Twitter y del Facebook, de los realities y de los videos caseros subidos al
ciberespacio?

El minuto de fama

Pese a la ancestral interpelación de la escena primordial, desde la irrupción de la


cultura mediática asistimos a la declinación del rol de la vergüenza. El moralista
sentencia que hoy nada es vergonzoso porque nada es objeto de desaprobación
social. No sólo eso. En la celebración del exhibicionismo, la exposición de la
intimidad hasta puede ser una vía privilegiada de acceso a cierta dudosa notoriedad,
a veces incluso redituable: a mayor exposición, mayor poder, pues el pasaje a la
fama trae, como pan bajo el brazo, desde el reconocimiento público hasta contratos
mediáticos millonarios.

Pero se puede ir más allá de esta tesis del moralista. De la mano de las nuevas
tecnologías y en una suerte de compulsión a mirar y ser mirados, se suben al
ciberespacio imágenes que, hasta muy recientemente, eran preservadas
celosamente en la intimidad. Y en el imperio del espacio público, omnipresente e
invasor, todo puede ser expuesto porque se da por descontado la mirada cómplice
del espectador, porque quien mira, goza. Alimentando ese goce, se ofrece lo que
todos buscan: imágenes obscenas que desdibujan la línea ancestralmente trazada
por la vergüenza, en un intento de desconocer la escisión subjetiva involucrada en
ese sentimiento y borrada por una cultura que ordena gozar. Con el eclipse de la
vergüenza −contrariamente al sujeto sartreano que espiaba por la cerradura, y que
era cosificado por la mirada del otro y, en el mismo gesto, anulado como
subjetividad− hoy parecería ser que el sujeto adquiere identidad precisamente por
esta suerte de “destape social” en un escenario en el que, cuanto más se muestra

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para ser mirado, más “se es”. Y como la mirada del otro ya no es mensajera de la
vergüenza, no hay derrota narcisista que recoja ese mensaje.

Si nos volvemos, una vez más, hacia el cocinero Vatel, según observa Jacques- Alain
Miller en un texto en el que recoge esta tragedia de honor, “la desaparición de la
vergüenza cambia el sentido de la vida. Cambia el sentido de la vida, porque cambia
el sentido de la muerte. Vatel, muerto de vergüenza, murió por honor, en nombre
del honor”. Paradójicamente, mientras el hombre arrojado del paraíso instaura la
civilización llevando consigo una vergüenza que, siempre se pensó, lo acompañaría
como sombra espectral de su condición humana, hoy parece que asistimos a una
disolución de la vergüenza. Y como ya no se muere por honor, ya no es necesario,
según parece, vivir con honor.


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