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Una vez expulsados del paraíso terrenal, Adán y Eva sintieron, por vez primera,
vergüenza. ¿Qué verdad les había sido revelada por la serpiente? ¿Por qué debieron
entretejer hojas de higuera con el fin de cubrir su sexo? ¿Por qué Dios censuraría su
sexualidad cuando los órganos reproductores fueron obra del artífice de la Creación
y en cuanto tales, “vio Dios que eran buenos”? ¿Acaso la mirada reprobatoria de
Dios en la escena primordial fue la misma que condenaría a su criatura a la sombra
amenazante de la vergüenza por defraudar el ideal humano que Dios habría creado?
¿Qué simboliza esa mirada divina condenatoria del pecado original, mirada que, tal
vez por su omnipresencia, encarna todas las miradas? ¿Y qué dice de nosotros,
creadores del mito del origen?
Desde el relato del Génesis, se nos revela que tras el pudor -ese impulso a cubrirse-
se instaura la vergüenza en el mundo. Emociones emparentadas, uno y otra son
reacciones a una reprobación hipotética o real. Pero pese a su proximidad
semántica, se diferencian en dos aspectos, pues no intervienen en el mismo
momento ni con la misma fuerza: mientras el pudor precede a la mala conducta o a
la infamia, la vergüenza las sucede. Y mientras el pudor es una inhibición pasajera y
volátil, la vergüenza es tan poderosa que logra paralizarnos. Desde el punto de vista
de la economía libidinal, al ser un signo que preanuncia la vergüenza, el pudor
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impide la aparición de ésta: al intervenir en el acto, en un mismo gesto evita el
escándalo objetivo y la vergüenza, que es su sanción subjetiva.
Cartografía de la vergüenza
Tan fácil parece ser secuenciar ambos sentimientos como complejo parece ser
indagar los motivos últimos que darían cuenta de la aparición de la vergüenza.
Porque en la escena inaugural, se instauró en el mundo el sometimiento humano a
la mirada –divina o humana, propia o ajena–, y con ella se gestaron las
interpretaciones en conflicto que se habrían de ofrecer del sentido y fin de la
vergüenza.
nuestras acciones nos acercan o nos alejan del proyecto de vida orientado a cierto
ideal que aspiramos alcanzar. Estas interpretaciones contrapuestas se condensarían
en una disyuntiva: o dependemos de la mirada ajena, o somos agentes morales
autónomos y, por lo tanto, indiferentes a la opinión de los otros.
Sin embargo, entre los dos polos de esta disyuntiva, también hay grises. Entre
quienes admiten que somos vulnerables a las críticas de los demás, hay quienes
sostienen que nos medimos según criterios que, aun cuando no los compartamos,
aun cuando no sean los nuestros, nos importan porque nos importa el qué dirán. Es
claro que esta posición, moralmente endeble, suscitó una polvareda feroz: si sentir
vergüenza depende de la mirada ajena, entonces ese sentimiento carece de todo
valor moral, pues nos limitamos a obedecer las convenciones sociales que no
elegimos personal y auténticamente. Porque de ser así, sentirse avergonzado
implica reducir la moralidad a lo que la gente espera de nosotros: qué imagen
ofrecemos, cómo somos percibidos, de cuán buena o mala opinión somos
merecedores. Para salvar la moralidad, hay quienes sostienen que, en verdad, nos
miramos con la mirada internalizada de los otros (con lo cual preservamos cierto
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grado de independencia, porque nos apropiamos de esa mirada y somos nosotros
quienes nos juzgamos).
Este debate filosófico en torno de bochornos y papelones –por cierto, las más de las
veces tan padecidos como silenciados– es un desafío en el que bien vale
aventurarnos en su exploración.
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enloquecido por la tardanza del pescado, se convence de que el banquete está
condenado irremediable y previsiblemente al fracaso. Y ese fracaso, es su fracaso. El
sentido de honor del cocinero puede más: fija una espada en la manija de la puerta
de su aposento y, embistiendo contra ella un par de veces, finalmente es atravesado
por su filo, provocándose una muerte tan incomprensible para los otros como
coherente con su itinerario existencial. ¿Acaso la vergüenza del cocinero fue
vergüenza ante sí mismo y ante un ideal moral de excelencia hecho trizas? ¿O su
vergüenza, más bien, le señaló que no podría sobrevivir a la pérdida del honor y de
la reputación ante su fracaso?
dos errores, uno estúpido y otro más interesante. El error estúpido consiste en
suponer que reaccionamos con vergüenza cuando somos descubiertos por algún
otro en una situación indigna, cuando en verdad, acota el filósofo, la vergüenza no
aparece solamente porque somos “pescados in fraganti” por otros: cuando se es
descubierto mirando a través de la cerradura, discrepa Williams, se siente vergüenza
no tanto por ser observado espiando sino por lo vergonzoso que es el acto como tal,
exista o no un observador real. Pues basta un observador imaginario como
disparador de la vergüenza: puedo avergonzarme con sólo imaginar que, de estar
viva, mi abuela me censuraría al verme robar en una tienda de ropa. Pero, prosigue
Williams, se suele cometer un error más interesante: creer que la vergüenza puede
ser no solo cuestión de ser visto, sino de ser visto por un observador portador de
una mirada reprobatoria cuando, en rigor de verdad, piensa Williams, esa mirada no
tiene por qué ser crítica. Un ejemplo que puede traerse a cuento es el citado por el
filósofo alemán Max Scheler, quien narra la historia de una modelo que solía posar
para un pintor hasta que, cierta vez, siente vergüenza cuando percibe que es
observada por el artista como un objeto sexual. Asimismo, podemos no sentirnos
avergonzados cuando somos vistos en una situación lamentable o ridícula, si somos
vistos por un observador cuyas opiniones nos tienen sin cuidado. Porque un agente
moral maduro, concluye Williams, sólo sentirá vergüenza por las críticas morales
que reflejan las propias, o por lo menos cuando se invocan estándares éticos que
ese agente moral respeta.
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periódico. Lo cierto es que uno de los azares de comprometerse en una práctica
social es que se corre el riesgo de ser criticado y hasta ridiculizado por gente cuya
tabla de valores no coincide con la nuestra, pero cuyos comentarios nos importan
por su procedencia, por quienes sostienen esos valores. En un grupo social donde se
respetan las jerarquías a rajatabla, la opinión de un superior tiene peso (ya sea por
el valor intrínseco que se le atribuye a la experiencia o al lugar de poder, ya sea por
las consecuencias a las que puede conducir el ejercicio de dicho poder sobre sus
subalternos). Confrontado a esas expectativas, aun cuando uno piensa de sí mismo
que no tiene de qué avergonzarse, sin embargo se puede tener razón en sentirse
avergonzado. Si mi director de tesis cree que yo robé un libro de la biblioteca,
cuando en verdad no lo hice, igualmente sentiré vergüenza.
De más está decir que las normas sociales pueden preservar en la esfera privada
cosas que no son naturalmente vergonzosas y, arbitrariamente, pueden alentar la
difusión de otras tantas que sí lo son: aquello que provoca la vergüenza en el Jardín
del Edén podría no provocarla en Sodoma y Gomorra. Las costumbres, por su parte,
inciden en la calificación de lo vergonzante. En ciertas culturas, lejos de cubrirse con
hojas de higuera, el cuerpo suele exhibirse sin zonas privilegiadas a ser expuestas y
otras a ocultar. En esas tierras, nota con fina ironía Jean Baudrillard, “cuando el
blanco interroga al indio por qué vive desnudo, el indio, con una lógica implacable,
responde: ‘En mi tierra, todo es cara’”.
La versatilidad de la vergüenza es tal que no se agota en los casos en que aquel que
causa la vergüenza es el mismo que la padece. También podemos sentir vergüenza
ajena toda vez que somos testigos involuntarios de un acto y nos hacemos cargo de
una vergüenza ausente en quien la provocó. Un amigo pasado de copas puede decir
barbaridades que nos avergüenzan tanto que sólo atinamos a pensar: “tragame
La vergüenza ajena es, tal vez, el recodo que nos orienta hacia una nueva
interpretación de este sentimiento, concebido esta vez como un mecanismo que
nos ayuda a preservar ciertas cuestiones que deben permanecer en el círculo de
nuestra intimidad.
¿Acaso la vergüenza no es una respuesta espontánea que nos invade toda vez que
dejamos “filtrar” algo de nuestra esfera íntima que preferiríamos no mostrar porque
deja al descubierto algo que lesiona nuestra autoestima? Al fin de cuentas, a
diferencia de otros seres vivos, nuestra capacidad para resistir nuestros impulsos
inmediatos, en principio, nos permite elegir qué deseamos exteriorizar a través de
nuestra conducta. Y la conciencia de que ocultamos nuestra vulnerabilidad, sólo
manifestada ante los muy íntimos, es un mecanismo defensivo frente a la
posibilidad de caer en la vergüenza social.
David Velleman sostiene que la vergüenza es una reacción del sujeto para
autopreservarse de la pérdida de su privacidad tras la exhibición de un aspecto de la
intimidad que preferiría haber ocultado, cuando en esa pérdida se pone en riesgo la
autoestima. Así pues, la raíz de la vergüenza no se encuentra tanto en la exposición
física sino en descubrirnos en desventaja. Cuando me quiero atar los cordones y se
me bajan los pantalones, de más está decir que me siento un ridículo y siento
vergüenza si alguien está mirándome, pero ese arrebato no se evapora si no hay
nadie. Todo lo que se necesita, prosigue esta explicación, es que uno sienta cierta
pérdida de poder. En el ejemplo de la modelo del pintor que se percibe,
súbitamente, como un objeto sexual para la mirada sexuada del artista, el cambio
de la situación introduce esta suerte de desprotección o impotencia frente a una
mirada con un gradiente libidinoso no previsto. La autoexposición averguenza sólo
cuando se muestra lo que no se quiere mostrar o más de lo que se quiere mostrar o
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deja a la vista impulsos que uno no quiere exponer en público: allí sí nos sentimos
vulnerables. Si un adolescente se avergüenza de salir con sus padres no es porque se
sienta desacreditado por ellos, sino porque ser visto en compañía de sus padres
−advertencia pública de que todavía depende de ellos− socava la autoestima
asegurada por una imagen social que construyó frente a sus pares como la de un
individuo independiente.
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comportándose como una especie de detective divino, dedujo que sus creaturas
habían desobedecido. Entonces Dios destruyó de una vez para siempre la armonía
entre la voluntad humana y su corporalidad, soliviantando el cuerpo −que ya no
obedecería a la voluntad− así como el hombre no había obedecido a Dios. La
desobediencia de la carne testimonia la desobediencia de la criatura, quien pierde el
dominio de sus órganos, el control de la erección en los hombres y de las
secreciones en la mujer, volviéndose nuestros órganos sexuales un motivo de
vergüenza. De allí en más, ese castigo ejemplar se transmitiría de generación en
generación, pues la insubordinación del hombre hacia Dios fue castigada hasta el fin
de los tiempos por una correlativa insubordinación de la carne al hombre.
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El minuto de fama
Pero se puede ir más allá de esta tesis del moralista. De la mano de las nuevas
tecnologías y en una suerte de compulsión a mirar y ser mirados, se suben al
ciberespacio imágenes que, hasta muy recientemente, eran preservadas
celosamente en la intimidad. Y en el imperio del espacio público, omnipresente e
invasor, todo puede ser expuesto porque se da por descontado la mirada cómplice
del espectador, porque quien mira, goza. Alimentando ese goce, se ofrece lo que
todos buscan: imágenes obscenas que desdibujan la línea ancestralmente trazada
por la vergüenza, en un intento de desconocer la escisión subjetiva involucrada en
ese sentimiento y borrada por una cultura que ordena gozar. Con el eclipse de la
vergüenza −contrariamente al sujeto sartreano que espiaba por la cerradura, y que
era cosificado por la mirada del otro y, en el mismo gesto, anulado como
subjetividad− hoy parecería ser que el sujeto adquiere identidad precisamente por
esta suerte de “destape social” en un escenario en el que, cuanto más se muestra
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para ser mirado, más “se es”. Y como la mirada del otro ya no es mensajera de la
vergüenza, no hay derrota narcisista que recoja ese mensaje.
Si nos volvemos, una vez más, hacia el cocinero Vatel, según observa Jacques- Alain
Miller en un texto en el que recoge esta tragedia de honor, “la desaparición de la
vergüenza cambia el sentido de la vida. Cambia el sentido de la vida, porque cambia
el sentido de la muerte. Vatel, muerto de vergüenza, murió por honor, en nombre
del honor”. Paradójicamente, mientras el hombre arrojado del paraíso instaura la
civilización llevando consigo una vergüenza que, siempre se pensó, lo acompañaría
como sombra espectral de su condición humana, hoy parece que asistimos a una
disolución de la vergüenza. Y como ya no se muere por honor, ya no es necesario,
según parece, vivir con honor.
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