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Los

TRES SABIOS
ABUELOS
¡CONÓCENOS!
Hola amigas y amigos, yo soy Salvador y ella es mi hermana Juliana. Nos gusta mucho ir a
bañarnos en el río, jugar en el monte y subir a los árboles. Juliana y yo somos inseparables.

Eso es cierto, porque somos mellizos, nacimos el mismo día, y tenemos 11 años. A mí
también me encanta el río, cantar y mirar a las aves. Juntos estamos aprendiendo a proteger el
bosque para vivir contentos y disfrutar de una mejor comida, agua limpia y aire puro. ¿Sabían
que cada vez que la gente tala el bosque, este se demora muchísimos años en volver a crecer?
Y las plantas sólo crecen si no hemos contaminado demasiado la tierra.

Tenemos muchísimas historias que contarles, por eso, ahora les compartiremos la de “Los
Tres Sabios Abuelos”. Estamos seguros que la disfrutarán mucho.

Sí amigos y amigas, conocerán a nuestra mamá Rosaura, nuestro papá Felipe y a nuestro
querido abuelo Jacinto. Ahora vengan con nosotros y déjense llevar por la belleza de nuestra
tierra y los misterios que ella encierra.

Después de conocerla más, estamos seguros que ustedes también querrán cuidarla y
protegerla y junto con nosotros serán guardianes del medio ambiente.
Los
TRES SABIOS ABUELOS
Estaba anocheciendo y la gente volvía del campo, luego de un largo día de trabajo. Hacía
frío, como pocas veces en el pueblo, y la luna alumbraba los caminos. De pronto, se
escuchó un estruendo muy fuerte en el monte, detrás de la casa de Juliana, Salvador y su
familia.

–¿Qué es eso, abuelo Jacinto? –dijo Juliana–. .


–Ese ruido no ha sido de un rayo –dijo Salvador, asustado.
–En luna llena los sabios del bosque hablan.
–¿Qué sabios, abuelo? –añadió Juliana.
–Ay, hijitos, ya es muy tarde, otro día les cuento historias.

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Al día siguiente, Salvador y Juliana se levantaron temprano para ir al río. Era un día
caluroso y los insectos hacían una fiesta de sonidos.

–Mira, no hay ninguna ave –dijo la niña a su hermano, mientras se bañaba.

Salvador observó con detenimiento cada rincón del bosque. No pudo ver ni palomas,
patos, perdices o loros. Tampoco estaban los picaflores y se dio cuenta que las hojas de
algunos árboles estaban secándose. Un olor desagradable empezaba a invadir el aire.

–Algo raro está pasando. Vamos más arriba a averiguar.

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Los hermanos salieron del agua y empezaron a caminar por un sendero que no conocían
bien y se perdieron. El lugar al que llegaron era muy hermoso. Gallitos de las rocas,
picaflores, osos, monos de cola amarilla, gallinazos, pelejos, murciélagos, venados,
coatíes, añujes, lagartos, mariposas, y muchos otros animales jugueteaban felices.

En ese instante se volvió a escuchar el mismo estruendo que la noche anterior.

–¿Quién anda ahí? –dijo alguien lentamente en medio de la frondosa naturaleza.


–¿Quién eres? Yo no veo a nadie –respondió Juliana con voz
asustada.
–Mejor vámonos –exclamó Salvador.
–Soy yo, el abuelo Molle –respondió una voz
gruesa–. Este lugar es nuestro refugio.
¡Aquí no queremos problemas! –dijo con más
energía.

Los dos hermanos sintieron mucha preocupación


en la voz del molle. Le explicaron que se habían
perdido y el abuelo Molle se dio cuenta que decían
la verdad y empezó a hablarles con calma.

–Miren, niños. Aquí entre todos nos protegemos. Los


árboles ayudamos a limpiar el aire y cuidamos que el agua
no se acabe. Las aves siembran semillas y así siempre hay
alimento para todos. Los gusanos convierten las hojas y flores
secas en abono para las plantas y por eso la tierra es más
fructífera. Unidos trabajamos para mantener nuestro hogar.
–¿Y entonces de quién se protegen? –preguntó Juliana.

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–Las personas que vienen de otros lugares nos van dejando sin espacio. Mis
hermanos árboles son talados y quemados. Los animales ya no tienen donde vivir
y se esconden aquí, pero cada vez tenemos menos espacio. Y lo que la gente
olvida es que sin el bosque, desaparecen los alimentos, frutales, semillas, plantas
medicinales, el agua. La tierra se seca y no produce igual. Sin árboles, el aire no se
purifica y todos nos enfermamos con el humo de la quema.

Salvador y Juliana dijeron al mismo tiempo que ellos harían algo para ayudar.

La abuela Huito, otro de los sabios árboles, añadió con una voz dulce:

–Sabemos que no todas las personas destruyen el bosque por maldad, sino
porque no conocen otra forma de conseguir el dinero que necesitan para vivir.
Pero, ¿saben una cosa? Si plantaran más árboles cada vez que sacan alguno para
leña o construcción, si cultivaran muchas variedades de frutas y verduras, tendrían
suficiente para comer. La tierra daría más frutos y estaríamos todos tranquilos. Si el
bosque entero desaparece, el dinero no servirá de nada.

A Juliana y a Salvador se les llenaron los ojos de lágrimas pues sabían que muchos en el
pueblo habían destruido el bosque para sembrar coca. Ellos mismos habían ayudado a
sus papás a cultivarla, pues era el único trabajo que conocían. En casa siempre faltaba el
dinero y, por eso, su hermano mayor se había ido a trabajar en la mina, y aunque regresó
enfermo se volvió a ir.

–No lloren –dijo la sabia abuela–. Aquí les regalo mis frutos maduros para que
coman. Son ricos y nutritivos.
–Muchas gracias –dijeron Juliana y Salvador.

La abuela Huito les pidió a los hermanos que contaran a todos que las plantas querían
cumplir con su trabajo, pues ellas estaban para limpiar el aire, mantener el agua, curar y
proteger la vida.

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En ese instante, un remolino de aire cálido sopló
sobre sus cabezas. El viejo molle les dijo que sigan
a ese vientecito para volver a casa. Los niños se
despidieron de los dos sabios y emprendieron el
regreso.

Al llegar a su casa, Juliana y Salvador les contaron


su aventura a sus papás y a su abuelo y los
convencieron de hacer una chacra variada. En los
siguientes días, sembraron plantones de cacao,
café, plátano, aguaje, cocona, carambola, yuca,
así como diferentes árboles. Todas las semillas que
encontraban las ponían en la chacra o en el monte,
tirándolas por todos lados. Además, colocaron un
arbolito de huito y otro de molle para recordar a
sus sabios amigos.

Al cabo de unos meses, la chacra comenzó a


producir tanta comida que cada día inventaban
nuevos platos y comían alimentos muy variados
y nutritivos. La familia decidió aprovechar los
productos de su chacra y pusieron un restaurante.
Todos estaban felices, y ya casi no se enfermaban.

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Una noche de luna llena y después de algunos meses, se escuchó el canto de las
chicharras, como si anunciaran alguna noticia. Los niños y el abuelo Jacinto salieron a ver
qué pasaba.

– Nos están llamando –dijo Jacinto–. Los sabios del bosque nos buscan.
–¿Cómo sabes lo que dicen? – preguntaron los niños. .
–Solo hay que saber escuchar… Pero vamos ya, que nos están esperando.

Guiados por una lechuza y las sonoras chicharras, emprendieron el camino. La noche era
clara. Algunos murciélagos y arañas parecían darles la bienvenida al refugio de los sabios
del bosque.

–Acérquense –dijeron el abuelo Molle y la abuela Huito–. Sabemos


todo lo que ustedes han hecho y estamos agradecidos.

El abuelo Jacinto respondió:

–¡Qué alegría me da escuchar sus voces de


nuevo! Han pasado tantos años desde la
última vez que estuve en este lugar.

Los sabios árboles explicaron a Salvador y a


Juliana que su abuelo Jacinto había protegido
mucho ese refugio. Gracias a él, los taladores no
llegaron hasta ahí, por eso lo habían nombrado Sabio del
Bosque. El abuelo sonreía mientras los niños se llenaban
de orgullo.

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El abuelo, Salvador y Juliana le prometieron a los sabios del bosque que se esforzarían
para que todo el pueblo participe del cuidado del bosque. Así, entre todos, comenzaron
a reforestarlo. Lo registraron como un área de conservación comunal ante las autoridades
y se comprometieron a preservarlo. Por cada árbol que sacaban para madera, plantaban
otros cinco. Todos se sentían más sanos, comían mejor y estaban de buen humor. Todos
colaboraban con ideas y participaban de las actividades. En el cuidado del bosque: Todos
eran uno.

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Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida Sin Drogas
DEVIDA
Av. Benavides No 2199, Int. B, Miraflores
Lima - Perú
www.devida.gob.pe

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