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IDENTIDAD, DIFERENCIA Y CULTURA EN LA POSTMODERNIDAD 2.1 Identidad y diferencia.

Frente a las
identidades que gobernaban la modernidad: sea la igualdad de todos los hombres de la primera etapa
(desde el Renacimiento a la Ilustración); o la identidad de raza, clase social, nación o Estado de la
segunda etapa (desde la Ilustración hasta la crisis del marxismo); la postmodernidad revaloriza la
diferencia. El postestructuralismo concibe la identidad como construcción social regida por una
jerarquía de valores. Sólo se puede concebir la igualdad o la identidad entre dos términos, teniendo en
cuenta un único aspecto de los términos comparados, que se sitúa en un posición de superioridad con
respecto a los demás: no hay dos personas idénticas: siempre soy igual o diferente en función de un
único factor: color de la piel, sexo, edad, clase social, etc. Con la postmodernidad esa jerarquía que hace
que aquel rasgo que compartimos con un determinado grupo, sea superior y más determinante, que
aquellos otros que nos diferencian, se desvanece y el individuo se siente diferente. Aunque obviamente
hereda o toma prestados valores, costumbres, formas de ocio etc., de otros, éstos ya no tienen una
única procedencia. Es decir que en lugar de imitar un individuo en todo, se imita un aspecto de un
individuo y otro aspecto de otro, lo que da como resultado una síntesis o combinación nueva que le
hace sentirse único y diferente. 2.2 La cultura occidental: una nueva identidad Lo mismo ocurre con las
identidades colectivas, con la postmodernidad, tal y como señala Lipovetsky, cobran importancia las
diferencias y se atomiza la esfera social con el auge de los nacionalismos, localismos, tribalismos e
individualismos. Sin embargo ello no impide la convivencia pacífica ni hace estallar el vínculo social, sino
tan sólo redimensiona su escala. La nueva identidad cultural creada a través del consumo de los medios
de comunicación masivos, sobre todo la televisión, es común a todo occidente, pero en lugar de ser
coercitiva, es decir normativa e impuesta como las identidades de la modernidad, es voluntaria. Es el
propio individuo el que decide adherirse o no a la misma. Antes el grupo social que habitaba en el
entorno próximo imponía las costumbres; y el clima y las estaciones, los horarios de trabajo y descanso;
el lugar geográfico, la alimentación etc. El individuo asumía por contacto directo informaciones, valores,
formas de pensar y actuar. Al no conocer otra forma de pensar o actuar esa era la correcta. Pero hoy la
oferta es tan variada que a diario debe tomar un sinfín de decisiones intranscendentes. Nunca el
individuo ha sido tan libre como hoy para elegir sus hábitos de consumo, sus horarios, su forma de vestir
o en que actividad invierte su tiempo libre, el lugar donde quiere vivir, la lengua que hablará, su religión
etc., lo que provoca que el individuo se cuestione constantemente sus elecciones. Este ejercicio
constante de la libertad junto a la revalorización y aceptación de las diferencias, implica tal
responsabilidad e inseguridad individual, y genera tantos conflictos psicológicos, que gran parte de los
individuos acaban buscando refugio y seguridad en las estadísticas, esperando que sus decisiones sean
refrendadas por las mayorías, que ya no son nacionales sino internacionales (o más bien occidentales).
En este contexto desestructurado la persistencia del sentimiento de pertenencia quizá solo pueda
explicarse por su “utilidad afectiva”, que incluso reconocen Ciencias Sociales como la Economía poco
dadas a veleidades sentimentales. El propio premio Nobel de Economía Akerloft señala que en un
mundo con diferencias “una de las decisiones económicas más importantes que un individuo realiza es
la persona que quiere ser. Los límites de esta decisión determinarán de forma crítica su comportamiento
económico, sus oportunidades y su bienestar (Akerloft, 2000: 748). El sentimiento de pertenencia sigue
existiendo, probablemente porque toda identidad tiene un importantísimo componente afectivo. Pero
con la postmodernidad éste cambia de referente y de talante. El grupo social ya no está determinado
por su proximidad geográfica, sino por su edad y consumo mediático, siendo este último común a todo
occidente, y la adhesión del individuo al mismo es más esporádica, intrascendente y falta de
compromiso. Incluso la propia multiculturalidad o interculturalidad puede convertirse en un elemento
de identidad (Kymlicka, W.,1996) 2.3 Las nuevas y viejas identidades y su relación con el pasado,
presente o futuro Si el pasado, la tradición y la historia tenían un peso decisivo en la configuración de las
culturas modernas y eran capaces de explicar los porqués de la pertenencia de un individuo a un Estado-
nación u otro y su cultura, puesto que los valores se transmitían de padres a hijos, y la Historia consistía
en una narración que llevaba implícito un juicio moral, como matiza Hayden White, que hacía un
recuento de la serie de invasiones y conquistas que habían redefinido las fronteras e impuesto a la
fuerza la lengua, costumbres y normas de convivencia de los invasores, etc.; estos conceptos dejan de
tener sentido y pierden su fuerza explicativa en la postmodernidad, donde la cultura se configura a
través del consumo mediático. El cine y la televisión a través de discursos ficcionales y no ficcionales
propone modelos coetáneos de muy distinta procedencia y la cultura occidental postmoderna se
manifiesta como un ente radicalmente vivo y cambiante que depende principalmente de los flujos
comunicativos imperantes en el presente. 3 HOMOGENEIDAD FRENTE A DIVERSIDAD CULTURAL 3.1 La
incongruencia de la diversidad cultural La homogeneidad cultural que se da en occidente no es de
extrañar, ni es un efecto perverso de la comunicación unilateral mediada, sino que simplemente amplía
y extiende un fenómeno que se ha dado siempre en todas las culturas que de una forma u otra han
entrado en contacto. Evidentemente la procedencia de los distintos valores que se transmiten no está
repartida equitativamente entre las diferentes culturas que entran en contacto, siendo los usos,
costumbres y valores de las culturas económica y políticamente hegemónicas los que mayoritariamente
se incorporan, como ya lo fue en la era premediática. De hecho la cultura, no es más que un concepto
que remite a una identidad, es decir a un puñado de usos, costumbres y valores compartidos por el
conjunto de sus miembros, expulsando de sus seno todas aquellas otras manifestaciones que los
diferencian, por lo que es ya de por sí incongruente hablar de diversidad cultural. Pero si tenemos en
cuenta que toda cultura es fruto de la comunicación e intercambio resulta una absoluta contradicción de
términos hablar de comunicación y diversidad cultural: o se facilita la comunicación entre individuos y
culturas diferentes y se desemboca en la homogeneidad cultural, o se preserva la diversidad individual y
cultural a costa de la incomunicación con otros individuos o culturas con valores, usos y costumbres
diferentes. 3.2 La sacralización de la diversidad cultural En la defensa de la diversidad cultural se
agazapan intereses y sensibilidades muy distintas: por un lado encontramos el interés conservacionista y
museístico de preservar y enlatar todo lo pasado y lo ajeno, de una elite intelectual que practica el
turismo cultural y está constantemente sedienta de sorpresas y novedades; reivindicación que les viene
cómoda a los individuos de poco nivel cultural o edad avanzada que no siendo incapaces de absorber
nuevos valores, usos y costumbres foráneos defienden y se aferran a los propios; actitud que a su vez
puede ser rentabilizada económicamente por los productores y creadores de bienes simbólicos y
materiales de culturas minoritarias que ven como sus productos son rechazados por su propio público
en favor de los productos extranjeros; a estos se suman, por otro lado, aquellos que creyendo en la
pacífica coexistencia de las diferencias, abogan por la tolerancia, la diferencia, la diversidad y la
pluralidad. Sí para los primeros la cultura es sagrada y se aferran a la historia, las tradiciones y el pasado,
para estos últimos lo que es sagrado es la diversidad y la libertad individual, configure o no, una o
distintas identidades culturales. Mientras los primeros hablan de diversidad cultural y tras ella se
esconden intereses económicos o políticos diferenciados, lo segundos aceptarían sin problemas una
única cultura con muchos valores, usos y costumbres no marcados o diferentes. 3.3 La riqueza cultural
En nombre de la diversidad cultural se defienden políticas proteccionistas de las culturas minoritarias
que incluso promueven el aislamiento, impidiendo los flujos comunicativos e informativos procedentes
de las culturas dominantes. Y ciertamente cuanto más se han cerrado las puertas a la comunicación más
se han preservado las diferencias culturales: bien sea promulgando la endogamia que impide la mezcla
con otros sujetos, como en la cultura islámica, judía, o gitana, o aferrándose al pasado y la historia
guiados por una verdad o revelación sagrada: el pueblo judío es el elegido. En otros casos se han
practicado las políticas de aislamiento, para preservar regímenes autoritarios: la España franquista, la
china imperial, o el comunismo soviético y un largísimo etc. Ahora bien ¿qué cultura es más rica y
diversa? ¿la que no acepta influencias externas, se considera superior y autosuficiente y se aferra a los
valores y tradiciones del pasado? ¿o aquella más abierta y porosa a unas influencias y otras que
evoluciona adaptándose a los cambios de su entorno?. 4 LA RESURRECCIÓN DE LAS IDENTIDADES
CULTURALES DE LA MODERNIDAD 4.1 Las identidades culturales de la modernidad al servicio de la
política y sus incongruencias Resulta curioso observar cómo, a pesar de que ninguna cultura surge de la
nada: toda cultura es fruto de la imposición de las formas, usos y costumbres de los grupos políticos y
económicos dominantes sobre el resto, que los acaba imitando y adoptando como propios, y aunque
con la postmodernidad el saber está totalmente devaluado y los valores y costumbres ya no provienen
ni de los ancestros ni del entorno geográfico; la cultura en su sentido moderno, como identidad fuerte
que ancla sus raíces en un pasado histórico, sigue siendo un valor sagrado. Con el pacifismo y la
liberación de las diferencias de la postmodernidad, tanto las identidades como las fronteras de los
Estados-nación, hasta entonces sagradas, saltaron por los aires al manifestarse como impuestas y
arbitrarias: fruto de la dominación e imposición por la fuerza de un pueblo sobre otro. Esto permitió la
liberalización de los nacionalismo, y de todo tipo de localismos e individualismos. Pero tras ello,
curiosamente, la cultura en su sentido moderno, tan impuesta y arbitraria como la identidad del Estado,
permanece como valor estable y se sigue esgrimiendo para cohesionar a las identidades emergentes y
defender reivindicaciones políticas de todo signo. Los nacionalismos, sean de izquierdas o derechas,
unionistas o separatistas, se sirven de la cultura para crear nuevas identidades y fronteras, en el interior
de las cuales otros objetivos políticos podrían adquirir el consenso entre sus miembros y ser respaldados
por una mayoría democrática, objetivos que se perciben como inviables caso de mantenerse las
fronteras e identidades actuales. Pero los nacionalismos en lugar de explicitar su proyecto de futuro
siguen apelando a la autoridad del pasado y la Historia que sin embargo reescriben. 4.2 Las identidades
culturales de la modernidad al servicio del mercado y sus incongruencias Es curioso advertir además
cómo persiste el concepto de pueblo y cultura cuando con el capitalismo internacional tanto el capital,
los trabajadores, como los consumidores están deslocalizados. Conceptos que siguen vigentes a pesar
de: 1) la movilidad de los trabajadores: sea la mano de obra barata de los inmigrantes, como la
cualificada: la fuga de cerebros; 2) la movilidad de los consumidores: el turismo de todo tipo; 3) la
homogeneización internacional de la producción y del consumo tanto de bienes materiales como
simbólicos, y 4) a pesar de que la riqueza de los distintos Estados ya ni siquiera depende de la tierra. En
defensa de la idiosincrasia cultural de los distintos pueblos se adoptan medidas políticas que regulan los
intercambios económicos: se practica el proteccionismo cultural, limitando la entrada de productos
culturales extranjeros en países tan poderosos como Estados Unidos y Francia, medidas que a su vez son
demandadas por los productores de bienes culturales de culturas minoritarias. También en nombre de
los vínculos culturales e históricos se estrechan los lazos políticos y económicos entre distintos países:
España con Sudamérica, Francia, Portugal e Inglaterra con las antiguas colonias en Africa, etc. Todas
estas medidas políticas que se realizan en nombre de la cultura no son más que una forma de regular el
mercado internacional: con el proteccionismo cultural además de proteger la industria cultural se evita
que se propaguen valores, usos y costumbres foráneos que pudieran desestabilizar los mercados
interiores: ¿qué pasaría con la industria armamentística estadounidense si con la entrada del cine
europeo se propagara el pacifismo? o ¿con los productores de cereales si los estadounidenses
decidieran desayunar otra cosa? Pero no sólo los proteccionismos, también los convenios
internacionales, que se realizan en nombre de los lazos culturales y históricos, no son más que una
justificación para que los países poderosos amplíen sus mercados allende de sus fronteras y se repartan
entre ellos y de forma civilizada el control del segundo y tercer mundo: Francia alega lazos culturales con
sus antiguas colonias en Africa para suministrarse de materias primas, trabajadores o consumidores,
España redescubre Latinoamérica cuando tiene capital suficiente para ampliar sus mercados (Cuba,
Argentina) o necesidad de mano de obra barata (Colombia, etc.). Esta necesaria ampliación hacia nuevos
mercados se conoce con el eufemismo de ayudas a los países en vías de desarrollo (con la consiguiente
no ayuda a los pueblos en vías de extinción). Y los que no poseen dichos vínculos, como Estados Unidos,
expanden sus mercados invadiendo territorios en nombre de los valores humanitarios o democráticos.
Se apela pues a la cultura tanto para defender los intereses de ciertos sectores de culturas económica y
políticamente débiles, como para defender los deseos expansionistas de culturas poderosas, a pesar de
que en ninguno de los dos casos el conjunto del grupo social que comparte esos valores, usos y
costumbres se beneficie de forma alguna de las mejoras obtenidas por dichos grupúsculos. Así que un
grupo de empresarios españoles consigan lucrativos beneficios al ampliar sus mercados en América
latina alegando lazos culturales no tiene porque repercutir como antaño en el bienestar del conjunto de
los españoles, como tampoco tienen porque repercutir en el bienestar del conjunto de los españoles
una política proteccionista en un sector económico concreto, puesto que en eso consiste el capitalismo
desterritorializado. En esta defensa de las identidades culturales y esta sacralización de la diversidad
cultural a menudo se produce una confusión entre la distinción entre culturas mayoritarias y
minoritarias, y la distinción entre las culturas política y económicamente poderosas y débiles. Los
productores de bienes culturales de culturas minoritarias a menudo demandan políticas proteccionistas
alegando la barrera cultural que supone el idioma para explicar el fracaso de sus productos. Sin embargo
esto no es del todo cierto, la cultura americana se impuso en España mucho antes de que nadie hablara
inglés, y los teóricos sudamericanos siguen siendo unos completos desconocidos a no ser que ganen
algún premio Nobel, a pesar de escribir en la lengua con mayor número de hablantes. El éxito o fracaso
de una obra en la era postindustrial dependía más de su distribución que de su cultura de origen, y en la
actualidad depende por un lado de su distribución y por otro de su visibilidad mediática,
independientemente de su origen geográfico o su lengua. La dicotomía y el conflicto no se establece
pues entre culturas mayoritarias frente a culturas minoritarias, sino entre culturas política y
económicamente fuertes y débiles. Las culturas dominantes y de prestigio, siempre son y han sido las
política y económicamente dominantes, y poco tiene que ver las herencias del pasado, la proximidad
geográfica, o que sean mayoritarias o minoritarias. Ahora bien que exista una estrecha relación entre lo
económico, político y cultural, no supone un determinismo de lo económico, sobre lo cultural o político
como a menudo subraya Pau Rausell (1998: 13). 5 ¿HABLAMOS DE CULTURA, O DE POLÍTICA Y
MERCADO? 5.1 La identidad cultural entre una política estatal y un mercado internacional Todas estas
incoherencias se deben a la incongruencia que ya expusimos en otra ocasión (Rausell: 2002), de que los
sistemas políticos a penas si tienen margen de maniobra, puesto que su ámbito de jurisdicción está
limitado al territorio del Estadonación, cuando hoy todo se juega en el mercado internacional. Con el
concepto de cultura los diferentes grupos de los diferentes Estados-nación pretenden defender sus
intereses económicos y superar la parálisis de las políticas de los Estados-nación. 5.2 La diversidad
cultural ¿protege al más débil? Ahora bien, si aceptamos que tras las identidades culturales de la
modernidad no se agazapan más que intereses económicos ¿por qué no defender la diversidad cultural
para defender los intereses económicos de los más débiles? Las políticas de proteccionismo y
aislamiento han sido y son extremadamente efectivas en el terreno económico. Y hoy, con el capitalismo
desterritorializado, la cultura incluso juega un papel mucho más determinante en el desarrollo
económico. La industria cultural no sólo es un mercado como cualquier otro que los Estados-nación
pueden proteger y potenciar, sino que además es aquel que impulsa el desarrollo de todas las demás
áreas económicas. Sin embargo esta confusión y el no llamar a las cosas por su nombre, sigue resultando
problemático. Supongamos que decidimos promover políticas proteccionistas ¿como se identifica un
producto cultural autóctono? ¿aquel producido por un individuo nacido en el terruño aunque use las
formas discursivas dominantes y promueva valores, usos y costumbres, que no son más que copia o
imitación de la cultura dominante? ¿Subvencionamos la producción de una película taquillera sólo por
ser española o catalana? ¿o subvencionamos sólo a aquel que imita las formas culturales del pasado y
nos presente una España de toros y pandereta, o una Cataluña de sardana, independientemente de cual
sea su nacionalidad, origen o procedencia? 5.3 El supuesto poder cohesivo de la cultura Además, la
cultura compartida y el pasado común aunque se usa como justificación nunca es el elemento que
explica la cohesión o estabilidad del grupo social y del sistema político del que forma parte: un pequeño
ejemplo: las diferencias culturales, de lengua, etc., parecen ser motivo suficiente para que Cataluña y el
País Vasco pretendan mayor autonomía o incluso separarse, sin embargo ni la diversidad de lenguas, ni
un montón de siglos de enfrentamientos y batallas entre los diferentes países europeos han impedido la
constitución de la Comunidad Europea, como tampoco impidió la constitución del los Estados Unidos la
diferente procedencia de sus miembros. Tampoco resulta determinante el peso de la Historia: los ocho
siglos de España mora, frente a los cinco de España católica, no explican porque la España democrática
entra a formar parte de Europa y no del Magreb. Si el componente afectivo, la necesidad de pertenecer
a algo, puede explicar el porqué de la existencia de las identidades, no explica con qué valores e
individuos concretos nos identificamos. En toda asociación, mantenimiento o creación de una nueva
identidad siempre pesa más y es más determinante el proyecto de futuro, la conciencia o creencia de
que los individuos o el grupo social van a mejorar sus condiciones de vida sea uniéndose a otros
individuos o grupos sociales o separándose. Esta creencia o apreciación obviamente no es más que una
construcción social alimentada por un discurso simbólico, luego de naturaleza cultural: lo que apoya la
tesis de Pau Rausell de la influencia de lo cultural sobre lo económico. Si bien es cierto que España
mejoró con la entrada en la Comunidad Europea, y no es casualidad que los países de las ex Unión
soviética en la etapa de Gorbachov que pidieron y lograron la independencia fueran aquellos más
próximos y desarrollados que podían aspirar a un intercambio privilegiado con Europa, esto no significa
que necesariamente se cumplan dichas expectativas. Evidentemente todas estas aspiraciones y
reconfiguraciones de las identidades son perfectamente legítimas y en algunos casos incluso necesarias
para paliar las desigualdades e injusticias que genera el libre mercado, pero deberían aunar voluntades y
legitimarse en función del proyecto de futuro común que proponen, explicitando claramente su
ideología, y respetando la libertad de elección de los individuos para adherirse o no, en lugar de
refugiarse en la indefinición ideológica y pretender captar adeptos "naturalizandose" y justificandose en
el pasado, la tradición y la historia. Con la postmodernidad, si hasta cierto punto, el pasado, la tradición
y la historia sirven para explicar una situación presente, ya no sirven para mantener el statu quo y
justificar dicha situación. 5.4 La necesidad de reabrir el debate político e ideológico en torno a los
valores de nuestra cultura Centremos el tema: el problema no es el de la dominación de una cultura
sobre otra, ni el de la pérdida de los orígenes, -a no ser que lo único que nos preocupe sea el aspecto
económico y consideremos que siendo el mercado cultural, un mercado como cualquier otro, los
estados o culturas tengan pleno derecho a quererlo proteger y potenciar-, el verdadero problema es la
ausencia de debate en torno al valor, político, moral, ético de los valores de la cultura dominante. El cine
norteamericano comercial no es malo ni por ser comercial ni por ser norteamericano, sino porque
potencia una serie de valores y costumbres que tal vez no deseemos para nuestra sociedad futura. Hay
que abrir el debate político e ideológico en torno a los valores que configuran nuestra cultura, pero no
por ser fieles a nuestras raíces y preservar la herencia de nuestros ancestros, sino para luchar y defender
el modelo de sociedad que queremos construir y compartir.

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