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“Un gobierno de los pueblo…”Relaciones provinciales en la Independencia de Chile

Al periodo de la patria vieja se le asocia con la Junta de septiembre de 1810 como primer gobierno
nacional y al Congreso de 1811 como primer ejercicio semi fallido, de representación territorial. Es
también la época de los debates y la promoción de los valores republicanos, a través de la naciente
presa. La estructura que debía asumir el incipiente Estado parece reservadas a una época posterior
(al tiempo de los ensayos constitucionales). Estimamos, que en los albores republicanos se dieron
debates muy intensos sobre el problema de la asignación del poder, pero que fueron silenciados por
la guerra y la restauración monárquica (1814).

El problema respecto a cómo debía generarse y ejercerse el poder político en un potencial Chile
independiente recae en la disyuntiva que había entre quienes apostaban por la concentración del
poder en la capital (como ciudad principal) y quienes apelaban a su dispersión entre las provincias,
representadas por sus propios cabildos y asambleas, aunque siempre reunidos en el Estado de Chile,
gobernado por un ejecutivo triunviral.

Quienes propiciaban una evolución profunda de las instituciones pueden aglutinarse en dos grupos
o dos ideas competitivas: la primera consistía en reconstituir el poder soberano bajo la vara de la
aristocracia santiaguina, reunida en el cabildo de Santiago como ciudad principal del reino y la
segunda que sostiene “la soberanía de los pueblos”, como herederos del dominio de los cabildos
sobre sus términos y como titulares, a través de sus ciudadanos, el poder que ha sido retrovertido al
pueblo por la prisión del monarca. (Si bien los defensores de ambas ideas declaraban su lealtad al
rey, los separaba una visión distinta sobre el reparto del poder, en el Estado que surgía).

El segundo planteamiento, que llamaremos confederal es vencido en esta primera


hora y lo será a su tiempo, en el Estado nacional que finalmente se consolida. Pero
la revisión de la prensa, los textos constitucionales y los debates legislativos
permiten visualizar los contornos del ideario confederal (los hechos coetáneos
muestran su carácter continental, existía un impulso descentralizador).

De esta forma se plantea como hipótesis la existencia de un proyecto confederal, en el contexto de


la primera ola liberal, anticentralista y antiautoritaria, que recorrió Hispanoamérica, en la primera hora
de revolución. No se trata, como es natural en la época, de un ideario maduro o consolidado, mas
se trata de una idea fuerza que permea a muchos actores del periodo y que se proyectara, con
matices y circunstancias diversas, por varias décadas.

La dispersión regional del poder en los albores del siglo XIX

La imagen de nuestro país para los propios chilenos, se ha construido sobre la autopercepción de un
país homogéneo y unitario, ideal promovido desde el nivel central, así como también desde la
historiografía clásica, la cual enfatizaba en el rol fundacional del Santiago colonial. Sin embargo, en
los inicios del siglo XIX se nos aparece un cuadro diferente: los tres espacios geográficos que
conformaron el país, habían tenido desarrollos paralelos pero determinados por sus vocaciones
productivas (norte minero, bio-bio una sociedad fronteriza, militarizada y mestiza). El estado central,
en un principio, no tenía la capacidad para controlar efectivamente el territorio. Entonces lo que se
debe entender es que en América existían centros regionales de poder, encabezados por las
ciudades principales, cuyos vecinos notables dominaban el territorio circundante. La economía, el
poder social y el control político seguían esta estructura radial, por ende el Estado tenía una muy débil
presencia (este fenómeno fue transversal a toda América).

Chile no fue ajeno a este fenómeno de dispersión regional del poder. El poder económico y social y,
en buena medida la autoridad política, se estructuró en torno a tres centros urbanos, desde los
orígenes coloniales. En la Patria vieja estos debates se entremezclan con los ya conocidos del periodo.
Es una época de verdadera revolución ideológica y cambio cultural en las elites, que ira permeando
las capas medias y populares los años siguientes. Todas las que podríamos llamar “instituciones
nacionales”, según Silva Castro nace o se diseñan en la patria vieja.

Los eventos de la península

• Estos eventos, planteaban a los republicanos chilenos enormes dificultades en la tarea de


construir una nueva nación:
• En primer término debieron, enfrentar la cuestión de la legitimidad del poder (que debía pasar
desde el monarca la pueblo y del reino a la nación).
• En segundo lugar, el ejercicio del poder por el pueblo, según los códigos republicanos
planteaba el problema de la imposición de la igualdad propia de “ciudadanos” en una
sociedad estratificada y carente de preparación para el ejercicio democrático.
• La cuestión provincial por su parte, planteaba varios problemas adicionales; tanto en el plano
doctrinario, como en el práctico de la distribución territorial del poder político en el nuevo
orden republicano.

Las elites criollas ansiosas de incrementar su poderío, negociaran con el imperio, desde los cabildos y
luego desde juntas gubernativas. Estas buscaban reunir la soberanía real, con el poder social que
encarnaban los vecinos principales. El desafío en esta fase de revolución, era construir una nación,
dando soberanía al pueblo, con las complejidades propias de la inexperiencia y la carencia de
“virtudes” republicanas. La lucha por la organización de un gobierno nacional, en particular era
cruzada por todos los debates del periodo, de ahí que surgieran ejecutivos colegiados y fuertes
conflictos regionales y cuestiones de familias.

De federaciones y confederaciones

La participación provincial en la organización de los nuevos estados, en la américa hispánica


aparece oscurecida. En ocasiones se habla de “municipalismo” o “regionalismo”, según si el alcance
es local o regional para referirse a las tendencias centrifugas de las provincias. La expresión
“regionalismo”, al referir a una fracción de un todo, oculta que muchas ciudades provincias gozaban
de niveles importantes de autonomía. El “federalismo” por su parte, como sistema de organización
estatal, se ha utilizado de manera ambigua, para comprender cualquier forma de gobierno sub-
nacional. Su expresión moderna más reconocida se haya en la Constitución norteamericana de 1787,
en esencia, implica que el poder estatal se distribuye en dos niveles superpuestos, el central o federal
y el propio de los estados o provincias. Ambos ejercen la soberanía directamente sobre los
ciudadanos. Lo último permite distinguirlo de la confederación, forma menos profunda de unión, en
la cual se unen estados o provincias, pero reteniendo el ejercicio directo del poder soberano del sobre
el pueblo.

Existía una referencia constante hacia el sistema político norteamericano, y este tenía muchas causas
como la prosperidad económica o la influencia de sus pensadores, pero a la vez, la división horizontal
de las potestades públicas en dos niveles, que se acomodaba con la estructura provincial heredada
del chile indiano. Cuando se estudia el federalismo en Chile, se le señala como contrario a la tradición
geográfica e histórica del país, y esta visión ha sido reforzada por la historiografía conservadora,
comprometida con el Estado “centralizador”, que promovía Diego Portales y también con el
imaginario que promovía la Historia de Chile de Francisco A. Encina. A partir de 1810, tanto la
independencia como el federalismo habían luchado por imponerse, ambos eran hijos del primer
liberalismo e igualmente “ajenos” a la tradición chilena. Mientras la emancipación logró consolidarse,
el federalismo, en cambio, quedó en el campo de los vencidos.

El consenso se construyó en torno a la voluntad de construir una república, en sentido moderno,


representativa, por oposición a la monarquía; no así en cuanto que aquella fuese democrática.
(Objetada por O’Higgins, Egaña o Portales, quienes apuntaban al sentido evolutivo del pueblo
chileno). De manera que los republicanos chilenos fueron liberales, en cuanto aspiraban a un Estado
con instituciones que garantizaran un control del poder, pero pocos creían en la concesión de
derechos, a una población no preparada para ejercerlos. La centralización se estimó necesaria para
construir un Estado viable.

¿Era factible un modelo federal en 1810? La distribución de competencias y la articulación de


potestades en dos niveles territoriales (uno central y otro provincial) son esenciales en un modelo
federal. Su instalación importa complejidades administrativas y equilibrios de poder, además de una
masa crítica de ciudadanos dispuestos a asumir cargos públicos, así como recursos para sostener una
doble administración, en cambio nada de esto existió en Chile a principios del siglo XIX. En países
como México, argentina o Brasil existió una mayor extensión geográfica, diversidad de actores y
recursos. En chile, justamente las razones son inversas, homogeneidad de las elites, corto número de
actores y un espacio limitado, lo que facilito consolidar una estructura centralizada. Lo que sí es
evidente, es que en los inicios muchos actores instaron con fuerza por la instalación de una
organización de base confederal,

Eventos y textos políticos del periodo que hablan de la prevalencia de una idea de reparto regional
del poder

Los meses previos a 1810 que estuvieron marcados por el debate sobre la instalación de una junta
(unos creían estar salvaguardando los derechos del rey y otros perseguían el autogobierno y aun más
la independencia).

Tempranamente se suscita la cuestión de legitimidad que sostendrá el gobierno que se instaura. La


doctrina de la retroversión del poder del pueblo, en ausencia del monarca, es la más recurrida. Otro
grupo de los nuevos republicanos recurre, en cambio, a los conceptos de soberanía popular,
difundidos por la revolución francesa y norteamericana. El problema seguía siendo la distribución
territorial de las potestades públicas. Se planteaba el problema de definir quién sería este nuevo
depositario de la soberanía,

Los patriotas de la primera hora operaron desde Santiago y su Cabildo (aprovechando la posición de
Martínez de Rosas). Constituida la junta, se aseguraron el reconocimiento del todo el territorio. La junta
además sentó las bases, para la construcción de un pueblo soberano, como cuerpo político sobre el
cual organizar la naciente república. Ahora se separaban en dos cuerpos, el Cabildo de Santiago y
la Junta, en Chile el Cabildo maniobró para controlar la Junta y el Congreso. Si bien la Junta se atribuía
la legitimidad del poder real, la doctrina de la retroversión del poder al pueblo (o más bien a los
pueblos), exigía el mismo consentimiento, algo que la Junta constituida entre cuatrocientos vecinos
no podía acreditar. El carácter colegiado de la junta, a su vez reflejaba las lógicas propias del Antiguo
Régimen (cuando se buscaba encarnar el poder político de los criollos se recurría a los cabildos, que
representaban el poder social de los vecinos).

Un congreso prematuro

Las elites patriotas del sur, reunidas en clanes familiares sostenían un avanzado ideario. A diferencia
de los santiaguinos, aspiraban a construir un gobierno representativo, en sentido territorial, compuesto
por un congreso, al modo norteamericano y un ejecutivo colegiado. En una primera etapa, se
movilizaron desde dentro del núcleo, su mayor representante en esta época fue Juan Martínez de
Rosas, quien operó desde Santiago como asesor del Gobernador García Carrasco y después como
miembro de la junta. Allí se obtuvo la libertad de comercio y la convocatoria a un congreso nacional,
dos caros objetivos para el grupo penquista (el primero aseguraba el comercio libre a Talcahuano, y
el segundo, favorecía la representación territorial). En la prematura instalación del congreso influyó
sin duda, la visión de O’Higgins adquirida por sus viajes y lecturas, pero también las tertulias de la
familia Prieto.
Las dificultades comenzaron antes de la realización del congreso, Santiago vulnerando el reglamento
electoral aprobado por la junta, que solo le concedía 6 diputados elige a 12. Lo cual desequilibra las
relaciones interprovinciales. Luego de protestas constantes los sureños abandonan el Congreso,
frustrando la estrategia primitiva de cooperación y avance progresivo del sistema. Rozas se dirige a
Concepción y constituye el 5 de septiembre de 1811, una Junta Provincial, resueltas a defender los
interés provinciales y a impulsar la revolución (emergía ya el liderazgo de José Miguel Carrera).

En diciembre de 1811 Carrera clausura el Congreso. Para justificarlo, señala la falta de un consenso
adecuado de las provincias. La representación con base territorial ya estaba instalada y no podía
soslayarse.

El Proyecto de Constitución de Juan Egaña 1813

A las pocas semanas de funcionamiento del Congreso, este encarga la comisión de un Proyecto de
Constitución para el Estado de Chile. El encargado de ejecutarlo es Juan Egaña. +

Afirma que “la Republica de Chile es una e indivisible”. Luego añade: en ninguna ciudad, provincia
o lugar, hay ciudadanos particulares. La soberanía se hace residir “plenaria y radicalmente”, en el
cuerpo de ciudadanos, una aparente nación abstracta, pero que para representar la república se
organiza en cuerpos colegiados, “las juntas cívicas”. Estas son el Congreso en el que la nación reserva
todo el lleno de su soberanía; por consiguiente, su autoridad es suprema, y sin ulteriores recursos”. El
gobierno ya se insinúa como un triunvirato, pues se compone de tres individuos, el presidente y dos
cónsules. No adscriben, todavía a las tres provincias históricas y se cuida de dejar instalado el gobierno
en Santiago. El estado político de la república se dividía “por ahora” en tres departamentos,
dependientes del gobierno soberano, conservando, eso sí, “la más estrecha dependencia de las
delegaciones provinciales con la soberanía”. Los tres departamentos serian Santiago, Concepción y
Coquimbo “por ahora”, repite el texto, “un gobierno político, militar”, a la usanza de las antiguas
intendencias, en tanto Santiago seria sede del gobierno soberano, secundado por su propio
intendente de provincia, sin perjuicio de las facultades de los cabildos.

Desde las ciudades organizadas en Juntas Cívicas Generales, se estructuraba el poder estatal. De
acuerdo al proyecto de Constitución, aquellas ciudades o villas que tuvieran un instituto educativo,
una fábrica o un puerto tenían derecho a establecer su junta. Las provincias entonces existentes
tendrían “derecho de junta y sufragio interino”. Se imagina una república de villas encabezadas por
juntas electoras, antes que de ciudadanos y sufragio universal.

Bernardo O’Higgins ¿De federalista a unitario?

En la década previo a 1810, fue un activo promotor del separatismo y los ideales ilustrados, honrando
un compromiso asumido en Europa, con la logia de Cádiz y con su maestro Miranda. Cuando llego
la hora de la revolución era natural que asumiera liderazgo. Se puede presumir en él, inicialmente,
una lógica regional, la cual siempre debió convivir, con su visión americanista, que le comprometía
llevar adelante un plan continental. En esta temprana época, ve en el federalismo el camino para
Chile. Años más tarde propondrá, en la Constitución de 1822 siguiendo el modelo francés, la división
del país en departamentos, para asegurar un mayor control político. Luego, con su criterio progresista
y autoritario, propondrá la necesidad de un gobierno fuerte y autoritario.

Un Triunvirato para un país tricéntrico

En aquel tiempo y en una sociedad estratificada como la chilena de la época, era difícil pensar en
establecer autoridades elegidas popularmente. De ahí que la institución de ejecutivos colegiados
lleva a la cuestión de la lógica de su integración, esto es, como se designaban y a quien
representaban (en el antiguo régimen de Chile, las autoridades eran encabezadas por las principales
familias y a partir de 1811, la incorporación de la incipiente burguesía minera del norte y la aristocracia
militar del sur ya no podían evitarse). En la primera Junta constituida en 1810, operaron las lógicas
corporativas tradicionales, cuidándose solo de excluir al grupo realista, los sueños estaban
implícitamente representados por Juan Martínez de Rozas.

Pronto la cuestión provincial se hace explicita. Surge, en agosto de 1811la idea de generar una Junta
Ejecutiva, compuesta de tres miembros, para el despacho más eficiente de los asuntos
administrativos. El congreso, desconociendo la lógica de la separación de poderes, asigna a este
ente muy pocas facultades. Con la disolución de esta junta por Carrera (que es remplazada por la
que el presidiría) desaparece el primer ejecutivo “representativo” de las provincias, no así la
necesidad de respetar, una distribución territorial del poder.

Carrera y la Junta Provincial de Concepción

En el golpe de Estado del 15 de noviembre de 1811, José Miguel Carrera obtuvo del Congreso la
concesión de sendos grados militares para sus hermanos además, como el mando principal de los
cuerpos armados. Tenía ya la fuerza para asumir la dictadura en Santiago, pero su poder no duraría
si no neutralizaba a los sureños, que apoyaban el Congreso que el pretendía clausurar. De ahí que
constituyera una nueva Junta con él a la cabeza, pero que consideraba representantes por las
provincias del norte y del sur.

El acuerdo del cabildo abierto reunido en Santiago el 16 de noviembre (donde carrera reconoce la
necesidad de la representación regional) expresa, que debiendo ser el poder ejecutivo
representativo, se nombren por vocales de la parte meridional a Juan Martínez de Rozas, por el centro
a Carrera y por la parte septentrional a José Gaspar Marín. Sin embargo, Rozas rechaza la designación
y por concepción asume finalmente Bernardo O’Higgins.

Rozas por su parte marcha a concepción para reconstituir el poder regional en defensa de las
instituciones representativas y de los interese provinciales. En septiembre, en una numerosa asamblea
a que concurrieron los principales vecinos, se instaló la Junta Provincial de Concepción. De allí
enfrentaría el periodo más álgido de las tensiones civiles, existía la posibilidad de marchar militarmente
hacia Santiago si fuera necesario. Carrera levanta regimientos y cierra la frontera del Maule.
Simultáneamente, despliega una estrategia de negociación, nombrando a O’Higgins como su
representante. La buena fe de este y sus relaciones con el sur, le hacen llegar a un buen
entendimiento con la provincia de Concepción, representada por el abogado Manuel Vásquez de
Novoa. Alcanzan un compromiso que se conoce como la Convención de 1812 (la cual refleja la
situación del reino en esa hora, que resume en la existencia de dos núcleos de poder).

La Convención de 1812

Durante el verano de 1812, se produjo una tensa negociación, que concluyó con la firma de un
documento por los plenipotenciarios de ambas provincias. Firmado el 12 de enero.

Las dos partes coincidían en los objetivos del acuerdo, que eran restaurar la fraternidad entre las
provincias y asegurar la marcha del “sistema”, es decir, del proceso revolucionario. El documento
sostenía: “en ningún evento se reconocerán las Cortes de Cádiz, la Regencia o cualquier otro
gobierno que se instruya en España”, salvo el improbable regreso de Fernando VII”.

Con una mirada moderna se hacía residir la “Autoridad Suprema”, esto es, la soberanía, e el “pueblo
chileno”, entendido como uno solo; afirmación que luego se condiciona al respeto de las
prerrogativas provinciales. Contradiciendo, en efecto, la nación abstracta de la soberanía popular
radicada en la Nación, el artículo 16 señala que el pueblo de cada provincia la tiene en su propio
territorio.
Si bien la Convención reafirmaba la unidad del naciente país, sus disposiciones contienen el germen
de una organización confederal. La reinstalación de un Congreso quedaba postergada hasta la
dictación de una Constitución permanente. Como se aprecia, el acuerdo estaba sujeto a las
dualidades propias de una época de cambios. Afirmaba la soberanía popular, pero radicada en los
pueblos de las provincias. Se plasmaba un Estado confederado, al modo de los artículos de la
confederación norteamericana de 1781. El acuerdo fue rápidamente ratificado por la Junta
Provincial penquista, Carrera en cambio, rechazo el documento, pues implicaba limitar sus
potestades. Aunque esta proposición no prosperó, es indicativa del estado de las ideas en 1812. La
hegemonía de Carrera, primero, luego las circunstancias de la guerra y después la restauración
monárquica, postergaran las aspiraciones regionales.

El Reglamento Provisorio

Ha mediado del año 12, producida la caída de Rozas, Carrera se convenció de la necesidad de
avanzar hacia la institucionalización de su poder, mediante la dictación de un texto político. Fue el
reglamento Constitucional Provisorio, vigente desde octubre 1812 hasta el 6 de octubre del año
siguiente. Este es conocido por plantear notorias innovaciones.

El ejecutivo estaría a cargo de una junta de tres miembros, elegidos por tres años.

Las provincias no estarían orgánicamente representadas en la junta, pero si en el senado que se


formaría. Compuesto de siete miembros, el senado será representativo, correspondiendo 2 a casa
provincia y 3 a Santiago. Para su aprobación, se levantó una suscripción en la capital, que dio lugar
a reprochables violencias contra los reacios a apoyarla.

El reglamento en definitiva, que no requirió verdaderamente la opinión ciudadana (ni siquiera de


Santiago para aprobarse), no se tradujo en la elección popular de autoridades, solo perseguía otorgar
visos de legitimidad a la administración de Carrera.

Los eventos posteriores

• El cierre del Congreso de 1811 había inaugurado un periodo de fuerte tensión con la junta de
Concepción, la que fue acordada, temporalmente, por las negociaciones de la Convención
entre las provincias. Carrera finalmente se impone mediante un golpe contra Rozas,
precedido del sofocamiento económico de concepción.
• La derrota patriota en Rancagua, en octubre del año siguiente, pone término a la llamada
patria vieja. Llegan los días de derrota, exilio y la restauración monárquica.
• O’Higgins estrecha sus vínculos con los líderes de la revolución trasandina. Se compromete
con el plan de invadir Chile y luego continuar por mar al Perú. Organizo una escuadra, al
precio de postergar la campaña del sur, lo que finalmente traería su ruina, al quedar la región
abandonada y en hambruna.
• Las ideas políticas: por un lado, comienza a consolidarse la idea impulsada por el centro, de
la nación chilena como un solo cuerpo político, abstracto e indisoluble, al modo roussoniano;
por la otra, resurgen con fuerza “los pueblos”, reunidos en Asambleas Provinciales.
• La abdicación de O’Higgins abre un nuevo ciclo a las tensione interprovinciales, bajo el influjo
contradictorio de doctrinas ya sostenidas en la patria vieja.

Capitulo IV: La Revolución de “Los pueblos” (1822-1823).

1.- Dictadura y Club secreto

La derrota militar de Rancagua tajo consigo la retira del militarismo nepotista de la oligarquía. El
interregno argentino a su vez, trajo consigo el eclipse de los hermanos carrera, el liderazgo del general
San Martin, la su jefatura de O’Higgins y el paso del Cesarismo Oligárquico al Cesarismo Militarista
regido por la geopolítica continental de un club secreto (la Logia Lautarina). También trajo consigo la
modernización profesional del ejército patriota, ya que fue su eficacia final (victorias de Chacabuco
y Maipú) la permitió a la remozada cúpula militar instalarse en la cúpula política de la sociedad. Tanto
como para el pueblo patricio de Santiago (arrogándose una vez más la representación de todos los
pueblos) y que proclamara al general vencedor San Martin como Director Supremo de todos los
poderes.

Esto equivalía a delegar en él, toda la soberanía popular, casi del mismo modo
como los reyes absolutistas se habían apropiado de la soberanía de sus pueblos.
El Militarismo Oligárquico, lo mismo que el cesarismo emanado de las victorias
militares, configuran un autocratismo (o cesarismo) que era incompatible con
la democracia liberal y popular.

El general San Martin se regía por planes de geopolítica hemisférica, no por orgullos de patricios o
abstracciones de letrado, por eso no acepto el alto cargo que le ofreció el patriciado de Santiago.
Por tanto, el puesto debía ocuparlo otro militar victorioso y en este caso fue, su lugarteniente
O’Higgins.

El gobernante después de la victoria no podía ser otro que el vencedor de la batalla. El patriciado de
Santiago, sumido en sus dilemas y sin ideas claras de cómo construir el Estado que el mismo
necesitaba, se dejó llevar por los fulgores de la victoria total y no dudo en recurrir a la jerarquía militar,
de quien pronto se ungiría con el poder total.

¿Era Bernardo O’Higgins un militar de carrera como San Martin? Todo indica que pese a sus campañas
no. Pues O’Higgins no siguió la carrera militar en las guerras de alto Perú o España (como San Martin
o Carrera), más bien era un hacendado que se hizo militar formando y comandando regimiento de
milicianos rurales, esto es: masas de campesinos forzados a prestar servicios militar a sus patrones. La
mayoría de los hacendados y grandes mercaderes de ese tiempo se “militarizaban” militarizando.
Convertían a sus inquilinos y peones en militares. O’Higgins actuó no rigiéndose por un plan estratégico
o táctico, sino por la improvisación en terreno y la compulsión a atacar en directo, cara a cara. Los
éxitos militares de Ohiggins fueron de ese tipo.

¿Era entonces, más que militar un político?

Como hacendado de un pueblo de provincia (Los ángeles) e hijo de una familia patriciado (Chillan),
vivió hasta los 17 años según la tradición democrática de los pueblos. Desde los 17 a los 23 (1794-1801)
vivió en Inglaterra y España, donde se integró a los grupos republicanos que discutían
clandestinamente el proyecto político de la independencia hispanoamericana (logia o club secreto
de Francisco Miranda). Volvió a chile con la idea definida de romper con España, desde una genérica
concepción republicana. Su condición de gran patricio e hijo de un virrey le valió para ser electo
diputado del congreso en 1811, demostró una rotunda lealtad hacia el cabildo y el pueblo que lo
designo. Al iniciarse la guerra, O’Higgins retorno a los Ángeles, donde basado en su prestigio
provincial, logro persuadir a la guarnición para que se unieran al “sistema de la patria”.

Esta trayectoria indica que Bernardo O’Higgins reunía en sí mismo tres tradiciones políticas: la
democrática de los cabildos y los pueblos, la miliciana de los patricios hacendados y la constituida
por las logias secretas de los liberales europeos de comienzos de siglo XIX. En cambio, el autocratismo
que demostró durante su gobierno devino no solo de la misma función de director supremo diseñada
por el Cabildo Abierto de 1813, y de las batallas de Chacabuco y Maipú, sino también del centralismo
conspirativo de la Logia lautarina que gobernó con él entre 1817 y 1820. Como político, no desarrollo
ninguna de las tradiciones que se encarnaban en él.

Con la dictadura de O’Higgins se prolongaron tanto el tipo de militarismo


iniciado en Chile por los hermanos carrera, como la rivalidad entre familias
oligarcas, prolongaciones que contribuyeron a frenar y marginar por más de
diez años el desenvolvimiento natural de la tradición democrática de los
pueblos. O’Higgins debió hacerse cargo del desenlace final de la disputa entre
la familia Larraín y la familia Carrera, pues se sintió obligado a asumir (con o sin
responsabilidad directa) el fusilamiento de los hermanos carreras en Argentina
y el asesinato de Manuel Rodríguez en Til Til. De modo que el viejo conflicto
Constitución de 1818

➢ El proyecto de constitución redactado por una comisión designada por O’Higgins y


presentado como provisorio para ser “aprobado o rechazado por la voluntad general”.
Según el director supremo era “el medio más pronto, más liberal y más justo de consultar los
votos de todos los pueblos libres del Estado sobre si ha de regir o no la presente constitución
provisoria”.
➢ En su primer acápite: definió los derechos del hombre en sociedad, los cuales, en 17 artículos,
son entendidos como derechos individuales, no como el derecho de los pueblos.
➢ Acápite siguiente: definió los “deberes del hombre social” en el sentido de que el hombre
individual “debe una completa sumisión al Estado, a sus estatutos y a sus leyes”.
➢ Declaro que la religión católica apostólica y romana, era la única y exclusiva del Estado de
chile.
➢ Declaro que la soberanía estaba radicada, no en “los pueblos”, sino en “la Nación Chilena
reunida en sociedad” (una entidad abstracta), la cual faculta a los diputados para
establecer un congreso y a falta de este, para que el director supremo designe un senado,
el cual dictar “en vez de leyes, reglamentos provisionales.
➢ El senado estaría compuesto por 5 vocales, los cuales serían designados por él.
➢ El poder ejecutivo correspondía, al Supremo Director del Estado. Como tal, tendría todas las
atribuciones propias de un gobierno central, pero con el agregado de que debía ser a la vez.
“Capitán General del Ejército, conforme a las ordenanzas militares”. Por lo que tendría el
mando y organización de los ejércitos y gobernaría en tres provincias (Santiago, Concepción
y Coquimbo) las cuales debían ser regidas por gobernadores intendentes y tenientes
gobernadores, electos por las ciudades y villas del Estado.

En suma, la constitución política de 1818 reconoció la soberanía de los pueblos en cuanto a dar su
aprobación o rechazo al proyecto constitucional que se proponía, pero otorgada la aprobación, la
soberanía quedaba anclada al Director supremo. Además como era comandante en jefe de los
ejércitos, la sumisión a las leyes no era otra cosa que la imposición legal de un militarismo que no
reconocía otra soberanía que la contenida en la categoría abstracta de “Nación”, y no en la
voluntad viva de los pueblos.

El texto constitucional, despojó a los cabildos de su soberanía tradicional y por tanto su “derecho” a
tomar decisiones estratégicas a través de sus cabildos abiertos. La constitución de 1818 formalizo un
régimen apropiado a la realización de un proyecto político que O’Higgins encarnaba e
implementaba: el del militarismo de orientación geopolítica, de comando secreto y discurso
republicano de oportunidad.

O’Higgins inicio luego un ataque a las “corporaciones” en las que se había encarnado buena parte
del juego democrático de los pueblos (6 de noviembre de 1818). El ataque estaba dirigido contra: el
Tribunal del Consulado y el Tribunal de minería, a las que el senado ordenó “suspender por
ahora…mientras duren las escases del erario”, debido al costo global de las planillas de sueldo que
se cancelaban a sus funcionarios. Ambas corporaciones quedaron desfinanciadas (consulado) o
extintas (Tribunal de minería).

Además en marzo de 1817 había intentado eliminar, las pretensiones nobiliarias de las familias patricias
o al menos, sus manifestaciones institucionales y simbólicas. Un decreto expedido en concepción (26
de marzo) ordenó a que al término de ocho días se quitasen de las puertas de calle los escudos,
armas e insignias de la nobleza. Cinco meses después decretaba abolidos para siempre todo título
hereditario de nobleza. Más tarde expidió un nuevo decreto, por el cual ordenaba abolir los
mayorazgos; sin embargo este decreto nunca se promulgo.

El director Supremo estableció mediante otro decreto, “otro” escalafón de símbolos identitarios y de
clase: su célebre Legión del Merito; lo cual implicaba sustituir la vieja escala por otra en la que se
traslucía una prosapia militar, arreglada al perfil de los héroes y “asignada” por un comando
centralizado. La legión había sido diseñada por uno de los miembros de la Logia Lautarina y aprobada
por San Martin. Esta, más que una institución civil republicana, era una institución que, junto con
establecer fueros y privilegios poco democráticos, reforzaba el militarismo cesarista de nuevo tipo que
O’Higgins abanderizo durante su gobierno. De ahí que la dictadura de O’Higgins fue generando en
torno suyo (de hecho hacia 1819) una opinión política y social desfavorable al cesarismo militar.

Así, lo que debió ser la culminación del militarismo geopolítico patrocinado por la logia Lautarina en
chile se convirtió, hacia 1822, en el principio de su ocaso y en el renacimiento del movimiento político
civil. El militarismo O’higginista había tenido su apogeo entre 1817 y 1819, pero, hacia 1921 y 1822, ese
brillo se había opacado, lo cual indicaba de algún modo, que sin victorias en el campo de batalla
los uniformados no estaban en condiciones de mantener legitimada su dominación (Fue la
legitimidad militar almacenada en Chacabuco y Maipú la que el gobierno de O’Higgins comenzó a
perder desde 1821).

En el pináculo de su cesarismo, O’Higgins y sus asesores (sobre todo su ministro José Antonio Rodríguez
aldea) se habían convencido de que los pueblos eran esencialmente “ignorantes” y que por ello no
se les podía conceder ninguna forma de soberanía participativa. Deducían de ello que la política
republicana debía centrarse en directores supremos fuertes y en asambleas pequeñas funcionales y
designadas.

Molestia y reacción critica del senado

El 22 de marzo de 1822, el senado envió un oficio al Director Supremo, donde decía en tono
moderado: “que habiendo cesado todo inconveniente, ya es tiempo oportuno de que se hagan
dichas elecciones populares (ósea que los pueblos y provincias elijan a sus propios gobernadores). El
texto sugiere que el militarismo y director supremo, si estaban en una posición de dominio, se debía a
que había existido un “tiempo de guerra”, pero que al haber pasado ese tiempo, debían dejar paso
al régimen civil, en el cual la soberana estaba siempre radicada en “los pueblos”, y, por tanto, en las
elecciones populares de todos los cargos del Estado.

La posición asumida por el Senado entre marzo de 1822 revelo la fragilidad del gobierno militarista y
autocrático de O’Higgins y su obvia dificultad para dar respuestas de lógica puramente política al
manifiesto de esa corporación.

O’Higgins había aceptado que la soberanía popular de los pueblos debía volver a ser el fundamento
del Estado. Dicto que se eligiesen delegados para la convención, pero fue taxativo en decir que los
delegados debían ser no otros que los que el ominaba en las misivas reservadas que el envió a cada
cabildo y a cada teniente gobernador. Los gobernadores y los municipios debían arrogárselas para
que los delgados que el designaba fuera también electos democráticamente. No hay duda de que
los pueblos entendieron perfectamente que la operación electoral de O’Higgins incluía una
descarada intervención que le restaba toda legitimidad al proceso.

Los pueblos que conocían el modo en que esos diputados habían sido electos, no aceptaron sin más
las leyes y la constitución que produjo esa Convención. El desprestigio en sí mismo aumento, ya que
el ejército de la frontera, se enfrentaba simultáneamente con los indígenas y con la resistencia realista.
Esta situación género en toda la provincia de Concepción un gran descontento con el gobierno
instalado en Santiago, cuyo territorio no había sido asolado por las guerras.

Los pueblos se rebelan contra O’Higgins


Fue bajo la inspiración del gobernador intendente de Concepción, Ramón Freire, en enero de 1823,
los pueblos de la provincia de concepción de revelaron contra el general O’Higgins, exigiendo su
salida del gobierno. El director supremo no le dio importancia a este suceso. Sin embargo, poco
después la provincia de Coquimbo hizo lo mismo. Esto si preocupo al jefe de Estado, que comenzó a
realizar algunos preparativos militares, y estaba en eso cuando el pueblo de Santiago se reunió en
cabildo abierto y también le exigió la renuncia. De este modo, todos los pueblos del país se alzaron,
tras diez años de militarismo ininterrumpido. En enero de 1823 O’Higgins abdica.

2.- Los pueblos contra la dictadura

El general Freire acusando de ilegitima la nueva convención llamo a los pueblos de la provincia de
concepción a una Asamblea provincial para “examinar” el nuevo texto constitucional, pero a la vez,
para echar a andar un proceso político independiente (respecto del que tenía lugar en la capital). El
8 de diciembre de 1822 queda instalada la Asamblea Provincial de Concepción. En ella se plantea
directamente al director supremo su desobediencia civil, aludiendo a que la soberanía radicaba en
los pueblos y en el ejercicio público de su voluntad, pero como la convención no fue elegida
conforme una decisión soberana, no podía aquella reclamar obediencia de estos.

Freire se propuso como tarea principal derribar la dictadura de O’Higgins. El


historiador D. Barros Arana escribió lo siguiente sobre Freire: “soldado
extremadamente valeroso, pero desprovisto de cultural intelectual…”

No hay duda en que la forma en que procedió Freire para derribar la dictadura de O’Higgins fue
táctica y estratégicamente impecable: primero preparo el ánimo del Director Supremo con cartas
previas, luego canalizo el descontento general hacia la formación de una Asamblea de pueblos libres
y finalmente, basado en la fuerte legitimidad de aquella, definió el objetivo político y militar concreto:
derribar a O’Higgins. El paso siguiente fue captar el apoyo de otros pueblos de provincias: Coquimbo,
quienes tras una serie de exacciones financieras destinadas a cubrir los planes militares de Santiago y
por el impuesto a las exportaciones del cobre, habían aumentado su descontento.

Estas decisiones fueron seguidas de movimientos espontáneos tendientes a deponer las autoridades
delegadas por el poder central, en particular, los tenientes gobernadores. Luego en Santiago, en
cabildo abierto se forzó la abdicación del Director Supremo, y este fue el último de una cadena de
asambleas populares que dé, sur a norte, reclamaron la legitimidad para “los pueblos”, la
recuperación de su soberanía y el poder para elegir gobernantes y congresos nacionales. En rigor,
era la tradicional democracia cabildante que, levantándose del margen hacia donde la había
empujado el cesarismo militar, reaparecía simultáneamente por todas partes, para recuperar sus
poderes, legitimidad y derechos. Promotores de la rebelión fueron en Santiago: José Miguel Infante,
Fernando Errázuriz y José María Guzmán

El militarismo ciudadano en acción: liderazgo del general Freire

Luego de derribar O’Higgins su tarea fue: neutralizar, desmontar y/o destruir la prepotencia centralista
del pueblo de Santiago. El protagonismo de Freire se prolongó y tomo forma de un caudillo militar
distinto, militarismo ciudadano. Esto convertía al general Freire en un Director Supremo de nuevo tipo,
no dictatorial, ni cesarista, sino al servicio de la voluntad ciudadana.

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