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Archipiélago del dolor

Dos tipos de dolores psíquicos


Hay dos modos de reaccionar dolorosamente frente a la pérdida del ser amado.
Cuando estamos preparados para verlo partir porque está condenado por la
enfermedad, por ejemplo, vivimos su muerte con una pena infinita pero
representable. Como si el dolor del duelo fuera nombrado antes de aparecer, y el
trabajo del duelo comenzara antes de la desaparición del amado. Por ende el dolor,
aunque insoportable, sigue estando integrado en nuestro yo y se acomoda a él. Si,
por el contrario, la pérdida del otro amado es súbita e imprevisible, el dolor se
impone sin miramientos y trastorna todas las referencias de espacio, de tiempo y de
identidad. Es absolutamente insoportable por su carácter de inasimilable por el yo.
Si tuviéramos que designar cuál de estos dos sufrimientos merece cabalmente el
nombre de dolor, elegiríamos el segundo. El dolor siempre lleva la marca de la
inmediatez y de la imprevisibilidad.
¿Cómo experimento corporalmente el dolor psíquico?
El dolor se traduce entonces como una sensación física de desagregación y no
como estallido. Es un desmoronamiento mudo del cuerpo. Ahora bien, los primeros
recursos para contener tal derrumbe, y que tardan en acudir, son el grito y la palabra.
El antídoto más primitivo contra el dolor al que los hombres han apelado desde
siempre es el grito, cuando puede emitirse. Y después hay palabras que resuenan
en la cabeza, y que intentan armar un puente entre la realidad conocida antes de la
pérdida y la realidad desconocida de hoy. Palabras que tratan de transformar el
dolor difuso del cuerpo en un dolor recogido en el alma.
La verdadera causa del dolor está en el ello
El dolor está en nosotros, pero no es de nosotros
Quien sufre confunde la causa desencadenante de su dolor con las causas
profundas. Confunde la pérdida del otro amado con los trastornos pulsionales que
entraña dicha pérdida. Cree que la razón de su dolor está en la desaparición del
amado, cuando la verdadera causa no está afuera, sino adentro del yo, en Sus
basamentos, en el reino del ello.
No hay dolor sin el yo, pero el dolor no está en el yo, sino en el ello. Para que haya
dolor, hacen falta tres gestos del yo: que atestigüe la irremediable realidad de la
pérdida del amado, que perciba el terremoto pulsional levantado en el ello verdadera
fuente del dolor y que traduzca esta endopercepción en sentimiento doloroso.
El dolor inconsciente
Muchas veces el paciente siente pena sin saber por qué está triste ni cuál es la
pérdida que ha sufrido. En otras ocasiones, es habitado por el dolor sin siquiera
saber que algo le duele. ES el caso del sujeto alcohólico que ignora cuán profundo
es el dolor que yace en el origen de su sed compulsiva. Bebe para embriagar su yo
y neutralizar así su capacidad de percepción de las turbulencias que tienen lugar en
el ello. Las turbulencias pulsionales están allí, pero el yo anestesiado por el alcohol
no consigue traducirlas en emoción dolorosa. Como si el alcohol tuviera el efecto de
neutralizar la función del yo, traductor de la lengua del ello en lengua de los
sentimientos conscientes.
Microtraumas y dolor inconsciente
Un trauma psíquico puede producirse por el choque brutal de la pérdida del ser
amado, o bien por algún acontecimiento anodino que viene a añadirse a una larga
serie de microtraumas no sentidos por el sujeto. Cada uno de estos traumas
puntuales provoca un imperceptible dolor del que el sujeto no tiene conciencia. La
acumulación progresiva de estos múltiples dolores crea tal estado de tensión que la
menor chispa de un acontecimiento anodino basta para liberar el dolor hasta ese
momento contenido y verlo estallar en forma consciente. El más mínimo
acontecimiento desencadenante puede ser tanto exterior como interior al yo. Tal
recuerdo o tal sueño insignificante puede aparecer en circunstancias tan precisas
que libere un flujo salvaje de excitaciones internas que desbordan y hiere al yo. Este
estado es vivido en la forma de un dolor traumático.
¿Quién es el otro a
El amado es un excitante para nosotros, que nos hace creer que puede llevar la
excitación a su punto límite. Nos excita, nos hace soñar y nos decepciona. Nuestro
amado es nuestra falta El amado no es otro, sino una parte de nosotros mismos,
que resitúa nuestro deseo.
La persona del amado
La persona del amado es como una amalgama en la que convergen todas nuestras
pulsiones hasta cubrirla de innumerables capas de afectos.
Aquel a quien amo es quien me limita
La más singular representación de mi amado, la que será sobreinvestida no bien se
produzca su desaparición, es la representación de lo que no puedo tener, pero
también de lo que no quiero tener: la satisfacción absoluta. El amado representa un
límite, representa mi límite. Así, no sólo el amado me da mi imagen, asegura la
consistencia de mi realidad y hace tolerable mi insatisfacción, sino que representa
también el freno a la desmesura de una satisfacción absoluta que no puedo
soportar. En una palabra, el elegido al que calificamos de amado, pero que puede
ser por lo mismo odiado, temido o deseado representa mi barrera protectora contra
un goce que considero peligroso, aunque lo sepa inaccesible. Por su presencia real,
imaginaria y simbólica, es, por fuera, aquello que la represión es adentro. Esta
barrera viviente que me evita los goces extremos y me asegura una insatisfacción
tolerable, no me impide por lo mismo soñar con el goce absoluto. Por el contrario
mi elegido nutre mis ilusiones y me incita a soñar.
Mi fantasma del amado
El fantasma es una compleja ensambladura de imágenes y de significantes
dispuestos en un anillo que gira alrededor del agujero de la insatisfacción. En el
centro de ese agujero se yergue la persona viva del amado. El fantasma que tengo
de mi amado es la base de mi deseo. Si el amado muere, el fantasma se desmorona
y el dolor se enloquece. El fantasma que alimento respecto del otro amado puede
ser tan invasor y exclusivo que me impida establecer nuevos lazos con otros nuevos
elegidos, es decir crear nuevos fantasmas. Un ejemplo de fantasma invasor es el
de la joven que, tras haber estado profundamente unida al padre, desarrolló un
fantasma tan cristalizado que se le hizo imposible crear un nuevo lazo de amor con
un hombre. Otro ejemplo de fantasma invasores el del rencor inextirpable frente a
un elegido que nos ha humillado. El elegido es aquí un elegido odiado y no amado.
El dolor es la certidumbre de lo irreparable
Cuando hay dolor como reacción frente a una pérdida, es porque el sujeto que
padece considera que dicha pérdida es irreversible. Poco importa la verdadera
naturaleza de la pérdida, ya sea real o imaginaria, definitiva o pasajera; lo que
cuenta es la convicción absoluta con la cual el sujeto cree que su pérdida es
irreparable. Una mujer puede vivir la partida de su amante con una inmensa
desolación y considerarla como un abandono definitivo, cuando en realidad se
demostró temporaria. Su dolor se origina en la certidumbre absoluta con la cual
interpreta la ausencia de su amado como una ruptura sin retorno. Aquí no hay duda
ni razón que atenúe: no hay nada más que certidumbre y dolor. El dolor permanece
disociado de la certidumbre, y es incompatible con la duda. Por tanto, el sentimiento
penoso que acompaña la duda no es el dolor sino la angustia. La angustia nace en
la incertidumbre de un peligro temido; mientras que el dolor es la certidumbre de un
mal ya acontecido.

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