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La palabra «tiempo de ayuno», con que se designa la cuaresma, los días que
transcurren desde el miércoles de ceniza hasta pascua, es expresión sólo de una parte
de lo que la iglesia pretende con este tiempo. En su origen era el tiempo en que
confería el bautismo, es decir, el tiempo en que se daba la conversión al cristianismo;
era un proceso que no creían poder realizar en un momento, y por eso se prolongaba
durante la cuaresma, como un camino de transformación, de «conversión», que el
hombre recorría paso a paso. Luego se incluyó en este recorrido a los penitentes, y
finalmente a la iglesia entera, dando así testimonio del convencimiento de que este
camino no se puede recorrer de una vez para siempre, que es un camino que
comprende nuestra vida entera, y por eso hay que andarlo siempre de nuevo. La
cuaresma busca mantener vivo y presente en nuestra conciencia y en nuestra vida, que
el ser cristiano sólo se puede realizar en un constante hacerse cristiano, que no se
trata nunca de un suceso acabado y dejado atrás, sino que exige siempre un ejercicio
activo.
Preguntemos, pues, ¿qué significa hacerse cristiano? ¿cómo se produce ese suceso?
No se puede llegar a ser cristiano solo
En primer lugar me parece importante el hecho de que la iglesia no conciba el proceso
por el que llegamos a ser cristianos como una instrucción pedagógica, sino más bien
como un sacramento. Lo cual significa: nunca se llega a ser cristiano por el propio
esfuerzo, uno no puede hacerse cristiano a sí mismo. No es un asunto del hombre (ni
está capacitado para ello) elevarse por sí mismo a la nobleza de cristiano. Todo lo
contrario: se comienza a hacerse cristiano cuando se abandona la ilusión de la
autarquía y la autosuficiencia; cuando se reconoce que el hombre no se ha creado a sí
mismo, y que lo que debe hacer es dejar que se le conduzca hacia sí mismo.
Por eso, ser cristiano significa en primer lugar reconocer la propia insuficiencia, dejar
que Dios actúe en uno mismo. Louis Evely ha hecho notar con acierto que el pecado
de Adán no consistió propiamente en querer ser como Dios, pues en eso consiste
precisamente la vocación que el creador ha puesto en el hombre; su fallo consistió
más bien en el camino que eligió para su propósito y en la pobre imagen de Dios que
se había formado; en la idea de que llegaría a ser como Dios cuando viviese de sus
solas fuerzas, autosuficiente y orgulloso. En realidad una tal concepción ilusoria de
Dios conduce a la autodestrucción, pues también Dios mismo, como nos dice la fe
cristiana, es alguien que no se encierra en sí autárquicamente, sino que su divinidad es
darse y recibir en el amor, entregándose y haciendo regalo de sí mismo. El hombre,
pues, sólo se hace semejante a Dios cuando entra él también en este movimiento de
donación de sí mismo, cuando de querer crearse a sí mismo y que sea Dios que le
cree. Pues sigue siendo verdad que el hombre no es una creación del hombre, que sólo
puede llegar a ser él mismo en virtud de la acción creadora de Dios.
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Tomado de: Joseph Ratzinger, Palabra en la Iglesia, Ed. Sígueme, Salamanca 1976, pp.233ss.
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Todo esto tal vez nos suene algo anticuado. Sin embargo, creo que es precisamente en
nuestra época cuando podemos descubrir y apropiarnos de nuevo toda la verdad de
esa afirmación, descubrir cómo es válido para toda la humanidad todo cuanto hemos
dicho del individuo. Esta humanidad, que se considera actualmente a sí misma como
lo más grande todo de la realidad, que quiere crearse a sí misma como humanidad
total, que no quiere confiar en otra ayuda que la que se presta a sí misma, se está
destruyendo a sí misma. Predicando la humanidad total, sola y exclusiva, está
diluyendo —lo experimentamos por todas partes— esa misma humanidad. Tampoco
la humanidad en su totalidad es autosuficiente, está remitida más allá de sí misma.
Llegar a ser cristiano, como llegar a ser hombre, es algo que no se consigue con las
propias fuerzas. Por más que actualmente nos suene extraño, es para nosotros una
necesidad abrirnos en la fe a la acción de Dios.
No se puede llegar a ser cristiano solo; esto quiere decir también que solamente se
puede llegar en la comunidad de fe y de oración. Es verdad que también tiene que
haber momentos de recogimiento privado «en la tranquilidad de tu aposento», como
se nos dice en el evangelio, en donde uno purifica su propia fe en presencia de Dios.
Pero también es verdad que Dios viene al hombre a través del hombre. El hombre es
un ser abierto, también en el ámbito espiritual, y que sólo puede existir siendo para los
demás y recibiendo a su vez de ellos. Creo que deberíamos superar ya la moderna
ilusión de que la religión es lo más íntimo, que podemos realizar nosotros solos, y por
lo que no se debe rebasar el ámbito de lo privado. Al reducir el campo de la fe a una
espiritualidad irreal, le estamos quitando a la comunidad de los hombres lo más
precioso que tiene. Cuando el hombre se reserva para sí mismo lo más profundo de sí,
no puede darse una verdadera comunidad, en la que el individuo, permaneciendo él
mismo, necesita de esa comunidad. Esto nos impone la tarea de hacer público lo más
íntimo que hay en nosotros, de extenderlo en el mundo que nos rodea. Depende, pues,
de nosotros el que el mundo no sea ateo; es nuestra fe la que ha de mediar entre Dios
y el mundo.
Tiempo de ayuno
Esta tarea que tenemos de hacer pública nuestra fe no disminuye en nada la otra, la de
su crecimiento en nuestra interioridad. En este aspecto enlazamos con la tarea que
viene expresada en la palabra alemana para la cuaresma: tiempo de ayuno. Para llegar
a ser cristiano se necesita también la fuerza para resistir y superar la tentación de
dejarse arrastrar. Se ha definido la vida, en su sentido más general, como «el trabajo
de resistencia a la fuerza de gravedad». Se dice que sólo donde se dé ese trabajo se da
la vida, y ésta se acaba donde se acaba aquél. Si esto es verdad en el ámbito biológico,
lo es mucho más en el espiritual. El hombre es el ser que no se constituye desde sí y
para sí mismo. No se llega a ser hombre dejándose llevar, abandonándose a la fuerza
de gravedad de la propia vida, sino luchando contra ella, con la fuerza de la disciplina
que sabe librarse de la presión de los instintos. Somos tan superficiales que tenemos el
peligro de ver solamente aspectos parciales y no saber captar el todo, por eso tenemos
que ejercitarnos continuamente para liberarnos de la dictadura de lo superficial.
En el prefacio de cuaresma se dice esta curiosa frase: Jejunio menten elevas, por
medio del ayuno elevas el espíritu. Cuando, hace 25 años, nos veíamos obligados a
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ayunar en contra de nuestra voluntad, esas palabras nos parecían casi irónicas,
sentíamos cómo el ayuno impedía la libertad del espíritu para sí mismo. Pero
pensando hoy en aquellos tiempos, comparando la saciedad actual con el hambre de
entonces, nos damos cuenta de la verdad tan grande que se encierra en esa frase. Nos
damos cuenta de que en muchos aspectos éramos entonces más clarividentes que
ahora. Tomamos conciencia de que el hombre se ha saciado por completo, que ya no
tiene más hambre, se vuelve ciego y sordo. No se ve más que a sí mismo. Y cuando
nos hemos dado cuenta de esto, empezamos a comprender las figuras que usa la
sagrada Escritura, y que luego ha tomado la liturgia bautismal: la figura del hombre,
ciego ante Dios; del hombre sordomudo, incapaz de captarse a sí mismo ni al mundo.
Tomamos conciencia de que necesitamos de esa realidad a la que se refiere la palabra
«ayuno».
Si el ayuno cristiano ha de ser una liberación del propio yo, lleva consigo la exigencia
de ser un tiempo fecundo en buenas obras. Cuando oímos esta expresión —«buenas
obras»— aparece en nuestro rostro, según sea nuestro temperamento, una sonrisa o un
ceño fruncido. Pero no deberíamos tomar las cosas tan a la ligera; si miramos a
nuestro alrededor, a todos aquellos países del mundo en los que se pasa hambre, tal
vez se nos hiele la sonrisa en los labios, pues entonces tomaremos conciencia de que
no podemos tener un Dios misericordioso mientras, estando nosotros llenos, haya
otros que pasan hambre.
La iglesia peregrina por el desierto
Permítanme enfocar des otro punto de vista estas reflexiones en torno a la cuaresma y
que han partido de la realidad bautismal. La iglesia llama, en su lenguaje litúrgico
quadragessima a este tiempo en el que entramos a partir del miércoles de ceniza. Es
un número simbólico en cuyo significado quiere introducirnos. Cuarenta años duró la
peregrinación de Israel a través del desierto; cuarenta días anduvo de camino Elías
para llegar al monte Horeb; también cuarenta días duró el ayuno de Jesús en el
desierto. El contenido espiritual simbólico de este número va más allá de los tiempos
bíblicos, y la iglesia nos lo propone para que lo actualicemos.
Nuestra pregunta, pues, es: ¿a qué se alude con esta sucesión de cuarenta días? En
Israel se tenían los cuarenta años de peregrinación por el desierto como los primeros
tiempos del amor entre Dios e Israel, como los tiempos de la primera y gran
revelación, como el tiempo en que Dios estaba con su pueblo cara a cara, hablaba con
él y le daba inclinaciones para cada jornada. En esos años se veía el tiempo en que
Dios vivía en medio de su pueblo, le precedía en forma de nube o de columna de
fuego, lo alimentaba diariamente con maná y hacía brotar para él agua de las rocas.
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Por eso eran para Israel los años de la elección especial, de una cercanía especial con
su Dios. Esto es, desde el punto de vista de la historia de las religiones, muy
importante y contiene una gran verdad, pues al parecer la vida nómada fue el primer
lugar donde se descubrió el monoteísmo. Un mundo en el que el hombre no ve a su
alrededor más que desierto y cielo, en el que no puede recogerse en ninguna casa ni
en ningún cobijo, un mundo al que no puede divinizar ni adorar, sino en el que está
cada día de nuevo expuesto al vacío y a los desconocido, un mundo así obligó a un
pueblo a buscar precisamente al Dios único que tiene en sus manos al mundo entero,
que el cualquier sitio puede estar en compañía de los hombres, a quienes conoce y
puede ayudar, dondequiera se encuentren, en virtud de su poder creador.
Tiempo de desierto: tiempo de una cercanía especial de Dios. Leyendo el relato del
peregrinaje de Israel a través del desierto, se obtiene otra impresión. Allí aparece el
tiempo de desierto como un tiempo en el que surgen los mayores peligros, como un
tiempo en el que Israel protesta contra su Dios, está descontento de él, le gustaría
regresar al paganismo; como un tiempo en el que se equivoca, da vueltas sin encontrar
salida; como un tiempo en el que se hace sus propios ídolos, porque no tiene bastante
con el Dios lejano.
Esta misma ambivalencia del tiempo de desierto la encontramos nuevamente en Jesús
mismo. Después de su bautismo, en el que ha tomado sobre sí el destino del siervo de
Dios, el destino de aquel que se desprende de sí mismo para estar a disposición de los
demás, se va al desierto, en donde encontrará la inmediatez del Padre, para recibir, en
la unidad del Padre, la libertad de sí mismo para los demás. Esto se repite a lo largo de
toda su vida: se va al desierto, a estar solo con el Padre, para desde allí regresar a los
hombres. Pero también para él este tiempo de especial cercanía con Dios es un tiempo
en el que se ve expuesto a peligros, en el que le llega la tentación de renunciar al amor
y a la palabra y, en su lugar, dar a los hombres lo que ellos quieren: pan,
sensacionalismo, y el triunfo de poder político, en donde creen que puede encerrarse
su salvación.
Oyendo todo esto, hemos de decir que ahí está perfectamente descrita nuestra
situación. La iglesia se encuentra actualmente metida en los cuarenta días, en el
tiempo de desierto, de un modo completamente nuevo, después de haber perdido
tantas seguridades y asilos terrenos. Nada de lo que parecía soportarla se aguanta. A
su alrededor no hay más que desierto, que le obliga a un peregrinaje continuo, y Dios
mismo no parece sino una lejana nube, que se deshace en cuanto queremos tocarla. Y
esta iglesia de nuestro tiempo, esta iglesia del desierto se ve acosada por las
alucinaciones y las tentaciones. Se ve tentada, ya que el Dios lejano se ha vuelto tan
inaccesible, de intentarlo con los más cercanos, de declarar la secularidad en cuanto
tal como cristianismo, de interpretar la disolución propia en el mundo como el
verdadero servicio de Jesucristo, del mismo modo que el becerro de oro fue
presentado como una imagen de Yahvé, como el verdadero culto que por fin se había
encontrado para adorar al Dios lejano, ahora y gracias a él ya cercano. También la
iglesia se ve tentada cada vez con mayor insistencia de cambiar esa salvación lejana e
irreal que se consigue a través de la palabra por esa otra más segura que se consigue
con el pan y por el cambio seguro de la politización.
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Iglesia en el desierto, iglesia en cuaresma: esta es nuestra experiencia; exposición a un
mundo que parece haberse quedado sin palabras y sin imágenes y sin sonido desde el
punto de vista religioso. Exposición a un mundo en el que el cielo aparece sobre
nuestra cabeza oscuro, lejano e inaccesible.
Y sin embargo, este tiempo de desierto puede convertirse para nosotros, para la
iglesia, en un tiempo de gracia, en el que de la pasión de la lejanía nazca un nuevo
amor. Si a veces tenemos miedo de que el maná de nuestra fe no alcance más que para
el día de hoy, debemos saber que se nos da cada día de nuevo, si nosotros sabemos
aceptarlo. Y si tenemos que vivir en un mundo en el que Dios solamente parece poder
hacer acto de presencia como un muerto, hemos de tener presente que él puede hacer
manar agua viva de una roca muerta.
Creo que la cuaresma es un tiempo apropiado para ejercitarse en la virtud de aceptar
esta situación actual con fe y esperanza, seguir la dirección que nos marca ese Dios
escondido y seguirla sin miedo. Si seguimos avanzando, pacientes y en la fe, puede
salir, de esa oscuridad, un nuevo día para nosotros. Y recibiremos de nuevo el regalo
de un mundo luminoso de Dios, del mundo lleno de imágenes y de sonido que
habíamos perdido: un nuevo amanecer en la creación de Dios. Amén.