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Sergio Ugalde Quintana

Ottmar Ette (eds.)

Políticas y estrategias de la crítica:


ideología, historia y actores
de los estudios literarios
BIBLIOTHECA IBERO-AMERICANA

Publicaciones del Instituto Ibero-Americano


Fundación Patrimonio Cultural Prusiano
Vol. 162

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Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)
Liliana Weinberg (Universidad Nacional Autónoma de México)
Nikolaus Werz (Universität Rostock)
Sergio Ugalde Quintana
Ottmar Ette (eds.)

Políticas y estrategias de la crítica:


ideología, historia y actores
de los estudios literarios

Iberoamericana • Vervuert

2016
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ISBN 978-84-8489-941-9 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-95487-476-7 (Vervuert)
Depósito legal: M-1213-2016

Diseño de la cubierta: Carlos Zamora


Ilustración de la cubierta: © El cerezo de Silvia Barbescu

Composición: Dinah Stratenwerth/Patricia Schulze

Este libro contó con el apoyo de la Alexander von Humboldt Stiftung.

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado


sin cloro.
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Índice

Introducción7
Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

Teoría y crítica

Orgullo y convivencia – orgullo de convivencia. Políticas afectivas


y crítica prospectiva19
Ottmar Ette

De la mimesis y el control del imaginario 57


Luiz Costa Lima

La ley formal del barroco y la teoría crítica 85


Carlos Oliva Mendoza

Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco


en la América Latina de fines del siglo xx 101
Gustavo Guerrero

Filología y crítica

Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 119


Vicente Bernaschina Schürmann

Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 139


Anke Birkenmaier

Entre el ensayo y la filología: Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas


y el Ateneo de la Juventud155
Sergio Ugalde Quintana

Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 175


Liliana Weinberg
6 Índice

La memoria como biblioteca. Pedro Henríquez Ureña


y la Biblioteca Americana 191
Rafael Mondragón

Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 205


Fernando Degiovanni

Crítica de la historia – historia de la crítica: Américo Castro


y Ernst Robert Curtius225
Anne Kraume

Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 241
Friedhelm Schmidt-Welle

Creación y crítica

Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y el romanticismo.


La narrativa como forma de crítica en el siglo xix latinoamericano259
Carolina Alzate

Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 271


Rafael Olea Franco

Fundación mitológica de la ficción crítica: “El acercamiento


a Almotásim”, de Jorge Luis Borges289
Antonio Cajero Vázquez

Ezequiel Martínez Estrada: una lectura c­ rítica de Muerte


y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 311
Adriana Lamoso

Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa 325


Gesine Müller

Autoras y autores 337


Introducción

Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

1. Políticas y estrategias de la crítica

En su libro Crítica y Ficción, el celebrado ensayista y narrador argentino


Ricardo Piglia aseguraba algo que sintetiza perfectamente la intención que
dio origen a este volumen. La crítica literaria, decía el escritor, es una de
las formas modernas de la escritura autobiográfica; en ella no solo se en-
cuentra el deseo puro y sublimado por conocer y estudiar una obra, sino
también la “autobiografía ideológica, teórica, política, cultural” del propio
crítico. La consecuencia lógica de esta aseveración era clara: “Toda crítica
se escribe desde un lugar preciso y desde una posición concreta. El sujeto
de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces el sujeto es el
método) pero siempre está presente, y reconstruir su historia y su lugar
es el mejor modo de leer crítica.” (Piglia 2014: 4-5). Este certero señala-
miento revela la importancia de entender las condiciones de enunciación
de los estudios literarios. El análisis de un texto no solo desvela una obra
estudiada, sino también, entre líneas, el horizonte de comprensión desde
el cual se le observa.
Acorde con esta idea, desde hace por lo menos tres décadas, los es-
tudiosos se han preocupado cada vez más por revisar, en un proceso de
autoanálisis disciplinario, los fundamentos conceptuales y epistémicos –los
lugares, la historia y los métodos– a partir de los cuales se han estructu-
rado, consolidado y justificado los estudios literarios. Esto ha propicia-
do el análisis de la historia de la disciplina. Para los casos de Alemania,
Francia e Inglaterra hay varios ejemplos que analizan la historia de la fi-
lología desde una perspectiva crítica –solo mencionamos unos cuantos–:
(Bollack/Wismann 1983; Espagne/Werner 1990; Fohrmann/Voßkamp
1994; Ette 2005; Meßling/Ette 2013). En el caso latinoamericano, por su
parte, sobresale, por ejemplo, la colección que el Instituto Internacional
de Literatura Iberoamericana y la Universidad de Pittsburgh inauguró con
el volumen Ángel Rama y los estudios latinoamericanos (Moraña 1997) y al
cual siguieron volúmenes dedicados a los proyectos críticos de Roberto
Fernández Retamar (Sklodowska/Heller 2000); António Cândido (Antelo
8 Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

2001); Antonio Cornejo Polar (Schmidt-Welle 2002) y Alfonso Reyes (Pi-


neda/Sánchez 2004).1
Cuando en junio de 2013 y en mayo de 2015 realizamos en la Univer-
sidad de Potsdam los dos coloquios “Políticas de la crítica I y II: ideología,
historia y actores de la crítica literaria” una idea muy cercana a esta historia
sobre el saber de lo literario estructuraba la convocatoria del encuentro.2
Se partía entonces de la convicción de que los críticos, los ensayistas y
los filólogos –en otras palabras, los intelectuales y profesionales dedicados
a la configuración de un saber sobre la literatura– suelen hacerse cargo,
en sus trabajos de revisión histórica y de análisis crítico y lingüístico, de
crear, inventar, consolidar, naturalizar y normalizar simbólicamente un
acervo literario y cultural. Al crear índices y cánones, al escribir historias
literarias, al disertar sobre figuras y estéticas, al formar acervos y archivos
textuales, al ensayar proyectos historiográficos desde la narrativa y la fic-
ción, los profesionales de las letras han contribuido a configurar lo que
Eric Hobsbawm denominó “la invención” de una tradición (Hobsbawm/
Ranger 2002: 7-23). Si, según Borges, todo escritor crea a sus precurso-
res; cabría decir que toda crítica inventa una tradición. En ese sentido,
nuestros dos coloquios querían destacar las alianzas, las polémicas, las ne-
gociaciones culturales, la invención de los principios, las construcciones
hegemónicas, la emergencia de nuevos sujetos y géneros que se desprenden
del ejercicio de un saber sobre la literatura. Las principales preguntas que
nos guiaban eran: ¿Qué se selecciona, se estudia, se analiza, se critica y se
ficcionaliza? ¿Por qué? ¿Cómo se justifica esa aproximación? ¿Cuáles son
los mecanismos de silenciamiento y de omisión? ¿Cuáles los de puesta en
relieve? ¿Cuáles son las políticas de inclusión y exclusión? ¿Cuáles son los
debates y las polémicas que estructuran las negociaciones de un acervo? Lo

1 Sin pretender ser exhaustivos en la enumeración, en ese mismo sentido podríamos


situar los trabajos sobre historiografía literaria que desde los años ochentas escribieron
Rafael Gutiérrez Girardot (1986), Ana Pizarro (1987, 1993), Jorge Ruedas de la Serna
(1996); así como los libros de Grínor Rojo –sobre la crítica literaria– (2001, 2012),
Arcadio Díaz Quiñones –sobre la tradición intelectual caribeña– (2003), o las recientes
recopilaciones sobre la tradición crítico teórica desde América Latina (García/Quijano
2013). En otra dimensión, pero en la misma órbita, nos gustaría llamar la atención so-
bre los trabajos que José Del Valle ha desarrollado en torno a las implicaciones políticas
e ideológicas de los debates lingüísticos en el mundo hispánico (Del Valle 2004). En
todos estos trabajos hay análisis de los proyectos, los fundamentos, las perspectivas y los
personajes vinculados con el saber sobre lo literario o lo lingüístico.
2 Cabe señalar que por ‘crítica’ entendíamos, en un sentido amplio, todo aquel conoci-
miento que se desprende del estudio, del comentario y de análisis de una obra o una
tradición literaria.
Introducción 9

fundamental, por lo tanto, era destacar los procederes y las prácticas que
utilizaba ese saber para legitimarse: las políticas y estrategias de la crítica.

2. Ideología, historia y actores

Tres conceptos clave, en el subtítulo del coloquio, querían orientar la con-


vocatoria; con ellos se pretendía ofrecer un horizonte y una propuesta de
análisis. Cada uno de estos términos merece una breve explicación. Co-
mencemos por el de ideología. Las definiciones de este término suelen
ser muy diferentes y, a veces, hasta contradictorias. Teniendo en cuenta
esa dificultad, el lingüista Jan Blommaert ha dividido el estudio de este
concepto en dos categorías: por un lado, quienes conciben la ideología
como un conjunto específico de representaciones simbólicas –lo que nor-
malmente toma forma en comunidades discursivas políticas y culturales:
liberalismo, fascismo o comunismo, etc.–, y, por otro, quienes la conciben
como el fenómeno general de un sistema social. Este segundo término es
mucho más difícil de definir:
The second category is less easy to describe. Authors would emphasise that
ideology stands for the ‘cultural’, ideational aspects of a particular social and
political system, the ‘grand narratives’ characterising its existence, structure,
and historical development. […] Authors in this second category would em-
phasise that ideology […] is common sense, the normal perceptions we have
of the world as a system, the naturalised activities that soustain social relations
and power structures, and the patterns of power that reinforce such common
sense. Authors articulating such views include Pierre Bourdieu, Louis Althus-
ser, Roland Barthes, Raymond Williams and Michel Foucault (Blommaert
2005: 159).3

A esta última dimensión de la ideología –como sistema social– se refie-


re también el filósofo Slavoj Žižek cuando asegura:
Ideology is not simply a ‘false consciousness’ an illusory representation of reality, it
is rather this reality itself wich is already to be conceived as ‘ideological’ –ideologi-
cal is a social reality whose very existence implies the non-knowledge of its partici-
pants as to its essence– that is, the social effectivity, the very reproduction of wich
implies that the individuals ‘do not know what they are doing’ (Žižek 1989: 21).

3 Sobre la dimensión ideológica puesta en práctica en el análisis de las políticas lingüís-


ticas del español, puede verse el libro editado por Del Valle (2007), en él se comenta el
pasaje de Blommaert citado aquí arriba.
10 Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

En ese mismo sentido debe entenderse el señalamiento de Teun Van Djik


cuando define la ideología como “el sistema de principios que organiza la
cognición social” (Van Dijk 2003: 19-30).4 Tomando en cuenta lo ante-
rior, la ideología de los estudios literarios o de la crítica literaria se entende-
ría, entonces, como un conjunto de ideas o convicciones que estructuran,
justifican, naturalizan, normalizan y canonizan, mediante la escritura de
ensayos, de comentarios, de críticas, de edición y de historias, un acervo o
una tradición literaria, lingüística y cultural. En este proceso se manifiestan
los dos categorías de la ideología a la que alude Blommaert: tanto el nivel
específico como el general.
Como puede desprenderse de las líneas anteriores, cuando se habla
de ‘actores’ se hace referencia, en específico, a los sujetos encargados de
seleccionar, configurar, normalizar y naturalizar obras, personajes, figuras,
tópicos, estilos, corrientes, géneros, periodos. En otras palabras, los actores
de la crítica son los teóricos, los críticos, los ensayistas y los filólogos. Este
grupo de profesionales se puede caracterizar con la figura del intelectual
dedicado a producir un saber sobre la literatura.5 Al hablar de ellos era
importante destacar el contexto específico en el cual enunciaban sus pro-
yectos: sus coyunturas sociales y culturales. De ahí que se volvía impres-
cindible resaltar sus actuaciones dentro de un campo cultural específico:
su historia.
Entre esos tres ámbitos: la ideología, los actores y la historia de los es-
tudios literarios se conforma un entramado relacional y disciplinario muy
complejo. Para estudiarlo es necesario desarrollar y pensar en estrategias
cognitivas que abreven y crucen la reflexión teórica, el análisis del ensayo,
la crítica textual, la historia intelectual, la historia de la crítica, de la dis-
ciplina, de las instituciones y la crítica cultural. El reto, por lo menos, era
estimulante.

4 Cabría llamar la atención sobre la diferencia que establece Peter V. Zima entre los
conceptos de ‘ideología’ y ‘teoría’ en su libro: Ideologie und Theorie. Eine Diskurskritik
(Zima 1989).
5 No es el caso para este volumen, pero tenemos en cuenta que una ‘institución’ también
puede crear comunidades discursivas y, por lo tanto, también puede ser un actor de la
crítica literaria. Hay instituciones que se vuelven agentes que permiten la reproducción
de ciertas ideas sobre lo que es y lo que debe hacer el estudio y la crítica de la literatura.
Esas instituciones, llámense escuelas, centro de enseñanza y de investigación, juegan un
papel importante en la reproducción y expansión de las ideologías del saber sobre lo
literario.
Introducción 11

3. Los apartados de este libro: teoría, filología y creación

Bajo esas ideas, se convocaron a realizar dos coloquios en la Universidad


de Potsdam: el primero se realizó en junio de 2013; el segundo, en mayo
de 2015. Como era de esperarse, las colaboraciones de los participantes,
en ambos encuentros, enriquecieron y ampliaron el horizonte original bajo
el cual estaba pensado el evento. Este volumen contiene algunos de los
trabajos presentados en uno de eso congresos. Cabe señalar que en varios
de las contribuciones leídas ahí se habló de las dimensiones ideológicas de
los estudios literarios: del latinoamericanismo, del hispanismo, del nacio-
nalismo, del liberalismo, del romanticismo; se analizaron figuras especí-
ficas y sus polémicas con otras formas de aproximación al saber sobre la
literatura y la cultura: se habló de filólogos, historiadores de la literatura,
ensayistas; pero también se destacaron conceptualizaciones actuales sobre
el fenómeno literario y cultural; se abrió un espacio para hablar de la rela-
ción entre la ficción y la crítica. En fin, en estos dos coloquios se desplegó
una diversidad de perspectivas sobre la crítica y los estudios literarios. Tres
grandes secciones pueden agrupar las colaboraciones que en ese momento
se leyeron y que ahora reunimos aquí: teoría, filología y creación. A partir
de ellas está organizado este libro.
En la primera sección, denominada Teoría y crítica, se reúnen los tra-
bajos de Ottmar Ette, Luiz Costa Lima, Carlos Oliva Mendoza y Gustavo
Guerrero. Una serie de reflexiones sobre la noción de orgullo, figura pen-
dular –negativa y positiva– de la convivencia entre las culturas, es el punto
de partida del trabajo de Ottmar Ette. Ette analiza, a partir de algunas
obras e ideas de Norbert Elias, Ortega y Gasset, José Lezama Lima y Fer-
nando Ortiz, los proyectos de inclusión y de exclusión que bajo este tér-
mino se diseñan. Para Ette, el orgullo de la convivencia entre las distintas
culturas puede ser el punto de partida para una reformulación del término
y puede significar también el campo de análisis de una filología polilógica
que muestre, frente a la idea monolítica de una procedencia cultural única,
las complejidades de las literaturas del mundo. Durante más de 20 años,
el teórico brasileño, Luiz Costa Lima, ha desarrollado de forma intensa
un campo de reflexión entorno a las nociones de mimesis, el control del
imaginario y la ficción. En la colaboración que aquí publicamos se resu-
men sus perspectivas ya expuestas en varios de sus libros y presenta una
lectura de la relación entre ficción y poesía en unos poemas de Paul Celan.
12 Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

En especial la idea de control del imaginario es sumamente valiosa para


la concepción de este volumen en su conjunto. Carlos Oliva Mendoza, a
partir de las reflexiones del filósofo Bolívar Echeverría sobre el cuádruple
ethos en la modernidad capitalista, vincula la mímesis Barroca con la teoría
crítica contemporánea. Para Oliva, el Barroco –al ser una exacerbación de
la forma– representaría una actitud de resistencia ante el proyecto hegemó-
nico de la modernidad. Gustavo Guerrero, por su parte, pone a dialogar las
reflexiones de Bolívar Echeverría con las ideas del escritor cubano Severo
Sarduy. Los ejes de articulación de este diálogo son las nociones de Barro-
co, de Neobarroco y las enseñanzas que ambos intelectuales nos dejan de
su manera de leer el pasado, el presente y, también de forma implícita, el
futuro de la cultura contemporánea.
En la segunda sección de este libro, intitulada Filología y crítica, se
analizan actores y libros fundamentales de las estudios literarios, filológi-
cos y antropológicos en América Latina o en Europa durante el siglo xx.
Las polémicas con la filología hispánica que Rodolfo Lenz o Fernando
Ortiz establecieron desde Chile o Cuba son analizadas, respectivamente,
por Vicente Bernaschina y Anke Birkenmaier. Bernaschina sintetiza la tra-
yectoria disciplinar del filólogo y folclorista chileno-alemán Rodolfo Lenz
y, al mismo, tiempo destaca las tensiones que su proyecto científico tuvo
con la escuela de Ramón Menéndez Pidal. Bernaschina señala en la obra
de Lenz las posibilidades de crear una filología crítica americana, abierta a
una perspectiva cultural y consciente de la importancia del trabajo colecti-
vo y transdisciplinario. Birkenmaier, por su parte, analiza una faceta poco
explorada en la obra del antropólogo cubano Fernando Ortiz: sus trabajos
filológicos y sus pugnas con el panhispanismo de principios del siglo xx.
Para Birkenmaiaer, en esas obras tempranas de Ortiz se sitúan los inicios
de la teoría de la transculturación. Este tipo de trabajo del cubano, a medio
camino entre la filología y la antropología, nos ofrece, en opinión de Bir-
kenmaier, ‘el modelo de una crítica cultural’. Sergio Ugalde trata el primer
libro de ensayos de Alfonso Reyes: Cuestiones estéticas. En él encuentra una
serie de polémicas con el campo intelectual mexicano de su momento.
Por una parte, Reyes debate con el modernismo mexicano; por otra, con
los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Con los primeros
polemiza e intenta profesionalizar la crítica; con los segundos quiere dipu-
tarse un pasado cultural hispánico. El proyecto historiográfico de Reyes
es caracterizado por Ugalde como un hispanismo liberal americano. El
proyecto de Pedro Henríquez Ureña de crear una biblioteca Americana, y
Introducción 13

con ella conformar una tradición de textos que sustenten una cultura en
el continente, es analizado por Liliana Weinberg y por Rafael Mondragón.
Weinberg señala las características conceptuales de la aventura editorial e
intelectual del dominicano y destaca ‘la nueva cartografía de lectura’ que se
pone en movimiento con esta empresa: el objetivo es hacer legible e inteli-
gible una cultura. Weinberg reconstruye este periplo gracias al epistolario
que Henríquez Ureña mantuvo con Daniel Cosío Villegas, por ese enton-
ces fundador y director del Fondo de Cultura Económica. Mondragón,
por su parte, muestra de manera fehaciente cómo el proyecto editorial de
Henríquez Ureña continúa de forma precisa los deseos de Andrés Bello
al vincular dos ideas básicas: edición y liberación. Para Mondragón, “la
lectura ayuda al autorreconocimiento de los pueblos colonizados”. Sobre
Américo Castro y su inserción en el latinoamericanismo académico de los
Estados Unidos, durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial, trata
la contribución de Fernando Degiovanni. La publicación en 1941 del libro
de Castro: Iberoamérica: su presente y su pasado, revela, para Degiovanni, no
solo la retórica de la política del Buen Vecino, promovida por los Estados
Unidos en ese momento, sino también un perfil de disciplinamiento social
y cultural sobre el subcontinente regulado por la autoridad histórica de
España. El legado de Castro con esa obra es reposicionar a España como
modelo de dominación exitoso y situarlo como ejemplo para los Estados
Unidos de la administración colonial, en una suerte de translatio imperii.
También sobre Américo Castro, pero en relación con el romanista alemán
Ernst Robert Curtius, versa la contribución de Anne Kraume. Kraume
analiza, compara y pone a dialogar los proyectos historiográficos que estos
estudiosos formularon en dos de sus obras fundamentales: España en su
historia y Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, ambas publi-
cadas en 1948. A partir de correspondencia inédita, Kraume desteje una
serie de desencuentros y afinidades entre estos dos intelectuales y, al mismo
tiempo, despliega los proyectos filológicos e historiográficos que los ani-
maron. Una lectura crítica y sintética de la propuesta filológica y teórica
de Antonio Cornejo Polar es expuesta por Friedhelm Schmidt-Welle. En
ella destacan las nociones de heterogeneidad discursiva, heterogeneidad
interna de lo literario, el sujeto migrante y la heterogeneidad no dialéctica.
Con todo este andamiaje conceptual, Cornejo Polar elabora, en palabras
de Schmidt-Welle, una filología latinoamericana que considera “la historia
colonial y la situación poscolonial” del continente, así como los estudios
subalternos, centro de los debates actuales en los estudios culturales.
14 Sergio Ugalde Quintana/Ottmar Ette

La tercera parte de este libro Creación y crítica reúne los trabajos que
vincularon de forma directa el quehacer reflexivo con el ejercicio ficcional.
Carolina Alzate analiza las estrategias que la escritora colombiana Soledad
Acosta de Samper empleó, entre 1859 y 1876, para entrar al espacio pú-
blico y político del americanismo republicano. Dado que el ámbito del
ensayo estaba vedado para las mujeres, Acosta de Samper se inscribió en esa
discusión a partir de su corresponsalía parisiense, publicada en un periódi-
co destinado a un público femenino, y de su novela Una holandesa en Amé-
rica. Alzate muestra cómo las formas híbridas del ensayo –la corresponsalía
y la narrativa–, sirven a Acosta de Samper para crearse una autoridad y
abrirse paso en los terrenos de la reflexión pública. Rafael Olea Franco, por
su parte, recrea el vínculo amistoso e intelectual que por más de cincuenta
años unió a Alfonso Reyes y Julio Torri. A partir de la correspondencia
entre ambos escritores, Olea muestra un entramado de relaciones y discu-
siones que abarcan tanto las lecturas, las escrituras como las encrucijadas
vitales de estas dos figuras. Un elemento sobresale en ese intercambio: la
concepción de una estética literaria de la sugerencia y de la alusión en
disputa con los códigos realistas imperantes en el momento. Algo central
en esa amistad e intercambio intelectual fue el rigor crítico. Sobre las es-
trategias que Borges desarrolló para inventar un género intermedio entre
la crítica y la ficción (la ficción crítica o el ensayo ficcional) versa el trabajo
de Antonio Cajero Vázquez. Cajero demuestra que el texto paradigmático
de la innovación borgeana en el horizonte de las ficciones críticas es “El
acercamiento a Almotásim” y no, como sostienen varios estudiosos, “Pierre
Menard, autor del Quijote”. Cajero repasa los elementos que llevaron a
sostener esa falsa convicción y demuestra, a partir de un análisis detallado,
el carácter fundacional del primer texto. Adriana Lamoso trata la figura
de Ezequiel Martínez Estrada e intenta una aproximación al libro Muerte
y transfiguración de Martín Fierro. Dos secciones dividen su artículo: en
un primer momento, Lamoso analiza el presente del ensayo de Martínez
Estrada; en un segundo, muestra las funciones y figuras del intelectual en
esa obra. Gesine Müller, por su parte, analiza dos momentos poetológicos
y políticos en la obra de Mario Vargas Llosa. En los años sesenta, acorde
con la efervescencia del discurso identitario en América Latina, el autor de
La ciudad y los perros pretendía sobreponer, en sus novelas, una realidad
ficcional a una realidad vivida. Con el paso de los años, y tras la caída de
los grandes metarrelatos, la relación entre realidad y ficción cambió; sus
Introducción 15

narradores se volcaron a la interioridad de los personajes y a la idea de


formación personal.
Como se puede comprobar por este recorrido, las colaboraciones que
conforman el presente volumen ampliaron el espectro inicial de la convo-
catoria. En ellos se encuentran sutiles continuidades (respecto de la ideo-
logía, la historia de la crítica y los actores de los estudios literarios), pero
también evidentes diferencias. Una idea, no obstante, recorre el entramado
del conjunto: con esta pluralidad y diversidad de perspectivas se entrevén
las múltiples políticas y estrategias de la crítica.
Varias instituciones hicieron posible la aparición de este libro. A todas
ellas va un sincero agradecimiento. En principio, a la Universidad de Pots-
dam y a la cátedra de Romanística que permitieron la realización de los dos
coloquios. En segundo lugar, a la Fundación Humboldt que apoyó finan-
cieramente los encuentros como la edición de este trabajo. Y, por último,
al Instituto Ibero-Americano de Berlín que se interesó por publicar estas
memorias en su colección. Gracias a estas tres instituciones también se abre
la posibilidad de publicar un segundo volumen de Políticas y estrategias de
la crítica con las colaboraciones de los otros participantes de los coloquios.

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Teoría y crítica
Orgullo y convivencia –
orgullo de convivencia
Políticas afectivas y crítica prospectiva

Ottmar Ette
Universität Potsdam

1. El orgullo como figura pendular de la convivencia

El orgullo que siento de poderles presentar a continuación algunas re-


flexiones nuevas acerca del tema del orgullo debo aplacarlo un poco, para
que l@s demás participantes que, según lo convenido también se han de-
dicado a este tema, no malinterpreten mi actitud como orgullo petulante,
como altivez o presunción y lo condenen en conjunto. Por regla general,
no se esperan una excesiva modestia o un acto de devoción en la exposi-
ción de una contribución científica, pero tampoco un orgullo demasiado
ostentoso, ya que podría llevar a desarticular la comunidad de reflexión
convocada en un congreso o un simposio sobre ‘las políticas de la crítica’.
Se sobreentiende que todos tenemos nuestro orgullo, pero pavonearnos
orgullosamente como un solterón engreído (Hagestolz) no sería algo que
podríamos guardar para siempre en nuestra memoria o ufanarnos con el
pecho hinchado de orgullo.
Por eso, comencemos con templanza.
Las consideraciones introductorias ya nos permiten poner de relieve
una serie de observaciones acerca del orgullo. En primer lugar, hay que
tener en cuenta que hablar del orgullo es siempre una cuestión de dosis e
implica matizaciones y por lo tanto es de naturaleza gradual. En segundo
lugar, lo anterior pone de relieve que el orgullo tiene la propiedad de sufrir
cambios repentinos inscritos en momentos históricos, culturales y situa-
cionales. Por eso, el orgullo aceptado o por lo menos tolerado en cierta
comunidad o sociedad, en otro contexto puede llegar al extremo de no
ser tolerado y carecer de cualquier consentimiento o condescendencia. La
20 Ottmar Ette

interrogante acerca del orgullo es por lo tanto también una cuestión de


linderos en el comportamiento o las formas y normas de vida de la co-
municación interpersonal, cuya transgresión puede llevar a sanciones que
van desde una cordial enmienda hasta la exclusión de una comunidad. El
orgullo es algo peliagudo.
Así, se podría determinar en tercer lugar y desde el comienzo de
nuestras reflexiones que el orgullo es una figura pendular o, con más
acierto, una figura pendular de la convivencia. El término de figura pen-
dular alude a los cambios repentinos por momentos muy sorprendentes
de un sentimiento aceptado y respetado por la comunidad o la sociedad
a una expresión que causa desaprobación o desprecio colectivo y con
facilidad puede desembocar en la proscripción por parte de la sociedad.
La diferencia entre ambos extremos de la figura pendular en apariencia es
tan insignificante como la que hay entre a-precio (Achtung) y des-precio
(Ächtung).
Por tanto, el orgullo se convierte en una categoría de la convivencia
y en cierto sentido nos podría servir como sismógrafo para medir aquello
que denominaríamos la configuración de las formas y normas de la convi-
vencia. Hablar de orgullo significa tomar en consideración la convivencia,
una práctica del convivir y un conocimiento de los límites de aquellas
formas y normas de la vida que manejan y regulan nuestra convivencia en
una comunidad concreta, determinada desde el punto de vista cultural,
social e histórico – o, en el sentido que le diera Benedict Anderson, de
forma imaginaria (Anderson 1983). El orgullo en su función de figura
pendular de la convivencia, es un sismógrafo tanto para el ejercicio colec-
tivo de convivencia, así como también para aquel saber con/vivir,1 que no
necesariamente ha sido distribuido equitativamente en cierta comunidad o
sociedad y además depende de fluctuaciones históricas significativas.
Si echamos una ojeada al artículo que redactó Urs Thurnherr en torno
al “orgullo” en el Historisches Wörterbuch der Philosophie, entonces salta a la
vista inmediatamente en la historia de la terminología allí desarrollada el
característico “cambio repentino” del lexema “virtud” a “vicio” (Thurnherr
1998: línea 201) en los períodos griego y romano.
Entsprechend den beiden Möglichkeiten, daß ein Mensch das ihm gebührende
Maß an Ansehen und Geltung richtig einschätzt bzw. sich selber richtig ”bewer-
tet“ oder daß er sich überhebt, kann ”Stolz“ insgesamt zum einen im Sinne der

1 Véase en relación con este término (Ette 2010)


Políticas afectivas y crítica prospectiva 21

Großmut eine Tugend und zum anderen in einem engeren Sinne des Hochmuts
eine Untugend bezeichnen (Thurnherr 1998: línea 201).
Según las dos posibilidades que se le ofrecen al hombre, de que pueda valorar
con certeza la medida adecuada de prestigio y aprecio que le corresponde, esto
es, se valore acertadamente a si mismo o se sobrevalore, hace que el orgullo se
convierta por un lado en una virtud en el sentido de la magnanimidad o por
el otro y en el sentido estricto de la soberbia en un vicio.

Si el orgullo determina “en general una especie de autoconciencia o una


autoestima específica” (Thurnherr 1998: línea 201) entonces tenemos que
considerar que esta autoestima individual es siempre precaria a nivel su-
perindividual y corre el riesgo de ser desaprobada como una no-virtud o
en el contexto cristiano como un vicio o incluso como un pecado severo,
una concepción que ya encontró su expresión canónica en San Agustín
(Thurnherr 1998: línea 202).
Sin embargo: si la soberbia (Hochmut), como lo expresa el dicho ale-
mán, tiene como efecto una caída, habría que preguntarse por el otro lado
y rastreando el dicho – por la caída del valor (Mut) que en la valoración
colectiva e individual se considera muy alto (hoch). Porque, si exploramos
en la historia de la terminología la oscilación del orgullo entre la soberbia
y la magnanimidad, nos damos cuenta que no se puede tener uno sin el
otro y por lo tanto no hay una separación definitiva entre los dos ámbitos.
El orgullo siempre se encuentra en movimiento, como emoción implica
siempre moción.
Esta oscilación entre superbia y magnanimitas, tan manifiesta en el
latín, se logra comprobar con fondos culturales un poco diversos en el
alemán, el francés o el inglés (incluidos en el mencionado artículo de Urs
Thurnherr); en cambio en el español (que lamentablemente no se incluyó
en el estudio) se abre un abanico de posibilidades que comprende, al lado
de la soberbia y del orgullo, también la fiereza, la altanería, la suficiencia
o la grandeza; términos que encontraron cabida en la investigación del
filósofo español José Ortega y Gasset (1966: 459-466), a la que volveremos
más tarde. Entre los idiomas europeos dominantes, el español es el que
cuenta con la mayor diversificación.
Una y otra vez se intentó estabilizar la figura pendular del orgullo en
el ámbito alemán en tanto se le vinculó con un término menos inquieto.
Así, por ejemplo, Nicolai Hartmann decía en su esbozo de una ética, que
el orgullo sin la humildad siempre tendía “hacia la soberbia y la vanidad”
(Thurnherr 1998: línea 206), por lo que había que ligar estrechamente el
22 Ottmar Ette

orgullo con la humildad y la modestia para que se pudiera conformar una


valoración estable en el sentido de una síntesis. Los intentos de estabiliza-
ción y fijación del término “orgullo”, tanto con miras a un espectro signifi-
cativo valorado positiva- y negativamente, hasta el día de hoy no ha tenido
mucho éxito. Porque el término orgullo vive precisamente de la dinámica
de aquella figura pendular, que de ninguna manera puede inmovilizarse;
como quien dice, no se puede hacer entrar en razón.
Otra problemática que resulta de esta inestabilidad específica tiene que
ver con el fenómeno del orgullo como figura pendular de la convivencia en
el ámbito del orgullo nacional – al que volveremos más tarde, ya que allí
hay cambios repentinos en términos de superioridad e inferioridad.
Si hacemos hincapié, hablando con Johann Georg Zimmermann, de
que el “orgullo nacional nace de la comparación favorable que realiza un
pueblo entre las virtudes que tiene o piensa tener y de las que, según su
opinión, carece otro pueblo” (citado por Thurnherr 1998: línea 204),2 en-
tonces en el juego entre auto y heteroestereotipos esta construcción de la
diferencia desemboca, según la regla histórica, en aquella figura pendular
elemental que supo poner de relieve Tzvetan Todorov en su análisis de los
informes sobre el llamado descubrimiento del Nuevo Mundo en el libro de
bitácora de Cristóbal Colón:
O bien piensa en los indios (aunque no utilice estos términos) como seres
humanos completos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces
no sólo los ve iguales, sino también idénticos y esta conducta desemboca en
el asimilacionismo, en la proyección de los propios valores en los demás. O
bien parte de la diferencia, pero ésta se traduce inmediatamente en términos
de superioridad e inferioridad (en su caso, evidentemente, los inferiores son
los indios), se niega la existencia de una sustancia humana realmente dife-
rente que pueda no ser un simple estado imperfecto de uno mismo. Estas
dos figuras elementales de la experiencia de la alteridad descansan ambas en
el egocentrismo, en la identificación de los propios valores con los valores en
general, del propio yo con el universo; en la convicción de que el mundo es
uno (Todorov 1998: 50).

Esta problemática elemental de la alteridad, que podríamos definir como


la figura pendular de Todorov, consiste en que se niega la alteridad del
otro y con ello su diferencia y se asimila lo otro en lo propio (por lo que

2 [Nationalstolz entsteht aus der vortheilhaftigen Vergleichung, die ein Volk zwischen
den Vorzügen macht, die es hat oder zu haben glaubt, und die nach seiner Meinung
einem andern Volke mangeln].
Políticas afectivas y crítica prospectiva 23

se pierden sus propios derechos), o se afirma lo otro en su diferencia para


considerarlo en el acto ya sea superior o, como sucede casi siempre, in-
ferior. La diferenciación sirve por un lado para negar la alteridad, con lo
que se asimila el otro; por el otro lado se negativiza el otro, por lo que ya
no se percibe a la altura de uno (esto es, con derecho propio), sino que es
marginado a la periferia del pensamiento y de lo pensable (y por ende de la
significancia). En ambos casos, es el orgullo de lo propio el que se convierte
en la medida valorativa de cualquier comparación; un orgullo que se des-
embaraza del enfrentamiento con otro ya sea por medio de su erradicación
o su inferiorización.
Un procedimiento de tal índole no se tiene que justificar, se “sobreen-
tiende” (Todorov 1998: 51). En otras palabras, descansa en la identidad del
yo, en su autoconciencia, que es una conciencia de valores. Sin embargo,
en Europa y entre los europeos también hay formas de comportamiento y
formas de vida, que no necesariamente están sometidas a los automatismos
de la figura pendular de Todorov. Esto se pone de relieve en el siglo xvi en
pensadores como Michel de Montaigne y artistas como Albrecht Dürer,
quien es su Tagebuch der Niederländischen Reise [Diario de viaje neerlandés]
habla de su encuentro con aquellos tesoros que el emperador azteca había
hecho entregar como regalos a Hernán Cortés en la Calzada de Iztapalapa
en noviembre de 1519. El futuro conquistador del imperior azteca mandó
inmediatamente los tesoros al centro del imperio español en expansión,
por lo que pudieron ser expuestos primero en Madrid y Sevilla, antes de
que en 1520 se les trasladara a Bruselas, donde pudo admirarlos Albrecht
Dürer en verano del mismo año. Las notas al respecto descuellan en varios
sentidos:
Auch hab ich gesehen die dieng, die man dem könig auß dem neuen gulden land
hat gebracht: ein gancz guldene sonnen, einer ganczen klaffter braith, deßgleichen
ein gancz silbern mond, auch also groß, deßgleichen zwo kammern voll derselbi-
gen rüstung, deßgleichen von allerley ihrer waffen, harnisch, geschucz, wunder-
bahrlich wahr, selczsamer klaidung, pettgewandt und allerley wunderbahrlicher
ding zu manigliche brauch, das do viel schöner an zu sehen ist dan wunderding.
Diese ding sind alle köstlich gewesen, das man sie beschäczt umb hundert tausent
gulden werth. Und ich hab aber all mein lebtag nichts gesehen, das mein hercz
also erfreuet hat als diese ding, denn ich hab darin gesehen wunderliche künstliche
ding und hab mich verwundert der subtilen ingenia der menschen in frembden
landen. Und der ding weiß ich nit außzusprechen, die ich do gehabt hab (Dürer
1970: 65).3

3 El pasaje es comentado por Gewecke (1986: 150) [La traducción es mía, R.S.M.].
24 Ottmar Ette

Asimismo pude ver las cosas que le habían traído al rey de las nuevas tierras
doradas. Un sol de oro, de una braza de ancho, también una luna toda de
plata, del mismo tamaño, además dos habitaciones llenas de corazas, con una
variedad de sus armas, arneses, todo maravillosamente real, vestimenta rara,
y muchas cosas maravillosas de muchos usos que son más admirables que las
cosas milagrosas. Todo tan rico que se calcula en cien mil gulden. En toda
mi vida no había visto algo así que pudiera alegrar de tal forma mi corazón,
porque vi allí cosas artísticas muy bellas y me admiré del ingenio sutil de los
hombres en los países foráneos. Y no podría pronunciar las cosas que vi allí.

Obviamente, se puede sostener, que en estos renglones no hay un análisis


artístico en el que se considera lo otro como lo ajeno; también salta a la
vida que su percepción se encuentra bajo el signo de lo maravilloso, lo
extraño y lo prodigioso y que un increíble asombro acompaña todo lo
expuesto; pero salta a la vista la percepción de lo exquisito y lo artístico
en la forma de asimilar todos los objetos contemplados (Ding) que tiene
un artista (occidental). Al observar sus enunciados se puede hablar de un
placer estético que tiene que haber sentido Dürer al contemplar los pro-
ductos de una cultura tan diferente. Porque al diestro ojo del artista no se
le pasaron por alto el valor económico de los metales preciosos empleados,
ni el acabado, el tratamiento y la elaboración de estos materiales.
No cabe duda: pareciera que la brecha entre las culturas, la diferencia
entre las artes era tan grande que no se puede esperar que este primer
encuentro de Dürer con el arte precolombino hubiera desembocado en la
transformación de su propio arte. Sin embargo, aquí tenemos el testimo-
nio de un europeo que reconoce en los artefactos expuestos no solamente
la alteridad sino asimismo su valor tanto material, como también espiritual
y artístico.
Albrecht Dürer, por lo tanto, no incurre en la figura pendular en apa-
riencia sin solución del esquema abocetado por Todorov, que puede con-
siderarse un esquema elemental de la convivencia humana y no sólo de la
convivencia entre diferentes culturas. Para Dürer, estos tesoros artísticos
simplemente son diferentes, distintos; su disposición casi eufórica de ab-
sorberlos –y la falta de vocabulario para articular sus impresiones, más
allá de considerarlo maravilloso y a la vez real– hace que la oscilación no
lleve a una erradicación de la diferencia, la eliminación del otro. Por eso,
el orgullo de la búsqueda de nuevas formas de expresión artística del arte
europeo que se pone de relieve en el Tagebuch der Niederländischen Reise no
desemboca en la negación y en la negativización de los objetos culturales y
artísticos extra-europeos. El asombro se abre hacia una percepción del otro
Políticas afectivas y crítica prospectiva 25

bajo el signo de su auto-lógica, a un reconocimiento gozoso de “los sutiles


ingenios de la gente en países ajenos [subtilen ingenia der menschen in
frembden landen]” (Dürer 1970: 65). Ante el telón de fondo de la simul-
tánea conquista del imperio mexica por Cortés y con ello de un sangriento
choque de las culturas y guerra de conquista salen a flote espacios de juego
de una comprensión intercultural, que no tiene que negar el orgullo que
siente por el propio arte, la propia cultura y civilización. El orgullo de lo
propio no tiene que obcecar la mirada hacia lo otro.

2. El orgullo (soberbia) como pecado capital

Antes de poder abocarnos al estudio de la relación entre el orgullo y la


civilización (propia) remitiendo a las reflexiones de Norbert Elias, quisié-
ramos introducir aquí aquel mundo hispanohablante que, con miras a los
autoestereotipos y los múltiples heteroestereotipos impuestos desde fuera,
es famoso por su tan pronunciado orgullo.
Entre los innumerables escritos que le han sido dedicados al orgullo
en general o al orgullo en España y para los fines que perseguimos en este
estudio, descuella el ensayo “Para una topografía de la soberbia españo-
la” del ya mencionado José Ortega y Gasset, publicado en 1923 y con el
alusivo subtítulo original “Breve análisis de una pasión”. De los diversos
lexemas contenidos en el amplio abanico de términos, el filósofo español
se dedica en especial a la soberbia o, más precisamente, con la superbia
española y entre las formas cultivadas en el país vasco la considera la más
pura. Al lado de una “topografía” en cierto sentido interior de España, su
investigación se inserta en imágenes propias y foráneas de cuño sobre todo
español, tal y como sale a relucir al principio de este ensayo no exento de
cierta autoironía:
La soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital. El hombre
español no es avariento como el francés, ni borracho y lerdo como el anglo-
sajón, ni sensual e histriónico como el itlaiano. Es soberbio, infinitamente
soberbio. Esta soberbia adquiere en algunas regiones peninsulares sobre todo
en Vasconia, formas estremas que no carecen de grandeza trascendente (Or-
tega y Gasset 1966: 459).

No hay duda de que las reflexiones de Ortega y Gasset incursionan en el


ámbito de una psicología social que, por ser esencializante, es caduca y de
26 Ottmar Ette

la que esperamos que estén contados sus días. Sin embargo, el ensayo con-
tiene un gran número de conclusiones a las que no se debería de cerrar la
historia crítica sobre el orgullo – y no únicamente sobre el orgullo español.
Esto no sólo se refiere al hecho, de ninguna manera secundario, de que
el individuo, cuando siente orgullo se “yergue un poco”, hay una “erec-
ción del cuello y la cabeza” para hacerse más grande que el cualquier otro
(Ortega y Gasset 1966: 460) – un mundo corporal de carne y hueso que,
comprobable en el acto, convierte la emoción en moción, el movimiento
interior en exterior y lo pone a la vez en escena. Porque, según Ortega y
Gasset, en el orgullo (la soberbia) siempre radica una rebelión contra una
realidad, con la que no se está de acuerdo (Ortega y Gasset 1966: 460). El
orgullo (la soberbia) puede ser un resorte muy poderoso.
Si Ortega a lo largo de su argumentación tilda la soberbia como “un
error por exceso en el sentimiento de nivel” (Ortega y Gasset 1966: 462) y
la vincula con una “vida”, que destaca por su “perpetuo gesto anquilosado”
y su “gesto de gran señor” que tanto sorprende al extranjero en el castella-
no y el árabe (Ortega y Gasset 1966: 463), entonces es, porque siempre
se toma en consideración la incrementada tensión muscular del cuerpo
humano invadido por la soberbia. Aquí la corporeidad de la soberbia sin
lugar a dudas se podría vincular con el hábito (Bourdieu 1974: 125-158)
– como intermediación entre estructura (social) y práctica (individual) y
describirla de forma escenográfica o coreográficamente en la “actitud” de
un ser humano o ciertos grupos y comunidades humanas.
En José Ortega y Gasset, esta metafórica de la corporeización se en-
cuentra también en la competencia de los estereotipos en el interior de
Europa: “El abandono infantil con que el inglés viejo se pone a jugar, la
fruición sensual con que el francés maduro se entrega a la mesa y a Venus,
parecerán siempre al español cosas poco dignas. El español fino no necesita
de nada y menos que de nada, de nadie” (Ortega y Gasset 1966: 463). En
sus reflexiones, José Ortega y Gasset diferencia entre una valoración refleja
y una espontánea; la forma anómala del primero sería la vanidad (encarna-
da por los franceses) y la segunda, la soberbia (representada por los espa-
ñoles). En la variante española, este orgullo no se funda en una valoración
superior sino inferior (Ortega y Gasset 1966: 465) y la mayor recrimina-
ción que el filósofo español le hace al fenómeno por él observado es que
“el puro soberbio” (Ortega y Gasset 1966: 463) se basta a sí mismo, “suele
ser hermético, cerrado a lo exterior, sin curiosidad que una especie de ac-
tiva porosidad mental” (Ortega y Gasset 1966: 463). Sale sobrando hacer
Políticas afectivas y crítica prospectiva 27

hincapié en que Ortega y Gasset (quien no en balde perteneció a la última


promoción de la Generación del 98, esto es, aquella gran generación de
intelectuales españoles que escribió bajo el impacto del hundimiento de la
grandeza colonial ibera en 1898) reconocía en esto las causas elementales
para explicar el ostensible retraso de España como nación.
Ya que todos portamos –según la tesis obviamente no biotecnológica
de Ortega– un órgano valorador, que sin cesar ubica, clasifica y valora a to-
das las personas que se encuentran a nuestro alrededor, entonces la sober-
bia se puede comprender como una “enfermedad” de este órgano (Ortega
y Gasset 1966: 463), que le resta cualquier tipo de importancia a todo lo
que viene del exterior, en especial a todo lo novedoso. Será interesante para
el Foro Einstein enterarse de que “la teoría de Einstein se ha juzgado por
muchos de nuestros hombres de ciencia no como un error –no se han dado
tiempo para estudiarla– sino como una avilantez” (Ortega y Gasset 1966:
464). La soberbia nos salva de procesos de aprendizaje trabajosos.
Por tanto, el orgullo en los ojos del filósofo español es, por lo menos
en su variante de la soberbia, un sentimiento inmovilizador que frena cual-
quier progreso, impulsa el sentimiento enfermo de la propia obstinación
y más aún, se opone con sorprendente tenacidad a cualquier tipo de inno-
vación.
No sorprende por eso que el representante quizás más tardío de la
generación del 98 considere “la soberbia como una potencia antisocial”
y haga hincapié en que es incapaz de “percibir la excelencia del prójimo”
y que “con ella no se puede hacer un gran pueblo y conduce irremedia-
blemente a una degeneración del tipo humano”, en cuya víctima se ha
convertido ya España (Ortega y Gasset 1966: 466). Orgullo y soberbia, así
podríamos concluir en el sentido del gran intelectual español y con miras
a toda una nación son causa de la caía, de un despeñamiento a la provin-
cialidad europea.
Sin lugar a dudas, los comentarios de Ortega son producto de su tiem-
po y se refieren a España. Y sin embargo, nos muestran con contundencia
y toda la parcialidad el lado negativo de aquella figura pendular, en la que
no solamente se pone de manifiesto la profunda relación tanto de la mag-
nanimitas como de la superbia para la convivencia; aquella relacionalidad,
que me sirve de hilo conductor para mis reflexiones. El cabecilla de la
influyente Revista de Occidente no únicamente puso de relieve, en un nivel
comunitario y social, una problemática de la convivencia y del saber con/
vivir causada por cierta forma de orgullo que se inmoviliza a sí misma y
28 Ottmar Ette

arrasa a toda la sociedad. Porque ¿no son los incesantes movimientos los
que impulsan sin cesar a los “pueblos vanidosos” (Ortega y Gasset 1966:
466), como los llama Ortega (Francia es un ejemplo), que les hace buscar
siempre nuevos motivos para ser admirados y así transforman las emocio-
nes en mociones, en movimientos del accionar social y político?
José Ortega y Gasset no fue la única voz española que expresara su
preocupación por las terribles consecuencias que tendría la soberbia para
cada uno y para la sociedad. En el prefacio a su obra El español y los siete
pecados capitales, fechado en Santa Bárbara, California en la primavera de
1966, Fernando Díaz-Plaja hacía hincapié en que sólo pudo escribir este
libro (por cierto muy aclamado), en el que situaba la soberbia española
entre los siete pecados capitales, desde la distancia y con un punto de vista
modificado (Díaz-Plaja 1976: 11).4 Aunque la escritura sobre los siete pe-
cados capitales no le liberaría de ellos (Díaz-Plaja 1976: 11), le habían sido
de gran utilidad los innumerables proverbios españoles con su sabiduría de
vida y también con sus intuiciones (Díaz-Plaja 1976: 14). Entre paréntesis
quisiera agregar aquí que me ha sorprendido no encontrar ningún testimo-
nio importante acerca del orgullo español en la bella antología de Werner
Krauss Die Welt im spanischen Sprichwort (Krauss 1965).
A modo de introducción de su larga disertación sobre la soberbia puso,
al lado de un dibujo muy expresivo de Mingote, una cita del Criticón de
Baltasar Gracián (Crisi xiii), lo que arroja una luz sobre la larga tradición
que ha tenido la crítica en cuanto al orgullo (soberbia) español y por lo
tanto se reproducirá a continuación:
La Soberbia, como primera en todo malo, cogió la delantera, topó con Espa-
ña, primera provincia de Europa. Percióla tan de su genio, que se perpetuó
en ella, allí vive y allí reina con todos sus aliados: la estimación propia, el
desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del don Diego
y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y
hueco, la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción; y todo
esto desde el más noble hasta el más plebeyo (Gracián 1971: 212).

En las casi cien páginas que le dedicó Fernando Díaz-Plaja al pecado ca-
pital de la soberbia española, la contemplaba como la clave esencial para
comprender la actitud que el español toma frente a la sociedad (Díaz-Plaja
1976: 21). Estaba de acuerdo con la tesis de Américo Castro, de que los
judíos y los árabes habían importado el orgullo español y que por tanto era

4 Le agradezco a Anne Kraume esta referencia.


Políticas afectivas y crítica prospectiva 29

una herencia apoyada en la fe que tenían de ser el pueblo elegido (Díaz-Pla-


ja 1976: 21). Además condimentaba sus reflexiones con citas extraídas del
mundo de la literatura española y de los dichos y proverbios españoles; de
allí desarrolló, partiendo de los términos clave nobleza, religión e indivi-
dualismo, una cavilación acerca de lo intelectual porque, según él, la inca-
pacidad del español de entablar un diálogo –que ambas partes usaban sólo
para la afirmación monológica del propio punto de vista (Díaz-Plaja 1976:
88 s.)– era un rasgo característico de la soberbia, algo en lo que el español
se diferenciaba mucho de los demás europeos. En este inciso encontramos
un panorama enriquecido con muchos ejemplos que se extiende desde la
falta de ganas del español de escuchar al otro, hasta el volumen utilizado
en las conversaciones y discusiones (Díaz-Plaja 1976: 91), sin importar
el lugar en el que se reúna. Y no hay que pasar por alto: La soberbia para
Díaz-Plaja, más que para Ortega, no es sólo un pecado capital famoso sino
también bien amado.
Lo que me parece determinante en las reflexiones de Díaz-Plaja es el
hecho de que todos sus ejemplos van enfocados a las especificidades de la
convivencia (o, mejor dicho: la convivencia ibera). No importa, si se trata
de un grupo de españoles que conversan sin más en un café en el extranjero
con tanto grito y vehemencia que los demás huéspedes temen el inmediato
acuchillamiento (Díaz-Plaja 1976: 91), o si se trata del menosprecio por
parte de los intelectuales o portadores de conocimiento que ha observado
Díaz-Plaja: los trozos de conversación “citados” abocetan con gran plastici-
dad cierta forma de convivencia, que ha sido copiada de la vida cotidiana
en una oralidad fingida – y en esto se cimenta el éxito de este volumen.
Así Fernando Díaz-Plaja desarrolla a través del ejemplo de la soberbia
y del orgullo (que no se pueden separar claramente ya que conforman una
figura pendular) un modelo de la convivencia española valiéndose de giros
lingüísticos contundentes extraídos de la realidad; un modelo que no des-
taca tanto por su crítica a un pecado capital, sino más bien por esa actitud
humorística y autoirónica frente a un vicio tan apreciado. Sin embargo,
todos estos ejemplos y reflexiones del intelectual español no necesariamen-
te se limitan a la Península Ibérica: descubren las formas de comprensión
y procedimientos de una pasión que está íntimamente relacionada con las
formas y normas de comportamiento. Porque, por ejemplo no es un privi-
legio reservado a los españoles expresar juicios valorativos llenos de burla
y soberbia sobre un libro que el implacable reseñador no ha ni siquiera
ojeado (Díaz-Plaja 1976: 96).
30 Ottmar Ette

3. El orgullo como elemento de inclusión de civilización

El orgullo o la soberbia como figuras pendulares de la convivencia no se


pueden reducir –tal y como pudimos apreciar antes– a la dimensión de
una virtud o un pecado capital.
Los párrafos introductorios a sus reflexiones en torno a la “Sociogéne-
sis de los términos ‘civilización’ y ‘cultura’, que le siguen al “Prefacio” del
primer tomo de la obra El proceso de la civilización fechado en septiembre
de 1936, Norbert Elias propone una definición del término civilización
que me parece no ha perdido su encanto. Porque allí Elias comenta prime-
ro que este término puede referirse “a hechos muy diversos: tanto al grado
alcanzado por la técnica como al tipo de modales reinantes, al desarrollo
del conocimiento científico, a las ideas religiosas y a las costumbres” (Elias
1987: 57). Además, que se podría referir “a la forma de convivencia entre
hombre y mujer, el tipo de penas judiciales o modos de preparar alimen-
tos” por lo que casi no hay “nada que no pueda hacerse de una forma civi-
lizada o de una forma incivilizada” (Elias 1987: 57) Elias, quien huyera de
la barbarie nacionalsocialista al exilio, encontró una respuesta sorprenden-
temente sencilla, más no simplista a la aparente arbitrariedad del término
civilización por él someramente abocetado:
Pero si se trata de comprobar cuál es, en realidad, la función general que
cumple el concepto de ‘civilización’ y cuál es la generalidad que se pretende
designar con estas acciones y actitudes humanas al agruparlas bajo el término
de ‘civilizadas’, llegamos a una conclusión muy simple: este concepto expresa
la autoconciencia del Occidente. También podría denominarse ‘conciencia
nacional’. El concepto resume todo aquello que la sociedad occidental de los
últimos dos o tres siglos cree llevar de ventaja a las sociedades anteriores o a
las contemporáneas ‘más primitivas’. Con el término de ‘civilización’ trata la
sociedad occidental de caracterizar aquello que expresa su peculiaridad y de lo
que se siente orgullosa (Elias 1987: 57).

Aquí sólo podemos mencionar al margen la famosa diferenciación que


Norbert Elias hiciera entre el empleo del término en inglés y en francés
por un lado y por el otro, el uso de la palabra “civilización” en el ámbito
de habla alemana. Mientras para los franceses e ingleses el término resume
“el orgullo que inspira la importancia que tiene la nación propia en el con-
junto del progreso de Occidente y de la humanidad en general”, el uso que
se le da en alemán sólo describe “un valor de segundo grado”, o en cierto
sentido la “superficie de la existencia humana” (Elias 1987: 57). Porque “la
Políticas afectivas y crítica prospectiva 31

palabra con la que los alemanes se interpretan a sí mismos, la palabra con la


que se expresa el orgullo por la contribución propia y por la propia esencia,
es cultura” (Elias 1987: 57).
Sin poder rastrear la virulenta discusión surgida en la primer mitad
del siglo xx y constatada por Elias, acerca de la diferencia entre el término
francés civilisation y la alocución alemana Kultur, entre el esprit francés y el
Geist alemán5 quisiéramos resaltar la insistente repetición del término “or-
gullo” por parte de Elias. El lexema aparece tanto en forma de sustantivo,
como en forma de adjetivo (de éste se deriva el primero en la forma del
alemán medio alto (Thurnherr 1998: línea 201)), y siempre está vinculado
a la realización de una tarea o un logro en el pasado, cuyos efectos se ex-
tienden hasta el presente. Posee indefectiblemente una movilidad temporal
específica (sobre todo retrospectiva), una vectoricidad temporal interior
propia que está como quien dice inscrita en el lexema “orgullo” y orientada
hacia el pasado.
A la definición del término de civilización –o en alemán, de cultu-
ra– valiéndose del orgullo que se siente por los logros propios, se podría
contraponer una determinación del orgullo que se apoya en un contex-
to en cierto modo macrocultural; esto es, deducir el orgullo no de una
simple afiliación al Occidente, sino más a sus propios perfeccionamientos
y su acuñamiento. En los primeros párrafos tan importantes del primer
capítulo de Sobre el proceso de la civilización, el término orgullo no tiene
tintes negativos, sino que se enlaza con algo logrado por esfuerzo propio,
aunque este logro – tal y como subraya Elias, no pone de relieve los logros
de ciertos individuos concretos que se sienten afiliados a esta cilivización
occidental, sino aquellos de toda una comunidad. En lugar de un logro se
podría hablar de un behaviour, que pone a estos individuos del lado de la
civilización en el sentido positivo “sin importar si han realizado, logrado
algo o no” (Elias 1987: 60).
¿Pero puede llenar de orgullo algo que no ha sido producido por uno
mismo? Claro que sí –y podríamos aventurar la tesis de que ésta fue la
variante que predominó a lo largo de prolongados períodos históricos– el
orgullo por cierta procedencia u origen, la afiliación a cierta nación, tradi-
ción, religión. La forma de ver el orgullo propuesta por Norbert Elías, que
asimismo incluye los términos de civilización y cultura, no solamente me

5 Véase en especial los trabajos de orientación empírica de Joseph Jurt (Jurt 1994: 329-
345), (Jurt 1995: 1-16), (Jurt 2004: 25-44).
32 Ottmar Ette

parece elucidadora para la perspectiva aquí desarrollada por el hecho de


que se incluya explícitamente en el ámbito de aquello de lo que se puede
enorgullecer el individuo, “la forma de convivir de hombre y mujer” (Elias
1987: 57) – y con ello la problemática de la convivencia. Porque más allá
de este importante aspecto parece que el uso que le da Elias al término
‘orgullo’ prescinde de cualquier tipo de tinte negativo en cuanto a que no
presupone o acarrea consigo la inferioridad de otras civilizaciones u otras
culturas.
Quisiera mencionar otro aspecto que me parece importante en las
consideraciones de Norbert Elias acerca del proceso de la civilización. Co-
rresponde a la “naturalidad” (Elias 1987: 57) con la que los términos de
civilización y cultura funcionan en el “uso interno de la sociedad a la que
pertenecen” (Elias 1987: 57): aquella naturalidad con la que se manejan
tácitamente los valores y las valoraciones que dificulta tanto el acceso al
significado complejo de este término “a quien no forma parte de las socie-
dades en cuestión” (Elias 1987: 58). A la inversa, me parece que el orgullo
también queda afectado por esta naturalidad en su manejo sobreentendido
o tácito, porque él es el que marca la pertenencia a cierta comunidad que
difícilmente se logra expresar en palabras y por lo tanto –tal y como sucede
con el término de cultura–, no se puede transferir al inglés o al francés
(Elias 1987: 58). Porque ¿no contiene el orgullo, cuando no se refiere a
alguna realización propia, algo que es difícil de expresar por medio de
palabras, aquel je ne sais quoi (véase para ello el estudio de Köhler 1966:
230 ss.) de una historia terminológica de lo incomprensible, que marca un
“resto” irracional de importancia, que es inherente a toda afiliación?
Aquí me parece que tocamos una problemática central que no sola-
mente afecta la civilización y la cultura, sino sobre todo el orgullo: la pre-
gunta de la traducibilidad, no sólo de textos y libros individuales, sino de
culturas enteras. ¿Se puede hablar de una traducibilidad de culturas?
Antes que nada debemos hacer hincapié en lo siguiente: la labor de
traducir está vinculada de manera fundamental con la convivencia. El di-
cho del gran escritor brasileño João Guimarães Rosa de que la traducción
significa convivencia (“traduzir é conviver”)6 sin lugar a dudas alude direc-
tamente a esta relación central entre traslación y convivencia (no solamen-
te) en el ámbito de habla portuguesa. Sin traducción, tanto en la interpre-

6 Esta cita del autor brasileño extraida de su correspondencia con Curt Meyer-Clason la
pone de relieve (Murayani 2010: 123).
Políticas afectivas y crítica prospectiva 33

tación terminológica más amplia como también en su sentido literal, es


difícil concebir una convivencia entre diferentes culturas. La actividad de
la traducción, que en las sociedades actuales muchas veces se considera se-
cundaria y marginal y además por regla general es mal remunerada, desde
este punto de vista no arroja una luz muy positiva sobre la importancia que
se le da en el sigol xx y principios del xxi a la trascendente dimensión de la
convivencia entre las diferentes lenguas y culturas.
En su ensayo “Die Übersetzbarkeit der Kulturen” [La traducibilidad
de las culturas], producto de una conferencia dictada en el año 1993, el
renombrado sociólogo y teórico de las culturas Wolf Lepenies puso de re-
lieve desde la perspectiva europea de que no siempre hubo ese menosprecio
(por lo menos relativo) por la labor de traducción – en última instancia
porque la traducción, en especial de textos literarios, se consideraba como
un quehacer exigente y difícil:
Im spanischen siglo d’oro [sic!], dem Goldenen Zeitalter, erlebte die Anerkennung
der Übersetzerleistung ihren Höhepunkt: wer einen bedeutenden Text zum ersten
Mal ins Spanische übertrug, durfte sich stolz, inventor, Erfinder, nennen (Lepe-
nies 1997: 98).
En el siglo d’oro [sic!], la Edad de Oro, el reconocimiento del fruto de la tra-
ducción alcanzó su culminación: quien tradujera por primera vez un texto al
español, se podía nombrar con orgullo inventor.

L@s innumerables traductor@s podrían y pueden estar orgullos@s aún


en la actualidad de sus logros,7 pero: esta forma especial del escribir entre
mundos que no se encuentra envuelta en el aura de la autoría, no goza del
reconocimiento que le debería corresponder por parte de la sociedad. En
sus reflexiones, Wolf Lepenies hizo hincapié con sobrada razón y con miras
a la situación específica “en nuestra era de las migraciones, de los contactos
culturales y los desplazamientos de las culturas”, de que la meta no es la
“compaginación de las culturas”, sino “su traducibilidad esencial y recípro-
ca” (Lepenies 1997: 101).8
Si contemplamos las relaciones universales entre las culturas desde el
punto de vista de la traslación y traducibilidad, saltan a la vista las perseve-
rantes asimetrías que han resultado de la milenaria expansión militar, eco-
nómica, biopolítica y cultural de Europa. Podríamos hablar en términos de
Lepenies, de un privilegio de la traducibilidad de ciertas lenguas y naciones

7 Véase para ello el tercer capítulo “Translationen” en Ette (2005: 103-121).


8 [La traducción es literal, RSM]
34 Ottmar Ette

europeas, en tanto se toma en consideración el hecho de que ciertas nacio-


nes “pudieron obligar a otras culturas a articularse en un idioma foráneo,
esto es, servirse de la lengua privilegiada de una potencia superior” (Lepe-
nies 1997: 101).
En estas consideraciones tan dilucidadoras me parece muy importante
poner de relieve de que no solamente se ha acentuado y se sigue acentuan-
do la problemática de la traducibilidad en el contexto de los procesos dife-
renciadores y desdiferenciadores en incremento (Lepenies 1997: 109), sino
que también se han agravado “las diferencias entre las regiones [die Diffe-
renzen zwischen den Regionen] en el plano de la sociedad universal – esto
es, la comunidad de estados a nivel mundial (Lepenies 1997: 110). De allí
resulta para el autor de Das Ende der Naturgeschichte el siguiente corolario:
Das Hauptproblem liegt daher längst nicht mehr darin, wie wir die Annäherung
der Kulturen befördern, sondern vielmehr darin, wie wir ihre Differenziertheit
bewahren. Als im 18. Jahrhundert sowohl Rousseau wie auch Herder aufriefen,
es gäbe in Europa keine Deutschen, Franzosen oder Engländer mehr, sondern nur
noch Europäer, da war dies kein Jubelruf sondern ein Wehgeschrei: Der deutsche
wie der Franzose [sic!] beklagten die drohende Entdifferenzierung der europäi­
schen Kulturen. Erst seit kurzem wird unser Bewusstsein für die Notwendigkeit
geschärft, weltweit die Unterschiede der Kulturen aufrechtzuerhalten und uns
zugleich friedlich miteinander zu verständigen (Lepenies 1997: 110).
El problema principal, por tanto, ya no radica en la manera en la que fo-
mentamos el acercamiento de las culturas, sino más bien en la forma cómo
podemos conservar su diferencia. Cuando en el siglo xviii tanto Rousseau
como Herder proclamaron que en Europa ya no había alemanes, o franceses
o ingleses sino solamente europeos, no fue un grito de júbilo sino un lamento.
El alemán y el francés se quejaban de la amenazante desdiferenciación de las
culturas europeas. Apenas desde hace poco se ha aguzado nuestra conciencia
por la imperante necesidad de mantener vivas las diferencias entre las culturas
alrededor del mundo y asimismo fomentar el entendimiento pacífico.

No soy de la opinión de que en la actualidad haya que “conservar” o “man-


tener vivas” las diferencias culturales, ya que las culturas son sistemas en
alto grado dinámicos y dables al desarrollo, que no se pueden ‘conservar’ o
congelar en cierta condición, ni tampoco se les puede manipular paterna-
listamente desde algún sitio, ni desde los Estados Unidos ni desde Europa.
El desafío al que se enfrenta esta nuestra fase de globalización actual, con
sus procesos diferenciadores y desdiferenciadores que corren a la par, con
la homogenización cultural y la heterogenización transcultural, consiste en
crear las condiciones idóneas para una convivencia a escala mundial, que
nos permita convivir en paz y conservando la diferencia cultural.
Políticas afectivas y crítica prospectiva 35

Es precisamente en este contexto de una convivencia a nivel global, a la


que no solamente se aspira sino que es imprescindible para la supervivencia
de la humanidad, donde surge la pregunta sobre la traducibilidad de las
culturas, a pesar del hecho de que las cuatro fases de la globalización acele-
rada (véase Ette 2004: 169-184) únicamente han globalizado lenguas oc-
cidentales (desde el español, el portugués, pasando por el latín y el francés
hasta el inglés) y las ha dotado con privilegios de traslación temporalmente
determinados.
En el momento en que, partiendo de las famosas premisas acuñadas
por Walter Benjamin en su ensayo “Die Aufgabe des Übersetzers” [La tarea
del traductor], no veamos el logro esencial del traductor en el hecho de ha-
cer desaparecer las diferencias (culturales, lingüísticas, históricas y sociales)
entre el ‘original’ y la ‘traducción’ , sino de llevar y trasladar esta diferencia
a la lengua a la que se quiere traducir, entonces surge la posibilidad de re-
conocer las diferentes lenguas (y culturas) “del mismo modo que los trozos
de la vasija puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior”
(Benjamin 1971: 139) y evitar así una simple relación de alteridad entre
‘nuestra’ lengua y cultura y las ‘otras’. Una concepción de tal índole parte
de una traducibilidad translingüe, que descansa asimismo en la no-dispo-
nibilidad en las otras lenguas.
Estas reflexiones nos llevan a la terrible conclusión de que no se puede
acceder sin dificultad a la lengua y la cultura del otro que tampoco nos
son disponibles. La traducción no se convierte en el limpiador que se le
aplica a un cristal de ventana que se ha opacado o, mejor dicho, ha sido
manchado por las palabras. Tampoco se puede convertir en la portadora de
una desdiferenciación y homogenización general y universal. Sin embargo,
es la condición esencial para una comunidad, que ya se perfila en la ima-
gen benjaminesca de los trozos de la vasija rota. Allende la asequibilidad
y apropiación del otro, la traducción se puede comprender como aquella
técnica cultural que nos permite desarrollar técnicas de inclusión específi-
cas que no se dejen someter a la figura pendular de Todorov y no borren la
otredad del otro ni en favor de una supuesta identidad ni fijen (por escrito)
(fest-schreiben) las diferencias de lenguas y culturas (lo cual inmediatamen-
te se convertiría en relaciones de inferioridad y superioridad). El traducir
ensaya y desarrolla posibles potenciales de la convivencia.
En este sentido, la verdadera traducción no es lo propio y mucho me-
nos la apropiación del otro, sino más bien algo propio que se presta para el
otro o le es afín. En palabras de Benjamin: “Porque en cierto grado todas
36 Ottmar Ette

las grandes escrituras, en más alto grado empero las sagradas, contienen
entre líneas una traducción virtual” (Benjamin 1971: 143). El orgullo que
se siente de la propia escritura por lo tanto ya contiene su propia traducibi-
lidad a otros contextos lingüísticos, históricos, sociales y culturales.
Por eso, en el sentido que aquí le da Benjamin, cada lengua y cada
cultura –aunque se oriente de la forma más militante en una construcción
identitaria exclusiva y excluyente– se convierte en parte de una comunidad
universal, precisamente porque guarda en sí su propia traducción y tradu-
cibilidad. Sin lugar a dudas, una de las tareas primordiales de la traducción
y asimismo de la filología es incrementar la traducibilidad inherente a ellas
como un mecanismo de la inclusión, de la formación de comunidades
lingüísticas y culturales que se trasciendan a sí mismas.
Si trasladamos esto a la diferenciación entre las alocuciones homolin-
gües y heterolingües (homolingual address/heterolingual address) desarrollada
por Naoki Sakai (en tanto la primera es “a regime of someone relating
herselt or himself to others in enunciation whereby the addresser adopts
the position representative of a putatively homogeneous language society”
(Sakai 2009: 3 s.) y la segunda desde un inicio enfoca al múltiple y políglo-
ta público lector y escuchas) entonces se crea una situación transcultural
compleja, en la que se toman en consideración y ‘traslucen’ las diferentes
lenguas de una comunidad multilingüe. Las lenguas y las culturas contie-
nen siempre las reglas de su propia traducibilidad y las generan siempre de
nuevo en un proceso inconcluso de la convivencia lingüística.
Que el fomento y el desarrollo de situaciones de tal índole debe perfilar
un modelo de civilización o de cultura, que en el sentido de Norbert Elias
no solamente justifique un orgullo productivo de lo logrado y alcanzado,
me parece ser una de aquellas “naturalidades” que no obstante tienen que
convertirse todavía en naturalidades reales. En este nivel se podría conver-
tir la relación aquí abocetada entre orgullo y convivencia en el desarrollo
obligatorio de un orgullo sobre la convivencia.
Políticas afectivas y crítica prospectiva 37

II

4. Orgullo por lo difícil de lo poli-lógico

Ya las palabras introductorias de la primera ponencia de las cinco que ex-


pondría el poeta, novelista y ensayista cubano más famoso del siglo xx los
días 16, 18, 22, 23 y 26 de enero de 1957 en el Centro de Altos Estudios
del Instituto Nacional de Cultura con sede en La Habana, tratan de definir
aquella categoría que siempre ha sido motivo de crítica en sus textos en
prosa y en su poesía, de estructuras tan complejas: lo difícil. Lezama abor-
da con arrojo el tema de lo que causa esfuerzo:
Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta es capaz
de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en
realidad, ¿qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan sólo, en las maternales aguas
de lo oscuro? ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en
devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una
sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en
definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su
apagado eco, que es su visión histórica (Lezama 1969: 9).
En este íncipit que introduce los textos de las ponencias, que el propio
Lezama Lima recoge bajo el título La expresión americana, de una estructu-
ra nada sencilla, sale a relucir en el nivel gramatical y estilístico, así como
también en el temático y el argumentativo, que lo que destaca en un pai-
saje es lo que está en movimiento y en devenir y no su composición o esta-
tismo; elementos que gracias a su franqueza y apertura sensual y semántica
atraen más al ensayista de Confluencias (Lezama 1988). Pero ¿qué quiere
decir con lo difícil, alocución sobre la cual se concentra desde el principio
todo el orgullo del ensayista?
Precisemos: el poeta se concentra en lo estimulante, en el estímulo que
activa el pensamiento y lo pone en movimiento y no se centra en primera
instancia en la llegada, en la fijación y determinación (Fest-Stellen). Así,
el “conocimiento poético” (Lezama 1988: 116) no es un conocimiento
estable, fijo para siempre, sino más bien un entendimiento altamente diná-
mico, casi un torbellino del saber, que le debe el impulso de movilización
a lo difícil. Por eso, se le antepone a las cinco conferencias reunidas en este
volumen una alocución móvil e inisitente que nunca llegará a definir la
médula del término: sólo lo difícil es estimulante.
38 Ottmar Ette

El “conocimiento poético” al que constantemente recurre Lezama


Lima, por lo tanto se dejaría comprender más adecuadamente como una
forma del conocimiento, que propaga un conocer, sin llegar al término
mismo, que se especializa en no estar especializada en ninguna forma del
conocimiento. Socava así normas del saber de lo científico, sin excluir sus
formas de conocimiento. Porque sus fundamentos se orientan poli-lógica-
mente en la copresencia y más aún, en la convivencia de las más diversas
lógicas: apuntan a una inclusión y no a una exclusión.
Para un saber de tal índole es de gran envergadura el tratamiento que
Lezama Lima le da al paisaje. Es un paisaje transarchipiélico: islas en el
espacio y en el tiempo, unidas globalmente. Este paisaje aparece una y otra
vez en las primeras páginas y asimismo en el transcurso de La expresión
americana, para conformar un paisaje de la teoría9, que no trata de fijar
y sujetar ni la isla de Cuba, ni el continente americano, si las trayectorias
históricas, ni su eco desvanecido, la visión histórica.
Obviamente este paisaje no se limita a ser el territorio de cierta cultu-
ra, de una única cultura. Más bien se deja comprender como el programa
generador de lo futuro, como un modelo en constante cambio para crear
un pensamiento y una acción que no están sujetos a un sólo punto de
vista, sino que encuentra y proyecta prospectivamente y sin cesar nuevos
horizontes.
En el juego con estos paisajes de la teoría, la literatura resulta ser un
espacio experimental de ensayo y también como un espacio dinámico del
conocimiento basado en la intuición de que lo pasado apunta prospecti-
vamente y siempre cambiantes perspectivas hacia lo futuro. En tanto se
vuelve pensable lo imaginable, lo pensable escribible y lo escribible, publi-
cable le abre tanto a lo vivenciable como a lo vivible nuevos horizontes. Es
precisamente aquí, así se podrían interpretar las formulaciones del íncipit,
la literatura es una forma en devenir, forma de conocimiento de aquellas
formas del conocimiento que se sienten consagrados a la vida y no se en-
cuentran sujetos a una estática rígida de lo territorial.
Sin haber ido personalmente a la India o a Egipto, a China o a París,
el poeta cubano escribía desde su isla, desde la biblioteca insular de su casa
en la calle de Trocadero No. 16210, para colocar lo que él denominaba la
“expresión americana” bajo el signo de un orgullo por la multirrelaciona-

9 En referencia a este concepto véanse el capítulo 1 (dritte Dimension des Reiseberichts),


2 y 11 de (Ette 2001a).
10 Véase para ello el contundente libro de (Ugalde 2011)
Políticas afectivas y crítica prospectiva 39

lidad universal. Para el líder del grupo Orígenes, el orgullo por lo difícil
no es el orgullo de “lo propio puro” que se ha construido, sino el orgullo
que siente el americano por la capacidad de crear una convivencia entre las
más disímiles tradiciones y formas de vida culturales. Porque no sólo están
presentes de la forma más vital en el cosmos americano en tanto hemisferio
unido, el mundo occidental, sino también los mundos africano y asiático.
Sin lugar a dudas, se encuentra en la trayectoria de un pensamiento
hispanoamericano, que ya se perfilaba en las formulaciones del intelectual
y ministro de Educación José Vasconcelos en los años veinte del siglo xx,
entanto en el pensamiento del mexicano del otrora país hispano se mani-
festaba ya una raza cósmica. Ella se encuentra bajo el signo de las cuatro
etapas históricas que la anteceden:
Tenemos entonces las cuatro etapas y los cuatro troncos: el negro, el indio, el
mogol y el blanco. Este último, después de organizarse en Europa, se ha con-
vertido en invasor del mundo, y se ha creído llamado a predominar lo mismo
que lo creyeron las razas anteriores, cada una en la época de su poderío. Es
claro que el predominio del blanco será también temporal, pero su misión es
diferente de la de sus predecesores; su misión es servir de puente. El blanco
ha puesto al mundo en situación de que todos los tipos y todas las culturas
puedan fundirse. La civilización conquistada por los blancos, organizada por
nuestra época, ha puesto las bases materiales y morales para la unión de todos
los hombres en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación
de todo lo pasado (Vasconcelos 1992: [fragmento 1925] 88).

Si el orgullo que siente Vasconcelos de poder considerarse un americano


en el sentido hemisférico se enfoca hacia la fusión y la aleación de las di-
ferentes “razas” (consideradas como tales desde el punto de vista cultural),
entonces Fernando Ortiz, coetáneo y compatriota de Lezama Lima, desa-
rrolla el término “transculturación”, una alocución que nace en oposición
al término angloamericano “aculturación” y que no busca una condición
estable de esta amalgama. Así, el gran antropólogo cubano afirma en su
obra fundamental Contrapunto cubano del tabaco y el azúcar, publicada en
1940 lo siguiente:
Hemos escogido el vocablo transculturación para expresar los variadísimos
fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones
de culturas que aquí se verifican, sin conocer las cuales es imposible entender
la evolución del pueblo cubano, así en lo económico como en lo institucio-
nal, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los
demás aspectos de su vida (Ortiz 1978: 93).
40 Ottmar Ette

Por lo tanto, aquí se habla de la complejidad de las formas de vida, que


no se podrían comprender utilizando la tesis de la aculturación en tanto
asimilación por parte de una cultura guía, sino sólo se puede describir
adecuadamente desde la comprensión del movimiento que curza las dife-
rentes culturas. Con el neologismo transculturación, Fernando Ortiz supo
llevar a término esta nueva forma de comprensión y asimismo logró crear
un fundamento para nuevas formas y normas de vida para la convivencia.
Ante este telón de fondo se puede comprender con facilidad de que el
antropólogo cubano no quiere describir las formas de vida y de expresión
de Cuba como deficitarias o incluso inferiores frente a Europa como, sino
que ve en el fenómeno mismo de la transculturación la clave para la com-
prensión de una cultura de alta complejidad, que no se puede reducir a una
procedencia, a una tradición cultural.
Dicho de otra manera: el análisis del proceso civilizatorio descrito aquí
con cierta profundidad desemboca ineludiblemente en el orgullo que se
siente por la complejidad de una cultura que es producto de un cruce o
más bien de una convivencia de todas las culturas; una convivencia mu-
chas veces forzada y marcada por las migraciones. Así no sorprende que el
último capítulo de su volumen pone de manifiesto el orgullo que siente el
cubano, de que el tabaco cubano, resultado concreto de este proceso trans-
cultural, indudablemente es el mejor del mundo (Ortiz 1978: 431). A la
vez dice al final de lo que es la parte principal de este contrapunto cubano
acerca de la “trinidad” del tabaco, del azúcar y del alcohol:
Acaso canten un día los vates del pueblo de Cuba cómo el alcohol heredó del
azúcar las virtudes y del tabaco las malicias; cómo del azúcar, que es masa,
tiene las energías y del tabaco, que es selecto, la inspiración; cómo el alcohol,
hijo de tales padres, es fuego, fuerza, espíritu, embriaguez, pensamiento y
acción (Ortiz 1978: 88).

De estos interminables movimientos de cruce por todas las culturas, de


la imbricación de todas las culturas se alimenta el conocimiento poético
de alguien como José Lezama Lima; un conocimiento que sólo se logra
comprender como una configuración transarchipiélica desde el punto de
vista de la historia del movimiento y no desde la historia del espacio. Dicha
configuración convierte la isla de islas (Ette 2001b: 9-25) en aquel espacio
de movimiento al que no se puede inmovilizar. No hay ningún punto fijo
en el que se pueda “fest-machen” sujetar este movimiento transhistórico
y transcultural, a no ser que fuera en la línea del horizonte: “Dichosos
Políticas afectivas y crítica prospectiva 41

los efímeros que podemos contemplar el movimiento como imagen de la


eternidad y seguir absortos la parábola de la flecha hasta su enterramiento
en la línea del horizonte” (Lezama 1988: 429). La potencia de conocimiento
como forma del conocimiento y forma de vida de lo difícil de la que se
hace mención en el íncipit del volumen de ensayos, sólo se puede impul-
sar, si interconecta las más disímiles culturas, tradiciones de pensamiento
y de escritura y relaciona la acción inacabable del enarcar –utilizando una
vez más una alocución del íncipit– con la dimensión, no únicamente de la
convivencia pasada, sino también la futura. En esto radica una buena parte
de la programática, así como de la fuerza vital y la capacidad de impacto
de La expresión americana.
El orgullo, que evidentemente recorre los textos del antropólogo cuba-
no Fernando Ortiz y los del poeta cubano José Lezama Lima, es el orgullo
por las posibilidades de una convivencia (seguramente difícil), que no es
resultado de una lógica de la exclusión o de la aculturación, sino de una ló-
gica de la inclusión. Ambos son grandes admiradores del poeta, ensayista y
revolucionario cubano, José Martí y por tanto se refieren a aquel orgullo al
que con tanta elocuencia se alude en el ensayo Nuestra América, publicado
el 1 de enero de 1891 en La Revista Ilustrada de Nueva York:
Ni, ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repú-
blicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al
ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un cente-
nar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo his-
tórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas (Martí 1975: 16).

La metafórica de inclusión de Martí, que en los renglones que le siguen se


levanta contra el soberbio que se aprovecha de las repúblicas de Nuestra
América para su propio bien (Martí 1975: 16), convierte una patria supra-
nacional en objeto de un orgullo que se apoya en los logros del pasado. A
su vez se convierte en punto de arranque de un desarrollo libre en la pos-
teridad, que tiene como meta la unidad en la multiplicidad, ya que habla
en plural de nuestra, y en singular de América. Fernando Ortiz y quizás con
mayor ímpetu, José Lezama Lima, le otorgaron a este pensamiento una
multidimensionalidad transcultural y mundial, en la que se apoya el or-
gullo por un proceso civilizatorio que apunta hacia lo venidero, el tiempo
futuro. Y aquí no se hace referencia al “continente del futuro” de Hegel.
Así, en el último ensayo de La expresión americana se encuentra aquella
risa abismal, con la que se mofa el pensador cubano de Hegel y su retórica
42 Ottmar Ette

de la exclusión y, como él mismo confiesa lo hace con el “propósito de


burlarlo” (Lezama 1969: 177). En su Philosophie der Weltgeschichte, Hegel
sólo tomó en consideración al criollo blanco (Lezama 1969: 178) y des-
deñó completamente el “continente negro”, ya que lo estimaba incapaz de
cualquier progreso y formación (Lezama 1969: 179). Lezama Lima pudo
librarse de semejantes concepciones en su balance crítico al referirse a la
expresión americana: “Bastará para refutarlo, aquella épia culminación del
barroco en el Aleijandinho, con su síntesis de lo negro y de lo hispánico.”
(Lezama 1969: 179) ¿Por qué aparece aquí de pronto la alusión a aquel
artista que tanto tiempo había pasado desapercibido, quien en Brasil había
creado una visión transcultural del barroco?
No es casualidad, que el punto de vista del Señor Barroco11 quien,
como representante del barroco americano siempre ha encarnado la diver-
sidad de los mundos con sus simultáneas (aunque asimétricas) relaciones
de intercambio y transferencia, se convierta aquí en el crucero para el or-
gullo del americano por sus propias tradiciones transareales, que se han
podido desarrollar en su existencia autónoma, trascendiendo en mucho
las ficciones hegemoniales europeas de procedencia hegeliana y posthege-
liana. En el barroco hispano-americano, según el impulsor de esta estética
neobarroca, llegó a darse aquella forma densificada de la convivencia entre
las diferentes tradiciones culturales que desembocó en una productividad
artística tanto en la arquitectura como en la escultura, en la pintura y en
la literatura tan descomunal, que hay pocas épocas que puedan competir
con ella. En Lezama Lima, la expresión americana sigue precisamente esta
lógica de la inclusión y apunta hacia una convivencia en el futuro bajo el
signo de lo poli-lógico. Que un procedimiento de tal índole, una lógica de
lo polilógico se iba a considerar complicada y díficil de comprender, sólo
iba a ser un estímulo para el orgullo de Lezama Lima de seguir adelantando
en lo difícil.

5. Orgullo por la inclusión o por la exclusión

Después de que la historia permaneciera hasta mediados de los años 80


en el “estado cristalino de la “posthistoria””, en el que parecían agotadas

11 Véase para ello el segundo ensayo en La expresión americana, “La curiosidad barroca”.
Políticas afectivas y crítica prospectiva 43

todas las posibilidades, congeladas todas las alternativas, a finales de los


80 había “entrado de nuevo en movimiento” o, como lo comentara casi
con júbilo Jürgen Habermas: “se ha acelerado, ha llegado incluso a reca-
lentarse” (Habermas [1990] 1992: 632).12 En esta situación histórica, en
la que da principio la cuarta fase de globalización acelerada que, ante el
telón de fondo de la caída del muro y las corrientes masivas de migraciones
planteaba nuevos desafíos a la unificación de Europa y a la convivencia, el
filósofo alemán comenzó a sopesar las posibilidades y alternativas que se le
presentaban y que irían a ser importantes para el postrer desarrollo de la
Comunidad Europea o la Unión Europea. Después de una somera revisión
crítica del devenir histórico del término “nación” llegó a una proposición
que iba a ser motivo de discusiones críticas:
Sin embargo, el ejemplo de sociedades multiculturales como Suiza y los
EEUU, muestra que una cultura política en la que arraiguen los principios
constitucionales no tiene por qué apoyarse sobre su origen étnico, lingüís-
tico y cultural común a todos los ciudadanos. Una cultura política liberal
constituye sólo el denominador común de un patriotismo constitucional que
agudiza el sentido de la multiplicidad y de la integridad de las formas de vida
coexistentes en una sociedad multicultural (Habermas [1990] 1992: 642).

Aunque no se esté de acuerdo aquí con los términos y definiciones utili-


zados en relación con lo “multicultural” o con la “identidad nacional”, es
provechosa la dirección encauzada, en tanto se buscan nuevos fundamen-
tos y razonamientos para una sociedad que no se apoya en ninguna unidad
étnica, lingüística y cultural, y esta reorientación era y seguirá siendo ne-
cesaria para el desarrollo de una comunidad supranacional en Europa. ¿En
qué puntos de referencia, qué valores puede o se debe orientar el futuro
camino de Europa? ¿Cómo se le podría “prestar un alma a Europa”, usando
términos que se oyen con frecuencia en la actualidad?
En el debate político en torno a la alocución del patriotismo constitu-
cional se ha luchado, tomando como base los argumentos de Dolf Stern­
berger, en qué medida se trataba aquí del procesamiento de una pérdida
– de una renuncia de una unidad para mantener la libertad (Fuhr 2007:

12 Traducción extraida del texto de una conferencia impartida en el Instituto de Filosofía


del CSIC (Madrid), traducida por Francisco Colom González. Ciudadanía e iden-
tidad nacional. Reflexiones sobre el futuro europeo. <www.proyectos.cchs.csic.es/po-
liticas-migratorias/sites/proyectos.cchs.csic.es.politicas-migratorias/files/Ciudadania_e_
identidad_nacional_-_Traduccion.pdf> (20.06.2011).
44 Ottmar Ette

5).13 En el contexto de estas discusiones se podría comprender la inter-


pretación de Jürgen Habermas sobre el patriotismo de hecho como una
“promisión política derivada del hundimiento del estado nacional alemán”
(Fuhr 2007: 5), en tanto Auschwitz se convierte en “fuente negativa de una
autoconciencia alemana postnacional e incluso antinacional, de una iden-
tidad que también podría revestirse de orgullo” (Fuhr 2007: 5). Sin duda:
la autoconciencia en Norbert Elias (Elias 1987: 57) y también en Jürgen
Habermas guarda en sí una clara semántica del orgullo, aunque por moti-
vos históricos no se nombra ni se descubre. Una mirada a la hitoria de la
terminología (Thurnherr 1998: línea 201) nos devela que autoconciencia y
orgullo mantienen una gran cercanía semántica el uno del otro.
Independientemente de si es acertada la opinión según la cual la
consideración habermasiana en torno al patriotismo constitucional se ha
convertido “indefectiblemente” en “la característica del estilo intelectual
imperante en la República Federal Alemana de los 80” (Fuhr 2007: 6),
me parece básico el hecho de que la autoconciencia propagada con tanta
contundencia por Habermas siempre apunta a una acción, a una configu-
ración de futuro, tal y como resalta en sus reflexiones de 1990 en torno a
“ciudadanía e identidad nacional”. En el centro se encuentra la conforma-
ción de una autoconcepción político-cultural:
Para ello se precisa menos la certidumbre sobre un origen común en el
medioevo europeo que una nueva conciencia política que se corresponda
con el papel de Europa en el mundo del siglo xxi. La historia mundial
sólo ha concedido hasta ahora a los imperios en ascenso o en decadencia
una sola oportunidad. Esto ha sido así tanto en el caso de los imperios del
Mundo Antiguo como en el de los estados modernos (Portugal, España,
Inglaterra, Francia y Rusia). Como excepción a la regla, Europa tiene aho-
ra en su conjunto una segunda oportunidad que, obviamente, no podrá
ser ya utilizada al estilo de la vieja política del poder, sino sólo desde las
renovadas premisas de la comprensión y del aprendizaje de otras culturas
(Habermas [1990] 1992: 651).
El juego semántico con los términos autocomprensión (Selbstverständ-
nis), autocerteza (Selbstvergewisserung) y autoconciencia (Selbstbewusstsein)
lleva aquí a la formulación de un análisis prospectivo, una esperanza, en
la que la segunda oportunidad no-imperialista descansa en una doble in-
clusión: en una unión que integra los “viejos” estados nacionales euro-

13 Le agradezco una vez más a Anne Kraume por haberme facilitado el dato.
Políticas afectivas y crítica prospectiva 45

peos y una concepción que se apoya en las experiencias de otras culturas


para incluirlas en una Europa polimorfa y –apoyándonos en lo dicho por
Fernando Ortiz– transcultural. Asimismo resuena en esta proclamada au-
toconciencia la dimensión del orgullo que aparece en otra cita de Haber-
mas (Fuhr 2007: 6). Según mi opinión, aquí será importante rellenar y
reorientar el ‘invento’ y el contenido semántico del término “patriotismo
constitucional”.
Me parece que tanto aquí como también en Norbert Elias se puede
más que sólo vislumbrar una dimensión del orgullo, que hasta ahora no ha
jugado un papel importante en la historia de la terminología y en la discu-
sión. Los ‘hallazgos’ semánticos en los matices de significación de una his-
toria del término ‘orgullo’, no solamente podrán ser complementados por
medio de innovativos ‘inventos’, sino asimismo modificados – también en
el sentido de una filología prospectiva a la que ya no importa la calamitosa
diferenciación realizada por Charles Percy Snow entre las Two Cultures, al
considerar las ciencias naturales para lo venidero y las ciencias filosóficas y
culturales para lo pasado.14
Porque de lo que se trata es de la dimensión del futuro, de lo prospec-
tivo. Si Jürgen Habermas al final de sus reflexiones se refiere a que allende
“la caravana del chovinismo del bienestar” (Habermas [1990] 1992: 659)
se está perfilando ya el camino hacia un “estatus cosmopolita”, que “ya hoy
se configura en las comunicaciones políticas a nivel mundial” (Habermas
[1990] 1992: 659) entonces se hace patente con toda cotundencia que en
este sitio la perspectiva histórica se abre hacia lo históricamente prospecti-
vo, para poder confeccionar el futuro bajo el signo de un orgullo conscien-
te de sus potenciales.
Ahora bien, tal remodelación del término “orgullo” se topa con dos
problemas: por un lado, la vectoricidad temporal interior del orgullo es re-
trospectiva y remite al orgullo por haber logrado algo en el pasado remoto
o cercano o algo que nos ha venido desde la historia; y por otro lado, que
en esta terminología predominan no tanto los mecanismos de inclusión
como más bien los de exclusión. Para ello daremos un breve ejemplo.
Hans Ulrich Gumbrecht remite en sus reflexiones en torno al orgullo
y los límites de lo tolerable, que orgullo es una palabra “de poco uso” y
allí donde aparece, suena “desmedido, pretencioso y muy conservador”

14 En cuanto a las perspectivas de una filología prospectiva véase el capítulo introductorio


en (Ette 2010).
46 Ottmar Ette

(Gumbrecht 2007: 681). Ante el telón de fondo de una “historia de la ter-


minología pobre en momentos de cambio interesantes” Gumbrecht hace
hincapié en “un aspecto más bien sorprendente” que algunas palabras más
adelante se condensa en una definición: “El orgullo surge reactivamente,
el orgullo surge a raíz de las provocaciones y las exigencias de un poder
jerarquicamente superior” (Gumbrecht 2007: 681). ¿Qué significa esto?
Aparte de que el romanista, que lleva casi dos décadas enseñando en
los Estados Unidos, incluyera esta disposición en el texto en forma de
pretexto para darle forma a la anécdota autobiográfica que le sigue, esta
formulación no solamente es interesante porque define el orgullo como
categoría de una convivencia bajo el signo de relaciones asimétricas de
poder, sino también porque esta conflictividad reactiva del orgullo –que
obviamente está lejos de cubrir todo el espectro significativo del término–
dota el punto de vista retrospectivo con una lógica que margina y excluye
al otro. La historia de Caín y Abel, que Gumbrecht toma como ejemplo
explicativo muestra, cuan homicida puede terminar esta variante del orgu-
llo que enfoca en su ensayo.
En dimensiones un poco más modestas que en el Viejo Testamento se
mueve el orgullo de forma reactiva, por ejemplo, cuando las exigencias no
vienen de Dios, sino del poder o de la sociedad que ofensivamente se acerca
con ellas al individuo. En el ejemplo que da Gumbrecht sucede cuando el
recargo de solidaridad se le sigue cobrando a aquellos que ya no pertenecen
a la comunidad solidaria de la República Federal de Alemania (Gumbrecht
2007: 687), o cuando “los fumadores naturalmente tienen que tomar en
consideración y respetar a los no fumadores, los sanos a los enfermos, los
dotados a los menos dotados” (Gumbrecht 2007: 688). El escenario del
terror se va extendiendo, porque “desde hace mucho ha empezado a impo-
nerse esta mentalidad en las dimensiones transnacionales y transculturales”
(Gumbrecht 2007: 688). La presión “de estar siempre abiertos para los más
variados fenómenos y exigencias de la alteridad” (Gumbrecht 2007: 690)
ha aumentado considerablemente. En el fondo, prosigue Gumbrecht, sus
reflexiones solo pretenden “evidenciar la potencia del orgullo como un
dispositivo, por medio del cual, desde la perspectiva individual, se puedan
mantener a distancia las exigencias externas” (Gumbrecht 2007: 690).
Así, el orgullo ha sido modelado como categoría de la convivencia,
aunque de una convivencia que bajo la presión de las llamadas exigencias
exteriores y bajo el signo de lo reacivo, fortalece el derecho del individuo a
Políticas afectivas y crítica prospectiva 47

sustraerse no solamente a intervenciones en la esfera privada, sino también


a obligaciones de solidaridad social legitimadas democráticamente.
La “reactivación de una postura y de un valor que tuvieron su auge en
los siglos premodernos y de la temprana modernidad” (Gumbrecht 2007:
690), practicada aquí con cierto cinismo, apunta hacia la construcción de
un orgullo –esto lo ponen de relieve los ejemplos expuestos en el ensayo de
tinte provocador– que se opone a cualquier formación de comunidades so-
lidarias, que pretenden incluir a los discapacitados en la sociedad, integrar
a los menos dotados en una comunidad de aprendizaje, aceptar estados
menos ricos en una comunidad de estados. No importa tanto si considera-
mos conservador o no tal interpretación del término orgullo (Gumbrecht
2007: 690), porque aquí el orgullo se vincula con aquella mentalidad, para
la que Jürgen Habermas logró encontrar esta bella fórmula de la “caravana
del chovinismo del bienestar” (Habermas [1990] 1992: 659) – precisa-
mente el orgullo por las posesiones y pertenencias.

6. Orgullo por la convivencia como valor nuevo

Cuando me preguntaron si quería participar en una conferencia sobre el


orgullo, en el contexto de ‘las políticas de la crítica’, primero revisé mis
apuntes en busca de notas que en algún momento hubiera hecho sobre
el tema. No lo había hecho. ¿No probaba esto lo dicho por Hans Ulrich
Gumbrecht, de que el orgullo era una postura perteneciente al pre- o el
temprano modernismo y por ende representaba un valor cuyo auge ya
había pasado?
No comparto esta opinión. Al contrario: podría tener delante de sí
sus mejores tiempos, aunque ya no de aquel modo que hasta ahora había
predominado y que descansaba en los mecanismos de exclusión de los más
diferentes tintes – ya sea aquellos de la procedencia noble, del nivel, del
sueldo más alto, la afiliación a la única religión que causa dicha, la perte-
nencia a un continente ‘civilizado’ o cualquier otro tipo de distinción. Esta
clase de orgullo nunca se terminará, pero tampoco hay bases en ella para
el futuro.
En sus reflexiones en torno al orgullo del escritor, Roland Barthes en-
contró una fórmula sencilla como respuesta a la pregunta de qué es lo que
se entiende por orgullo, en su cátedra acerca de La Préparation du roman el
48 Ottmar Ette

15 de diciembre de 1979: el orgullo (l’orgueil) es un “vieux mot, mais pas


forcément vieille chose” (Barthes 2003: 223). Sin embargo, no se podría
decir del orgullo, lo que Barthes sostenía acerca del discurso amoroso al
principio de sus Fragments d’un discours amoureux: “que le discours amou-
reux est aujourd’hui d’une extrême solitude” (Barthes 1995: 459).
Esto no tiene nada que ver con la circunstancia de que no es tan in-
frecuente el uso del lexema “orgullo” ya sea como sustantivo o como adje-
tivo: que uno a veces se sienta orgulloso a finales del año por lo que se ha
logrado, que los padres generalmente están orgullosos de sus hijos y que
uno, después de las peores derrotas se pueda retraer al último rincón de la
propia dignidad y formular, de que al fin y al cabo uno también tiene su
orgullo. Asimismo, el discurso político se sirve de este vocablo, aunque en
Alemania hay motivos históricos que han llevado a que por mucho tiempo
se usara el término con cautela y moderación. El lexema ‘orgullo’ segura-
mente no es ubicuo, aparece en el uso cotidiano con más frecuencia de lo
que se cree – también en Alemania.
Aquí, las llamadas de atención de partes políticamente interesadas, de
sentirse orgulloso de ser alemán tienen como modelo otros países en los
que, como por ejemplo en Francia o Suiza, en España o en los Estados
Unidos, hay un profundo orgullo nacional. Un vínculo típico entre un
latente orgullo nacional y un orgullo agudo a raíz de un gran logro se dio
por motivo de la salvación de los 33 mineros que el 13 de octubre de 2010,
bajo circunstancias extemas y la presencia masiva de la prensa internacio-
nal fueron devueltos a la superficie. Al lado de este movimiento hubo una
enorme ola de orgullo que pasó por un país que políticamente está muy
dividido; una ola que creció tanto en la prensa chilena que podía dar mie-
do.15 Aún en el discurso del presidente Piñera con motivo de la 65. Asam-
blea General de las Naciones Unidas en Nueva York poco tiempo después,
no podían faltar las alusiones al orgullo chileno. El acento enfático puesto

15 Le agradezco a Leonor Abujatum la recopilación de las citas extraidas de la avalancha de


formas de expresión del orgullo en la prensa chilena. Por ejemplo en El Mercurio (San-
tiago de Chile) encontramos una notable aglomeración de expresiones como “orgullo
nacional”, “orgullo por el paisaje”, “orgullo por la patria” o “Chile un país orgulloso de
sí mismo” o asimismo “orgullo patrio” etc. En un estudio de Visión Humana encontra-
mos bajo el rubro “Mirémonos: saber como somos” una investigación, en la que se le
hace una encuesta a diferentes grupos de personas sobre sus sentimientos de ‘orgullo’,
‘alegría’ u ‘optimismo’. Se pudo comprobar que el grupo de personas entre 45 y 54
años de edad era el que más orgullo sentían, seguido del 92,4% del grupo de personas
entre 65 y 80 años, mientras ‘sólo’ un 79,8% de los jóvenes entre 15 y 24 años sentían
orgullo.
Políticas afectivas y crítica prospectiva 49

en el convencimiento de que “los chilenos se sentían muy orgullosos de


ser una nación multicultural” se relativizó ante el telón de fondo de las
continuas huelgas de hambre de 34 indios mapuche, que protestan en
contra de la sistemática discriminación de su pueblo y su cultura, gracias
a la declaración (aunque referida al pasado) de “que por siglos no hemos
dado a nuestros pueblos originarios las verdaderas oportunidades que ellos
merecen y necesitan”.16 Un orgullo nacional de sencilla manipulación por
parte de la política, por momentos puede poner en segundo plano las de-
ficiencias, por ejemplo en la convivencia, pero no las puede desatender
perennemente o contribuir a la solución de conflictos.
Así como hay un discurso del amor, seguramente hay un discurso del
orgullo, cuyas figuras y coreografías se tambalean con la misma intensidad
como la desdiferenciación y el cambio de significado de diversos lexemas
de un mismo campo semántico. Se puede hablar aquí sin lugar a dudas de
diferentes culturas del orgullo. Si cada una de las historias de la termino-
logía es un proceso de traducción, entonces cada modificación semántica
marca una traducción a un contexto lingüístico e histórico cambiado. A
las traducciones intralingües entre diferentes lexemas de una misma lengua
se les aúnan –tal y como lo muestra desde un inicio la historia de la termi-
nología (Thurnherr 1998: línea 201)– procesos de traslación interlingües
entre diferentes lenguas, que en la actualidad se les añaden fenómenos de
traducción translingües, esto es, que cruzan las lenguas individuales.
Igualmente, las formas colectivas del orgullo son muchas veces expre-
sión de una política de identidad y sirven para modelar o modificar las
identidades nacionales, que en general (el ejemplo chileno es uno entre
muchos) manejan mecanismos de exclusión ocultos, por decirlo así, ‘de-
bajo’ de los mecanismos de inclusión. El orgullo nacional es una marca
importante en el juego de las fuerzas políticas. El mordaz comentario en
los Aphorismen zur Lebensweisheit, de que el orgullo nacional era el susti-
tuto barato para todos aquellos que “nada tienen de qué enorgullecerse”
(citado según Thurnherr 1998: línea 205), pone de manifiesto, que el tér-
mino habermasiano de patriotismo constitucional es el intento de buscar
una solución a un problema que no ha surgido solo a partir del siglo xx.
No obstante, se trata de una respuesta que debería completarse, corregirse

16 Citado según El Observatodo <http://www.elobservatodo.cl/admin/render/noti-
cia/18323&print=true> (12.08.2015).
50 Ottmar Ette

o transformarse si se apuntase directamente hacia el problema de la con-


vivencia.
Sin embargo, en este contexto surgen dos interrogantes, a saber, si es
por un lado posible, y por el otro, si se desea pensar el orgullo en relación
con la convivencia como un término del futuro y más aún, como una
fuerza prospectiva. El orgullo no se logra comprender solamente desde
la perspectiva de la emoción: sería más adecuado considerarla como una
fuerza y más todavía, como una fuerza vital.
En el intento por encontrar una respuesta habría que tomar no sólo en
cuenta que el orgullo en su calidad de figura pendular es un término del
movimiento, sino además preguntar qué vectoricidad temporal está inscri-
ta en esta alocución, porque a diferencia del miedo, que como miedo de
algo apunta desde el presente hacia el futuro, y a diferencia del amor y del
odio, que seguramente se enfocan más hacia el presente; el orgullo en su
forma de orgullo de algo viene acompañado de un componente elemental
retrospectiva, orientado en el pasado aunque se extienda hasta el presente.
Pero, ¿se podrá implantar o sacarle algún provecho a una orientación
prospectiva al orgullo o, dicho de otra manera: ¿se podría convertir el or-
gullo en una fuerza, en el sentido de una “estética de la fuerza” que fuera
capaz de cumplir, en su calidad de “enseñanza de la naturaleza del ser hu-
mano” esta naturaleza estética “en la diferencia, a la cultura de sus prácticas
adquirida por medio del ejercicio” (Menke 2008: 9)? Y finalmente: ¿se po-
dría convertir el orgullo visto de esta forma en una fuerza vital elemental
del hombre, en una fuerza que, gracias a la configuración de la convivencia
le abra el camino futuro a una convivencia en paz y diferencia?
Recapitulemos: el orgullo se identifica como una figura pendular,
porque acciona en él un estímulo que, –como lo vimos en José Lezama
Lima– se pone en movimiento casi como fuerza impulsora. Gracias a que
se puede comprobar la presencia de esta figura pendular en todas las his-
torias terminológicas –esto es, en el nivel de lo semánticamente hallado,
del ‘hallazgo’–, se ha inducido una dinámica del término, por lo que los
opuestos en sus campos de fuerza se rozan, chocan uno contra otro y por
tanto se movilizan. Así se logran perfilar campos de tensión y de conflictos
a lo largo de la historia terminológica, que son capaces de traducir, en su
calidad de espacios de negociación de la convivencia, la intermediación de
lo individual y de lo social en cierta vivencia y cierta actitud. El orgullo es
capaz de poner algo en movimiento, pero también –tal y como lo vimos
en Ortega y Gasset– inmovilizar a nivel individual y social. Para lograr una
Políticas afectivas y crítica prospectiva 51

redefinición prospectiva del término, el hallazgo tiene que ir acompañado


de un invento o reinvento del término, que nos permitiera fecundizar el
orgullo en su calidad de fuerza vital prospectiva de la convivencia para los
procesos culturales, sociales y políticos.
El punto de partida para un reinvento de tal índole podría ser que
el orgullo en relación con la convivencia pueda desarrollar no solamente
una vectoricidad retrospectiva sino también prospectiva. En su discurso
de agradecimiento en Estocolmo, Mario Vargas Llosa, el nobel de 2010
oriundo de Arequipa no sólo puso de relieve el orgullo por motivo del
homenaje, sino también por su origen o, mejor dicho: sus orígenes:
A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fa-
bricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios
mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los
constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán,
las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus
alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición ju-
deo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua
recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara tam-
bién el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación
a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos
que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo en-
tero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad
porque las tiene todas! (Vargas Llosa 2010: 6).

La convivencia de todo este mundo de culturas que se entrecruzan en el


Perú sin fusionar en una cultura guía fue todo menos pacífica durante
largos períodos de la historia y aún en la actualidad sigue siendo muy pro-
blemática, pero el párrafo expuesto contiene un homenaje del orgullo que
no se enfoca a una identidad, sino al cruce transcultural de todas las identi-
dades – un orgullo por la presencia de una convivencia, que es el resultado
heterogéneo de los procesos históricos de la transculturación.
La posición que representa el novelista peruano –y aquí podríamos
encontrar muchos elementos coumnes con Amin Maalouf– es antagónica
a un orgullo que cree poder recurrir a una unidad, a una sola procedencia
o fuente, para poder aprovechar esta aparente identidad fundamental ““qui
est souvent religieuse ou nationale ou raciale ou ethnique” para vivirla “fié-
rement á la face des autres” (Maalouf 1998: 9). Sin embargo, las identida-
des de tal índole no descansan en mecanismos de inclusión, como los que
desarrolla Vargas Llosa en el párrafo citado, sino más bien en mecanismos
52 Ottmar Ette

de exclusión que con frecuencia tienen rasgos homicidas y por tanto se


pueden convertir en identités meurtrières.
En una carta dirigida a su ex-esposa Friederike, Stefan Zweig le escri-
bió en septiembre de 1941 desde Brasil y unos cuantos meses antes de que
se suicidara en éste, su último país de exilio, que su libro Brasilien: Ein
Land der Zukunft, publicado ese año en seis diferentes lenguas, no tuvo
la aceptación entusiasta que él había esperado en el país de acogida: ellos
aman de su país precisamente aquellas cosas que no nos gustan y sienten
más orgullo por las fábricas y los cines que por el maravilloso colorido y
naturalidad de la vida.” (Zweig 2005: 313).17 Pese a todas las reservas que
con toda razón se puedan tener con relación al libro sobre el Brasil de Ste-
fan Zweig, me parece elucidador el llamado de una civilización del futuro
en el Nuevo Mundo que, ante el telón de fondo de la barbarie nacional-so-
cialista en el Viejo Mundo se formula como una crítica a un orgullo que
se orienta únicamente hacia los emblemas de una modernidad (europea) y
donde los brasileños no toman en consideración los aspectos enfocados ha-
cia la vida y la convivencia de la variedad de personas como una dimensión
maravillosa – en la que sigue presente lo merveilleux de los descubridores y
conquistadores europeos.
Pero era precisamente esto en lo que Stefan Zweig veía aquel aspecto
futuro en el que debería orientarse el orgullo de los brasileños y no en el
orgullo por una técnica como la que representaba ejemplarmente la Ale-
mania nacional-socialista con sus fábricas y sus semanarios. La renovada
perspectivación que trasluce aquí se podría considerar como un orgullo
por la convivencia. Si Brasil era para Stefan Zweig un país del futuro, en-
tonces no lo era en el sentido hegeliano, sino porque albergaba la promesa
de un mundo futuro de la convivencia.
Un orgullo por la convivencia de esta forma abocetado es, como un
impulso, como un estímulo, un valor que promueve la convivencia e in-
cluso se puede considerar una fuerza de cambio de la sociedad y promotora
de la comunidad en el sentido que se le perfiló con anterioridad. La acepta-
ción de Habermas, que Europa puede tener una segunda oportunidad sólo
en la medida en que se despida de su pasado imperial y comience a apren-
der de las otras culturas podría encontrar su fuerza impulsora en aquella
figura pendular del orgullo, de la que ya Voltaire hablaba en su artículo de
la Encyclopédie y donde resaltaba, que ya los matices más insignificantes

17 Véase para ello el estudio de (Muranyi 2010: 84)


Políticas afectivas y crítica prospectiva 53

en el uso de este término podría ser esencial para una comprensión ya sea
positiva o negativa (Thurnherr 1998: línea 202): precisamente entonces,
cuando el orgullo se vincule con la convivencia.
Seguramente se podrá encontrar en el orgullo por una convivencia
aquel aguijón de un riesgo potencial, que llevaría a cabo en el orgullo una
inmovilización y una cerrazón ante todo lo ajeno, todo lo nuevo, tal y
como lo vieron José Ortega y Gasset o Fernando Díaz-Plaja. Esto no se
debe sólo al hecho de que el orgullo es una cuestión de matices y dosifi-
caciones – como vimos al principio del ensayo. Porque el orgullo por una
convivencia siempre tiene inscrito la advertencia de no reposar y sentirse
seguro en la retrospectiva de lo logrado, así como la traducibilidad de las
culturas no se puede pensar como un proceso que se puede concluir en
cierto momento, que puede conservar de una vez por todas la diferen-
cia entre las culturas. Un orgullo inmovilizado puede llegar en cualquier
momento hacia aquella figura pendular de Todorov, que oscila entre una
negación y una negativización del otro.
Es precisamente en este sentido en que el orgullo por una convivencia
no sólo es un término del movimiento sino también un término de hori-
zonte, que para algunos puede parecer una utopía inútil en tiempos en los
que con toda tranquilidad estamos volviendo de una posible transcultura-
ción a una aculturación, en la que una cultura guía peculiarmente in-mo-
vilizada (fest-gestellt) se quiere propagar de aquella manera en la que una
sociedad medialmente “sarrazinada”18 cree poder deducir de las irrespon-
sables tesis de Samuel Huntington del llamado “choque de civilizaciones”.
Para una comprensión de nuestro tiempo, que en el sentido que le diera
Friedrich Nietzsche trata de sacarle algo futuro a lo que aparentemente no
va acorde con el tiempo, el orgullo por la convivencia sería un término de
horizonte que se enfrenta a los retos que le esperan a la humanidad del
siglo xxi: aquellos desafíos de convivir en paz y diferencia.
Las literaturas del mundo (universales) despliegan ante nosotros, con
su saber con/vivir continuado a lo largo de los milenios y cruzando las más

18 Muy acertada fue la confrontación que realizó Jakob Augstein en su contribución so-
bre el llamado debate sobre el exitoso libro escrito por el ex-ministro de finanzas de
Berlín, llamándolo un “libro de la perfidia” en contraposición al tan exitoso libro de
Indignez-vous! de Stéphane Hessel, un superiviente del campo de concentración de
Buchenwald, tildándolo como “Libro de la esperanza”, un libro que acompañaba una
discusión similar en Francia y los vinculó con la alusión a la importancia del orgullo
“en la vida de las naciones”. Véase Augstein, Jakob: “Im Land der Niedertracht”. En:
Spiegel Online (13.1.2011), <http://www.spiegel.de/politik/deutschland/s-p-o-n-im-
zweifel-links-im-land-der-niedertracht-a-739073.html> (12.08.2015).
54 Ottmar Ette

diversas culturas, el espacio de experimentación y ejercicio para aquellas


formas y normas de vida para la convivencia, que ponen a la disposición
un saber prospectivo para el futuro en la traducción de lo imaginable en
lo pensable, de lo pensable en lo escribible y de lo escribible en lo legible.
Depende de nosotros si queremos tornar el orgullo por la convivencia,
que ha encontrado su expresión vital densificada en el saber de vida de la
literatura, en fuerza para lo venidero.
Traducción: Rosa María S. de Maihold

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De la mimesis y el control del imaginario

Luiz Costa Lima


Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro

Los temas que discutiré aquí han ocupado mi pensamiento por más de 20
años, aunque no todos pueden ser abordados aquí. Por el contrario, este
ensayo sólo se referirá a tres de ellos: (1) el intento de repensar la noción de
la mimesis; (2) de forma paralela a este repensar, la idea de lo que he llama-
do el control del imaginario; y (3) el problema de la ficción. Espero ser capaz
de mostrar que este grupo inicial de tres principios están interrelacionados,
de tal modo que el segundo –la idea del control– es una consecuencia del
repensar la mimesis; que el problema de la ficción proviene de la idea del
control de lo imaginario y, más aún, que esto permite una nueva aprecia-
ción del concepto de mimesis. Será a partir de estas consideraciones que el
problema de la ficcionalidad requerirá de una divisón adicional: por un
lado, la ficción interna o literaria y, por la otra, la ficción externa. Esto, por
su parte, nos permitirá considerar: (4) la relación entre la ficción (interna
o literaria) y la poesía, que nos revelará una nueva forma de mimesis que
no se basa en la descripción de un estado, sino que acentúa su procesuali-
dad; y (5) los límites de la ficción (externa), un análisis que nos requerirá
considerar la idea de la pan-ficcionalidad – creadora de los valores sobre
los que se funda una sociedad o una cultura, así como de los discursos
dominantes que legitiman la aplicación de estos valores como un estándar
de verificación.

1. Repensando la mimesis

Es inútil reafirmar una vez más que la mimesis fue la primera gran teoría
creada por y para las artes de la antigua Grecia. La idea griega de la téchné
no calza con nuestra idea moderna del arte, y por lo mismo, se pensó que
la mimesis estaba asociada con ciertos tipos de objetos que para nuestro
entendimiento hoy resultan objetos artísticos y no técnicos. Tampoco ne-
cesitamos reexaminar en profundidad la oposición entre Platón y su gran
58 Luiz Costa Lima

discípulo Aristóteles. Basta decir que para el primero, los mimemata, es


decir, los productos de la mimesis, poseen un estatuto inferior, ya que se
subordinan al objeto material al que pretenden imitar y, por lo tanto, se
subsumen a lo que sería el único y real interés del conocimiento, la idea
(platónica). Consecuencia de esta inferioridad de la mimesis es que sus
productos no tenían lugar en la república ideal de Platón, excepto como
una especie de reforzamiento verbal o iconico del poder de sus gobernan-
tes y/o como entretenimiento para sus ciudadanos. En la Poética de Aris-
tóteles, sin embargo, nos encontramos en muchas ocasiones con el caso
contrario. Aristóteles no sólo caracteriza al hombre mediante la mimesis
–“El imitar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez [...] y tam-
bién el que todos disfruten con las obras de imitación.” (Aristóteles 1974:
135-136) [Capítulo 4 1448b5-b10]–, sino también considera a la metáfora
como el recurso más importante del habla – “lo único que no se puede
tomar de otro” [Capítulo 1459 a5-a10] (214). En efecto, su afirmación
fundamental es que la “la poesía es más filosófica y elevada que la historia”
(158) [Capítulo 9 1451 b5-b10].
A pesar de que es común la queja de que Aristóteles no proveyó una
definición precisa de aquello que él consideraba ser el fenómeno de la mi-
mesis, tal como no proveerá una descripción directa de conceptos funda-
mentales como la catharsis –lo que ha hecho que algunos conjeturen que
la obra ha llegado a nosotros sólo de manera fragmentaria–, el hecho es
que el interés intelectual en la Poética ha permanecido constante desde su
redescubrimiento en el Renacimiento por la inaugural Poetica d’Aristotele
vulgarizzata et sposta (1570) de Lodovico Castelvetro, hasta los recientes y
sustanciales comentarios en francés (por Rosely Dupont-Roc y Jean Lallo),
en inglés (por Stephen Halliwell) y en alemán (por Arbogast Schmitt).
Este continuo interés en la mimesis nos parecería extraño si conside-
raramos sólo un punto esencial: que, al menos desde Horacio (65 a.C - 8
d.C), la mimesis, comprendida como imitatio, se convirtió en la propiedad
principal de la poesía. Cuando Horacio dice en su Ars poetica que “Ficta
voluptatis causa sint proxima ueris” [“Las cosas inventadas (o fabulosas) son
más cercanas a la verdad”] (Halliwell 1986: 298), transmuta la verosimili-
tud (o probabilidad) aristotélica en proxima veris (más cercano a la verdad);
al hacer esto, como lo observa Stephen Halliwell, Horacio introduce “una
noción que... no tiene ninguna relevancia esencial para la estructura artísti-
ca como tal” (Halliwell 1986: 298).
De la mimesis y el control del imaginario 59

¿Cuál es la consecuencia de esta modificación radical? Al ser llevada


más cerca de la verdad, la mimesis comienza a adoptar a su vez una ten-
dencia más filosófica. Desde la Antigüedad, sin embargo, el arte ha mos-
trado una resistencia peculiar al imperativo filosófico y, por otra parte, los
romanos no compartían la propensión de los griegos por la especulación
filosófica. Por lo mismo, con el fin de aproximar a la verdad el producto
de la mimesis, fue necesario subsumir al arte a los preceptos retóricos. No
es casualidad que en su vertiente romana, la retórica perdiera el carácter
reflexivo que tenía en su tratamiento aristotélico; a partir de De Institutione
Oratoria de Quintiliano en el siglo I d.C, la retórica se transforma sus-
tancialmente en una descripción sistemática de procedimeintos estilísticos
–las así llamadas figuras del habla– que los oradores y escritores habían de
seguir.
En la medida en que no es la intención de este ensayo proveer una
cabal historia de la mimesis, podemos dejar de lado la contribución bizan-
tina a este problema. En su lugar, bastará decir que desde que los romanos
privilegiaran la retórica y hasta los poetólogos del Renacimiento, la mime-
sis en cuanto imitatio fue la preocupación central de los poetas y pintores.
Con esto, no queremos sugerir que este prestigio de la imitatio carezca de
interés o que persistió sin experimentar cambios internos. Sin embargo,
para el propósito de la presente discusión, sólo necesitamos recordar que
Castelvetro no siguió la alabanza de la poesía hecha por Aristóteles, sino
que además invirtió su posición con respecto a la historia. Puesto que la
poesía –y en especial el género renacentista par excellence, la épica– debía
pretender una obediencia ante la verdad histórica.
En breve: desde los tiempos de Horacio, pasando por los múltiples
poetólogos del Renacimiento, del Manierismo y del Barroco, hasta llegar
a las últimas décadas del siglo xviii, la imitatio fue la mot d’ordre y resultó
sin lugar a dudas muy dañina para numerosos poetas y pintores. La opre-
sión ejercida por el precepto de la imitatio sólo se vió interrumpida por la
primera manifestación del Romanticismo en el siglo xix – para ver esto en
operación basta sólo con examinar las dos series de fragmentos de Friedrich
Schlegel: “Kritische Fragmente” (1797) y “Athenäum Fragmente” (1798).
Esta somera mirada hacia el pasado a través de ciertos momentos claves
en la historia de la mimesis es insuficiente para apreciar este concepto en
todo su espectro, sin embargo necesaria para replantear el problema de la
mimesis; es decir, para repensarla fuera de la influencia de la imitatio. Para
hacer esto, debemos preguntarnos primero si estamos tratando de recu-
60 Luiz Costa Lima

perar un proyecto al que los románticos renunciaron. Ante esta pregunta,


debemos responder: “no, de ninguna manera”. Sin embargo, la respuesta
negativa invoca una segunda pregunta y nos impele a preguntarnos si no
estamos entonces intentando, en una especie de reconstrucción arqueoló-
gica, recuperar el viejo significado griego de la palabra ‘mimesis’ original.
Nuevamente debemos responder: “no, este no es nuestro propósito”. Pero
incluso si hemos respondido ambas preguntas negativamente, el planta-
miento de éstas sirve aún así un propósito. Si bien es un hecho conocido
–como lo dijimos con anterioridad– que la Poética de Aristóteles no provee
una definición precisa de lo que él entiende bajo mimesis, existen varias
pistas que nos permiten comprender de una manera bastante aceptable
qué es lo que este término quiere decir. Aquí sólo deseo enfatizar la razón
de por qué su concepto de este término no puede corresponderse con el de
la imitatio. Al explicar por qué los hombres experimentan placer al con-
templar mimemata, Aristóteles escribe:
Hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecu-
tada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más
repugnantes y de cadáveres. ... Por eso, en efecto, disfrutan viendo las imá-
genes, pues sucede que ... si uno no ha visto antes al retratado, no producirá
placer como imitación, sino por la ejecución, o por el color o por alguna causa
semejante (Aristóteles 1974: 136) [Capítulo 4 1448b10-b20].

Lo que este pasaje nos indica es que a pesar de que la concepción griega
del cosmos puede evidenciar algunas afinidades con una concepción cris-
tiana del mundo, el significado griego del cosmos se ha perdido irremedia-
blemente para nosotros y la divergencia entre estas dos perspectivas tiene
lugar con respecto al papel otorgado a Dios. De acuerdo con Aristóteles,
Dios es un motor inmóvil y por lo tanto, en la medida en que la creación
está absolutamente completa, no hay un lugar particular en ella para la
acción humana.
En mi opinión, Hans Blumenberg escribió el ensayo más cabal sobre
las consecuencias de esta divergencia cuando apenas despuntaba su carrera
como filósofo. Me refiero a su ensayo, “‘Nachahmung der Natur’. Zur
Vorgeschichte der Idee des schöpferischen Menschen” (1957) del que cita-
ré en alemán (con traducciones propias al castellano) algunos pasajes que
resultan fundamentales para comprender lo que él considera la concepción
griega del cosmos y las consecuencias que tiene con respecto a la mimesis.
Blumenberg escribe:
De la mimesis y el control del imaginario 61

…für Aristoteles alle generativen Prozesse der Natur [sind reguliert] durch
einen unverrückbaren eidetischen Bestand […]. Die Natur wiederholt sich in
ihrer Selbstproduktion ewig… (Blumenberg 2001 [1957]: 26). [...para Aris-
tóteles todos los procesos generativos de la naturaleza están regulados por una
inamovible existencia eidética [...]. La naturaleza se repíte a sí misma eterna-
mente en su autoproducción.]
Der Kern der aristotelischen Lehre von der tékhne ist, dass dem werksetzen-
den Menschen keine wesentliche Funktion zugeschrieben werden kann. Was
man die “Welt des Menschen” nennen wird, gibt es hier im Grunde nicht
[...]: er vollbringt, was die Natur vollbringen würde, ihr – nicht sein – im-
manentes Sollen (Blumenberg 2001 [1957]: 27). [El núcleo de la doctrina
aristotélica de la tékhne está en el hecho de que no es posible asignarle una
función esencial al hombre que actúa o pone en acción. En el fondo, aquí no
existe lo que se denominará “el mundo de los hombres” [...]: el hombre realiza
lo que la naturaleza realizaría, su deber ser inmanente y no el de él.]
Es bedarf keiner “Nachahmung der Natur”, weil die Natur für alles Notwen-
dige einsteht. Es gibt keinen legitimen Übergang von der Natur zur “Kunst”
(Blumenberg 2001 [1957]: 29). [La “imitación de la naturaleza” es innecesa-
ria, porque la naturaleza es responsable de todo lo necesario. No existe ningún
paso legítimo de la naturaleza al “arte”.]

En otras palabras, cuando el hombre aparece, el cosmos ya está formado,


completo y poblado en su totalidad. No existe ningún lugar vacío que el
hombre pudiera ocupar.
Una concepción del mundo como ésta resulta evidentemente incom-
patible con la concepción cristiana de Dios en cuanto creador. Según Blu-
menberg, no obstante, los inicios de la perspectiva cristiana aparecen con
la Stoa, y él los posiciona en las polémicas entre Posidonio y Séneca. Ante
el cosmos pleno de los griegos, él escribe:
Seneca [sieht zum erstenmal – freilich mit negativem Vorzeichen –] das au-
thentisch Menschliche des Ungenügens an der teleologischen Vorsorge der
Natur (Blumenberg 2001 [1957]: 29-30). [Séneca es el primero en ver –por
supuesto, como augurio negativo– la auténtica humanidad de la insuficiencia
ante la providencia teleológica de la naturaleza].

Al seguir esto, se abre el camino para una concepción diferente del cosmos,
de Dios, del lugar del hombre y, por último, de la mimesis. A pesar de que
yo discutiría que la diferencia aristotélica entre natura naturata y natura
naturans contradice en efecto la idea de un cosmos clausurado, abriendo la
posibilidad de un cierto grado de independencia en la mimesis, lo que aquí
nos interesa es ver que, independientemente del desacuerdo entre Platón
y Aristóteles, en la antigua Grecia no existían las condiciones sistemáticas
62 Luiz Costa Lima

para una concepicón de la mimesis que no estuviera basada en la similitud


o la semejanza entre la producción de la naturaleza y el mimema humano.
La tarea que aquí abordamos, a saber, la reconsideración del problema
de la mimesis y el desanclaje de su íntima combinación con la imitatio,
debe ser emprendida con mucho cuidado. La aproximación que he to-
mado es una que me permitirá seguir la trayectoria de mi argumentación
particular. No obstante, no sería injustificado preguntarse por qué no he
valorizado la separación romántica de todo este embrollo. La respuesta es
sencilla, puesto que los románticos rechazaron la imitatio en nombre de la
expresión de la individualidad – y esto resultó ser algo más bien problemá-
tico. Para ellos, la obra de arte es algo que difiere bastante de las ciencias en
general o de la filosofía, porque el arte sólo se interesa en la expresión de
la subjetividad de su autor. En otras palabras, si la concepción tradicional
y rechazada de la mimesis en cuanto imitatio establecía una relación entre
la realidad (o la existencia) y la obra –una relación considerada impropia
porque no dejaba lugar para el autor–, la desviación romántica, por su
parte, resaltaba en extremo la individualidad del autor en contra del papel
reconocido a la realidad (o la existencia). El resultado final de esta opera-
ción fue, por supuesto, la reinscripción de la mimesis en cuanto imitatio
al interior de la relación entre el autor y la obra. En efecto, la transforma-
ción efectuada aquí consiste meramente en el cambio del polo externo, la
naturaleza o una escena objetiva, por una escena interna – la subjetividad
del autor.
Si rechazo una perspectiva de este tipo es porque mi pensamiento par-
te de la idea de que ninguna concepción del arte será de valor si no toma
en consideración un triángulo preliminar que incluye, por un parte, el
entorno motivador o condicionante (llámese realidad o existencia), por la
otra, el agente de la obra, y en el medio, la obra de arte en sí misma. Este
triángulo no excluye ninguno de los términos, sino que los considera en
relación mutua – y esto es válido en una extensión tal, que incluso al refe-
rirme al ‘agente de la obra’, intento proveer un espacio tanto para el autor
como para el lector. Por lo mismo es que creo indispensable repensar el
problema de la mimesis. Puesto que si la historia del concepto de la mime-
sis es capaz de enseñarnos alguna cosa, ésta es que la mimesis debe partir
de un componente del objeto mismo (el mimema) en vez de una considera-
ción universal (el carácter del cosmos) o de una individual (la constitución
particular del autor). He intentado alcanzar este equilibrio en mi obra al
insistir que la mimesis no debe confundirse con la imitatio, porque aparte
De la mimesis y el control del imaginario 63

del componente que ya hemos visto operando en la mimesis –es decir, la


semejanza–, opera también otro simultáneamente: la diferencia. Esta in-
sinuación pareciera contravenir una comprensión intuitiva y puede muy
bien provocar la pregunta “¿diferencia con respecto a qué?”. A lo que yo
respondería inmediatamente señalando que es la diferencia con respecto al
supuesto objeto o estado de ánimo que se representa. Semejanza y diferen-
cia funcionan en un proceso dialéctico peculiar dentro de la producción de
la mimesis. Esta es la razón por la que he intentado desarrollar una definición
rehabilitada de la mimesis precisamente como la producción de la diferencia
dentro de un horizonte de la semejanza.
Al hacer esto, estoy consciente de atribuir una gran responsabilidad a
estos dos términos algo imprecisos: semejanza y diferencia. También estoy
consciente de que parecería fácil rechazar esta definición de la mimesis,
basándose en el hecho de que los más renombrados defensores de la imi-
tatio jamás alegaron ni defendieron una transparencia completa entre la
materia externa que motiva la imitación y la obra de arte. Esta objeción,
sin embargo, no niega efectivamente mi propuesta, aunque para ver por
qué debemos proceder con cautela, demos un paso a la vez.
Primero que todo, necesitamos repensar un concepto que está impli-
cado en la pregunta planteada, es decir, el problema de la representación.
Hablar sobre la representación supone comúnmente la oposición entre un
sujeto y un objeto. Esto es cierto, sin embargo, sólo en la concepción clá-
sica de la representación, de acuerdo a la cual la representación designa la
imagen mental de algo que está por aquello que se encuentra ante el suje-
to o que el sujeto considera mentalmente. Esta no es, por supuesto, una
concepción de la representación que según mi opinión debemos aceptar.
De hecho, considero que la representación es un efecto provocado en un
sujeto por un fenómeno (objetivo) que está ante el sujeto o, de otro modo,
un efecto puramente subjetivo producido al pensar o recordar algo o a al-
guien. En la concepción clásica, se supone que la representación reproduce
mentalmente la cosa o el fenómeno con el que la mente está ocupada.
En la concepción revisada que ofrezco aquí, en cambio, la representación,
independientemente de su naturaleza (sea artística, científica, sicológica,
etc.), siempre tiene el carácter de un efecto. Toda representación es un efec-
to-representación. En breve, con la excepción de intercambios completa-
mente automáticos, toda representación provoca una reacción afectiva más
o menos intensa. Es por esta razón que Blumenberg afirma que “la percep-
ción es de cierto modo un automatismo” (2007: 32) – y esto es así, porque
64 Luiz Costa Lima

comúnmente percibimos lo que ya estábamos esperando. No obstante, el


punto importante es que la percepción es aquí un automatismo sólo hasta
un determinado momento y las consecuencias de esta sutil variación son
muy significativas.
Para regresar al problema del arte, lo que esto implica es que lo que la
mimesis representa se produce por un efecto en el aparato sicológico del
autor, aunque esto provocará un efecto diferente en el receptor. Una obra
existe y vive sólo en el fuego cruzado de los afectos producido en sus recep-
tores – una obra de arte firma su sentencia de muerte, en el instante en que
no provoca una reacción afectiva en el receptor.
Dentro de este dominio, sin embargo, debemos diferenciar entre dos
tipos de mimesis. La forma más general de la mimesis se llama mimesis de
representación. En la pintura se caracteriza por la descripción de una figura,
de un paisaje o de un objeto; en una obra de arte verbal, como la prosa o
la poesía, por la representación de un estado de ánimo. Para formular esto
de una manera más compleja, podemos recurrir a dos breves pasajes de
Simmel. El primero se refiere a la realidad de la forma estética: “por más
supraindividual que sea la forma en relación con la realidad empírica, esta
forma permanece algo individual en relación con la indiferenciada totali-
dad del ser” (Simmel 1916: 87). La propiedad de la distinción realizada
aquí se hace evidente en conexión con un segundo pasaje: “Allí donde el
observador ideal resulta un factor determinante, lo individual se repliega
en deferencia a una forma de generalización [Verallgemeinerung], como si
existiera una humanidad general que gobierna, por decirlo de algún modo,
la circulación libre” (Simmel 1916: 81). En la medida en que Simmel con-
sideraba que esta actitud era propia de la concepción clásica del ser huma-
no, el clasicismo quedaría en consecuencia vinculado al sentimiento de
que “lo semejante sólo puede ser reconocida por lo igualmente similar”
(Simmel 1916: 81).
No es accidental que Simmel desarrollara estas consideraciones sobre
algunos aspectos de la pintura del Renacimiento con el objetivo de con-
trastarlas con las de Rembrandt. En otro milieu artístico, sin embargo –en
la prosa verbal del siglo diecinueve–, podríamos decir que los caracteres
acuñados por Balzac o Flaubert, a pesar de estar muy bien individualizados
con rasgos individuales, en sus peculiaridades formales terminan remitién-
dose a una generalización de la ‘humanidad’. La razón parece ser muy
simple: en la medida que la mimesis no se confunde con la realidad empí-
De la mimesis y el control del imaginario 65

rica y que las obras de arte son productos de la mimesis, la forma en ellas
adquiere una configuración supraindividual.
Aparte de esta primera especie de la mimesis, he explorado una segunda
que denomino la mimesis de la producción. Con mimesis de la producción,
no me refiero a la descripción de algo –un objeto material o un estado
de ánimo– que existiría independientemente de su transfiguración formal;
aquí nos enfrentamos en cambio con un proceso de creación que aparece
en el mismo momento en que es percibido por el receptor. En esta mimesis
de producción, entonces, el oyente o el lector tienen la sensación de ser
testigos del proceso mismo de decodificación realizado por el ‘ojo de la
mente’en el momento de la producción artística que ya se ha llevado a cabo.

Figura 1: Piet Mondrian: Composition No. 10


(Pier and Ocean), 1915. Pintura al óleo en pantalla.
85x108 cm. Rijksmuseum Kröller-Müller, Otterlo.

Una segunda forma de aproximarnos a esto nos la provee un comentario


–sobre el cual me extenderé más adelante– hecho por van Doesburg en
1915 sobre la pintura de Mondrian “Composition 10 in black and white”
(ver Figura 1):
La tarea que Mondrian se impuso a sí mismo... es efectuada con gran éxito.
Espiritualmente, esta obra es más importante que todas las otras. Transmite
la impresión de Paz; la quietud del alma. En su construcción metódica, el ‘lle-
gar a ser’ es más potente que el ‘ser’. Este es un fenómeno puramente artístico,
puesto que el Arte no es ‘ser’ sino ‘llegar a ser’. Este ‘llegar a ser’ es retratado
en blanco y negro... Restringir sus medios a lo mínimo y aun así, transmitir
66 Luiz Costa Lima

una declaración artística de una pureza tal con sólo pintura blanca sobre un
lienzo blanco y líneas perpendiculares y horizontales, es un logro extraordi-
nario... Mondrian es consciente del hecho de que una línea ha adquirido un
significado profundo. Aquí, una sola línea se ha vuelto casi una obra de arte
y no es posible tratarla más de manera casual, como sería posible hacerlo
cuando el arte se preocupa de representar cosas vistas (Bois y Mondrian 1995:
170, énfasis mío).

En otras palabras, la pintura adquiere su autonomía sólo con la ayuda de la


economía de sus medios expresivos.
Y esta autonomía adquiere un carácter peculiar a través de la ausencia
de colores y de objetos figurativos, ya que al usar sólo líneas blancas y ne-
gras dispuestas en un arreglo casi circular, nos resulta difícil identificar al
océano y al puerto. La peculiaridad de esta composición pictórica consiste
en transformar lo no-reconocible en lo reconocible: el océano y el puerto se
articulan en la concretización de algo que de otro modo sería inexpresable,
puesto que aparece sólo como una composición abstracta de trazos simi-
lares. Esto quiere decir que la multiplicación, con sutiles variaciones, de la
misma y simple figura –una barra vertical aparejada con una o dos barras
horizontales en uno u otro de sus dos extremos– condensa tanto al puerto
como al océano. Para decirlo de otro modo, la multiplicación de una figura
elemental sujeta a una serie de variaciones produce una condensación de la
superficie líquida y de la construcción sólida de tal forma que aquello que
no podía ser reconocido previamente –puesto que no hay ningún objeto
figurativo– aparece aquí, y sólo aquí, a través de la multiplicación y la va-
riación, y se vuelve algo visualmente comprensible. En breve, el espectador
de esta pintura –como el lector de un libro o de una revista académica–
tiene la oportunidad de embarcarse en un viaje mental, en cuyo curso se
configura una concreción inesperada. Al hacer esto, Mondrian entra en un
milieu inter-subjetivo, y se sobrepone a la ausencia de lenguaje inherente
a este medio.

2. Control del imaginario

El mejor modo de introducir el control del imaginario es haciendo énfasis


en dos puntos: (a) quizás no es tan atrevido decir que el control surge de
la misma raíz que produjo la reducción de la mimesis en imitatio. Y al
decir esto, podemos ver cómo la sección previa de este ensayo –repensar
De la mimesis y el control del imaginario 67

la mimesis– sobredetermina la presente discusión que tiene que ver con el


control. En términos sencillos, la historia del control del imaginario es un
corolario de la historia de la mimesis al ser reducida a la imitatio y cada una
de ellas nos provee una ventana a la otra.
Lo que me interesa, sin embargo, es establecer un vínculo claro entre el
mecanismo de la imitatio y el control del imaginario. No me parece difícil
concebir este vínculo: el deber de obedecer el precepto de la imitatio fuerza
al pintor o al poeta a seguir patrones (argumentos, ideas y creencias) que
ya han sido aceptados y/o promovidos por los poderes establecidos; (b) de
este modo, podemos ver cómo el control corre paralelo al establecimiento
de un poder central. Con él se propaga y acepta un conjunto de valores
determinados, mientras que otros se proscriben. Un buen ejemplo de este
control y su corolario –con lo cual me refiero a la valoración de obras que
ayudan a legitimar ciertos poderes– puede encontrarse en la novela de Her-
mann Broch Der Tod des Vergil (1958), especialmente en la tercera parte
en la que el emperador Augusto busca convencer a un agonizante Virgilio
de que en cuanto ciudadano romano tiene la obligación de entregar el
manuscrito de su Eneida. ¿Era Augusto un celoso amigo o un ferviente
admirador del poeta? No necesariamente, pero lo que sí es cierto es que era
suficientemente inteligente para saber que la épica de Virgilio ayudaría a
legitimar al Imperio Romano.
Espero que estos pocos puntos sean suficientes para destacar este cu-
rioso y muy desatendido rasgo del arte – del arte verbal, al menos, y po-
siblemente de otras formas de arte también. Es bien sabido que el arte no
tiene ningún poder y sin embargo es capaz de conmover profundamente
las emociones humanas. Según me parece, esta es la razón por la que el arte
ha sido por siglos objeto de extrema preocupación tanto para las autorida-
des religiosas como para las estatales, ya que puede servir para encausar las
emociones hacia formas socialmente aceptables.
Mientras que todo esto sirve como una buena introducción para la
pregunta por el control, antes de referirnos directamente a esta pregunta
resulta necesario preparar las bases un poco más. Primero que todo, se debe
enfatizar que el problema del control no es sólo un nombre diferente para
el conocido problema de la censura. La censura opera haciendo uso de una
norma positiva, mientras que el control opera en las sombras. La censura es
un acto material, llevado a cabo por diversos y diferentes agentes de seguri-
dad, mientras que el control supone una interdicción potencial. El control,
por decirlo así, es una especie de espada de Damocles, que suspendida
68 Luiz Costa Lima

sobre las cabezas de sus vasallos, les señala que una cierta práctica –como
escribir una novela en vez de una épica en el Renacimiento– puede pro-
ducir consecuencias desagradables. Un fenómeno como éste permanecería
inexplicable sin recurrir a la pregunta por el control, que para presentar
algo como heroico solicita ciertos caracteres o ciertas actitudes, modos y
usos de un código verbal o pictórico. En breve, el control impone valores
que no van en contra de un panteón establecido.
Esto no sugiere que los mecanismos de control son idénticos a las co-
nocidas formas de la crítica ideológica. Sin embargo, es quizás por esta
proximidad algo incómoda que la pregunta por el control no aparece en
las reflexiones críticas contemporáneas. Sí, el control forma parte de la
ideología. Pero mientras la ideología tiene un carácter político manifiesto,
el control identifica un desacuerdo más general. La diferencia entre estas
posiciones puede parecer sutil, pero es importante, porque no son idénti-
cas entre sí. La reticencia ante el Tristram Shandy de Sterne por las élites
o clases dirigentes inglesas, por ejemplo, no responde a razones políticas,
sino a su falta de consideración de la veracidad histórica y su desprecio a la
linealidad de las formas narrativas aceptables.
Al considerar este problema, el análisis del control es interesante no
sólo porque nos permite comprender de mejor forma un cierto orden so-
cial, sino también, paradojalmente, porque estimula al artista a desarrollar
recursos que parecen contradecir a este control, más que respetarlo. Esta
es la razón por la que hablamos de “Don Quijote de la Mancha”, puesto
que esta era la región en la que vivía. Pero al decir “de la Mancha”, también
referimos al hecho de que era un “manchego”, lo que equivale a decir que
pertenecía y venía de la mancha. En ese tiempo, por supuesto, esta era una
forma para referirse a los judíos que habían sido recientemente expulsados
de España en nombre de la pureza de sangre y de religión. Sin querer in-
dicar aquí ninguna intención autorial, resulta de todos modos importante
notar que al hacer “manchego” a Don Quijote, Cervantes puso a su per-
sonaje en proximidad inmediata con aquellos que habían sido expulsados
por los “reyes católicos”.
Pero consideremos ahora la pregunta por el control en términos más
concretos. ¿Cómo funciona el control en instituciones, como los medios
de comunicación o la universidad? En el primer caso, la respuesta parece
sencilla. En la medida en que los medios de comunicación están legiti-
mados como un vehículo para todos los niveles de la población, no se
los considera como un lugar apropiado para piezas experimentales. Puesto
De la mimesis y el control del imaginario 69

que los segmentos más cultivados de la población son en su mayoría una


minoría, el espacio en los medios de comunicación para temas menos sen-
sacionalistas y para una reflexión más sobria se está volviendo cada vez
más estrecho. De este modo, se genera un cortocircuito: mientras que los
consumidores de los medios se alimentan con un nivel de mediocridad, las
minorías cultivadas están confinadas a pequeñas islas. O, cuando entran
en la arena de los medios, lo hacen como actores o realizadores y no como
intelectuales; no como aquel que cuestiona el status quo, sino como aquel
que realiza un espectáculo de cuestionamiento, mientras que en la realidad
existe y de manera muy confortable dentro del status quo (en términos de
estatus, prestigio, dinero).
En las universidades, el problema no es menos serio. No obstante,
debemos ser cuidadosos en no generalizar impropiamente. Como primera
aproximación a este contexto, yo sugeriría que el mecanismo de control
se manifiesta aquí a través de los fenómenos como la corrección política,
listas (cerradas) de obras canónicas y la estimación privilegiada de ciertas
culturas por sobre otras. Esto, sin embargo, no quiere decir que las culturas
marginales sean siempre las únicas víctimas del control. Un control de este
tipo se manifiesta también al interior de las culturas marginales, aunque de
diferentes maneras. En principio, los intelectuales de áreas marginales (y
yo me considero perteneciente a este grupo) se ven a sí mismos con pro-
funda desconfianza, salvo si las ideas que propagan están legitimadas por
un nombre (sea un concepto o un autor) consagrado en una área metropo-
litana. Los brasileños, en efecto, nos sentimos un tanto incómodos cuando
recordamos las observaciones de un escritor satírico, quien decía que no-
sotros los brasileños padecemos el complejo del perro callejero (vira-lata).
Otra aproximación que tiene consecuencias más amplias, pero que to-
davía se mantiene dentro de la universidad, sea tal vez reconocer la impor-
tancia del mercado como la gran herramienta contemporánea del control.
Supongamos, por ejemplo, que un determinado académico o una deter-
minada académica mantiene una reconocida actitud contraria al capita-
lismo. En un principio, es posible que no encuentre ningún puesto en las
universidades occidentales. Pero si la administración de esas universidades
cae en cuenta que sus exposiciones teóricas atraen a un gran público y
que al mismo tiempo no tienen ninguna posibilidad de alborotar la arena
política, o que demuestran la capacidad de ser domesticadas mediante un
liderazgo prudente, es muy probable que él o ella sea cortejado por las
universidades occidentales de más alto nivel, consiguiendo así un lucrativo
70 Luiz Costa Lima

empleo. Si observamos este problema ante un escenario de este tipo, es


posible considerar la proliferación de estudios de base marxista en las uni-
versidades occidentales a partir de la Segunda Guerra Mundial, en última
instancia, como el triunfo del capitalismo. El mercado es el controlador
par excellence de la universidad moderna y lo ha sido desde por lo menos la
segunda mitad del siglo veinte, al igual como la Razón y el cientificismo lo
fueron en los siglos dieciocho y diecinueve respectivamente, y como Dios
y la religión lo fueron en los siglos precedentes en los inicios de la univer-
sidad en el medioevo.
En breve, el control es un mecanismo para desincentivar los cuestiona-
mientos radicales del stauts quo –sea lo que esto sea, dependiendo del con-
texto histórico y cultural– y a la vez un proveedor de incentivos que per-
mitan cuestionamientos menos radicales o preguntas que operan dentro de
límites prescritos y cuyas respuestas –a menudo sabidas de antemano– no
perturban este status quo. Ahora bien, para que este poder se establezca
–para que se revista de la ‘verdad’ o la ‘realidad’ o la ‘naturaleza’– es necesa-
rio un gran esfuerzo imaginativo, y es por esto mismo que comenzamos a
apreciar por qué los mecanismos de control intentan desarraigar cualquier
divergencia con su poder y por qué, entonces, puede considerársele, en lo
fundamental, un control del imaginario. Si en primera instancia somos ca-
paces de identificar los puntos de convergencia entre el poder establecido y
la imaginación individual –siendo estos los que forman el circuito del con-
trol–, entonces la rehabilitación de la mimesis en cuanto producción de
diferencias puede representar para el intelectual una poderosa herramienta,
que lo ayude a preservar, al menos, una parte de su libertad.

3. Ficcionalidad

Mis reflexiones en torno al problema de la ficción no son una digresión


con respecto a los dos problemas previos, sino más bien un desarrollo ne-
cesario.
Desde un punto de vista histórico, resulta sintomático que el concepto
de la ficción haya quedado desatendido durante siglos por la reflexión filo-
sófica seria. En el caso de los griegos, a partir de su concepción cerrada del
cosmos, es bastante comprensible que su palabra para referir a la ficción
–plasma– no se haya desarrollado en un concepto. Sin embargo, ¿qué es lo
De la mimesis y el control del imaginario 71

que sucede con la intelectualidad que tenía al latín como lengua? En latín,
fictio tenía dos significados: podía emplearse en el sentido de la poiesis grie-
ga, significando ya sea hacer o crear, o podía referir a una ilusión o falsedad.
Si la rareza del primer uso antes de la decadencia romana se explicar por la
connotación de la imitatio (como ya lo examinamos ampliamente), desde
el advenimiento de la cristiandad como la religión oficial de Roma –y, por
supuesto, de las antiguas colonias romanas luego de la caída del Imperio–
la identificación de fictio con el segundo sentido (el de la falsedad) fue una
consecuencia natural del monopolio teológico y de la concepción cristiana
de Dios como todopoderoso. Pensar a la ficción como un equivalente de
la poiesis significaría que al hombre se le habría conferido un poder que de
otra forma era exclusivo de Dios: el poder de la creación.
Concordantemente –y si consideramos esto en los términos del con-
trol del imaginario–, la composición, circulación y legitimación de un gran
poema cristiano como La Divina Commedia sólo fue posible en la medi-
da que Dante la concibió como un poema que podríamos describir de la
manera más precisa como un poema teológico. Sin embargo, ante la pre-
gunta de si el poeta pudiera considerarse entonces como un teólogo –una
pregunta que efectivamente fue postulada durante el Renacimiento–, los
mecanismos de control rechazarían con rapidez esta posibilidad. Por esta
razón se entiende que durante la Edad Media un gran poeta como François
Villon fuera considerado un extraño y que un escritor tan grande como
Rabelais ocupara una posición marginal.
A pesar de que sin duda alguna sería posible mostrar que este mismo
rechazo de la ficción continúa con las primeras gran figuras del pensamien-
to moderno –Bacon y Descartes–, prefiero notar aquí que el primer trata-
do sobre la ficción (que, sin embargo, nunca se culminó) fue escrito a prin-
cipios del siglo diecinueve (a partir de 1814) por Jeremy Bentham y sólo
publicado en 1932 por C. K. Ogden bajo el título de Theory of Fictions.
En el entretanto, la pregunta por la ficción permaneció tan desatendida
que habrá que esperar todo un siglo para que el problema sea mencionado
nuevamente, esta vez por Hans Vaihinger, quien durante la Primera Gue-
rra Mundial regresó a esta pregunta en su Die Philosophie des als ob (1913),
una obra en la que, por supuesto, no se hace ninguna mención a Bentham.
No obstante, si bien ambos se hacen cargo de la pregunta por la ficción,
ni Bentham ni Vaihinger estaban interesados en la ficción como un pro-
blema literario. Esto explica, por supuesto, por qué sus obras no tuvieron
ninguna influencia en la concepción de la literatura, especialmente en la de
72 Luiz Costa Lima

la novela, que se desarrollaría desde finales del siglo diecinueve hasta bien
entrada la segunda mitad del siglo pasado – el período en el que la ficción
en cuanto problema literario se volvería finalmente un tema central para el
gran teórico alemán Wolfgang Iser, principalmente en su obra Das Fiktive
und das Imaginäre. Perspektiven literarischer Anthropologie (1991).
Las ideas de Iser se separan de la ortodoxia crítica con respecto a la
perspectiva literaria sobre la idea de la ficción, desarrolladas desde The Art
of Fiction de Henry James (1884). James no elaboró una teoría propia y
desde la primera página queda en evidencia que él se queja sobre la au-
sencia de una teoría tal. “Sólo hace muy poco tiempo –dice de la escena
inglesa– que existía en el extranjero un sentimiento cómodo y afable de
que una novela es una novela, tal como un budín es un budín...” (James
1884: 44). Desde esta perspectiva, resulta también interesante notar que
James considera que el obstáculo que previene la formulación de cualquier
teoría de la ficción dice relación con “la vieja hostilidad evangélica hacia
la novela” (James 1884: 44). Sin embargo, la validez de James en tanto
proto-teórico de la ficción es limitada por su reticencia a considerar cual-
quier otra perspectiva salvo el lugar común de que la novela tenía “que
representar la vida”. Al tener esto en cuenta, no resulta tan extraño que un
crítico norteamericano como Joseph Frank haya dicho más recientemente,
aunque en la misma veta que James, que “la dimensión de la profundidad
histórica ha desaparecido del contenido de las obras más grandes de la li-
teratura moderna”, en un movimiento en el que “la imaginación histórica
(se transforma) en mito” (Frank 1991 [1945]: 63).
A lo que todo esto apunta es a que existe un abismo entre la produc-
ción artística, de un lado –más específicamente las obras literarias–, y la re-
flexión teórica, del otro. Henry James comprendió muy bien, sin embargo,
que el lugar que habría de ocupar la novela sería uno falso de no existir a
su vez una meditación sobre su significado. Pero el problema es mayor que
sólo el de la novela. Si no comprendemos lo que implica el hecho de que
todas las obras literarias –ya en prosa o ya en poesía– sean productos ficcio-
nales, corremos el riesgo de reducir su importancia a la de ser subproductos
de la historia o mero entretenimiento gracioso. Por supuesto que una obra
de prosa o de poesía puede ser entretenida, en la medida en que ser una
obra de ficción es a la vez también una cierta forma de juego; pero es un
juego que tiene la peculiaridad de ser también una ficción, lo que quiere
decir que tiene como su raíz la cláusula “como si”. Esta cláusula “como
si” no es necesariamente una fantasía o una actividad compensatoria, sin
De la mimesis y el control del imaginario 73

embargo sí provee una perspectiva oblicua sobre nuestras propias vidas


y organizaciones sociales. En otras palabras, suscita un cuestionamiento
fundamental y provee los fundamentos para hacerlo. En este sentido, la
literatura tiene un carácter ficcional en la medida en que es auto-reflexiva,
y este aspecto de ella es el que cumple una actividad crítica. Esta habilidad
depende de manera fundamental de la interrelación de la semejanza y la
diferencia, que –como ya lo hemos visto– son los componentes del fenó-
meno de la mimesis.
Esto me lleva a una observación final. A pesar que el término ficción
es un lugar común, como lo hemos visto, su teorización es sólo reciente.
En términos de la prosa literaria –con lo que me refiero a la novela y al
cuento– tiene la ventaja de oponerse a métodos puramente documenta-
les, de acuerdo a los cuales el valor literario dependería de su ajuste a las
condiciones socio-históricas, lo que quiere decir, la medida en que ésta se
identifica con el mundo que la rodea. En esto es también verdad que la
aproximación ficcional no debe confundirse con las así llamadas formas
de análisis textual o inmanente. En efecto, la ficción literaria, así como la
concebimos, no puede ser pensada salvo al interior de un marco formado
por una mimesis reconfigurada; o sea, por la producción de la diferencia.

4. Ficción y poesía: al tratar con un cierto Celan

Si las reflexiones respecto a la ficción literaria no carecen de precedentes ni


son inusuales, no podemos decir lo mismo à propos de la poesía. En efecto,
considerar los géneros poéticos como tipos de discurso ficcional es una ta-
rea mucho más complicada. Normalmente hablando, en la medida en que
los géneros poéticos carecen de trama, el núcleo ficcional de la poesía reside
en el mismo arreglo de las palabras. Los modos en los que esta operación
tiene lugar en la poesía se hace más evidente si prestamos atención a un
ejemplo específico. Para este fin, deseo concentrar mi atención en la obra
de Paul Celan, un poeta rumano proveniente de Czernowitz.
Hay dos consideraciones cruciales que debemos tener en cuenta al
aproximarnos a la vida y la producción poética de Celan. La primera es un
evento, el Holocausto (Shoah) en el que perdió a su padres, su comunidad
y todo sentido de pertenencia y conexión con su pueblo. La segunda es
el hecho de que el alemán, la lengua que jamás abandonó, era también la
74 Luiz Costa Lima

lengua de aquellos que asesinaron a sus amigos y familiares. A través del


análisis de dos poemas de Celan, deseo mostrar la conexión entre estos
factores determinantes y ciertas características de su poesía. El primer poe-
ma que deseo examinar apareció sin título en 1967 en el libro Atemwende.
La traducción al castellano de José Luis Reina Palazón dispuesta junto al
original en alemán es la siguiente:

Paisaje con criaturas de urnas. Landschaft mit Urnenwesen


Conversaciones Gespräche
de boca de humo a boca de humo. von Rauchmund zu Rauchmund.

Comen: Sie essen:


la trufa de los trastornados, un trozo die Tollhäusler-Trüffel, ein Stück
de poesía insepulta, unvergrabner Poesie,
encontró lengua y diente. fand Zunge und Zahn.

Una lágrima retorna a su ojo. Eine Träne rollt in ihr Auge zurück.
La izquierda, Die linke, verwaiste
la mitad vacía de la concha Hälfte der Pilger-
de peregrino –te la regalaron, muschel – sie schenkten sie dir,
después te ataron– dann banden sie dich –
alumbra auscultando el espacio: leuchtet lauschend den Raum aus:

el juego a las canicas contra la muerte das Klinkerspiel gegen den Tod
puede comenzar. kann beginnen.
(Celan 2004: 228) (Celan 2000: II, 59)

Para comprender un poco más el lenguaje elíptico y sumamente compacto


de Celán, vale la pena recordar un pasaje de Otto Pöggeler, quien declara:
En la “Landschaft” de Atemwende, los muertos de los campos de exterminio
envían al poeta con la mitad de una de las conchas del peregrino (“Pilgermu-
schel”, coquille Saint-Jacques) para que en el “Klinkerspiel contra la muerte”
busque la otra mitad. Al interpretar el poema y sus relaciones con motivos de
Mallarmé, la conclusión a la que se llega es que Celan se sometió a sí mismo a
las ambiciones de Mallarmé para determinar el sentido del poetizar de en un
modo diferente que el de Mallarmé (Pöggeler 1986: 123).

Cuando Pöggeler se refiere a los “motivos de Mallarmé”, se está refiriendo


por supuesto a Un Coup de dés jamais n’abolira le hasard – en el cual el maî-
tre (el poeta) intenta en vano (como lo indica el título) lanzar un siete con
su dado, eliminando así todo lo que es imprevisible y finito, prefiriendo
en última instancia fusionarse en su fracaso con la tranquilidad del mar. Al
De la mimesis y el control del imaginario 75

final del poema de Mallarmé, se muestran en lo alto las siete estrellas de la


Osa Mayor, “avant de s’arrêter à quelque point dernier qui le sacre”, y el
poema concluye con la línea “Toute Pensée émet un Coup de Dés” (Pöggeler
1986: 122).
A pesar de que esta explicación es sin duda demasiado breve, es su-
ficiente para que seamos capaces de entender que al confrontarse con el
repicar de los ladrillos en los hornos de los campos de concentración, Ce-
lan requería más que la conclusión del “maître” sobre la imposibilidad de
derrotar a la finitud. Sin embargo, el poema hace más que lidiar con el
silencio de los muertos. Los muertos, con sus bocas llenas del humo que
los sofocó, continúan la conversación de los vivos. Y si tienen bocas para
hablar, ¿por qué no han de usarlas para comer? ¿Qué es lo que comen?
Algo que el poema llama “Tollhäusler-Trüffel” [“la trufa de los trastorna-
dos”] y algo que está ubicado delante de ellos (y de nosotros), “ein Stück
unvergrabner Poesie” [“un trozo de poesía insepulta”]. El poema, de este
modo, los sobrevive y al hacerlo, recibe la otra mitad de la concha que
abierta en dos alimenta al peregrino – la Pilgermuschel. Al decir esto, no
puedo evitar pensar que aquí opera deliberadamente un movimiento iró-
nico en contra de Adorno, quien consideraba bárbaro escribir poesía lírica
después de Auschwitz. Ahora bien, mientras la muerte hace inútil el acto
de alimentar a los condenados, esto no significa que ellos no puedan recibir
trozos de poesía. La ironía de esta sugerencia, sin embargo, se extiende y
desarrolla hasta alcanzar el punto de la blasfemia: a pesar de que los que
yacen asfixiados fueron antes peregrinos, Dios no los salvó de los horrores
que sufrirían después. Los finos detalles de la ironía que aquí alcanzan la
blasfemia, sin embargo, son menos importantes que el último destino de
la mitad de la “concha peregrina”. La misión del maître (poeta) a quien le
ha sido dada no es más la determinación de la imposibilidad cósmica de
vencer la finitud, sino, más modestamente, escuchar lo que sucede a los
seres que no sólo están destinados a morir sino que además se dan la muerte
a sí mismos – como es que con acierto Reinhart Koselleck corrige la famosa
frase de Heidegger del “ser para la muerte” [Sein zum Tode]. Lo que alguna
vez se llamó el amo (maître) y que ahora es apenas el poeta de los trozos no
enterrados del lenguaje, escucha lo que sucede a su alrededor, luego de que
el espacio a su alrededor ha sido iluminado – ausleuchten den Raum. Ahora
bien, ¿qué espacio puede ser iluminado sino el espacio ocupado por los
hornos de la última estrofa? Como sucede a menudo en la obra de Celan,
el poema regresa entonces al evento primordial, al Holocausto, pero sólo
76 Luiz Costa Lima

para restarle todo carácter trágico de proporciones operáticas. En lugar


de una intimidad melodramática, él destaca lo grotesco, la caricatura, la
parodia, la blasfemia. No sería justo decir que esto se corresponde con las
preferencias de un poeta realista, pero tampoco sería correcto verlo como el
producto de construcciones surrealistas. El mayor desafío al interpretar los
poemas de Celan no estriba en reconocer el tipo de procedimiento que, en
él, es casi absoluto, sino más bien en reconocer la operación que resulta de
la convicción de que ya no es necesario observar el principio de la mimesis
– una convicción que el intérprete europeo habrá aprendido de las usuales
reflexiones sobre la filosofía del arte. Por el contrario, la insubordinación
de Celan va más allá del estrecho espacio del poema y se extiende hasta los
principios que guían cualquier reflexión sobre el poema. Es una rebelión
en contra de la afirmación que la mimesis es un concepto bueno para nada,
reservado para hegelianos bastos. Lo que resulta de esta insubordinación y
su efecto en la exégesis alemana del poeta queda en evidencia en los estu-
dios seminales de dos de sus intérpretes más importantes: Beda Allemann
y Harald Weinrich.
De acuerdo con Allemann, las esferas de las cosas y de las palabras es-
tán intercaladas en la obra de Celan. Incluso, él afirma que se podría ir tan
lejos hasta decir que sólo es aceptable trabajar con la oposición abstracta
entre “palabras” y “cosas”, y que “el lenguaje es considerado real, en un
sentido inmediato, y no puesto a prueba como un sistema de portadores
de significados de cosas reales [Realien] externas al discurso” (Allemann
1970: 195-196).
Weinrich describe este fenómeno de manera muy similar y lo deno-
mina “metalenguaje, metapoesía”. Para el propósito de nuestra discusión,
aquí necesitamos repetir sólo sus declaraciones principales. Él escribe que
en la poesía de Celan “las cosas están por sí mismas y la frontera entre la
palabra y la metáfora se desdibuja” (Weinrich 1970: 217). Para él, se dedu-
ce de esto que “la teoría de relevancia poética es aquella de la mimesis del
mundo” (Weinrich 1970: 224). Weinrich supuso innecesario explicar qué
es lo que él entendía por “mimesis der Welt”, aunque resulta obvio que no
parece considerarlo como algo positivo. Él declara: “si el mundo está des-
articulado, el lenguaje no puede permanecer articulado” (Weinrich 1970:
225). Lo que, por supuesto, tiene consecuencias mayores para un análisis
de Celan, puesto que si Celan niega el arco que convencionalmente refiere
una palabra a un referente específico, su poiesis plantea la desconcertan-
De la mimesis y el control del imaginario 77

te pregunta: “¿cuál es el propósito de esto?” [“Was soll das?”] (Weinrich


1970: 226).
Por muy breve que sea este recuento de dos perspectivas diferentes
sobre la poesía de Celan, debe resultar más que aparente el hecho de que
estos dos renombrados filólogos están en desacuerdo sobre las operaciones
de la obra de Celan. En ambas perspectivas, sin embargo, las palabras de
Celan se alejan de su referente hasta un punto tal que la comprensión del
lector se pone en peligro o resulta simplemente denegada. Quizás la mejor
evidencia de que el poeta se rebela en contra del principio de la arbitrarie-
dad del signo es el hecho de que este incumplimiento está reafirmado por
un autor que no sigue los parámetros de los celebrados filólogos. O, como
lo declara Pöggeler, “el poeta enlaza su lenguaje íntimamente con lo que
es” (1986: 70).
A pesar de las diferencias entre las perspectivas de estos críticos, sus
objeciones apuntan hacia la misma idea: la poesía de Celan intenta realizar
una “mimesis der Welt”, lo que lo conduce hacia “contracciones” en su
construcción verbal, cuyas consecuencias resultan negativas para el poeta.
No obstante, en este punto es importante recordar mis declaraciones
de más arriba. Puesto que mientras el concepto tradicional de la mimesis
asumía una relación entre un modelo y un producto a venir, cuya modela-
ción estaría sujeta a ese modelo, sea de modo imitativo (imitatio) o emu-
lativo (aemulatio), es posible sugerir más bien que la mimesis se produce
mediante la combinación de dos vectores opuestos, semejanza y diferencia;
que, en consecuencia, la mimesis no es un privilegio de la obra de arte,
puesto que se encuentra presente en todo comportamiento social; y que la
especificidad de la mimesis en el arte se limita a que el vector de la diferencia
es una medida de la obra, mientras que la semejanza es aquello que dentro
de la esfera de lo cultural consideramos que equivale al objeto del poema o
de la pintura en cuanto trasfondo que guía al receptor.
Es más; para repensar las operaciones de la obra de Celan aquí pode-
mos regresar también a la distinción realizada al comienzo entre la mimesis
de representación y la mimesis de producción. En la mimesis de representación,
los procedimientos de la diferencia se disimulan lo más posible, de for-
ma que el receptor tiene la impresión de estar confrontando la cosa real.
Para que funcione la ilusión, es necesario que sus procedimientos sigan
el código cultural que determina como debería ser tal o cual cosa. Así,
mientras María, la madre de Cristo, debió tener sin duda alguna rasgos
faciales judíos, una Madonna renacentista que no tuviera piel clara, labios
78 Luiz Costa Lima

delgados y una expresión angelical no habría sido aceptable para el patrón


que la ordenó. En la medida en que esta es la modalidad predominante de
la mimesis, no sorprende que la mimesis de representación haya ayudado a
mantener la creencia de que la mimesis opera como una réplica –muy refi-
nada, por supuesto– de la realidad. En la mimesis de producción, por el otro
lado, lo que se enfatiza son los rasgos de la diferencia, y esto es tan cierto
para la pintura abstracta del siglo veinte de que la mayor dificultad para el
receptor es averiguar si existe un plano de la similitud que lo guíe. Por esta
razón, la mimesis de la producción se caracteriza no sólo por la descripción de
un estado, sino por el despliegue de un proceso.
Si ensayo estos argumentos una vez más es porque creo que la ruptura
del vínculo convencional entre palabras y cosas que encontramos en la
obra de Celan nos sugiere el abandono de un código cultural que definía
cómo había que comprender y hacer uso del contrato. Y esto por su parte
nos explica por qué, incluso a pesar de que su poesía contiene metáforas,
Celan rehusaba entenderlas como metáforas. En vez de verlas como figuras
que cortan y atraviesan el sentido literal de las palabras, Celan las consi-
deraba términos que operaban sólo en su propio nombre, puesto que al
considerarlas como “correlatos objetivos” de los objetos en el mundo es
que ellas se aproximaban más a aquello que él estaba nombrando.
Para algunos comentaristas, como lo hemos visto, el cuestionamiento
de lo que ha sido llamado desde Saussure la arbitrariedad del signo que
emerge de la realización de la poesía de Celan de una “mimesis del mundo”
nos puede llevar a considerar la poesía en sí misma como algo arbitrario,
incapaz de responder preguntas por su propósito. No obstante, yo creo,
por un lado, que podemos interpretar el propósito de la insubordinación
del poeta precisamente como un medio para mostrarnos que la expresión
“mimesis del mundo”, lejos de estar cargada negativamente, es más bien
una intuición à rebours de que el mismo concepto de la mimesis necesita
ser cuestionado. En otras palabras, si no consideramos la forma en la que
opera la mimesis, la relación de la obra ficcional con el mundo se vuelve
vaga y arbitraria en sí misma. Con el fin de comprender de mejor manera
este proceso, será instructivo en este punto remitirnos a una obra en la
que la mimesis adquiere una dirección más radical: hacia la mimesis de
producción. Esta es la forma de la mimesis que encontramos en el poema
“Du liegst”, literalmente traducido como “Tu yaces” y el cual leemos a
continuación:
De la mimesis y el control del imaginario 79

Estás echado en este extenso escu- Du liegst im großen Gelausche,


char, umbuscht, umflockt.
rodeado de espesura, de copos ro-
deado.

Ve tú al Spree, ve al Havel, Geh du zur Spree, geh zur Havel,


ve a los ganchos de carnicero geh zu den Fleischerhaken,
ve a las rojas manzanas en palillero zu den roten Äppelstaken
de Suecia – aus Schweden-

Viene la mesa que las ofrendas trae, Es kommt der Tisch mit den Gaben,
en un Edén de la vuelta – er biegt um ein Eden-

El hombre quedó como un colador, Der Mann ward zum Sieb, die Frau
la mujer, mußte schwimmen, die Sau,
la marrana, tuvo que nadar, für sich, für keinen, für jeden-
por ella, por nadie, por cualquiera.

El canal de Landwehr no va a mur- Der Landwehrkanal wird nicht


murar. rauschen.
Nada queda Nichts
estancado. stockt.

De acuerdo con algunos relatos, este poema se refiere a un paseo por Ber-
lín, luego de que Celan fuera invitado a la ciudad para leer algunos de sus
poemas en la Freie Universität. De hecho, Peter Szondi, quien lo acompa-
ñó, dice lo siguiente sobre este poema:
...sin la caminata hacia el Havel, hacia el Landwehrkanal, pasando junto al
“Edén”, sin la visita a la feria navideña y a la cámara de ejecuciones en el
Plötzensee, sin la lectura de los documentos sobre Rosa Luxemburg y Karl
Liebknecht, el poema es impensable (Szondi 1978: 395).

Para aquellos que no están familiarizados con el texto de Szondi, debe-


ríamos explicar que los dos habían emprendido un tour por un hotel que
había sido convertido entonces en apartamentos, pero que había conser-
vado su nombre original: “Edén”. Fue allí que Rosa Luxemburg y Karl
Liebknecht fueron torturados y luego asesinados; este último ejecutado de
un balazo por la espalda y la primera arrojada al canal en enero de 1919.
Continuando este tour, Celan y Szondi siguieron hacia el Plötzensee, don-
de un grupo de conspiradores fueron ejecutados después de fracasar en un
80 Luiz Costa Lima

atentado en contra de Hitler el 20 de julio de 1944, para dirigirse final-


mente a una feria navideña repleta de árboles festivos.
Lo que se hace evidente al leer el ensayo de Szondi es que algunos
intentos anteriores por explicar este poema son problemáticos. Algunos
afirman que Celan creía que el conocimiento de los distintos eventos in-
vocados en el poema sería suficiente para explicarlo. De acuerdo con esta
teoría, en el poema se confunden tres períodos de tiempo, complicando así
lo que en un principio parece ser la descripción de sólo un tour en torno
a Edén. Más bien, en el poema están presentes la tortura de la pareja en
1919, el asesinato de los conspiradores fallidos y la colorida atmósfera na-
videña contemporánea, y en su conjunto muestran que mientras las aguas
del canal no cesan de fluir, el tiempo tiene la habilidad de fluir y de no fluir.
En esta lectura, lo que tenemos aquí es una fotografía.
Una lectura diferente la sugiere Gadamer, quien se pregunta con los
gestos de un profesor impaciente: “¿así que el poema no puede compren-
derse sin que se sepa algo sobre el Plötzensee, Liebknecht y Rosa Luxem-
burg?” (Gadamer 1973: 127). Y luego agrega: “un lector que posea esa
información podrá de seguro reconocerlas con precisión en el poema. Pero
esto no significa comprender el poema, ni tampoco conduce necesaria-
mente a una comprensión de él” (Gadamer 1973: 130). Para Gadamer,
el poema prescinde de “información privada o efímera” (Gadamer 1973:
128) y lo que efectivamente dice es que “‘dar una vuelta por Edén’ es un
camino que se aleja de la felicidad en vez de llevar a ella” (Gadamer 1973:
126). Así, para Gadamer, la autonomía del poema hace prescindibles todos
los hechos contingentes en torno a él o supuestamente plegados en su inte-
rior. El poema habla por sí mismo y transforma en coleccionistas en lugar
de lectores a todos aquellos que deseen recolectar cualquier pequeño trozo
de información externa.
No obstante, no todos los seguidores de Gadamer parecen encontrar
sus argumentos completamente satisfactorios. Esto es, al menos, lo que
podemos inferir de un ensayo por Winfried Menninghaus, en el que el
filósofo alemán es bastante menos educado con el texto de Szondi:
Las observaciones de Szondi sobre “Du liegst” no hubieran agradado a Ce-
lan. ¿Por qué? ¿Una obtusa generación de secretos? Otra posibilidad es que
el secreto que Celan deseaba guardar no eran las informaciones desdibujadas,
sino la poesía en sí misma – un secreto que a partir de la orientación hacia
ciertos hechos contingentes resulta más bien oscurecido que esclarecido. O de
otro modo: tal vez el secreto del poema sea que los posibles impulsos de su
devenir han sido tan asimilados en la formación de su ser que el camino de
De la mimesis y el control del imaginario 81

regreso sólo puede ser recorrido en desmedro de la poesía misma (Menning­


haus 1987: 92).

Como si fuera necesario disipar toda duda sobre qué postura hermenéu-
tica él adopta al proponer esto, Menninghaus, aún hablando del texto de
Szondi, agrega:
Una concepción como esta, así de poetológicamente ingenua, ignora la posi-
bilidad de que la poesía desplace en su interior a todos sus “orígenes” subte-
rráneos –hacia sí y en sí– y que sea acaso a través de este movimiento de trans-
formación irreductible que la poesía se constituye como tal – de modo que el
retorno a las supuestas fuentes no sería el mejor camino hacia la poesía misma,
sino por el contrario un camino que se aleja de ella. (Menninghaus 1987: 93)

El argumento expuesto aquí, sin embargo, resulta bastante extraño, puesto


que las declaraciones realizadas sobre la naturaleza de la poesía se basan en
el supuesto de que existía un secreto que el poeta deseaba guardar. Pero no
es con secretos que una teoría, al menos no una teoría que no es religiosa,
se mantiene con vida. Al contrario de lo que Menninghaus afirma, yo
deseo invitar a pensar en la mimesis de producción: a través de este lente,
el paseo alrededor del Edén y las áreas aledañas generan incomodidad con
respecto al período de tiempo que parece permanecer constante en vez de
pasar. Y este efecto se consigue en la ausencia de cualquier secreto conser-
vado por hermeneutas, críticos e incluso por poetas.
En conclusión, con el fin de invalidar la problemática sugerencia de
que para ser autónomo, un poema no requiere de información contingen-
te, sólo basta con que comprendamos la información básica para ver en
él una invocación a repensar la relación misma entre el arte (verbal o pic-
tórico) y la realidad. A partir de este repensar surge una nueva forma de la
mimesis que no se basa en la descripción de un estado, sino en un énfasis en la
procesualidad. La mimesis de este tipo no sólo declara lo que es declarable,
sino más bien destaca el proceso de producción de lo que se está haciendo.
En otras palabras, en este poema no se describe un paseo por Berlín; más
bien sucede mientras se realiza el proceso del poema. Lo que se produce
en el poema es, entonces, un reconocimiento del infierno que permea la
historia de la humanidad: “Nichts / stockt”, dice el original, una frase que
quizás se traduce de mejor forma aquí no como “nada / se detiene” sino
como “nada / cambia”.
82 Luiz Costa Lima

5. Los límites de la ficción

Como nos lo ha demostrado nuestro desvío hacia la poesía de Celan, al


considerar los límites de la ficción es necesario tener mucho cuidado. Los
análisis realizados aquí se han ocupado del problema de la ficción literaria.
Pero la pregunta por los límites de la ficción se vuelve incluso más seria con
respecto a lo que yo llamo la ficción externa. Hablar de la ficción externa
implica sugerir que la ficción no coincide con la literatura. ¿Cuáles son en-
tonces los límites de la ficción externa? Este es quizás el tema de otro artí-
culo o de un libro completo. No obstante, aquí podemos declarar que en el
contexto de una pan-ficcionalidad como esa, esta pregunta está delimitada,
por un lado, por las teorías que se someten a un proceso de verificación
–esto es, a un discurso dependiente de un estándar de verdad o falsedad– y,
por el otro, por los valores sobre los cuales se funda una sociedad o una
cultura – es decir, sobre un discurso que legitima la aplicación de este es-
tándar de verdad o falsedad. Si desde el interior de este marco una teoría
no se confirma durante el proceso de verificación, se la caracteriza como
una teoría sencillamente falsa – lo que no es otro nombre para una teoría
fictiva. De la misma forma, si una cultura se funda en un determinado va-
lor –la libertad, por ejemplo, o un cierto paradigma religioso– y este valor
o concepción es puesto en duda, no nos es posible declarar que esta disputa
está motivada por un deseo de hacer inoperante esta ficcionalización.
Es por esta razón –para regresar por un momento a nuestra discusión
previa sobre el control– que el análisis ofrecido aquí difiere de aquellos que
examinan el problema de la censura o de la crítica ideológica. A partir de
estas consideraciones es que también podemos entender por qué estas otras
formas de análisis son en última instancia inadecuadas; por qué, por ejem-
plo, el sobreponerse a una forma de censura lleva a menudo a la imposición
de otras formas de censura y por qué una ideología es comúnmente despla-
zada por el triunfo de otra ideología. En todos estos casos, jamás se considera
la pan-ficcionalidad subyacente, a partir de la cual emerge la pregunta por la
ficcionalidad – y por vía de un proceso de control, también resulta silenciada.
Un argumento similar puede hacerse en relación con la escritura de la
historia. Una interpretación histórica falsa se la juzga como una pieza de
escritura histórica equivocada y no se la confunde con una pieza de escritu-
ra ficcional. Por supuesto que se podría alegar que una escritura como esa
es una pieza fictiva. Pero un asunto fictivo –esto es, un asunto falso– tiene
un perfil diferente de uno ficcional – es decir, cuestionante. Para desarro-
De la mimesis y el control del imaginario 83

llar esta diferencia deberíamos considerar un análisis del discurso que no


sea únicamente de naturaleza lingüística. Por ahora, baste decir que todo
discurso –sea científico, filosófico, de los múltiples tipos de discurso coti-
diano e incluso ficcional– se caracteriza por un cierto número de axiomas y
procedimientos correspondientes. A pesar de que los perfiles de diferentes
discursos varían históricamente, esto axiomas no pueden confundirse ni
tampoco pueden ser tomados como fenómenos atemporales, semejantes a
los así llamados arquetipos.
Así, por ejemplo, la pregunta por lo que sea el ser, cambia con los grie-
gos, con la cristiandad, con Kant y con Heidegger, pero permanece siem-
pre una pregunta filosófica, confinada a un discurso particular. Del mismo
modo, la concepción facultativa de la historiografía no puede coincidir con
un énfasis en el lugar donde se realiza un análisis historiográfico, aunque
es siempre sólo una pregunta historiográfica. Considerando esto, quizás no
es una coincidencia que estos discursos –el filosófico y el histórico– florez-
can principalmente al interior del marco institucional de la universidad.
Lo que es más, si recordamos lo que ya hemos dicho sobre el papel que
desempeña el control del imaginario en el establecimiento del poder de
ciertos discursos para persuadir, entenderemos cómo es que sucede este
florecimiento al volver estos discursos aceptables.
No olvidemos, sin embargo, que la pregunta por la ficción se basa siem-
pre en la cláusula “como si”, aun si la trama de la escritura en prosa hace
más fácil de reconocer esto que en la poesía. Esto es crucial, puesto que
implica una forma de discurso que ofrece una perspectiva oblicua sobre
estas axiomáticas en variación y los procedimientos correspondientes que
dan forma a nuestras organizaciones sociales y nuestro propio lugar dentro
de ellas. Al hacer esto, la ficción hace posible una posición desde la cual po-
demos suscitar cuestionamientos fundamentales concernientes al proceso
de establecimiento de discursos –tal como el filosófico o el historiográfico–
que se fundan en la conversión del “como si” desde sus raíces en un “es”.
Y con ello, parece lo más apropiado terminar con un pasaje de Arnold
Gehlen, quien extiende esta idea de una diferenciación discursiva hasta el
nivel basal de todas las formaciones discursivas y de todo discurso. Gehlen
escribe: “el comportamiento humano es comunicativo en todos los niveles
[...]. Tiene lugar al considerar un tú, incluso si este tú sólo es un aspecto del
propio yo...” (1983 [1951]: 122).
Traducción: Vicente Bernaschina Schürmann
84 Luiz Costa Lima

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La ley formal del barroco y la teoría crítica

Carlos Oliva Mendoza


Universidad Nacional Autónoma de México

“Faetónica” hubiera llamado Sor Juana a la experiencia de dos siglos de


transformación romántica del mundo –recordando el mito que cuenta las
catástrofes que vienen sobre el cosmos cuando el joven Faetón, queriendo
demostrar su estirpe divina, se empeña en guiar por su cuenta, sin apoyarse
en la experiencia de su padre Helios, el carro celeste que reparte la energía
solar. La década de 1960 concentró en sí los síntomas del final de esa época.
El retorno al realismo, a través del desencanto o la ernüchterung ha llevado
a la resistencia frente a la modernidad imperante a soñarse a sí misma como
posmoderna mientras reinventa para nuestros días una estrategia barroca.
Bolívar Echeverría

Durante largos siglos el tema del tiempo ha tenido un lugar privilegiado


dentro de las configuraciones filosóficas y ficcionales del mundo. Más allá
de la idea del espacio, que ha sido desplazada a un factum inapelable de
sentido, a un aquí nos tocó vivir incuestionable, la idea del tiempo ha sido
una especie de llave de los tesoros. Entenderlo presupone, en cierta medi-
da, entender el sentido de nuestra vida; fantasear con un principio y un
fin cinematográfico. Algo de cuaquerismo ya había en Kant, por ejemplo,
cuando, al definir las ideas trascendentales del tiempo y el espacio, señala
que la única diferencia estriba en la posibilidad del conocimiento de uno
mismo que brinda el tiempo. Esa mirada interior que devela a un indivi-
dual demonio divino en procesos de trans-identidad. Señalo lo anterior en
un intento de preguntar por qué es tan difícil pensar las representaciones
a partir de su mera formulación espacial – monádica. ¿Por qué, en cierto
sentido, siempre es necesario pensar en un despliegue del tiempo? Ya sea
como una proyectiva futurista y utópica o como una substanciación del
pasado. Ya sea como un despliegue racional de la historia o, peor aún, en
un panóptico del presente que se ramifica a sí mismo de forma fractal. Hay
intentos, por supuesto, de hacer lo contrario, pero pronto caen en una
narrativa escritural y moderna que los vuelve comprensibles, conmensura-
bles, universales en su pretensión comunicativa.
Condenado a este contexto es que quiero recordar un viejo tema bur-
gués, el del tiempo productivo e improductivo –que en cierta forma se
86 Carlos Oliva Mendoza

monta en el tema del trabajo productivo de ganancias o improductivo:


productivo de ocio– para ver de cerca el despliegue de la representación
barroca y la teoría crítica; para acentuar sus formas disruptivas del mito del
tiempo en la representación romántica, clásica y realista.

1. Configuraciones modernas dentro del tiempo y el trabajo


productivo e improductivo

Tanto el tiempo como el trabajo productivo pueden definirse como aque-


llos momentos, espacios y esfuerzos que dedicamos a generar, producir y
poseer capital de todo tipo. Esto tiene como fin el hecho de que, a través
de la conversión de capital en valores de intercambio, adquiramos y consu-
mamos útiles o valores de uso que den algún sentido a nuestra existencia,
y que nos permitan seguir generando valores que podamos, en el sentido
acumulativo del capital, intercambiar en nuestros procesos de socialidad.
Por el contrario, el tiempo y el trabajo improductivo serán aquellos
que no tengan una forma franca de acumulación y crecimiento de capital,
esto es, su última y fatal conversión en valor de cambio será deficitaria,
anormal, inconexa con el proceso de socialización mercantil que rige al
capitalismo, apologéticamente, desde hace más de cinco siglos.
Dentro de estas dos esferas analíticas, pueden configurarse diversas for-
mas culturales y económicas de sentido. A partir de una serie de anotacio-
nes que al respecto ha hecho Bolívar Echeverría,1 he armado este elemental
esquema, con el fin de mostrar una faceta de lo que él llamó “el cuádruple
ethos de la modernidad capitalista” o, en otros términos, las formas paradig-
máticas de configurar el sentido del mundo dentro del capital:

1 En especial, el o la lectora puede referirse a los siguientes artículos: “Modernidad y


capitalismo. 15 tesis” (Echeverría 1995: 133-197); “El ethos barroco” y “Cultura y ethos
histórico”, (Echeverría 1998: 32-56 y 161-172); “Modernidad en América Latina”,
(Echeverría 2006: 195-217).
La ley formal del barroco y la teoría crítica 87

Tiempo productivo Tiempo improductivo

Mímesis barroca

(arte)

Mímesis realista Mímesis clásica


(juego) Mímesis romántica (ritual)

Dentro de este diagrama elemental que propongo, las mímesis realistas son
fundamentalmente lúdicas. Al desarrollar el más abstracto montaje auto-
crítico, afirman violenta y determinantemente una legalidad pre-estableci-
da, como se hace en los juegos. Como recuerda Echeverría, encierran un
poderoso índice de crítica y de placer:
Es el placer que trae la experiencia de una pérdida fugaz de todo soporte;
la instantánea convicción de que el azar y la necesidad pueden ser, en un
momento dado, intercambiables. En la rutina irrumpe de pronto la duda
acerca de si la necesidad natural de la marcha de las cosas –y, junto con ella,
de la segunda “naturaleza”, de la forma social de la vida, que se impone como
incuestionable– no será justamente su contrario, la carencia de necesidad, lo
aleatorio (Echeverría 1998: 190).

Sin embargo, el juego al reificarse en una mímesis realista, sólo por un


momento pone en duda la naturalización artificial de la vida. En lugar de
permanecer en la esfera lúdica, como se hace en las alegorías infantiles, el
juego realista es ciego y competitivo, excitante y democrático. Fatalmente,
como todo ludismo, esconde o da pie a una segunda legalidad: una forma
que por su presunción puritana niega y deforma la esencia contradictoria
de la vida humana; la somete constantemente “a juego” y la entrega a los
vencedores o a las vencedoras.
En el lado opuesto de esta mimética moderna, se encontraría la míme-
sis clásica. Insistente en un valor perenne y sólo escrutable a través de la in-
terpretación infinita, el modo clásico se entrega, en última instancia, a una
forma ritual, festiva y sacrificial. Apuesta por un advenimiento total de la
develación y la formación de una arquitectónica propicia para la apoteosis
de sentido. De ahí su terrible perversión en el mundo de la reproductibi-
lidad capitalista. Desde la apuesta de auto-conservación clásica, surgen los
88 Carlos Oliva Mendoza

mundos pseudo-auráticos y fundamentalistas del fascismo, el clasicismo


monárquico y kitsch, la imperialización bélica que se sustenta en la retó-
rica de la libertad o la marginación de las “masas” por el “sustento” de los
proyectos ilustrados.
Fiat ars, pereat mundus, recuerda Benjamin que “dice el fascismo, y
espera, como la fe de Marinetti, que la guerra sea capaz de ofrecerle una
satisfacción artística a la percepción sensorial trasformada por la técnica”.
(Benjamin 2003: 98) De esta forma, este espacio y tiempo de entroniza-
ción de l’art pour l’art, encarnado en la representación clásica, es el punto
real de fusión entre arte y guerra:
La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación
para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora un objeto de contemplación
para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite
vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. De eso se
trata en la estetización de la política puesta en práctica por el fascismo (Benjamin
2003: 98-99).

Entre los paradigmas lúdico y festivo, de un extremo a otro, se desplaza la


mímesis romántica. Ésta va desde una extrema ritualización festiva –en la
vindicación de la revolución; en la idea del mundo como museo y destino
turístico– a un ludismo también extremo – en el desarrollo de las artes del
lenguaje que tienen su mejor remate en la cinematografía–; en el decaden-
tismo moderno, como apertura lúdica y destructiva; o en las gestas de in-
dependencia que demandan a un tiempo el ritual romántico y la profunda
ironía individual.
Frente a estas representaciones modernas, que entrañan manifestacio-
nes formales y críticas muy particulares, surge el barroco, como la única
forma que no guarda una potencia interna capaz de subsumir estos esque-
mas básicos –el ritual y el juego– como lo hace el modo romántico, y que
tampoco se inscribe claramente en alguno de los mismos, como ocurre con
los diversos proyectos clásicos y realistas.
El barroco, pues, no circula de un extremo a otro ni configura desde
alguno de los extremos; por el contrario, acude a una esquematización
más débil y se coloca en un punto de indefinición entre el tiempo y el
trabajo productivo e improductivo. Si, como señala Echeverría, el juego es
“la ruptura que muestra de manera más abstracta el esquema autocrítico
de la actividad cultural” (Echeverría 1998: 189), y la fiesta, a través de la
ceremonia ritual, “destruye y reconstruye en un solo movimiento todo el
La ley formal del barroco y la teoría crítica 89

edificio del valor de uso dentro del que habita una sociedad” (Echeverría,
1998: 190); el tercer esquema paradigmático de la modernidad será la ma-
terialización pragmática del conflicto que, entre la técnica y la naturale-
za, desarrolla de forma muy particular la modernidad capitalista: el arte.
(Echeverría 1998: 192).
Así pues, el arte, un pragmatismo material creado para postular un
índice de sentido, es el esquema que guía al barroco, y desde ahí extrae su
potencia crítica frente a las otras mímesis de sentido.

2. Ritualidad y arte en el mundo barroco

Como ha sido puntualmente analizado, el movimiento barroco tiene un


impulso fundamental en la reacción frente a la reforma luterana. En este
sentido, es un complejo proceso de modernidad que busca un eje teológico
para oponerse a la idea humanista, pragmática y racional que radicaliza el
calvinismo. Frente a la individuación que desata la primacía de la fe, sobre
la constatación milagrosa, o el exilio de Dios, al romper todos los vínculos
intermediarios entre lo divino y lo humano, los movimientos jesuitas in-
tentan una contrarreforma que tiene sus momentos clave en el despliegue
de la Compañía de Jesús en América latina, en el seno del debate del Con-
cilio de Trento –entre el 13 de diciembre 1545 y el 4 de diciembre 1563– y
en el establecimiento posterior de la teología postridentina.
Desde la perspectiva de Echeverría, más allá de las acusaciones de
dogmatismos y atraso sobre la Contrarreforma jesuita, ésta sería un movi-
miento profundamente hereje dentro de la iglesia, que se basa en la revi-
talización maniquea de una confrontación entre el bien y el mal. En este
sentido, al igual que la Reforma luterana y calvinista, el jesuita Loyola y
los suyos reconocerían una distancia profunda entre lo divino y lo humano
pero, a diferencia de los reformadores, intentarían cerrar esa distancia a
través de toda una serie de mundos alegóricos y figuras intermediarias que
existen entre Dios y el mundo humano. De ahí por ejemplo la importancia
en el Concilio de la reafirmación, contra los reformistas, de la existencia
del Purgatorio.
En este movimiento o proceso barroco de permanente constitución
del mundo divino en la esfera de lo humano, jugaría un papel central el
libre albedrío; de hecho, de éste dependerá que se reactualice la sacralidad.
90 Carlos Oliva Mendoza

En este sentido, que realmente profundiza el libre arbitrio, al ponerlo en


tensión con una presupuesta potencia divina, Echeverría señala cómo para
la Compañía de Jesús, a diferencia de los luteranos y calvinistas,
el comportamiento verdaderamente cristiano no consiste en renunciar al
mundo, como si fuera un territorio ya definitivamente perdido, sino en lu-
char en él y por él, para ganárselo a las Tinieblas, al Mal, al Diablo. El mundo,
el ámbito de la diversidad cualitativa de las cosas, de la producción y el dis-
frute de valores de uso, el reino de la vida en su despliegue, no es visto ya sólo
como el lugar del sacrificio o entrega del cuerpo a cambio de la salvación del
alma, sino como el lugar donde la perdición o la salvación pueden darse por
igual (Echeverría 1998: 67).

De ahí que el mismo Echeverría aplique una lectura sui generis a la famosa
frase de Ignacio Loyola, “se puede ganar el mundo y sin embargo perder
el alma”. Para el filósofo americano no se trata de una condena de la mun-
danidad, sino de una advertencia que implicaría que el mundo es “digno
y deseable de ganarse” pero con “la condición de que sea un medio para
ganar el alma, es decir, una empresa ‘ad maiorem Dei gloriam’ ”(Echeverría
1998: 67).
Puede verse el rebuscamiento barroco de la propuesta jesuita con clari-
dad. Si para la mayor gloria de Dios es necesario ganar el mundo y el alma,
esto deja muy pocos márgenes de participación a la misma divinidad, de
ahí su potencial hereje. Al ser el arbitrio humano “el topos de la libertad”
con “buen olfato, el papado rechazó la teología jesuita porque percibió que
llevaba al umbral de la herejía” (Echeverría 1998: 79).
Se trata de una doctrina del todo particular con una estrategia plena-
mente barroca, “perversa si se quiere”, dice Echeverría: “una estrategia que
implica el disfrute del cuerpo, pero de un cuerpo poseído místicamente
por el alma. Un disfrute de segundo grado, en el que incluso el sufrimien-
to puede ser un elemento potenciador de la experiencia del mundo en
su riqueza cualitativa” (Echeverría 1998: 67).2 En este contexto es que se

2 Echeverría sigue este discurso hasta su pleno establecimiento como contrincante claro
del discurso filosófico medieval e ilustrado que tendrá su apogeo en el siglo xviii: “Se
trata de una teología sumamente compleja, contradictoria en sí misma, pues está en
vías de dejar de ser tal y convertirse en filosofía. Es sabido que la obra de Luis de Moli-
na que está el los orígenes de todo este proceso, la Concordia liberi arbitrii cum gratiae
donis…, que va a influir fuertemente en la inmensa y brillante obra de Francisco Suárez
así como en la de muchos otros, es una teología que, después de enconadas discusiones
fue rechazada como teología oficial de la iglesia. […] El planteamiento de los teólogos
jesuitas es sumamente radical: golpea en el centro mismo del discurso teológico de la
Edad Media. Nada hay más híbrido y ambivalente que el discurso teológico: es el dis-
La ley formal del barroco y la teoría crítica 91

puede volver a insistir en la importancia del arte para la constitución del


mundo barroco. No es propiamente el hecho ritual o festivo el que será
manifiesto (aunque sí determinante) pues justo la situación de conflicto
que introduce la Contrarreforma y el papel central del libre albedrío, en
relación a una divinidad desplegada alegóricamente en el mundo, hace que
la salida sea propiamente perceptiva y sensacional, esto es, estética. No es
posible, realmente, apelar, con base en el presupuesto del libre albedrío,
a una festividad, ritualidad o ludismo humano, pues esto confirmaría el
elemento central de la Reforma, la fáctica e infranqueable distancia entre
Dios y el mundo humano. Por esta razón, la afirmación del libre albedrío
y del permanente proceso de sacralización del mundo debe de darse en
una esfera plenamente humana pero de segundo orden, sin la potencia del
mundo lúdico o ritual: en el mundo del arte. Así, por ejemplo, tenemos
que las grandes concreciones de la Contrarreforma, el Concilio y la Teolo-
gía tridentina no se dan en la vida eclesial, sino en una forma ritual y festiva
que se expresa supinamente en su manifestación artística, el marianismo.
Nuevamente es Echeverría quien realizó estudios destacadísimos al respec-
to, entre estos, su trabajo sobre el guadalupanismo en México (Echeverría
2011) y sus indagaciones sobre el mito de la Malintzin (Echeverría 1998:
19-31).

3. Arte barroco

El arte no tiene su origen o principal impulso en sí mismo. Si lo podemos


definir como un hecho pragmático, que está por lo tanto sujeto a la inter-
pretación y contextualización radical de sí mismo, esto implica que debe
de nutrirse, en su constitución, de esferas que le son ajenas. Incluso una
teoría tan poderosa como la adorniana, que sostiene la constitución moná-
dica de toda obra de arte, no puede dejar de reconocer que la obra también
funciona como un proceso que sólo se explica dentro de una legalidad
pre-establecida (Adorno 1983: 237ss.).

curso filosófico, el discurso de la razón volcada en contra de toda verdad revelada, pero
como discurso que está allí para justificar precisamente una verdad revelada; el discurso
de la no-revelación puesto a fundamentar la revelación. Este discurso tan peculiar es
justamente el que comienza a reconfigurarse en las obras de Molina, de Suárez, etc.
Mediante un intento de reconstruir el concepto de Dios” (Echeverría 1998: 78).
92 Carlos Oliva Mendoza

El arte barroco establece una relación muy clara respecto a sus vínculos
extra-estéticos. Es un arte que, al rechazar la idea de contenidos sustancia-
les y entregarse a la decoración absoluta, necesita poner en cuestión la idea
misma de un arte puro, de un arte por el arte o de un arte desinteresado
y, paradójicamente, esta actitud marca un estilo fetichista y superficial que
pareciera ultra y meta-artístico.
Al trabajar recalcitrantemente sobre la forma, al estar entregado como
proceso artístico a la infinita donación de representaciones, el arte barroco
aparece como si fuera esencial y exclusivamente arte – o contrariamente,
como sólo parodia y burla del arte. Esto se debe a que sus atributos se al-
canzan al desustanciar todo aquello que lo rodea, hacernos dudar sobre la
densidad de lo real y proponer reformulaciones del mundo. Un ejemplo de
la ambigüedad fundamental del arte, en su clave barroca, es la propia músi-
ca de los siglos xvii y xviii, donde surgen una serie de procedimientos que
permiten pensar la música como puro artificio. Escribe Susan McClarly:
Las teorías de la tonalidad armónica que florecieron en el siglo dieciocho
tienen como base sólo premisas musicales: relaciones matemáticas, series ar-
mónicas derivadas de la acústica física, demostraciones sistemáticas como la
Regla de la Octava. Dentro de un marco intelectual así establecido, la música
parece formarse de principios racionales que existen con independencia de la
invención humana (McClarly 2007: 72).

Sin embargo, esto se muestra en elementos meta artísticos, y nostálgicos


de la esencia de las cosas, la armonía y la melodía. Esta representación
funciona como una tensión, de ahí su barroquismo, entre la presunción de
que existe algo esencial que debe de ser comunicado y la búsqueda febril
de nuevas representaciones y técnicas de representación. Quizá el ejemplo
por excelencia es la fuga bachtiana, donde literalmente, frente al desplie-
gue armónico y melódico, el autor introduce fugaz barrocas que impiden
la concreción de la forma elemental que estaría cifrada en la armonía y su
despliegue melódico, como lo hace plenamente Vivaldi. Esta ambigüedad,
actualizarla una y otra vez, es la materia prima del arte barroco. No sólo
representa su espacio infranqueable, sino que su identidad depende de la
constante concreción de esta ambigüedad y ambivalencia que desdeña los
trágicos caminos del ritual, la fiesta y el juego que han conducido a las otras
representaciones de sentido en la modernidad. Es central, pues, no definir
al barroco por fuera de su índice artístico y estilístico; hacerlo, una y otra
vez, ha conducido a la gran mayoría de las teorías de la cultura –e incluso
de la política– a degradar la potencia del hecho barroco.
La ley formal del barroco y la teoría crítica 93

El barroco, pues, debe de pensarse en un primer momento a partir


de sus concreciones artísticas, con el fin de comprender su profundidad
y observar sus estrategias de despliegue. En este sentido, cuando Eugeni
d’Ors muestra un panorama de las definiciones negativas, a mediados del
siglo xx, parece detectar que éstas se deben a que no se atiende a las obras,
sino a una definición que tendría que ver con el sentido establecido del
“buen gusto”:
Habitualmente, el calificativo “barroco” no ha venido siendo aplicado sino
a cierta perversión del gusto; perversión cronológicamente y perfectamente
localizada. Recientemente aún, maestro tan erudito como Benedetto Croce
negaba con insistencia que pudiera ser considerado el Barroco de otra manera
que como “una de las variedades de lo feo”. Sin llegar a posición tan negativa
y exorcizante, la tendencia común hace 20 años, y hace menos, era la de ate-
nerse en este capítulo a las formas siguientes: 1.a El Barroco es un fenómeno
cuyo nacimiento, decadencia y fin se sitúan hacia los siglos xvii y xviii, y sólo
se produjo entonces en el mundo occidental. 2.a Se trata de un fenómeno
exclusivo de la arquitectura y de algunos raros departamentos de la escultura
o de la pintura. 3.a Nos encontramos con él en presencia de un estilo patoló-
gico, de una ola de monstruosidad y de mal gusto. 4.a Finalmente, lo que lo
produce es una especie de descomposición del estilo clásico del renacimiento
[…] (D’Ors 1964: 76-78).

Si ponemos atención, parece que la definición más certera dentro de este


paisaje, es la de Croce, “una variedad de lo feo”. Por un lado, porque atien-
de al fenómeno estético en primer lugar; por el otro, porque casa con la
definición que se ha implantado en la actualidad, donde el arte barroco ha
sido descrito como “exageración ornamental o retórica”. En esta vaciedad
de contenidos, al pensar como lo hicieran los antiguos, radicaría su remate
de final de fealdad. Es, nos dice Echeverría al seguir a Adorno, un “arte
oportunista” que busca siempre la decorazione assoluta. (Echeverría 1998:
44-45). En este sentido, su formalización depende, casi simultáneamente
a su constitución, del receptor o espectador, de este ornamento que pre-
tende integrarse a la finalidad absoluta de la forma. No es casual que, por
ejemplo, la pintura barroca jugara con la idea del marco como límite falso
del cuadro. El pintor no sólo se insertaba en la obra –como en el famoso
caso de Velázquez– sino que toda la poética de espejos tiene como fin
sugerir el lugar central del espectador pero como un ornamento más de
la obra. Al realizar este ejercicio, el arte barroco se afirma –de forma muy
similar a como se legislara la misa postridentina en el sentido de proponer
la simulación plena del sacrificio de Dios– como representación formal-ab-
soluta y, por lo tanto, como simulacro. Es pues un arte, podemos decir,
94 Carlos Oliva Mendoza

contra-artístico. Un arte de simulación de todo fundamento que, en el


momento de su reactualización, subvierte, bajo el parámetro estilístico,
todo hecho ritual o lúdico y los convierte en una representación estética,
en un ornamento.

4. La ley formal del barroco y los estudios barrocos

A partir de lo que hemos señalado, podemos sintetizar la idea de Bolívar


Echeverría sobre “la ley formal del barroco” y contextualizar esta idea den-
tro del corpus de los estudios sobre el barroco. Para Echeverría, el hecho
barroco contendría una legalidad propia e independiente a otras formas
modernas de representación que se ha hecho presente, específicamente,
desde los llamados estudios posmodernos. Habría dos direcciones posibles
para estudiar el fenómeno en la actualidad. Por un lado, se encontrarían
los teóricos que consideran que el barroco es un período por el que deben
de pasar todas las configuraciones estéticas como parte de su desenvol-
vimiento orgánico. Dentro de esta corriente, Echeverría señala a Eugeni
d’Ors, Benedetto Croce, Henri Focillon, Ernest Robert Curtius y Gustav
R. Hocke. En otro sentido, estarían los teóricos que consideran al barroco
como un fenómeno específico de la cultura moderna, entre ellos, destaca
a Wilhelm Haustein, Werner Weissbach, Alois Riegl, Luciano Anceschi y
José Antonio Maravall (Echeverría 1998: 11). Si bien Echeverría menciona
que ambas direcciones pueden congeniar y ser complementarias, él mismo
se inscribe dentro de la segunda corriente. No sólo esto, sino que da indica-
ciones de cuáles serían algunas de las líneas de exploración que él continúa.
Por una parte, señala la importancia de la relación entre los primeros es-
tudios de negación de la modernidad –o posmodernos– y la actualización
del barroco. En este sentido, menciona el lugar central que tiene el célebre
libro de Lyotard, La condición posmoderna, y el trabajo de Boaventura de
Sousa escrito en Pela Mão de Alice. Sumado a lo anterior, Echeverría pone
de relieve cuatro ideas fundamentales para el estudio contemporáneo de lo
barroco y a los autores que han indagado al respecto: 1) la actualización
de lo barroco como neo-barroco, en la obra de Sarduy; 2) el estudio de la
constante formal, en el trabajo de Calabrese; 3) la recuperación del trabajo
sobre el barroco en la “periferia americana” realizado por Lezama Lima y
Carlos Rincón; y 4) los estudios sobre las formas de resistencia, simboliza-
La ley formal del barroco y la teoría crítica 95

das en los estudios sobre el pliegue, que llevó a cabo Deleuze (Echeverría
1998: 14-15). En este contexto, es que Echeverría señala una pregunta
central para su estudio sobre el barroco: ¿cuáles son los alcances y la ac-
tualidad del proyecto alternativo barroco y neo-barroco, en el entendido
de que no se trata de “una alternativa radical” sino de una “manifestación
de la incongruencia moderna”, que al desplegarse muestra la “vigencia de
alternativas”? (Echeverría 1998: 15).
Bajo estas premisas y marcos de investigación, es que podemos sinte-
tizar la “ley formal del barroco” que propone Echeverría. Se trataría, desde
mi punto de vista, de una legalidad que se despliega entres momentos:
• Es una representación formal, negativa de cualquier presupuesto
sustancial: un simulacro.
• Es una representación de sentido tautológico, representa bajo el
presupuesto de que todo es representación. No está pues sostenida
sobre la idea de proyección o creación de un objeto, sino sobre la
base de que la representación se representa a sí misma. En el más
radical sentido aristotélico o kantiano, se trataría de una forma
que sólo puede volver a alcanzar una continuación formal. Nada
la detiene ni la ancla, es representación de representación, como
en el barroco borgesiano.
• De las dos ideas anteriores, se infiere que es un proceso proto-tea-
tral. Es una dramatización permanente que se resuelve en la hi-
per-ornamentación de todo hecho o fenómeno que estilice.

5. Método barroco

Esta ley formal del barroco, como lo observa atinadamente Echeverría, im-
plicará antes que nada un método (Echeverría 1998: 214-221). De ningu-
na manera es un arte espontáneo o accidental, sino que justamente puede
aparecer como espontáneo, piénsese en Lezama o en Rulfo, o como acci-
dental, por ejemplo en El Quijote, porque tiene un pleno dominio y mane-
jo de los materiales que someterá a una legalidad dada. Echeverría sostiene
que el método barroco es un método de shock. Desde su perspectiva, la
representación o decoración absoluta y liberada de todo presupuesto sus-
tancial, regresa a la contradicción elemental entre la donación permanente
de forma y la aspiración a un resguardo de identidad. El barroco, que se
96 Carlos Oliva Mendoza

mantiene en este vaivén, no apuesta por el resguardo de identidad pero en


su despliegue formal debe de simular esa identidad, mostrarla y conculcarla,
causando un shock en el momento de su aparición. Se trata, si lo pensamos
un momento, en algo muy similar a lo que el Pseudo Longino escribiera
sobre la legalidad sublime (Longino 2002). Al igual que el arte sublime,
el arte barroco procede, metodológicamente, en dos momentos, causando
la suspensión del juicio y después la persuasión del intérprete. Ésta es su
metodología retórica y ornamental, muy similar a la fuerza o grandiosidad
matemática de lo sublime kantiano y a su complemento, la velocidad y
envolvimiento, a partir de lo sublime dinámico (Kant 1991). Se trataría de
dos momentos elementales que tienen como única finalidad el no obstruir
la continua construcción de las formas que se encabalgan una tras otra.
Sarduy lo muestra bien en su Barroco:
Cifrado pues, en barroco, el método, el modo, pero también la vocación pri-
mera de ese estilo, que no por azar ha podido relacionarse con la expansión
jesuítica: la pedagogía, la expresión energética que no sólo da a ver, sino que
“pone las cosas frente a los ojos”. Arte de la argucia: su sintaxis visual está or-
ganizada, en función de relaciones inéditas: distorsión e hipérbole de uno de
los términos, brusca noche sobre el otro; desnudez, ornamento independiente
del cuerpo racional del edificio, adjetivo, adverbio que lo retuerce, voluta:
todo artificio posible con tal de argumentar, de presentar autoritariamente,
sin vacilaciones, sin matices. Todo por convencer (Sarduy 1974: 18).

¿Pero, finalmente, qué sucede con esta absoluta y tautológica permanencia


de formas, cuál es su parámetro de validación? Quizá en este sentido es que
Echeverría señala que el barroco no es un hecho radical pero sí sintomático
de la actitud de resistencia al proyecto hegemónico, tanto en sus vertientes
realistas como románticas, de la modernidad. Para Echeverría, esta insis-
tencia formal crea el “espectro de la técnica barroca” y con esto, podemos
decir, el espectro de los comportamientos modernos más imprevisibles y
resistentes al proyecto de la modernidad capitalista.
Hay dos manifestaciones fundamentales a partir de la insistencia en
la forma que despliega el barroco. En primer lugar, propiamente esta vo-
luntad de forma, hace que el arte barroco reactualice su tensión como
la mímesis clásica. En lugar de alcanzar una identidad propia, el barroco
muestra una voluntad de forma atrapada en la presunción de una natu-
raleza dada o espontánea, esto es, en una naturaleza y humanidad que se
desplegaría en sus modos perennes y clasicistas. A partir de este hecho, es
que el barroco se reactualiza monádicamente, como un centro de sentido
La ley formal del barroco y la teoría crítica 97

clauso en el interior de un mundo clásico que nos es imposible compartir.


Por esta razón, el arte barroco se nos muestra tantas veces como kitsch,
frívolo, oscuro, superficial, abigarrado, popular, porque en su decoración
absoluta de la representación nos indica la sustancia que en los “mundos
antiguos” fuera presupuesta y que es ajena a la modernidad. D’Ors lo ano-
ta con gran claridad:
Siendo por esencia, todo clasicismo intelectualista, es, por definición, norma-
tivo y autoritario. Recíprocamente, porque todo barroquismo es vitalista, será
libertino y traducirá un abandono, una veneración ante la fuerza. Por esto el
clasicismo fue también llamado humanismo, en denominación casi sinónima.
El sentido cósmico del barroquismo, al contrario, bien se reveló en su voca-
ción sempiterna por el paisaje y el folklore (D’Ors 1964: 99).

Por esto mismo se puede objetar a las representaciones barrocas que sólo
sean representación de representación, simulacros donde se presupone que
toda la realidad es arte. En efecto, el barroco no distingue en un primer
momento entre el material propiamente artístico y el material mundano.
D’ Ors ve este movimiento que golpea el centro de la racionalidad clásica e
ilustrada con suma perspicacia: “La actitud barroca, al revés [de la actitud
clásica que tolera el movimiento que desconcierta la razón], desea funda-
mentalmente la humillación de la razón” (D’Ors, 1964: 102). También
Sarduy, al igual que Echeverría, ve que estas objeciones se hacen desde un
presupuesto clásico o romántico en el que debe preexistir un normatividad
dada para el arte. Con base en esta normatividad, el arte barroco podría
encontrar una salida romántica, como ha presupuesto Bartra (Fuentes et
al. 2012: 101-105), o regresar a una actitud soberbia de indiferencia y
marginación clasicista. Por el contrario, el barroco, al acentuar sus elemen-
tos melancólicos, alegórico e incluso suicidas se reprime moralmente. El
barroco no ofrece, al modo de Heidegger digamos, una posible morada de
resguardo, sino que una y otra vez manifiesta la contradicción entra una
presupuesta morada o moral natural y una moral económica y política-
mente desplegada en el mundo contemporáneo. Esta anomalía es perfec-
tamente señala por Sarduy: “A la historia del barroco podríamos añadir,
como un reflejo puntual e inseparable, la de su represión moral, ley que,
manifiesta o no, lo señala como desviación o anomalía de una forma prece-
dente, equilibrada y pura, representada por lo clásico” (Sarduy 1974: 16).
En segundo lugar, este recurso formal, hace que el barroco lleve el
sentido trágico al absurdo. La mímesis barroca no encuentra un punto
para centrar, al modo clásico, la representación y por lo tanto tampoco
98 Carlos Oliva Mendoza

puede direccionar subjetivamente una reacción romántica. Es ahí cuando


se muestra la festividad y ludicidad del arte barroco, un sentido del juego
y del rito siempre en la frontera de lo absurdo, de lo falso, de lo cómico, y
no de lo trágico, lo épico o lo heroico en su clave romántica o clásica. Esto
es claro, por ejemplo, en el arte barroco de Bernini y Cervantes, en el mito
“traidor” de la Malintzin, en la dubitación barroca de la fuga de Bach, en el
cine barroco de Reygadas o Greenaway o en la antropofagia brasileira, en-
tre tantos despliegues contaminados del estilo barroco en diversos grados.

6. Teoría crítica y mímesis barroca

Termino estas notas planteando una pregunta y una primera respuesta:


¿qué implica la legalidad barroca para la teoría crítica, por qué esta ley
formal, esta mímesis barroca, puede ser ejemplar para el discurso crítico?
Durante centurias, ha sido la representación romántica la que ha guia-
do la configuración del discurso crítico. La idea central de transformar al
mundo y emancipar las vidas humanas ha prefigurado un tipo de teoría
que se coludió y confundió con el relato utópico y el discurso revolucio-
nario. Al proceder de esta forma, se olvidó la parte central del discurso
marxista, la teoría crítica más poderoso que ha formada la modernidad:
su poder de deconstrucción de la discursividad apologética del capital o,
dicho en términos ya es desuso, su crítica a la fenomenología idealista que
tuvo su materialización en los discursos de la economía y política del cuer-
po social moderno. El proceder barroco, por el contrario, precisa para su
propia existencia del desmontaje constante de los mundos y estilos esta-
blecidos. No es un arte que cree nuevos materiales, ni figuraciones, sino
que desmonta y reconfigura lo que está dado; de ahí su caducidad en el
tiempo, su vuelo sublime, su estrategia oportunista. Es un arte de mise en
scène, donde se apuesta todo a la representación y, en el mismo momento
de su apología, ya está tramando la nueva forma representativa. Por esto
es singularmente elocuente el hecho del mestizaje radical para el discurso
barroco; por esto es un arte y estilo tan atraído por aquello que es desecha-
do y que puede retomar para su ornamentación infinita. La teoría crítica
contemporánea puede seguir esos pasos, de hecho lo hacen muchos de
aquellos y aquellas que la ejercen de manera cotidiana y no siempre estri-
dente; en vez de buscar la asonada revolucionaria, el vuelco utópico o el
La ley formal del barroco y la teoría crítica 99

resurgimiento de las identidades fundamentales, como el paradigmático


traductor de Borges, hay quienes alegóricamente se entregan a deconstruir
una lengua y construir su traducción para, inmediatamente, ir en busca de
otra variante. En este ejercicio, más profundo que veloz, puede ser que se
encuentren un día las reconstrucciones barrocas con el vuelco re-evolucio-
nario que siempre prometió nuestra vida moderna.

Bibliografía

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Sarduy, Severo (1974): Barroco. Buenos Aires: Sudamericana.
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría:
ética y estética del Barroco en la América
Latina de fines del siglo xx

Gustavo Guerrero
Université de Cergy-Pontoise

Es cada vez más frecuente ver asociados los nombres de Severo Sarduy
(1937-1993) y de Bolívar Echeverría (1941-2010) en los trabajos que se
dedican al tema de las relaciones entre el Barroco y el Neo-barroco latinoa-
mericano. Cualquiera que se asome a nuestras bibliografías más recientes
no puede dejar de comprobarlo y acaso hasta sienta cierta sorpresa al ha-
cerlo, pues, a primera vista, no son muchos en verdad los rasgos comunes
entre dos personalidades tan diferentes intelectual y políticamente. Por un
lado, tenemos así a un escritor y artista cubano exilado o expatriado, que
desarrolla casi toda su obra en el París estructuralista y post-estructuralista,
y se afilia a grupos de vanguardia franceses, como el de la revista Tel Quel;
por otro lado, está un filósofo ecuatoriano que estudia en el Berlín de los
sesenta y se forma leyendo a Marx, Heidegger y Adorno, antes de regresar
a América e instalarse en México, donde se convierte en uno de los prin-
cipales protagonistas de la renovación del pensamiento marxista dentro
de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Que se me
conceda que un encuentro entre ambos parece bastante improbable y de
seguro no se habría producido, si no hubiera mediado esa pasión por el
arte, la literatura y, de un modo más general, la cultura barroca que fue el
factor común que los acercó. O digamos, para ser más precisos, que acercó
a Echeverría a Sarduy. Porque nunca hubo trato personal entre ellos ni
consta que el cubano se haya interesado alguna vez en la obra del ecua-
toriano. El lazo que hoy los une, asimétrico y libresco, pasa básicamente
por la lectura que Echeverría hace de dos de los ensayos más influyentes
de Sarduy: Barroco (1974) y Nueva Inestabilidad (1987). Efectivamente,
ambos son citados y comentados en varios capítulos del libro La moderni-
dad de lo barroco (1998) donde el filósofo ecuatoriano construye su teoría
como situándose por momentos en la continuidad de las ideas del escritor
cubano, o incluso como si se tratara de prolongar algunos de sus hallazgos.
102 Gustavo Guerrero

No en vano algo como una suerte de homenaje se deja traslucir en la ma-


nera como Echeverría saluda a Sarduy a través de este juego intertextual
que vuelve explícita la relación entre los dos y traza así un puente entre dos
apuestas teóricas distintas pero, a la vez, emparentadas; dos apuestas que
se cuentan entre los aportes más estimulantes y audaces de nuestra crítica
cultural a la interpretación de los conceptos de Barroco y Neobarroco en
las últimas décadas del siglo xx.
Quisiera utilizar el breve espacio que me ha sido impartido, para esta-
blecer un paralelismo entre la visión de Sarduy y la de Echeverría que me
permita exponer resumidamente los principales aspectos de sus teorías y
establecer a la par un diálogo abierto que haga evidente o palpable la trama
de afinidades que las une pero también sus diferencias. A fin de estructu-
rar este paralelismo, voy a plantearme tres preguntas que corresponden a
tres momentos distintos aunque relacionados dentro del trabajo teórico de
nuestros dos autores. La primera tiene que ver con la construcción de una
perspectiva histórica sobre el siglo xvii que preside a la elaboración de un
concepto cultural del Barroco en Europa y América. Esta pregunta podría
formularse tentativamente así: ¿cómo describen el uno y el otro la emer-
gencia en la historia post-renacentista de una cultura del Barroco a ambos
lados del Atlántico y, subsidiariamente, cómo se explica esa correlación
o coincidencia? La segunda pregunta tiene que ver con la reaparición, el
resurgimiento o, si se quiere, el reciclaje del Barroco en el siglo xx y con la
entronización en América de una literatura y un arte que se definen como
“Neo-barrocos”. Mi pregunta podría formularse en estos términos: ¿cómo
se explica o se justifica el pre-fijo “neo” en la idea de un Neo-barroco ame-
ricano del siglo xx y que supone la generalización y el empleo de dicha
calificación aplicada a diferentes prácticas y discursos como diagnóstico
sobre la situación de la cultura contemporánea? En fin, mi tercera pregunta
tiene que ver, a manera de conclusión, con los horizontes que nos abren
ambas teorías a través del vínculo que tejen entre Barroco y Neo-barroco.
Pongamos simplemente: ¿qué nos enseñan Sarduy y Echeverría no sólo de
nuestra manera de leer el pasado y el presente de una cultura, sino también
su porvenir?
Evidentemente, estas tres preguntas, que dibujan un arco en el tiempo,
están íntimamente relacionadas y la respuesta o las repuestas que le demos
a una puede interferir o influir en las otras, puede prefigurar o determinar
las otras; pero voy a tratar, en lo posible, de distinguirlas dentro de mi
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 103

análisis y de tratarlas separadamente, a fin preservar cierta claridad en la


exposición.

La pregunta por el surgimiento de una cultura del Barroco en la historia


de Europa y América hace explícito un primer rasgo común entre nues-
tros dos autores: Sarduy y Echeverría se sitúan en el linaje de los teóri-
cos que se plantean una elucidación histórica del tema y que lo abordan
además como un fenómeno específico de la historia cultural moderna. A
diferencia del catalán Eugenio D’Ors y del cubano Alejo Carpentier, por
ejemplo, que definen lo barroco como un tendencia o constante trans-
cultural y transhistórica, presente en diferentes épocas y climas, Sarduy
y Echeverría se inscriben en la larga genealogía de todos aquellos que, de
Heinrich Wölfflin a Haroldo de Campos, pasando por Walter Benjamin,
José Lezama Lima y José Antonio Maravall, conciben el Barroco como un
momento específico de la historia moderna europea y/o americana. Aún
más, nuestros dos teóricos, como algunos de sus predecesores, lo ven no
ya como un concepto exclusivamente literario o de historia del arte, sino
como la definición más amplia de una cultura que, a lo largo del siglo xvii,
construye su trama de signos, o su fábrica de lo sensible, en respuesta a
la crisis de los valores y creencias que habían animado a los hombres del
Renacimiento. Ambos se sitúan así, por lo que toca a la interpretación de
la noción de Barroco, en una perspectiva eminentemente histórica, cultu-
ralista y post-autónoma, que no reconoce fronteras infranqueables entre
los distintos modos de representación artísticos o no artísticos, literarios o
no literarios, sino que busca, por el contrario, crear una continuidad entre
ellos susceptible de totalizar la experiencia de unas sociedades europeas y
americanas que ingresan en el tiempo moderno.
Para Sarduy, que escribe en los años setenta y ochenta del siglo pasado,
la lectura del paso del Renacimiento al Barroco se describe, en los términos
de Michel Foucault, como un “corte epistémico” provocado por la ruptura
de la unidad religiosa que representó durante siglos la Cristiandad europea
y cuyas manifestaciones, según afirma en su ensayo de 1972, “El Barroco y
el Neobarroco”, son numerosas, simultáneas y bastante explícitas:
104 Gustavo Guerrero

La iglesia complica o fragmenta su eje y renuncia a un recorrido preestable-


cido, abriendo el interior de sus edificios, irradiando a varios recorridos po-
sibles, ofreciéndose en tanto que laberinto de figuras; la ciudad se descentra,
pierde su estructura ortogonal, sus indicios naturales de inteligibilidad, fosos,
ríos, murallas; la literatura renuncia a su nivel denotativo, a su enunciado li-
neal; desaparece el centro único en el trayecto, que hasta entonces se suponía
circular, de los astros, para hacerse doble cuando Kepler propone como figura
de ese desplazamiento la elipse; Harvey postula el movimiento de la circula-
ción sanguínea y, finalmente Dios mismo no será ya una evidencia central,
única, exterior, sino la infinidad de certidumbres del cogito personal, disper-
sión, pulverización que anuncia el mundo galáctico de las mónadas (Sarduy
1999a [1972]: 1386).

De este conjunto de expresiones que ve en un primer momento como sig-


nos anunciadores de una cultura barroca, Sarduy va a elegir posteriormen-
te uno y la va a dotar de un protagonismo inédito en su ya citado ensayo
de 1974, Barroco. Lo que ha de marcar simbólicamente, según nos dice,
la emergencia de la cultura barroca es el impacto del cambio de modelo
astronómico que se produce cuando la maqueta de Galileo, que se basa
aún aristotélicamente en la órbita circular de los planetas alrededor del sol,
es reemplazada por la maqueta de Kepler, que introduce modernamente
la órbita elíptica y provoca un reajuste y un descentramiento general del
sistema. Fiel a las ideas y al método de Foucault, el cubano describe la cul-
tura barroca del siglo xvii en la continuidad que dibujan las proyecciones
isomorfas o ecos formales de la elipse de Kepler a través de las varias repre-
sentaciones urbanísticas, arquitectónicas, pictóricas y literarias elaboradas
por la época. La pintura de Caravaggio, el Greco, Rubens y Velásquez, la
literatura de Góngora y Cervantes, así como también la Roma de Pietro
de Cortona y de Francesco Borromini, son todas instancias donde se deja
traslucir eso que Sarduy llama, relativizando la idea de causalidad, la “re-
tombée” del modelo astronómico en la producción simbólica.
Lo que este discurso de la elipse le permite enunciar es, sin embargo,
mucho más importante que una simple homología o proyección isomorfa,
ya que se traduce en la postulación de un conjunto de transformaciones
decisivas para génesis del mundo moderno, coronadas por la apertura ha-
cia un principio de alteridad:
Las leyes de Kepler, alterando el soporte científico en que reposaba todo el
saber de la época, crean un punto de referencia en relación al cual se sitúa,
explícitamente o no, toda actividad simbólica: algo se descentra, o más bien,
duplica su centro, lo desdobla: ahora, la figura maestra no es el círculo, de
centro único, irradiante, luminoso y paternal, sino la elipse, que opone a ese
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 105

foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, muer-
to, nocturno, el centro ciego, reverso del yang germinador del Sol, el ausente
(Sarduy 1999b [1974]: 1223).

Hablar de un descentramiento del modelo astronómico supone así ha-


blar del paso a una cultura que no se cierra ya armoniosamente sobre la
perfección del círculo como garantía de la identidad entre racionalidad y
naturalidad, sino que ahora descubre, desorbitada, la presencia del otro y
de lo Otro que no puede alcanzar o subsumir. Lo irregular, lo desviado, lo
monstruoso, al igual que la sofisticada celebración de la artificialidad que a
menudo los acompaña, tratan de incorporar o al menos de apuntar hacia
esa alteridad que acusa los límites de la representación misma. Hay así
una conflictividad propia del discurso del Barroco que traduce esta tensión
entre lo que se puede enunciar o no se puede enunciar. Sarduy la analiza
a través de las relaciones entre elipse y elipsis, entre la figura geométrica
y la figura retórica, estableciendo un paralelismo que convierte el doble
centro elíptico, como representación de un sol presente y un sol ausente,
de un sol luminoso y un sol negro, en expresión de lo que se dice y lo que
se calla en la imagen poética o plástica barroca. Para formularlo de otra
manera: lo Barroco, para Sarduy, se alza ambiguamente sobre lo que se
suprime o elide dentro del discurso pero que permanece allí tácitamente,
en el interior del sistema simbólico, como señalando sus fronteras o su más
allá. Dos nociones procedentes de la teoría psicoanalítica tratan de hacerlo
inteligible: por un lado, la del objeto (a) de Lacan, con que se significa la
presencia de un objeto no representable; por otro, la mecánica de la repre-
sión freudiana, que excluye de la conciencia un contenido insoportable o
desagradable ligado a ciertas pulsiones del sujeto. Lo propio del lenguaje
barroco, según el cubano, sería así enunciar oblicuamente esa alteridad
que no se puede representar o que se debe silenciar, esa alteridad que a la
vez acusan y esconden la proliferación, el exceso y la extremosidad de la
imagen o la palabra barrocas. De ahí que lo barroco resulte a menudo per-
turbador, incomodo y transgresivo; de ahí la doble censura a la vez estética
y ética que el Siglo de las Luces impondrá luego al siglo xvii al tildar a su
literatura y a su arte de perversos, degradados o de mal gusto en un intento
por suprimir al otro y a lo Otro que se asoman como un peligro para la
razón ilustrada de Occidente.
También Bolívar Echeverría ve la semiótica de la representación barro-
ca como cifra y fruto de un conflicto pero de una naturaleza algo distinta.
106 Gustavo Guerrero

El siglo xvii se le presenta como el inestable período de una transición sus-


pendida que sigue a la crisis de los ideales universalistas del Renacimiento
y que parece dominado por la convivencia y el antagonismo entre una
fuerza de innovación político-religiosa y otra de orden político-económica.
Ambas se conciben como respuestas al cambio que revoluciona a una Eu-
ropa que ha perdido su norte y su unidad y, como tales, ambas se definen
dentro de una lógica esencialmente moderna. Echeverría nos recuerda así
que la Contrarreforma es contemporánea de la génesis del capitalismo y
que, por intermedio de la Compañía de Jesús, va a tratar de incorporar
elementos de la nueva lógica económica y mercantil a la construcción del
mundo post-tridentino. Siguiendo esta línea de pensamiento, lo Barroco
se define, para él, como una de las actitudes principales que han de adoptar
las sociedades europeas y americanas a partir de la época moderna en su
intento por incorporar la nueva lógica político-económica emergente y
las distorsiones que acarrea en las relaciones entre valor de uso y valor de
cambio, o mejor, entre la dimensión concreta del trabajo y el disfrute de los
bienes y la dimensión abstracta del proceso de valorización del valor y acu-
mulación del capital. Para el filósofo marxista, existe de tal suerte un “ethos
barroco” que constituye una respuesta del siglo xvii a las contradicciones
de su situación histórica específica y que, según él, “se da lo mismo como el
uso o costumbre que protege objetivamente a la existencia humana frente
a esa contradicción, que como la personalidad que identifica a la misma
subjetivamente” (Echeverría 1998: 89).
Lo propio, lo característico de dicho ethos no se hace visible, sin embar-
go, si no se le compara con los otros tres ethe –el realista, el romántico y el
clásico– que, según Echeverría, forman parte, desde ya hace varios siglos,
de las distintas maneras como la modernidad ha gestionado sus relaciones
con la lógica político-económica del capitalismo. Así, el ethos realista ve la
acumulación del capital como algo positivo y deseable, y considera ilusoria
toda percepción de lo contrario, mientras que el clásico no borra la contra-
dicción del hecho capitalista pero la va a vivir como una condena trágica,
como algo fatal e inmodificable. Por su parte, el ethos romántico integra la
contradicción y la toma, en un sentido favorable, como un episodio genui-
no o necesario de un acontecer histórico que puede llevar a trascenderla
y puede desembocar, por ejemplo, en la Revolución. Ante todos ellos, el
ethos barroco se caracteriza, en la teoría de Echeverría, porque no borra
como el realista la contradicción ni tampoco la integra como el romántico;
más bien la reconoce como inevitable, a la manera del clásico, pero no se
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 107

resuelve del todo a aceptarla y la acaba plasmando en una forma particular


de creación que busca afanosamente volver compatible lo incompatible
mientras se nutre de esa imposibilidad y de su propia irresolución. El ecua-
toriano escribe así en La modernidad de lo barroco:
Construir el mundo moderno como teatro es la propuesta alternativa del ethos
barroco frente al ethos realista; una propuesta que tiene en cuenta la necesidad
de construir también una resistencia ante su dominio avasallador. Lo que
pretende es rescatar la forma natural de las cosas siguiendo un procedimiento
peculiar: desrealizar el hecho en el que el valor de uso es sometido y subordi-
nado al valor económico, transfigurarlo en la fantasía, convirtiéndolo en un
acontecimiento supuesto, dotado de una ‘realidad’ irrevocable. El ser humano
de la modernidad barroca vive así en distancia respecto de sí mismo, como si
no fuera él mismo sino su doble; vive creándose como personaje, aprovechan-
do el hiato que lo separa de sí mismo para tener en cuenta la posibilidad de su
propia perfección. Trabajar, disfrutar, amar, decidir, pensar, opinar: todo acto
humano es como la repetición mimética o la transcripción alegórica de otro
acto; un acto original, él sí, pero irremediablemente ausente, inalcanzable
(Echeverría 1998: 195).

A esta ética teatral de la irrealidad, la ambigüedad y la ambivalencia, de la


que hay tantos ejemplos en la literatura de Gracián y Calderón, correspon-
de una estética que radicaliza la significación del concepto de representar,
asociando dramatización y decoración en un esfuerzo último por salvar el
paradigma clásico del Renacimiento. Echeverría insiste en la fidelidad del
Barroco a los cánones heredados del siglo xvi como un intento por reac-
tualizar un ideal de vida que los rápidos cambios que se están produciendo
ya han hecho obsoleto. Porque también hay una forma de resistencia y
de conciliación en ello, dado que la literatura y el arte barrocos vuelven a
las fuentes antiguas como para despertar la vitalidad que duerme en ellas,
pero lo hacen de una manera que se acaba convirtiendo en un explícito y
aparatoso ejercicio de respiración artificial, si se me permite la expresión,
cuyos resultados distan de ser los previstos. Valga citar a este respecto un
párrafo por demás explícito del filósofo marxista:
Los desfiguros a los que se ve obligado el ideal de las proporciones clásicas en
manos del Spagnoletto y su feísmo ibérico, por ejemplo, lo ponen en cues-
tión, pero –como diría el conde Salina– no para rechazarlo sino para reafir-
marlo. Agotado el programa renacentista en el que lo clásico debía aportar
una Verklärung, una transfiguración idealizadora de la realidad, Ribera, como
Velázquez, emprendió la aventura de pintar la vida misma, de ir directamente
al modelo del que se suponía que lo clásico era la quintaescencia, y encontró
que donde mejor coincidían o se encontraban lo clásico y la vida era justa-
mente en la representación de la realidad a través de lo contrahecho y esper-
108 Gustavo Guerrero

péntico, o a través de una representación que llevase en sí misma su propia


negación (Echeverría 1998: 94).

Sarduy y Echeverría coinciden por vías distintas en esta interpretación con-


flictiva de la representación barroca que hace de la Europa del siglo xvii un
campo de fuerzas encontradas donde lo moderno no se define aún por el
patrón ilustrado que ha de imponerse en el siglo siguiente, sino que preser-
va la alternativa de un orden distinto y reflexivo, que pone en tela de juicio
la posibilidad de reducir lo otro a lo uno y lo real a una imagen idealizada
del mundo. No en vano ambos teóricos coinciden además en una interpre-
tación de la representación barroca como una representación al cuadrado,
dominada por la celebración del artificio y la parodia, según Sarduy, y
aficionada a una proliferación decorativa y a una meta-teatralidad que,
siguiendo a Adorno, Echeverría no duda en describir como “decorazione
assoluta” y “messinscena assoluta” (Echeverría 2006: 157 ss.; 1998: 212).
Para nuestros autores, estas actitudes extremosas apuntan hacia el hori-
zonte virtual de una representación autónoma o emancipada de cualquier
modelo que señala una crisis general del sistema semiótico en la época, ya
que pone de manifiesto el inconcluso juego de espejos que preside ahora a
las relaciones entre el mundo de las imágenes y el mundo de los objetos, o
el mundo de las palabras y el mundo de las cosas.
Sarduy y Echeverría concuerdan en todos estos puntos y sin duda en
algunos más, pero, a despecho de tantas coincidencias, hay algo impor-
tante que los separa: la elaboración de una perspectiva sobre la proyección
atlántica del Barroco en el siglo xvii y su reaparición en tierras americanas.
El cubano no construye ninguna hipótesis histórica a este respecto, mien-
tras que el ecuatoriano sí lo hace y le concede además un lugar destacadí-
simo en sus escritos. Para tratar de resumir su visión, puede decirse que
Echeverría lee el siglo xvii americano como un siglo largo, que empieza
aproximadamente hacia 1580 y concluye hacia 1750. Se trata de un exten-
so período que resulta decisivo en la génesis de nuestra cultura y durante
el cual el ethos barroco se enraíza en América gracias a la conjunción de al
menos tres fenómenos determinantes: el mestizaje, la incorporación del
continente a las redes del comercio mundial y el intento de los jesuitas por
imponer un modelo civilizatorio moderno que compagine la nueva lógica
político-religiosa y la nueva lógica político-económica.
Según Echeverría, la crisis que signa el final del Renacimiento en Euro-
pa tiene su equivalencia en la crisis que pone fin a la Conquista y a la uto-
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 109

pía religiosa en América, y que desemboca en la necesidad de cambiar un


modelo civilizatorio que ya no puede concebirse como el de una prolon-
gación o reproducción de la misma Europa, sino que exige la invención o
la creación de una Europa otra, de una Europa americana. El ethos barroco
gobierna de principio a fin este proceso a través de la reapropiación de los
códigos europeos dentro de una dinámica de mestizajes que los asocia a los
códigos indígenas y africanos. Dicho esfuerzo de reapropiación, que busca
revitalizar la herencia europea en América, que trata de hacer compatible
lo idéntico y lo distinto, acaba produciendo sin embargo una civilización
otra y un mundo otro donde la “decorazione assoluta” y “messinscena asso-
luta” ponen de manifiesto las profundas tensiones que los constituyen. En
este sentido, los mestizos americanos del largo siglo xvii, los principales
protagonistas de esta historia, no se comportan ante los códigos de Europa
en forma muy distinta a la de Bernini, Velázquez o Ribera ante los cánones
del clasicismo renacentista. Y es que, tratando de revivirlos, los reinventan
y se reinventan ellos mismos dentro de un mundo transculturizado e in-
édito. Para hacer palpable su barroquismo, Echeverría apela sin embargo al
ejemplo del Quijote y de los indios citadinos del Perú y la Nueva España, y
escribe esta página memorable sobre el mestizaje barroco con la que voy a
dar por terminada mi primera respuesta:
Desde principios del siglo xvii, los indios citadinos de América imitan a su
muy peculiar manera las formas técnicas y culturales europeas. Las imitan, es
decir, hacen una representación de ellas, las escenifican ante un público que
no las conoce y necesita conocerlas, el público compuesto por los habitantes
de las nuevas ciudades, es decir, antes que nada por ellos mismos y después
también por los europeos americanos (los criollos). Al hacerlo, estos indios
son actores, pero unos actores muy especiales, dada la condición igualmente
especial que les impide abandonar el escenario y retornar a la ‘normalidad’;
son indios que representan el papel de no indios, de europeos, y que ya no
están en capacidad de volver a ser indios a la manera en que lo fueron antes de
la época de la Conquista, porque esa manera fue anulada y no puede volver
a tener vigencia histórica. Son actores para quienes el mundo representado se
ha vuelto más real que el mundo real porque la realidad de éste se ha desvane-
cido: actores de una messinscena assoluta impuesta por la historia. De manera
diferente a la huida de don Quijote, cuando escapa de la miseria de su mundo
y se instala en otro, transfigurado imaginariamente, la estancia de los indios
de América en ese otro mundo, tan extraño para ellos, el de los europeos, que
los salva también de su miseria, es una estancia que no termina. No despiertan
de él, no regresan al ‘buen sentido’, como don Quijote; no regresan a ese otro
mundo imitado, representado, sino que permanecen en él y se desenvuelven
en él, convirtiéndolo poco a poco en su mundo real (Echeverría 2006: 164).
110 Gustavo Guerrero

II

Entre el Barroco y el Neobarroco se produce un acrobático salto en el


tiempo que nos conduce desde el siglo xvii hasta la segunda mitad del siglo
xx y que nuestros dos autores van a tratar de explicar, poniendo de relie-
ve las profundas semejanzas entre las dos situaciones históricas. Así, para
Echeverría, también el siglo xx es el momento de una inestable transición
suspendida que tendría que habernos llevado a una civilización distinta,
mientras que, para Sarduy, la aparición de la teoría del Big-Bang constituye
una revolución simbólica análoga, en nuestra manera de representarnos
el universo, a la que introdujeron, en siglo xvii, las leyes de Kepler. Por
vías distintas, el escritor y el filósofo convergen así hacia una definición
del Neobarroco que no gravita exclusivamente alrededor de la idea de una
relectura del gongorismo o la estética barroca, como ocurrió en tiempos de
las vanguardias, sino que se estructura más bien en torno al contexto más
amplio de una crisis civilizatoria que concierne el modelo de modernidad
predominante desde el siglo xviii, a saber: aquel que surge básicamente de
la síntesis entre el universalismo de la razón ilustrada, la ética protestante
y la Revolución Industrial. Es por ello por lo que, para ambos, en grados
diversos, el horizonte del debate sobre la postmodernidad constituye uno
de los contextos principales de emergencia del Neobarroco y es también
por ello por lo que el Neobarroco aparece, en los años setenta, ochenta y
noventa del siglo xx, como una instancia de revisión crítica de lo moderno
y/o como la propuesta de una modernidad alternativa. Bien visto, es a la
par un factor y un producto de esa revisión, de ese proceso que acompaña
en aquel momento la idea de que se ha entrado en el final de un tiempo
y en el comienzo de otro. Digo que lo Neobarroco es un producto de ello
porque, como parte del espíritu de la época, resulta de las nuevas condicio-
nes sociales que hacen necesario repensar lo moderno; digo también que es
un factor porque la práctica de lo Neobarroco, tal y como señala Sarduy, es
un ejercicio esencialmente subversivo, que trata de cuestionar algunos de
los fundamentos de la modernidad imperante e invita a vislumbrar otra.
Valga citar este conocido párrafo de Barroco:
¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido pro-
fundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a
sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar
la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en
su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 111

simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación.


Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer –y
no, como en el uso doméstico, en función de información– es un atentado
al buen sentido “moralista y natural” –como el círculo de Galileo– en que se
basa toda la ideología del consumo y la acumulación. El barroco subvierte el
orden supuestamente normal de las cosas, como la elipse –ese suplemento de
valor– subvierte y deforma el trazo, que la tradición supone perfecto entre
todos, del círculo (Sarduy [1974] 1999b: p. 1250).

Echeverría cierra con estas mismas líneas su introducción a La modernidad


de lo barroco veinte años más tarde, como haciendo suyas no sólo una críti-
ca al capitalismo que se inspira en las ideas de Bataille y de Barthes, sino so-
bre todo la postura irreverente y transgresora de Sarduy como fundamento
de un Neo-barroco. La solidaridad entre ambos autores pasa además por la
manera cómo el ecuatoriano recicla la imagen del descentramiento como
una herramienta para interpretar la crisis del paradigma moderno y para
explorar las perspectivas de un horizonte post-moderno, de un después o
un más allá de la modernidad, de un futuro donde modernidad cederá su
lugar al plural “modernidades”.
Hay que reconocer, sin embargo, que, en su lectura del Neobarroco
de Sarduy, Echeverría no siempre tiene en cuenta la evolución del pen-
samiento del cubano ni repara en la dificultad que plantea el hecho de
que se mueva a la vez dentro y fuera del campo cultural latinoamericano.
Efectivamente, Sarduy ve lo Neobarroco, al mismo tiempo, como un fenó-
meno estético propio de nuestro continente, que se manifiesta en nuestra
literatura y nuestro arte, y también, no habría que olvidarlo, como un
fenómeno más general o global, vinculado a la crisis de valores, discursos y
prácticas que recorre la segunda mitad del siglo xx.
Por supuesto, el contenido que puede atribuirse al concepto en cada
uno de los casos es distinto. Así, en tanto y en cuanto realidad latinoame-
ricana, lo neobarroco constituye, para el cubano, toda una estética que
encuentra en la escritura de José Lezama Lima y de Guillermo Cabrera
Infante, o en la pintura de Botero y de Cruz-Diez, algunas de sus expresio-
nes más logradas. Reflexividad, dialogismo, carnavalización, abstracción,
oscuridad, se cuentan entre los rasgos principales de la obra neobarroca, se-
gún Sarduy. Recordemos que, siguiendo estas ideas, desde mediados de los
años ochenta del siglo xx y hasta bien entrado nuestro siglo, varios grupos
poéticos fueron reivindicando el calificativo, como, por ejemplo, la escuela
del Neobarroco o Neobarroso porteño del argentino Néstor Perlongher,
o el trans-barroco latinoamericano del brasileño Haroldo de Campos. La
112 Gustavo Guerrero

antología Medusario (1996) editada en México por Roberto Echavarren,


José Kozer y Jacobo Sefamí constituyó, en el último fin de siglo, como el
momento consagratorio de estas diferentes corrientes. Sarduy no vivió para
verlo, pero su teoría nutre sin lugar a duda muchos de estos poetas a través
de una interpretación del Neobarroco como una estética de la diferencia
y que además se erige en una instancia crítica del racionalismo europeo y
su vocación universalista. Tanto es así que algunas páginas del cubano nos
llevan, con su crítica del logocentrismo, hasta el atisbo de lo que puede ser
una lectura postcolonial que ponga de relieve la diferencia americana como
diferencia de los diferentes. Por ejemplo, cuando define lo neobarroco en un
texto para el catálogo la Bienal de París de 1977, escribe:
No se trata de recopilar los residuos del barroco fundador, sino –como se pro-
dujo en literatura con la obra de José Lezama Lima– de articular los estatutos
y premisas de un nuevo barroco que al mismo tiempo integraría la evidencia
pedagógica de las formas antiguas, su legibilidad, su eficacia informativa, y
trataría de atravesarlas, de irradiarlas, de minarlas por su propia parodia, por
ese humor e intransigencia –con frecuencia culturales– propios de nuestro
tiempo. Ese barroco furioso, impugnador y nuevo no puede surgir más que
en las márgenes críticas o violentas de una gran superficie –de lenguaje, de
ideología, de civilización–: en el espacio a la vez lateral y abierto, superpuesto,
excéntrico y dialectal de América: borde y denegación, desplazamiento y rui-
na de la superficie renaciente española, éxodo, trasplante y fin de un lenguaje,
un saber (Sarduy 1999c [1982]: 1307).

Para Sarduy, lo Neobarroco justificaría de este modo el empleo del prefijo


neo porque, más que una reedición del Barroco propiamente dicha, sería, a
la vez, su reinvención, su transgresión y su superación dentro de una lógica
eminentemente contemporánea y subversiva: “Neobarroco: reflejo necesa-
riamente pulverizado de un saber que sabe que ya no están apaciblemente
cerrado sobre sí mismo –había escrito en 1972–, arte del destronamiento y
la discusión” (Sarduy 1999ª [1972]: 1403).
La otra manera de entender el término nos conduce de vuelta al Big-
Bang y al impacto de esta teoría en la producción simbólica del siglo xx.
Acaso como para contrarrestar el boom neobarroco al que toca asistir en
Latinoamérica, el escritor cubano se ciñe en su libro Nueva Inestabilidad
(1987) a una pauta más limitada y rechaza en bloque las caracterizaciones
de lo neobarroco en base a los rasgos que él mismo había descrito antes.
Porque solo una ajustada “retombée” de la maqueta del Big-Bang ha de
definir, para el último Sarduy, a la literatura y el arte neobarrocos dentro y
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 113

también fuera de Latinoamérica, siguiendo una línea de interpretación que


lo desterritorializa y lo convierte en un fenómeno global:
Así como la elipse –en sus dos versiones, geométrica y retórica, la elipsis–
constituye la retombée y la marca maestra del primer barroco –Bernini,
Borromini y Góngora bastarían para ilustrar esta aseveración–, asimismo la
materia fonética y gráfica en expansión accidentada constituiría la firma del
segundo. Una expansión irregular cuyo principio se ha perdido y cuya ley es
informulable. No solo una representación de la expansión, tal y como puede
situarse en la obra de Pollock, en ciertos caligramas o hasta en la poesía del
grupo brasileño Noigandres. Sino un neobarroco en estallido en el que los
signos giran y se escapan hacia los límites del sorporte sin que ninguna fór-
mula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de producción. Hacia
los límites del pensamiento, imagen de un universo que estalla hasta quedar
extenuado, hasta las cenizas. Y que, quizás, vuelve a cerrarse sobre sí mismo
(Sarduy 1999d [1987]: 1375).

Echeverría, como ya lo dije, se hace eco de estas ideas de descentramiento


y alteridad que corren infusas de distintas maneras en la teoría de Sarduy y,
por su intermedio, se apropia además de la estética de lo inestable, lo mul-
tidimensional y lo mutante descrita por Omar Calabrese como un signo de
los tiempos en L’etá neobarocca (1987). Pero, a diferencia del crítico italia-
no, el filósofo no desvincula dicha estética de la que surge en el siglo xvii y,
a la manera del cubano, ve en el prefijo neo menos un capricho del merca-
do del arte que el símbolo que instaura una analogía entre dos situaciones
históricas: las que signan la génesis y la crisis de la modernidad entre los
siglos xvi y xviii. El Neobarroco se alza de hecho, desde esta perspectiva,
como una plataforma crítica postmoderna en la obra de Echeverría, ya que
le permite plantear, por un lado, una reflexión sobre los lazos entre Barroco
y Modernidad, y, por otro, una reflexión sobre los lazos entre Barroco y
contemporaneidad.
La primera se cifra en la doble pregunta por el carácter necesariamente
moderno de lo Barroco y por la necesidad de un barroquismo en la moder-
nidad que obligue a revisar el empleo histórico del término y autorice el
plural “modernidades”. La segunda reflexión da lugar a una interrogante,
estrechamente vinculada a la anterior, en torno a la posibilidad de imaginar
una modernidad alternativa respecto de la que ha existido y cuya prefigu-
ración definiría la función de la estética neobarroca en el contexto actual.
Sintetizando las dos problemáticas, Echeverría afirma que, si la existencia
del Barroco en el siglo xvii constituye un mundo moderno distinto, que
trata de gestionar de otra manera los problemas que plantean el cambio y
114 Gustavo Guerrero

la novedad, la existencia del Neobarroco se erige en el lugar crítico de esa


alternativa dentro del mundo contemporáneo:
La actualidad de lo Barroco no está sin duda en la capacidad de inspirar una
alternativa radical de orden político a la modernidad capitalista que se debate
actualmente en una crisis profunda; ella reside en cambio en la fuerza con que
manifiesta, en el plano de la vida cultural, la incongruencia de esta moderni-
dad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa (Echeverría
1998: 15).

III

Concluyo tratando de contestar brevemente a mi tercera pregunta: ¿qué


nos enseñan Sarduy y Echeverría no sólo de nuestra manera de leer el pasa-
do y el presente de una cultura, sino también su porvenir? Creo que, en úl-
tima instancia, el neobarroco representó para ambos un modo de decirnos
que el pasado nunca está cerrado ni terminado del todo si somos capaces
de mantener viva la relación que lo une al presente como una instancia de
interpretación de la cultura contemporánea y, por ende, de nosotros mis-
mos. En este sentido, el neobarroco y sus teorías constituyen un formida-
ble ejemplo del papel que las Humanidades han cumplido y deben seguir
cumpliendo como gestoras críticas de la memoria en el campo del saber.
Pero hay quizás algo más importante aún en el ejemplo de Sarduy y
Echeverría justo en este momento actual en el que, según François Har-
tog, nos instalamos en un régimen histórico “presentista” que nos pinta
el mañana casi como una eterna repetición del hoy. A fines del siglo xx
y a principios del xxi, lo Neobarroco constituye uno de los lugares desde
donde se reivindica la posibilidad de imaginar un futuro otro y donde se
hace patente un cierto de estado de crisis avanzada de la civilización mo-
derna. Ambas problemáticas se asocian, para el cubano y el ecuatoriano,
a la relectura que la cultura latinoamericana hace de su propia diferencia
histórica en el nuevo contexto global. De ahí que lo neobarroco pueda ser
leído como la manera en que los escritores, poetas, artistas e intelectuales
latinoamericanos reactivan la comprensión de los procesos de hibridación
y transculturación que nos han constituido, para convertirlos, en un ins-
trumento de interpretación del momento contemporáneo dentro y fuera
del continente. O dicho en otros términos: lo Neobarroco bien puede ser
entendido no sólo como una cierta visión del mundo latinoamericano ac-
Severo Sarduy y Bolívar Echeverría: ética y estética del Barroco 115

tual, con todos sus conflictos y su diversidad, sino además como una visión
latinoamericana del diverso y conflictivo mundo de hoy. Y acaso también
como una apuesta por el mundo que vendrá.

Bibliografía

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Filología y crítica
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica
americana1

Vicente Bernaschina Schürmann


Universität Potsdam

1. De la crítica filológica a una filología crítica

Rodolfo Lenz fue un filólogo cabal.


Fue, como lo diría Amado Alonso a pesar de algunas desavenencias
fundamentales, “un hombre de ciencia” de suma “autoridad técnica”
(Alonso 1961: 271), que “en la historia de la fonética española […] ha de
figurar siempre en un lugar de honor” (Alonso 1940: 273).2 Fue el primero
en describir científicamente la especial pronunciación en castellano de la r
agrupada con otra consonante (Alonso 1940: 273) y también el primero
en señalar y describir satisfactoriamente el fenómeno de la “vibración de las
mucosas” (Schleimhautvibration) o “rehilamiento”, como lo llaman Alonso
y Tomás Navarro Tomás (Alonso 1940: 274-75).
Fue, desde su llegada a Chile en 1890 a instancias de la fundación del
Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, agente principal en la
modernización de la filología en el país y en el continente, fomentando
la práctica de la fonología, la dialectología, la lexicografía bajo principios
científicos claros (Rabanales 2002: 180). En lo que respecta a la educación,
fue participante activo en las reformas a la enseñanza de idiomas extranje-
ros, de la ortografía y de la gramática castellanas (ver Lenz 1914 y 1920).

1 Agradezco a Sergio Ugalde por sus insistentes inquietudes sobre Rodolfo Lenz que me
llevaron a (re)descubrir sus caminos. Agradezco también la atenta lectura y valiosos co-
mentarios de Pablo Faúndez y Katharina Einert, sin ellos de seguro me habría perdido
por esos caminos.
2 Las desavenencias de Alonso con Lenz guardan relación con la joven “tesis araucanista”
de éste último y las opiniones que fomentó o podría fomentar. De esta tesis –“que el es-
pañol de Chile (es decir la pronunciación del bajo pueblo) es, principalmente, español
con sonidos araucanos” (Lenz, 1940: 249)–, dice Alonso: “tesis sensacionalista precon-
cebida, con métodos deficientes que las afirmaciones hiperbólicas no logran disimular”
(Alonso 1961: 281). Para más detalles sobre la reacción de Amado Alonso, Ramón
Menéndez Pidal y Américo Castro frente a las propuestas de Lenz, ver (Bernaschina
2013).
120 Vicente Bernaschina Schürmann

Fue, además, junto a Julio Vicuña Cifuentes y Ramón Laval, el funda-


dor de la Sociedad de Folclore Chileno en 1909, cuyo programa fue “una
de las primeras clasificaciones teórico-prácticas de la Ciencia Folklórica,
de las elaboradas en Iberoamérica” (Salinas 2011: 309). A través de esta
institución, no sólo promocionó la importancia social y científica de los es-
tudios folclóricos y populares en el país, sino además cultivó amplias redes
internacionales de intercambio académico; entre otros, con investigadores
como Robert Lehmann-Nitsche, Max Uhle, Silvio Romero, Franz Boas
y Aurelio M. Espinosa (ver Velleman 2008: 13-16 y Salinas 2011: 306).
Lenz fue apasionado promotor de los estudios de lengua y cultura ma-
puches, en un país y en un momento histórico en que dichos intereses
eran considerados intrascendentes para la nación y el progreso del saber; y
dentro de ellos, no sólo fue el primero en recopilar, con el máximo rigor
científico posible, materiales para el estudio del mapudungún de boca de
los indígenas mismos (Sánchez 1992: 284), sino también el primero en
sentar las bases analíticas y clasificatorias para las investigaciones que hoy
conocemos bajo el nombre de estudios etnolingüísticos y etnoliterarios
(ver Carrasco 1988).
A partir del cruce de todas estas disciplinas, en este enfoque ‘transcul-
tural’ como lo expone Soledad Chávez Fajardo en un excelente artículo,
Lenz fue el primero en componer en Chile, con su famoso Diccionario
etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas americanas
(1905-1910), un diccionario etimológico enciclopédico, crítico y cien-
tíficamente completo del español de Chile (Chávez 2011: 92-93). Una
obra que sentó precedente en la lexicografía histórica del continente y que
en sí misma y en sus textos introductores deja entrever “los bosquejos de
una teoría del contacto entre el español y el mapudungun” (Chávez 2011:
104). En este punto, creo que sería necesario ir un poco más lejos para ha-
cer justicia a la obra de Lenz, ya que esta teoría del contacto de asombrosa
actualidad, también abre campo a reflexiones generales sobre el desarrollo
de la cultura americana en contacto con diversas culturas indígenas, ade-
más de los contactos e intercambios preexistentes ya entre éstas mismas.
Más allá del carácter precursor de la obra de Lenz para distintos ám-
bitos de los estudios lingüísticos, hoy es de primera necesidad destacar en
su legado la vigencia de un modo crítico de practicar la filología. Porque
ser un filólogo cabal implica no sólo ser prolijo en la observación o enci-
clopédico en los saberes, sino en primer término ser capaz de interrogar y
establecer demandas al sistema mismo con el cual se trabaja, sobre todo
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 121

cuando éste, sea por límites epistemológicos o por cuestiones de política,


nos impide ver precisamente aquello que está delante de nuestros ojos.
Al inicio de La oración y sus partes, libro publicado en 1920 por el
Centro de Estudios Históricos de Madrid, Lenz lo manifiesta sin ambages:
no hay nada más nocivo para la filología y para los estudios de la lengua
española que la perpetuación acrítica de esclerosadas ideas con raíces en los
disparates de una gramática universal. Allí advierte:
se olvida a menudo que casi todos los estudios de lingüística han sido hechos
por autores cuyo campo de investigación fueron las lenguas indoeuropeas o
algunas de sus ramas. De consiguiente, casi todas las observaciones lingüísti-
cas en que se fundan nuestras teorías generales son solamente aplicables a estas
lenguas indoeuropeas, que, con todos sus millares de dialectos, en el fondo
representan un solo modo de pensar primitivo (Lenz 1944 [1920]: 15).

Las reflexiones generales sobre lenguas y culturas que se desprenden de la


obra de Lenz dan a entender que los fenómenos lingüísticos observables
en América son de una importancia insólita para la filología hispánica en
particular y para las filologías románicas en general, puesto que implican
una revisión y reformulación epistemológica de la disciplina. Ante la exis-
tencia viva de las lenguas indígenas y el prolongado contacto de éstas con
el español en América, Lenz no sólo comprendió lo importante que era
esto para el estudio directo de las variaciones de una lengua trasplantada a
una naturaleza y un medio cultural completamente nuevo, sino también
una oportunidad única para enriquecer nuestros conocimientos sobre el
lenguaje humano en general. Aún si esto implicaba signar la insuficiencia
de la propia disciplina. Nuevamente es La oración y sus partes la que nos da
el tono: “Esperar que sólo con el estudio de las lenguas europeas pudiéra-
mos llegar a comprender la psicología del lenguaje humano, me parece tan
razonable como si un naturalista quisiera fundar una fisiología botánica
estudiando sólo las rosáceas” (Lenz [1920] 1944: 31).
Actitud polémica, actitud de crítico: la obra de Rodolfo Lenz no sólo
muestra un gran apasionamiento por la cultura popular y la cultura ma-
puche; su obra, además, establece demandas, plantea preguntas y ensaya
respuestas que la disciplina, precisamente por sus principios y campos de
interés, no estaba dispuesta a considerar. Una actitud, entonces, y la aper-
tura hacia un ámbito de indagaciones filológicas y culturales que serán
aspectos fundamentales en lo que hoy comprendemos como crítica lati-
noamericana.
122 Vicente Bernaschina Schürmann

2. Cuestión de principios: la sustancia original

En 1923, Américo Castro fue invitado a pronunciar un ciclo de siete con-


ferencias sobre lengua y literatura española ante profesores y estudiantes
del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. El, que hasta entonces
fuera director del Instituto de Filología Hispánica de la Universidad de
Buenos Aires, preparó un panorama que iba desde los orígenes del español
en el siglo ix y x, pasando por el humanismo, Cervantes y Lope de Vega,
hasta concluir, en su última conferencia, con una disquisición sobre “Me-
todología de la enseñanza de la lengua y la literatura españolas”.3 Enterado
de las investigaciones de Lenz y con miras a los conflictos que se habían
desatado en hispanoamérica en torno al fragmentacionismo propugnado
por los defensores de los idiomas patrios, Castro postulará el siguiente
principio metodológico:
[Y]o creo fundamental en cuanto al lenguaje es estudiarlo separadamente del
pensamiento y de la realidad. […] El lenguaje, se ha dicho con razón, no es
lógico, es sicológico, pero hay que añadir: el lenguaje, fundamentalmente, es
lenguaje. Es como una encrucijada; hay en él una interferencia del mundo
del pensar, del mundo íntimo, y del mundo real; pero no indica esto que el
lenguaje, por sí mismo, carezca de sustantividad. Tal como la encrucijada, es
algo distinto de los caminos que en su terreno se cruzan. El lenguaje debe
estudiarse como algo sustantivo. […] El lenguaje vive autonómicamente entre
el pensar, el sentir y la realidad (Castro, 1924: 845-46).

Este llamado a una concepción del objeto ‘lenguaje’ en cuanto entidad au-
tónoma y la necesidad de estudiarlo en sí mismo, surge evidentemente de
las propuestas de la lingüística que habían desarrollado hasta ese entonces
Charles Bally, Albert Sechehaye, entre otros, a partir del póstumo Curso de
lingüística general de Ferdinand de Saussure. Un llamado en el que recono-
cemos el giro estructural de los estudios sobre el lenguaje y que consolidará
su estatuto científico en el siglo xx.
Ahora bien, esta propuesta metodológica oculta una serie de opciones
disciplinarias, que responden al carácter ideológico de los fines perseguidos
por parte de esta filología hispánica moderna que empezaba a constituirse.
Luego del desastre colonial de 1898 y la agudización de los nacionalismos

3 Las conferencias fueron publicadas en los Anales de la Universidad de Chile a lo largo del
año de 1924 y hoy pueden consultarse en línea en: <http://www.anales.uchile.cl/index.
php/ANUC/issue/view/2310> (20.08.2015).
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 123

periféricos en la península y de las querellas independentistas en América


y el Caribe durante las primeras décadas del siglo xx, las élites intelectuales
y políticas de España asumieron la tarea de iniciar una modernización ins-
titucional, económica, social e intelectual que lograra reintegrar a España
en las pautas de las demás naciones europeas (Elizalde 2000: 202). “Con
el fin de superar la crisis finisecular, la dependencia política exterior de los
dictados de las grandes potencias y encontrar soluciones comunes a los
problemas sociales” (Sepúlveda 2011: 15), la estrategia adoptada fue la del
panhispanismo o hispanoamericanismo; es decir, la insistencia del rol fun-
damental que jugaba España en la conformación de una inmensa comuni-
dad cultural transnacional, sostenida por la raza (como síntesis de cultura),
el idioma (garante de la comunidad), la historia (el pasado común) y la
religión (vertebración de valores comunes) (Sepúlveda 2011: 23).
Dentro de este contexto, la misión que asumió la filología fue la recom-
posición de la comunidad espiritual y cultural que compartían América y
la Península, dentro de la cual, por supuesto, la España castellana ocupaba
el sitial hegemónico por origen y genealogía. José del Valle, por ejemplo, al
estudiar el período de regeneración nacional y sus utopías lingüísticas, ha
insistido en el perfil eminentemente nacionalista –imperial sin más, diría
yo– que guiaba los esfuerzos de Ramón Menéndez Pidal y sus discípulos
en su carrera por “contrarrestar el sentimiento antiespañol que pudiera
existir en las antiguas colonias y asegurar la lealtad de la élite al proyecto de
construcción de una comunidad hispánica moderna en la que se reservara
un papel central a España” (Del Valle 2004: 111). Un proyecto político,
entonces, que se sirvió del poder retórico de la ciencia con el fin de entregar
una imagen icónica del castellano, desde sus orígenes y a lo largo de toda su
historia, que lo retratara como una lengua civilizadora en esencia.4
La opción metodológica ofrecida por Américo Castro en su conferen-
cia, es decir, la concepción del objeto ‘lenguaje’ como sistema autónomo
del mundo que lo circunda, a pesar de su apariencia neutral, defiende es-

4 Según del Valle y Stheeman, el nacionalismo cultural, en sus esfuerzos por prevalecer,
genera inevitablemente ideologías lingüísticas que utilizan principalmente dos proce-
dimientos retóricos para legitimarse: ocultamiento e iconización. El primer procedi-
miento redunda en una simplificación del campo sociolingüístico, invisibilizando a
ciertas personas o actividades, mientras que el segundo, implica una transformación de
la relación semiótica entre rasgos lingüísticos o variedades lingüísticas con las imágenes
sociales a las que están vinculadas, lo que hace que ciertos rasgos lingüísticos aparenten
ser representaciones de la esencia o naturaleza inherente de un grupo social (Del Valle
& Stheeman 2004: 32).
124 Vicente Bernaschina Schürmann

tos mismos intereses. Como él mismo lo dice, el lenguaje parece poseer


una doble vida: por un lado, existe en la contingencia, es una encrucijada
entre el pensar, el sentir y la realidad, mientras que, por el otro, es en
sí mismo portador de una sustantividad. Sustantividad de mayor interés
para la ciencia que la mera contingencia y que es posible identificar en
las características y dinámicas propias del lenguaje, que provienen de la
historia interna de la lengua expresada en la tradición. Esta igualación de
la dinámica interna de la lengua con su desarrollo histórico (Zimmermann
2011: 10) lleva a desestimar “las manifestaciones anárquicas y selváticas
del hablar”, “esa floración espontánea del lenguaje desprovisto de cultura”
(Castro 1924: 844) en pos de una ideal rector de la lengua (Alonso 1961:
278), que en la tradición literaria y cultural se expresaría siempre en la
norma culta o literaria.
Ramón Menéndez Pidal, en una conferencia con fines divulgativos de
1944 titulada “La unidad del idioma”, lo expone del siguiente modo: es
innegable que en la sociedad existen distintos tipos de hablas –habla culta
o literaria, habla popular y habla vulgar–, pero eso no significa amenaza
alguna para la unidad del idioma. Ésta está garantizada por la primacía del
habla literaria, que es la expresión más cercana al sistema ideal de la lengua
y que en su historia evolutiva siempre funge como eje rector de la interac-
ción dialéctica que se da entre ésta y las hablas populares regionales. Así, el
desarrollo evolutivo de la lengua se da entre el habla literaria y las populares
regionales en la forma de “dos líneas ondulantes que caminan a la par y
en la misma dirección” y cuya unidad está dada por el peso de la tradición
(Menéndez Pidal, 1947 [1944]: 187).5 Es decir, la manifestación histórica
de “la idea de la lengua” de la que hablaba Alonso y que Menéndez Pidal
resuelve aforísticamente: “la lengua está en variedad continua y en perma-
nencia esencial” (Menéndez Pidal, 1947 [1944]: 196). Propuesta teórica
que buscará explicar las realizaciones dialectales del español en América a
partir de los orígenes peninsulares: no hay variación en la lengua actual que
no existiera ya antes en potencia en el origen de la lengua.
Engarzada a esta perspectiva, la propuesta metodológica enunciada
por Américo Castro para la filología hispánica oculta o invisibiliza precisa-
mente aquellos fenómenos lingüísticos que podrían contravenirla, puesto
que insisten en los contactos de la lengua con el pensar, el sentir y la reali-

5 La lengua vulgar, que como dice del Valle (2004: 125), es la que presenta los mayores
peligros para la unidad de la lengua, desaparece rápidamente del esquema, puesto que
al carecer de tradición, carece de gravedad sustancial.
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 125

dad. Sin estos factores, la lengua española es y será siempre esencialmente


la lengua española, sea en Madrid, en Granada, en Galicia, en el valle de
Anáhuac o al sur del río Bío-Bío.

3. Cuestión de principios: las dinámicas sociales

No es insignificante que Castro sostuviera esta conferencia ante profesores


y estudiantes del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, sobre
todo al considerar que once años antes, Rodolfo Lenz había pronunciado
en la misma institución una conferencia titulada ¿Para qué estudiamos
gramática?, en la que afirmaba lo siguiente con respecto al lenguaje:
El lenguaje no es sólo un fenómeno sicofísico del hombre en general; es tam-
bién, casi diría en primer lugar, un fenómeno social de cada nación y como
tal toda explicación de lo existente debe fundarse en la historia del pasado
(Lenz 1912a: 38).

Este enunciado no es sólo llamativo porque insta a estudiar al lenguaje pre-


cisamente en sus puntos de contacto con el pensar, el sentir y la realidad,
sino además por las profundas consecuencias epistemológicas que tiene
para la filología.
La comprensión del lenguaje en cuanto fenómeno sicofísico, Lenz la
obtiene de sus lecturas sobre la Völkerpsychologie, en especial de los trabajos
de Wilhelm Wundt. Según este último, el objetivo principal de la discipli-
na es la explicación genética de la comunidad de sentimientos e ideas que
dan forma y sentido a un grupo humano determinado, entendiendo que
ésta emerge de la interacción histórica de los individuos particulares con la
multiplicidad de individuos junto a los que conviven.6 “Las precondicio-
nes de la experiencia subjetiva”, sostiene Wundt, son “las ideas y represen-
taciones (Vorstellungen) heredadas de la tradición, el lenguaje y las formas
del pensamiento contenidas en él y por último, los profundos efectos de la
crianza y la educación” (Wundt 1997 [1900]: 241).
Con respecto al lenguaje, que es lo que a Lenz y a nosotros más nos
preocupa, Wundt dice que es el ámbito de investigación principal, puesto
que sólo en él tenemos acceso a los otros dos campos que completan el

6 Ver también la exposición de los principios generales de la Völkerpsychologie, organiza-


dos por Eckardt 1997:12-21.
126 Vicente Bernaschina Schürmann

cuadro de la sicología étnica: el mito y las costumbres. El lenguaje tiene


la virtud de ser simultáneamente una creación humana de carácter obje-
tivo y subjetivo (Wundt 1997 [1900]: 246); en él “se refleja el mundo de
las ideas y representaciones (Vorstellungswelt) de la humanidad” y en él se
pueden observar transformaciones lexicales, morfológicas o sintácticas que
dan cuenta de la formación o mutación de la conciencia de una comuni-
dad, a partir de influencias síquicas o determinadas condiciones naturales
o culturales (Wundt 1997 [1900]: 269).
Por estas razones, más que el mero contenido, importan las emociones,
afectos y relaciones que expresan en el lenguaje los modos y formas de
pensamiento de una comunidad. Lenz dirá: “El lenguaje siempre contiene
elementos que no corresponden a la expresión de los conceptos propia-
mente tales, sino a la expresión de relaciones que se establecen entre las
palabras para expresar con ellas la operación lógica de la formulación de
juicios” (Lenz 1912a: 18). Postulado que ejemplificará bellamente en La
oración y sus partes:
Si digo ‘el árbol está florido en la primavera’, o ‘el árbol tiene flores’, o ‘el árbol
florece’, la representación total que analizo es la misma, aunque en el primer
caso hablo de una cualidad (el participio adjetivo); en el segundo uso una
fórmula transitiva y considero las flores como algo que posee el árbol, y en el
tercer caso uso un verbo neutro y considero la cualidad como un fenómeno.
Se trata de una particularidad de nuestra lengua que no encontraremos en
todos los idiomas (Lenz 1944 [1920]: 56).

Como bien lo destaca Lenz, determinadas formas expresivas son particu-


lares a los modos de pensar que ofrece una lengua. Sin embargo, esto no
quiere decir que estas formas sean inmutables. La sicología étnica no es
sólo diferente entre distintas comunidades, sino que está en constante va-
riación dentro de comunidades que alguna vez tuvieron lengua e historia
comunes. Una prueba de ello se encuentra fácilmente al mirar algunas
diferencias fundamentales entre las mismas lenguas vulgares derivadas del
latín (Lenz 1944 [1920]: 56).
Para comprender y explicar estas diferencias es necesario recurrir a la
historia de la lengua, pero a partir de su dimensión social, sus usos efecti-
vos. No se trata, entonces, de ir meramente al habla, como insistía Lenz
siguiendo a von der Gabelentz (Sánchez 1992: 275), sino de concebir la
historia y evolución de la lengua de un modo distinto. Para decirlo con
una expresión de Antonio Cornejo Polar, se trata, por muy paradojal que
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 127

esto parezca, de “historiar la sincronía”, una sincronía complejamente he-


terogénea.
Wundt, al buscar puntos de apoyo para sus fines en la filosofía del
lenguaje, se encontró con una gran limitación: desde el Cratilo de Platón
hasta la famosa introducción Sobre las diferencias de la estructura del len-
guaje humano de Wilhelm von Humboldt, existe una tendencia metafísica,
preocupada casi exclusivamente del “solo problema del origen del lenguaje”
(Wundt 1997 [1900]: 255 – destacado en el original). Lenz, por su parte,
veía un problema similar en la filología hispánica, obsesionada con expli-
car la evolución de la lengua a partir de su origen y dinámicas internas,
olvidando que éstas corresponden a “un solo modo de pensar primitivo”
y desestimando los diversos aspectos naturales, sociales y culturales con
los que la lengua ha interactuado constantemente. “Así como no existen
pueblos de raza absolutamente pura y única, así tampoco existen lenguas
que no hayan recibido ciertas voces de sus vecinos. Todas las lenguas de los
pueblos de civilización europea conservan en sus etimologías la expresión
clara de la historia de su cultura” (Lenz 1912b: 4). Si el lenguaje “es un
fenómeno social de cada nación” y el castellano expresión de un pueblo de
civilización europea, entonces resulta ineludible que “toda explicación de
lo existente deb[a] fundarse en la historia del pasado”, es decir, no sólo en
la historia de una lengua aislada, sino en todas las historias que conforman
su pasado y su presente.

4. Lenguas trasplantadas

En una conferencia pronunciada en el XVII Congreso Internacional de Ame-


ricanistas celebrado en Buenos Aires en 1910 y publicada posteriormente
en 1912, Lenz afirmaba polémicamente:
En la lengua castellana moderna sobrevive el recuerdo de que hace mil
doscientos años los árabes trajeron a la España subyugada una cultura en
muchos puntos superior a la de la raza que se había formado por la fusión
del conquistador romano con el celtíbero, nuevamente conquistado por las
tribus germánicas de suevos, visigodos y otros. El albañil que hace acequias,
alcantarillas y casas con zaguanes y azoteas, fue árabe (Lenz 1912b: 4).
Lenz acababa de concluir su monumental Diccionario etimológico; obra
verdaderamente precursora para su tiempo y que él consideraba una prue-
128 Vicente Bernaschina Schürmann

ba concreta de sus teorías sobre el lenguaje en general y de las característi-


cas particulares del castellano en Chile como caso ejemplar del castellano
en América. Todo estudio etimológico de una lengua viva, sostiene Lenz
en la misma conferencia, remite los conceptos utilizados en la actualidad
a sus orígenes, organizando las distintas voces según las lenguas de las que
se derivan; lo que implica no sólo una afirmación de la riqueza léxica de
una lengua, sino principalmente la posibilidad de conocer “cuánto han
contribuido las distintas naciones al estado actual del lenguaje, o, lo que es
lo mismo, al estado actual de la evolución síquica y cultural de la nación
correspondiente” (Lenz 1912b: 3).
Visto desde esta perspectiva, el castellano de América presenta un caso
especial, si no único en su extensión. Histórica y culturalmente hay que
considerar de entrada que este idioma es una lengua “trasplantada”, que
hubo de “amoldarse a la naturaleza antes desconocida del nuevo mundo” y
“adaptarse a otro sistema de vida, con alimentación y habitación distintas
de las antiguas españolas” (Lenz 1912b: 4). Hecho que resalta las variacio-
nes en la lengua a partir de su interacción con un medio antes desconocido
y lo que esto significó para la comunidad allí formada. Además, el castella-
no actual de América evidencia en sus voces la presencia viva del contacto e
intercambio que experimentó con diversas lenguas indígenas pre y coexis-
tentes: lenguas de las Antillas y México, de la zona Andina, el Amazonas,
el cono sur y la Patagonia, entre otras (Lenz 1912b: 7).
La filología decimonónica en su mayor parte condenaba estas voces in-
dígenas y populares, tildándolas de vicios y aberraciones que era necesario
corregir y erradicar (Chávez 2011: 94), mientras que la filología hispánica
de principios del siglo xx, en favor de la idea de una comunidad panhispa-
na, argumentará que estos préstamos léxicos son accidentes absolutamente
insignificantes frente a la unidad morfológica y sintáctica del español. Para
Lenz, con su mirada etimológica y etnológica, esta heterogeneidad léxica
será la piedra de toque para una reevaluación de ciertos principios de la
filología y puerta de entrada al estudio científico y desprejuiciado de las
lenguas indígenas; ya no como mera herencia patrimonial, sino como fe-
nómenos vivos desde hace siglos en y junto al castellano de América (Lenz
1926: 21).7

7 Importante es también que Lenz, luego de escribir su libro sobre El Papiamento (publi-
cado por entregas en los Anales de la Universidad de Chile entre 1926 y 1927), contará
dentro de estas lenguas vivas no sólo a varias lenguas indígenas, sino también “jergas
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 129

A fines del siglo xix y principios del xx, filólogos de distintas regiones
miraban con interés los cambios lingüísticos del castellano de América.
Muchos tenían la esperanza de ver en ellos la formación actual de len-
guas nuevas, tal como fuera el caso del latín vulgar; otros apoyaban la tesis
para fortalecer nacionalismos y la idea de los nuevos idiomas patrios.8 Sin
embargo, para la década de los ’20, esta tesis había perdido casi toda su
fuerza: el castellano permanecía relativamente homogéneo en ambos lados
del Atlántico.
Lo interesante de esta discusión no está tanto en la identificación fácil
de grupos nacionalistas o panhispanistas, sino en las explicaciones y con-
secuencias que tuvieron éstas para el posterior desarrollo de la filología.
Si según la historia de la lengua de esos años, la condición natural de una
lengua es su tendencia a variar (más aún, alejada de su centro de irradia-
ción), ¿cómo se comprende el hecho de que a pesar de la vasta extensión de
América, esta parezca conservar su unidad? ¿Qué sucede con las vertientes
populares y las lenguas indígenas?
En un artículo traducido por Américo Castro, el filólogo alemán Max
Leopold Wagner, lector y crítico de Lenz, insistirá que las circunstancias
históricas del latín y el castellano no son comparables y que ésta última
se perpetúa íntegra en las personas de las clases elevadas tanto en España
como en el nuevo mundo. Si hay variaciones, ya sean ‘barbarismos’, ‘regio-
nalismos’ o ‘indigenismos’, estos afectan sobre todo a la lengua del vulgo,
pero no son suficientemente fuertes para interrumpir en modo alguno “la
continuidad de cultura” (Wagner 1924: 85). Ramón Menéndez Pidal será
de la misma opinión: como lo mencionamos más arriba, para él, desde sus
orígenes en el siglo ix, el castellano había generado una potencia cultural y
una unidad interna que le otorgaba ‘permanencia esencial’ ante cualquier
posible variación. Y en lo que respecta al factor indígena, decía ya en 1918:
“En las lenguas indígenas no hallamos, pues, un elemento externo que
diferencie claramente el habla americana, y acudiremos a buscarlo con más
éxito tanto en los orígenes hispánicos, como en la evolución propia del
español colonial” (Menéndez Pidal 1918: 5).

mezcladas de lenguas americanas y africanas con el español”, lo mismo con el inglés,


francés y holandés (Lenz 1926: 21).
8 En el caso de Argentina, piénsese en el libro de Luciano Abeille, El idioma nacional
de los argentinos (1900) y en el de Chile, en la conferencia de Julio Saavedra, Nuestro
idioma patrio (1907).
130 Vicente Bernaschina Schürmann

Lenz, por su parte, observaba el fenómeno desde otra perspectiva.


Lenz estaba de acuerdo con el hecho de que la norma culta o literaria
podía influir en el proceso de formaciones dialectales, promoviéndolo o
desacelerándolo; pero esto no se debía a ninguna esencia que precedía al
lenguaje, sino a razones de política. Con una idea que groso modo anticipa
en más de setenta años a La ciudad letrada de Ángel Rama, Lenz dirá al
principio de su Diccionario etimológico que en América, a pesar de las vastas
distancias geográficas, se instaló un gobierno lo suficientemente fuerte para
establecer una norma cortesana y literaria, reguladora de ahí en adelante
del comportamiento lingüístico de los grupos de poder y con ellos el de
los demás grupos sociales. La administración de las provincias estaba en
manos de personas procedentes del centro político; las ordenanzas y las
leyes impusieron la escritura al fijarse ellas mismas por escrito; la creación
de una cultura letrada conjuntó en torno a la administración a los poetas,
por quienes nació y se instauró el modelo literario. “Así se han formado so-
bre base lingüística natural, pero por razones históricas de política, las que
solemos llamar lenguas literarias” (Lenz 1977 [1905-1910]: 11 – destacado
en el original).
Ahora bien, esta concepción política de la consolidación del castellano
en América ofrecía una mirada diferente del funcionamiento de las diná-
micas sociales del lenguaje que el que ofrecía hasta entonces la filología
hispánica al enfocarse sobre el diastratismo. Porque si es claro que “hacia
arriba prevalece la lengua escrita” con sus formas y usos particulares –dice
Lenz utilizando una metáfora topológica social–, “hacia abajo prevalece
la comunicación oral; la esfera de la vida doméstica y todas sus múltiples
relaciones con la vida del individuo en cuanto a habitación, vestimenta,
alimentación, con los artesanos y el comercio al menudeo que satisfacen
necesidades diarias” (Lenz 1977 [1905-1910]: 12).
Hacia abajo, entonces, se difuminan los límites de la cultura letrada y
en los usos lingüísticos de la vida cotidiana no encuentran únicamente ex-
presión las formas afectivas y los pensamientos de las esferas populares e in-
dígenas, sino también se efectúa su ingreso paulatino a la “lengua general”,
que siempre es más que la sola norma literaria (Lenz 1977 [1905-1910]:
12-13). Si para un grupo de filólogos, estas formas expresivas serán meras
variaciones superficiales, aceptadas por la lengua debido a sus posibilidades
intrínsecas, para Lenz éstas son evidencias palpables de la ampliación del
mundo de una lengua, a través de relaciones, afectos y representaciones de
mundos culturales diferentes. Visto con cuidado, este fenómeno permite
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 131

romper, también, con los prejuicios instaurados por la ‘civilización’ sobre


los demás estratos lingüísticos y adquirir un conocimiento mayor de la
cultura y la historia americana, sea ésta la de las comunidades hispanas,
criollas o indígenas.
La perspectiva etimológica y etnológica como puerta de entrada hace ostensi-
ble no sólo cuantos conocimientos recibieron los conquistadores de los indios
de Chile, sino aun se podrá notar hasta qué grado la influencia de los que-
chuas en el Norte y Centro del país había alterado la civilización del mapuche,
y con sorpresa se verá que por el estudio del Diccionario vulgar chileno será
posible llenar algo el vacío casi absoluto en que estamos con respecto al alcan-
ce de la conquista incásica en Chile (Lenz 1977 [1905-1910]: 18).

Y de paso, esta perspectiva desmiente también a los que han calumniado


a los mapuches, “diciendo que eran salvajes, casi sin agricultura, que ape-
nas habían aprendido de los incas el cultivo del maíz y del poroto” (Lenz
1912b: 9). Los ochenta y siete tipos de papas que se cultivan en Chile con
nombres de procedencia indígena son, según Lenz, irrefutable prueba de lo
contrario. Además, un estudio de índole similar sobre la lengua mapuche
dará cuenta de como ésta, en contacto con el castellano español y otras
lenguas indígenas, supo adaptar para sí usos y costumbres de otras comu-
nidades, incluida la literatura.
Como lo dice Lenz en su temprana conferencia De la literatura arauca-
na: además del cultivo de las propias fábulas, leyendas y poemas, “los arau-
canos se han asimilado casi todo el tesoro de la literatura popular española”
(Lenz 1897: 25). Esto no quiere decir que el movimiento de la cultura
sea unidireccional y que haya que fijarse sólo en las tradiciones españolas,
puesto que si se mira con cuidado, se detectará que “varios temas de las
fábulas araucanas se encuentran en diferentes partes del mundo sin que
sea necesario que provengan de una sola fuente” (Lenz 1897: 26). Así, en
lo que concierne a la formación de la literatura, Lenz abandona también
una investigación que quiera reducir todas las expresiones a una fuente
originaria. Puede ser que todas las fábulas y mitos del mundo provengan
de la cultura indo-europea, pero la obsesión por el origen no es capaz de
enseñarnos nada sobre las formas en las que el intelecto humano en general
se desarrolla a través del lenguaje y cómo en prácticas particulares, ambos
encuentran formas expresivas diferentes: “La acción de la fantasía del pue-
blo más bien se muestra en nuevas combinaciones de antiguos episodios
que en la invención de nuevos rasgos” (Lenz 1897: 31).
132 Vicente Bernaschina Schürmann

5. Afinidades electivas: colofón y envío

A los campos a los que se dirigieron las investigaciones de Rodolfo Lenz,


no podía o no quería entrar la filología hispánica. Ya fuera por motivos
ideológicos o por pruritos disciplinarios (aunque estos pruritos responden
principalmente a ocultamientos e iconizaciones ideológicas, ver nota 4), en
las formas expresivas populares e indígenas ésta no veía más que degrada-
ciones de la cultura o, en el mejor de los casos, accidentes lingüísticos de
poca o ninguna trascendencia. De los trabajos fonéticos del joven Lenz
y su “tesis araucanista”, quedó para el recuerdo su “autoridad técnica” y
sus precisas observaciones sobre la pronunciación de algunos fonemas. La
lengua y literatura mapuches no eran más que una curiosidad folclórica,
destinada a desaparecer ante el avance de la cultura hispana. Y las expre-
siones lingüísticas y poéticas populares no tenían gran importancia, si más
allá del mero gusto de las masas, éstas no se afincaban en lo verdaderamen-
te tradicional (Menéndez Pidal 1928: 39-40). Así, la filología hispánica
no podía ver ni sentir los fenómenos que impulsaban a Lenz a plantearse
constantemente preguntas para las que la práctica de la disciplina no tenía
explicaciones satisfactorias.
Precisamente en cuanto a las afinidades del bajo pueblo por ciertas
expresiones, en un prolijo estudio dedicado a la poesía popular impresa
de Santiago de Chile, escrito en 1894 y sólo publicado en 1919, Lenz se
permitía enjuiciar la calidad de algunos de los poemas de su colección.
Con respecto al grupo denominado “versos de astronomía”, decía Lenz
“que gozan de mucha aceptación, aunque son, generalmente, cúmulos ab-
solutamente indigestos e indigeribles de palabras altisonantes (nombres
geográficos) que no encierran ninguna idea comprensible” (Lenz 1918:
588). Y hacia el final del libro, sentenciará sobre ellos:
Es una literatura de alta alcurnia que ha caído al barro […] Pero no por eso los
poetas y cantores dejan de ser manifestaciones curiosas de la vida intelectual
del bajo pueblo chileno; y en cuanto al significado, no creo equivocarme si
digo que prueban que ese bajo pueblo, anhela por tener participación en la
cultura de las clases superiores (Lenz 1918: 618).

De estos juicios y aclaraciones, me parece fundamental el balance que Lenz


establece entre el fenómeno popular observado y su propia percepción me-
diante el uso de concesiones gramaticales. Es un gesto que no pretende,
como lo interpretaba el crítico literario Emilio Vaïsse (seud. Omer Emeth)
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 133

en una reseña en el periódico, descubrir “la fuente de cierta poesía mo-


dernista” con “desaforado verbalismo” y “absoluta vaciedad” (Vaïsse 1940:
355), sino más bien un gesto, como el de Galileo si se quiere, que persis-
te en una pregunta insatisfecha. Estos versos nos parecen indigestos, dice
Lenz, aunque gozan de aceptación; es literatura caída al barro, pero sus
circunstancias no carecen de interés.
El mismo gesto se trasladará también al campo de la lengua y litera-
tura mapuches a modo de crítica implacable al trabajo que habían hecho
durante la conquista y la colonia cronistas y misioneros. Porque a pesar de
haber cantado el valor de los mapuches, de haber celebrado sus virtudes
retóricas y de haber tenido los conocimientos necesarios para escribir la
lengua, no fueron capaces de transcribir poemas o discursos mapuches. Es
más, para sus gramáticas y catequismos, inventaron oraciones y versos que
nada tenían que ver con la realidad cultural y religiosa de los mapuches; e
incluso algunos, como el Padre Olivares, tuvieron el descaro de enjuiciar
su poesía en los siguientes términos: “la poesía no tiene entre ellos, aque-
llos conceptos altos, alusiones eruditas y locuciones figuradas que se ven
en obras poéticas de las naciones sabias” (Lenz 1897: 5). Para todos estos
casos, Lenz observa y critica:
Es el profundo desprecio que experimentaban para con las pobres poesías
indígenas los contemporáneos secuaces de un Góngora, como es el orgullo de
poseer la única religión verdadera el que no permitió a los mismos cronistas
y con mayor razón a los padres misioneros que han escrito las gramáticas,
que averiguaran sinceramente cuáles eran las creencias religiosas de los pobres
herejes. Esas son las razones que nos han privado de un conocimiento más
exacto de lo que cantaron, narraron y creyeron los indios del tiempo de la
conquista (Lenz 1897: 5).

La crítica es rotunda y vista a la luz de la filología practicada por Lenz, de


importantes consecuencias: si se trata de ampliar las fronteras del conoci-
miento humano, de sus formas de pensar, sentir y vivir en sociedad, es fun-
damental reconocer que las afinidades propias puedan ser nocivas, quizás
fatales, mientras que las afinidades ajenas, puerta a un mundo inexplorado.
Como lo sugiere Lenz en el Programa de la Sociedad de Folklore Chileno: la
ciencia no puede atacar los diversos sistemas de valores que estudia, pro-
vengan éstos de las religiones, costumbres literaturas o usos lingüísticos;
cada una de estas actividades se realiza en una esfera propia a la comuni-
dad de la que emergen. No obstante, la ciencia tampoco puede abandonar
su propia esfera y abandonarse al dictado de aquellos sistemas de valores.
134 Vicente Bernaschina Schürmann

Hay que buscar modos de investigación y pensamiento que no procedan


autocráticamente, propone Lenz en el mismo programa al referirse a su en-
tendimiento etnológico: si Luis xiv dijo “el Estado soy yo”, lo mismo hizo
Descartes al fundar todo su sistema filosófico en su “yo” (Lenz 1909: 6).
El precario equilibrio que emerge en la mirada de Lenz ante las formas
expresivas populares y mapuches a partir de las tensiones entre las afini-
dades propias y ajenas, puede quizás interpretarse como un primer tanteo
hacia una filología americana. Filología que asuma para sí también la cues-
tión del otro, como la denominó Todorov, sin caer en la asimilación total,
la implícita imposición de valores propios, ni en la categorización jerár-
quica, la explícita imposición de los valores propios (Todorov 1985: 56).
Por supuesto que Lenz no fue capaz de desprenderse de sus propios
sistemas de valores, de su ideología: hay pasajes en los que diferencia aún
entre lenguas o pueblos naturales y lenguas o pueblos de cultura, idiomas
de alta cultura y otros de menor evolución, pasajes en los que se percibe
una inclinación a la superioridad de la cultura occidental (Lenz 1914: 6) o
hacia la de la ciencia alemana frente a otras.9 Pero de seguro que nosotros
mismos, ante los prejuicios de nuestro propio tiempo, tampoco lo haría-
mos mejor.
Lo fundamental es que a partir de estos prejuicios, Lenz fue igualmen-
te capaz de practicar una filología abierta hacia una perspectiva cultural y
social, dispuesta a reconocer y confrontar sus limitaciones, a reconocerse
como un trabajo siempre inconcluso, consciente de la importancia de un
trabajo colectivo y transdisciplinario (Lenz 1909: 6). Una filología que en
las lenguas de América comenzaba a vislumbrar las múltiples historias que
las conforman y la emergencia de una comunidad americana, jamás mera-
mente hispana, criolla o india. Una mirada filológica, etnológica, cultural
que ya a fines del siglo xix y principios del xx, intentaba hacernos ver la
pervivencia de organizaciones sociales y comunidades, que desde la con-
quista y al decir de José María Arguedas, han “permanecido, a través de tan-
tos cambios importantes, distinta[s] de la occidental” (Arguedas 1977: 2).

9 En una carta, fechada el 28 de agosto de 1902 y dirigida a Robert Lehmann-Nit­


sche, Lenz confesará que siente mayor complacencia al obtener un breve comentario
aprobatorio por parte de un tal Wilhelm Wundt, que veinte páginas de alabanza por
algún chileno o similares, quienes no comprenden la importancia de la “mapuchería”.
Nachlass (legado) de Robert Lehmann-Nitsche, Korrespondenzen: Briefe von Rodolfo
Lenz an Robert Lehmann-Nitsche, Ibero-Amerikanisches Institut, Stiftung Preußi­
scher Kulturbesitz, Signatur: N-0070 b 420.
Rodolfo Lenz: hacia una filología crítica americana 135

Habrá que seguir la senda de Lenz, salir de la filología hispánica o


románica en busca de quizás una filología crítica americana. Estoy con-
vencido que a lo largo del siglo xx son muchos los que recorren caminos
similares.

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Crítica cultural y crítica de la filología
en Fernando Ortiz

Anke Birkenmaier
Indiana University, Bloomington

La obra del joven Ortiz suele ser caracterizada por lo que no fue o lo que
todavía era: el primer libro de Ortiz, Los negros brujos (1906) era todavía
positivista; Entre cubanos (1913) no llegó a ser una obra mayor, sino quedó
como obra del momento y crítica incipiente de la República; los dos dic-
cionarios de Ortiz, El catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afrone-
grismos (1924), no eran obras filológicas serias.1 La crítica generalmente ha
juzgado oportuno distinguir entre aquel temprano Ortiz, todavía marcado
por su formación criminológica y empeñado en estudiar “la mala vida cu-
bana”, y el Ortiz que a partir de los años 1920 empezó a desarrollar una
seria labor de antropólogo cultural, estudiando la cultura afrocubana en
todas sus manifestaciones. En lo que sigue me interesa volver a estudiar la
transición de Ortiz de la antropología positivista y la llamada psicología
social a la antropología cultural, prestándole especial atención a la polé-
mica de Ortiz con la filología hispánica que data justo de esta época. Si
bien durante el siglo xix la filología y la literatura habían sido discursos
dominantes en la búsqueda, por parte de las élites intelectuales, de una
identidad nacional o regional latinoamericana, me gustaría argumentar
que Ortiz logró establecer como modelo una escritura ensayística con base
en el análisis filológico y antropológico a la vez.2 Esta nueva crítica cultural

1 Estas formulaciones sobre la obra temprana de Ortiz aparecen, por ejemplo, en (Pérez
Firmat 1986; Le Riverend 1987; Coronil 1995).
2 Como ha argumentado Roberto González Echevarría en su libro Mito y archivo, para
los escritores latinoamericanos la antropología llegó a ser a partir de los años 1920 un
discurso científico hegemónico apropiado por ellos sistemáticamente (González Eche-
varría 2000: 197-253). Doris Sommer en su conocido libro Foundational Fictions por
otra parte destaca la importancia de la novela para fundamentar un discurso propio
sobre las nuevas naciones latinoamericanas en las décadas después de su independencia
(Sommer 1991). Finalmente, José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman han demostrado
en su libro co-editado La batalla del idioma el vivo debate sobre política cultural que
ocurrió en el siglo xix entre filólogos latinoamericanos y españoles (del Valle/Gabri-
el-Stheeman 2004). Estoy aprovechando estos estudios para contextualizar el posicio-
namiento de Ortiz entre filología y antropología.
140 Anke Birkenmaier

se produjo desde el diálogo de Ortiz con antropólogos estadounidenses y


de Europa, por una parte, y, por otra, con filólogos y ensayistas latinoame-
ricanos y españoles. Fue un momento fructífero de negociación, y valdría
la pena tenerlo en mente hoy en día, a la hora de las discusiones sobre la
función actual de las humanidades y el valor de la interdisciplinariedad.
Todavía a principios del siglo veinte muchos intelectuales latinoame-
ricanos veían con reojo la antropología, ya que se asociaba con lo que José
Martí llamaba en “Nuestra América” las “razas de librería” (Martí 1992),
es decir, con las jerarquías pseudo-científicas entre razas superiores e in-
feriores creadas por parte de científicos europeos tales como el conde de
Gobineau.3 El ensayo de José Vasconcelos, La raza cósmica (1925) es qui-
zás el ejemplo más notorio del desdén por parte de muchos intelectuales
latinoamericanos por las definiciones antropológicas decimonónicas de la
raza. Vasconcelos entendía la noción de raza en un sentido radicalmente
opuesto al científico y argumentaba en su ensayo que hace falta un “salto
espiritual” para comprender la vida de las civilizaciones. El mestizaje racial
en América Latina era un precedente nada más para la gran era “estética”
que remplazaría la edad positivista del tardío siglo xix (Vasconcelos 1997).
En Cuba, como en otros países latinoamericanos, la temprana an-
tropología era de corte positivista e impulsada por modelos europeos o
norteamericanos. El departamento de antropología y antropometría de la
Universidad de La Habana, bajo su director Luis Montané, había sido un
resultado de la reorganización de la universidad por parte del gobierno mi-
litar estadounidense, y tenía un enfoque criminológico en la relación entre
raza y crimen (Bronfman 2004: 6-8).4 Ortiz también se formó en crimino-
logía, después de haber hecho la carrera de derecho, y estudió en España
con Manuel Salas y Ferré y en Génova von el italiano Cesare Lombroso y
con otros. Como escribe Antonio Fernández Ferrer, su Los negros brujos,
un estudio criminológico de la población negra de Cuba, hacía paralelo a

3 En la discusión sobre la unidad o la pluralidad de las razas humanas, y sobre las ventajas
o no de la ‘mezcla’ entre personas de raza diferente participaban todos los naturalistas
de la época, inclusive Charles Darwin y Louis Agassiz. Sobre el racismo científico de
Darwin y su recepción en los Estados Unidos, ver el capítulo “Scientific Racism” en
el interesante libro de James Lander, Lincoln & Darwin (Lander 2010: 76-86). Las
teorías decimonónicas sobre la inferioridad de las razas ‘mezcladas’, dieron lugar a fines
del siglo xix al movimiento eugenésico, un movimiento social que se radicó no sólo
en Europa y en los Estados Unidos, sino que también tuvo sus seguidores en América
Latina (Stepan 1991: 35-63; Moritz Schwarcz 1999).
4 El auge de la antropología cubana coincidió, como en otros países, con el auge del
movimiento eugenésico en Cuba (Stepan 1991: 72; 181).
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 141

libros españoles similares de la época, tales como La mala vida en Madrid


(citado en: Santí 2002: 35-36).
De vuelta en Cuba a partir de 1905, Ortiz sin embargo no escogió
la carrera de antropología en la universidad sino repartió sus actividades
entre varias instituciones y áreas de acción. Ocupó una cátedra de dere-
cho en la Universidad de La Habana (1908-1917), además de ser fiscal
en la Audiencia de la Habana y miembro de la Sociedad Económica de
Amigos del País. Fue editor de la Revista Bimestre Cubana a partir de
1910, fundó en 1924 la Sociedad Cubana del Folklore y su revista Archi-
vos del folklore en 1924, y la Sociedad de Estudios Afrocubanos y su Revis-
ta afro-cubana en 1937. Eso sí, publicó a partir de 1910 libros y ensayos
sobre antropología, historia y arqueología, entre ellos Los negros esclavos
(1916), La fiesta cubana del ‘Día de Reyes’ (1925), y La ‘clave’ xilofónica
de la música cubana (1935), que lo establecieron como el estudioso de la
cultura afrocubana más importante de Cuba.
Desde su vuelta a Cuba Ortiz empezó también a interesarse por los dos
ámbitos de la crítica cultural y la filología. En su libro, La reconquista de
América. Reflexiones sobre el panhispanismo (1911) polemizaba con Rafael
Altamira, un hispanista español que había visitado Cuba y otros países
latinoamericanos en 1909-1910, dando conferencias sobre la “raza latina”,
en la cual se unían España y Latinoamérica por la lengua y religión que
compartían. Las ideas de Altamira no eran tan novedosas – el historiador
español ya había escrito los prólogos para dos ensayos latinoamericanos
notables del comienzo del siglo, Ariel (1900) de José Enrique Rodó y de
Carlos Octavio Bunge, Nuestra América (1903), donde ambos ensayistas
habían igualmente apelado a un espíritu latino unido por la tradición y las
letras. A Ortiz, sin embargo, le interesaba criticar a Altamira no sólo por su
“panhispanismo” sino también porque insistía en que la corriente panhis-
panista derivaba de otras corrientes europeas tales como los movimientos
pan-germánicos y pan-eslavos, inspiradas en el racismo científico decimo-
nónico. Como argumentaba Ortiz, ni en España ni en Latinoamérica se
podían aplicar criterios de pureza de raza en el sentido pseudo-científico de
estos movimientos. En vez de hacer un uso ‘antropológico dubioso’ de la
palabra raza, había que aplicar mejor la noción de ‘comunidad de lengua’,
aunque la lengua tampoco bastaba para poder hablar de civilización:
Quédase pues reducida a límites restringidos la llamada fuerza del idioma que
con la de la raza y la religión, son las únicas fuerzas de que alardea España, a
falta de otras más decisivas y más intensas y reales, como la industria, el co-
142 Anke Birkenmaier

mercio, la agricultura, el ejército, la marina, la escuela, la riqueza, la ciencia;


en fin, la civilización (Ortiz 1910: 53).

Para Ortiz, lo que realmente importaba tener en un país era una cultura o
‘civilización’ –Ortiz todavía usaba aquí el término francés en este temprano
ensayo–, la cual incluía más allá del idioma, la raza y la religión, una sólida
base educativa, científica y económica. Con ello, Ortiz se oponía a la po-
lítica cultural española por parte de profesores como Altamira que usaban
un discurso pan-hispánico vago que carecía de bases científicas, lingüísticas
o económicas.
Con todo, la oposición de Ortiz al ensayismo español no fue categó-
rica. Su segundo libro de ensayos, Entre cubanos, abría con dos cartas a
Miguel de Unamuno donde Ortiz expresaba simpatía por el ilustre filósofo
español y rector de la Universidad de Salamanca (Ortiz 1987). Unamuno
había lamentado en su ensayo “El sepulcro de Don Quijote” la “atonía de
la patria hispana”, y en particular su falta de idealismo, y Ortiz se identi-
ficaba en absoluto con ella en su crítica de la mentalidad cubana “dormi-
da” de estos años. A lo largo de los años Ortiz estableció además vínculos
estrechos con intelectuales y filólogos españoles, eso sí, siempre desde el
reclamo del respeto hacia las características propias de la cultura cubana.
Su primera estrategia al defender la cultura cubana contra el argumen-
to pan-hispánico fue filológica. Eso se ve en dos publicaciones de índole
claramente filológica publicadas en los años veinte. Los dos diccionarios se
presentaban como apéndices al trabajo de la Real Academia Española, el
Catauro de cubanismos (1923) y el Glosario de afro-negrismos (1924). Am-
bos diccionarios dan listas y explicaciones de términos africanos y locales
particulares del español hablado en Cuba. Sobre todo, Ortiz aprovecha-
ba para revelar lo que según él eran etimologías erróneas u omisiones de
americanismos en el Diccionario de la Real Academia.5 Sugería que estos
errores y omisiones eran algo más que negligencias; para él se trataba de
estrategias para imponer una visión monolítica del español como lengua

5 En su empeño por mostrar las omisiones de palabras usadas en Hispanoamérica, Ortiz


se insertaba en toda una tradición de reivindicaciones del español de América. Como
menciona Gustavo Pérez Firmat, pocos años antes de que aparecieran los dos dicciona-
rios de Ortiz se había publicado el largo ensayo de Miguel de Toro y Gisbert, “Reivin-
dicación de americanismos” (1920-21) en el Boletín de la Real Academia (Pérez Firmat
1986: 95). El mismo Ortiz cita en el Glosario una larga lista de filólogos americanistas,
entre ellos Juan Ignacio de Armas, Ciro Bayo, Rufino E. Cuervo, Juan M. Dihigo, y
Alfredo Zayas.
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 143

derivada sobre todo del latín (minimizando la influencia árabe y posible-


mente de idiomas africanos sobre la lengua), hablada de manera igual en
todos los países hispanoamericanos. A fin de mostrar las fallas de esta vi-
sión lingüística, Ortiz usaba una larga bibliografía de estudios filológicos, y
en no menor medida su ingenio, argumentando caso por caso las posibles
influencias americanas o africanas sobre determinadas palabras de uso co-
mún en Cuba y las Américas.
Es verdad que el método filológico de Ortiz era algo heterodoxo, pero
no por ello menos serio. Las “glosas” del Glosario de afro-negrismos son un
ejemplo de su estrategia de aparente modestia de añadir notas a lo que ha-
bían escrito las autoridades.6 Por ejemplo, la glosa de Ortiz sobre la palabra
“bobo” comentaba la etimología de la Real Academia, “¿del latín balbus,
balbuciente?” de la siguiente manera:
Es muy verosímil la hipótesis académica, por más que no cabe desconocer
que esta voz pertenece radicalmente al grupo onomatopéyico universal, por
el fonema bab. Entre los negros de Sierra Leona se llama bobo al “mudo de
nacimiento” (Thomas 16). Igual sucede entre los malinkés (Un Miss. Ob. Cit.
p. 110), lo cual puede explicarse por onomatopeya como el de la balbucencia,
como el balbus latino. Por igual razón llaman al “mudo” ebaba en el Congo
(Bentley, 264), ribubu en Angola (Cannecattim, p. 11), bebi los hausas, obu
los ibos, mumo los fulas, mumuo los mandingas, y bobo los bambara. Habrá
influido el bobo de los negros esclavos, en el castellano? Para determinarlo
habría que estudiar la historia del vocablo y la época y zona de su aparición
en España. Sin embargo, basta la razón onomatopéyica ya expuesta (Ortiz
1924: 58).

Así, el argumento de Ortiz era especulativo y hasta juguetón, sin embar-


go su implicación era que ni él ni la Academia podrían comprobar sus
argumentos definitivamente, a menos que consideren otros factores ex-
tra-lingüísticos. La filología era para él una disciplina necesaria, pero no
suficiente.
Ortiz usaba con virtuosismo la especulación etimológica para comple-
mentar las insuficientes explicaciones de la Real Academia. Un ejemplo de
ello es la entrada guarapo, una bebida azucarada popular en Cuba. Según

6 Pérez Firmat argumenta que Ortiz no conocía ninguno de los idiomas africanos usados
en su análisis de palabras individuales y que presentó sus dos diccionarios de una for-
ma a propósito desordenada, como apéndices en vez de diccionarios. Concluye Pérez
Firmat: “The Catauro is a philological fiction with a political theme. One important
motif in this theme is the excision of Cuban Spanish from its peninsular matrix, what
Ortiz terms the ‘avoidance’ of peninsular etymologies” (Pérez Firmat 1986: 100).
144 Anke Birkenmaier

la Real Academia, la palabra era de origen “americano;” sin embargo, Ortiz


opinaba que la palabra venía de garapa, usada en Angola y en Congo con
referencia a una bebida fermentada hecha de maíz y yuca. Esta palabra a su
vez sería derivada del portugués xarope, derivada del español jarabe, y este
último derivado del árabe xarab para “bebida”. La conclusión de Ortiz:
Se trata, pues, de un curioso afronegrismo, considerando la etimología en ri-
gor. No es la palabra originaria formada por elementos de la lingüística negra;
pero decimos guarapo, porque tomamos la voz tal como fue por los negros
africanos corrompida la palabra, que los descubridores les enseñaron, apren-
dida de los árabes. Es una genealogía etimológica de zigzag: del árabe al espa-
ñol y portugués, de éstos al congo, y del congo otra vez al español y portugués
de las colonias (Ortiz 1924: 232-33).

En estas “etimologías del zigzag” podemos ver los comienzos de la teoría


más tardía de Ortiz sobre la transculturación, donde propondría precisa-
mente que las múltiples imposiciones culturales producidas por el contac-
to entre cultura indígena, africanas, y europeas habían acabado por pro-
ducir una cultura auténticamente cubana o ‘americana’. La lengua era sólo
una instancia entre muchas donde se podía ver este prolongado contacto
cultural. De hecho, ya se podía ver en la contratapa de su Glosario que el
programa de Ortiz era más amplio; en ella se establecía el estudio de las
culturas negras de Cuba en todas sus manifestaciones (Ortiz 1924: xiii).
Este programa científico se extendía a la política cultural de Ortiz en la
época de los años veinte y treinta y seguía incluyendo la cultura letrada y la
filología como componente esenciales. Ortiz fundó en 1926 la Institución
Hispano-Cubana de Cultura, organización que en los años siguientes invi-
taría a los mejores escritores y filólogos españoles, entre ellos Federico Gar-
cía Lorca, Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez.
Las revistas de la Institución Hispano-Cubana, Surco (1927-1929) y Ultra
(1936-1947), publicaban fragmentos de conferencias dadas por los confe-
renciantes invitados, desplegando un amplio panorama de conocimiento
cultural para los miembros de la Institución el cual incluía, entre muchas
publicaciones sobre temas literarios y generales, artículos en traducción de
Franz Boas y Melville Herskovits, tomados de revistas científicas extranje-
ras. También publicó Ortiz una importante serie de libros, la “Colección
cubana de libros y documentos inéditos o raros”, cuyo propósito era hacer
accesibles textos coloniales o poco conocidos en el ámbito cubano, sobre la
historia cubana. De esta manera, Ortiz adoptó la misma visión y metodo-
logía histórica y filológica de sus colegas y amigos hispanistas, eso sí, desde
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 145

una postura política decididamente independiente de España: no se iban a


cantar “canciones a la raza, la lengua, la historia o el imperio de Cervantes”
(Ortiz citado en: Naranjo Orovio & Puig-Samper Mulero 2005: 26).
Al lado de sus publicaciones científicas sobre cultura afrocubana y
sus actividades políticas, Ortiz se empeñaba en fortalecer vínculos inter-
nacionales en particular con España y en el ámbito latinoamericano. De
su participación en organizaciones científicas internacionales no-españolas
surgió su creciente compromiso con la antropología cultural.7
La crítica de Ortiz hacia las explicaciones puramente etimológicas de
ciertos conceptos tales como la raza se ve con más precisión en su campaña
en contra del establecimiento en las primeras décadas del siglo veinte, del
12 de octubre como fiesta nacional titulada “Día de la Raza”. Las razones
políticas del éxito de esta fiesta nacional en el ámbito inter-americano son
múltiples – vale la pena mencionar las celebraciones del Columbus Day en
los Estados Unidos por parte de inmigrantes italianos, el auge del naciona-
lismo latinoamericano y ciertamente la política panhispánica del gobierno
español (Trouillot 1995: 108-140; Rodríguez 2004). Lo interesante para
nuestro propósito es que a diferencia de la mayoría de los ensayistas hispa-
noamericanos del momento, Ortiz se opuso categóricamente a esa fiesta, y
que el desacuerdo tornaba alrededor del nombre mismo de la nueva fiesta
nacional. Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, pronunció un discurso en
el Día de la Raza en 1934 en La Plata donde le prestaba a la palabra ‘raza’
un sentido afectivo que superaba el de la palabra ‘cultura’:
El vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros
valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de
contenidos de sentimiento y emoción. El Día de la Raza bien podría llamarse
el Día de la Cultura Hispánica, porque eso es lo que en suma representa; pero
sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo cultura, en el
significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la

7 Considero importante tener en mente las actividades institucionales de Ortiz en la


arena internacional y de ahí sus contactos con científicos sociales latinoamericanos y
norteamericanos para entender mejor su evolución intelectual desde la antropología
de corte positivista a la antropología cultural. En 1928 participó en la fundación del
Instituto Panamericano de Geografía e Historia con base en México y en 1943 en el
Primer Congreso Demográfico Interamericano de México. En México también ayudó
a fundar y fue el director del Instituto Internacional de Estudios Afro-Americanos.
Además de ello, Ortiz fue miembro de la Unión Panamericana, del Instituto Indigenis-
ta Interamericano, de la Sociedad Internacional de Etnología y Geografía, presidente
del Instituto cultural cubano-soviético, miembro de la Asociación de Escritores y Artis-
tas Americanos, de la Hispanic Society of America y de la Société des Américanistes en
París (García Carranza, Suárez Suárez et al. 1996).
146 Anke Birkenmaier

historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da


al vocablo raza (Henríquez Ureña 1998: 320).8

Similar al joven Ortiz, Henríquez Ureña, aplicaba un argumento filológico


según el cual la palabra ‘raza’ en español era sinónimo de ‘cultura’, sólo que
la ‘cultura’ se asociaba con un lenguaje técnico, probablemente inspirado
por el relativismo cultural de la escuela antropológica americana o de la so-
ciología durkheimiana. En este y en varios escritos lingüísticos, Henríquez
Ureña usaba el contacto entre las lenguas como su principal ejemplo para
argumentar a favor de la influencia cultural del español por encima de las
“diferencias de raza y de origen:”
Su amplio sentido humano la llevó [a España] a convivir y a fundirse con las
razas vencidas, formando así estas vastas poblaciones mezcladas, que son el es-
cándalo de todos los snobs de la Tierra, de todos los devotos de la falsa ciencia
o de la literatura superficial pero que para el hombre de Mirada Honda son el
ejemplo vivo de cómo puede resolverse pacíficamente, cristianamente, en la
realidad, el conflicto de las diferencias de raza y de origen (Henríquez Ureña
1998: 323).9

El ensayista mexicano Alfonso Reyes en su conocido ensayo “Visión de


Anáhuac” también se refería a la idea de la raza en un sentido decidida-
mente no étnico, típico del uso que había adquirido la palabra en México
desde la independencia (Lomnitz 2011):
Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que
sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío
demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin
hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza
brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también
la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo
objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, en-
gendra un alma común (Reyes 2004: 37).

8 En efecto, en España, Ramiro de Maeztu argumentó en 1931 en la revista ultra-conser-


vadora Acción Española que mejor que ‘raza’, ‘Hispanidad’ representaba lo que carac-
terizaba la cultura española e hispanoamericana, una cultura definida no tanto por el
color de la piel de sus miembros, sino por “el habla y el credo” (Maeztu 1931: 8). Esta
idea de hispanidad, asociada con el catolicismo y la lengua, luego formó el meollo de la
ideología franquista de la hispanidad. A partir de 1939 el 12 de octubre fue celebrado
como “Día de la Hispanidad” en España.
9 En un estudio reciente, sobre las publicaciones lingüísticas de Henríquez Ureña, Juan
Valdez sostiene que Henríquez Ureña construyó un imaginario dominicano blanco que
minimizaba el impacto africano e indígena sobre la cultura dominicana (Valdez 2011).
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 147

Ortiz, sin embargo, no estaba de acuerdo con tales posturas, y al principio


puso su esperanza para obtener una clarificación del término en la filolo-
gía. Poco después de la inauguración en 1923 del Día de la Raza como
fiesta nacional en Cuba, Ortiz escribió en la introducción al Catauro de
cubanismos, en evidente alusión al Día de la Raza:
Una iniciativa académica con ese propósito cultural haría más por los intere-
ses morales de la ‘raza’ que esa espumosa declaración patriotera, escanciada a
los brindis en todo banquete patriótico. Afortunadamente, los iberoamerica-
nos tenemos tradición filológica que no desmerece en nada de la española y
no pocos autorizados maestros (Ortiz 1923: 15).

Para los años 1940, sin embargo, estaba reclamando la ‘ciencia’ como úni-
ca manera de esclarecer los prejuicios sobre la raza.10 En su discurso de
apertura dado el 8 de octubre, 1942 en el Primero Congreso Nacional de
Historia, escribió:
¿Es que debemos convertir estas evocaciones del descubrimiento de Améri-
ca, como hacen algunos, en unas “fiestas de la raza”? No. Porque no hay tal
raza, pues, como dijera el buen maestro Miguel de Unamuno, “esa raza se
inventó al mismo tiempo que la fiesta” y, además, ello no sería sino engañar a
las ingenuas emociones colectivas, llevándolas a las mentidas y anticristianas
pasiones de los racismos, cuya satánica encarnación, Adolfo Hitler, está ahora
ensangrentando los continentes por el imperio de su raza; de esa raza aria tan
mitológica como son las otras razas creadas para estímulo de las inculturas
agresivas y encubrimiento de las políticas predatorias. No hay raza alguna en
el mundo que merezca exaltación especial. La edad de los racismos ya pasó
(Ortiz 1993a: 24).

Las razas, latinas u otras, se asociaban ahora para él con el racismo en ge-
neral, y Ortiz se aliaba en eso claramente con los antropólogos que habían
firmado declaraciones y ensayos en contra del racismo.11 En 1943 hizo

10 “Es muy apremiante que sobre las razas, como se hace sobre las enfermedades, los crí-
menes y los conflictos económicos, se vayan difundiendo los criterios propuestos por la
ciencia; única manera de ir afrontando las desventuras sociales y poderlas reducir”(Or-
tiz 1946: 13). En otra conferencia presentada en 1949, “La sinrazón de los racismos”,
Ortiz indica la “antropología social” como ciencia encargada de la divulgación de las
nuevas ideas sobre raza y cultura (Ortiz 1955).
11 Ortiz hizo publicar en Ultra un artículo de Franz Boas sobre el prejuicio racial en los
Estados Unidos (Boas 1938), como también la traducción de la “Declaración contra los
racismos” de la Asociación Antropológica Norteamericana, precedida por un manifies-
to de la Asociación Nacional contra las Discriminaciones Racistas intitulado “Defensa
cubana contra el racismo antisemita”. El presidente de esta asociación era, naturalmen-
te, Fernando Ortiz.
148 Anke Birkenmaier

incluso, aunque sin éxito, una petición en el Primer Congreso Interameri-


cano de Demografía de suspender las celebraciones del Día de la Raza y de
eliminar el uso de la palabra en cualquier documento jurídico o adminis-
trativo oficial (Barreal 1993: xxxi).
Finalmente en su libro El engaño de las razas (1946) Ortiz argumentó
en contra del ensayismo hispanoamericano que había que restituir el con-
cepto de la ‘raza’ a su uso antropológico técnico y quitarle sus implicacio-
nes vagas. Su reflexión allí sobre el “espectro racial” es la siguiente:
Ciertamente, en más de un sentido, puede hablarse de ‘el espectro racial’. Las
‘razas’ son como espectros; irreales, pero inspiradores de muy fuertes emo-
ciones. Por eso son más temibles los racismos. ….Hay que lograr la desracia-
lización de la humanidad. Hay que ‘desracificarla’. Hay que exorcizar a ese
mal espíritu que es el espectro racial, librándonos de sus pavores. La sociedad
humana, que creó las ‘razas’, habrá que suprimirlas (Ortiz 1946: 420-421).

¿Podemos ver aquí una alusión al Manifiesto Comunista de Marx y Engels,


cuya primera oración famosa se refería al “espectro” del comunismo en Eu-
ropa? En todo caso, al sugerir que la idea de la raza era un espectro, Ortiz
implicaba que tenía una fuerza ideológica secreta pero poderosa, leyendo
la raza ya no en un sentido filológico sino en tanto ideología falsa en el
sentido marxista de una idea popular que parece corresponder a la realidad
vivida peor que encubre una situación de injusticia y explotación.12 En una
tal situación, según Marx y también según Ortiz, sólo el análisis científico
de la realidad social podía revelar la falsedad de esta ideología. Es en pasajes
como estos que Ortiz se perfila, más que filólogo o antropólogo, como un
astuto crítico cultural.
La distancia deliberada de Ortiz con la antropología de su época se ve
por otra parte en cómo escribía sobre uno de sus modelos más entraña-
bles, José Martí. Martí representa para Ortiz no sólo un poeta y político
sino también un hombre instruido que conocía a fondo las asociaciones
de antropología, los congresos americanistas y las teorías evolucionistas
de Spencer y de otros. En su ensayo, “Martí y las razas”, presentado en
1934 como conferencia y luego publicado en español y en inglés en va-
rias versiones, Ortiz retomaba la expresión de Martí sobre las “razas de
librería” para enfatizar cuán erróneas eran las teorías decimonónicas sobre
la raza. Lo que apreciaba en Martí era el buen juicio que tenía sobre tales

12 Para una discusión más detallada del concepto marxista de ideología, ver el artículo
“Ideología” de Sebastiaan Faber (Faber 2009).
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 149

teorías, afirmando que los problemas entre blancos y negros eran debidos
a diferencias políticas y sociales y no tanto raciales. 13 Es notable que Ortiz
estudiaba a Martí en este ensayo tanto por sus ideas como por su manera
de expresarlas, mostrándose atraído por la fragmentariedad de sus escritos
y el escepticismo de Martí hacia las teorías y las narrativas demasiado fáci-
les sobre la raza. En su ensayo, Ortiz apreciaba tanto los ensayos conocidos
de Martí sobre la raza como sus esbozos literarios de tema negro, encon-
trando en ellos una filosofía humanista que rechazaba las aseveraciones
pseudo-científicas sobre la raza, prefiriendo sobre ellas la duda y el sentido
de responsabilidad hacia los conflictos sociales entre las ‘razas’.
Ortiz representa de esta manera la transición entre lo que Julio Ramos
ha llamado el “proyecto culturalista” de los ensayistas y poetas de prin-
cipios del siglo veinte, tales como el mismo Martí, José Enrique Rodó,
Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Vasconcelos (Ramos 2001:
232-233), y el culturalismo antropológico, al que se iban a suscribir escri-
tores y científicos sociales latinoamericanos posteriores a los modernistas
y la generación del Ateneo. Mientras para aquella generación, la cultura
se identifica con valores espirituales e intelectuales universales, para Ortiz,
Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, el haitiano Jacques Roumain, el brasile-
ño Gilberto Freyre y otros la cultura ya no era una calidad abstracta, sino
una serie de costumbres, idiomas, y prácticas materiales pertenecientes a
distintos grupos sociales compuestos por diferentes etnias (palabra que
poco a poco iba a reemplazar la de la raza). La cultura en ese sentido antro-
pológico era plural e histórica, haciendo necesario el estudio de sociedades
individuales con las metodologías nuevas del trabajo de campo y de la
observación participante.14 Es en esta coyuntura entre dos generaciones y
dos maneras distintas de entender la ‘cultura’ que la negociación del mismo
Ortiz entre método filológico y método antropológico tuvo lugar.

13 “Ni siquiera se deja convencer el dialéctico Martí por las razas de librería. Y no cabe
duda de que conocía las bibliotecas donde aparecían esas razas fantasmales de la al-
quimia antropológica, como antaño ocurría con los demonios. El dice –siente– ‘la
garra de Darwin’. Leyendo a Martí se le ve tratar de las sociedades de antropología,
de los congresos americanistas, de las civilizaciones precolombinas, y de los textos de
sociología más en boga en su tiempo, hasta Spencer y Ribot. Y sobre todo, Martí com-
prende la importancia decisiva de esos problemas, lo inexcusable de su trato; y se le ve
interesadísimo en estudiar objetivamente los tipos humanos tenidos por raciales y sus
repercusiones en la sociedad” (Ortiz 1993b: 118).
14 Ver el capítulo interesante de George W. Stocking sobre el concepto de cultura en
Franz Boas, donde Stocking argumenta que el mismo Boas fue una figura transicional
que llegaría sólo poco a poco a entender la cultura como plural, histórica y relativista
(Stocking 1968).
150 Anke Birkenmaier

El Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) se puede leer des-


de esta perspectiva como un ir y venir constante entre método ‘científico’
social y método filológico. El famoso ensayo con que abre el Contrapunteo,
no hay que repetirlo, es un cuento alegórico construido sobre El libro de
buen amor del Arcipreste de Hita, y a la vez un análisis de la economía
cubana con enfoque en sus dos productos principales, el tabaco y el azúcar.
Es un ensayo que a pesar de su enfoque en la historia económica está es-
crito en diálogo con la tradición del ensayismo hispanoamericano, con un
virtuosismo literario que no tiene par. La segunda parte del libro, sin em-
bargo, se divide en una serie de capítulos sueltos de longitud desigual que
se parecen de cierta manera a los diccionarios de Ortiz de los años veinte.
En ellos Ortiz se enfoca en cuestiones del uso de la lengua y en el análisis de
citas textuales que complementan el primer ensayo largo. El más conocido
de estos capítulos es el segundo, “Del fenómeno social de la ‘transcultu-
ración’ y de su importancia en Cuba” donde Ortiz explica su neologismo
“transculturación” en contraste con el término antropológico norteameri-
cano de la “aculturación”. Fernando Coronil ha leído ese desplazamiento
a un capítulo corto en vez de incluirlo al ensayo principal, de un término
que tanto iba a impactar la crítica cultural latinoamericana, como un pro-
cedimiento “contra-fetishista” donde Ortiz, al hacer de la transculturación
una categoría complementaria en vez de central, demostraría las fuerzas
sociales implícitas en la sociedad cubana, dándole importancia al proceso
económico por encima de los actores sociales individuales (Coronil 2005:
144). Me gustaría añadir a ello otra posible lectura que sería la del Con-
trapunteo en tanto puesta en escena no sólo del contraste entre historia
económica y antropología, sino entre método antropológico y método fi-
lológico. En términos filológicos, Ortiz presenta con la primera parte del
Contrapunteo un texto literario el cual está complementado por el glosario
de palabras presentado en la segunda parte.15 En términos antropológicos,
el Contrapunteo presenta conceptos que valen por sí mismos y constituyen
la “ciencia” propiamente hablando de la vida social y económica cubana.
Es decir que Ortiz combina en el Contrapunteo el método filológico prac-
ticado en sus diccionarios con la escritura ensayística que había aprendido

15 Por ejemplo, el capítulo x cita a un poema andaluz sobre el tabaco, el capítulo xi trata
de la diferencia entre ‘cañal’ y ‘cañaveral’, el capítulo xiii sobre ‘cachimbos’ y ‘cachim-
bas’; el capítulo xvii discute los significados e “cañafístola o cañandonga”; el capítulo
xix trata el “tabacano”; el capítulo xxi el “tubano”; y finalmente el capítulo xxv trata
sobre el “tabaco habano” y su sello de garantía.
Crítica cultural y crítica de la filología en Fernando Ortiz 151

de José Martí, y estos a su vez con el afán de objetivación científica que


había tomado de la antropología cultural anglosajona. Su tema y enfoque
era estrictamente tomado de las ciencias sociales, pero su método no era
tan diferente, al fin y al cabo, de la filología que tan bien conocían Reyes,
Henríquez Ureña y Vasconcelos. La ‘ciencia’ de Ortiz, tal como se muestra
en el Contrapunteo cubano, combinaba así el trabajo del filólogo y el del
antropólogo, apoyándose en el estudio de textos con especial atención a los
usos y abusos del idioma y la crítica de la ideología, y a la vez enfocada en
el análisis de la vida nacional del pasado y presente en sus manifestaciones
históricas no-escriturarias también.
Ortiz marca así una transición en la concepción de lo que significa la
cultura, de una práctica ensayística, inspirada por la literatura y la filología,
a una ‘ciencia’ de la cultura, más propia de la antropología, transición que
lo llevó a escribir textos como el Contrapunteo cubano o “Martí y las razas”,
los cuales se sitúan en el área que hoy llamamos la crítica cultural. Son
textos que pertenecen a una práctica de la escritura que rechaza la diferen-
ciación, común después de 1945, entre humanidades y ciencias sociales.
A nosotros nos ofrece el modelo de una crítica cultural a mitad de camino
entre filología y antropología.

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Entre el ensayo y la filología:
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y
el Ateneo de la Juventud

Sergio Ugalde Quintana


Universidad Nacional Autónoma de México

Para Gustavo Flores y Victoria Pérez de León

La crítica suele resaltar que el movimiento intelectual del Ateneo de la Ju-


ventud representó un cambio significativo en el ámbito de las ideas filosó-
ficas del México de principios del siglo xx. Sin duda, figuras destacadas de
este movimiento promovieron una renovación fundamental en ese senti-
do. Las obras de Antonio Caso y de José Vasconcelos son prueba fehaciente
de ello. Sin embargo, algunos miembros de esta asociación no intentaron
legitimar su discurso exclusivamente desde el ámbito de la filosofía; las
fuentes que utilizaban provenían de otras disciplinas. En específico, las
obras tempranas de Alfonso Reyes y de Pedro Henríquez Ureña buscaron
de forma intensa la interlocución con la filología profesional del momento.
Hasta ahora, frente a la relevancia que el pragmatismo de William James
o las ideas de Schopenhauer tuvieron en esa generación, la importancia
del universo filológico –paradigma fundamental de la configuración del
saber científico durante el siglo xix (Foucault 1968 [1966]: 274-294)– ha
quedado opacada.1 En lo que sigue quisiera sostener que el libro inicial de
Alfonso Reyes no solo representa continuidades y rupturas con el campo
intelectual y ensayístico mexicano de esos años, sino también la fundación,
en el país, del discurso filológico moderno desde una perspectiva liberal

1. El silencio

En abril de 1911 apareció publicado en París, bajo el sello editorial de Paul


Ollendorff, el libro Cuestiones estéticas. El volumen era la primera recopila-

1 Uno de los pocos estudios que resalta esta faceta en la obra de Alfonso Reyes es el libro
de Robert T. Conn (Conn 2002)
156 Sergio Ugalde Quintana

ción de ensayos que el joven Alfonso Reyes, de 21 años, daba a la imprenta.


El escritor apenas recibió sus ejemplares en México, comenzó a repartirlos
entre sus colegas y compatriotas. Entre ellos se contaban sus amigos del
Ateneo de la Juventud; profesores de la Escuela Nacional Preparatoria; y
compañeros y maestros de la Escuela Nacional de Jurisprudencia – donde
en esos momentos estudiaba. Sin embargo, dentro del conjunto total de
destinatarios se encontraba una comunidad intelectual muy específica: los
profesionales de los estudios literarios, es decir, los filólogos. A ellos, de
forma particular, Reyes dirigió personalmente el libro. Esto se puede cons-
tatar en la correspondencia inédita del escritor.
Por varias de las cartas recibidas a partir de junio de 1911 –conservadas
en el Archivo Epistolar de Alfonso Reyes– se puede afirmar que el joven en-
sayista se ocupó de forma diligente por remitir su primer libro a figuras cen-
trales de la filología del momento: en España envió ejemplares a Marcelino
Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Adolfo Bonilla y San Martín,
Federico de Onís; en Italia, a Arturo Farinelli; en Estados Unidos, al funda-
dor de la Hispanic Society, Archer Milton Huntington; en Francia, a Ernest
Martinenche, Ernest Mérimée y Raymond Foulché Delbosc; en Inglaterra,
al clasicista George Saintsbury.2 Todos ellos, figuras con una reconocida tra-
yectoria en el hispanismo o en la filología, manifestaron su asombro, su
simpatía y su aprobación ante el proyecto intelectual que animaba al joven
mexicano. Algunos ejemplos pueden mostrar lo que sostengo.
El 19 de agosto de 1911, desde Austria, el Romanista y comparatista
italiano, Arturo Farinelli, comentaba: “He leído gran parte de su libro […]
y quedo en verdad pasmado del maravilloso y completo desarrollo de su
crítica, […]. Nada [hay] de palabrero y vacío en todos sus artículos […].
Por las sendas hayadas [sic] por nuestro común amigo, Don Marcelino
Menéndez y Pelayo, adelanta Usted, con regular desenfado y con origi-
nalidad propia”.3 La alusión a Ménedez y Pelayo no es menor. En esos
momentos, el polígrafo de Santader seguía siendo una referencia obligada
para todo estudioso de las letras hispánicas. Por esta razón, el propio Reyes
le remitió su libro apenas lo tuvo. Así lo muestra una misiva que Pedro

2 Archivo Epistolar de la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México (en adelante AE-


CACD) ff. Marcelino Menéndez y Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Adolfo Bonilla
y San Martín, Federico de Onís, Arturo Farinelli, Archer Milton Huntington, Ernest
Martinenche, Ernest Mérimée y Raymond Foulché Delbosc, George Saintsbury.
3 AECACD, f. Arturo Farinelli.
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 157

Henríquez Ureña dirigió al erudito español, el 15 de febrero de 1911; en


ella el joven dominicano decía:
Puedo asegurar a usted, señor, que aquí se ama y se admira su labor, y que por
ella, más que por otra ninguna, se ha vuelto a comprender la significación de
la literatura española. Esta labor la aman y la admiran, sobre todo, los jóvenes,
a pesar de la irreflexión y la intemperancia que se atribuye siempre a la juven-
tud en nuestros países de América. […] Dentro de pocas semanas enviará a
usted un libro, Cuestiones estéticas, el escritor más joven y –a mi juicio– de más
porvenir en México. En él se advierte, de manera evidentísima, la influencia
de usted (Henríquez Ureña 1955 [1911]: 142-143).

La ‘evidentísima’ influencia de Menéndez y Pelayo es una exageración; en


realidad, el proyecto filológico del sabio ultramontano y conservador fue
sumamente conflictivo para estos jóvenes liberales americanos. No obstan-
te, importa destacar el gesto de acercamiento que ambos ensayistas pro-
curaban con el erudito. Otra figura fundamental del ámbito filológico, a
quien Reyes envió su volumen, fue Ramón Menéndez Pidal. El 15 de sep-
tiembre de 1911, el ya consagrado director de la Sección de Filología del
Centro de Estudios Históricos de Madrid, aseguraba al joven mexicano:
S. D. Alfonso Reyes: Recibí sus Cuestiones estéticas, y aquí en mi veraneo
[…], saboreo el fruto de las variadas y eruditas lecturas de Usted. / Leyendo
algunas páginas como las dedicadas a Cárcel de Amor, Góngora, pienso que
libros como el de Usted corregirán algo los defectos que la anemia de lecturas,
especialmente de lecturas antiguas, trae consigo para tantos jóvenes escritores
que rompen toda tradición, privándose de la savia que suministran las raíces.4

Que en este caso Menéndez Pidal destaque solo ‘una’ de las tradiciones
que Reyes toca en su libro –la hispánica–, no es gratuito. El filólogo, como
lo ha demostrado José del Valle (2004: 109-136), proyectó, con todo el
aparato legitimador de la disciplina, un discurso cultural sobre el mundo
hispanoamericano donde España –y en específico Castilla– cumplía una
función hegemónica.
Contrario a esta visión hispanizante, el filósofo francés Émile Boutroux
destacaba, el 31 de octubre de 1911, la otra vertiente que Reyes estudiaba
en su libro: el mundo clásico griego: “Il est remarcable à quel degré vous
avez lu et réfléchi, et vos pensées sont coulées dans le pur monde classique.
Recevez, je vous prie, […] l’assurence de ma cordiale sympathie. Peut-être,
quelque jour aurez vous l’idée de venir causer ici avec nous de tous ces

4 AECACD, f. Ramón Menéndez Pidal.


158 Sergio Ugalde Quintana

grands sujets dont vous parlez avec tant de competance, de générosité et de


grâce.”5 En esos mismos días recibieron el libro los filólogos e hispanistas
franceses: Foulché Delbosc, Martinenche y Mérimée; estos dos últimos
muy pronto promovieron las primeras dos reseñas del libro. Los comen-
tarios se dieron a conocer en 1912 en el Bulletin de la Bibliothèque Amé-
ricaine (Pérès 1996 [1912]) y en el Bulletin Hispanique (Mérimée, 1912).
Como se puede confirmar por los testimonios anteriores, Reyes fue
muy diligente para hacer llegar su libro a personajes fundamentales del
ámbito de la filología. Varios adjetivos sobresalen en estas epístolas. A los
ojos de los estudiosos, el joven ha mostrado, con sus trabajos, una capaci-
dad ‘maravillosa’, ‘competente’, ‘profunda’, ‘reflexiva’, ‘erudita’, ‘correctiva’,
‘original’ y ‘talentosa’ para acercarse al fenómeno literario. Sin embargo,
frente a todo ese caudal de elogios y estímulos, un elemento ensombrece el
escenario. Si la opinión de los ‘especialistas’ era tan aprobatoria ¿por qué,
entonces, no hubo siquiera una sola reseña del libro en el país de donde
era originario el autor del volumen? Si buscamos comentarios críticos pu-
blicados justo en el momento en que Cuestiones estéticas llegó a México
nos llevaremos una gran decepción. Ni una sola línea he podido localizar a
partir de mediados de 1911 en periódicos como El Imparcial, El Hogar, La
Patria o en publicaciones como Revista Moderna de México. Lo que privó
en el medio intelectual mexicano fue el silencio. ¿Por qué?
Una primera respuesta nos remite al intenso escenario político que vive
el país en la segunda mitad de ese año. En mayo de 1911, después de más
de tres décadas de estar en el poder, Porfirio Díaz renunció a la presidencia
de la República. Seis meses atrás había iniciado el movimiento de la Revo-
lución. En el accidentado panorama nacional, la familia del joven ensayis-
ta jugaba un papel importantísimo. Bernardo Reyes, padre del escritor y
antiguo ministro de Guerra de Díaz, regresó a México en junio de 1911,
después de vivir un destierro de poco más de año y medio en Europa. De
inmediato, con el apoyo del partido Reyista, el antiguo gobernador de
Nuevo León se presentó a la contienda electoral por la presidencia del país.
Las diferencias, los desencuentros y las tensiones con el otro candidato,
Francisco I. Madero, pronto salieron a relucir y fueron en aumento. Ha-
cia mediados de agosto, los ánimos políticos estaban completamente cal-
deados. Discursos y acusaciones iban y venían entre maderistas y reyistas;
agresiones y enfretamientos físicos no faltaron. Ante el encendido ambien-

5 AECACD, f. Émile Boutroux.


Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 159

te político, el General Reyes pretextó la falta de condiciones para realizar


elecciones libres y decidió retirarse de la contienda. El viejo militar se refu-
gió en San Antonio, Texas y, desde ahí, comenzó a preparar una subleva-
ción. Madero fue electo presidente en octubre de ese año; un mes después
tomó posesión del cargo. Bernardo Reyes, a principios de diciembre, fue
arrestado en un par de ocasiones por las autoridades estadounidenses. Se
le acusó de violar leyes de neutralidad del país vecino. Finalmente, el viejo
general cruzó la frontera con México y buscó en vano a sus partidarios para
iniciar una revuelta. Su confabulación había fracasado. Bernado Reyes fue
arrestado –solo– el 25 de diciembre en Linares, Nuevo León (Niemeyer
1966: 181-220). En medio de este agitado escenario político, que el joven
Reyes vivió de forma intensa,6 era poco probable que su libro de ensayos
causara algún revuelo. La situación política rebasaba toda expectativa in-
telectual. Sin embargo, me parece que eso no explica del todo el mutismo
que rodeó la aparición de Cuestiones estéticas. Algunas razones más debían
haber para tan sorprendente silencio.
Otra posible explicación puede darla el propio Reyes quien, en recuer-
do de las primeras reacciones de sus contemporáneos, señaló: “Al recibirse
mi libro en México, alguien exclamó ‘Sorpresa de la prematurez.’ […].
Pero los más descontentadizos comentaban entornando los ojos: ‘Este
Henríquez Ureña, con sus consejos, nos ha matado en flor a un poeta.’”
(Reyes 1990: 156).7 Este último señalamiento hace suponer que varios lec-
tores mexicanos de su momento lamentaron el ejercicio crítico desplegado
en el libro. Las razones que podrían explicar esa peculiar reacción podría-
mos entenderlas, creo yo, por las características del medio intelectual en el
cual se concebió y se escribió el volumen. Es ahí, en las cotinuidades y en
las novedades que la ensayística de Alfonso Reyes introduce en el campo
intelectual y disciplinar mexicano, donde se entiende ese silencio.

6 Al respecto son reveladores los comentarios que el joven escribió en su diario, entre el 3
y el 16 de septiembre de 1911, sobre la inseguridad y desasosiego que vivía él, su familia
y el país (Reyes 2010: 3-8).
7 La primera reseña de Cuestiones estéticas, publicada en México, apareció el 21 de julio de
1913 en el periódico El Independiente poco antes de que el joven ensayista saliera en el
exilio rumbo a París y se debió a la pluma de Ricardo Arenales (Arenales 1996 [1913]).
160 Sergio Ugalde Quintana

2. Los interlocutores modernistas

Cuestiones estéticas reúne 14 ensayos escritos entre agosto de 1908 y junio


de 1910 (Reyes 1911), es decir, se trata de textos concebidos justo en el
periodo inicial de la formación del Ateneo de la Juventud. El volumen se
divide en dos secciones. En la primera, Reyes trata el teatro ateniense, la
poesía de Góngora, la estética de Goethe, la obra de Mallarmé y la poe-
sía de Augusto de Armas; en la segunda, discurre sobre los proverbios y
las sentencias vulgares, sobre las canciones del momento y sobre un de-
cir de Bernard Shaw. En términos generales, el libro es esencialmente de
crítica literaria. Así lo consignó el propio autor en algunas de sus memo-
rias: “Cabe preguntarse si el título Cuestiones estéticas era adecuado. Desde
luego, el libro se limita a la crítica literaria” (Reyes 1990: 158) ¿Quiénes
eran, entonces, en el medio intelectual mexicano del momento sus posi-
bles interlocutores? ¿Cuáles eran los prácticas críticas y los fundamentos
epistémicos e ideológicos de los personajes interpelados? Para contestar a
estas preguntas hay que tener en cuenta un espacio de convivencia intelec-
tual fundamental en el periodo: la Escuela Nacional Preparatoria. En esa
institución, donde Reyes estudió entre 1905 y 1907, se congregaban los
interlocutores de su libro.
La famosa institución fundada en 1867 por Gabino Barreda se con-
solidó, durante el último tercio del siglo xix, como el estandarte del po-
sitivismo mexicano. Ella encarnaba, después del triunfo de los liberales
sobre los conservadores, los ideales educativos de un proyecto de nación
(Lemoine 1970; Bazant 2000: 159-186; Hale 1991: 231-278; Díaz y de
Ovando 2006). ¿Qué enseñanzas filológicas había, a principios de siglo
xx, en la famosa Escuela mexicana? Al parecer, muy pocas. El programa
de estudios, organizado en seis años, pretendía proporcionar al alumno
un conocimiento científico y positivo. Las humanidades jugaban un papel
muy secundario. Eso se muestra en la reforma del plan de estudios de 1902
–el que cursó Reyes–, donde se contemplaban únicamente tres materias
relacionadas con el estudio de la lengua y de la literatura.8 El panorama de
la enseñanza literaria era tan escaso que a finales de 1903 se idearon varias
conferencias y cursos libres que complementaran la formación humanís-
tica de los alumnos. La situación incluso es más desalentadora si tenemos

8 La lista completa de las materias de la reforma realizada en 1902 aparece en El Impar-


cial, 3 de enero de 1902.
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 161

en cuenta el perfil de los profesores que impartían esas clases. El químico


y editor Francisco Díaz de León dictaba el curso de “Raíces elementales de
griego”; Jesús Urueta se encargaba de “Lecturas literarias”; Balbino Dávalos
de “Literatura General”; Victoriano Salado Álvarez de “Literatura Españo-
la y Patria”; Rafael Ángel de la Peña, Carlos Díaz Dufoo, Luis G. Urbina
y Manuel Revilla, entre otros, impartían los distintos cursos de “Lengua
Nacional” (Díaz y de Ovando 2006: 476-490). Una buena parte de estos
personajes estaba lejos de representar un proyecto profesionalizante en el
estudio literario. De todos ellos se pueden deducir ciertas tendencias crí-
ticas. Por un lado, se encontraban los escritores modernista; por otro, los
miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre esos dos universos
se dividía y se disputaba la enseñanza de la literatura en la Preparatoria.
Con cada uno de estos dos grupos polemiza, entre líneas, Cuestiones esté-
ticas. Comenzaré por los escritores modernistas; para eso tomaré el caso
específico de Jesús Urueta.
El antiguo director de la Revista Moderna era profesor de esa institu-
ción desde 1902; en ese año inauguró el curso de “Lecturas Literarias”.
Poco después realizó, con ayuda de Luis G. Urbina y de Amado Nervo, una
serie de lecturas en voz alta de las tragedias de Esquilo (Díaz y de Ovando
2006: 461-462). Al cabo de un tiempo concretó también unas charlas
sobre la cultura ática. Todas estas actividades le permitieron publicar en
1904 su libro Alma Poesía. Conferencias sobre literatura griega, pronuncia-
das en la Escuela Nacional Preparatoria (Urueta 1904). Los ensayos que se
reúnen en este volumen son emblemáticos del tipo de acercamiento que
los escritores modernistas promovían en la institución educativa. ¿Cuáles
eran lo parámetros con los que el orador había reconstruido el imaginario
literario clásico griego?
Una hojeada al libro nos muestra de inmediato su perspectiva meto-
dológica. Se trata de una prosa artística bien cuidada, pero sin documen-
tación crítica. Urueta hablaba de la Grecia armoniosa y juvenil que, en
términos generales, habían exaltado otros modernistas de Hispanoamé-
rica. La de Rubén Darío o la de Rodó que, por esos años, también había
asegurado: “Cuando Grecia nació, los dioses le regalaron el secreto de su
juventud inextinguible. Grecia es el alma joven” (Rodó 1985 [1900]: 6).
Al igual que estos dos escritores, Urueta se valía de una imagen idílica de
la vida ática; para él, el mundo heleno había sido el milagro de la humani-
dad. Las fuentes con las cuales el orador modernista construía su imagen
de la antigüedad clásica eran las mismas que las cantadas por Darío: era la
162 Sergio Ugalde Quintana

Grecia de Renan, de Brunetière, de Émile Faguet, de Paul Girard, de Émile


Croiset; la Grecia de la tradición francesa. Guiado por esa imagen, Urueta
privilegiaba una aproximación sentimental y emotiva a las obras literarias.
Ese fue el ambiente con el cual el joven Reyes incursionó en el mundo
clásico en la Escuela Nacional Preparatoria. Muy pronto, por el contrario,
el joven manifestó otra idea de Grecia: más informada –hasta donde le era
posible a un autodidacta–, y más crítica ¿Cómo llegó a formase este ideal
de trabajo?
A finales de mayo de 1907, unos meses antes de que Reyes terminara
su periodo preparatoriano, comenzaron a realizarse una serie de conferen-
cias, ideadas por el arquitecto Jesús Acevedo. Un grupo de amigos, con
los cuales comenzó a frecuentarse a apartir de 1906 y que poco después
se llamaría el Ateneo de la Juventud, se reunió para disertar sobre diversos
temas de actualidad. Alfonso Cravioto habló sobre pintura; Antonio Caso,
sobre Friedrich Nietzsche; Pedro Henríquez Ureña, sobre Gabriel y Galán;
Rubén Valenti, sobre la crítica literaria; Jesús Acevedo, sobre la arquitectu-
ra doméstica; Ricardo Gómez Robelo, sobre Edgar Allan Poe. En la úlitma
de las sesiones, el joven Reyes leyó una serie de sonetos en homenaje a
Chenier. Se trataba de la primera jornada cultural de la nueva generación
de intelectuales en México (García Morales 1992; Hernández Luna 2000;
Curiel 2001; Quintanilla 2008). Después de este encuentro, y animados
por el éxito que habían tenido, los jóvenes comenzaron a reunirse para
leer de forma sistemática las obras centrales de la antigüedad clásica y los
trabajos críticos y filológicos fundamentales sobre ese acervo literario. Con
este universo de lecturas proyectaron una serie de charlas sobre la cultura
griega. Las conferencias sobre Grecia nunca se realizaron; sin embargo, el
universo de lecturas filológicas que estuvo presente en esas reuniones fue
determinante. Los jóvenes no solo leyeron las traducciones de los poemas
de Homero, de Hesiodo, de las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides y
Platón, sino también a los filólogos y arqueólogos encargados de editarlos y
comentarlos: a Curtius, a Müller, a Gomperz, a Weil, a Murray (Henríquez
Ureña 2013: 83-85).
Con todo este acervo disciplinario, Alfonso Reyes escribió el ensayo
que abre su libro Cuestiones estéticas; me refiero a “Las tres Electras del teatro
ateniense” (Reyes 1911: 9-66). Al comparar las conferencias de Urueta con
el ensayo de Reyes nos damos cuenta de los nuevos caminos por los que ha
transitado la idea de estudio literario de la antigüedad clásica en México:
del impresionismo y lirismo modernista, a un cierto universo filológico de
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 163

los miembros del Ateneo. El joven escritor comentaba y discutía la Grecia


estética que había creado la escuela de Oxford, con Walter Pater y Gilbert
Murray; pero también retomaba la imagen pesimista y desmesurada del
mundo Helénico que la filología alemana había construido a lo largo del
siglo xix, en las obras de Otfried Müller, Ulrich von Wilamowitz-Moel­
lendorff o Friedrich Nietzsche. Mientras Urueta describía la situación del
coro en el escenario, sus ademanes, sus intervenciones, sus vestidos (Urueta
1904: 120-125); Alfonso Reyes, por el contrario, se preguntaba por la fun-
ción genealógica de este elemento en la concepción global de la tragedia:
Del coro ha dicho August Wilhelm Schlegel que es el ‘espectador ideal’. La
crítica de esta teoría se halla condensada en las palabras de Nietzsche: ‘No-
sotros [dice] habíamos pensado que el verdadero espectador, sea quien fuere,
debía estar cierto de tener ante sí una obra artística y no una realidad em-
pírica; y el coro trágico de los griegos está, por cierto, obligado a reconocer,
como existencias corpóreas, las figuras escénicas’ […] el coro es el principio
lírico y superviviente de la tragedia primitiva […] es la supervivencia de las
danzas de sátiros en rededor de Dionisos […] según esta interpretación, en el
coro residiría la verdadera tragedia puesto que, como dice Otfried Müller, ‘el
interés de la tragedia clásica no se halla nunca en el hecho material. El drama
que sirve de base y fondo es un drama interior, moral (Reyes 1911: 31-33).

Quizá quien más certeramente vio la diferencia entre el mundo clásico de


los modernistas y de los jóvenes del Ateneo, en ese momento, fue el histo-
riador Luis González y Obregón. El viejo maestro recibió puntualmente
el volumen de Cuestiones estéticas en julio de 1911. En agradecimiento,
después de leerlo, escribió en una carta una serie de comentarios que reve-
lan el carácter peculiar de la ensayística de Reyes en el campo intelectual
mexicano:
Recibí su libro Cuestiones estéticas, que he estado leyendo con positivo interés,
y deleitándome por lo novedoso y por lo correctamente escrito. Sorprenden,
en verdad, los conocimientos que demuestra usted de Clásicos antiguos, tan
desdeñados por nuestros coetáneos que, en su mayoría, sólo hojean libros
ligeros de autores franceses o españoles modernistas. Los asuntos que Usted
estudia con tanta erudición […], son de suyo importantísimos y de muchí-
sima novedad.9

Hay que señalar, sin embargo, que la incursión de Reyes en el mundo de la


literatura clásica griega siempre estuvo mediada por las lenguas modernas.
El joven no tenía conocimientos profundos de griego. La Nacional Prepa-

9 AECACD, f. Gonzáles y Obregón, carta del 21 de julio de 1911.


164 Sergio Ugalde Quintana

ratoria no ofrecía esa formación. En esos momentos, los estudios de griego


y de latín en México se concentraban en las escuelas religiosas. Si revisamos
el programa de estudios preparatorianos del colegio jesuita más impor-
tante de la ciudad de México (Mascarones), contemporáneo de la Escuela
Nacional Preparatoria, nos percataremos de la diferencia que existía entre
la formación de la escuela preparatoriana, y la ofrecida por el centro de
estudio de los religiosos (Bazant 2000: 187-216). Una era el emblema de
la educación liberal: científica, moderna, positivista; la otra, de la conserva-
dora: clásica, con cursos intensos de latín y griego. Sin embargo, la escuela
religiosa no tenía la perspectiva filológica. Se trataba de una formación
humanista católica tradicional, donde las propuestas de Max Müller o de
Wilamowitz-Moellendorff estaban desterradas. En otras palabras, ahí se
aprendía la lengua no la disciplina. De esta manera, la apuesta de Reyes
y de los jóvenes del Ateneo era muy peculiar: no sabían griego, porque
no tenían un espacio institucional para su aprendizaje, pero se acercaban
a los rudimentos crítico-históricos del campo disciplinar de los estudios
filológicos.
Hay otro trabajo en el libro Cuestiones estéticas que discute y polemiza
con las concepciones críticas de los modernistas. Me refiero al ensayo sobre
Mallarmé que Alfonso Reyes escribe en 1909 y publica en ese volumen
(Reyes 1911: 143-164). El poeta francés fue bastante leído por los escrito-
res hispanoamericanos y mexicanos de finales de siglo xix. Sin embargo, si
bien fue leído e incluso imitado, pocos se atrevieron a escribir algún ensayo
crítico sobre el poeta. Todo pasaba a nivel lírico; nada a nivel conceptual.
Y si algo caracterizaba el proyecto de Mallarmé era su dimensión reflexiva.
Las primeras notas explicativas en el mundo de lengua española sobre el
poeta francés aparecieron poco después de su muerte. Rubén Darío, en
octubre de 1898, publicó un artículo en el Mercurio de América de Buenos
Aires; poco después, otro ensayo en la Revista Moderna de México (Darío
1899). En ambos trabajos se notaba una clara desconfianza ante las expli-
caciones racionales de la poética de Mallarmé. Fuera de los comentarios del
nicaragüense, muy poco se ensayó sobre la obra de este poeta. Al parecer, la
opinión más o menos generalizada en México era la que confesaría Rafael
López a Alfonso Reyes en carta de 1911: “En voz baja le confieso a Usted
que entiendo muy poco, casi nada, a este poeta.”10 Por lo tanto, el texto
juvenil de Alfonso Reyes “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane

10 AHCACD, folio Rafael López, carta del 14 de agosto de 1911.


Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 165

Mallarmé” tiene que leerse como una afrenta y una incitación a un público
modernista que evitaba reflexionar sobre los límites y las funciones del len-
guaje artístico en su relación con el pensamiento: “Que nuestro lenguaje
sea inferior a nuestros poderes de introspección psicológica […] es sabido
ya y lo han comentado profundamente filólogos y psicólogos en varias
edades” (Reyes 1911: 89). Reyes, en ese ensayo, indagaba en tres cuestiones
de la poética mallarmeana: el fluir de la conciencia, el problema estético
como un problema del conocimiento y, finalmente, la representación de la
belleza como la totalidad de espíritu. De esta manera, el joven mexicano
reunía, en su lectura, las indagaciones de William James, Benedetto Croce
y Friedrich Hegel. Habría que señalar, tal vez en descargo de sus contem-
poráneos, que la parálisis crítica respecto de la obra mallarmeana no fue
una característica exclusiva del medio intelectual mexicano. En realidad la
obra de esta poeta apenas comenzó a ser comentada –incluso en el ámbito
francés– al rondar la primera década del siglo xx. Los primeros trabajos
críticos serios se debieron a las plumas de Camille Mauclaire y de Albert
Thibaudet y fueron escritos, respectivamente, entre 1906 y 1912. El ensa-
yo de Reyes situado en medio de estos dos proyectos era, en este sentido,
un parteaguas crítico. Tiempo después, el mexicano recordaría:
Tras la inesperada muerte del poeta en 1898, sus amigos y admiradores se
apresuraron a pagar tributo a su memoria […]. Al fin, en 1912, aparece la
excelente obra de Thibaudet, La poesía de Stephan Mallarmé, que inaugura
una nueva etapa […]. Apenas me atrevo a decir que mi ensayo de adolescencia
‘Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé’ data de 1909, y
que la crítica ulterior no ha rectificado uno solo de mis puntos de vista. Pero,
naturalmente, estamos todavía muy lejos del anhelado día en que se conoz-
can entre sí y se armonicen las producciones de dos mundos lejanos y de dos
lenguas diferentes. Thibaudet nunca supo que un oscuro joven mexicano se le
había adelantado. Paul Valéry –lo digo con alegría y sin orgullo– tuvo noticias
de mis empeños, gracias a nuestra amistad personal (Reyes 1991: 131-132).

Pero Cuestiones estéticas no solo continuaba e interpelaba al medio inte-


lectual del modernismo mexicano. El libro también polemizaba con otros
profesionales de las letras en ese momento.
166 Sergio Ugalde Quintana

3. Retórica y política: disputas sobre los ‘principios’

Si bien a principios del siglo xx la planta de profesores de literatura en la


Escuela Nacional Preparatoria tenía a algunos representantes del moder-
nismo, también es cierto que otro grupo de intelectuales dedicados profe-
sionalmente a las letras se congregaba en ese recinto educativo: me refiero
a los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua. Profesores de esa
institución que dieron clases a Reyes fueron Manuel G. Revilla y Victo-
riano Salado Álvarez. Ninguno de estos dos personajes comulgaba con el
credo estético ni con la forma de aproximarse al hecho literario que pre-
dicaban Jesús Urueta, Luis G. Urbina, Balbino Dávalos y Amado Nervo;
por el contrario, en ellos había dos características destacables: su posición
metodológica retórica y sus convicciones políticas conservadoras. Comen-
zaré con Manuel G. Revilla.
Este profesor era un perfecto representante de una de las corrientes
críticas predominantes a lo largo del siglo xix y principios del xx: el neocla-
sicismo retórico. Revilla, al igual que José Gómez Hermosilla y su Arte de
hablar en prosa y verso –vademécum de los profesores de la centuria ante-
pasada–, consideraba que la literatura había que estudiarla a partir de los
principios de la belleza que estaban contenidos en los manuales del buen
decir y escribir. Al menos eso se muestra en una pequeña polémica en la
que estuvo involucrado. En su discurso de ingreso a la Academia Méxicana
de la Lengua, pronunciado en 1915, es decir, varios años después de haber
sido profesor de Alfonso Reyes, Manuel G. Revilla seguía asegurando que
la única perspectiva válida para acercarse al estudio de la literatura era la re-
tórica (Revilla 1954). El viejo maestro discutía ahí con un joven intelectual
que, un par de años antes, había publicado un folleto donde se postulaba el
estudio histórico de las letras y se declaraba la muerte de la aproximación
preceptiva. El joven profesor era Pedro Henríquez Ureña. El dominicano
había publicado en 1913, al momento de ingresar como profesor a la Es-
cuela Nacional Preparatoria, el folleto “La enseñanza de la literatura”. Ahí,
el ateneísta había asegurado: “La experiencia ha demostrado que es inútil
el estudio de la preceptiva” “¿De qué sirve dar reglas fundadas en obras
pretéritas, si veinticinco años después, habrán aparecido elementos artísti-
cos, no comprendidos en aquellas reglas?” (Henríquez Ureña 2014 [1913]:
108). El estudio histórico del fenómeno literario que pregonaba Henrí-
quez Ureña era, por supuesto, compartido por Alfonso Reyes. Basta revisar
el extenso programa de “Historia de la lengua y la literatura castellanas”
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 167

que el autor de Cuestiones estéticas presentó en la Escuela de Altos Estudios


en abril de 1913 para confirmar este hecho.11 Revilla, ante los postulados
de los jóvenes, respondió de forma tajante: “¿Concebís que un buen profe-
sante o concursante de literatura ignore lo que es un tropo, lo que significa
la armonía imitativa, lo que es una expoliación? ¿Podrá alguien que aspire
a buen versificador, ignorar las leyes del ritmo y estar ayuno de los térmi-
nos, hiato, sinalefa, cesura y otros?” (Revilla [1915] 1954: 107). Al final de
su discurso, Revilla declaraba su credo metodológico: “Para mí la historia
literaria debe ser el coronamiento de la preceptiva y de la práctica de la
composición” (Revilla 1954 [1915]: 107).
Esa perspectiva crítica fue parodiada sagazmente por el joven Alfonso
Reyes en uno de los ensayos de su libro Cuestiones estéticas. Al final del
texto “El demonio de la biblioteca” asegura, en alusión que parece dirigida
a su maestro Manuel G. Revilla: “escribís como los romanos; procedéis
por deducciones, por sorites interminables; sois escolásticos” (Reyes 1911:
198). Pero Revilla no sólo representaba el pasado en términos disciplinares,
también encarnaba el conservadurismo político más rancio. Basta revisar el
libro que le abrió las puertas de la Academia Mexicana de la Lengua para
darnos cuenta de su paradigma político. En 1897 fue asesinado Antonio
Cánovas del Castillo, el ideólogo del restauracionismo monárquico en Es-
paña. Manuel G. Revilla, proclive a las ideas políticas del español, escribió
entonces un libro con el título: Cánovas y las letras. Estudio Crítico. Ahí, el
erudito mexicano realizaba un triple movimiento discursivo: por un lado,
reivindicaba la figura política del ideólogo conservador; por otro, destacaba
–y compartía– su desprecio por los ideales de igualitarismo que infectaban
los discursos políticos del momento y, finalmente, reivindicaba los trabajos
de crítica literaria de Cánovas del Castillo donde este último analizaba
los caracteres de la literatura y de la cultura de la ‘raza española’ (Revilla
1898).12 No creo que sea una simple coincidencia que, poco después de

11 Se trata de un mecanuscrito de 90 páginas que Alfonso Reyes terminó de escribir en


abril de 1913 y que se encuentra resguardado en AHCACM bajo el título: “Programa
del curso de Lengua y literatura castellanas de la Escuela Nacional de Altos Estudios”.
En otro momento analizaré este documento que es fundamental –fundacional– para
entender los intentos de profesionalización de los estudios literarios en México.
12 Un par de citas pueden ayudar a definir el espectro ideológico de este personaje. Revi-
lla asegura que Cánovas ha señalado “el grave peligro que para la sociedad entraña la
corriente invasora de la democracia pura, que no retrocede ante la expectativa de con-
vertir en legislador al proletario miserable y comunista” (Revilla 1898: 80); al mismo
tiempo alaba, en la figura de Cánovas, al defensor “firme de los derechos de España
sobre sus colonias” (Revilla 1898: 89) y condena a los estadounidenses porque son unos
168 Sergio Ugalde Quintana

publicar este libro, Manuel G. Revilla haya sido nombrado miembro de


la Academia Mexicana de la Lengua correspondiente de la Real Española.
Las virtudes de su texto, aristocrático y monárquico, lo hacían merecedor
de formar parte de la institución.13
Reyes era absolutamente consciente de lo que representaban cultu-
ralmente las aproximaciones críticas –retóricas– y las posturas políticas
–conservadoras– de Manuel G. Revilla y de otros académicos de la lengua
en México. Al menos eso se nota claramente en una reseña publicada en
diciembre de 1911. Ahí, en la figura de Victoriano Agüeros –académico
de la lengua recién fallecido–, el joven ensayista hacía un recuento de las
labores del difunto y criticaba acervamente los proyectos culturales de los
grupos conservadores. Para Reyes, Agüeros representaba la viva imagen de
un tipo de intelectual decimonónico: católico, miembro de la Academia
de la Lengua, diletante, “flojo”, “terco”, “plácido”. La serie de adjetivos
son sumamente significativos si tomamos en cuenta que el joven, en ese
momento, tiene 22 años y que el académico era una figura tutelar del
panteón conservador. “Su obra revela una naturaleza […] maleada por la
disciplina de partido, contaminada de malas letras […]. Su vocación le
llevó al fin, como era de esperar, a la Academia Mexicana […]. Fue director
de El Tiempo [el diario conservador por excelencia].” (Reyes [1911] 1996:
283-289) Pero la actividad más destacable de Agüeros, según Reyes, fue su
labor editorial: fundó la Biblioteca de Autores Mexicanos, “copiada en el
tamaño y forma de imprenta, de la Colección de Escritores Castellanos,
[…]. Ante todo, y para ser justo, Agüeros debió haber llamado su colec-
ción Biblioteca de Autores Católicos Mexicanos”, ya que sólo por opor-
tunismo político publicó, aunque “bárbaramente mutiladas”, las obras de
algunos escritores liberales como Ignacio Manuel Altamirano. Todos los

“usurpadores de Tejas y falaces atizadores de la insurrección cubana” (Revilla 1898: 91).


La filosofía cristiana, el antipositivismo y el antievolucionismo radical de Cánovas del
Castillo (Revilla 1898: 26-30) hacen de él, según el mexicano, “un guía seguro de la
vida pública” de los pueblos de Hispanoamérica, pues es una “gloria de nuestra raza”
(Revilla 1898: 90).
13 Manuel G. Revilla ingresó a la Academia Mexicana de la lengua en 1903. Si bien es
cierto que durante el porfiriato las tensiones iniciales de la Academia de la Lengua, que
fue conformada en principio solo por conservadores, se diluyeron e incluso comenza-
ron a ser invitados personajes claramente identificado con el proyecto liberal; la verdad
es que esta institución, a principios del siglo xx, seguía siendo dominada, en gran parte,
por los grupos de tendencia conservadora. Por desgracia, fuera de las semblanzas hagio-
gráficas y laudatorias de José María Carreño y José Luis Martínez, no existe un trabajo
que revele las tensiones y las polémicas al interior de la Institución (Martínez 2004). El
único trabajo crítico hasta el momento es el de Cifuentes (2014: 167-181).
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 169

reparos que Reyes pone a los proyectos de Agüeros y a sus correligionarios


de partido, resultan reveladores por una simple razón: estos personajes, en
su mayoría, habían escrito la historia literaria de México durante el siglo
xix. Francisco Pimentel, Joaquín García Icazbalceta, Victoriano Agüeros;
todos ellos partidarios del sector conservador y monárquicos confesos –va-
rios habían sido miembros del gabinete de Maximiliano de Habsburgo y
se habían refugiado en la Academia de la Lengua en 1875 tras la derrota
del proyecto conservador–, habían relatado el devenir de las letras patrias.
¿Cuáles eran los elementos rectores que estructuraban las historias literarias
de estos personajes?
En principio hay que aceptar que los términos ‘liberal’ y ‘consevador’
están lejos de definir un espectro político y cultural unitario. Sin embargo,
ambos conceptos pueden ser útiles para describir ciertas actitudes cultura-
les. Tal como Tomás Pérez Vejo lo ha asegurado, una guía para destacar las
diferencias entre ambos sectores, en el México del siglo xix y de principios
del xx, puede ser la relación especial que una y otra fracción asumió res-
pecto del pasado español. Mientras los liberales hacían retroceder la expli-
cación y el génesis del país a un sustrato prehispánico, los conservadores
asumían que el origen de la patria era España. Ignacio Manuel Altamirano,
Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez remitían el origen nacional a un pasa-
do anterior a la conquista o a Hidalgo, pero nunca a la península Ibérica;
por el contrario, José María Roa Bárceana, Joaquín García Icazbalceta y
Francisco Pimentel –en consonacia con Lucas Alamán– consideraban que
México era fruto de una continuidad española (Pérez Vejo 2008) (Pérez
Vejo 2014).14 Este ideologema central, que estuvo en constante lucha des-
de inicios del siglo xix hasta el triunfo de los liberales en 1867, comenzó a
diluirse conforme avanzó el porfiriato en las últimas décadas de la centuria.
Ya para 1910, con la conmemoración del Centenario de la Independecia,
los grupos liberales –tradicionalmente hispanófobos– manifestaron una
total reconciliación con el discurso hispanista. Una figura típica que repre-
senta el caso del liberal hispanófilo, miembro de la Academia de la Lengua,
fue el novelista y profesor de literatura de Reyes en la Escuela Nacional
Preparatoria: Victoriano Salado Álvarez.

14 Así lo resume el historiador: “El programa de los primeros [los conservadores] es la


construcción de una nación en la que la herencia española se convierta en marca de
identidad; el de los segundos [los liberales] es la desespañolización de México como
proyecto nacional” (Pérez Vejo 2008: 22).
170 Sergio Ugalde Quintana

Si bien Salado no compartía el origen conservador de la mayoría de los


fundadores de la Academia de la Lengua, sí era partícipe de sus fobias con-
tra el afrancesamiento de los escritores modernistas. Salado, al igual que su
congéneres de institución académica, abominaba de las experimentaciones
estéticas de Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Nájera. A todos ellos los
calificó de “imitadores serviles” de Francia y lamentó que, en aras de seguir
las modas más recientes de París, hubieran olvidado “conservarse neta y
firmemente hispanos en lo que va a la expresión” (Salado Álvarez 1899:
ix, 30). No es casual que este personaje impartiera en la clase de Literatura
Española en la Preparatoria. Sin embargo, Salado no era un estudioso de
las letras; su obra en esos momentos se dividía entre novelas naturalistas y
una serie de episodios nacionales escritos a la manera de Galdós. En reali-
dad el estudio del pasado literario español y el estudio de la literatura na-
cional seguía permaneciendo, en términos generales a principios del siglo
xx, en manos de los conservadores. Eso lo tenía muy presente Reyes: “Solo
algunos conservadores, desterrados de enseñanza oficial, se comunicaban
celosamente, de padres a hijos, la reseña secreta de la cultura mexicana; y
así, paradójicamente, estos vástagos de imperialistas que escondían entre
sus reliquias familiares alguna librea de la efímera y suspirada corte, hacían
de pronto figura de depositarios y guardianes de los tesoros patrios” (Reyes
1997: 193). Es evidente que el ensayista se refiere en este pasaje a Fran-
cisco Pimentel y a Joaquín García Icazbalceta, ambos figuras centrales del
proyecto conservador y fundadores de los estudios literarios en el xix. Está
claro que ese pasado literario, nacional e hispánico, tenía que ser disputa-
do, grosso modo, por los liberales. Eso fue lo que hicieron, me parece, los
Jóvenes del Ateneo cuando en 1910, a raíz de la visita de Rafael Altamira
a México –cuyo viaje era parte de todo un proyecto panhispanista–, elabo-
raron una velada en honor del historiador español. Alfonso Reyes disertó
sobre Luis de Góngora; Pedro Henríquez Ureña, sobre Hernán Pérez Oli-
va; Rafel López leyó una elegía a Campoamor; el propio Altamira habló
sobre Literatura española contemporánea.15 ¿Qué hacía Alfonso Reyes en
ese ensayo que poco después recogería en Cuestiones estéticas? La respuesta,
sin duda, es evidente: una doble polémica; estética y cultural. Góngora,
durante todo el siglo xix, fue tachado de poeta oscuro e impenetrable. Los
preceptos neoclásicos lo habían desterrado a los terrenos del mal gusto.

15 Una reseña de ese encuentro se localiza en “El señor Altamira en El Ateneo de la Juven-
tud”, El Imparcial, miércoles 26 de enero de 1910, p. 2.
Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas y el Ateneo de la Juventud 171

Reyes, por el contrario, aseguraba que “el verdadero deber crítico exige ya
urgentes rectificaciones”. El joven resaltaba entonces “la elegancia, […] el
anhelo de aristocrática perfección, que hacen de cada uno de sus versos,
aislados, maravillas de belleza” (Reyes 1911: 108). La vehemente defensa
de la estética góngorina no sólo era una reivindicación literaria; también
se trataba, sobre todo en el México de ese momento, de una apropiación
y una batalla cultural. Los jóvenes descendientes de liberales, ellos mis-
mo concebidos como sujetos de una tradición liberal, se acercaban y se
disputaban el acervo y la tradición hispánica, regularmente asociada a los
grupos políticos conservadores. Reyes negociaba así la idea de unos “prin-
cipios”, para utilizar las palabras de Arcadio Díaz Quiñones (Díaz Qui-
ñones 2006). Su trabajo crítico tenía, de esta manera, una clara intención
política: legitimar disciplinariamente la apropiación de un acervo literario
para un proyecto cultural.
Este recorrido, me parece, confirma el profundo perfil provocador y
polémico que Cuestiones estéticas tuvo en 1911 al momento de su apari-
ción. El ambiente intelectual mexicano de ese entonces –rodeado por los
inicios de la revuelta revolucionaria– debió quedar atónito; poco o nada
tenían que decir sobre este libro. Sus continuidades y sus polémicas implí-
citas, con los modernistas y con los miembros de la Academia Mexicana de
la Lengua, nos muestran que el libro y el proyecto de Reyes –entre el en-
sayo y la tradición de la filología– interpelaban profundamente el ambien-
te intelectual disciplinario mexicano y establecían, al mismo tiempo, una
serie de pactos culturales que, muy pronto, serán fundamentales. A partir
de ellos se estructurarán los ejercicios críticos, historiográficos y filológicos
de los miembros del Ateneo de la Juventud; me refiero a la Antología del
Centenario, elaborada por Luis G. Urbina y Pedro Henríquez Ureña y a los
textos que Reyes comenzó a escribir entre 1911 y 1913 sobre la historia
literaria nacional. En ellos, sin duda, hay un proyecto historiográfico que,
alejado de los parámetros conservadores, pacta con una tradición y que
podríamos denominar: un hispanismo liberal americano.
172 Sergio Ugalde Quintana

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Archivos

Archivo Epistolar de la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México.


Pedro Henríquez Ureña. La edición como una
operación social

Liliana Weinberg
Universidad Nacional Autónoma de México

Comienzo por evocar un texto de radical importancia de Pierre Bourdieu,


“Les conditions sociales de la circulation internationale des idées” (2002
[1989]), y con él rindo homenaje a un gran investigador alemán, Joseph
Jurt, quien fuera amigo y destinatario del propio texto de Bourdieu. Tuve
la fortuna de conocer personalmente y conversar con el Dr. Jurt cuando fui
invitada por él y por el Dr. Ottmar Ette a un encuentro sobre Max Aub y
André Malraux. Sirva entonces este preámbulo como homenaje a su gran
estatura humana e intelectual.
Regresando al texto de Bourdieu, en dicha comunicación el gran pen-
sador francés se preocupa por el hecho de que los textos circulen sin su
contexto, esto es, que no importen con ellos el campo de producción en
cuyo seno nacieron, y que a su vez sean interpretados por los receptores
según su propio campo de recepción. Este hecho genera “formidables mal-
entendidos”. Dice allí:
… le sens et la fonction d’une œuvre étrangère sont déterminés au moins au-
tant par le champ d’accueil que par le champ d’origine. Premièrement, parce
que le sens et la fonction dans le champ originaire sont souvent complètement
ignorés. Et aussi parce que le transfert d’un champ national à un autre se fait
à travers une série d’opérations sociales : une opération de sélection (qu’est-ce
qu’on traduit ? qu’est-ce qu’on publie ? qui traduit ? qui publie ?) ; une opéra-
tion de marquage (d’un produit préalablement “dégriffé”) à travers la maison
d’édition, la collection, le traducteur et le préfacier (qui présente l’œuvre en se
l’appropriant et en l’annexant à sa propre vision et, en tout cas, à une problé-
matique inscrite dans le champ d’accueil et qui ne fait que très rarement le tra-
vail de reconstruction du champ d’origine, d’abord parce que c’est beaucoup
trop difficile) ; une opération de lecture enfin, les lecteurs appliquant à l’œuvre
des catégories de perception et des problématiques qui sont le produit d’un
champ de production différent (Bourdieu 2002 [1989]: 3-9).1

1 Se trata de la conferencia pronunciada el 30 de octubre de 1989 con motivo de la in-


auguración del Frankreich-Zentrum de la Universidad de Friburgo, publicada también
en 1990 en la Romanistische Zeitschrift für Literaturgeschichte/Cahiers d’Histoire
des Littératures Romanes, año 14, 1-2, pp. 1-10. Puede consultarse en versión elec-
176 Liliana Weinberg

La transferencia de ideas de un campo nacional a otro se da a través de una


serie de “operaciones sociales”: una operación de selección, una operación
de marcado y una operación de lectura, a través de los cuales se decide
qué, quién y dónde se traduce o se publica un texto, y a través de qué casa
editorial, colección, trabajo de traductor o prologuista, etc.
En lo que sigue quiero releer desde esta perspectiva una de las grandes
empresas editoriales y culturales que protagonizó Pedro Henríquez Ureña
junto con Daniel Cosío Villegas, y que implicó precisamente una serie de
operaciones propositivamente dirigidas a fundar una “Biblioteca Ameri-
cana” que diera circulación a los grandes textos de nuestra tradición inte-
lectual para generar un espacio simbólico de lo hispanoamericano. Muy
tempranamente ambos intelectuales entendieron que la mejor forma de
fundar una nueva colección que superara los intereses nacionales implicaba
precisamente salvar el contexto de producción haciendo del prólogo, la
anotación crítica e incluso la propia inserción de un libro en un conjunto
mayor, la colección, formas de fundar una nueva cartografía de lectura que
para ser legible implicaba dotar de inteligibilidad a cada obra y al conjunto.
Pedro Henríquez Ureña fue uno de los mejores lectores del gran libro
americano: un libro que, por otra parte, él contribuyó a escribir y a editar.
En efecto, a lo largo de su trayectoria Pedro Henríquez Ureña propuso una
lectura y escritura de nuestra experiencia cultural en clave de libro, e incor-
poró la propia práctica de edición como una militancia cultural en favor
de la comprensión de los textos. Por una parte, contempló la historia de la
cultura americana como un vasto texto que había de ser leído y editado a
partir del descubrimiento de sus propias pautas de legibilidad e inteligibi-
lidad. De este modo, hizo del rescate del contexto de los textos una toma
de posición en el campo de producción y lo pensó programáticamente a
la hora de publicar una colección americana que debía trascender los in-
tereses y lecturas nacionales. Por otra parte, vio en el libro, en el modelo
de la edición, de las bibliotecas, revistas, colecciones y editoriales, la base
de todo proyecto viable de desarrollo cultural y educativo. Más aún, vio
en la edición una forma de postular una verdad social. Por fin, concibió
en el desarrollo de proyectos editoriales y empresas culturales tales como
el rescate de fuentes, la constitución de un canon y la recuperación de
nuestros clásicos, la incorporación de lecturas y discusiones modernas, una

trónica en <http://www.cairn.info/article_p.php?ID_ARTICLE=ARSS_145_0003>
(24.08.2015).
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 177

operación básica en que el libro constituía la base y el interfaz de nuestro


paso del descontento a la promesa, del desencuentro a la utopía.
Pedro Henríquez Ureña nació en una casa-biblioteca, e hizo a lo largo
de su vida honor a la vasta colección de sus orígenes. Construyó sobre ese
modelo –siguiendo a su maestros Martí, Hostos, Rodó, y siguiendo tam-
bién el proyecto krausista español– una ética de vida basada en una ética
del trabajo intelectual y la autoformación espiritual. Volcó sus esfuerzos en
muchos casos sobre “los libros de los otros” (apelo a esta preciosa expresión
de Calvino), pues consideró de imperiosa necesidad de rescatar autores ol-
vidados, dotarlos de nueva inteligibilidad, propiciar ediciones y antologías
dignas, de gran jerarquía editorial a la vez que de bajos costos comerciales
que pusieran el libro al alcance de públicos cada vez más amplios. Tuvo
sensibilidad para entender que en América se vivía una ampliación del fe-
nómeno de la lectura directamente proporcional al avance de los procesos
de crecimiento urbano y escolaridad, y tuvo sensibilidad para descubrir el
paso de la lectura intensiva a la lectura extensiva en crecientes sectores de
la población: un proceso que se correspondía ya desde las primeras décadas
del siglo xx con una creciente demanda de libros, periódicos y revistas.
El autor procuró dotar a los hispanoamericanos de bibliotecas concre-
tas y bibliotecas simbólicas donde pudiéramos leernos a nosotros mismos,
y no hizo más que prodigarse en proyectos editoriales y culturales de la
magnitud de la Antología del Centenario preparada en México y en la que
colaboró en su juventud hasta la Biblioteca Americana del fin de sus días,
siempre atento al fomento de los proyectos culturales centrados en el libro,
en el fortalecimiento de las bibliotecas, la preparación de colecciones y la
participación en revistas. Nadie supo nunca cuándo descansaba, si se toma
en cuenta que muy joven aún, apenas llegado a México, se desató en él
una febril actividad como trabajador intelectual y como maestro, que sólo
acabó el día de su muerte.
En lo que sigue quiero evocar un momento singularmente importante
para la comprensión de este proyecto magistral, que tuve la fortuna de
lograr reconstruir a partir de la lectura de un valioso epistolario. Se trata de
la organización de la Biblioteca Americana, colección dedicada a organizar
la lectura a través de una nueva concepción del clásico. Ello implicó la
realización de una serie de operaciones de selección y la toma de una serie
de decisiones de edición que afortunadamente puede reconstruirse a través
de un epistolario: se trata de las cartas que intercambiaron Daniel Cosío
Villegas, por ese entonces director del Fondo de Cultura Económica, y
178 Liliana Weinberg

Pedro Henríquez Ureña, ya radicado en Buenos Aires. Por fortuna dichas


cartas se encuentran resguardadas en los archivos del Fondo de Cultura
Económica, y ello me permitió hacer un seguimiento, en un texto que hoy
se encuentra en prensa. Considero que no hay mejor forma de honrar la
memoria de don Pedro que llevar a cabo un trabajo de archivo, lectura, se-
lección, ordenamiento, interpretación de textos: un trabajo que a él mismo
seguramente le hubiera gustado hacer (Weinberg 2014).
El 15 de abril de 1945 Daniel Cosío Villegas dirige desde México una
carta a su amigo Pedro Henríquez Ureña, y lo invita a organizar una nueva
colección para el Fondo de Cultura Económica, con el propósito de “sacar
a flote lo mejor que hayan escrito los hispanoamericanos de todos los paí-
ses y de todos los tiempos”.
La celeridad de la respuesta de Henríquez Ureña muestra de manera
elocuente que se trata de un proyecto de valor estratégico para el director
del Fondo a la vez que de la concreción, por parte del intelectual domini-
cano, de un sueño largamente acariciado y presentido: el programa de toda
una vida, pensado y organizado a lo largo de muchos años, y que superará
ampliamente los requisitos editoriales convencionales para convertirse en
una toma de posición y una forma de intervención cultural de largo alcance.
La nueva colección, cuyo primeros volúmenes aparecerán en 1947,
se llamará Biblioteca Americana, y constituye una de las series de mayor
personalidad, prosapia y prestigio no sólo del FCE sino de todas las co-
lecciones dedicadas a dar a conocer las obras de autores americanos con
dimensión americana.
En cuanto a su sustentabilidad, el proyecto de colección se apoyaba
en elementos muy concretos e incontestables: no sólo la clara expansión
de la industria editorial hispanoamericana y el nuevo papel que tocó des-
empeñar a América en el concierto de las naciones a fines de la Segunda
Guerra Mundial, sino también la comprobación del lugar que ocupaba ya
por esos años el espacio cultural de nuestra América y el español america-
no: y en esto fue, una vez más, Henríquez Ureña el genial observador del
fenómeno. En efecto, si el eje de la lengua y de la producción editorial se
estaba desplazando francamente de España a América, todo hacía presagiar
que pronto se asistiría a un despegue de la creación y la crítica. Fenóme-
nos complementarios, como el de la fundación y circulación de grandes
revistas culturales, contribuían a evidenciar la progresiva visibilidad de que
se iban dotando la literatura y el arte hispanoamericanos en el concierto
de las naciones y anunciaban el pronto agotamiento de los viejos mode-
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 179

los reduccionistas –costumbrismo, racismo, tropicalismo– con que se solía


interpretar nuestras obras. El nuevo escenario de mediados de siglo xx
confirma una tendencia que había comenzado a generarse a partir del mo-
dernismo: desde fines del siglo xix empezaba a perfilarse un nuevo modelo
para el equilibrio de fuerzas en un campo cultural y literario integrado por
representantes del viejo y el nuevo mundo.
Es así como a lo largo de la primera mitad del siglo xx y los fuertes acon-
tecimientos marcados por las dos guerras mundiales se asistirá a un fuerte
reacomodo del mapa de las relaciones culturales entre América y Europa
del cual fueron conscientes muchos de nuestros más prominentes hombres
de letras, quienes lo supieron traducir a través de textos clave como los Seis
ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña (1928) o las
“Notas sobre la inteligencia americana” de Alfonso Reyes (1936).
El propio título de la serie tiene valor programático y se inserta en una
prestigiosa tradición intelectual de hacedores de programas editoriales de
amplios alcances para nuestro continente, tal como lo fue en particular ese
otro gran proyecto asociado a las figuras de Andrés Bello y Juan García del
Río, que constituirá uno de sus principales antecedentes: se trata de La
Biblioteca Americana, o Miscelánea de la literatura, artes y ciencias (1823),
destinada tanto a la consolidación de un renovado sector de lectores ame-
ricanos como a la promoción de la inteligencia americana entre lectores
europeos.
Variados y de distinto signo han sido los esfuerzos de compilación,
estudio y publicación de la producción literaria e intelectual en nuestro
continente: pensemos, para dar sólo dos ejemplos, en iniciativas como la
Biblioteca Hispano-Americana Septentrional  de José Mariano Beristáin y
Souza (1816-1821) o en la América poética de Juan María Gutiérrez (1846-
1847). Sin embargo, fueron fundamentalmente casas editoriales externas
a la región –como las francesas Garnier Hermanos, Viuda de Bouret, Paul
Ollendorff, Flammarion y Michaud– las que organizaron colecciones para
los libros hispanoamericanos que tenían un mercado garantizado en Espa-
ña y América Latina.
Con el modernismo, el juvenilismo, el arielismo y el ambiente de
renovación que propició la reforma universitaria, se generó un clima de
simpatía hacia la creación y el fortalecimiento de circuitos culturales his-
panoamericanos, como lo muestran el Mundial Magazine de Darío, la Re-
vista de América dirigida por Francisco García Calderón (1912-1916), las
múltiples antologías y estudios de Ventura García Calderón o la editorial
180 Liliana Weinberg

América fundada por Rufino Blanco Fombona hacia 1916. Se renueva


también el interés por ofrecer miradas de conjunto, como las que brindan
La joven literatura hispanoamericana, antología de prosistas y poetas (1906)
de Manuel Ugarte o Letras y letrados de Hispano-América del ya menciona-
do Blanco Fombona (1908).
Si en términos amplios y en el largo plazo la noción de una Bibliote-
ca Americana puede ligarse a estos distintos proyectos, existe también un
antecedente más cercano en tiempo y atmósfera intelectual: se trata de
las iniciativas para organizar una biblioteca americana que circulaban en
el grupo de intelectuales reunidos en Buenos Aires hacia los años treinta,
entre quienes se encontraban Reyes y el propio Henríquez Ureña:
No es gratuito que el círculo intelectual rioplatense en el que se movían Reyes
y Henríquez Ureña en los años treinta haya discutido con ambos escritores
la necesidad de crear una ‘Biblioteca Americana’, a la manera de las coleccio-
nes emprendidas por Ventura García Calderón y Rufino Blanco Fombona;
una colección que, por su nombre, fuera el eco fiel de la famosa colección
emprendida por Andrés Bello en su exilio londinense, la misma colección
que, proyectada por los dos amigos, llegaría a completarse en México bajo la
dirección del propio Henríquez Ureña (Mondragón 2009: 70).

Asociar semánticamente las nociones de biblioteca y colección implica asi-


milar la idea abstracta de un conjunto de volúmenes vinculado por un
cierto sentido editorial con la posibilidad de intervención concreta en el
mundo cultural mediante la generación de las condiciones materiales ne-
cesarias para que, a través de una serie de obras de consulta obligada y
de presencia indispensable, los lectores de distintas nacionalidades logren
superar y ampliar en espacio y tiempo sus expectativas de lectura.
Con una alta jerarquía editorial y un perfil definido que la han conso-
lidado como un referente para el estudio de nuestra literatura, esta colec-
ción, dedicada a propiciar y difundir la lectura de los clásicos americanos
entre un creciente número de lectores, ha convertido a su vez a cada título
en un clásico del trabajo de edición rigurosa a que aspiraban sus creadores.
Hoy contamos con más de cincuenta títulos publicados (esos best sellers a
largo plazo de consulta obligada a que se refiere Pierre Bourdieu), así como
con numerosas reimpresiones y reediciones, en obras que han alcanzado
además una amplia circulación en distintos ámbitos de lectura. Esta co-
lección ha logrado así abrir un espacio característico y generar un clima
de lectura e interpretación que invita a una toma de perspectiva america-
na. Con todo ello la Biblioteca Americana constituye, en nuestra opinión,
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 181

uno de los más eminentes ejemplos de los alcances que puede tener una
empresa editorial y cultural tan audazmente pensada, tan rigurosamente
diseñada y tan generosamente proyectada.
La Biblioteca Americana será considerada desde el comienzo, y tal
como consta en el folleto de presentación que acompaña su lanzamiento y
la pronta publicación de los dos primeros títulos, como “la única colección
de clásicos americanos”. Con esta sola declaración se está ya reconociendo
y construyendo tradición, ya que la nueva serie se enlaza en el tiempo largo
con los grandes esfuerzos que se venían haciendo desde principios del siglo
xix, antes aún de consumada la independencia política, para dar un pro-
grama fundacional de lecturas a nuestra América. Se afirma la existencia
de un amplio grupo de obras que pueden considerarse ya legítimamente
como clásicas de nuestro ámbito cultural sin negar la posibilidad de que
sigan registrándose a futuro nuevas obras representativas.2 En tercer lugar,
y en la medida en que toda colección es a la vez un balance y un programa,
un conjunto cerrado que tiene ya una cierta organización al tiempo que
acepta la integración de nuevos elementos, toda declaración de apertura de
una colección tiene también un fuerte carácter incoativo. En cuarto térmi-
no, la editorial hace un examen del presente y un programa de futuro, ya
que espera combatir “un mal antiguo y grave: el desconocimiento de los
valores de la América hispánica”. En quinto lugar, se trata de un programa
para generar un nuevo y creciente sector de lectura constituido por buenos
entendedores capaces de inscribir los textos concretos en un horizonte más
amplio que el nacional o el especializado.
Un enfoque centrado en la historia cultural habría de ser el gran eje
integrador de los títulos individuales, y de allí que se convirtiera en el prin-
cipio ordenador de la colección. El sentido general que la anima no es sólo
un afán de recuperación bibliográfica: se trata de un fin marcadamente éti-
co y de política cultural: promover un mejor conocimiento de los valores
propios de la región hispanoamericana, así como “publicar y hacer circular
ampliamente libros americanos, propagadores elocuentes de la cultura de
la América hispánica”. Se trata entonces de organizar una colección que
confirme y reinterprete el sentido de una tradición cultural continental,

2 La preocupación de nuestro autor por los clásicos no es de ningún modo conservadora,


sino que se vincula con una preocupación de larga data en torno a la necesidad de en-
contrar una “tabla de valores” intelectuales que permita la formación y la consolidación
de una cultura intelectual para sí mismo y para la comunidad civil (Véase Henríquez
Ureña 1960: 85-87).
182 Liliana Weinberg

que constituya un horizonte más amplio y generoso capaz de integrar las


tradiciones locales y nacionales, que permita que en ella se reconozcan –y
a partir de ella se multipliquen– los lectores americanos, y que haga po-
sible también dar a conocer en otros ámbitos culturales las producciones
de nuestra región, reforzando así el reconocimiento a su legitimidad, a su
“mayoría de edad”, a su derecho al diálogo y la interlocución en el ámbito
del conocimiento.
Por otra parte, no deja de ser admirable que el diseño y la apertura de
la Biblioteca Americana sean el resultado de un complejo y muy elaborado
proceso de diagnóstico de las condiciones propias del ámbito editorial y
cultural de su momento así como un voto por la apertura de nuevas expec-
tativas de lectura: se trata de incidir, a través de un proyecto muy bien pen-
sado, en la renovación del modo de entender lo americano a la luz de los
sucesos de la todavía cercana Segunda Guerra mundial y del reacomodo de
los bloques regionales en nuevas órbitas económicas, políticas y culturales.
Cuando leemos los exhaustivos listados que, con la vieja usanza de una
máquina de escribir y de la ficha catalográfica, iba elaborando Henríquez
Ureña, y descubrimos también sus observaciones editoriales a cada título,
sus propuestas de edición, los nombres que sugiere para los prologuistas
y anotadores, nos quedamos maravillados ante su enorme erudición, más
sorprendente aún si se recuerda su vida viajera, las muchas bibliotecas que
consultó o las colecciones que formó y debió abandonar. Y si cotejamos
estos listados con los que acompañan sus obras de conjunto o las biblio-
grafías elaboradas para sus cursos, descubrimos que el sueño de formar una
biblioteca fue una de las metas de su vida. Esta meta coincide ampliamente
con una permanente voluntad de hacer que los textos se hagan legibles
y transmisibles a partir de la comprensión de sus contextos: como se ve,
Henríquez Ureña se adelantó con su propia práctica a subsanar los futuros
problemas de descontextualización que advertirá Pierre Bourdieu.
La posibilidad de perseguir a través de las cartas la propia historia de la
colección, las propuestas de periodización y organización de la misma, las
prioridades que se van fijando, nos permite asistir a una de las más audaces
estrategias de intervención editorial y al esfuerzo por trazar redes de socia-
bilidad intelectual convocadas por un proyecto editorial que los estudiosos
debían alimentar a la vez que fueran alimentadas por ellos. En rigor los
proyectos editoriales han sido una de las formas características de la socia-
bilidad intelectual americana, testimonio del encuentro y la colaboración
en proyectos culturales estratégicos para nuestros países.
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 183

Los dos protagonistas de nuestra historia se conocieron en 1921, en


pleno clima de consolidación de la Revolución mexicana, y pronto co-
menzó una entrañable amistad ligada a la consolidación de una política
del libro y la lectura. Esta amistad se fortaleció a través de su participación
en las “misiones culturales” vasconcelianas y los primeros programas de
conferencias, publicaciones y extensión académica: una atmósfera general
de avanzada en apoyo de la expansión del libro y la cultura.
En la Iconografía de Cosío Villegas se reproduce una fotografía que
registra al grupo de amigos reunidos con motivo de la “Cena ofrecida a
Daniel Cosío Villegas en Buenos Aires, ca. 1945”. Aparece allí el propio
Cosío Villegas, flanqueado por las esposas de Pedro Henríquez Ureña y
Francisco Romero; a su lado, casi oculto, se descubre a Pedro Henríquez
Ureña, junto a Arnaldo Orfila Reynal y Gonzalo Losada. Esta fotografía,
en la que alternan autores y editores, constituye casi un símbolo de ese
momento dorado de la industria editorial latinoamericana cuyo eje pasaba
entonces por las ciudades de México y Buenos Aires.
El año 1945 constituye también la cifra del reencuentro de los dos
amigos: Cosío Villegas, ya convertido en director del Fondo de Cultura
Económica, había emprendido la visita a distintas ciudades de América
Latina, y uno de los principales objetivos que lo condujeron a ello fue
el de procurar la expansión de los proyectos editoriales y la inclusión de
colaboradores de distintos rincones de América. El amigo y maestro con
quien habría de reencontrarse Cosío Villegas, ligado por entonces a la re-
vista Sur y a la editorial Losada, era sin duda la persona más calificada para
organizar la nueva colección que estaba diseñando el director del Fondo. A
sus profundos conocimientos en la materia, a su práctica consecuente en
el mundo de los libros, a su ya vasta obra como ensayista, maestro y editor
y a su amplia reflexión en torno a la tradición cultural hispanoamericana
y a la necesidad de ir “en busca de nuestra expresión”, se debe sumar la
“biblioteca americana imaginaria” que fue diseñando a través de sus viajes
por Hispanoamérica, España y Estados Unidos, que le habían permitido
consultar distintos acervos bibliográficos. Sus notas y apuntes de diario así
como las cartas que dirige a sus amigos, y en particular a Alfonso Reyes,
revelan su vocación de buscador de tesoros bibliográficos, su interés por
recorrer bibliotecas y librerías, su pasión por las obras de síntesis, los pano-
ramas históricos y las valoraciones de conjunto de la producción literaria.
El intenso diálogo epistolar restablecido a partir de entonces entre
Henríquez Ureña y Cosío Villegas evidencia la recuperación de ese pro-
184 Liliana Weinberg

yecto de renovación educativa y cultural para la región que hizo del libro
un elemento central, así como el encuentro entre dos vocaciones: editar
y ensayar, y nos permite seguir paso a paso nada menos que el diseño de
una política del libro a partir de una política de la cultura: generar una
tradición de lectura en Hispanoamérica es al mismo tiempo generar una
lectura de la tradición hispanoamericana. Editar y ensayar: representar la
cultura de la región a través de una gran biblioteca o colección organizada
como un conjunto a la vez cerrado y abierto, en equilibrio y en expansión,
que reúna la lectura de los textos imprescindibles. Editar y ensayar esta Bi-
blioteca Americana ha permitido llevar a cabo un programa de integración
por la cultura. Y el hecho mismo de postular la posibilidad de existencia
de una colección sobre Hispanoamérica contribuyó también a generar una
tradición literaria y cultural que superara los límites de lo nacional y abrie-
ra nuevos espacios de vínculo en el ámbito de la “inteligencia americana”.
En una carta escrita en el Instituto de Filología de Buenos Aires el 1o
de julio de 1945, Henríquez Ureña sugiere un primer listado de 53 obras,
al que añade algunas acotaciones, comentarios, observaciones, que son ya
contribuciones a un programa de historia de la literatura y de la cultura en
América Latina (no olvidemos que por esos mismos años estaba ya elabo-
rando sus dos grandes estudios de conjunto).
Este listado preliminar, esbozado al correr de la máquina y sólo facti-
ble de ser realizado por alguien con sus inmensos conocimientos, arranca
con la prosa del descubrimiento, específicamente con Colón, de manera
semejante al modo en que abre las conferencias Charles Elliot Norton de
1940-1941 y el libro de ellas derivado, Las corrientes literarias en la Amé-
rica Hispánica: “Siglos antes de que esta busca de la expresión llegase a ser
un esfuerzo consciente de los hombres nacidos en la América hispánica,
Colón había hecho el primer intento de interpretar con palabras el nuevo
mundo por él descubierto”.
La lista incluye, además de los primeros viajeros y cronistas, además de
los clásicos indiscutidos de nuestra tradición intelectual (el Inca Garcilaso,
Lizardi, Bolívar, Sarmiento, Martí), autores que habían merecido una larga
reflexión crítica por parte de Henríquez Ureña y Alfonso Reyes – tal, par-
ticularmente, el caso de Alarcón, en quien ven cifrada una temprana idea
de mexicanidad, o de Darío, al que reconocen como figura central en la
reconfiguración del mapa literario hispanoamericano. Se incluye también
la mención de naturalistas y científicos –tal, el caso de Caldas o Ameghi-
no– como muestra del interés programático por incluir en la memoria co-
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 185

lectiva un acercamiento a la tradición científica hispanoamericana – tema


de interés no solo de Cosío Villegas, del FCE, de los intelectuales mexi-
canos y del exilio español ligados a la UNAM y El Colegio de México o
de los animadores de una revista afín a ellos como Cuadernos Americanos,
sino también del propio autor dominicano, como lo evidencia su Historia
de la cultura.
En ocasiones, breves indicaciones propias de un lector agudo y certero
(que emplea, para calificar los títulos sugeridos, adjetivos como “ameno”,
“importante”, “magnífico”, etc.) bastan para resaltar la necesidad y el sen-
tido del rescate del valor literario de autores en muchos casos desatendidos
o francamente olvidados. En otros casos, la sola mención del apellido, con
omisión de nombre o título, evidencia que se trata de autores de amplio
reconocimiento ya entre los lectores cultos.
Por otra parte, cada uno de esos nombres abre a su vez a un problema
mayor: las necesarias tomas de decisión en cuanto a títulos y modalidades
de edición. Así, por ejemplo, la propuesta de publicar en dos volúmenes
la obra de Darío muestra ya la importancia que Henríquez Ureña atribuye
al gran modernista, y al modernismo en general, en la historia de las ideas
estéticas en América Latina. Así, en las Corrientes dice de él que “fue con-
siderado el más alto poeta del idioma desde la muerte de Quevedo […],
sea cual fuere el juicio definitivo que merezca su obra, su influencia ha sido
tan duradera y penetrante como la de Garcilaso, Lope, Góngora, Calderón
o Bécquer. De cualquier poema escrito en español puede decirse con pre-
cisión si se escribió antes o después de él”.
La lista prosigue con grandes escritores del modernismo, como Ma-
nuel Gutiérrez Nájera o Manuel José Othón, Julián del Casal o José Asun-
ción Silva, y pone no sólo énfasis en los clásicos como Domingo Faustino
Sarmiento, Juan María Alberdi, José María de Hostos, sino también en
científicos, pensadores, historiadores. Concluye el crítico con el comen-
tario de que se trata aproximadamente de cincuenta y tres títulos, que
equivalen a cien volúmenes.
Pocos días después, el 17 de julio de 1945, y como respuesta a otra
carta de Cosío Villegas del 30 de mayo, Henríquez Ureña hace llegar a su
amigo una propuesta ya madura, que confirma su aporte a la concepción
general de esta Biblioteca, cuyas coordenadas en tiempo, espacio y sentido
quedaron por fortuna planteadas a través de su correspondencia, así como,
en su versión final, en el folleto de presentación, que guarda una verdadera
186 Liliana Weinberg

herencia intelectual para los lectores de nuestra América, y sobre el que


volveremos más adelante.
Mi querido Daniel:
Recibí tu carta del 30 de mayo y me he puesto a trabajar en el plan de tu
gran colección americana. Te mando como muestra unas cuantas indicacio-
nes: dime si bastarían para cada caso, o si se necesita más para guiar al que
se encargue de la edición y de las pruebas y probablemente de escribir la ad-
vertencia inicial de cada obra. He tomado como ejemplo algunas obras muy
grandes, como las de Oviedo y Las Casas; pero también otras más cortas: por
ejemplo, Colón, Fernando Colón, Sarmiento.
La colección debería llevar un buen título general y subdividirse en coleccio-
nes menores, como CRONISTAS DE INDIAS, ESCRITORES COLONIA-
LES, ESCRITORES DEL SIGLO XIX [sic] (o esta serie podría subdividirse
en POETAS, HISTORIADORES [sic], etc.).
¿Debe la colección incluir al Brasil? Supongo que sí, como lo incluye TIERRA
FIRME [sic]. Para eso habrá que hacer buenas traducciones. Te mandaré un
folleto que hemos impreso en la Editorial Losada sobre lo que deben evitar
los traductores; EMECÉ [sic] imprimirá otro folleto, un poco más extenso.
También podría agregarse una serie de escritores europeos que han escrito
sobre América después del periodo inicial que sigue a la Conquista: autores
como Azara, Humboldt, M[ada]me Calderón de la Barca (Archivo Histórico
del Fondo de Cultura Económica, legajo Daniel Cosío Villegas y Pedro Hen-
ríquez Ureña).

Considera que es necesario incluir el Brasil, y que ello implica contar con la
seguridad de buenas traducciones. Opina también que se debe incluir au-
tores europeos que hayan escrito sobre América: Azara, Humboldt, Mme.
Calderón de la Barca. Muy poco después surgirá la propuesta de un título,
y muy pronto también quedarán sentadas las bases de la nueva colección,
su perfil y personalidad, así como sugeridos un primer criterio de ordena-
miento y un listado de los cien primeros títulos:
Cristóbal Colón. Diario del Descubrimiento y Cartas (según instrucciones en-
viadas antes, deben tomarse los textos de la publicación de la Raccolta).
Hernán Cortés. Edición bajo el cuidado de Alfonso Caso.
El Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales. Utilizar el texto publicado en
Buenos Aires bajo el cuidado de Ángel Rosenblat.
Juan Ruiz de Alarcón. Comedias [debería llegarse a publicarlas todas, en una
serie de volúmenes]; el texto de la Biblioteca de Autores Españoles –Rivade-
neyra– es muy bueno; si fuere posible, se consultaría el texto de las primitivas
ediciones).
Sor Francisca Josefa de la Concepción (“la Madre Castillo”). Vida.
Sor Juana Inés de la Cruz. Poesías, teatro y prosa (debe llegar a publicarse
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 187

todo; sería bueno encomendárselo a Toussaint).


Francisco José de Caldas. De la influencia del clima en los seres organizados.
Francisco Núñez de Pineda Bascuñán. Cautiverio feliz. Texto de la colección
de Escritores de Chile.
José Bernardo Couto. Diálogos sobre la historia de la pintura en México; con
notas de Manuel Toussaint.
Escritos de Bolívar.
Machado de Assis. Una de las novelas (no reproducir el Don Casmurro, en
traducción de un Sr. Mesa y López, en París; es muy mala; habría que hacer
una traducción, pero no es difícil, si se encomienda a un buen escritor que
evite las formas portuguesas como dijera por había dicho).
Felipe Larrazábal. Vida de Bolívar. Evitar el texto publicado y alterado por
Rufino Blanco, Fombona.
Andrés Bello. Filosofía del entendimiento. Tomar el texto de la edición vieja de
Obras completas; no de la nueva, que tiene muchas erratas.
Vicente Pérez Rosales. Recuerdos.
Justo Sierra. Historia de México (para las escuelas primarias). Es una obra
maestra.
Sarmiento. Campaña del Ejército Grande (de las Obras completas).
Alberdi. El crimen de la guerra.
Montalvo. Geometría Moral.
Gregorio Gutiérrez González. Memoria sobre el cultivo del maíz en Antióquia
(no Antioquía) y poesías escogidas.
Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poesías.
Manuel Ascensio Segura. Comedias.
Eugenio María [de] Hostos. Si no parece práctico reproducir ahora la Moral
social, de la cual hay dos ediciones de Buenos Aires, se haría un tomo de En-
sayos. Pero es probable que las ediciones de Buenos Aires no dañen a una de
México, que se vendería mucho en las Antillas.
José Martí. Poesías escogidas (incluyendo completo el Ismaelillo y los Versos
sencillos y quizá los Versos libres: eligiendo en lo demás).
Florencio Sánchez. Los mejores dramas.
Una obra de historiador chileno: Diego Barros Arana o Benjamín Vicuña
Mackenna (Archivo Histórico del Fondo de Cultura Económica, legajo Da-
niel Cosío Villegas y Pedro Henríquez Ureña).

Esta propuesta de arranque con veinticinco obras fundamentales resulta de


particular interés, puesto que traduce aquellos autores que un conocedor
como Henríquez Ureña consideraba los imprescindibles de la tradición
americana (Colón, El Inca, Sor Juana, Bolívar, Bello, Sarmiento, Mon-
talvo, Hostos, Martí…) y de este modo nos ayuda a descubrir el esbozo
de un posible canon hispanoamericano. Recordemos que desde sus Seis
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ensayos el ensayista consideraba de imperiosa necesidad elaborar una “tabla


de valores”, con el necesario rescate de las figuras que se consideran impres-
cindibles y la dolorosa exclusión de otros muchos autores. Este esfuerzo de
selección se evidencia a lo largo de la correspondencia con Cosío Villegas.
He aquí entonces el primer núcleo que luego habrá de completarse con
nuevos autores y títulos y de ordenarse a través de un esfuerzo de periodi-
zación. A este listado se incorporarán poco después títulos procedentes de
la tradición precolombina.
Es así como incluye lecturas centrales en la tradición que había venido
pensando al armar dichas conferencias: se centra en figuras que –como las
de Colón, Sor Juana, Bolívar, Sarmiento, Martí, Hostos, Montalvo– cons-
tituían los grandes faros o ejes articuladores de la preocupación de Henrí-
quez Ureña en cuanto a la busca de nuestra expresión, a la vez que otra serie
de autores y temas que era necesario salvar del olvido o la incomprensión:
desde la obra prácticamente desconocida para su época de la poeta mística
Sor Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara –la Madre
Castillo, clarisa de Tunja– a la del poeta popular antioqueño Gregorio Gu-
tiérrez González, desde el teatro del autor costumbrista peruano Manuel
Ascencio Segura hasta el sainete del rioplatense Florencio Sánchez.3
Aparecen también esos grandes renovadores de la prosa cuyo estudio y
recuperación fue en gran medida aporte de Henríquez Ureña: Montalvo y
Hostos, por ejemplo. Este último, a quien dedicó tantas páginas notables
y cuyo discípulo se consideró más de una vez, ha sido –y sigue siendo– es-
casamente leído y reconocido.4
Es también muy valioso el esfuerzo por incluir en la lista a las escrito-
ras, Sor Juana en primer lugar, seguida por varias otras autoras de la etapa

3 Medardo Vitier anota, respecto de su amplia solvencia en cuanto temas hispanoame-


ricanos, lo siguiente: “Nadie conoce como él la formación intelectual de la América
española. Nadie tampoco ha escrito páginas tan orientadoras respecto a la literatura de
estos pueblos llenos de gérmenes” (Vitier 1945: 214).
4 En Las corrientes literarias, publicado de manera póstuma en la Biblioteca Americana,
escribe: “Los intelectuales más típicos en este período fueron aquellos a quienes podría-
mos llamar luchadores y constructores, herederos de Bello y Heredia, de Sarmiento y
Mitre, hombres que solían ver en la literatura una parte de su servicio público, siguien-
do la que era ya una de nuestras tradiciones”. Es allí donde menciona a Ruy Barbosa,
Juan Montalvo, Manuel González Prada, Justo Sierra, Enrique José Varona, Eugenio
María de Hostos, quienes “consagraron un verdadero celo apostólico a la defensa de la
libertad y a la difusión de la verdad […]. Y sus obras enriquecieron la literatura hispá-
nica con nuevos tipos de prosa” (Henríquez Ureña 1949: 155).
Pedro Henríquez Ureña. La edición como una operación social 189

colonial, que en opinión del dominicano habían sido injustamente olvida-


das o subestimadas.5
El hecho de que se trate de una biblioteca americana no impide la in-
tegración de los grandes historiadores nacionales de fines del siglo xix, y en
especial la tan admirada figura de Justo Sierra, cuyo libro La evolución polí-
tica del pueblo mexicano, califica como “profundo” y “magistral” (Henríquez
1949: 337). En una carta temprana ya había pedido también a su amigo
que le ayudara a conseguir esta misma obra, para incluirla en la colección
Grandes Escritores de América que planeaba para Losada, y le comenta: “Sa-
bes que lo creo el libro más importante que allá se ha escrito” (Carta de
Pedro Henríquez Ureña a Daniel Cosío Villegas, 26 de enero de 1939).
Incluye también en esta nómina científicos, como es el caso de Caldas,
en una abierta toma de posición a favor de la necesidad de recuperar la
tradición científica latinoamericana. Particular interés muestra además en
salvar el teatro, en cuanto es uno de los géneros en que considera se eviden-
cian rasgos reveladores del encuentro entre dos culturas y las posibilidades
de mestizaje cultural, a la vez que incorpora un nombre ajeno a la tradición
del teatro culta –para gran escándalo seguramente de los académicos de
entonces– en esa forma clave del teatro popular que es el sainete de Flo-
rencio Sánchez. Por fin, comienza programáticamente la inclusión de la
gran literatura brasileña, con Machado de Assís, cuya novela fundamental,
Memorias póstumas de Blas Cubas, se publicó en 1951 dentro de la serie, en
traducción de Antonio Alatorre.
Razones de tiempo y espacio me obligan a dejar aquí un tema que he
seguido trabajando y que confío pronto aparecerá publicado en versión
electrónica por el Fondo de Cultura Económica. Espero haber dejado a
los lectores lo suficientemente intrigados y curiosos respecto de las cartas
que aquí no alcanzo a citar y la propuesta que se llegó a concretar en una

5 “Las mujeres no estaban ausentes de la literatura: así aparecen, entre muchas poetisas,
la monja Leonor de Ovando, en Santo Domingo, la más antigua de todas las cultísimas
peruanas Clarinda y Amarilis (sólo conocemos sus seudónimos), y, entre las escritoras
en prosa, la elocuente monja de Nueva Granada Sor Francisca Josefa de la Concepción,
a quien era costumbre llamar ‘la madre Castillo’”, según su apellido de familia. La más
ilustre es la poetisa de México Sor Juana Inés de la Cruz…” (Henríquez Ureña 1947:
95). En la Gaceta del FCE correspondiente a 1955, descubrimos el anuncio de la apa-
rición del tercer tomo de las Obras completas de Sor Juana, dedicado a los Autos y loas,
en edición de Alfonso Méndez Plancarte, quien también se había hecho cargo de los
dos tomos precedentes. En época de Arnaldo Orfila Reynal se dio amplia difusión a los
títulos de la Biblioteca Americana y al vínculo con autores y estudiosos de otras partes
de América a ella ligados.
190 Liliana Weinberg

colección que, como la presencia y el pensamiento de Henríquez Ureña,


siguen vivos.
Y no se trata sólo de la Biblioteca Americana: la vida y la obra de Pe-
dro Henríquez Ureña pueden interpretarse, insisto, como la confección de
un gran libro donde los americanos puedan leerse y encontrarse. La tarea
editorial se convierte en una hazaña prometeica, digna de nuestros más
grandes héroes culturales. En ella se traduce precisamente la voluntad de
organización de la cultura, trabajo riguroso y ordenado, avalado por una
investigación que permita reconstruir las condiciones contextuales que ha-
gan legibles e inteligibles las condiciones textuales.
Pedro Henríquez Ureña fue en todo ello un modelo de pensamiento y
acción. Qué bueno sería tenerlo hoy aún aquí, para que nos ayudara a re-
pensar con su inteligencia la flecha de anhelo capaz de sacarnos de nuestras
nuevas formas del descontento y de conducirnos con el optimismo de la
voluntad a eso que él llamaría, de manera certera, nuestra promesa.

Bibliografía

Bourdieu, Pierre (2002 [1989]): “Les conditions sociales de la circulation internationale


des idées”. En: Actes de la recherche en sciences sociales, 145, pp. 3-8.
Henríquez Ureña, Pedro (1947): Historia de la cultura en la América Hispánica. México,
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Weinberg, Liliana (2014): Biblioteca Americana: una poética de la cultura y una política de
la lectura. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
La memoria como biblioteca.
Pedro Henríquez Ureña
y la Biblioteca Americana

Rafael Mondragón
Universidad Nacional Autónoma de México

Para Israel Ramírez y Freja Cervantes

1. “Curioso lector:…”

Hay autores que se han imaginado la memoria como un libro: un relato


donde los hechos y vivencias dispersas se ordenan linealmente, de manera
que uno pueda construir una experiencia de lectura si repasa esa historia
desde su principio hasta su fin. Hay otros que han imaginado la memoria
como una biblioteca: una estantería o un conjunto de estanterías que per-
miten la convivencia de libros disímiles. En ese espacio camina un “curioso
lector”, que tiene la posibilidad de ordenar y desordenar la biblioteca; el
lector admira la involuntaria arquitectura creada por esa reunión de volú-
menes distintos, y elige por dónde comenzar a leer.
Si la memoria no fuera un libro, sino una biblioteca, habría que pre-
guntar por qué en América Latina ha sido tan constante la insistencia de
publicar colecciones de clásicos perdidos: bibliotecas en que emergen voces
que, siendo indispensables, son también desconocidas. Por ello, hermosas
y tristes. “No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sa-
car de la historia americana” (Martí 1992: 114). En esas palabras de José
Martí, que invitan a la lectura de ciertos textos indígenas que datan de la
época colonial, resuena un eco antiguo, que puede remontarse, al menos,
al siglo xvi. Desde las reflexiones del Inca Garcilaso sobre la “memoria del
bien perdido”, a la fundación de la Biblioteca Ayacucho por Ángel Rama,
pasando las palabras del prologuista anónimo del manuscrito de Huaro-
chirí, la recopilación de tradición oral por Juan León Mera y los proyectos
editoriales de Andrés Bello, Juan María Gutiérrez, José Toribio Medina o
Rufino Blanco Fombona, entre muchos otros, uno puede ver el crecimien-
to de una reflexión colectiva, de larga duración, sobre los marcos sociales
de la memoria en nuestra América. En ciertos sujetos sociales, como las
192 Rafael Mondragón

voces anónimas de los sobrevivientes de la guerra civil en Guatemala, esa


reflexión se convierte en pregunta por la producción colectiva del olvido
en torno de ciertos hechos, voces y vivencias, que es paralela de la produc-
ción de una experiencia de vida cada vez menos rica. En otros, como Pe-
dro Henríquez Ureña, Daniel Cosío Villegas y los ya mencionados Bello,
Rama y Blanco Fombona, esa reflexión se convierte en una pregunta por
la necesidad de editar, poner a disposición colecciones y bibliotecas que
enriquezcan nuestra experiencia del mundo y le den resonancia a nuestros
deseos e inquietudes.

2. Edición y liberación

Daniel Cosío Villegas acostumbraba llamar a Pedro Henríquez Ureña de


una manera graciosa. Le decía “Peter”. De entre las cartas conservadas de
lo que debió ser una amplia correspondencia, sobresalen las del intenso
periodo que va de 15 de abril de 1945 al 6 de mayo de 1946, días antes
de la muerte del maestro dominicano. Han pasado los tiempos lejanos en
que Henríquez Ureña era maestro de la Universidad Nacional, y Cosío, un
alumno ferviente que militaba en organizaciones estudiantiles y trabajaba
para su maestro en un proyecto sobre la idea del hombre recto en el teatro
del Siglo de Oro.1 En los tiempos de estas cartas, Cosío Villegas ya era el

1 Sobre esta época de la vida de Pedro Henríquez Ureña, véase Barcia 1994: caps. IX-XII;
sobre la amistad con Cosío Villegas hay datos interesantes en Krauze 1991. Las listas de
asistencia a los cursos de Henríquez Ureña, que a veces van acompañadas de breves in-
dicaciones sobre los proyectos de final de curso propuestos por cada estudiante, dan una
excelente idea de la orientación pedagógica seguida por el maestro dominicano. Véase
(Ruiz 1987: 123-151). La correspondencia DCV-PHU para el periodo citado se encuen-
tra en el expediente HUP guardado por el Archivo Histórico del Fondo de Cultura Eco-
nómica, Sección Autores 28-R-14-C/2. El expediente consta de dos legajos, que también
recogen la correspondencia de Cosío Villegas con el resto de la familia Henríquez Ureña.
Al citar y referir estas cartas, indicaré únicamente la fecha de la carta, que remite a los
materiales conservados en dicho expediente. Las cartas de PHU se conservan en original,
con firma manuscrita del autor y, a veces adiciones manuscritas en el margen; cuando el
original está en mal estado, a veces, se conserva también una copia mecanoscrita de la
carta que hace más sencilla la lectura. Las cartas de DCV se conservan en copia meca-
nografiada. Es importante señalar que no todos los materiales de la correspondencia se
encuentran fechados. Los folios siguen una numeración que no siempre se corresponde
con la cronología, pero los materiales sin fechar pueden ser datados siguiendo criterios de
cronología absoluta a partir de los datos ofrecidos por las mismas cartas, y de cronología
relativa por las referencias de una carta a otra. Fragmentos de una carta no conservada
en el Archivo, y citada por Sonia Henríquez Ureña de Hlito, (Henríquez Ureña de Hli-
to 1993: 153), hacen suponer que la correspondencia conservada en el Fondo pudiera
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 193

flamante director del Fondo de Cultura Económica; en Argentina, Hen-


ríquez Ureña seguía siendo el mismo profesor pobre que repartía el poco
tiempo que tenía entre sus jóvenes alumnos y los trabajos en escuelas y
editoriales.2
Las cartas de ese breve e intenso periodo se conservan en el Archivo
Histórico del Fondo de Cultura Económica, y hasta hoy no han sido edita-
das.3 Es Cosío quien inicia el intercambio: “Queridísimo Peter: hace siglos
que debería haberte escrito…… ya conoces ese principio consagrado de
mi correspondencia”. Las primeras respuestas de Henríquez Ureña no res-
ponden a las bromas que Cosío lanza aquí y allá. El antiguo alumno quiere
proponerle un proyecto desmesurado, uno de esos “planes atrevidos”, “ro-
mántico-culturales” y “de un fortísimo olor a pachulí editorial” en donde
“muy contra mi gusto, siempre termino por caer” (son todas expresiones
de Cosío);4 y el antiguo maestro, en lugar de emocionarse, responde con
una retahíla de reparos, preguntas y objeciones. En sus Memorias, Cosío
diría que el maestro era, en el fondo, un hombre triste.5 Quizá también
habría que añadir que para esta época era ya un hombre cansado. ¿Cuántas
veces ha intentado proyectos similares? Desde 1938, cuando menos, las
cartas de Alfonso Reyes a Virginia Ocampo y Oliverio Girondo testimo-
nian el deseo de crear una “Biblioteca Americana”, colección de clásicos
americanos que presentaría lo mejor de nuestra producción cultural, en
ediciones completas o antologías, y que Reyes dirigiría junto a Henríquez
Ureña, a quien, según el mismo Reyes, lo une “un compromiso moral”.6

completarse si se tuviera acceso al archivo personal de PHU, actualmente en resguardo


en El Colegio de México, así como al archivo personal de DCV.
2 Son épocas de pobreza y persecución. El 9 de octubre de 1945, Isabel, esposa de Pedro,
le escribirá a Cosío unas líneas apresuradas para contarle las enormes dificultades eco-
nómicas de su familia y pedirle un poco de dinero, en adelanto del proyecto que está
creando junto a Pedro. El 25 de diciembre, en la víspera del ascenso de Perón, Pedro le
dirá a Cosío que no ha podido avanzar en el trabajo que ambos tienen entre manos: su
hija menor, Sonia, quien le estaba ayudando a hacer copia de algunos documentos, vive
absorbida por la política junto a su otra hija, Natacha, “trabajando por los movimientos
democráticos”...
3 El presente trabajo es un adelanto de las reflexiones desencadenas por la lectura de esos
materiales, que me fueron facilitados por Freja Cervantes y serán editados próxima-
mente por mí, junto a Liliana Weinberg.
4 Son expresiones de Cosío en su carta a PHU, 15 de abril de 1945.
5 “En el fondo, Pedro era un hombre triste, que cargaba a cuestas viejas y arraigadas pre-
ocupaciones. Rara vez sentía el gozo de la alegría y rara vez también lograba reír franca,
abiertamente” (Cosío 1986: 96).
6 Dice Reyes, en carta a Ocampo el 15 de agosto de 1938: “Ante todo, celebro el de-
sarrollo de la Editorial Sur, con que hace tanto tiempo soñábamos, y le agradezco el
194 Rafael Mondragón

El nombre elegido por Reyes y Henríquez Ureña, y recuperado por


este último en su carta a Daniel Cosío Villegas del 17 de julio de 1945,
es homenaje implícito al gran proyecto editorial emprendido por Andrés
Bello en el exilio londinense. Iniciado en 1823, abandonado después de
un primer número que terminó con los pocos fondos de los que Bello
disponía, y después recuperado en 1826 con el nuevo título de Repertorio
Americano, la Biblioteca Americana era una revista que hablaría de poesía y
biología, geografía y pintura, geología y lingüística. El prospecto con que
inicia su único volumen hace explícita la relación entre edición y liberación
que dota de fuerza a todo el número, una relación que se transmitirá a
proyectos editoriales de épocas futuras, y que en nuestra América fundará
toda una manera de afrontar el trabajo de la producción y recuperación de
la memoria cultural a través de los libros y la lectura: “La política españo-
la tuvo cerradas las puertas de la América por espacio de tres siglos a los
demas pueblos del globo; i no satisfecha [...], la impidió también que se
conociese a sí misma”; “si esta es, pues, la época de trasmitir a la América
los tesoros del injenio i del trabajo [...]; todo el que tenga sentimientos
americanos debe consagrar sus vijilias a tan santo objeto, contribuyendo
a que se esparza la luz por aquel continente, brille en todos los entendi-
mientos, e inflame todos los corazones”. La ignorancia, continúa Bello, es
“causa de toda esclavitud, i fuente perenne de degradacion i de miseria”.
Así pues, la lectura ayuda al autorreconocimiento de los pueblos coloniza-
dos; su práctica dignifica a los degradados, e “inflama […] los corazones”

haber pensado en mí desde el primero momento. Ya le expliqué a María Rosa [Oliver]


el compromiso moral que me liga a Pedro Henríquez Ureña para toda posible dirección
de una Colección de Clásicos Americanos. Le ruego que medite y resuelva”; y el 27 de
abril de 1939 continúa con el tema: “Aquí me tiene usted a sus órdenes al frente de La
Casa de España en México. Estimo que este trabajo me va a acaparar por más de un
año y, entre otras cosas, tendré que escribirle a Oliverio [Girondo] dándole la mala
nueva de que me es imposible por ahora ocuparme de organizar la serie americana de
su editorial, cosa que en el primero momento me apresuré a aceptar por el entusiasmo
que me inspira”; el editor anota que “El proyecto de hacer de Sur también una editorial
–a la manera de La Revista de Occidente–, incluía una colección antológica de clásicos
americanos, formada por libros de fragmentos escogidos de los autores más represen-
tativos de cada país de habla hispana del Continente. Pero Reyes proponía que, en
vez de titularse latinoamericana o hispanoamericana, la colección fuera una Biblioteca
Americana, pues así se podría publicar en ella a la literatura brasileña también” (Reyes
/Ocampo 1983: p. 73, nota 60). Véanse, además, las muy importantes cartas intercam-
biadas por Reyes y Girondo entre el 14 de marzo y el 27 de abril de 1939 donde se
discute el proyecto de una Biblioteca Americana (Reyes 2008: 218-233).
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 195

de los miserables: los prepara para vivir con plenitud lo que Bello llamará
después “el siglo futuro”.7
Como Bello, Henríquez Ureña ha fracasado una y otra vez en ese pro-
yecto generoso, prometeico, que describe la lectura como luz y fuego y,
por tanto, imagina su difusión como iluminación e incendio contagioso;
que nos describe a nosotros, lectores potenciales, como “americanos”, es
decir, hombres con vocación de madera, hechos para arder juntos por el
descubrimiento de una herencia olvidada: fracasó primero en 1938, con
Victoria Ocampo y la Editorial Sur, y luego, en 1939, con Girondo y Edi-
torial Sudamericana. El fracaso se repite más adelante en Losada.8 En su
respuesta del 8 de mayo de 1945, Henríquez Ureña le dice a Cosío Villegas
con amargura contenida que “yo inicié en Losada una colección de Gran-
des Escritores de América, rival de la que quieres emprender. Se suspendió
porque costaba muy caro […]. Mi colección, pues, si se llega a reanudar,
marchará despacio, y, como ya me he resignado a que no exista, no me
importa sacrificarla a la tuya”. Y añade: “De todos modos, una buena hace
mucha falta”.
En un esbozo de la ética del artista, José Martí había escrito que “sólo
los que han bregado cuerpo a cuerpo con la verdad, para reducirla a la frase
o al verso, saben cuánto honor hay en ser vencido por ella” (Martí 1991:
303). Henríquez Ureña tiene razón en señalar reparos, porque lo que Co-
sío va a proponerle es algo imposible de lograr. Por eso sigue siendo valioso
hoy. Los elementos que testimonian el plan original (el folleto con el plan
editorial, las cartas con la discusión de los autores a editarse), aún proyec-
tan sobre nosotros su luz.9 Los adverbios de las cartas de Cosío señalan con
claridad la voluntad totalizadora, de imposible generosidad, que anima el

7 La Biblioteca Americana, o Miscelánea de Literatura, Artes i Ciencias, por una Sociedad de


Americanos, t. I, Londres, Imprenta de don G. Marchant, 1823, p. V. Al citar, respeto la
ortografía del original. Para que no quede duda, al prospecto de Bello lo anteceden unos
versos de Petrarca, que cito en mi propia traducción: “hoy es el tiempo de liberar nuestro
cuello del antiguo yugo, y de romper el velo que se había enredado en nuestros ojos”. So-
bre la Biblioteca Americana de Andrés Bello, véase Ramírez 2012: 113-121; Jaksic 2001:
67-71 y dos textos de Pedro Grases: 1981a: 307-314; 1981b: 318-328. Siguen siendo
importantes las páginas dedicadas a este proyecto por Amunátegui 1882: 188-193.
8 Hace falta un estudio concienzudo que enmarque Biblioteca Americana en los pro-
yectos editoriales emprendidos por Henríquez Ureña en sus etapas anteriores. Sobre
las colecciones dirigidas por Henríquez Ureña en Losada, (Henríquez Ureña de Hlito
1993: 136-137). Sobre los intentos anteriores de fundar esta colección en Sur y Suda-
mericana, véase la nota 6 del presente trabajo.
9 Una primera, valiosa aproximación a los datos que ofrece el folleto de presentación de
Biblioteca Americana puede leerse en (Croce 2013: 26-36).
196 Rafael Mondragón

proyecto. Como explica Cosío en su carta del 15 de abril, se trataría de


crear una colección dedicada a “sacar a flote lo mejor que hayan escrito los
hispanoamericanos de todas las épocas y todos los tiempos” (15 de abril);
en su segunda carta, del 30 de mayo, explicita que “nada de lo que han
escrito los americanos debe estar fuera de la colección si alcanza un nivel de
calidad que fijaríamos nosotros, es decir, tú” (30 de mayo). Para matizar la
rotundidad de estas frases, Cosío añade graciosas expresiones coloquiales,
de las que le gustaba utilizar para aderezar sus cartas: “Perdóname si con
ánimo de aclarar mi idea llego a meterme francamente en camisa de once
varas” (30 de mayo).

3. La importancia de lo insignificante

¿Cómo elegir todo lo mejor que los americanos han producido?10 Una co-
lección editorial es también una propuesta de intervención en el espacio
público, que busca visibilizar ciertas obras y saberes, y al tiempo, se orienta
hacia la formación de un gusto, es decir, un temperamento y una sensibi-

10 Ya desde su primera carta, Henríquez Ureña corrige al antiguo discípulo: de realizar


el proyecto, no sólo habría que pensar en los hispanoamericanos; habría que incluir
al Brasil. Cosío inmediatamente responde que, además, hay que darle un espacio a
las expresiones indígenas, proposición que es ampliada generosamente por Henríquez
Ureña. El primer plan es ofrecido por Henríquez Ureña en su carta del 13 de julio
de 1945, e incluye una lista tentativa de 50 autores; a dicha carta se añade un amplio
apéndice, que incluye otra lista con algunos historiadores americanos; otra dedicada a
puntear tres posibles series (Cronistas de Indias, Escritores coloniales y Escritores del
siglo xix); una ficha indicativa de la orientación de la serie Cronistas de Indias; otra con
orientaciones más escuetas para preparar la serie Escritores coloniales; una ficha más
con indicaciones de cómo preparar la edición de los escritos completos de Colón; otra
para preparar la edición de La Araucana. Además, el archivo conserva en este apéndice
una lista razonada y ordenada de los primeros veinticinco títulos que parece más bien
pertenecer a una carta de Henríquez Ureña del 17 de julio a la que Cosío Villegas res-
ponde el 22 de agosto y de la cual no conservamos copia. En este conjunto de apéndices
a la carta del 13 de julio podemos observar la variación en torno del nombre que Henrí-
quez Ureña preferiría para la colección: así, en la ficha dedicada a “Cronistas de Indias”,
el dominicano apunta que “la colección, en su conjunto, podría llevar un gran título
general, como BIBLIOTECA AMERICANA o AMÉRICA, u otro más imaginativo”;
sin embargo, la lista de las primeras veinticinco obras se titula “LA TRADICIÓN DE
AMÉRICA / PRIMERAS VEINTE Y CINCO OBRAS DE LA COLECCIÓN”. En
su carta del 25 de diciembre, Henríquez Ureña repite el nombre “La tradición de Amé-
rica”, y le pregunta a su amigo, entre paréntesis: “¿se llamará así?”. Todavía en la carta de
Henríquez Ureña, del 26 de enero de 1946, el dominicano se refiere a “la colección que
aún no sé si llamarás La tradición de América”. El dominicano se decide por el nombre
“Biblioteca Americana” apenas en su carta del 27 de marzo de 1946
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 197

lidad (Cervantes 2009: 279-298). Detrás de cada propuesta editorial hay


también una política de la lectura. Siguiendo una intuición que Henríquez
Ureña ya ha explorado en su crítica literaria, Cosío aclara desde su segunda
carta, el 30 de mayo, que lo que le importa es la “calidad”, no la “impor-
tancia”. Vale la pena reflexionar sobre esto. En América es común que
algo de enorme calidad haya tenido importancia reducida. Por eso, uno no
puede conformarse con “la repetición cómoda de verdades descubiertas”
(la frase es, otra vez, de Martí 1991: 303). El proceso intelectual america-
no está hecho de discontinuidades, saltos bruscos y regresos inesperados.
La pretensión de representatividad se juega, en nuestra tradición cultural,
de manera diferente a como se acostumbra a jugar en otros lados. La es-
tratificación social, el colonialismo cultural y la violencia han dejado su
huella, y contribuyen a esa producción social del olvido a la que aludíamos
brevemente al inicio de este texto. Guamán Poma de Ayala fue leído por
muy poca gente de su época, y –como dijo Emir Rodríguez Monegal– las
crónicas del siglo xvi son, en cierto sentido, más contemporáneas de Bor-
ges que del siglo xvii (Rodríguez Monegal 1984: 8-15).
Por ello no debe sorprender que en las listas que Henríquez Ureña
comienza a mandarle a su antiguo alumno a partir del 17 de julio de 1945,
abunden nombres de autores desconocidos, muchas veces con una escueta
indicación de “importante” que aún hoy puede provocar perplejidad: a
menudo se trata de escritores que, a la fecha, no han sido editados, o lo
fueron recientemente; que no están en los planes de estudios humanísticos
de nuestras universidades. Tienen “calidad” pero no son “importantes”.
Son, por ejemplo, los poetas mayores de Brasil, que siguen siendo, casi to-
dos, desconocidos en Hispanoamérica; los mejores científicos de los siglos
xviii y xix, ensayistas deliciosos que dibujaron las conchas y animales del
mar Caribe, viajaron por América del Sur y combatieron el prejuicio racial
en nuestro continente (Francisco José de Caldas, Felipe Poey); el primer
investigador moderno de las lenguas indígenas de México (Manuel Orozco
y Berra); una monja mística (la Madre Castillo); un apasionado historia-
dor de la esclavitud en Cuba (José Antonio Saco); tres grandes escritoras
del siglo xix (Gertrudis Gómez de Avellaneda, Clorinda Matto de Turner,
Mercedes Cabello de Carbonera); un joven pensador recientemente falleci-
do (José Carlos Mariátegui)… En la misma carta, Henríquez Ureña aclara
198 Rafael Mondragón

que esta colección no debe pensarse para “eruditos”.11 Esta galería de per-
sonajes extraños no quiere componer un cuadro “representativo” para uso
de los especialistas: por el contrario, sus integrantes han sido elegidos para
despertar preguntas e incitar la curiosidad de la gente común.

4. Una concepción de la cultura

Pedro Henríquez Ureña había regresado de Harvard hacía cuatro años: en


1941 leyó allí las conferencias que darían origen a Las corrientes literarias
en la América hispánica. En ella, como dijo un reseñista de la época, la
literatura había servido de marco para hablar de “la cultura en su sentido
más amplio”.12 Los textos literarios estaban enmarcados en una teoría de la
cultura que veía a ésta como parte de un proceso social.13 Por ello, la am-
plia propuesta de Daniel Cosío Villegas será recibida con gusto por Pedro

11 Así, además de los más conocidos, como Sarmiento, Heredia, Bello, la Avellaneda, Mar-
tí y Darío, la lista del 17 de julio de 1945 incluye, por ejemplo, a la Madre Castillo
(“magnífica”), el científico ilustrado Francisco José de Caldas (“importante”), el chileno
Francisco Núñez de Pineda Bascuñán, Cautiverio feliz (“muy ameno”), los textos cien-
tíficos del cubano Felipe Poey y la Clasificación de las lenguas de México del mexicano
Manuel Orozco y Berra. En la amplia lista del 23 de enero de 1946, además de la rea-
parición de Caldas, la Madre Castillo, Manuel Orozco y Berra y Felipe Poey (Memorias
sobre la historia natural de Cuba), aparecen marcados como muy importantes autores
sólo conocidos en sus tradiciones nacionales, como Fray Gaspar de Villarroel, Gregorio
Gutiérrez González, Florentino Ameghino, Manuel Antonio Segura y Juan Zorrilla de
San Martín. También aparecen recomendados como muy importantes Joaquín García
Izcalbalceta, José Antonio Saco (Historia de la esclavitud) y Manuel Sanguily, y se hace la
apuesta de editar a escritores que en esa época eran recientes, como José Carlos Mariáte-
gui (Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana). En esta última lista destaca la
enorme cantidad de autores de Brasil, de entre los cuales están marcados como muy im-
portantes Fray José de Santa Rita Durão (Caramurú), José Basilio da Gama (Uruguay),
Tomás Antonio Gonzaga, Antonio José Lisboa “O Judeu” (Teatro), Antonio Vieira, José
de Alencar, Machado de Assis, José Bonifacio de Andrada e Silva, Ruy Barbosa, Euclides
da Cunha, Antonio Gonçalvez Dias, Alberto de Oliveira y Olavo Bilac.
12 Para un recuento de las reseñas y polémicas en torno de esas conferencias y de la poste-
rior versión escrita de las mismas, véase (Mondragón 2010: 55-103)
13 Es la culminación de un método práctico presente, al menos, desde 1922, tal y como
lo testifica el expediente sobre Pedro Henríquez Ureña guardado en el Archivo Histó-
rico de la UNAM, en donde están descritas las clases del maestro dominicano, y los
trabajos que preparaban sus estudiantes: todos los estudiantes eran invitados a elaborar
dos trabajos (una investigación de lingüística y otra de literatura, para no separar dis-
ciplinas que deberían practicarse juntas). Pero la amplitud de ambas disciplinas queda
atestiguada por el tipo de temas elegidos por los estudiantes: Samuel Ramos elabora
su historia de la filosofía mexicana; José Gorostiza lee poesía medieval; Daniel Cosío
Villegas trabaja la teoría del honor… Véase la nota 1 del presente trabajo.
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 199

Henríquez Ureña. Desde el 17 de julio de 1945, Henríquez Ureña señala


que lo que importa no es sólo Hispanoamérica, y que hay que incluir a
Brasil; el 9 de enero de 1946, Cosío Villegas añade que se les ha olvidado
incluir obras anteriores al descubrimiento de América, o que, siendo pos-
teriores, sean de fuente indígena. Henríquez Ureña recoge esta observación
con entusiasmo, y en su respuesta del 23 de enero incluye el esbozo de una
serie dedicada a la literatura indígena, que a su vez subdivide en dos partes:
antes y después de la conquista. El gesto intelectual es importante, porque
muestra que la literatura indígena es más que la literatura prehispánica, es
decir, que la cultura indígena no es algo que esté en el pasado en cuanto
época superada: a pesar de la conquista armada, la destrucción sistemática
de sus textos, y la posterior implantación del régimen de explotación colo-
nial, los pueblos mantuvieron su inventiva y su dignidad: se mantuvieron
en cuanto sujetos productores de cultura.
Si es verdad que, como ha propuesto Aníbal Quijano, el racismo fue
un dispositivo implantado en la Colonia para legitimar cierta división so-
cial del trabajo y dibujar con claridad una línea que racializa la domina-
ción, y separa a los dominados de los dominadores; si es verdad que, como
señaló una vez Walter Mignolo, ese racismo ha penetrado nuestra manera
de concebir el arte, la cultura y la literatura, reduciendo esta última a las
obras creadas en lengua española, limitadas a la circulación en el territorio
de un Estado nacional, y transmitidas a través de la escritura, entonces el
gesto de Henríquez Ureña tiene un contenido descolonizador (Quijano
2000: 342-386). Como recuerda Eduardo Matos Moctezuma, éstas son las
mismas épocas en que el crítico dominicano ha terminado de publicar sus
reflexiones sobre la tradición popular indígena. Su interés por los cuentos
populares había sido atestiguado por la preparación de sus Cuentos de la
nana Lupe, en las mismas épocas en que Henríquez Ureña le daba clases al
joven Cosío Villegas. Ya desde las lejanas épocas del Instituto de Filología,
el dominicano se había distinguido por una importante investigación so-
bre los principios de la versificación rítmica, que son fundamentales para
apreciar la poesía popular. Y la Historia de la cultura en la América hispá-
nica, que aparecerá publicada de forma póstuma, inicia con una alabanza
de textos indígenas como el Popol Vuh.14 Por instrucciones del dominica-

14 El inicio del capítulo I de dicho libro reza así: “Treinta años atrás [es decir, aproximada-
mente, en 1917], se habría creído innecesario, al tratar de la civilización en la América
hispánica, referirse a las culturas indígenas. Ahora con el avance y la difusión de los
estudios sociológicos e históricos en general, y de los etnográficos y arqueológicos en
200 Rafael Mondragón

no, Daniel Cosío Villegas contactará al historiador peruano Jorge Basadre,


quien descubrirá ante los dos amigos las obras de Guamán Poma de Ayala,
Juan de Santa Cruz Pachacuti y Titu Cusi Yupanqui (DCV a PHU, 6 de
mayo de 1946). Así, en el proyecto inconcluso de Biblioteca Americana
aparecen los nombres de esos grandes traductores y mediadores entre len-
guas y culturas que fueron los escritores de raigambre indígena en la época
colonial. Así también, se desdibuja la concepción clásica de las historias de
la literatura, que partían de la unidad de la lengua nacional, correlato de la
unidad de la raza que habita el Estado-nación y se expresa en su literatura;
y aparece un cuadro rico y conflictivo de lenguas y tradiciones: el proceso
social de una colectividad compleja en busca de su propia dignidad.

5. Un horizonte problemático

¿Qué significa leer desde la realidad histórica que dio origen a nuestros tex-
tos? A partir del debate convocado por Roberto Fernández Retamar en los
años 70, se ha hecho común hablar de la necesidad de construir una “teoría
literaria latinoamericana”.15 En contraste, los maestros de la primera mitad
del siglo xx eran poco afectos a escribir teoría pura: preferían reflexionar a
partir de ejemplos concretos. La teoría literaria de Pedro Henríquez Ureña
no fue explicada con claridad en un solo texto, pero está allí, presente en
una manera de leer, escenificada en una multitud de críticas puntuales.
Para saber cómo entendía él nuestra literatura, uno tiene que prestar aten-
ción a la manera en que está leyendo.

particular, se piensa de modo distinto” (Henríquez Ureña 1947: 10). A la reflexión


sociológica e histórica sobre las “altas culturas” en América le sigue una enumeración
de los textos literarios mayas conservados y dignos de estudio: el Popol Vuh, el Rabinal
Achí, los Anales de los Cakchiqueles y los libros de Chilam Balam, en el caso maya (Hen-
ríquez Ureña 1947: 15). Como se puede ver, hay una continuidad entre esta enumera-
ción y la propuesta editorial que presentará la Biblioteca Americana. Sólo en esta época
logra Henríquez Ureña una primera aproximación a un tema que le interesaba desde
hacía mucho: ya el programa del curso de literatura argentina y americana dictada por
el dominicano en el Instituto Nacional del Profesorado argentino, en 1925, dedicaba
un inciso a recuperar los “datos que existen sobre las letras en las civilizaciones indíge-
nas” (véase el documento en Barcia 1994: 279-282).
15 Aludimos aquí a los famosos textos de Fernández Retamar, hoy recogidos en (Fernán-
dez Retamar 1995). Para un diagnóstico de este debate y sus proyecciones actuales,
remitimos a Raúl Bueno y Grínor Rojo (Bueno 1991 y Rojo 2013)
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 201

En su primera carta, Cosío Villegas había invitado al antiguo maestro


a crear una colección donde cupieran todos los géneros: “historia, novela,
poesía, ensayo, teatro, ciencia inclusive”. Para responder a esa propuesta, el
crítico dominicano imagina subcolecciones que reunirán cosas que pare-
cen distintas: en lugar de agrupar los textos en subcolecciones de narrativa,
de historia o de ciencia, Henríquez Ureña propone ejes problemáticos que
se convertirán en claves de lectura para pensar de otra manera nuestra
tradición literaria.
El primero de estos ejes es llamado por Henríquez Ureña “vida y fic-
ción”. Según explica en la misma carta, en él van reunidas las novelas, los
cuentos, los artículos de costumbres y las memorias que dan fe de la vida
social. Ello quiere decir que, en lugar de separar historia y literatura, Hen-
ríquez Ureña quiere averiguar cómo lo social es figurado a través del acto
de recordar, describir, narrar y ficcionar. La vida no es algo distinto de la
ficción. La memoria es ficción y es vida. Sabemos lo que ha sido nuestra
vida en colectivo porque nos hemos hecho capaces de narrarlo.16
El segundo eje es el único que pasó al proyecto publicado. Su nombre
es “pensamiento y acción”. A decir de Henríquez Ureña, en él irán juntos
pensadores, filósofos, políticos, oradores, ensayistas, periodistas, críticos de
arte y de literatura. De esa manera, el maestro propone un orden de los li-
bros que incide en el debate por la caracterización del pensamiento latinoa-
mericano, que por aquellas fechas comenzaba a tomar fuerza en los escritos
de José Gaos y Francisco Romero. Nuestros pensadores no han sido nunca
“filósofos puros”, y la mejor manera de leer lo que pensaron es preguntar
qué querían lograr con esos textos. El pensar en América ha tenido muchas
veces un carácter proyectivo y una acentuada vocación pública. Campos
aparentemente ajenos como la crítica literaria, el periodismo, la política y
la filosofía normalizada en realidad son parte de un esfuerzo común: parti-
cipan del mismo deseo por transformar la vida colectiva.17

16 Entre los textos que Henríquez Ureña propone como muy importantes para esta sec-
ción, están los Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales, Una excursión a los indios
ranqueles de Lucio V. Mansilla, María de Jorge Isaacs, Recurdos de provincia de Sar-
miento, Tradiciones peruanas de Ricardo Palma y alguna obra de Alberto Blest Gana,
José Joaquín Fernández de Lizardi, Manuel Gutiérrez Nájera, José de Alencar y Joaquín
María Machado de Assis.
17 Entre las obras anotadas por Henríquez Ureña como muy importantes se encuentran
el Facundo y los Viajes de Sarmiento, la Moral social y los escritos de crítica literaria de
Hostos, la Filosofía del entendimiento, los estudios críticos, la Gramática y la Ortología y
métrica de Andrés Bello, la Memoria sobre la historia natural de Cuba de Felipe Poey, los
discursos y artículos de Justo Sierra, los Diálogos sobre la historia de la pintura en México
202 Rafael Mondragón

El tercer eje guarda estrecha relación con el primero. Su nombre es


“historia y biografía”. Como bien lo mostró Sarmiento en su biografía de
Juan Facundo Quiroga, la reflexión sobre la experiencia de una vida mu-
chas veces se convierte en el descubrimiento de claves ocultas que permiten
comprender de otra manera nuestros procesos históricos. Ello quiere decir
que el saber historiográfico aquí se ha conformado de manera especial, y
no puede pensarse por separado de una consideración del valor heurístico
de la experiencia de sujetos concretos.18
Así, Pedro Henríquez Ureña ofrece coordenadas para pensar de otra
manera lo que Carlos Rincón llamará después el problema del cambio his-
tórico de la noción de literatura: la cultura, en su más amplio sentido, es un
proceso social en donde los problemas de la vida diaria llevan a configurar
de especial modo las relaciones entre historia y experiencia, prácticas del
pensar y vocaciones del actuar, artes de la vida y artes de la ficción.19
De esa manera, antes de morir, Pedro Henríquez Ureña crea un arco
para integrar en una sola colección la ciencia, la historia, la literatura,
el pensamiento y la reflexión sobre la sociedad, tal y como se lo había
propuesto Daniel Cosío Villegas: pero también imagina una serie de pre-
guntas, cuya respuesta aún no terminamos de elaborar, que permiten leer
juntos esos saberes que parecían estar aislados; textos distintos pueden ser
leídos uno después de otro, como capítulos de una sola historia, integran-
tes de un único proceso.

de José Bernardo Couto (en edición anotada por Manuel Toussaint) y la Clasificación de
las lenguas indígenas de México de Manuel Orozco y Berra (con sus sucesivos borradores
y un estudio preliminar de algún lingüista especialista en lenguas indígenas, quizá nor-
teamericano, que hable de la importancia de esta obra). Además se señala como muy
importantes los siguientes autores: Alberdi, Manuel González Prada, Juan Montalvo,
Rufino José Cuervo, José Enrique Rodó, Simón Bolívar, Enrique José Varona, José Mar-
tí, Ignacio Ramírez, Florentino Ameginho y los brasileños José Bonifacio de Andrada
e Silva, Ruy Barbosa y Euclides da Cunha. El Facundo llevará a una pequeña discusión
entre los dos amigos, porque podría ser ubicado también en “historia y biografía”.
18 Entre los títulos marcados por Henríquez Ureña como muy importantes están la His-
toria de Belgrano y de la independencia argentina y la Historia de San Martín y la
emancipación sudamericana de Mitre, la Historia de la república argentina de Vicente
Fidel López, la Campaña del Ejército Grande de Sarmiento, Un decenio de la historia
de Chile de Diego Barros Arana, y la Historia universal, la Historia de México para
niños, la Evolución política del pueblo mexicano y Juárez, su obra y su tiempo de Justo
Sierra. Además se señala como muy importante a Joaquín García Icazbalceta.
19 Véase Carlos Rincón, El cambio de la noción de literatura y otros estudios de teoría y
crítica latinoamericana, Bogotá, Colcultura, 1978.
Pedro Henríquez Ureña y la Biblioteca Americana 203

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Opacidad, disciplina, latinoamericanismo

Fernando Degiovanni
City University of New York, Graduate Center

Entender el impacto de los conflictos bélicos europeos de fines de la década


de 1930 y comienzos de la de 1940 en la configuración del latinoamerica-
nismo académico –particularmente en su rama literaria– es todavía una ta-
rea pendiente para la crítica. El cierre del Centro de Estudios Históricos de
Madrid a raíz del estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939), por
un lado, y la consolidación de Hitler en el poder, por otro, crearán una de
las coyunturas más consecuentes para la historia la disciplina a lo largo del
siglo xx. Ambas circunstancias son inseparables del rol que Estados Unidos
desempeñó en esos años como espacio político y académico privilegiado
de articulación de los frentes antitotalitarios. De hecho, la emigración de
un nutrido grupo de docentes e investigadores españoles a Estados Unidos
justo en el momento en que el gobierno de Franklin D. Roosevelt defen-
día la necesidad de mantener a América Latina dentro su área de influen-
cia geopolítica frente a los avances del fascismo en la región, definirá de
modo estratégico el funcionamiento del campo en las universidades nor-
teamericanas durante varias décadas. A diferencia de lo ocurrido con los
intelectuales judíos alemanes (Krohn 1993), la inserción de los filólogos
peninsulares en centros de educación superior de los Estados Unidos estará
mediada en ese período por una agenda específica: la defensa del discurso
panamericanista –reorientado desde 1933 bajo la rúbrica de la Política del
Buen Vecino– y la ampliación del programa de cooperación hemisférica.
En este trabajo me propongo abordar el modo en que la cooptación de los
intelectuales antifranquistas por parte de la política panamericanista alte-
raría la estructura del campo de los estudios sobre América Latina existente
en Estados Unidos y el propio continente, promoviendo paradójicamente
la consolidación de una disciplina de perfil antidemocrático, sostenida en
un relato de disciplinamiento social y cultural modelado en la autoridad
histórica de España.
El desarrollo de una política académica destinada a la reconstitución
de la hegemonía cultural española en sus excolonias había sido una preocu-
pación central del proyecto regeneracionista surgido después de la Guerra
206 Fernando Degiovanni

Hispano-Cubano-Norteamericana de 1898. En el marco de la Junta de


Ampliación de Estudios y, en particular, desde el Centro de Estudios His-
tóricos, Ramón Menéndez Pidal pensaría un programa de “acción cultural
española” en el exterior encabezado por algunos de sus discípulos: Nueva
York y Buenos Aires serían los otros dos vértices de un triángulo construi-
do desde Madrid (Degiovanni 2010). La llegada de Federico de Onís a la
Universidad de Columbia en 1916 –dos años después de la inauguración
del Canal de Panamá– representaría el primer episodio de este proyecto; la
fundación del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires en
1923, cuyos directores más importantes fueron Américo Castro y Amado
Alonso, constituiría su segunda instancia institucional. Con el estallido de
la Guerra Civil y la expansión del fascismo, Castro y Alonso –así como otros
intelectuales (Navarro Tomás, Jorge Guillén, Pedro Salinas)– convergirán
eventualmente en los Estados Unidos para asumir puestos de docentes de
español; esto daría al exilio norteamericano un perfil que lo distinguiría
fuertemente de lo ocurrido en otros países de América Latina –México es
un caso paradigmático en este contexto– donde la reinserción del exiliados
no pasaría centralmente por la enseñanza filológica (Faber 2002).
Desprendidos del aparato institucional español, y en una suerte de
misión diplomática autoconstituida, los emigrados tomarían como res-
ponsabilidad prolongar el programa académico del Centro de Estadios
Históricos como modo de respaldar una visión de la cultura española en
disolución; esparcidos por varios países del hemisferio, definirían en cada
caso una estrategia ajustada a las circunstancias locales tanto en los mo-
dos de agenciamiento como de intervención intelectual: si los exiliados
en México se acomodarían a la idea del intelectual puro, aislado de toda
intervención gubernamental, trabajando en un espacio “liberado” de las
circunstancias políticas inmediatas como la Casa de España o el Colegio
de México –posición que les exigiría el estado mexicano para aceptarlos
como refugiados (Faber 2002: 20)–, la Política del Buen Vecino requirió
una activa proyección fuera de los claustros. La concreción de un programa
de docencia e investigación hispanocéntrica en los Estados Unidos debería
enfrentarse, en ese sentido, con un horizonte político y cultural doblemen-
te paradójico: los emigrados esperarían realizar en el país responsable de la
derrota final de la España imperial en 1898 sus ideales regeneracionistas; al
mismo tiempo, los intereses hegemónicos de los Estados Unidos en Amé-
rica Latina, definidos por esa misma derrota, los forzaría a actuar como
representantes de un programa de ampliación de los saberes e influencias
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 207

sobre la región. En este contexto, deberían alejarse de una postura fetichi-


zada en torno al rol de los intelectuales como sujetos separados del mundo
de los negocios, la política o el trabajo.
En esta batalla por la reorientación de los dominios disciplinarios,
Américo Castro ocuparía desde su inserción definitiva en la academia nor-
teamericana en 1937 –primero en Wisconsin y Texas (1937-1940) y luego
en Princeton (1940-1953)– el papel de principal administrador del pro-
ceso de reconfiguración del campo en el marco de la política antifascista
que demandaba la Política del Buen Vecino. En un contexto universitario
permeado por la lucha antitotalitaria, Castro se convertiría rápidamente
en asesor de organizaciones públicas y privadas involucradas en la expan-
sión de los intereses norteamericanos en la región. Frente a hispanistas
largamente asentados en Estados Unidos, pero que no habían llegado al
país como exiliados políticos (Federico de Onís, por ejemplo), el lugar de
Castro como representante de la causa aliada le otorgaría un peso central
en el proyecto. Además de exembajador en Berlín de la República Española
y exiliado del régimen franquista, Castro contaba con sólidos antecedentes
en la articulación de programas de relaciones culturales peninsulares con
América Latina. En efecto, su llegada a los Estados Unidos se ubicaba en el
final de un período de casi dos décadas de intenso interés por los asuntos
hispanoamericanos, que se manifestó en el rol de promotor de una polí-
tica española en el exterior articulada en torno a la Oficina de Relaciones
Culturales, en su propia actividad como director y docente del Instituto de
Filología de la Universidad de Buenos Aires (1923) y de otras universida-
des latinoamericanas, en la fundación de la sección hispanoamericana del
Centro de Estudios Históricos de Madrid (1933), donde también colaboró
con su órgano, la revista Tierra Firme, y en el estudio de diversas problemá-
ticas lingüísticas y literarias latinoamericanas cuyos resultados publicó en
medios especializados y periodísticos (La Nación de Buenos Aires y Excel-
sior de México) por décadas. Por último, pero no de menor importancia,
era el hecho de que hubiera nacido accidentalmente en el Estado de Río de
Janeiro, ya que una vez revocado su pasaporte español reclamaría la ciuda-
danía brasilera, y ese hecho le permitiría presentarse como latinoamericano
a los ojos del gobierno de Roosevelt (Bernabéu 2002).
Una vez clausurado el Centro en 1936, Castro no permanece, sin em-
bargo, en la península para asumir un rol activo en tareas de agitación y
propaganda como otros intelectuales republicanos. En privado, de hecho,
no tardaría mucho en distanciarse de la causa republicana, reclamando
208 Fernando Degiovanni

para sí una posición ideológicamente neutra, ligada a un funcionariado sin


anclaje partidario, lo que lo situaría entre los sectores más conservadores
del grupo de exiliados. Así lo comenta a Amado Alonso: “Todo el mundo
sabe que he sido un republicano in genere, sin filiación de partido, y que
la República fue para mí una ocasión para servir a la cultura de mi país,
y nada más”.1 Castro sale de España en 1937 con destino a la Argentina,
pero decide abandonar Buenos Aires a los cuatro meses de llegado para ra-
dicarse definitivamente en los Estados Unidos. Su traslado está motivado,
de hecho, por las amplias oportunidades que ofrecía entonces la Políti-
ca del Buen Vecino en el ámbito académico – oportunidades que él mis-
mo había podido comprobar en una estadía anterior en Estados Unidos
(1928), donde había promovido una mayor colaboración entre los centros
más importantes del hispanismo para el Centro de Estudios Históricos:
Nueva York y Buenos Aires.2 Las cartas de Castro a Alonso constituyen
textos decisivos para observar de cerca las batallas por la reorientación de
la disciplina en el contexto norteamericano, así como las demandas de
un proyecto geopolítico en busca de recursos humanos para consolidar
sus objetivos. Por su correspondencia puede saberse, por ejemplo, que la
oferta de trabajo que le hace la Universidad de Texas (recibida apenas des-
pués de radicarse en Madison), estaba acompañada del compromiso de
enseñar precisamente “literatura sudamericana”,3 y esa oferta se producía
justamente el año después de que comenzara la publicación del Handbook
of Latin American Studies y en el mismo año en que la propia biblioteca de
Texas había adquirido la gran colección García Icazbalceta, decisiva para la
ampliación de materiales bibliográficos disponibles en Estados Unidos so-
bre la región (Salvatore 2006: 60-61). Una vez iniciada la Segunda Guerra
Mundial, Castro vuelve a señalar a Alonso la “coyuntura latino-americanis-
ta”4 imperante en la academia norteamericana de entonces, así como de las
presiones a que se ve sometido debido a la expectativa de que los exiliados
españoles fueran activos promotores de las políticas de Washington tanto a
nivel docente como de gestión.

1 Américo Castro a Amado Alonso, 1 de octubre de 1937. Todas las citas de las cartas de
Castro provienen del archivo de Amado Alonso, depositado en el Centro de Documen-
tación de la Residencia de Estudiantes de Madrid.
2 Américo Castro a Amado Alonso, 18 de diciembre de 1928; 9 de enero de 1929; 18 de
febrero de 1929.
3 Américo Castro a Amado Alonso, 5 de junio de 1937.
4 Américo Castro a Amado Alonso, 12 de julio de 1940.
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 209

En su correspondencia privada, Castro lamenta y rechaza tener que


participar en la expansión del latinoamericanismo panamericanista. Pero
lejos de oponerse públicamente a estas iniciativas encuentra en la “coyun-
tura latino-americanista” una oportunidad para llevar a cabo la tarea de ad-
ministración general del hispanismo que el Centro de Estudios Históricos
había planeado y realizado sólo parcialmente desde su fundación. En este
sentido, Castro no duda en intervenir activamente como agente regula-
dor y negociador de posiciones de poder en la disciplina, incrementando
la presencia y colaboración de otros españoles en ella. Así, por ejemplo,
a comienzos de 1939, cuando invita a Alonso a dar un curso de verano
en Texas le hace saber que “[l]a Universidad de Texas, para eso de Latin
America [sic], representa a todos los EEUU”, y le recuerda que su venida
puede justificarse porque Alonso, ahora ciudadano argentino y profesor
de la Universidad de Buenos Aires, puede pasar como latinoamericano
y latinoamericanista. Por si no fuera claro el sentido político de su nom-
bramiento le recuerda: “Viene V. como representante de la Argentina, lo
mismo que va a venir lo mejor del Brasil, e iba a venir Reyes”.5 Y a fines
de 1939, cuando Alonso está preparando sus cursos para Texas, lo instru-
ye, en tono defensivo y sin tapujos, en torno a cuál debía ser el punto de
vista a adoptar frente al latinoamericanismo universitario local, de modo
que su intervención no represente una “pérdida” para España: “[a]quí em-
piezan a querer ocuparse de literatura de Hispano América [sic] dándole
de lado a lo español, cosa absurda como les digo. Hoy más que nunca la
literatura de ese continente es inseparable de lo español. Insista en su curso
en el paralelismo y la conexión literaria –hoy también intelectual– entre
ambos mundos”.6 La campaña contra lo “absurdo” de “dar a un lado a lo
español” para “eso de Latin America [sic]” significaba rechazar la mirada
sobre el continente que el panamericanismo académico había comenzado
a promover desde comienzos de siglo xx a través de sus más activos repre-
sentantes: Jeremiah Ford y Alfred Coester. Para ellos, la enseñanza de la
literatura latinoamericana –entendida como fuente de datos para entender
el “carácter” de los países “vecinos”– no suponía un interés simultáneo por
el pasado español (Coester 1916). Al mismo tiempo, el señalamiento de la
“inseparabilidad” de la literatura española e hispanoamericana en el caso
de Castro no implicaba promover un diseño institucional en el que las dos

5 Américo Castro a Amado Alonso, 2 de enero de 1939; el subrayado es mío.


6 Américo Castro a Amado Alonso, 6 de diciembre de 1939.
210 Fernando Degiovanni

áreas de saber ocuparan una posición equivalente: en su lugar, pugnaba por


salvaguardar la primacía de la enseñanza y la investigación de la literatura
española amenazada en el nuevo contexto académico.
Pero las demandas de la Política del Buen Vecino no sólo comprendían
cuestiones de organización curricular. También se propondrían utilizar a los
exiliados como informantes y asesores de organizaciones públicas y priva-
das norteamericanas. En el marco de una posible intervención alemana en
la región, Washington esperaba que los filólogos españoles operaran como
agentes de presión sobre organizaciones latinoamericanas y promovieran los
intereses aliados en la guerra, preparando informes, seleccionando personal
afín y atendiendo requisitorias oficiales y privadas. Así, en 1940, la División
de Cooperación Intelectual de la Unión Panamericana publicó un ensayo
de Castro titulado “On the Relations between the Americas”, primer trabajo
de su serie Points of View, financiada por la División de Humanidades de la
Fundación Rockefeller, en el que se dirigió simultáneamente a representan-
tes del Estado y las fundaciones privadas sobre el tema.7 A poco de llegar
a los Estados Unidos, Castro es también nombrado consejero de la Fun-
dación Guggenheim para becarios de América Latina y desde esa posición
controlará las líneas de investigación sobre la región.8 En relación a esos
compromisos, desde Princeton le comenta a Alonso: “No hay semana que
no venga aquí alguien, más o menos de Washington, a hablarme de cosas
‘Latin American’. Les digo que qué [...] apoyo va a tener de la opinión liberal
hispanoamericana si ven que los EEUU no quieren defenderse a sí mismos.
El único lazo que resta es el del dinero que suelten éstos, mientras puedan.
En lo demás, mostrar riñones serviría más eficazmente que todo lo que V.,
yo y mil más estamos haciendo para estrechar lazos [...]”.9 Y cinco años más
tarde, en 1946, cuando el propio Alonso llega desde Buenos Aires a Harvard
expulsado de la universidad peronista, le recuerda que su nuevo puesto asig-
na un lugar específico a los intelectuales antifascistas: como sucesor de Jere-
miah Ford, le señala, “[e]stá V. ahí ahora, haciendo obra de buen amigo”10.
Pero la anuencia con estos compromisos no significará una aceptación
pasiva de sus presupuestos. Castro buscará priorizar su visión del hispanis-
mo y, en última instancia, reimponer la interpretación de que la cultura la-

7 Pamphlets on Inter-American Topics, 1940-1945 (Washington: Various Publishers,


1940-1945): iii. Princeton University Libraries Microfilm, 1989.
8 Américo Castro a Amado Alonso, 28 de mayo de 1938.
9 Américo Castro a Amado Alonso, 31 de octubre de 1941.
10 Américo Castro a Amado Alonso, 15 de octubre de 1945
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 211

tinoamericana es un producto subordinado de la peninsular. Su estrategia


consistía en sumarse a la vasta empresa de saber promovida por los Estados
Unidos en relación a América Latina después de la apertura del Canal de
Panamá (Salvatore 2006). La necesidad de reajustar los términos de la dis-
ciplina en un sentido favorable a los intereses del hispanismo peninsular
será visible en la producción intelectual de Castro desde 1940. No es casual
que los dos primeros libros que escribe después de su inserción a la acade-
mia norteamericana estén relacionados con América Latina: Iberoamérica:
su presente y su pasado (1941), publicado en la colección de libros de texto
universitarios de Dryden Press, y La peculiaridad lingüística rioplatense y su
sentido histórico, aparecido en las actas del Segundo Congreso del Institu-
to Internacional de Literatura Iberoamericana reunido en Los Ángeles en
1940, y en Buenos Aires (1941). Ambas obras obedecen a un fuerte interés
por reorientar la dirección del campo en un momento clave de expansión
disciplinaria puesta en marcha por los Estados Unidos.11
Iberoamérica… es un manual destinado a estudiantes universitarios de
lengua y literatura española que resulta de la creciente expansión de la
oferta pedagógica y editorial que se inicia en los Estados Unidos después
de la apertura del Canal de Panamá y tiene un nuevo auge hacia finales
de los años 1930 con la Política del Buen Vecino. Parte de la serie Modern
Language Publications de Dryden Press, el texto –que tendrá varias redi-
ciones (1943, 1946, 1949)– muestra desde sus primeras páginas el reto
que significa compatibilizar una agenda hispanocéntrica con los objetivos
del Panamericanismo. Las cartas de Castro no ocultan el oportunismo de
su intervención: es la necesidad de “sacar partido” de la situación es lo
que lo lleva a escribir ese “librejillo”, esa “cosuca” y también lo que llama
“una tontería que me ha quitado dos meses”,12 pero que resulta esencial
para intervenir en los debates disciplinarios del momento y posicionarse
en un mercado universitario donde se juega la formación de estudiantes
con intereses en la política y la economía hemisféricas. Castro abrazará en
el libro los contenidos de la Política del Buen Vecino para promover, desde
allí, una nueva interpretación de la cultura hispánica y de su lugar en la
academia norteamericana.
Por un lado, Iberoamérica… participa abiertamente de la retórica de
la “cooperación” y los “lazos” promovida por las instituciones oficiales y

11 Por razones de extensión, me centraré aquí sólo en el análisis de Iberoamérica....


12 Américo Castro a Amado Alonso, 28 de febrero de 1941.
212 Fernando Degiovanni

privadas de los Estados Unidos. Castro propone a sus lectores un texto


capaz de develar el “carácter de las gentes iberoamericanas” así como al-
gunas soluciones a “problemas” básicos de la región (Castro 1941). Desde
el comienzo el libro retoma las premisas de las políticas de conocimiento
de Estados Unidos hacia América Latina implementadas desde la Guerra
Hispano-Cubano-Norteamericana. Así postula que “[s]ólo conociendo las
profundas distancias que separan a ambas Américas se podrá establecer
entre ellas una corriente de simpatía y de respeto mutuos” (Castro 1941:
2), y agrega que “[l]a cooperación entre las dos Américas sólo será posible
sobre esta base. Cualquier forma de coordinación y de armonía es más efi-
caz que la ignorancia y el desdén recíprocos” (Castro 1941: 173). En este
sentido, la comprensión y el entendimiento cultural se proponen fundar
un relato de igualdad hemisférica: esto implica señalar que los latinoameri-
canos no son “inferiores” sino simplemente “distintos” (Castro 1941: 58).
En su manual, Castro también participa de otros tópicos centrales del
Panamericanismo que corresponden a políticas contemporáneas de Esta-
dos Unidos. Insiste, por ejemplo, en la necesidad de mejorar y ampliar
las comunicaciones en el continente con el propósito de afianzar la inte-
gración regional. Este reclamo debe leerse en paralelo con el lanzamiento
de proyectos ligados al incremento de las redes de circulación y contacto
hemisféricas por tierra y por aire tales como la Autopista Panamericana y
Pan Am Airways. De modo muy específico, el libro se piensa como parte
de una pedagogía destinada a forjar “viajeros” a la región: empresarios,
funcionarios y turistas. El alumno norteamericano se configura dentro de
este discurso como potencial visitante a diversos países del continente. Esta
dimensión se hace patente en referencias dialectológicas que contiene el
libro, tales como las que indican que en Argentina “el español vulgar ha
sufrido muchas influencias italianas, que … la hacen difícil para el recién
llegado” (Castro 1941: 94; el subrayado es mío); o en la indicación de que
“[e]l viaje desde Barranquilla a Bogotá, siguiendo el curso del Magdalena,
requiere nueve días; muchos utilizan aeroplanos, que pertenecen a empresas
extranjeras” (Castro 1941: 117-118; el subrayado es mío). O cuando indi-
ca que en Machu Picchu “[c]obra creciente importancia el turismo, atraído
por los monumentos de las antiguas civilizaciones”; allí, concluye Castro
uniendo capital económico y capital cultural:“la tradición de belleza es un
tesoro tan importante como el de las riquezas materiales” (Castro 1941:
113-114; el subrayado es mío). Por último, el libro también incluye un
extenso apéndice titulado “Some Additional Information”, firmado por
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 213

Frederic Ernst, el director de la serie editorial de Dryden Press, donde


se presentan cuadros y gráficos provistos nada menos que por la Foreign
Policy Association con datos de población (demográficos y raciales), pro-
ducción y comercio (con cifras relativas a importaciones y exportaciones)
de cada país latinoamericano; también se incluye información sobre clima,
conformación territorial, principales ciudades y educación. La numerosas
fotografías que acompañan el texto forman parte de una de las más origi-
nales tecnologías de representación puesta en funcionamiento por los Esta-
dos Unidos en su intento de dar mayor visibilidad y objetividad a su relato
de posesión de América Latina y construir un inmenso archivo visual del
continente a disposición del capitalismo corporativo y de los grandes me-
dios de comunicación (diarios y revistas).
Pero quizás el aspecto más decisivo del texto de Castro sea la manera
en que trabaja el discurso del “entendimiento” hemisférico como tópico
clave para otorgar centralidad a la historia y la cultura españolas en las
formas de transacción simbólica entre Estados Unidos y América Latina.
Iberoamérica… se presenta, en muchos sentidos, como una intervención
sobre la noción misma de “entendimiento” –como saber y como pacto–
puesta en circulación por el Panamericanismo. Antes que afirmar la “posi-
bilidad” de comprensión, Castro hace de la “dificultad” de entendimiento
uno de temas recurrentes de su libro. El presupuesto de transparencia que
asegura la acumulación y circulación de información sobre la región son
cuestionados una y otra vez en Iberoamérica... De hecho, es la opacidad
de la relación gnoseológica lo que aparece como tema decisivo dentro de
la pedagogía instrumental que sostiene el libro, sobre todo a partir de su
articulación desde un punto de vista estrictamente lingüístico. Para los es-
tudiantes norteamericanos, escribe Castro, “es difícil comprender la historia
pasada y el modo de ser actual de los países americanos. Aunque se lleguen
a conocer las lenguas española y portuguesa siempre quedará una inmensa
distancia entre la América anglosajona y la hispanoportuguesa” (Castro
1941: 2; el subrayado es mío). Castro apunta en este sentido contra el
paradigma dominante en los manuales de enseñanza de la lengua españo-
la, que priorizaban el abordaje de cuestiones contemporáneas, así como
el aprendizaje de modos de interacción coloquial con sujetos locales.13 Al
mismo tiempo, cuestiona el uso de la producción literaria reciente del mo-

13 Cf., por ejemplo, Fuentes, Ventura; François, Victor E. (1917): A Trip to Latin America
(In Very Simple Spanish), New York: Holt; Albes, Edward; Warshaw, J. (1917):Viajando
por Sud America, New York: Holt.
214 Fernando Degiovanni

dernismo y del regionalismo como fundamento privilegiado para la lectura


de la región. Si bien indica que la literatura permite “aprender mucho
sobre la sensibilidad suramericana” (Castro 1941: 140), ya que “enseña
sobre la vida y el carácter hispanoamericanos” (Castro 1941: 154), subraya
la dificultad que estas dos estéticas presentan a la hora de transmitir la
“información” que demanda la política panamericana y tematiza el fracaso
mismo que supone la operación traductora que se espera de estos materia-
les. Hablando de poemas de Lugones, por ejemplo, Castro apunta que será
necesario “hacer comprensible algunas de ellas por medio de resúmenes
en prosa” (Castro 1941: 137); de Darío, por ejemplo, subraya que “[l]a
complicación del lenguaje impide dar más muestras del estilo del poeta”
(Castro 1941: 134); hablando de Doña Bárbara escribe que “no puede
citarse lo mejor de la descripción, por la dificultad de su lenguaje” (Castro
1941: 155; el subrayado es mío); al comentar Don Segundo Sombra anota
que “[l]a obra ofrece el obstáculo de muchas palabras del campo argentino,
que el lector de fuera no comprenderá. Eso da sabor al estilo, pero reduce
el alcance” (Castro 1941: 159). La construcción de una comunidad lectora
hemisférica a partir de la adquisición de una segunda lengua tropieza así
con sus propias promesas de igualdad y accesibilidad.
La cuestión de la opacidad gnoseológica sólo puede, para Castro, sal-
varse con el estudio del pasado –fuera de la estricta pedagogía lingüística y
dentro de la histórica–: la “historia presente [de los países iberoamericanos]
–escribe– es incomprensible si no se relaciona con la de su período español,
y por lo tanto con la historia de España” (Castro 1941: 8). La empresa
de conocimiento puesta en marcha por los Estados Unidos fracasará sino
subraya la conexión temporal que el título del libro reafirma: Iberoamérica:
su presente y su pasado. Castro sugerirá, más precisamente, que la historia
colonial es esencial para la política norteamericana desde el punto de vista
de lo que un viejo imperio con experiencia en la zona podía ofrecer a los
agentes de un nuevo imperio. No se trataba, en este sentido, de un saber
destinado a la acumulación de información sobre un período “muerto”
para la administración del presente. Maestra de la colonialidad latinoame-
ricana, España podía ofrecer un cúmulo de lecciones sobre los principios
de autoridad y disciplina con que había dominado esas regiones por siglos
– principios sepultados luego por políticas adversas, en su opinión, al de-
sarrollo económico, sobre todo las implementadas por los gobiernos surgi-
dos de las luchas independentistas. En esta conquista del norte hacia el sur,
la realización del programa de “cooperación” y “entendimiento” vería la
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 215

utilidad de los dispositivos coercitivos del imperio para la experiencia con-


temporánea: “La dominación de aquellas magníficas tierras va relacionada
con ciertos actos de indisciplina, cuyo conocimiento sirve para comprender
bastantes aspectos del carácter iberoamericano, antes y ahora” (Castro 1941:
30; el subrayado es mío).
Para Castro, el elemento más singular y notorio que introdujeron es-
pañoles y portugueses en las colonias había sido la noción de autoridad,
asociada a la monarquía: la república aparece en Castro como representa-
ción literal de la barbarie. Republicano exiliado, insistirá una y otra vez
en Iberoamérica… – como lo hará simultáneamente en La peculiaridad…
– en defender las formas autoritarias de poder monárquico y clerical en los
dominios ultramarinos. Castro califica a la monarquía española en Améri-
ca como “la única fuerza ideal” que había mantenido compacto el imperio
(Castro 1941: 83). Repetidamente subraya la importancia de la mística real
como método efectivo de subyugación política y cultural. No dudará, en
este sentido, en justificar la implementación de severas formas de control y
disciplinamiento utilizados en antiguas posesiones imperiales. Así, opone
el régimen benevolente de los conquistadores al gobierno abominable de
los aztecas: Castro presenta a los españoles como sujetos de “extraordinaria
sensibilidad para el arte y para lo majestuoso; por ese motivo aspiraron a
remplazar con edificios cristianos y señoriales aquellos templos erigidos
para la bestialidad sangrienta y la antropofagia” (Castro 1941: 21-22). El
éxito de la conquista se debió, concluye, “al heroísmo y a la resistencia de
unos pocos hombres extraordinarios” (Castro 1941: 36).
El progreso social y cultural dependía para Castro de la presencia de
una elite fuerte capaz de administrar sin obstáculos el cuerpo social. Así,
mientras la colonia aparece en Iberoamérica… como una época de esplen-
dor, la emancipación se presenta literalmente como una caída. Con res-
pecto a México, por ejemplo, apunta: “Los españoles los habían tratado
[a los mexicanos] como menores de edad, capaces de hacer grandes cosas
estando bien dirigidos; entregados a sí mismos no supieron alzar nuevas y
magníficas ciudades, ni reorganizar la minería ni la producción agrícola”
(Castro 1941: 122). En el caso de Venezuela, por ejemplo, Castro señala
que su pasado “fue difícil … No surgieron grandes ciudades, ni hubo un
virreinato que disciplinara a los indígenas y a los criollos” (Castro 1941:
120; el subrayado es mío). En su opinión, “cuando la monarquía y la no-
bleza españolas se vaciaron de fuerza y de prestigio a comienzos del siglo
xix; cuando la religión española se debilitó, y dejaron además de acontecer
216 Fernando Degiovanni

los heroísmos casi fabulosos de los siglos anteriores, entonces los pueblos
de Hispanoamérica se desplomaron…” (Castro 1941: 7). Por lo demás,
la necesidad de defender la fundación y continuidad del legado colonial
en América hace que Castro señale que la emancipación de las colonias
no fue tal. En este sentido, no presenta los movimientos independentistas
como producto de la agencia criolla. Se trata, para él, de un proceso de
“fragmentación” debido a una “guerra civil”. De hecho, Castro insiste en
la idea de que España y las repúblicas americanas comparten la misma
trayectoria política aún después de la emancipación: “la independencia de
Hispanoamérica no se debe a que ésta fuese de una manera y España de
otra … Ambas eran esencialmente la misma cosa, y se separaron una de
otra por los mismos motivos que las diferentes regiones de Hispanoaméri-
ca formaron luego naciones distintas y desunidas. Se trata, por consiguien-
te, de un proceso de fragmentación, no de emancipación” (Castro 1941: 86;
el subrayado es mío).
Frente a la época de un dominio español estable desde el punto de
vista político y productivo en lo económico, la emancipación –asociada
a lo “inhumano”– causó “un largo período de anarquía, que las nacientes
repúblicas habían de tardar largos años en sustituir por sistemas de go-
biernos más humanos y eficaces” (Castro 1941: 88). Castro condena en el
fondo la idea de soberanía y autodeterminación, y usa los mismos términos
que él aplica a los indígenas –“bárbaros”, “crueles”, “inhumanos” (Castro
1941: 14, 21, 41)– a la guerra de la independencia: después del régimen
colonial, la “guerra de la independencia había sido bárbara y cruel; aquellos
países quedaban ensangrentados, empobrecidos y, para un largo tiempo,
sin rumbo ni disciplina posible” (Castro 1941: 89). Para el exiliado de la
República, cualquier articulación de demandas populares colectivas resulta
condenable. Frente a la “minoría culta de los que leían libros”, burócratas
y comerciantes, “se alzaba el pueblo rudo y fuerte, que tenía necesidades e
instintos, que no sabía de ideas porque nadie se las había enseñado” (Cas-
tro 1941: 97). La masa “rebelde a la norma y a la disciplina de la cultura
tradicional” (Castro 1941: 100) debía ser domesticada progresivamente
con la instalación de regímenes fuertes que buscaban “acentua[r] el carác-
ter hispánico de su cultura” (Castro 1941: 102). Apuntaría en este sentido
que la clase rectora de cada país latinoamericano que “aspira[ba] a un gran
destino” (108) debía reinstaurar la tradición hispánica; es lo mismo que
tenía que hacer la dirigencia norteamericana en su carácter de nueva depo-
sitaria del poder colonial en la región.
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 217

Iberoamérica… es, en este sentido, un manual sobre el concepto de


“pueblo indisciplinado” (Castro 1941: 97). En él, las dictaduras “inteligen-
tes” aparecen como verdaderas responsables de la modernidad continental:
en ellas reside la posibilidad de garantizar la cooperación y la integración,
conteniendo las agitaciones políticas y facilitando el acceso a los mercados
internacionales, más allá del ejercicio de la democracia electoral. Castro
sugiere a los estudiantes lectores de Iberoamérica… que la producción de
una sociedad de consumo requería del apoyo de estructuras de poder fuer-
tes destinadas a contener formas de resistencia política y social popular:
esas mismas estructuras de poder fuerte eran las que habían posibilitado,
de hecho, la expansión de los proyectos de comunicación terrestre y aérea
sobre los que aspiraba a sostenerse el Panamericanismo. Por ejemplo, el
manual presenta en términos favorables el gobierno de un “tirano culto”
como Gabriel García Moreno por haber extendido caminos y puentes por
el territorio ecuatoriano: “[q]uienes le sucedieron –agrega– no tenían me-
nores defectos que él, y carecían de sus positivas virtudes” (Castro 1941:
116); igualmente condona al venezolano Juan Vicente Gómez al indicar
que “hay que reconocerle el mérito de haber suprimido el bandidaje en el
interior del país, y de haber construido importantes vías de comunicación”
(Castro 1941: 121).
Pensada desde el momento de su escritura, la pedagogía latinoamerica-
nista de Castro no puede conceptualizarse sino como una forma de apoyo a
los gobiernos autoritarios surgidos en los años 1930 como consecuencia de
diversos golpes de estado, así como un cuestionamiento a la acción de los
movimientos de izquierda contemporáneos. Es en ese contexto que puede
entenderse su preocupación por “las luchas sociales que hoy agitan a Chile”
(Castro 1941: 109) y el surgimiento de doctrinas indigenistas en el Perú
(Castro 1941: 112-113), en referencia al gobierno del Frente Popular de
Aguirre Cerda, por un lado, y a la política aprista en otro. Iberoamérica…
tiene como fin último presentar un mapeo de países hispanoamericanos
en función de su disposición a lo que Castro llama “respeto” a la “autori-
dad”, funcional a la Política del Buen Vecino. El cálculo de rentabilidad de
cada país dependía del modo en que los distintos países hubieran adoptado
las nociones de orden y autoridad derivadas de la tradición hispánica. En
la jerarquía de países con los cuales era posible establecer relaciones comer-
ciales favorables a la expansión norteamericana en la región, Brasil ocupa
para Castro un lugar central en la medida que constituye el ejemplo mo-
délico de una tradición de autoridad fuerte que va desde la instalación de
218 Fernando Degiovanni

la monarquía hasta el gobierno de Getulio Vargas. Sus rasgos diferenciales


con respecto a la América Española tienen que ver con la implementación
de un proceso modernizador fundado en el mantenimiento de su vasta
unidad territorial –favorecedora de la integración económica– así como
una regulación biopolítica de su población racialmente mestiza, “uno de
los más graves y característicos problemas de la civilización brasileña” (Cas-
tro 1941: 53). En oposición a otros países de la región, el paso de la vida
colonial al régimen independentista bajo la supervisión de la monarquía
permitió al Brasil zafar de “la anarquía más espantosa”: “esas catástrofes
[traídas por la independencia] –agrega– fueron evitadas con la monarquía
… que dio a aquella tierra el único principio de unidad que eran capaces
de sentir y de respetar” (Castro 1941: 64). Con el régimen de Vargas, por
su parte, Brasil había llegado “al punto más alto de su historia” (Castro
1941: 66) como productor de materias primas. Frente a él, la Argentina,
renuente a participar de la política hemisférica, se figura como país “rebel-
de a la norma y a la disciplina de la cultura tradicional”; con todo, ve en
los gobiernos conservadores surgidos después del golpe de estado de 1930
contra Hipólito Yrigoyen un motivo de esperanza: con la “reacción de los
mejores” (Castro 1941: 100), escribe, “su personalidad [la de la Argentina]
se hace más fuerte” en la medida en que se “acentúa el carácter hispánico
de su cultura” (Castro 1941: 102). Finalmente, el régimen de Cárdenas en
México, a pesar de su apoyo a la causa republicana española y su protec-
ción explícita de los exiliados, no despierta mayor entusiasmo en Castro:
su compromiso por garantizar la participación política ampliada, así como
la justicia social y la transformación educativa, tiene su origen en un po-
pulismo radical de origen revolucionario que Castro condena: de hecho,
sobre el México posterior a la Revolución, subraya que “lo grave es que el
General [Porfirio] Díaz no podía ser eternamente joven y fuerte. Cuando
salió del país en 1911, comenzó la época más caótica de la historia de Mé-
xico” (Castro 1941: 123).
En su intento de situar los discursos panamericanistas bajo un relato
de fundación peninsular –estudiar América Latina debía ser ante todo una
manera de legitimar a España– Castro debía dar un golpe de timón en la
dirección epistemológica e ideológica de la disciplina. Esta operación supo-
nía desde cuestionar la forma de nombrar al continente en Estados Unidos
–“La denominación Latino América, o América Latina, es inexacta” (Cas-
tro 1941: 1), dice en Iberoamérica…, porque supone una marginalización
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 219

y negación del legado español–,14 hasta erradicar la versión del imperio


español prevalente en el imaginario anglo-americano, que no sólo lo pre-
sentaba como un régimen intolerante y brutal desde el punto de vista reli-
gioso y político –sintetizado en la “leyenda negra”–, sino también adverso
a la ideología del libre comercio. Esas representaciones habían sido material
de narraciones textuales y fotográficas recientes (las de la Guerra Hispa-
no-Cubano-Norteamericana, por ejemplo) y aparecían reflejadas también
en el discurso de muchos latinoamericanistas prominentes, sobre todo en
el campo de la historia y la arqueología: “Para nuestro punto de hombres
modernos, habría sido mejor que los españoles no derribaran los monu-
mentos de México y del Perú”, pero esto corresponde a “la sensibilidad de
los historiadores del arte y de los turistas modernos” (Castro 1941: 22).
En este contexto, uno de los objetivos centrales del manual será mos-
trar que el principal legado de la conquista española fue la introducción
de la idea de lo “humano” en América. Castro se detiene en varios pasajes
del libro a describir los sacrificios de los aztecas para justificar la sujeción
general de los nativos y subrayar que los verdaderos tiranos eran los go-
bernantes indígenas. Reconoce en Tenochtitlan un “conjunto … de una
impresionante grandeza”, y si en un punto parece admirar las construc-
ciones indígenas tanto como la “magnificencia” de los edificios públicos
y domésticos españoles (Castro 1941: 4), la referencia arquitectónica da
lugar en cada caso a una construcción diferencial del poder en su dimen-
sión epistemológica y moral: esa “impresionante grandeza”, remata, “iba
acompañada de la barbarie más inhumana; la principal finalidad de aquel
suntuoso conjunto eran los sacrificios humanos, ofrendados a los dioses
aztecas con la más estúpida ceguera” (Castro 1941: 19).
La “más estúpida ceguera”, de hecho, permite distinguir entre espa-
ñoles e indígenas a partir del uso de metáforas de visión y racionalidad
centrales a lo “humano”. Los grandes monumentos de Tenochtitlán deben
leerse como productos de algo que está más acá o más allá del pensamien-
to: la “voluntad”, la “fantasía”, la “técnica”: “si entre ellos la voluntad y

14 Siguiendo la repulsa por los nombres dados al continente que “niegan” sus orígenes his-
pánicos iniciada por Juan Valera y Menéndez Pelayo en la última parte del siglo xix, en
el primer párrafo de Iberoamérica... señala a sus lectores americanos: “Se da el nombre
de Iberoamérica al conjunto de naciones americanas cuyo idioma nacional es el español
o el portugués. La razón de llamarlas así es que todos esos países fueron descubiertos,
colonizados y civilizados por España y por Portugal, que, juntos, constituyen la Penín-
sula Ibérica” (Castro 1941: 1). Por lo demás, se ha notado cómo siempre usa el nombre
Latin America en inglés en sus cartas, de modo irónico: “eso de Latin America”, “cosas
‘Latin American’”.
220 Fernando Degiovanni

la fantasía adquirieron desarrollo extraordinario, en cambio no supieron


lo que es un pensamiento, ni tuvieron noción exacta de lo que significa
ser un ser humano. Poseyeron técnicas, pero no tuvieron sospecha de la
filosofía, de la ciencia ni de la moral …”. Mofándose agrega: “los mexica-
nos se comían tranquilamente a sus semejantes como si fueran animales”
(Castro 1941: 21); Moctezuma –remata páginas más adelante–“tiranizaba
muchos grupos indígenas, y practicaba, con los cautivos que les cogía, los
sacrificios horrendos que ya conocemos” (Castro 1941: 32). En su oposi-
ción a la “barbarie” indígena –merecedora en última instancia del gobierno
imperial– España cumplió una misión histórica en el tratamiento de los
indígenas: “la corte española había prohibido esclavizar a los indios, de
acuerdo con las ideas más humanas y generosas de aquel tiempo” (Castro
1941: 40; el subrayado es mío). E insiste más adelante: “[n]ingún pueblo
europeo fue más humano con los indios” (Castro 1941: 73; el subrayado es
mío). España en este contexto no apoyó la supresión de la vida, sino que
de hecho garantizó su continuidad. Castro no duda en convertirse en reha-
bilitador y apologista de la conquista, produciendo justificaciones sobre la
administración biopolítica de las colonias. Así llega a decir que “El Padre
Las Casas, exageró, sin duda, sus críticas … según prueban los millones de
indios y mestizos que aun subsisten” (Castro 1941: 26).
En su lectura de la historia cultural, indígenas y negros son presenta-
dos como “pesares” y “complicaciones”: obstáculos para la construcción de
un orden político y social: “En 1800 –escribe Castro– no había en todo
el Nuevo Mundo ciudad más importante, ni más bella ni más refinada
que Méjico, a pesar de sus indios y de sus contrastes de riqueza y pobreza”
(Castro 1941: 74; el subrayado es mío). En Brasil, Cuba y Santo Domingo
verá “una complicación más [que] traerá después la influencia de la raza
negra, muy abundante…” (Castro 1941: 9; el subrayado es mío). Y en un
enunciado que conecta al mismo tiempo su apoyo a la política indígena
norteamericana y el subtexto turístico que recorre su texto, proyecta las
bases de su modelo de gobernabilidad colonial en estos términos: “Para
un norteamericano el problema de los indios no existe. La minoría que se
encuentra en los estados del Sur Oeste o en otras partes, no influye en la
vida general sino como un elemento pintoresco que atrae a los turistas” (Cas-
tro 1941: 9; el subrayado es mío). En otras palabras, España para Castro
tuvo un raro privilegio: el de haber estado en la vanguardia de las formas
de subyugación imperial: “Sin el ímpetu y la capacidad de ilusión de los
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 221

pueblos ibéricos, América hubiera tardado Dios sabe cuánto tiempo en ser
conocida, dominada y poblada por gentes europeas” (Castro 1941: 41).
La narración sublimada del rol del gobierno colonial español que ofre-
ce Castro, así como la interpretación de la historia de la región en tér-
minos de España, no es, sin embargo, particularmente original: sigue la
tradición providencialista del hispanismo de otros republicanos exiliados.
Sebastiaan Faber ha sostenido que los republicanos liberales y socialistas
residentes en México coincidieron con los franquistas en la defensa de un
hispanismo cuyo propósito era atribuir todos los logros del período colo-
nial –incluso las contribuciones indígenas– a la cultura española: “both
the language and symbolism [de fascistas y antifascistas], as well as the
underlying ideology, are sometimes uncomfortably similar” (Faber 2002:
50). En esa dirección, Faber agrega que el hispanismo, para unos y otros,
“while seemingly pan-nationalist, ultimately did not transcend the exile’s
cultural nationalism. It never became post-national” (Faber 2002: 48);
ambos “posited Hispanic culture as the only authentically human form of
civilization” (Faber 2002: 137).
Sin embargo, mientras los residentes en México podrían recuperar la
dicotomía arielista entre materialismo y espiritualismo cara a los miembros
de la Generación del 98, la crítica al capitalismo individualista –y la “ove-
rall characterization of Anglo-Saxon modernity as excesivelly ‘materialist’
and their claim of Hispanic culture’s inherent ‘spirituality’” (Faber 2002:
50)– no fue una opción para los emigrados a los Estados Unidos. El pana-
mericanismo partía de la premisa de que era posible asociarse y dominar
comercialmente a un vecino dispuesto a ingresar en la modernidad impe-
rial. En este sentido, si para unos predominaría la construcción de una his-
toria occidental en la que España aparecía como “salvadora” moral de una
civilización destruida por el capitalismo (razón, tecnología, utilitarismo,
eficiencia, secularismo) de los dos poderes que la habían liquidado como
potencia imperial (Gran Bretaña y los Estados Unidos), para los otros Es-
paña aparecía como la “salvadora” del proyecto norteamericano.
De hecho, Castro es capaz de articular una crítica a la colonización
española: “Si enfocamos la dominación española desde este punto de vista
industrial y comercial, habría que decir que fue muy defectuosa”; sus líde-
res, “no sabían amoldarse a una vida metódica y prosaica, como si fueran
comerciantes o industriales, sometidos a principios de orden y razón” (Cas-
tro 1941: 40). Pero sostiene que no todo había sido pérdida; la economía
española, en última instancia, había sido una fuente crucial de creación
222 Fernando Degiovanni

artística – no de explotación y sujeción: “La América española producía


sobre todo oro y plata, cuya mayor parte fue empleada en América en
la construcción de templos, palacios, casas señoriales, colegios, bibliote-
cas, obras públicas, obras de arte, joyas, fiestas, y en general, en riqueza y
suntuosidad” (Castro 1941: 6-7). Verdaderos promotores culturales, los
españoles podían seguir siendo no sólo maestros de la gestión política sino
también simbólica.
Intelectual sin Estado, sujeto a la dependencia institucional enmar-
cada en el extranjero, Castro reposicionaba así a España como modelo de
dominación exitoso, sacándola de los márgenes de la historia. El carácter
ejemplar de la administración colonial era entendido así como forma de
translatio imperii. El único error cometido por España había sido el debi-
litamiento de un poder central, que los Estados Unidos debían evitar. La
nostalgia imperial que articula el libro es el soporte de una nueva visión
de cara al futuro. La paradoja consistía en que la defensa del legado espa-
ñol fundado en los beneficios de la monarquía y el catolicismo, la auto-
ridad y la disciplina, parecía más cercana a la ideología franquista que a
la promoción de cualquier narrativa progresista basada en la modernidad
capitalista y la democracia antifascista que promovían los Estados Unidos.
Sin embargo, los editores de Dryden Press así como los agentes públicos
y privados norteamericanos parecieron estar dispuestos a aceptar este es-
quema interpretativo: el libro de Castro siguió reditándose periódicamente
por una década y su prestigio como figura central en la administración del
latinoamericanismo no decreció a pesar de la finalización de la guerra en
1945: todavía en 1949, el Cuarto Congreso del Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana lo invitaría a La Habana como figura estelar y
éste repetiría allí sus formulaciones de siempre (Memoria 1949). En todo
caso, el apoyo a gobiernos autoritarios en América nunca había sido ajeno
a la política de Washington aún durante el apogeo del fascismo. Como
escribió Halperín Donghi, la cruzada democrática de los Estados Unidos
frente al nazismo fue apoyada, además del gobierno de Getulio Vargas,
por “un nutrido pelotón de dictadores centroamericanos” (Halperín 2001:
379).
Opacidad, disciplina, latinoamericanismo 223

Bibliografía

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Crítica de la historia – historia de la crítica:
Américo Castro y Ernst Robert Curtius

Anne Kraume
Universität Potsdam

1. Américo Castro y Ernst Robert Curtius: ¿Correspondencia(s)?

En septiembre del 1950, el filólogo español Américo Castro, exiliado desde


1938 en Estados Unidos, le envía al profesor de letras románicas alemán
Ernst Robert Curtius su libro más reciente, España en su historia. Cristia-
nos, moros y judíos, publicado dos años antes por la Editorial Losada en
Buenos Aires. En la carta con la cual acompaña el envío, el filólogo que
antes de la Guerra Civil había sido embajador de la Segunda República en
Alemania le comenta a su correspondiente el objetivo que está persiguien-
do con este libro:
Very likely you will not agree with my idea of History, in the same way that a
calvinist could not agree with a catholic in the 16th century. In a new booklet
(“Ensayo de historiología”) I insist on my way of approaching human history
which will meet, especially in Germany, no good will at all. My rejection of
the idea of the “human being”, abstract and generic, as possible prime mover
of history won’t make any friends. My firm belief that a man is the result of
the combination of possibilities and impossibilities [sic], will likewise meet
strong disapproval.1

Visto con la distancia de varias décadas, este vaticinio parece particular-


mente clarividente: efectivamente, las reflexiones planteadas por Américo
Castro en España en su historia iban a provocar, poco después, la contro-
versia histórica más violenta y duradera que se presentó durante los años
del Franquismo, aunque con menos repercusiones en Alemania que en
España misma y entre los exiliados españoles en Estados Unidos y Lati-

1 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 15.09.1950 (Deutsches Literaturarchiv


Marbach, legado Curtius). La agradezco al señor Walter Gsottschneider, heredero de
los derechos de autor de la obra de Ernst Robert Curtius, haberme permitido citar la
carta del 19.10.1950 de Curtius a Américo Castro que utilizo en este texto. También
quiero agradecer a la Fundación Xavier Zubiri la anuencia para citar la correspondencia
de Américo Castro.
226 Anne Kraume

noamérica (Gómez Martínez 1975). Ante esta perspectiva quizá valga la


pena analizar con un poco más de detalle el párrafo citado de la carta de
Castro a Curtius. Lo posiblemente problemático y polémico de España
en su historia sería, según las alusiones de su autor, la interpretación de la
historia en la cual se basa la argumentación del libro. En este contexto, es
reveladora la comparación que utiliza Castro para referirse al desacuerdo
que existirá, supone, entre sus ideas y las de su correspondiente alemán.
Si, en la época de las guerras de religión, las convicciones de los calvinistas
y las de los católicos difieren, sin lugar a dudas, de una manera irreconci-
liable y fundamental, ambos grupos comparten a pesar de ello el mismo
punto de partida, es decir la fe cristiana. Sin embargo, la alusión de Castro
deja bien claro que las divergencias que él conjetura habrá entre su visión
y la de Curtius se reducen a la esencia misma de sus respectivas maneras de
ver e interpretar el mundo y la vida.
El punto de partida de Américo Castro en España en su historia es,
como le explica a Curtius en su carta, la firme convicción de que no es “el
hombre” en abstracto el que hace la historia, sino que hay que ver a éste
como el resultado de una serie de posibilidades e imposibilidades (¡y no
es en vano que subraya en su carta a esta última palabra!) vitales que se
realizan en unas circunstancias concretas que es preciso tomar en cuenta
cuando se quiere alcanzar una visión completa del proceso histórico. Esta
interpretación de la vida como consecuencia o resultado de una circuns-
tancia vivencial se asemeja mucho a una concepción que había formula-
do José Ortega y Gasset ya décadas antes, en sus Meditaciones del Quijote
(1914): “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo
yo”, así reza la célebre frase clave de esta obra (Ortega y Gasset 1957: 322).
De hecho, también en la época posterior a la Guerra Civil española y la
Segunda Guerra Mundial de la cual datan las reflexiones de Américo Cas-
tro le sigue ocupando a Ortega la pregunta por la circunstancia. Así, en un
texto publicado de manera póstuma en 1958, el filósofo explica su postura
ante esta cuestión:
He sido y soy enemigo irreconciliable de este idealismo que al poner el espacio
y el tiempo en la mente del hombre pone al hombre como siendo fuera del
espacio y del tiempo. Me encontré, pues, desde luego, con esta doble averi-
guación fundamental: que la vida personal es la realidad radical y que la vida
es circunstancia. Cada cual existe náufrago en su circunstancia. En ella tiene,
quiera o no, que bracear para mantenerse a flote (Ortega y Gasset 1962: 44).2

2 Con respecto a la noción del naufragio en Ortega, véase Kraume 2010: 153-192.
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 227

Es en esta misma línea argumentativa que hay que entender las ideas
que formula Américo Castro en su carta a Ernst Robert Curtius: si se la
entiende en el contexto de la reflexión filosófica contemporánea, la histo-
ria no se construye simplemente a través de los grandes sucesos y eventos, y
no se puede narrar mediante el recurso a la supuesta objetividad de la abs-
tracción. En vez de ello, lo que le importa a Américo Castro es la relación
que existe entre los sucesos y “la vida en donde acontecen y existen” – así lo
describe en otro texto, La tarea de historiar, publicado pocos años después
de España en su historia (Castro 1954: 21).
Ahora bien, la suposición del historiador y filólogo español de que
su correspondiente alemán no va a compartir plenamente este punto de
vista, se fundamenta en su lectura e interpretación de la visión histórica
que Curtius defiende en su obra principal Europäische Literatur und la-
teinisches Mittelalter, publicada también (como España en su historia) en
1948. De hecho, Américo Castro ha leído el libro en la versión original
alemana antes de que el Fondo de Cultura Económica publicara en 1955
la traducción de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre, y se lo comenta
a Curtius en otra carta a finales de 1950.3 Pues bien, no es de extrañar que
para Castro, lo interesante en este contexto sea precisamente la cuestión de
si era posible relacionar las ideas históricas promulgadas por Curtius en Li-
teratura europea y edad media latina con las suyas propias, como las expone
por primera vez de una manera coherente en España en su historia, y como
las defenderá y refinará en sus siguientes libros y artículos.
En Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, Curtius se enfoca
en la idea de la continuidad del proceso histórico – continuidad que deriva
de lo que él llama “die Verkettung der historischen Bezüge”, o sea “el en-
cadenamiento de las relaciones históricas” (Curtius 1993: 385, en español
1998: 545). Lo que le fascina al filólogo alemán en razón de esta continui-
dad creativa es la capacidad de ésta de sobreponerse también a períodos de
estancamiento y de aflojamiento, e incluso de “enrudecimiento” (como él
lo formula no sin razón, dado que su libro se publica sólo tres años des-
pués de terminar la Segunda Guerra Mundial), y de esta manera promover
un “espíritu europeo” que se traduciría sobre todo en la tradición literaria
del continente (Curtius 1993: 398, en español 1998: 565). Por eso, en
el primer capítulo de su estudio, Curtius nombra sin ambages la meta

3 Véase Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literatur­
archiv Marbach, legado Curtius).
228 Anne Kraume

que está persiguiendo con las investigaciones extensas de las que consiste
Literatura europea y edad media latina: se trata de promover una “europei-
zación del cuadro histórico” (Curtius 1993: 17, en español 21998: 23), y
de trascender de esta manera el fraccionamiento del espacio europeo en
entidades nacionales aparentemente inconexas.4 En este contexto, Curtius
está partiendo de una visión de Europa que se niega a ver en el continen-
te una simple “expresión geográfica”, como él dice citando a Metternich
(Curtius 1993: 16, en español 1998: 22), sino que lo interpreta como una
“historische Anschauung” (Curtius 1993: 16, en español 1998: 22), es
decir como una visión histórica. En lo que sigue precisa que para él, esta
visión histórica se compone a partir de dos tradiciones complementarias:
una antigua y mediterránea y otra moderna y occidental (Curtius 1993:
19, en español 1998: 26). Por consiguiente, para Ernst Robert Curtius, la
historia europea es el proceso en el que se realizaría la continuidad de estas
tradiciones – una continuidad que se manifiesta según su interpretación
sobre todo en la literatura.
¿En qué consisten, pues, los paralelismos entre esta interpretación de
la historia y la que está promoviendo Américo Castro en la misma época?
¿Dónde están las divergencias a las que éste alude con su símil de los
calvinistas y de los católicos? ¿Y qué tienen que ver la historia y las distintas
formas de entenderla y de interpretarla con la manera de la cual los dos
correspondientes entienden la crítica literaria y su función en la sociedad?
A continuación, me propongo responder a estas preguntas y averiguar, en
lo posible, su relación con las polémicas que provocaron las tesis de Améri-
co Castro, y, en una menor medida, también las de Ernst Robert Curtius.

2. Américo Castro: Historia y vida

La gran obra de Américo Castro, España en su historia (que será retocada


por su autor seis años después de su primera publicación y reeditada bajo el
título La realidad histórica de España),5 empieza con un epígrafe de Miguel

4 Con respecto a la visión de Europa por la que está abogando Curtius, véanse Jacque-
mard-de Gemeaux 1998 y Kraume 2010.
5 En una Nota previa a la publicación de España en su historia en 1983, precisa la hija de
Américo Castro, Carmen Castro, que La realidad histórica de España es, efectivamente,
un “libro […] totalmente nuevo, pero crecido desde idénticos supuestos ideológicos a
los de su antecesor.” (Carmen Castro 2004: 143).
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 229

de Unamuno que reza: “No hace el plan a la vida, sino que ésta se lo traza
a sí misma, viviendo.” (Castro 2004: 145) La acentuación de la vida vivida
a la que pone de manifiesto esta cita de Unamuno es programática para
Castro: lo que va a defender en el libro que con ella se inicia es precisa-
mente la primacía de la vida humana cuando se trata de entender lo que es,
históricamente, la cultura: “Au fond, nous tous nous sommes hantés par la
préoccupation de la ‘réalité’, et c’est justement pour cela qu’il doit y avoir
une bonne part de vérité ‘vitale’ dans ce que nous faisons”,6 así le explica a
Ernst Robert Curtius, en una carta de agosto del 1950, la convicción que
constituye el fundamento de su razonamiento a partir de los años 40. No
define con más detalles a esta “verdad vital”, pero el contexto en el que ésta
se menciona hace probable que Castro se esté refiriendo tanto a su propia
vida como a la vida humana en general. Y efectivamente es con un sugesti-
vo neologismo, creado a partir de tal acentuación de la vida en particular y
en general, que el autor hace referencia, en un texto con el título Ensayo de
Historiología (texto al que alude en su carta de setiembre 1950 a Curtius y
que data del mismo año que dicha carta), al que será el concepto clave de
su visión historiológica:
Entre la idea metafísica, ahistórica, metahistórica (o como quieran llamarla)
del hombre, y la mole y [el] revoltijo inabarcables de las acciones y aconte-
cimientos presentes o pasados con que nos enfrentamos, inserto el supuesto
de las estructuras funcionales, o vividuras, pluralizadas, a fin de poder hacer
pie en algo real y unívoco de la historia. Todo ser humano se nos aparece
viviendo, en cuanto hombre, en y desde una vividura. Esta se hace presente
en un modo y en un curso de vida, condicionados […] por ciertas tenden-
cias posibilitantes y por ciertas tendencias excluyentes, es decir, por un cierto
modo de hacer y de no hacer, por acciones y por omisiones. […] El día que la
historia se enfoque desde la realidad radical del auténtico vivir histórico, será
posible hablar de […] vividuras plenas y firmes, y de otras flojas o indecisas;
de vividuras a medio hacer, híbridas, exhaustas, confiadas, estáticas, trágicas,
muy valiosas, menos valiosas, etc. (Castro 1950: 10-11).

Es en estos términos que Américo Castro se propone analizar, en España en


su historia, a la historia y la realidad españolas, enfocándose en la evolución
sui generis de este país en comparación con las demás naciones europeas.
Las vividuras son, en la concepción de Castro, una suerte de empalme entre
la abstracción improbable de una idea intemporal y perenne del hombre

6 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 30.08.1950 (Deutsches Literaturarchiv


Marbach, legado Curtius).
230 Anne Kraume

por un lado y las circunstancias muy concretas de la vida de cada uno por
otro; de esta manera sirven también para subdividir la historia global en
entidades manejables, abarcables e interpretables. Aunque cabe señalar que
el alcance de tal visión historiográfica no se limita al caso español, sino que
ésta pretende ser universal y aplicable a cualquier entidad cultural (como
lo deja bien claro el autor cada vez que se refiere a su idea de la vividura),
es a través de la interpretación innovadora de la historia española como la
desarrolla en España en su historia que la noción de vividura despliega toda
su fuerza de propulsión. Para Castro, la historia española sólo se entiende
si se considera su inserción en el ámbito europeo por un lado y su peculia-
ridad dentro de este ámbito por otro: “España era una porción de Europa,
en estrecho contacto con ella, en continuo trueque de influjos. […] España
nunca estuvo ausente de Europa, y sin embargo su fisonomía siempre fue
peculiar […]” (Castro 2004: 154), así lo describe al principio de su obra
principal. De esta manera, el camino particular que ha emprendido Espa-
ña a partir de la conquista árabe en 711 y la consiguiente convivencia de
las culturas cristiana, mora y judía a las que alude el subtítulo de esta obra,7
se explicaría, según él, precisamente a partir de la vividura especial que esta
convivencia de las tres culturas significó para los que la experimentaron.
Por tanto, si la realidad de la historia se ubica para el filólogo e historiador
español, en las palabras de José Luis Gómez Martínez, “en la conexión
que existe entre los hechos y las vivencias humanas que los motivaron”
(Gómez Martínez 1975: 40), lo que es preciso para llegar a una interpre-
tación adecuada de la historia española es tomar en cuenta justamente las
condiciones y las consecuencias de esta convivencia de las culturas en la
España medieval. De esta manera, Castro pretende hacer desaparecer la
idea de una “esencia” abstracta e intemporal de España: según él, la histo-
ria española sólo se puede entender a través de la relación dinámica entre
el funcionamiento básico y muy concreto de su vividura y la creación de
ciertos valores específicamente españoles, por un lado, y la experiencia de
ciertos problemas también irreduciblemente españoles, por otro.8

7 El título completo del libro de Castro es España en su historia. Cristianos, moros y judíos.
Con respecto a la noción de “convivencia” en Américo Castro, véase Gelz 2012.
8 Véase por ejemplo los comentarios respecto a la “Historia de una inseguridad” en Espa-
ña en su historia que explican la conciencia de sí mismo que tiene el país a partir de una
“postura defensiva” que hubiera asumido frente a los demás pueblos europeos (Castro
2004: 153-175, en particular 164).
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 231

Ahora bien, esta aplicación de su concepto global de las vividuras a la


historia particular de España (y la acentuación de la convivencia cristiana,
mora y judía que se deduce necesariamente de la adopción de tal punto
de vista), le han valido a Américo Castro la crítica aguda y polémica de
muchos hispanistas quienes se opusieron categóricamente a tal interpreta-
ción de “lo español”. Es en particular el historiador español Claudio Sán-
chez-Albornoz, exiliado después de la Guerra Civil como Castro mismo,
quien no comparte la interpretación de la historia española en términos de
una simbiosis cultural, sino quien, en vez de ello, acentúa, en libros como
España, un enigma histórico (1956) o El drama de la formación de España y
los españoles (1973), la importancia de la reacción española en contra de la
cultura musulmana (Sánchez-Albornoz 1956 y 1973).9 Así, mientras Amé-
rico Castro aboga por una España que funcionara como un crisol en el que
se juntan las influencias de las tres culturas (concepción que se dirige, por
supuesto, contra la visión homogeneizante de una España unida en el cato-
licismo como la propagaba el Franquismo de la época), Sánchez-Albornoz
construye la identidad española a partir de la contraposición clara y deci-
dida de “lo hispano” por un lado contra “lo árabe” o “lo judío” por otro:
Los largos siglos que duró la lucha contra el moro, doblados desde fines del
siglo xi de la pugna, siempre violenta y a veces sangrienta, contra el judío y
después contra el converso, tuvieron corolarios muy importantes en la forja
de la estructura de vida y del talante hispanos. […] Desconocedor del tras-
fondo de la historia española y acostumbrado a la libertad creacional de los
estudiosos de las producciones literarias a quienes es lícito el subjetivismo,
Castro ha formulado erróneas definiciones de lo hispano que ningún auténti-
co historiador puede aceptar (Sánchez-Albornoz 1973: 71-72).

De hecho, en un contexto como lo era el del exilio republicano (en el


que nunca se trataba de cuestiones meramente académicas, sino en el que
siempre estaba en juego la interpretación adecuada de la historia española
vista desde la experiencia devastadora de la Guerra Civil), no es una casua-
lidad que Sánchez-Albornoz recurra, en su intervención, a la distinción
polémica entre filólogos e historiadores y que subraye, con palabras como
“libertad creacional” y “subjetivismo”, la supuesta falta de cientificidad que
él considera, aparentemente, ser la característica de la filología. Si bien el
texto citado fue publicado un año después de la muerte de Américo Castro
y poco antes de morir también Francisco Franco, la insinuación de una

9 Véase para una reconstrucción de toda la polémica Gómez Martínez 1975.


232 Anne Kraume

jerarquía de las ciencias le ayuda a su autor a reforzar su autoridad y a otor-


garse a sí mismo la última palabra en el debate sobre la historia española.

3. Américo Castro y Ernst Robert Curtius: Filología e historia

Américo Castro empezó su trayectoria científica a partir de 1910 en el


Centro de Estudios Históricos en Madrid (participando por ejemplo en la
fundación de la Revista de Filología Española), y se dedicó en los años ante-
riores al exilio a trabajos filológicos y de edición. Y la literatura sigue siendo
la base de su argumentación también en el exilio, después de la Guerra
Civil – pero ahora el enfoque es otro. En una de las cartas que le manda en
otoño de 1950 a Ernst Robert Curtius alude a este cambio de perspectivas
y lo sitúa en el ámbito de su descubrimiento de la estrecha relación entre
vida e historia. En este contexto habla otra vez, como ya lo había hecho en
la carta en inglés de septiembre 1950 antes citada, de las diferencias que
habrá, como él supone, entre su punto de vista y el de su colega alemán.
Así, menciona su “temor a importunarle [a su correspondiente] con mane-
ras de ver la historia y la vida distintas de las suyas”, y le explica que “hace
unos 15 años comen[zó] a poner en duda la legitimidad de las bases teóri-
cas en que había fundado [sus] anteriores libros y artículos”.10 Ahora bien,
si estas bases teóricas puestas ahora en duda habían sido las de la filología
“clásica” española como la representaba la Sección de Filología del Centro
de Estudios Históricos bajo Ramón Menéndez Pidal, el cambio de pers-
pectivas efectuado en el exilio (y tal vez gracias a él) implica explícitamente
una ampliación de la visión de las posibilidades y tareas de la filología, y
por consiguiente una interpretación distinta de la historia literaria (y no
sólo literaria). Así, Castro le comenta a Ernst Robert Curtius en 1952:
D’une façon générale je crois moi aussi que j’ai eu tort de faire la philologie
romane comme s’il n’y avait que la Romania, la Grèce et le christianisme.
Quand je vois maintenant à quel point la présence de l’Islam et des Juifs se
manifeste en Europe (non seulement en Espagne) à qui sait la chercher, je ne
peux m’empêcher de trouver insuffisantes nos recherches.11

10 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv


Marbach, legado Curtius).
11 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 21.03.1952 (Deutsches Literaturarchiv
Marbach, legado Curtius). Es el propio Castro quien subraya en rojo las partes señala-
das en cursiva.
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 233

Desde este punto de vista, resulta más clara la razón por la cual Américo
Castro supone, en toda su correspondencia con Curtius, que éste no vaya
a compartir su visión de la historia y de la vida: efectivamente, no es una
casualidad que escriba en rojo la palabra “nos”, refiriéndose a “nuestras”
investigaciones – no sólo considera insuficientes sus propios acercamientos
a la filología romance (como los había practicada antes de su “conversión”),
sino también los de su correspondiente (e igualmente los de los demás co-
legas de los cuales no espera mucho al respecto, como se lo comenta varias
veces a Curtius en sus cartas). Aquí se nota cierta ambivalencia en la argu-
mentación de Américo Castro: si bien la frase sobre la insuficiencia de las
investigaciones filológicas tradicionales incluye también a las de Curtius, el
filólogo español parece concederle más crédito que a otros colegas cuando
dice a continuación: “Vos pensées vont au fond des problèmes et vous les
exprimez d’une façon délicieuse (un mélange heureux de ‘Gründlichkeit’
et de grâce romane).”12
Pero aún así, no podía esperar que Curtius compartiera plenamente
su giro hacia el reconocimiento de la importancia de las presencias judía y
árabe en Europa para llegar a una valoración adecuada de la cultura (y la
literatura) europeas. Al contrario: de hecho, la filología como la practicaba
Curtius responde más bien a la descripción que hace Castro de su propia
postura desfasada antes de haber ampliado el campo y el enfoque de sus
investigaciones. Así, ni en sus libros anteriores a Literatura europea y edad
media latina, ni tampoco en esta obra principal, Curtius toma realmente
en cuenta las aportaciones del Islam o del judaísmo a la cultura y literatura
europeas y en particular españolas. Al contrario, la visión de la literatura
que promulga a lo largo de su vida ve a aquélla como un fenómeno me-
ramente occidental, y se basa en una imagen de Europa que construye la
tradición literaria del continente precisamente a partir de los elementos
que enumera Américo Castro como insuficientes: la Romania (en este con-
texto, hay que señalar que Curtius parte de la idea de una “translatio Im-
perii” y una “translatio studii” que ubica el inicio de la cultura europea en
el imperio romano (Curtius 1993: 38, en español 1998: 52)),13 Grecia (de
hecho, sitúa el origen de la literatura con Homero (Curtius 1993: 22, en

12 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 21.03.1952 (Deutsches Literaturarchiv


Marbach, legado Curtius).
13 Véase también la afirmación: “Man ist Europäer, wenn man civis romanus geworden
ist.” (Curtius 1993: 22) (en español: “Somos europeos cuando nos hemos convertido
en cives Romani.” (Curtius 1998: 30)).
234 Anne Kraume

español 1998: 30)),14 y finalmente el cristianismo (que está implícitamente


presente en Literatura europea y edad media latina, dado que el enfoque
de este estudio está en la continuidad de las tradiciones mediterráneas y
occidentales).
Es en una temprana reseña de Literatura europea y edad media latina,
publicada en la revista Romance Philology justamente en la época en la
que se están carteando Américo Castro y Ernst Robert Curtius, que María
Rosa Lida de Malkiel reclama (entre otras cosas) este punto ciego del libro
de Curtius y que critica el enfoque según ella demasiado estrecho del filó-
logo alemán:
Base esencial de este libro es la unidad de la cultura europea, extendida en el
tiempo […] y circunscrita en el espacio a la Europa mediterránea primero, y
luego a la occidental. Tal como aparece a lo largo del libro, este concepto re-
sulta algo estrecho, pues implícitamente se desprende que todo lo que no sea
grecorromano y germánico no cuenta en la cultura europea […]. Los árabes
aparecen como un factor negativo, que fuerza a la unidad europea a abando-
nar el Mediterráneo y a replegarse sobre el Oeste […]; su influjo positivo no
recibe la atención adecuada (Lida de Malkiel 1951/52: 108).

Y efectivamente: si bien Curtius se da perfectamente cuenta, ya temprano


en su carrera como crítico literario y filólogo, de lo singular de España
dentro del contexto de la historia europea, nunca ha tratado de averiguar
detenidamente las posibles explicaciones e interpretaciones de esa peculia-
ridad. De esta manera, en un artículo sobre José Ortega y Gasset que data
del año 1924, describe a España como “el país geográfica- y mentalmente
excéntrico”15, y en 1949, en otro artículo sobre el mismo autor, constata la
segregación que aleja, a partir del siglo xvii, España de Europa (por cierto:
desmintiendo así la afirmación de Américo Castro sobre la inserción in-
quebrantable de España en el ámbito europeo (Curtius 1963: 270)). Pero

14 Aquí, Curtius habla de las épocas de la literatura europea que según él empieza con
Homero y llega hasta Goethe.
15 “Spanien ist geographisch und geistig das exzentrische Land.” (Curtius 1963: 265).
Con excepción de las de Literatura europea y edad media latina que provienen de la edi-
ción española del Fondo de Cultura Económica, todas las traducciones de las citas de
Curtius son mías (A.K.). Antes, Curtius había explicado a la historia española a partir
de la idea del “espíritu castellano” que hubiera inventado la idea de la unidad española
en la lucha contra los moros, para realizarla después en la expansión global (Curtius
1963: 251). En su discusión de la obra de Ortega, llega así a la conclusión de que lo que
él llama “el perspectivismo” del filósofo español es la consecuencia de esta excentricidad
de España: “Der Perspektivismus ist vielleicht die notwendige Perspektive Spaniens.”
(Curtius 1963: 265).
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 235

a pesar de su conciencia aguda de la posición excéntrica que asume España


en Europa, Ernst Robert Curtius no llega a tratar la cuestión a fondo. Así
queda claro, en su discusión de la obra de Ortega, que la importancia de
éste radica para Curtius en su europeidad, y que esta europeidad se explica
precisamente partiendo de las mismas premisas que el crítico alemán pro-
mueve en su obra principal, es decir del encuentro de un espíritu medite-
rráneo con un occidentalismo más bien vagamente definido: “El encuentro
del sol mediterráneo y del clima de reflexión nórdico-alemán –y la tensión
fructífera que genera este encuentro– es una de las condiciones biológicas
para la obra intelectual de Ortega.”16 Ante este trasfondo, es fácil entender
por qué Curtius se limita también en Literatura europea y edad media latina
a un excurso de nada más dos páginas sobre lo que él llama “el retraso cul-
tural de España” cuando se trata de explicar la cuestión de la excentricidad
de España (con este excurso se basa, por cierto, en las teorías sobre dicho
retraso elaboradas en los años 20 por el adversario de Américo Castro en la
polémica sobre la historia de España, Claudio Sánchez-Albornoz (Curtius
1993, 524-526, en español Curtius 1998: 753-756)).
Lo que le interesa a Curtius en este contexto es la persistencia de rasgos
medievales en España en una época en la cual el resto de Europa ya había
entrado plenamente en la Edad Moderna; pero entre los motivos para tal
retraso que él alega con Sánchez-Albornoz no es central la influencia cul-
tural que pueda haber tenido la dominación árabe (punto sin embargo
central para la argumentación de Américo Castro). En vez de ello, Curtius
recurre a un razonamiento político-económico para el cual dicha domina-
ción sólo importaría de una manera indirecta cuando aduce por ejemplo
el desarrollo tardío, en España, de estructuras feudales en comparación
con países como Francia. Es justamente aquí donde se concretizan las di-
ferencias entre las interpretaciones de la historia europea de Ernst Robert
Curtius y de Américo Castro, y éste se da perfectamente cuenta de esta
disparidad cuando le escribe a su colega:
En su último admirable libro, Europäische Literatur17, hay posibilidades mag-
níficas para articular y hacer ver la realidad vital de los distintos pueblos (o
sea, distintas unidades de “vividura”) que integran lo que vagamente se de-
nomina hoy “europäisch”. Es excelente y verdadero lo que dice […] sobre la

16 “Die Begegnung der Mittelmeersonne und des nordisch-deutschen Gedankenklimas


– und die fruchtbare Spannung dieser Begegnung –, das ist eine der biologischen Vo-
raussetzungen für das geistige Werk Ortegas.” (Curtius 1963: 271)
17 En rojo en el original (N.E.).
236 Anne Kraume

“Kulturelle Verspätung” de España; la diferencia es que yo no llamaría eso


“Verspätung”, sino “ritmo propio de la vividura hispánica”, tan “verspätet”
hoy como en el siglo xi.18

Aquí se nombra por fin (de una manera discreta y cortés) lo que Castro
supone ser, con toda la razón, la disyuntiva entre su modo de ver las cosas
y él de Curtius: cuando dice que en Literatura europea y edad media latina
“hay posibilidades” de referirse a las distintas vividuras (para él esenciales)
de la historia europea, es precisamente porque su correspondiente alemán
deja sin aprovechar estas posibilidades porque no le interesa en la misma
medida que a Castro destacar las vividuras a las que éste se refiere. En la
única carta de Ernst Robert Curtius a Américo Castro que hemos podido
localizar, Curtius admite esta laguna sin ambages. En esta carta (que como
la mayoría de las de Castro a Curtius data de otoño de 1950) le agradece
a Américo Castro el envío de España en su historia, lo felicita efusivamente
por esta obra a la que califica como “excelente” y “monumental”, y comen-
ta ampliamente algunas de las preguntas que había planteado el filólogo
español en su libro.19 En este contexto, Ernst Robert Curtius menciona un
artículo suyo, recién publicado en la revista estadounidense Comparative
Literature, en el que tocaría de pasada, según él, la cuestión central de
Américo Castro – cuestión que ahora, después de su lectura de España en
su historia, vuelve a presentársele a Curtius con más insistencia. Y en efec-
to, es de una manera más explícita que de costumbre que Curtius alude en
este artículo a la simbiosis de las culturas en la España medieval al decir:
Pero la Hispania de los romanos no es idéntica a la España del Cid, como
tampoco es idéntica la Galia de César a la Francia de las cruzadas. Hispania
es una noción geográfica y administrativa, la España del Cid es una sustancia
nacional. Esta sustancia sólo pudo formarse a través de la absorción de los
visigodos, a través de la simbiosis con el islam y la reconquista iniciante, como
Francia a través de la absorción de los normandos.20

18 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv


Marbach, legado Curtius).
19 Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro, 19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri,
Madrid, CAC-28-02-0093).
20 “Aber die Hispania der Römer ist mit der España del Cid ebenso wenig identisch wie
Caesars Gallia mit dem Frankreich der Kreuzzüge. Hispania ist ein geographischer
und administrativer Begriff, das Spanien des Cid ist eine nationale Substanz. Sie ist
erst durch die Absorption der Westgoten, durch die Symbiose mit dem Islam und die
beginnende reconquista entstanden, wie Frankreich durch die Absorption der Nor-
mannen.” (Curtius 1949: 39).
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 237

Pero aun así, en su posterior carta a Américo Castro en la cual se refiere


a esta cita, el filólogo alemán deja bien claro que está consciente de las
limitaciones de su propio acercamiento a la historia española cuando dice:
“Pero era una mera alusión”21, y cuando conjetura que la interpretación
universal de las convivencias de las culturas en la península ibérica como la
propone Américo Castro en España en su historia llevará en cambio a una
“revisión general de la historia española”22.
De esta manera queda claro que también Curtius estaba muy cons-
ciente de las diferencias entre su concepción histórica y la que estaba pro-
moviendo Américo Castro; pero a diferencia de éste no interpreta a las
diferencias como fundamentales, sino más bien como si fueran simple-
mente el resultado de enfoques distintos. Según Curtius, Castro sería el
que hubiera perseguido con más tenacidad unas preguntas que también a
él mismo ya le habían llamado la atención, pero a las cuales no ha podido
dedicarse plenamente hasta entonces.
Sin embargo, existe una diferencia más fundamental entre las dos con-
cepciones – diferencia de la que parece haberse percatado Américo Castro
más claramente que Ernst Robert Curtius. Porque si lo que cuenta para
Curtius en Literatura europea y edad media latina (¡y no sólo en esta obra!)
es precisamente la unidad y la continuidad de la cultura europea, este pun-
to de vista requiere nada menos que cierta abstracción de las vividuras
concretas que le interesan tanto a Américo Castro. De tal manera, Curtius
explica, en Literatura europea y edad media latina, el procedimiento que
está en la base de su manera de interpretar la literatura (y, por añadidura,
la historia):
Una vez que hemos aislado y dado nombre a un fenómeno literario, pode-
mos ufanarnos de contar con un resultado. Hemos penetrado, en este mismo
punto, en la estructura concreta de la materia literaria; hemos llevado a cabo
un análisis. Si encontramos varias docenas o centenares de resultados de este
tipo, queda fijado un sistema de puntos; podemos ligarlos por medio de lí-
neas, componiendo de ese modo figuras. Si contemplamos esas figuras y las
asociamos unas con otras, llegaremos a un cuadro de conjunto que las integre
a todas (Curtius 1998: 547-548).23

21 “Aber es war eine blosse Andeutung” (Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro,
19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri, Madrid, CAC-28-02-0093)).
22 “eine überzeugende Darstellung grossen Stils, die zu einer allgemeinen Revision der
spanischen Geschichte führen wird” (Ernst Robert Curtius: Carta a Américo Castro,
19.10.1950 (fundación Xavier Zubiri, Madrid, CAC-28-02-0093).
23 “Haben wir ein literarisches Phänomen isoliert und benannt, so ist ein Befund gesi-
chert. Wir sind an dieser einen Stelle in die konkrete Struktur der literarischen Materie
238 Anne Kraume

Partiendo de esta explicación metodológica, se deja perfilar de una ma-


nera más concreta la diferencia entre los procedimientos de Castro y de
Curtius, respectivamente: para Américo Castro, el ejemplo concreto de
un texto llega a ser la expresión contundente de la vividura dentro de la
cual fue concebido dicho texto. Así, mientras que él, de acuerdo con su
acentuación de la influencia árabe para la cultura española, lee el Libro de
buen amor del Arcipreste de Hita como un texto notablemente marcado
por la tradición islámica (Castro 2004: 691-713), para Curtius, el valor
del mismo texto consiste en ser un eslabón en la cadena de una tradición
específicamente europea a la que reconstruye mencionando no sólo la Ars
amandi de Ovidio, sino también la comedia baja latina Pamphilus de amore
(Curtius 1993: 390).
Sin embargo, a pesar de estas diferencias fundamentales resulta ob-
vio que para ambos, tanto para Américo Castro como para Ernst Robert
Curtius, la tarea de la filología y de la crítica literaria está íntimamente
ligada no sólo a la vida humana en general, sino sobre todo a las distintas
maneras de ésta de realizarse a lo largo de la historia. De esta manera, las
obras de ambos representan un modo de ver y de practicar la filología que
se opone claramente a la concepción de la filología a la que aludía Claudio
Sánchez-Albornoz en sus intervenciones en la polémica con Castro. La
filología, como la entienden éste y su correspondiente alemán, no tiene
nada de subjetivismo; al contrario: lo que buscan Américo Castro y Ernst
Robert Curtius es la objetividad que se manifiesta al relacionarse la litera-
tura con las distintas realidades en las que fue concebida por un lado y en
las que se le interpreta por otro. No es una casualidad que Américo Castro,
implicado a lo largo de su vida en tantos debates polémicos, se esmere
tanto en la búsqueda por el entendimiento y, tal vez, el consentimiento de
Ernst Robert Curtius: a pesar de las diferencias entre sus maneras de ver a
la historia y la vida, sospecha con toda la razón que exista un fondo común
entre sus convicciones que se trasmitiría en sus maneras de practicar la
filología y la crítica literaria, por distintas que sean. “V. […] es una de las
escasas personas con quien podría entenderme”24, le escribe en noviembre

eingedrungen. Wir haben eine Analyse vollzogen. Sind ein paar Dutzend oder ein paar
Hundert solcher Befunde gewonnen, so ist ein System von Punkten festgelegt. Man
kann sie durch Linien verbinden; das ergibt Figuren. Betrachtet und verknüpft man
sie, so hat man einen übergreifenden Zusammenhang.” (Curtius 111993: 386)
24 Américo Castro: Carta a Ernst Robert Curtius, 14.11.1950 (Deutsches Literaturarchiv
Marbach, legado Curtius).
Américo Castro y Ernst Robert Curtius 239

de 1950, aludiendo seguramente no sólo a un entendimiento científico,


sino también uno humano. Lamentablemente, no conocemos más car-
tas de Curtius a Castro que la antes citada de octubre del mismo año, y
por tanto no sabemos cómo reaccionó aquél ante esta oferta de amistad
científica sincera. Pero aun así podemos suponer que el filólogo alemán
haya compartido el punto de vista de su correspondiente español: a fin de
cuentas, no es en vano que empiece su gran obra sobre la Literatura europea
con una cita de José Ortega y Gasset que reza: “Un libro de ciencia tiene
que ser de ciencia; pero también tiene que ser un libro” (Curtius 1993: sin
paginación), y que subraye en la misma obra la capacidad de la literatura
de convertir el pasado en presente.25

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musulmanes. New York: Franz C. Feger.
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ZusammenLebens. Berlin/Boston: de Gruyter, pp. 87-102
Gómez Martínez, José Luis (1975): Américo Castro y el origen de los españoles: Historia de
una polémica. Madrid: Editorial Gredos.

25 “Für die Literatur ist alle Vergangenheit Gegenwart, oder kann es doch werden.” (Cur-
tius 1993: 24), en español: “Para la literatura, todo pasado es presente o puede hacerse
presente.” (Curtius 1998: 33)
240 Anne Kraume

Jacquemard-de Gemeaux, Christine (1998): Ernst Robert Curtius (1886-1956): origines et


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_____ (1973): El drama de la formación de España y los españoles. Otra nueva aventura po-
lémica. Barcelona: Edhasa.

Correspondencia:

Cartas de Américo Castro a Ernst Robert Curtius, Deutsches Literaturarchiv Marbach,


legado Curtius,
30.08.1950
15.09.1950
14.11.1950
21.03.1952

Carta de Ernst Robert Curtius a Américo Castro (CAC-28-02-0093), fundación Xavier


Zubiri, Madrid,
19.10.1950
Una filología alternativa desde América
Latina: Antonio Cornejo Polar

Friedhelm Schmidt-Welle
Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin

1. Introducción: Antonio Cornejo Polar y el latinoamericanismo

A partir de mediados de la década de 1990, el crítico peruano Antonio


Cornejo Polar ha merecido una serie de trabajos que ofrecen un balan-
ce de su trayectoria en reconocimiento de la importancia de sus escritos
para la historiografía literaria y cultural de América Latina (Mazzotti/Ze-
vallos Aguilar 1996; Escajadillo 1998; Moraña 1998; Bueno/Osorio 1999;
Schmidt-Welle 2002; Bueno 2004). A pesar de la publicación de esos vo-
lúmenes, es notable el enfoque casi exclusivo de la crítica en unos pocos
aspectos de la obra de Cornejo Polar, como son sus conceptos teóricos de
crítica cultural (heterogeneidad cultural, totalidad contradictoria, repre-
sentación literaria del sujeto migrante no dialéctico) y su artículo sobre
los riesgos de las metáforas (Cornejo Polar 1997). Con este último, afirma
Mabel Moraña, se ha ubicado en “la encrucijada del latinoamericanismo
internacional” (2000) debido a que sus posturas han causado polémicas
con respecto a las perspectivas del latinoamericanismo en general y de la
teoría cultural latinoamericana en especial (Moraña 2000; Ramos 2000;
varios autores en: Schmidt-Welle 2002: 283-305). Este su último artículo
se ha leído (y, a mi modo de ver, sobreinterpretado) a manera de un “testa-
mento intelectual” (García Bedoya 2002: 289).
Más que eso, el texto me parece ser una cuidadosa relectura de las
perspectivas de una crítica cultural construida desde una posición estra-
tégicamente latinoamericana en un contexto de globalización de las teo-
rías metropolitanas (incluso de las que se autoconciben como vernáculas o
contrahegemónicas como algunos textos poscolonialistas). Al mismo tiem-
po, los riesgos de las metáforas que menciona Cornejo Polar, se refieren
igualmente a su propio quehacer académico, y de esa manera, el artículo
se convierte en una aguda autocrítica (Bueno 2002). A pesar de eso, hasta
hoy en día la polémica mencionada oscurece las perspectivas que nos ha
242 Friedhelm Schmidt-Welle

abierto la obra de Cornejo Polar, tanto a nivel teórico como para el análisis
concreto de las praxis simbólicas en América Latina. En cambio, conside-
ro que las nociones teóricas de Cornejo Polar incluso se podrían emplear
en la interpretación de las culturas y literaturas poscoloniales en general
(Schmidt 2000) porque la heterogeneidad socio-cultural caracteriza, a mi
modo de ver, toda sociedad poscolonial.
En otra ocasión, he escrito una introducción a la trayectoria y la obra
de Cornejo Polar, considerando el ámbito y los debates académicos en
los cuales esta obra se desarrollaba, y tratando, sobre todo, sus conceptos
teóricos (Schmidt-Welle 2013). Lo que me propongo ahora es una revisión
de sus escritos que se basa en esa introducción, pero con un enfoque en las
políticas de la crítica. Para llevar a cabo esa tarea, quisiera discutir el con-
cepto del trabajo filológico que desarrolla Cornejo Polar desde sus escritos
tempranos y que mantiene incluso en las formulaciones más sofisticadas
de su teoría cultural.

2. De la filología a la teoría

Cornejo Polar se inicia en los estudios literarios durante los años 60 del
siglo pasado con algunos trabajos sobre la época colonial y los Siglos de
Oro (Mazzotti 2002: 38)1 que quedan disimulados por sus investigaciones
posteriores en los campos de las culturas y literaturas latinoamericanas de
los siglos xix y xx, quizá por el hecho de que algunos de ellos se realizaron
en función de una mejor comprensión de la complejidad cultural contem-
poránea y de sus rasgos históricos. El más importante de esos trabajos es,
sin duda, Discurso en loor de la poesía: estudio y edición, publicado en 1964.
Cornejo Polar acompaña su edición crítica del Discurso, de la autora anó-
nima (o autor anónimo) “Clarinda”, y publicado originalmente en 1608,
con un extenso estudio sobre la situación general de la literatura colonial,
el problema de la identidad de la autora (o del autor) del texto, y un aná-
lisis minucioso de la estructura temático-formal y las fuentes (hoy en día
diríamos la intertextualidad) del Discurso.

1 V., además, la bibliografía de Cornejo Polar en Mazzotti/Zevallos Aguilar (1996: 513-


525).
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 243

Cornejo Polar se basa, como él mismo afirma en el prólogo, en Li-


teratura europea y Edad Media latina, del filólogo alemán Ernst Robert
Curtius,2 “libro que citaremos constantemente” (Cornejo Polar 1964, s.p.,
nota 2). Termina el prólogo escribiendo lo siguiente: “Si algún mérito re-
clamo para este libro primerizo es el de haber sido trabajado, todo él, con
estricta seriedad” (Cornejo Polar 1964, s.p.). Esas afirmaciones indican no
solamente la apreciación de Cornejo Polar por la filología tradicional ale-
mana (voy a analizar este punto más en adelante), sino también su forma
de trabajar minuciosa y detalladamente los textos que él analiza. Esto ex-
plica sus elogios posteriores de la “bibliografía penúltima”, elogio que va en
contra de una crítica literaria cuyas modas cambian cada vez más rápidas
y para cuyos conceptos teóricos el material o la materia prima, es decir, los
textos literarios, muchas veces funcionan como meras ilustraciones de las
hipótesis teóricas o hasta desaparecen detrás de ellas. Al mismo tiempo, el
hecho de que Cornejo Polar tiene que reafirmar la seriedad de su análisis
en todo el libro sugiere que esta seriedad no es un hecho natural –al menos
no en el caso de la crítica peruana de la literatura de la época colonial que
él considera arbitraria y llena de lugares comunes sin fundamentación en
una lectura detallada de sus textos (Cornejo Polar 1964: 81-84; Mazzotti
2002: 40)– y eso más allá de las posturas ideológicas de cada caso, como
muestra su juicio sobre José Carlos Mariátegui al respecto: “Mariátegui,
antítesis ideológica de don José de la Riva-Agüero, se confunde con éste en
la invectiva contra la literatura de la Colonia” (Cornejo Polar 1964: 83).
Después de la revisión de la crítica de la literatura de la Colonia, Cornejo
Polar se ocupa del problema del autor del y en el Discurso basándose en la
crítica inmanentista de Wolfgang Kayser. Pero a pesar de que Cornejo Po-
lar hace uso incluso de la noción de “ciencia de la literatura” (Cornejo
Polar 1964: 100) tan característica de la filología alemana, no comparte
escribir, como Kayser lo propone, una “historia de la literatura sin nom-
bres” (Cornejo Polar 1964: 99) – pero, eso sí, una historia del texto y de
los intertextos del Discurso en la cual el problema del autor se considera de
menor importancia, por lo que Cornejo Polar no le dedica mucha atención
a la cuestión de la autora (o del autor) anónima del mismo (Cornejo Polar
1964: 99). Lo que no menciona el crítico peruano (supongo que por des-
conocimiento) es la razón del procedimiento del filólogo alemán: Kayser

2 El libro de Curtius se publicó originalmente en 1948 bajo el título Europäische Litera-


tur und lateinisches Mittelalter.
244 Friedhelm Schmidt-Welle

se había declarado en favor del régimen nacionalsocialista, y después de la


Segunda Guerra Mundial quería emplear métodos filológicos nada sospe-
chosos o al menos “apolíticos” para poder seguir con su carrera académica.
Sea como fuere, lo que quiere establecer Cornejo Polar es un análisis fi-
lológico que parte de la interpretación de textos literarios y que –a diferen-
cia de Kayser– considera el contexto del texto, pero nada más como arsenal
de “instrumentos auxiliares de conocimiento” (Cornejo Polar 1964: 102).
Esa metodología constituye una especie de núcleo de sus formulaciones
teóricas posteriores, es decir, la consideración de los diferentes niveles del
proceso literario de las literaturas heterogéneas con énfasis en el texto mis-
mo. En otras palabras: la teoría de las literaturas heterogéneas se construye
desde el análisis del texto, desde el trabajo filológico. Pero a diferencia de
los modelos que sigue al comienzo de su carrera, es decir, la crítica inma-
nentista y el new criticsm de Austin Warren y René Wellek (Cornejo Polar
1964: 99-100), que fueron traducidos al español en la década de 1950, el
crítico peruano propone una filología alternativa desde una perspectiva
latinoamericana o hasta poscolonialista que considera la situación posco-
lonial y multicultural de las sociedades latinoamericanas, es decir, su real
heterogeneidad sociocultural.
En el centro de esta concepción filológica de la crítica literaria encontra-
mos el problema de la relación entre contenido y forma. Siguiendo una vez
más a Kayser, Cornejo Polar parte del supuesto de que el texto literario se
conforma como “una estructura lingüística completa en sí misma” (Corne-
jo Polar 1964: 100). El texto adquiere un sentido formalizado, una litera-
riedad propia. Al respecto, Cornejo Polar incluye en su interpretación las
ideas de una “filosofía del lenguaje” expresadas por Karl Vossler y Alfonso
Reyes (Cornejo Polar 1964: 101). Y sigue afirmando lo siguiente:
Anótese, complementariamente, que por “sentido formalizado” entendemos
todo complejo expresivo que sólo es en cuanto dicho, de suerte que el tra-
dicional concepto dicotómico (contenido como conjunto de ideas, afectos,
voliciones, etc., que luego se traduce lingüísticamente en una forma), pierde
validez en cuanto todo redúcese a una forma que es, en sí misma, significativa
(Cornejo Polar 1964: 100).

Es en ese ímpetu sobre el sentido formalizado del texto en que se percibe


el núcleo del concepto que más tarde se definirá como la heterogeneidad
cultural y literaria en el continente. En sus primeras formulaciones, la he-
terogeneidad es un concepto que se basa en la forma del texto y la consti-
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 245

tución del narrador, aspectos que ya son visibles en el análisis del Discurso
en loor de la poesía, aunque con la diferencia de que, en ese último caso, se
trataba de poesía y no de la prosa que analiza Cornejo Polar para fundar
su teoría de la heterogeneidad sociocultural y literaria. Veremos cómo se
construye esa teoría.
Cornejo Polar entiende por literaturas heterogéneas
[…] especialmente aquéllas que realizan en sí mismas la conflictividad de
todo el sistema; esto es, las que se producen en la intersección de dos siste-
mas literarios y de sus respectivas bases sociales, en el marco de espacios de
confluencia socio-cultural que delatan, con máxima claridad, los problemas
de una literatura engarzada en universos distintos y hasta opuestos (Cornejo
Polar 1980a: 56).

En otras palabras: las literaturas heterogéneas son una representación sim-


bólica de la heterogeneidad de sociedades surgidas de una conquista y he-
rederas del consiguiente conflicto entre distintas culturas. Se caracterizan
por una estructura específica del proceso literario en el cual uno o más
niveles del mismo provienen de o se ubican en distintas esferas culturales.
Mientras que en las literaturas homogéneas la producción (el autor y su
ámbito socio-cultural), el texto (con sus formas y convenciones estéticas
y su intertextualidad), la difusión/recepción (los lectores y su ámbito so-
cio-cultural, el mercado, etc.) y el referente (el mundo representado en el
texto) pertenecen a la misma cultura, en el caso de las literaturas hetero-
géneas “[…] uno o más de sus elementos constitutivos corresponden a un
sistema socio-cultural que no es el que preside la composición de los otros
elementos puestos en acción en un proceso concreto de producción litera-
ria” (Cornejo Polar 1980b: 60).
El caso que más ha trabajado el mismo Cornejo Polar es el de las lite-
raturas indigenistas en las que el referente pertenece a la cultura indígena
mientras que todos los demás niveles del proceso literario pertenecen al
mundo occidental u occidentalizado. Pero la distinción no tiene que ser
necesariamente entre producción, texto, difusión/recepción, por un lado,
y referente, por otro. Las literaturas heterogéneas se caracterizan, más bien,
por la diferenciación de los elementos del proceso literario según su “per-
tenencia” a distintas culturas, y no por la definición de una sola ruptura
como la descrita anteriormente para el caso de la literatura indigenista.
Más allá de ser un mero concepto teórico que destaca la heterogenei-
dad básica en una sociedad colonializada, la heterogeneidad socio-cultural
246 Friedhelm Schmidt-Welle

se convierte en los escritos de Cornejo Polar en una categoría metodológica


que permite la interpretación concreta de textos de las literaturas heterogé-
neas. Retomamos, por el momento, el ejemplo de las literaturas indigenis-
tas para destacar este aspecto crucial del pensamiento del crítico peruano,
es decir, la conexión estrecha entre teoría, metodología y análisis concreto
de los textos literarios – en otras palabras: el paso de la filología a la teoría.
Aunque Cornejo Polar analiza todos los niveles del proceso literario,
es el nivel del texto o el sentido formalizado que se encuentra en el centro
de la atención del crítico. La heterogeneidad de ese texto se puede percibir,
entre otras cosas, en el empleo de la escritura, en el idioma y en el género
literario. A pesar de que los escritores indigenistas se identifican de cierta
manera con la cultura indígena, su representación de esta última se realiza
mediante elementos de la cultura dominante: la escritura, es decir, el alfa-
beto, el español como lengua en la cual se escriben los textos y el uso del
género literario de la modernidad occidental por excelencia, la novela. Pero
en las novelas indigenistas, existen una serie de elementos que no coinci-
den con la estructura tradicional del género novela; en ellos se manifiesta
precisamente su heterogeneidad y la influencia de la cultura del referente
hasta llegar a su punto máximo en las novelas de José María Arguedas, en
donde la sintaxis del quechua a veces incluso va a predominar, a pesar de
tratarse de textos escritos en español.
La construcción de la teoría de las literaturas heterogéneas a partir
del análisis concreto del sentido formalizado del texto es precisamente el
punto en que los conceptos de Cornejo Polar se convierten en una filo-
logía alternativa desde América Latina. El perspectivismo de esa filología
alternativa no se puede entender sin la situación colonial y poscolonial de
las sociedades latinoamericanas, sin la confrontación violenta de diferentes
culturas en la conquista y el consiguiente conflicto de la longue durée. Este
es el punto en que los trabajos de Cornejo Polar se distinguen de los mode-
los que había seguido en su juventud, es decir, la crítica inmanentista y el
new criticism. Y esta es su aportación a una crítica verdadera y estratégica-
mente latinoamericana que tanto se había discutido a partir de comienzos
de los años 70 del siglo pasado.
El proyecto de la crítica y teoría literaria específicamente latinoameri-
cana fracasa, como anota el mismo Cornejo Polar en una conferencia de
1992 (Cornejo Polar 1999), entre otras cosas porque muchos de sus repre-
sentantes no suelen emplear la misma metodología que el crítico peruano,
es decir, no parten del análisis filológico para construir sus conceptos teóri-
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 247

cos, sino se quedan en el reclamo abstracto, en una serie de prolegómenos


y propuestas teóricas que no se verifican mediante el análisis concreto de
textos, a pesar de que la idea central del proyecto había sido la de conside-
rar la especificidad de los procesos literarios en América Latina.
Antes de debatir con más detalle el concepto de la heterogeneidad en
sus elaboraciones a partir de finales de la década de 1980, me gustaría re-
gresar por unos momentos a la producción crítica de Cornejo Polar de la
primera mitad de los años 70 para aclarar mejor el método que emplea en
sus análisis de textos y la relación de éstos con la constitución de sus nocio-
nes teóricas. Me refiero a una serie de textos sobre novelas peruanas publi-
cados en revistas especializadas y libros, artículos que más tarde se reúnen
en el volumen La novela peruana: siete estudios (Cornejo Polar 1977b).
El más antiguo de estos artículos, “La estructura del acontecimien-
to de Los perros hambrientos” (Cornejo Polar 1977b: 65-84), ya se había
publicado en 1967 en la revista Letras (Lima). En él, Cornejo Polar no
solamente analiza de manera detallada la estructura del acontecimiento y
la función del narrador de la novela de Ciro Alegría, sino menciona uno
de los elementos claves de su teoría de la heterogeneidad – aunque en esos
momentos no emplea todavía la categoría misma de heterogeneidad:
La novela se construye, pues, mediante un juego de distanciamiento y apro-
ximaciones, con un transfondo de reflejos múltiples pero elementales, que se
resuelven en una comunidad que parecía imposible: la del lector y el narrador.
Y esto es así sólo por la configuración idiomática de los relatos. Lector y na-
rrador usan una misma norma; esto es, son de un mismo mundo y ambos se
proyectan sobre una realidad ajena: la que sólo es propia del Simón Robles,
la Antuca, los Celedonios, que no hablan en quechua pero que modulan una
expresión lingüística diversa (Cornejo Polar 1977b: 71).

Cornejo Polar anticipa aquí lo que más tarde reformulará para introducir
la noción de heterogeneidad literaria: la existencia de dos mundos en el
proceso literario de la novela indigenista: el de la producción, el texto y
la difusión/recepción, por una parte, y el del referente indígena, por otro.
En la introducción al libro, aclara su metodología. Afirma
[…] la necesidad de trabajar monográficamente, sobre textos aislados, como
paso previo a la elaboración de visiones más amplias del proceso histórico
de nuestra literatura. Este libro es el resultado de la primera parte de dicho
proyecto: recoge los trabajos críticos que, bajo el modelo del “análisis e inter-
pretación de textos”, quieren dar razón de la organización, funcionamiento y
sentido de ciertas obras consideradas especialmente valiosas en la historia de
la novela peruana (Cornejo Polar 1977b: 5).
248 Friedhelm Schmidt-Welle

Es decir, todavía sigue el modelo de su producción crítica temprana basada


en los escritos de Kayser y el new criticism, pero los análisis filológicos de
textos aislados se realizan en función de una posterior ampliación y teo-
rización.
Una segunda diferencia con respecto al tradicional “análisis e inter-
pretación de textos” o con la crítica inmanentista la aclara en la misma
introducción. Cornejo Polar señala la importancia de acudir a categorías
extraliterarias para
[…] responder a [la] convicción de que la literatura es revelación y crítica
de la realidad. A este respecto se advertirá que los niveles textuales materia
de estudio se remiten siempre, directa o indirectamente, a la concepción del
mundo –si se quiere a la “ideología”– que los anima y explica (Cornejo Polar
1977b: 6).

Es decir, al análisis filológico se añade la crítica de la ideología. Esta última


solamente se puede realizar a partir de un corpus más amplio de textos
que deja entender de qué manera la literatura constituye “un hecho social”
(Cornejo Polar 1977b: 6). De este modo, Cornejo Polar inscribe su trabajo
en la (re-)construcción de la historia literaria nacional, proceso que culmi-
nará más tarde en el libro La formación de la tradición literaria en el Perú
(Cornejo Polar 1989a). En ese contexto, lo importante es que los escritos
de Cornejo Polar no forman parte de una sociología de la literatura que
analiza los textos literarios a partir de hechos extratextuales, sino al revés.
Parte del análisis textual, del trabajo filológico, para ampliar sus estudios
mediante la crítica de la ideología. Se trata, entonces, de una sociología de
la literatura en el sentido en que la define Theodor W. Adorno en su ensayo
“Discurso sobre lírica y sociedad” (Adorno 1962).
Este procedimiento de Cornejo Polar también es importante para el
desarrollo de sus nociones teóricas posteriores, sobre todo para la hetero-
geneidad literaria. Ésta se basa en la existencia de una heterogeneidad so-
ciocultural cuya representación literaria o praxis simbólica es la literatura.
Al mismo tiempo, la crítica de la heterogeneidad de la novela indigenista
incluye la crítica de la ideología de sus autores, es decir, su suposición de
que su versión del mundo indígena sería una versión “interior” de esta
esfera cultural. Pero esta crítica se realiza siempre a partir del análisis de la
expresión de esa ideología en los textos literarios mismos. En otro capítu-
lo del libro, y en esa misma línea, Cornejo Polar critica la “[…] abusiva
cobertura del mundo indígena, y del mundo andino como totalidad, por
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 249

los principios, valores e intereses de otros sectores del país” (Cornejo Polar
1977b: 31) en la novela Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner.
En general, en el libro se puede percibir un desplazamiento del análisis
de los acontecimientos, los personajes, la representación del espacio, y de la
función del narrador (Cornejo Polar 1977b: 9, 11-20, 33-47, 50-52) hacia
cuestiones de cosmovisión, sobre todo presentes en las interpretaciones de
la narrativa de José María Arguedas (Cornejo Polar 1977b: 85-137). Es en
ese contexto en que Cornejo Polar habla –quizá por vez primera– explíci-
tamente de la heterogeneidad de los textos de ese escritor cuando destaca
“[…] una tenaz obsesión arguediana: la dislocada e hirviente heterogenei-
dad del Perú, las interminables contiendas entre los mundos socio-cultura-
les que comparten su espacio y su historia” (Cornejo Polar 1977b: 140). Y
añade que, en el caso de Arguedas, se trata además de una heterogeneidad
lingüística debido a su producción bilingüe (Cornejo Polar 1977b: 141).
El método filológico de Cornejo Polar y el enfoque en una teorización
de la heterogeneidad con base en el análisis concreto de textos literarios
también son importantes con respecto a los cambios en la formulación de
su teoría de la heterogeneidad sociocultural y literaria a fines de la década
de 1980 cuando introduce una nueva categoría: la heterogeneidad interna
en todos los niveles del proceso literario.
De cierta manera, esta heterogeneidad interna en todos los niveles del
proceso literario ya estaba presente en sus artículos anteriores, pero sin que
Cornejo Polar la hubiera formulado de manera explícita en el sentido de
convertirla en una noción teórica. El cambio que realiza el crítico en su
teoría de la heterogeneidad conlleva un cambio de perspectiva que va desde
la heterogeneidad de la producción literaria y textual como producción so-
cial (D’Allemand 2000: 123-136) hasta la representación discursiva de la
heterogeneidad interna. Aunque este cambio se anuncia en su libro La for-
mación de la tradición literaria en el Perú (Cornejo Polar 1989a), es en un
artículo publicado en 1992 en donde se desarrolla plenamente, mediante
una consideración de la influencia de la oralidad primaria de las culturas
andinas en un poema de César Vallejo (Cornejo Polar 1992).
Como hemos visto, Cornejo Polar basa sus formulaciones teóricas en
el trabajo filológico concreto, en el análisis primero de textos aislados y
después de conjuntos de textos como la literatura indigenista peruana,
análisis que incluyen una postura crítica en cuanto a la ideología de sus
autores. La misma metodología la emplea en su labor como profesor uni-
versitario, como nos recuerda José Antonio Mazzotti:
250 Friedhelm Schmidt-Welle

Entre los rasgos básicos de [sus] cursos destacaba la fluidez entre el discurso
teórico y sus posibles aplicaciones prácticas. Implícitamente, Antonio mate-
rializaba en sus clases la idea de un sentido concreto de la formulación teórica,
convirtiendo ésta en verdadera herramienta –y no en finalidad estéril– de la
reflexión (Mazzotti 1999: 36).

3. De la teoría a la filología a la teoría

Pero Cornejo Polar no se queda en el camino de la filología a la teoría y


en relacionar estas dos con su labor de la enseñanza universitaria, sino que
emprende otro camino más: el de la teoría a la filología. Una vez estable-
cidas las categorías de la heterogeneidad sociocultural, la totalidad con-
tradictoria (Cornejo Polar 1983) y la heterogeneidad interna en todos los
niveles del proceso literario, verifica y amplifica estas categorías mediante
el análisis de textos literarios, es decir, se establece una especie de círculo
hermenéutico entre trabajo filológico y teorización de los resultados del
mismo.
Lo importante al respecto es que Cornejo Polar basa sus argumentos
teóricos, sus conclusiones y su proyección a otras esferas o investigaciones
de la cultura latinoamericana en el análisis concreto de las representaciones
textuales, pero siempre con una orientación histórica concreta, es decir,
hacia el contexto social en el cual surgen estas representaciones textuales.
De ahí el fuerte perspectivismo latinoamericano que no es meramente es-
tratégico sino se deriva del análisis de los textos literarios producidos en el
continente. En ese contexto, la permanente relectura de textos literarios,
evidente sobre todo en sus interpretaciones de la narrativa de José María
Arguedas, forma la base para las reformulaciones de sus conceptos teóricos
(D’Allemand 2010: 257-258).
A partir de esas relecturas permanentes –relecturas de los textos argue-
dianos, pero también relecturas de sus propios conceptos teóricos– formu-
la otra categoría que nace con la constatación de la heterogeneidad interna
en todos los niveles del proceso literario mencionada anteriormente. Si
ésta existe a nivel del texto o discurso, en última instancia tanto el sujeto
productor como el sujeto construido a nivel discursivo se convierten en
sujetos heterogéneos que se mueven entre distintas esferas socio-culturales.
Esto es lo que Cornejo Polar llama el sujeto migrante, lo que determina, al
mismo tiempo, su noción de la heterogeneidad no dialéctica.
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 251

En otras palabras: la heterogeneidad discursiva, formulada al comien-


zo como una categoría interpretativa que se refiere casi exclusivamente a
las literaturas o sistemas literarios (Cornejo Polar 1989b) en un contexto
nacional, y más específicamente a la literatura indigenista (Cornejo Po-
lar 1977a; 1978), se convierte, en el contexto de la reformulación de los
conceptos teóricos a partir de los años 90, en heterogeneidad interna en
todos los niveles del proceso literario (Cornejo Polar 1992) y, más tarde,
en heterogeneidad de situaciones discursivas del –y dentro del– sujeto mi-
grante, y en heterogeneidad no dialéctica (Cornejo Polar 1993; 1994b;
1995; 1996), siempre relacionada con el trabajo filológico que posibilita la
creación y recreación de nuevas categorías. En ese sentido, Cornejo Polar
formula la perspectiva de una filología alternativa que retoma ciertos pro-
cedimientos de la filología tradicional para convertirlos en instrumentos de
una filología con un fuerte perspectivismo latinoamericano que considera
la historia colonial y la situación poscolonial en el continente.

4. Apertura: Antonio Cornejo Polar y el latinoamericanismo

Con respecto a cuestiones ideológicas o las políticas de la crítica, la obra


de Cornejo Polar se inscribe en el proyecto de la década de 1970 de una
historiografía literaria “latinoamericana” con métodos y conceptos teóricos
que consideran la especificidad de los procesos históricos en la región. Este
proyecto quedó inconcluso, como se desprende de las discusiones sobre
las posibilidades de aplicar conceptos teóricos del poscolonialismo, de los
estudios subalternos y de los estudios culturales, o de los Cultural Studies
en general, al contexto de la historia cultural latinoamericana (de la Campa
2000; Rojo 1998), y de los debates sobre las perspectivas del “latinoame-
ricanismo” y de los estudios latinoamericanos (Cornejo Polar 1999; de la
Campa 2000; Levinson 1997; Moraña 1999 y 2000; Ramos 2000).
Cornejo Polar aporta categorías propias a ese proyecto. La existencia de
una pluralidad de sistemas literarios en un espacio nacional poscolonial, en
el cual la coexistencia de varios sistemas (tanto literarios como culturales)
había nacido con la confrontación violenta de una conquista que desen-
cadenó todo un proceso colonialista, neocolonialista (¿y poscolonialista?),
es decir, la especificidad de la historia de América Latina, se convierte en
252 Friedhelm Schmidt-Welle

contexto y fondo de la heterogeneidad socio-cultural y literaria que define


Cornejo Polar, e influye en toda su producción crítica.
Sobre todo las categorías del “sujeto migrante” y de la “heterogeneidad
no dialéctica” dialogan con las tendencias recientes más importantes de la
crítica del latinoamericanismo internacional y con los estudios culturales
en y sobre América Latina.3 El hecho de que Cornejo Polar no siempre
mencione las nuevas teorías de los estudios culturales no significa, enton-
ces, que éstas no tengan repercusión en su pensamiento y su obra. Se trata,
más bien, de una operación estratégica para mantener el perspectivismo
del conocimiento local (Kaliman 1999) de su propia teoría, para dar cuen-
ta de su ubicación espacio-temporal y del lugar metafórico desde el cual se
construye, contrarrestando de esta manera los riesgos de las metáforas to-
talizantes y/o globalizadoras de muchos trabajos de los estudios culturales
y del poscolonialismo.
La crítica de la constitución del sujeto (y del discurso identitario del
mismo), que en última instancia es una crítica de la construcción del sujeto
moderno en la cultura occidental(izada), coincide en parte y dialoga con
la crítica de los discursos occidentales de Walter Mignolo en su concepto
del posoccidentalismo (1996), concepto que se desarrolla en los mismos
años que la crítica del sujeto y del discurso migrantes de Cornejo Polar. Lo
mismo se podría decir –aunque hasta ahora haga falta su verificación para
casos concretos– del discurso migrante y de las representaciones culturales
y/o literarias de situaciones fronterizas (border cultures). En este sentido, las
categorías de Cornejo Polar se encuentran precisamente en el centro de los
debates actuales en los estudios culturales. Constatar, entonces, que Cor-
nejo Polar es “uno de los propulsores de la resistencia intelectual” (Palermo
2000: 184), o afirmar que su obra crítica “podría considerarse como una de
las últimas instancias de cierto discurso latinoamericanista” (Ramos 2000:
186), no me parece adecuado para entender la postura abierta de Cornejo
Polar con respecto a nuevos caminos de la teoría cultural y literaria en la
reformulación de sus conceptos durante los años 90.
Los escritos de Cornejo Polar no solamente son ejemplares en cuanto
a la conexión estrecha entre teoría e interpretación, entre la creación de
nuevas categorías y análisis filológico, sino también en cuanto a su postura
autorreflexiva y autocrítica. En este contexto quisiera recordar su frase “yo

3 Cf., con respecto al estado actual de los estudios culturales y la crítica cultural latinoa-
mericanas y/o latinoamericanistas, respectivamente, Schmidt-Welle (2006; 2010).
Una filología alternativa desde América Latina: Antonio Cornejo Polar 253

también soy irremediablemente (¿y felizmente?) un confuso y entrevera-


do hombre heterogéneo” (Cornejo Polar 1994a: 24), con la cual Cornejo
Polar termina la introducción de Escribir en el aire. Ella indica que la re-
formulación de las nociones teóricas centrales (¿o debemos decir descen-
tralizadas? en el caso del sujeto migrante que se convierte en un sujeto
descentrado, múltiple, disperso) en el contexto de su propia condición de
sujeto migrante incluye una autorreferencialidad que abre su teoría a un
proceso similar al que destaca en su interpretación del discurso migrante:
la teoría misma tiende a convertirse en una crítica heterogénea de las
representaciones culturales de América Latina. Por todo esto, no es una
mera casualidad que el último capítulo de Escribir en el aire (Cornejo Polar
1994a), que trata precisamente la heterogeneidad interna en todos los ni-
veles del proceso literario, y la relación compleja entre voz y lengua en un
poema de César Vallejo, se titule “Apertura”.
El rigor metodológico y epistemológico es una de las características
más notables de la obra de Cornejo Polar, y explica el cuidado y la cautela
que tuvo con respecto a la integración de nuevos paradigmas en sus con-
ceptos teóricos. En ese sentido, la incansable reformulación de las catego-
rías teóricas e interpretativas es una prueba de su actitud autocrítica que al-
canza su momento culminante en Escribir en el aire (Cornejo Polar 1994a).
Desde sus escritos tempranos, Cornejo Polar retoma la metodología fi-
lológica proveniente de la crítica literaria europea (sobre todo la alemana y,
en menor grado, la española), pero la convierte en una filología alternativa
no imperial, pensada desde una perspectiva latinoamericana y consideran-
do las especificidades históricas concretas de las literaturas del continente.
Cornejo Polar realiza la ardua tarea de revisar las teorías producidas en el
centro desde esa perspectiva latinoamericana para superar la tradicional
división del trabajo en que la periferia no más produce la materia prima,
es decir, las expresiones artísticas (la literatura, en concreto) que después
serán analizadas y teorizadas desde el centro.
254 Friedhelm Schmidt-Welle

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Creación y crítica
Soledad Acosta de Samper (1833-1913) y el
romanticismo. La narrativa como forma de
crítica en el siglo xix latinoamericano

Carolina Alzate
Universidad de los Andes, Bogotá

1. Introducción

Este artículo quiere mostrar la manera en que una escritora colombiana del
siglo xix, Soledad Acosta de Samper (1833-1913), busca inscribir su voz
en la tradición crítica hispanoamericana, específicamente en la del roman-
ticismo. Se verán dos momentos de su producción: la primera aparición
pública en sus corresponsalías desde París (1859) y un momento ulterior
de desarrollo en su novela de 1876, Una holandesa en América (segunda
versión de 1888). Su debate con la manera en que el romanticismo piensa
los territorios de ultramar y a las mujeres no se da inicialmente en el es-
pacio formalizado del ensayo sino dentro de la corresponsalía “femenina”
y la novela. Sus publicaciones de finales del siglo sugieren que para ese
momento ha ganado la autoridad suficiente para desarrollar sus ideas en el
género del ensayo propiamente dicho. El artículo mostrará qué estrategias
emplea esta escritora para entrar en el espacio político de discusión sobre
el Nuevo Mundo del americanismo republicano y sobre el lugar dispuesto
allí para las mujeres.
Antes de entrar en el tema, quiero señalar que encuentro apropiado
el llamado de atención hecho por Friedhelm Schmidt-Welle (2013) en el
sentido de la cautela con la que se debe emplear el vocablo de romántico en
el estudio de las literaturas hispanoamericanas. Tanto en Europa como en
nuestro continente debe hablarse de romanticismos en plural, y el nuestro,
como señalaron ya Barreda y Béjar (1999), es un conjunto heteróclito de
ideas que se constituye a partir de la apropiación interesada y selectiva he-
cha por el grupo letrado que se auto-asignó el diseño de la nación. No sólo
las historiografías del siglo xx emplearon el término de romántico: también
lo hicieron los escritores y escritoras a lo largo de varias décadas del siglo
xix. Qué los haya motivado a hacerlo y cuáles sean sus contenidos especí-
260 Carolina Alzate

ficos es un tema que requiere un estudio detenido y detallado. El artículo


que aquí presento espera, en lugar de redundar en las generalizaciones,
mostrar uno de los momentos del término: su aparición, caracterización y
problematización en una escritora colombiana del siglo xix.
Como ha mostrado Doris Meyer en la introducción a su libro de 1995,
en la historia del ensayo latinoamericano se observa que las diversas gene-
raciones de ensayistas del siglo xix, en particular, intentaron negarles a las
escritoras un espacio intelectual en el cual formular y articular sus visiones
de la cultura y de la sociedad (Meyer 1995: 3). Las restricciones sociales al
acceso a la letra –alfabetización y educación formal– y a la cultura impresa
(Pratt 1995: 10) explican que uno de los temas de las primeras ensayistas
del xix fuera el de la educación para las mujeres, y que sus preocupaciones
estén con frecuencia asociadas a las circunstancias femeninas (Meyer 1995:
5). A pesar de todo ellas lograron escribir, y lo hicieron superando diversas
dificultades, las mismas quizá que están detrás de su casi ausencia de las
antologías del ensayo latinoamericano hasta el día de hoy (Meyer 1995: 3).
Hubo que esperar hasta las décadas de 1970 y 1980 para comenzar a tratar
de superar esa invisibilización: la democratización de las universidades y
el feminismo (Pratt 1995: 10) permitieron comenzar articular en lugares
autorizados el sentido de esa ensayística de autoría femenina.
Recurriendo a la expresión de Victoria Ocampo (“no me interrumpas”,
del ensayo “La mujer y su expresión”, 1936), podemos afirmar que el en-
sayo del siglo xix se construyó como un monólogo masculino que a las
mujeres se les recomendó no interrumpir (Pratt 1995: 12). Ese ensayo de-
cimonónico de tradición masculina puede definirse como “ensayo de iden-
tidad criolla” (Pratt 1995: 14). En ese contexto, a las mujeres, producto de
su estatuto legal y jurídico, se les negó el poder de hablar como ciudadanas
para los ciudadanos (Pratt 1995: 14). En este medio de acceso restringido
a la educación y a letra impresa, para muchas mujeres los textos cortos pe-
riodísticos fueron punto de entrada a la escritura pública (Pratt 1995: 22).
Con todo, si iban a hablar, debían hacerlo como mujeres (Pratt 1995: 14).
Tal es el caso de Soledad Acosta de Samper. Sus orígenes como escri-
tora se encuentran en su diario íntimo de 1853 a 1855, pero su primera
escritura pública aparece cuando ella tenía vientiséis años, en 1859: se trata
de la “Revista parisiense”, la corresponsalía quincenal que envía desde París
al periódico Biblioteca de Señoritas (1858-1860), una importante publica-
ción literaria colombiana de la época.
Soledad Acosta de Samper y el romanticismo 261

2. La “Revista Parisiense”1

La Biblioteca de Señoritas es una publicación semanal neogranadina que


circuló entre 1858 y 1859, dieciocho meses durante los cuales publicó
sesenta y siete números. Su regularidad y longevidad, mirada en contexto,
hablan de la consistencia de su empresa. Aunque su nombre lo sugiera, no
se trata de una revista dirigida sólo a las mujeres: su título hace referencia
más bien a algo que se precisa en su primer número: “Deseosos de cooperar
en algo al adelanto de nuestra literatura propia, hemos venido en fundar
este periódico, bajo el patrocinio de las señoritas”, señala el Prospecto. Y
continúa:
la literatura, más que un pasatiempo de desocupados, es una ciencia hermosa
y difícil, cuyo cultivo exige más conocimientos y más consagración que los
esfuerzos baladíes de nuestros líricos de oficio. Empero, para esto se necesita
un campo conocido y seguro donde sembrar los granos del talento, especie
de urna de oro que recoja y guarde nuestras primeras obras como un depósito
sagrado. Esa urna es la Biblioteca de Señoritas, que nosotros no hemos vacilado
en poner en manos de las jóvenes neogranadinas, como en las manos mismas
de las diosas protectoras del genio (“Prospecto”).

Esta es la publicación en la que aparece la “Revista Parisiense” de Soledad


Acosta de Samper: el periódico espera que las mujeres resguarden lo que
en él se produzca, o que sean ellas mismas productoras de discurso. La
autora había viajado a Europa en 1858 con su esposo, su madre y dos hijas
pequeñas; allí estuvieron, radicados principalmente en París, hasta el año
de 1863. No era la primera estancia de la autora en esta ciudad: allí vivió
entre los doce y los diecisiete años con sus padres, el prócer, historiador
y geógrafo neogranadino Joaquín Acosta y su madre, Carolina Kemble,
nacida en Nueva Escocia.
En el número 38 de la Biblioteca, de enero de 1859, primer número
del año dos, los redactores señalan que la publicación había dejado de cir-
cular durante tres meses y se creía desaparecida:
Varias dificultades nos obligaron a suspender nuestro periódico [...] Estas di-
ficultades han sido en parte allanadas: tenemos ya buen papel; hemos logrado

1 En lo que sigue retomo una reflexión hecha por mí, en otro contexto, en el artículo
“Autobiografía y géneros autobiográficos. Soledad Acosta de Samper, entre el relato de
viajes y la novela”. Relatos autobiográficos y otras formas del yo, compilación de Carmen
Elisa Acosta y Carolina Alzate. Bogotá: Ediciones Uniandes y Siglo del Hombre Edito-
res, 2010. 137-156.
262 Carolina Alzate

comprometer dos de nuestros primeros escritores como constantes colabo-


radores [...] , i conseguido fundar una correspondencia original de París, de
la cual publicamos hoi la primera carta. Acerca de esta correspondencia nos
escribe de aquella capital nuestro amigo el señor ***, que tanto interés ha
tomado por obtener de la bondadosa e ilustrada Andina [seudónimo de So-
ledad Acosta] la condescendencia de honrarnos con sus cartas, lo siguiente:
“Ella (Andina) desconfía mui justamente de sus fuerzas i teme no satisfacer las
esperanzas de U. i de sus suscritores. Sin embargo ha convenido en trabajar
i enviar cada 15 días una revista, i hoi va la primera a disposición de usted
(No. 38, 1).

La colaboración que ha logrado de Andina es algo de lo que se enorgullece


el periódico. Esta colaboración, como se observa también en la cita, apa-
rece introducida por una voz masculina que obtiene el trabajo y lo envía
al periódico con una nota introductoria. Su marido, José María Samper
(1828-1888), es el aparente motor de la escritura y de la publicación, y en
sus líneas afirma la modestia que ha tenido que vencer para lograr la corres-
pondencia de parte de su esposa. El interés que le da poder escribir desde
y sobre París ha abierto para la autora un espacio discursivo autorizado, si
bien regulado como se verá a continuación.
La “Revista Parisiense” aparece en la primera página del periódico, lu-
gar que siempre ocupará a lo largo de sus quince entregas, cuatro páginas
de las ocho del periódico. Su esposo ha dicho cómo procederá nuestra
autora: “la Revista de los días 15 de cada mes, se contraerá a las modas en
todos sus ramos, anécdotas y crónica volante. . . La de los días 30 y 31,
abrazará (sin modas) la crónica de los teatros i todas las bellas artes, aca-
demias i museos, necrolojía de notabilidades en las ciencias i la literatura,
inventos curiosos, baños de estío, fiestas, bailes” (No. 38, 1).
Esta primera entrega de la “Revista Parisiense” tiene un subtítulo des-
criptivo: “Prólogo inevitable – Lujo entre las damas parisienses – Anécdo-
tas – modas en el mes de noviembre – La modista parisiense – Crinolinas
– Crónica de la quincena” (No. 38, 1). El prólogo, escrito por la autora,
es interesante, pues se mueve en el doble discurso característico de las es-
critoras hispanoamericanas del siglo xix y cuya articulación se ciñe a las
normas de lo aceptado como femenino a la vez que las cuestiona e intenta
ampliarlas:
Comunicación i movimiento son las palabras que caracterizan el progreso
de la especie humana. [...] Es obedeciendo a esa necesidad de comunicación
que [...] os pido permiso, bellas bogotanas, para entablar una serie de con-
versaciones íntimas adecuadas a las necesidades de nuestro sexo. [...] ¿Cuál es
Soledad Acosta de Samper y el romanticismo 263

la misión de la mujer? [...] No veo la necesidad de que nos emancipen, como


tampoco me parece conveniente que nos pongan en estado de sitio. [...] Lo
único que pido es que nos dejen ser mujeres. ¿Acaso preguntaréis qué somos?
El sexo fuerte suele decir que somos “ánjeles adorables, consuelo de la vida”,
etc.; pero yo tengo mis sospechas de que otras veces i en confianza suelen
llamarnos por nombres poco galantes, i en cuanto a nuestro carácter anjelical
no me hago ninguna ilusión. Convengamos en una cosa mui sencilla: que así
como los hombres no son más que un conjunto de cualidades i defectos, las
mujeres igualmente poseen el don de hacer feliz o infeliz a su familia, i ambos
sexos deben estudiarse mutuamente para seguir en armonía la senda de la vida
(No. 38, 1-2).

Andina en su prólogo afirma, siguiendo lo establecido, que la misión de


la mujer es “conservar, educar y agradar” (No. 38, 2) –y en ello seguiría el
discurso del Prospecto de la Biblioteca–, y (pero) que para poder ejercer su
influencia debe cultivar su corazón, su espíritu y su persona. Por este lugar
por el cual empieza a “colarse” en el texto un espacio autónomo para las
mujeres ocupado en el desarrollo de su subjetividad y que matiza la exigen-
cia de abnegación (auto-negación) consuetudinaria: “De aquí la necesidad
de leer o ver todo lo que se refiere al canto, la danza, la música, la poesía, la
pintura, la escultura, la moda (en su acepción más alta), los teatros, la cró-
nica, el romance” (No. 38, 2). El prólogo de la autora en su primera línea
ha ubicado a las mujeres como parte de la especie humana, y la “comuni-
cación” y el “movimiento” como necesarios y característicos del “progreso”,
es decir, esenciales en la construcción de la nación en la que están compro-
metidos la escritora y los letrados –liberales, valga aclarar– de su genera-
ción, y en la cual quiere comprometer a sus congéneres colombianas. Cabe
señalar además que comunicación y movimiento caracterizan en el discurso
decimonónico la subjetividad masculina mas no la femenina, cuya versión
patriarcal quiere a las mujeres en el silencio y la quietud, como muestran
las numerosas publicaciones de la época que quieren establecer el deber ser
femenino. La mujer a quien se dirige la autora de veintiséis años sale y debe
salir de su espacio doméstico, tanto al espacio público de la lectura y de la
escritura como al de los teatros. Lo que no dice el prólogo es que hablará
también de política, si bien enmarcada dentro de la reseña de la moda. En
política, sigue la corriente liberal que critica el imperio francés (ver Mar-
tínez 2001: 166-168, 210); lo sigue también en su discurso de fundación
nacional. Además comenta y recomienda libros.
Doris Meyer ha señalado que las mujeres del siglo xix recurren a for-
mas híbridas de ensayo. Algo así es esta corresponsalía: un medio de expre-
264 Carolina Alzate

sión dentro de los confines del discurso establecido: “Para una mujer cuya
identidad de género estaba definida por la Iglesia y el Estado, el ensayo
ofrecía un lugar para desmitologizarse y dar testimonio sobre la realidad
desde su perspectiva” (Meyer 1995: 4). Con frecuencia esas formas híbri-
das están signadas por la autocensura y ambivalencia (Meyer 1995: 5, 6),
como también vemos que ocurre aquí.
Ya en este momento tan temprano de escritura pública la autora abor-
da sus dos temas principales: la patria y las mujeres. Con respecto de la
patria, en una de sus reseñas sobre literatura se muestra preocupada por la
manera en que desde Europa se narran los territorios de ultramar, y quiere
denunciar y corregir esa situación:
Hace como diez o doce días que apareció en el mundo literario una novela
de una señorita Girard, de la cual empiezan a hablar con elojios. Esta obrita
[publicada en tres tomos pero en realidad corta] [...] lleva el epígrafe [título]
de Paquita, i es una serie de cuadros de la revolución de 93, i de varias des-
cripciones de costumbres de la India. La trama es anticuada i ridícula, [...]
los caracteres, en lo jeneral, son forzados o poco naturales. En cuanto a las
descripciones de la India, imajinadas por una persona que apenas conoce la
Francia, no pueden ser verídicas. Esta moda de componer novelas sobre países
que jamás ha visto el autor se está haciendo mui común [...] [El autor] se sueña
poemas magníficos en que los personajes son estraños i nobles, i donde el vil
metal llueve sobre los héroes con una constancia estraordinaria; i no hai ni
serpientes, ni calor ni mosquitos, así es que no se encuentra ningún obstáculo
para hacer el bien o el mal. Todo se allana ante los millonarios puestos en
escena (No. 49).

La descripción que los europeos hacen de ultramar, de sus viajes y empresas


allí, es un tema que preocupa a la autora y sobre el cual llama la atención
de los lectores. Encuentra problemática dicha descripción, la ve como una
práctica extendida y reputada, y quiere cuestionarla y desautorizarla, ins-
taurándose como una nueva autoridad conocedora en tanto procedente de
uno de esos países (des)conocidos y prolíficamente relatados desde Europa.
El pseudónimo que emplea, Andina, llama la atención sobre el lugar sim-
bólico desde el cual se produce su discurso, evidencia su origen.
Con respecto a las mujeres, la vemos mencionar escritoras o libros im-
portantes anónimos cuyos autores presumiblemente son mujeres: muestra
a las mujeres, pues, leyendo y escribiendo, en movimiento y comunicación.
Con frecuencia habla de George Sand, escritora que aparecía en las listas
neogranadinas de libros prohibidos, calificada de inmoral en Europa y en
América por el manejo autónomo de su cuerpo y de su sexualidad, por el
carácter de sus textos y por su intervención en política. Andina la critica
Soledad Acosta de Samper y el romanticismo 265

también pero no deja de mencionarla, y de leerla: reseña incluso su libro


Él y ella, invitando casi a leerlo (No. 53, 122) a pesar suyo.2 Pero no habla
sólo sobre escritoras y lectoras: se fija en otros tipos de mujeres, le preocupa
la mala vida de las coquetas, tanto por el mal ejemplo moral que dan y que
las damas francesas parecen seguir, como por la vida difícil que tienen, o
habla de lo que cuesta convertirse en bailarina de prestigio (No. 41), por
ejemplo.

3. Una holandesa en América

El tema de las versiones de ultramar vuelve a aparecer en su novela de 1876


(publicada por entregas en el periódico La Ley, y posteriormente en libro
en 1888). La historia narrada se desarrolla en la década de 1850. Lucía, la
protagonista holandesa, ha crecido en Holanda separada de sus padres y
ahora debe ir a reunirse con ellos en la república de la Nueva Granada, hoy
Colombia. Lucía quiere saber de América, y para ello lee relatos de viaje
europeos que hablen de este territorio o de cualquier otra región lejana: ‘lo
mismo da’, parece quejarse el texto. El tema de la India aparece de nuevo,
ahora en esta obra narrativa separada casi veinte años de la “Revista Pari-
siense”. Quiero resaltar que en esta novela América aparece inicialmente
como cosa escrita y soñada, leída por una joven holandesa en su país. Lucía
se hace una idea de América por dos vías: las cartas de su padre y los re-
latos de viaje: “La correspondencia de Harris [el padre] estaba plagada de
rumbosas descripciones de la regalada vida que llevaban él y su familia en
la Nueva Granada (hoy Colombia). Allí, según él, era respetado y atendido
por todos, y dueño de inmensos y valiosísimos terrenos que beneficiaban
en grande escala; su existencia era igual al de un príncipe de la India” (Acosta
2007: 71-72, mi énfasis). Los relatos de viaje, por su parte, llevan a Lucía
“a formarse una idea enteramente poética e inverosímil de aqueste nuevo
mundo, en que creía que todo era dicha, perfumes, belleza, fiestas cons-
tantes y paseos por en medio de campos ideales” (Acosta 2007: 72-73).
Un francés melancólico y romántico refugiado en Holanda –a quien Lucía
ama en secreto y que después se casará con su prima holandesa, todo can-

2 “Esta novela es poco interesante, pasablemente inmoral y no os aconsejaría leerla”, pero


“uno de los héroes principales el Alfred Musset”, las aventuras de la novela son las de
Mme. Sand y muchas de las cartas publicadas son reales (No. 53, 122).
266 Carolina Alzate

dor y sencillez (Acosta 2007: 157)– se despide de ella diciéndole: “¡Feliz


usted! [...] Usted se va a un país nuevo en donde se desconocen las intrigas
y los vicios de esta vieja Europa” (Acosta 2007: 84). Cercano ya el encuen-
tro con su padre, la novela muestra a Lucía
hondamente conmovida al considerar que antes de que se pasara la semana
llegaría a la espléndida morada de su padre, cuya elegancia y lujosas comodi-
dades él la había descrito tantas veces, y allí con él y su familia querida pasaría
una vida como la de aquellas princesas de la India cuyas existencias parecían
un cuento de hadas, de las cuales ella había leído tantas veces narraciones que
la encantaban (Acosta 2007: 117, mi énfasis).

Pero la realidad es otra. Su desembarco en América lo hace en brazos de


un “negro robusto” que la lleva a tierra: el buque no logra llegar al muelle,
y la lancha en que se embarca para alcanzar la costa tampoco, a causa de
la marea baja (Acosta 2007: 109). En brazos del “negro” la materialidad
compleja de América la toca más que literalmente: la toma en sus brazos,
y le repugna. La miseria que encuentra la aterra, pero también encuentra
“bellezas tropicales mayores aún de lo que ella las había ideado” (Acosta
2007: 113), si bien el bello paisaje se deja contemplar sólo por momentos y
con frecuencia “el sofocante calor y los mosquitos” no dan “tregua” (Acosta
2007: 114).
En América encuentra, pues, una naturaleza magnífica, bella y terrible
a la vez; también sociedad, ciudades, universidades, libros, pianos, varios
letrados, guerras y un amplio pueblo miserable. La América imaginada
en los libros, de campos ideales y nuevo mundo sin vicios, se corrige en la
novela con la experiencia americana de la holandesa. América se le revela
a Lucía como una compleja materialidad que no se entiende con la dico-
tomía naturaleza/cultura (en la cual ‘cultura’ es Europa), y que la protago-
nista poco a poco va comprendiendo. Tampoco la dicotomía civilización/
barbarie opera en la novela, a no ser para matizarla: la hacienda de su pa-
dre irlandés, quien por europeo debería ser civilizador, es descrita, incluso
por los naturales del país, como un desierto. El padre es considerado “un
original” por los más benevolentes, y pretencioso, loco y charlatán por la
mayoría.
Esta novela se plantea, pues, como una versión del espacio americano
que quiere corregir versiones delineadas en los espacios metropolitanos.
Pero también se propone como una lectura dirigida a las mujeres, un texto
que en este aspecto busca corregir las imágenes del sujeto femenino pro-
Soledad Acosta de Samper y el romanticismo 267

movidas por el romanticismo. Tendríamos aquí, en ambos sentidos, otra


forma híbrida de ensayo, un ensayo-novela.
Teresa la limeña, una novela suya anterior, del año 1868, mostraba
unas lectoras presas entre el naturalismo y el romanticismo: cínicas o con-
denadas a una infancia perpetua. Esa novela no sabía cómo responder, y la
respuesta llega varios años después con Una holandesa en América: en este
relato toma cuerpo un proyecto literario de la autora animado por el deseo
de formar una subjetividad femenina fuerte –para la élite criolla, hay que
añadir– que conozca las leyes que rigen el mundo que la rodea y que pueda
buscar la manera de moverse dentro de él.
Lucía viaja a América porque su madre ha muerto y su padre le pide
hacerse cargo de la familia. Su madre, una romántica, murió postrada por
la pérdida de sus ilusiones: de un lado, un mal matrimonio con Harris, en
quien había creído encontrar un héroe de novela y que sólo había repre-
sentado este papel para conquistarla; de otro, el traslado a una hacienda en
las montañas colombianas, cuyo espacio extraño no sabe tampoco cómo
enfrentar. Lucía, a diferencia de su madre, no muere: América no es lo
que creyó, tampoco su padre, pero logra enfrentar su deber para con su
familia y poner a marchar una hacienda que era un caos de barbarie antes
de su llegada; la desilusión amorosa sí la enferma, pero se recupera al darse
cuenta de que su amado, como ‘América’ y su padre, había sido también
invención suya.
Lucía logra sobrevivir a la desilusión y re-inventarse una vida satisfac-
toria en la que desarrolla sus capacidades de administradora y ejerce una
función benéfica a su alrededor, tanto hacia su padre y hermanos como
hacia los campesinos de la hacienda y de los territorios vecinos. Es un
agente de civilización cuya labor no pasa por la de ser madre y esposa. Una
pareja inglesa que vive en Colombia ha querido arreglarle un matrimo-
nio, y la narradora se queja: “Como [la señora Cox] había sido muy feliz
en su matrimonio creía que el deber de toda mujer casada era procurar
que cuantas amigas solteras tenía encontrasen también un marido a todo
trance [...] y pensaba que era preciso colocar [a Lucía] pronto, bien o mal”
(Acosta 2007: 247); Lucía se resiste. El convento, de otro lado, en algún
momento se presenta ante Lucía como una opción, pero muy pronto la
rechaza también.
La novela tiene una coprotagonista, una amiga colombiana de Lucía
llamada Mercedes. Esta colombiana es una lectora sensible e instruida,
con una subjetividad fuerte y que ejerce su labor patriótica en las conver-
268 Carolina Alzate

saciones con sus amigos, entre los cuales está su futuro novio, así como en
la lucha contra la dictadura de 1854 (es una novela histórica); sus cartas
a Lucía con frecuencia tratan con conocimiento y agudeza los problemas
políticos de su momento. Se casa movida por el amor y por el deseo, pero
sin idealizar por ello la institución matrimonial:
Veo que Rafael desearía hallar en mí una mujer más tierna, más sumisa, más
femenina quizás. Los hombres me han dicho, y yo lo siento así: buscan en
el ser amado absoluta sumisión; quieren ejercer un dominio completo sobre
nuestra alma; figúraseme a veces que ellos querrían vernos moralmente a sus
pies, a pesar de que se fingen nuestros vasallos y nos llaman ángeles y diosas.
[...] Ya me parece oírte decir: “[...] si quieres hallar en un hombre de mundo
un Rafael de Lamartine o un Manfredo de Lord Byron, ¿por qué te casas?”
[...] Ya me lo han dicho: el matrimonio arranca las delicadas ilusiones del
alma, y la mujer casada nada tiene de poética (Acosta 2007: 250-251).

4. Cierre

Mujeres y nación, temas esenciales del romanticismo hispanoamericano


y de los comienzos de nuestras repúblicas, son también los temas de la
“Revista Parisiense” y de Una holandesa. En ambos espacios aparecen en su
carácter escriturario, como escribibles y, sobre todo re-escribibles. Si bien
para finales de siglo Soledad Acosta publicará ensayos propiamente dichos,
como “Misión de la escritora en Hispanoamérica” (1895) o “Aptitud de la
mujer para ejercer todas las profesiones” (1892), la autoridad y la reflexión
alcanzada para hacerlo se ve formarse en la corresponsalía y la narrativa,
formas híbridas de ensayo que le permiten abrirse paso en los terrenos de
la reflexión pública. En esas formas híbridas aparecen sin duda formas
alternativas de reflexión que vale la pena examinar.
Como señaló Mary L. Pratt, en su ensayo “Don’t Interrupt Me”, la
caracterización de la ensayística decimonónica en términos de “ensayo de
identidad criolla” y “ensayo de género” no agotan la producción de ningu-
no de los sexos (Pratt 1995: 23). Los hombres también escribieron ensayo
de género –el cual no ha recibido mucha atención– y las escritoras abarca-
ron temas no exclusivamente relacionados con género – y tampoco muy
leídos. De aquí Pratt concluye que el canon del ensayo no contempla a
las mujeres como autoras ni como tema, a pesar de lo prolífico de ambas:
“These bodies of largely unexamined essayistic literature suggest that an
Soledad Acosta de Samper y el romanticismo 269

important dimension of Latin American intellectual history has been omi-


tted from scholarly consideration” (Pratt 1995: 25). El ensayo de género,
por otra parte, no se ocupa sólo del estatuto y la realidad de las mujeres en
la sociedad (Pratt 1995: 15), pues estos temas emergen y tienen relieve en
el contexto del diseño de la nación. De ahí la importancia que le dieron las
escritoras en su momento. Este es el contexto en el que resulta relevante la
lectura de los ensayos posteriores de la autora –“Misión de la escritora en
Hispanoamérica” (1895) y “Aptitud de la mujer para ejercer todas las pro-
fesiones” (1892), i. e.– y de tantos otros escritos por sus contemporáneas.

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Lectura crítica entre amigos:
Alfonso Reyes y Julio Torri

Rafael Olea Franco


El Colegio de México

Para Serge I. Zaïtzeff

Alfonso Reyes y Julio Torri, ambos nacidos en 1889, se conocieron en


1908, durante sus comunes estudios en la Escuela Nacional de Jurispru-
dencia de la Ciudad de México, adonde el primero había llegado en 1905,
para estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria, y el segundo el mismo
1908. La estampa de su encuentro inaugural la proporciona Reyes mu-
chos años después, el 26 de mayo de 1933, cuando desde sus funciones
diplomáticas en Río de Janeiro, envía una carta a su amigo Torri en la que
rememora:
Fabio mío, yo te conocí escondido bajo una mesa de lectura, en la Biblioteca
de la Escuela de Derecho, cuando cursábamos el primer año y tú llegabas ape-
nas de Torreón. Unos cuantos muchachos, todos paisanos tuyos, te asediaban
y te lanzaban libros a la cabeza, porque acababas de declararles, con un valor
más fuerte que tú, que Vargas Vila era un escritor pésimo, si es que estas dos
palabras pueden ponerse juntas. En ese momento entré yo. Tú apelaste a mi
testimonio como a un recurso desesperado, y esta oportuna digresión dramá-
tica modificó el ambiente de la disputa, comenzó a apaciguar los ánimos, y
te dio medio de escapar. Ya en la calle, me tomaste del brazo y me hablaste
de aquel volumen de la [Biblioteca] Rivadeneyra, creo los Novelistas anteriores
a Cervantes, recopilados por Buenaventura Carlos Aribáu. Desde entonces
fuimos amigos (apud Torri 1995: 182-183).

A partir de este accidentado suceso, se desarrolló una amistad –“entre li-


bros”, la describe con razón Krauze (1999)– donde el despliegue de la
erudición y las lecturas compartidas propiciaron tanto una complicidad
literaria como diversas lecturas críticas de las que han quedado huellas
profundas en su discontinua correspondencia. Por cierto que un rasgo sor-
prendente de ésta es la ausencia casi absoluta de referencias al ambiente
cotidiano en que ambos vivían, de enorme trascendencia histórica. Por
ejemplo, el 24 de diciembre de 1914, Torri declara con desfachatez: “De
México no te hablo, porque debes de estar mejor enterado que yo, que
nunca leo periódicos, de lo que nos sucede” (Torri 1995: 51). ¡Como si
272 Rafael Olea Franco

los sangrientos sucesos revolucionarios fueran una simple noticia periodís-


tica y no un peligro apremiante! Lo mismo puede decirse respecto de las
confesiones íntimas, aunque sospecho que a veces esta carencia se debe al
pudor, como sucede con Torri en su carta del 16 de julio de 1917, cuando
despacha en dos líneas una noticia impactante: “He sufrido mucho con la
muerte de mi padre. He pasado la noche más terrible de mi vida” (Torri
1995: 85). Reyes, en cambio, suele ser más profuso, sobre todo cuando se
refiere con cierto descaro a sus lances amorosos, lo cual destruye la imagen
de santón que en ocasiones se le endilga en la cultura mexicana (aunque
cabe decir, en descargo suyo, que con frecuencia se muestra atormentado,
porque a diferencia de su interlocutor, él sí se enamora en cada aventura).
En contraste, Reyes guarda un silencio sepulcral respecto del pasado histó-
rico mexicano, vedado para él desde el 9 de febrero de 1913, con el inicio
de los sucesos bautizados en la historia mexicana como la Decena Trágica,
que arrancaron ese día con la muerte de su padre, el sublevado general
Bernardo Reyes y remataron, entre el 22 y el 23 de febrero, con el asesinato
del presidente legítimo Francisco I. Madero, como parte del advenimiento
al poder del sanguinario dictador Victoriano Huerta.
En la citada carta, luego de recordar a Torri la repulsión que éste sentía
contra el novelista José María Vargas Vila, celebérrimo a fines del siglo
xix y principios del xx, Alfonso Reyes también se queja de este personaje,
cuyo nombre resuena con inusitada frecuencia en Brasil. Para empezar,
porque en la embajada mexicana a su cargo, se recibía gratuitamente la
revista Némesis editada por el escritor colombiano, de seguro como resabio
de los bien remunerados servicios de propaganda que él prestó en el ex-
tranjero a favor de los presidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles,
según documenta Pablo Yankelevich en un ensayo titulado, significativa-
mente, “Vivir del elogio: José María Vargas Vila” (2003). Asimismo, Reyes
se sorprende de que en distintos ámbitos sociales brasileños, el nombre de
Vargas Vila sea epítome de una pretendida alta cultura; entre los varios
testimonios que él enlista, no resisto mencionar el de una mujer llama-
da Amelinha, quien con cándido entusiasmo le confiesa: “Me gustan los
libros intensos. Leo mucho a Vargas Vilas”, como le decían al escritor en
Brasil, quizá por la concordancia del plural, especula con ironía Reyes; no
obstante el ex abrupto, él disculpa a esa mujer gracias a sus atributos no
intelectuales, pues la describe sensualmente como: “[…] una irresponsable
frutita de la tierra, tan pagana y tan natural, tan jugosa, mansa y besucona
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 273

que hay que perdonarle todos sus embustes y aceptarle como ella es […]”
(apud Torri 1995: 184).
He iniciado con esta sabrosa anécdota porque exhibe a la perfección el
tono suelto y atrevido que asume la correspondencia entre Reyes y Torri,
a diferencia de la que el primero establece con Pedro Henríquez Ureña,
según señala José Luis Martínez: “[...] Reyes veneraba –no hay exageración
en el término– a Henríquez Ureña, pero al mismo tiempo estaba cohibido
ante él y reprimía su natural efusivo, lamentoso y juguetón. Si se comparan
las cartas que por los mismos años escribe a Julio Torri –cariñosas, mali-
ciosas, chispeantes y deshilvanadas–, se advertirá este cambio sensible en
el tono epistolar” (Martínez 1986: 23). Es probable que los diálogos epis-
tolares de Reyes con Henríquez Ureña contengan una mayor cantidad de
información sustantiva, pero sin duda la creatividad literaria del primero
aflora de manera más decidida cuando se dirige a Torri.
En suma, tanto para Reyes como para Torri, el novelista colombiano
encarnaba lo que desde la alta cultura se juzgaría como el “mal gusto” (im-
perante sobre todo en lo que ahora denominamos cultura de masas), como
se percibe en el comentario de Reyes, quien relata así su reacción frente al
primer brasileño que cita elogiosamente a Vargas Vila:
Yo disimulé mi sorpresa, pero luego comprendí que el nombre de este autor
venía a ser como un santo y seña, y que, en ciertos ambientes, se lo usa para
dar a entender que se está al tanto de las sublimidades poéticas de nuestra
habla. (Y conste que sólo trato aquí de “ciertos ambientes”, y que para nada
toco el verdadero mundo literario, tan fuerte y serio aquí como en cualquier
parte.) (apud Torri 1995: 184).

En efecto, ni siquiera los más enjundiosos defensores de Vargas Vila están


convencidos de las virtudes artísticas del autor, como se percibe en el si-
guiente juicio, cuyo arranque encomiástico es desmentido por su irrefuta-
ble conclusión:
Contrariamente a lo que afirman algunos críticos literarios, la obra de Vargas
Vila resulta significativa en el ámbito de las letras latinoamericanas, por la sin-
gularidad de su estilo y por la audacia con que utiliza los recursos propios de la
estética modernista […] Vargas Vila quiso ser esteta en el más puro sentido de
la palabra, pero su afán de ser raro y original no le permitió diferenciar entre
la grandeza y el ridículo (Triviño 1991: 10-11).

Añado, por mi parte, que basta con fijarse en los títulos de algunas de sus
novelas (Aura o las violetas, Flor de fango, Las rosas de la tarde, y la trilogía
274 Rafael Olea Franco

Lirio blanco, Lirio rojo y Lirio negro) para deducir de inmediato que el
lirismo exacerbado de Vargas Vila, que algunos calificarían como simple
cursilería, es totalmente ajeno a los gustos estéticos de Reyes y Torri, quie-
nes nunca se rebajaron al burdo sentimentalismo literario.
No obstante, conviene agregar, en justicia, que la repulsión de Reyes
también emana de oscuros motivos personales, porque él confiesa: “Vargas
Vila despertaba en mí no sé qué desagrados o recuerdos de la última infan-
cia, del autoerotismo, y del estéril ardor” (apud Torri 1995: 183). Es decir,
si bien a sus más de cuarenta años el honorable embajador Reyes conside-
raba deleznable la estética manejada por Vargas Vila, sin duda la vertiente
erótica de éste, que le generó tantos lectores, había atraído al joven Alfonso
durante la época de los placeres prohibidos del autoerotismo.
Como se sabe, desde su salida de México en agosto de 1913, Reyes se
convirtió en el más fiel y constante promotor de los miembros de su gene-
ración, el Ateneo de la Juventud. Así, en 1913 difundió tanto en la revista
parisina América, editada por los hermanos García Calderón, como en la
mexicana Nosotros, su artículo “El ambiente literario”, que bajo el subtítulo
de “Nosotros” hablaba de su propio grupo intelectual. Usando una prime-
ra persona del plural, Reyes dibuja así a su amigo “[...] y apenas salía de
su infancia Julio Torri, nuestro hermano el diablo, duende que apaga las
luces, íncubo en huelga, humorista que procede de Wilde y Heine y que
promete ser uno de los primeros de América” (Reyes 1956: vol. IV, 304-305;
las cursivas son mías). El calificativo de “promesa” que Reyes adjudica a
Torri se atenúa en 1941, en la versión modificada de su artículo, titula-
do ahora “Pasado inmediato”: “Y apenas salía de su infancia Julio Torri,
graciosamente diablesco, duende que apagaba las luces, íncubo en huelga,
humorista heiniano que nos ha dejado algunas de las más bellas páginas de
prosa que se escribieron entonces [...]” (Reyes 1941: 43-44). La promesa
literaria latente en Torri empezó a plasmarse en octubre de 1917, cuando
Reyes recibió en Madrid el largamente anunciado y esperado primer libro
(y, por mucho tiempo, único) de su amigo: Ensayos y poemas. El diálogo
epistolar que ellos entablan acerca de este volumen resulta cardinal para
comprender las concepciones estéticas de los interlocutores, las cuales no
siempre se declaran expresamente.
El 13 de diciembre de 1916, Torri alude así a la extensión y caracterís-
ticas de los textos que casi un año después formarían Ensayos y poemas: “Mi
libro te alcanzará uno de estos días. Es libro de pedacería, casi de cascajo.
No puedo hacer nada de longue haleine. Tengo por ello mucho despecho,
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 275

como puede verse en el dicho libro” (Torri 1995: 79). En el fondo, este co-
mentario funciona como un mero mecanismo retórico (captatio benevolen-
tiae), con el cual Torri pretende encubrir sus intenciones, pues hay muchos
indicios de que su inseguridad es una simulación; entre ellos, su solicitud
para que Reyes entregara ejemplares de Ensayos y poemas a connotados per-
sonajes del mundo cultural matritense, como los españoles Enrique Díez
Canedo y Juan Ramón Jiménez, o el mexicano Amado Nervo, a la sazón
residente en España. Es obvio que si el autor hubiera sido consciente de
la modestia de su obra, no habría intentado una amplia difusión de ella.
La misma conclusión se deduce de sus palabras, pues luego del pasaje
que he transcrito, Torri afirma, con una seguridad opuesta al verbo inicial:
“Temo que haya en él [el libro] demasiada petulancia para nuestros palada-
res estragados” (Torri 1995: 79). La mención de los “paladares estragados”
implica que, a juicio suyo, los gustos literarios de entonces están viciados,
corrompidos, por lo que los lectores podrían no ser aptos para apreciar
el valor de nuevas tendencias estéticas. En suma, pese al aparente tono
humilde de las líneas citadas, el escritor proclama la novedad extrema de
su libro, cuyo carácter especial quizá implique la falta de comprensión de
sus receptores, acostumbrados al “viciado” panorama literario de la época.
La íntima pero no tan secreta confianza de Torri en la originalidad y el
valor de su obra aumentó al conocer el comentario de Reyes, quien el 3 de
octubre de 1917, califica Ensayos y poemas con un juicio hiperbólico: “Tu
libro está escrito de una manera perfecta. Ya no necesitas aprender más”
(apud Torri 1995: 96); y luego de elogiar de forma breve y cifrada varios de
los textos, concluye con una ponderación extrema: “¿Por qué has vacilado
tanto en publicar tu libro? ¿Qué te estás tú figurando? Tenía razón Mariano
[Silva y Aceves] al decirme que era el mejor que se había escrito en México”
(apud Torri 1995: 97). Pese a que Reyes sólo era unos meses mayor que
Torri, había ganado ya cierta fama en el mundo literario hispánico, lo cual
explica que el segundo se haya entusiasmado por las alabanzas de su corres-
ponsal, como anota en una carta de noviembre de 1917: “Acabo de recibir
tu última en que me dices cosas tan gratas de mi libro. Para un primerizo
como yo, esto es para perder la cabeza” (Torri 1995: 98).
La obra misma de Torri contradice el supuesto remordimiento del au-
tor por no haber podido construir una obra de “largo aliento”, pues en
diversos pasajes de sus breves escritos, se elabora una especie de teoría lite-
raria en la que se exalta la escritura breve, al mismo tiempo que se exhibe
un enorme desprecio por los artistas que producen sin reserva, por quienes
276 Rafael Olea Franco

no saben contenerse y violan el pudor verbal. De hecho, él juzga que el


recato es una de las grandes virtudes a las que puede aspirar un escritor:
“El horror por las explicaciones y las amplificaciones me parece la más pre-
ciosa de las virtudes literarias. Prefiero el enfatismo de las quintaesencias
al aserrín insustancial con que se empaquetan usualmente los delicados
vasos y ánforas” (Torri 1964: 33-34). Quizá en este punto no faltará algún
lector malicioso que sospeche que Torri se refiere a un escritor como Reyes,
cuya abundancia es proverbial. Creo, sin embargo, que se trata de planos
distintos, porque la magnitud del conjunto de una obra no implica que
estilísticamente cada texto individual sea un exceso. De hecho, el 25 de
enero de 1914, en la intimidad del diálogo epistolar, Reyes confiesa tanto
su entrañable costumbre de escribir a vuela pluma como de enviar la mis-
ma nota con variantes a dos revistas:
Esta última [nota] también la mandé a La Habana: me he hecho medianamen-
te sinvergüenza. Tales notas están escritas sobre las rodillas, o en los puños de
la camisa, como más te guste. No desearía yo que el amor de mis amigos les hi-
ciera dar más importancia de la que tienen y les doy (apud Torri 1995: 55-56).

Creo que el mérito del escritor no disminuye si se acepta que muchas de


esas colaboraciones pertenecen al género pane lucrando, el cual de hecho
fue obligado a ejercer. En 1914, luego de que las diversas facciones revolu-
cionarias derrotaron a Huerta, Venustiano Carranza ordenó cesar a todo el
cuerpo diplomático nombrado por el dictador, con lo cual Reyes perdió
el cargo que ostentaba en la legación mexicana parisina; en busca de su
sobrevivencia, se trasladó a Madrid en septiembre de 1914, donde empezó
a ganar su sustento (y el de su familia) mediante la “morralla articuleril”
(así la llamó él) que lograba colocar en periódicos y revistas. En 1920, en
gran medida gracias a la intermediación de su antiguo amigo ateneísta José
Vasconcelos, cuya influencia en el gobierno de Obregón era notable, Reyes
obtuvo un puesto regular en la embajada mexicana en Madrid; la mejoría
económica que esto implicó quedó plasmada en su exultante carta del 5 de
julio de 1920 a Torri:
Ya supondrás que casi no lo quiero creer. ¿Tener yo seguro el sustento después
de seis años de continua lucha e indecisión diaria? (Indecisión sobre si sería o
no conveniente comer a medio día y cenar por la noche). No puedo creerlo,
no. Tampoco es verdad (no puede serlo, no) que yo me voy de veraneo con
mi mujer y mi hijo a los pueblos del Norte de España; eso no es cierto, yo
estoy soñando, a mí me engañan para que después yo fallezca de dolor (apud
Torri 1995: 136).
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 277

Claro que al lado de sus textos de “pedacería”, como los habría calificado
Torri, Reyes decanta y depura sus obras más cuidadas, las cuales tarda en
mandar a la imprenta, como sucede con su prosa lírica de Visión de Aná-
huac (1917), con el excelso poema dramático Ifigenia cruel (1924), o con
su Oración del 9 de febrero (1930), cima de la escritura autobiográfica en
México que por doloroso pudor él nunca se atrevió a publicar, aunque
para fortuna de la literatura mexicana el texto se preservó entre sus papeles
inéditos. De todos modos, en este punto conviene citar que, entre burlas
y veras, Torri emite un comentario que, leído a distancia, parece premo-
nitorio del futuro de Reyes, a quien augura: “Colecciono tus cartas […]
pienso publicar en 198… 5 tomos de obras inéditas tuyas, sin permiso de
los herederos del autor, quienes entre 1958 y 1973 habrán impreso la edi-
ción completa y definitiva de tus obras (40 volúmenes)” (Torri 1995: 53).
El contraste entre ellos en cuanto a la cantidad de su producción escrita
no podía ser mayor. A partir de su salida del país en 1913, Reyes insistió
infructuosamente, primero desde Europa y luego desde Sudamérica, para
que su amigo Torri le enviara sus textos para editar un libro suyo, lo cual
logró hasta 1940, cuando la todavía Casa de España en México, ya dirigida
por Reyes, imprimió De fusilamientos, el segundo volumen de Torri. En
cambio, por medio de sus misivas Reyes no sólo daba cuenta de sus múlti-
ples publicaciones presentes, sino también de sus vastos proyectos futuros;
esto motivó que en octubre de 1917, su estéril amigo Torri –quien en vida
sólo difundió tres libros individuales, aunque en gran medida el último
sea una refundición de los dos previos– le escribiera, alarmado: “Recibí tu
carta de septiembre. Me deja sobrecogido de espanto (tal vez de envidia
también) tu laboriosidad. Quien te reconstruya según tus obras, imaginará
que pesas cien kilos y que eres una encina de la Selva Negra. ¡Por los dioses,
Alfonso, no trabajes tanto! El arte es largo, la salud es breve” (Torri 1995:
93-94).
Pero tal vez las diferencias en la magnitud de sus respectivas obras in-
dividuales impidan percibir sus semejanzas, sobre todo la más importante
de ellas: la confluencia en una estética literaria compartida. En el entorno
cultural de la época, se suscitó una polémica sobre los modelos generales
de escritura, visible en un artículo periodístico de Antonio Caso titulado
“De la marmita al cuenta gotas”, difundido por El Universal Ilustrado el
23 de noviembre de 1917. Para comparar los dos tipos generales de estilos
literarios, Caso recurrió a una alegoría basada en utensilios comunes: la
marmita y el cuentagotas. Desde su perspectiva, el primero de ellos, usado
278 Rafael Olea Franco

para cocer “prosaicas legumbres y viandas de mucho sustento”, represen-


taba el estilo decimonónico, mientras el cuentagotas era propio del estilo
contemporáneo: “El cuenta gotas es aristocrático, reticente, parco como
confesión estricta o tácita, como entendimiento desconfiado, como un
poeta perfecto del novísimo barco, como un aprendiz de ensayista, lector
asiduo de Walter Pater y Robert Louis Stevenson” (Caso 1976: 25). Al
mencionar a estos dos escritores anglosajones, Caso aludía a los gustos
literarios de sus colegas ateneístas, visibles en una misiva de abril de 1914
donde Torri comenta a Reyes que en la cena de despedida de México or-
ganizada en honor de Henríquez Ureña, había estado presente Antonio
Álvarez Cortina, a quien describe elogiosamente como “[...] un aristócrata
muy inteligente que sin influencias ni consejos de nadie, descubrió a Pater
y a Stevenson” (Torri 1995: 65). Por cierto que la difusión de Pater entre
los ateneístas se debió precisamente a Henríquez Ureña, quien en un regis-
tro de sus tempranas memorias, redactadas a partir de 1909, al describir su
estancia en México anota: “Agregaré que desde hace un año [1908] estoy
traduciendo y publicando por entregas en la Revista Moderna el libro de
Estudios griegos de Walter Pater: primera traducción castellana de una obra
suya” (Henríquez Ureña 2000: 124).
La intención última de Caso era “equiparar a la marmita plebeya
nuestra vieja literatura hispano americana, tan verbosa y desmelenada, y
al gotero preciso y hermético, esta nueva literatura que ‘brota a pulsacio-
nes’, según dijo en alguna parte, no sé con qué propósito, Alfonso Reyes”
(Caso 1976: 25). Luego, él invocaba a una serie de escritores cuyo ímpetu
creativo se semejaba, a juicio suyo, al proceso propio de la marmita, entre
ellos Prieto, Altamirano, Riva Palacio. En contraste con esa literatura de
profundo aliento y sentido, Caso consideraba que las obras de su tiempo
carecían del vigor propio de la marmita:
Abrid un libro de algún contemporáneo, y el esfuerzo vernáculo, hispano
americano, os evocará la exactitud micrométrica del cuenta gotas.

Todo en estos libros de hoy se dice a medias o cuartas partes. Como para
Voltaire, créese a pie juntillas que el secreto de causar tedio está en decirlo
todo claramente. Débese sugerirlo apenas, dejando al lector su autonomía
espiritual, volviéndolo colaborador inteligente del que escribe; sin tiranizarlo
con tempestuosos endecasílabos; sin vejarlo con explosiones de mal gusto pa-
triótico; sin demagógicas contorsiones; sin ruido... (Caso 1976: 26).
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 279

Esta cita, donde se definen los rasgos diferenciales de una nueva literatura,
ilustra un fenómeno frecuente en la historia de la crítica literaria: el he-
cho de que a veces un acerbo opositor a una corriente estética renovadora
alcanza a distinguir la propuesta que ésta realiza, pero debido a su perso-
nal afiliación a otra tendencia artística, está incapacitado para disfrutarla y
para captar su función revolucionaria. Por ello Caso, que no era un lector
descuidado, identificó el elemento fundamental de la concepción estética
implícita en las nuevas corrientes literarias: la intención de que el arte fuera
sobre todo sugerencia o alusión (“pulsaciones”, según Reyes); sin embargo,
sus hábitos y gustos de lector (con base en sus competencias lingüística, ge-
nérica e ideológica) constituían un lastre que lo retenía en la orilla opuesta.
Al parecer, la relación entre Torri y el “maestro Caso”, como ya nom-
braban a este ateneísta los jóvenes universitarios, no fue nunca tersa. El pri-
mero recordaba muchos años después que Caso se había formado una mala
impresión sobre él por sus aficiones mundanas; y en cuanto a la disputa
alrededor del calificativo “cuenta gotas” que le había endilgado, opina-
ba: “[Caso] Era muy generoso. Yo escribí ‘La oposición del temperamento
oratorio y el artístico’ en contra suya. Antonio, le diré, emitía opiniones
contradictorias en corto tiempo. El texto le molestó. Escribió dos artículos
muy graciosos contra mí en El Universal. Me llamaba el ‘cuentagotas’”
(apud Carballo 1986: 171). Sospecho que estas palabras tienen una sutil
intención irónica, porque no obstante el calificativo inicial, la memoria de
Torri no pinta a su contemporáneo como muy “generoso”.
Más allá de simpatías o diferencias individuales, cabe destacar, desde
una perspectiva estética, que el concepto de literatura avalado por Caso
implica una idea de “utilidad” artística, de carácter social o histórico, que
de ningún modo es compartida por Reyes y Torri. Así, mientras éste es-
cribía los heterogéneos textos que formarían Ensayos y poemas –los cuales
lindan entre el relato corto, el poema en prosa y el ensayo breve–, Alfon-
so Reyes, además de sus artículos periodísticos que le proporcionaban el
sustento, preparó los textos que en octubre de 1920 formarían El plano
oblicuo, libro pagado por él mismo que posee, entre paréntesis, un sub-
título descriptivo semejante al de Torri: cuentos y diálogos. Este volumen
abre con un texto fechado en 1912, “La cena”, el cual es imprescindible
para entender el desarrollo de la literatura fantástica en México, pues sin
duda tiende un puente entre la tradición decimonónica y la del siglo xx;
el epígrafe de “La cena” es un enigmático verso de San Juan de la Cruz,
“La cena, que recrea y enamora”, el cual es usado en su sentido literal en
280 Rafael Olea Franco

el texto, como suele suceder en la literatura fantástica; asimismo, la trama


del relato cierra con la presencia de un objeto (una humilde flor) que fun-
ciona como prueba testimonial de que ha sucedido algo extraordinario e
inexplicable, en una variante del famoso pasaje de Coleridge sobre una flor
imposible que años después propagaría Borges (1996). El penúltimo texto
de la colección, “Estrella de Oriente”, datado en 1913, es una rara estampa
biográfica (más evocación lírica que biografía descriptiva) de su contem-
poráneo ateneísta Martín Luis Guzmán, cuyo nombre no se enuncia por-
que el título alude a su apodo amistoso. También aparecen en el volumen
las preocupaciones helénicas del autor, en “Diálogo de Aquiles y Elena”
y “Lucha de patronos”; este último, donde intervienen Eneas y Odiseo,
contiene, entre paréntesis, el subtítulo “En los Campos Elíseos”, lo cual
induce a sospechar que Reyes terminó de redactarlo durante su estancia
parisina, pese a que está fechado en 1910; si bien el autor no reconoce esta
revisión en la obra original de 1920, sí lo hace en la edición de sus obras
completas, donde respecto de El plano oblicuo dice: “Con excepción de ‘La
reina perdida’, que data de París. 1914, este libro fue escrito en México, de
1910 a 1913, aunque, naturalmente, fue retocado y corregido en Madrid,
antes de su publicación” (Reyes 1956: vol. III, 10).
He descrito brevemente algunos textos del variado mosaico que ofrece
El plano oblicuo porque me interesa destacar un rasgo común a ellos: la
ausencia de los códigos literarios realistas. Este rasgo resulta novedoso si se
considera que la literatura mexicana de esa época estaba dominada por el
realismo (aun antes de la canonización de la llamada novela de la Revolu-
ción Mexicana). Más allá de las razones de carácter autobiográfico para que
Reyes eludiera referirse a la realidad histórica de su país, conviene señalar
que él y Torri coinciden en su rechazo extremo del realismo imperante en
la cultura mexicana, la cual asimiló con relativa lentitud sus innovadoras
propuestas.
Además de que Reyes se distancia de forma voluntaria de los temas pre-
tendidamente mexicanos, en la formación de su imagen artística también
incide su lejanía física. Por ello, el 7 de diciembre de 1923, a más de diez
años de su salida del país, él manifiesta su inquietud sobre la percepción de
su obra que se está forjando entre las nuevas generaciones: “Dime, Julio:
¿es cierto […] que ya los muchachos de los últimos barcos no me estiman?
Alguno hasta dice que no soy mexicano: ¿y Nervo sí lo era? Porque Nervo
vivió más que yo fuera de México y conservó menos que yo sus ligas con su
generación” (apud Torri 1995: 164). Como sabemos, este tema alcanzará
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 281

su clímax en la famosa polémica nacionalista de 1932 (véase Reyes y Pérez


Martínez 1988).
Ahora bien, puesto que en principio la estética de la sugerencia o alu-
sión manejada por Reyes y Torri demanda lectores perspicaces, su número
sólo puede ser limitado (más restringido todavía que el ya de por sí escaso
público global mexicano). Si bien en principio ellos parecerían ubicarse
en las antípodas de una literatura que anhela la difusión masiva, esto no
resulta exacto. Por ejemplo, aunque Torri reitera su idea de que el artista
debe alejarse del vulgo, participa en dos empresas que buscan hacer llegar
a las masas parte de la literatura canonizada. Por un lado, edita, junto con
Agustín Loera y Chávez, la colección “Cvltvra”, empresa para la que inclu-
so prepara prólogos a las obras de Andersen, Perrault, Goethe y un libro
de romances, así como la traducción de las Noches florentinas de Heine; en
un comentario de octubre de 1916 por la aparición de los tres primeros
números de “Cvltvra” (Revista de Revistas, 8 de octubre de 1916, p. 7),
describe así los objetivos de la colección: “Van encaminadas estas publica-
ciones a poner en las manos de todos los buenos libros. Campaña es ésta
contra las novelas policíacas y folletinescas, que tan mala influencia ejercen
entre nuestras clases populares, y que son ejemplares del gusto artístico más
depravado” (Torri 1980: 72). Por otro lado, pocos años después participa,
desde la dirección del Departamento Editorial de la Secretaría de Educa-
ción (puesto que se le ofreció primero a Reyes), en la cruzada vasconcelista
para difundir masivamente un heterogéneo corpus literario y cultural; esta
función resulta muy gratificante para Torri, quien en carta del 9 de junio
de 1922 a Reyes, exhibe su alegría por la amplia aceptación de esos volú-
menes: “¿Te dije que los tiros de estas ediciones son de 25,000 ejemplares
cada una? Se venden admirablemente. En los tranvías encuentras gente
leyendo a Homero. Te conmueves hasta las lágrimas, por poco sentimental
que seas” (Torri 1995: 157). Un año después (octubre de 1923) reitera una
experiencia análoga: “Sigo editando libros que se venden mucho y se leen
en los tranvías. En un barrio –Loreto, adonde voy a parar siempre en mis
correrías melancólicas de solitario– vi un día pasar a un hombre con un
violín y uno de mis libros debajo del brazo. Me puse muy alegre y bendije
a los dioses en mi corazón” (Torri 1995: 163).
Alfonso Reyes no fue ajeno a este cambio en la concepción cultural de
su amigo. El 3 de octubre de 1917, Torri le manifiesta su rechazo al vulgo,
pero de inmediato su interlocutor lo corrige con energía: “En adelante, ya
no es necesario que insistas en la necesidad de aislarse del vulgo. Olvida esa
282 Rafael Olea Franco

idea, para que pronto seas completamente clásico: no sientas la diferencia


entre ellos y nosotros. Vive uno entonces como un beodo, pero creo que
por allí se acerca más a lo fundamental” (apud Torri 1995: 96). Al mes
siguiente, Torri acepta con humildad la reprimenda de su hermano leve-
mente mayor pero ya su maestro: “Tienes muchísima razón en no aprobar
mi desdén para el vulgo. A mí también me choca esto, pero tal vez en todo
mi libro hay demasiada reacción contra las cosas ambientes. Asi v. g. hay
por todo él una corriente de dogmatismo que me ha disgustado bastante”
(Torri 1995: 98). Quizá gracias a su fortuita residencia en Madrid, Reyes
resultaba inmune a eso que Torri llama “las cosas ambientes” de la cultura
mexicana. De particular importancia me parece la idea reyista de que un
autor clásico no debe diferenciar entre un “ellos” y un “nosotros”, puesto
que le conviene intentar llegar a todo tipo de receptores, lo cual implica la
confluencia de la alta cultura con la cultura popular. En última instancia,
éste fue el ideal de los jóvenes que en 1907 organizaron la primera serie de
variadas conferencias públicas que culminaría con la formación oficial del
Ateneo de la Juventud el 28 de octubre de 1909. En el caso individual de
Reyes, hasta el final de sus días, mediante su traducción fragmentaria de
Homero, siguió intentando concretar ese ideal clásico, pese a sus limitados
y confesos conocimientos de griego, los cuales, para ser justos y honestos,
tampoco tenía el más ateniense de ellos, Pedro Henríquez Ureña (al pare-
cer, el único del grupo que manejaba el latín y el griego era Mariano Silva y
Aceves, gracias a su previa educación religiosa en un seminario). Tal vez lo
más importante de esa actitud sea que mediante sus afanes de difusión cul-
tural, Reyes quería que los mexicanos no nos conformáramos, parodiando
palabras suyas, con recibir las migajas del banquete de la civilización eu-
ropea, al cual él afirmó, en sus “Notas sobre la inteligencia americana” de
su libro Última Tule, que los hispanoamericanos habíamos llegado tarde
(Reyes 1960: 82). En última instancia, desde muy temprano los propios
ateneístas reconocieron su ignorancia del griego, lo cual no obstaba para
que consideraran que la experiencia (a veces mediada por traducciones
inglesas o francesas) había sido provechosa; por ejemplo, cuando Guzmán
reseña el reciente libro de Reyes titulado El suicida (1917), afirma: “Baste
recordar que mucho se habló y escribió en ese grupo [el Ateneo de la Ju-
ventud] sobre Grecia, sobre su literatura, su arte, su filosofía, sin conocer
una sola palabra del griego. Mas no por tales limitaciones, y otras análogas,
el impulso primitivo resultó menos fructuoso” (Guzmán 1992: 57).
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 283

A partir del encuentro de 1908 que evoqué al inicio de este ensayo, la


amistad crítica entre Reyes y Torri se prolongó por poco más de cincuenta
años, aunque, curiosamente, sus relaciones, plasmadas por medio de una
correspondencia intermitente, fueron más constantes y efusivas a distancia
que cuando Reyes volvió a México. Después de haber abandonado su país
natal en 1913, él pasó los siguientes once años en Europa, desde donde
mandó efusivas cartas a su amigo Torri. Los pocos meses de 1924 que Re-
yes estuvo de nuevo en México, las misivas cesaron, pero no, como cabría
suponer, porque fueran sustituidas por la presencia física, sino porque al
parecer la amistad entre ellos era más fluida en ausencia. Lo mismo sucedió
al regreso definitivo de Reyes a México a partir de 1938, como se deduce
de los reclamos mutuos por la falta de correspondencia del otro. Ya resi-
diendo Reyes en México de forma definitiva, las escasas misivas entre él y
Torri se vuelven más bien formales y esporádicas, sin aludir a los encuen-
tros personales que de seguro sostenían.
No es extraño que una amistad que empezó por una afinidad intelec-
tual (su mutuo aborrecimiento de la obra de Vargas Vila) haya terminado
por razones librescas, meses antes de la muerte de Reyes, acaecida el 22 de
diciembre de 1959. En una nota del número 5 del boletín de la Biblioteca
Alfonsina de mayo de 1959 –cuyo texto reproduce Serge Zaïtzeff, el mayor
conocedor de la obra de Torri, en su edición de los Epistolarios de éste–,
Reyes registró:
Cuando salí de México para Francia, en 1913 –mi primera ausencia del país–
iba en mi equipaje un ejemplar del Tesoro de la lengua de Sebastián de Co-
varrubias Orozco (Madrid, 1611) y dejé en México, como préstamo a un
amigo, la segunda edición de esta obra, completada con el discurso de Ber-
nandino Aldrete sobre “el origen y principio de la lengua castellana” (Madrid,
1673-1674). Yo ignoraba entonces que esta segunda edición se cotizaba a ma-
yor precio que la primera. De esta segunda edición me despedí para siempre,
pues cuando regresé al país en 1924, mi amigo no pudo darme noticia de ella
(apud Torri 1995: 200).

Julio Torri interpretó de inmediato que el amigo al que Reyes se refería era
él, por lo cual le mandó, airado, una carta en la que llanamente se dirigía
a su antiguo camarada ateneísta por su nombre de pila: “Alfonso: Veo con
pena en el Bol. 5 de tu biblioteca, que sigues creyendo que yo te birlé tu
Covarrubias. Con toda energía protesto una vez más que soy absolutamen-
te ajeno a esta pérdida” (Torri 1995: 200). Luego enlista cuatro puntos por
los que no puede ser culpable. Primero, porque en 1913, teniendo Reyes
284 Rafael Olea Franco

amigos más cercanos, como Henríquez Ureña y Caso, no iba a confiar a


Torri un libro tan valioso como su edición del Covarrubias-Aldrete; segun-
do, porque, según Torri, en la correspondencia que Reyes le dirigió desde
Francia y España, no hay ninguna alusión al libro (lo cual es inexacto, ya
que Reyes sí lo menciona en una de sus cartas); tercero, porque Torri dedu-
ce que tal vez Manuela Mota, la cónyuge de Reyes, para desviar la probable
cólera de su esposo hacia alguno de sus familiares responsable de la desa-
parición del libro, echó mano del “servicial” Torri como chivo expiatorio;
alega, por último, que después de cincuenta años de trato mutuo, Reyes
debería conocer su probada honradez.
Tres días después, Reyes contesta en un tono en principio conciliador,
pero después irritado:
Julio: Me apena muchísimo tu carta del 25 de mayo. Desde que tú, hace tiem-
po, rectificaste mi error, nunca más se me ocurrió pensar en ti con relación a
la pérdida del Covarrubias-Aldrete. Jamás quise aludirte, ni se refieren a ti las
palabras que te han molestado. He tenido ocasión de aclarar después muchas
otras cosas (no referentes a ti). Y si de algún modo deseas que te dé una sa-
tisfacción al respecto, aunque tú no apareces allí para nada, estoy dispuesto a
hacerlo; pero no creo realmente que haga falta, así como nunca pensé que te
consideraras aludido. Me duele singularmente que mezcles en esto a Manuela,
completamente ajena a esta historia (apud Torri 1995: 201-202).

Pero esta triste anécdota no termina aquí, pues entre los papeles de la Ca-
pilla Alfonsina, Zaïtzeff encontró, junto con la carta anterior, esta nota
manuscrita de Reyes:
Esta historia del libro la conté de cualquier modo nada más por darle aire.
Ni me importa nada, ni menos he agraviado ni nombrado para nada a Torri,
con quien mi vieja y fraternal amistad me autorizaba además a portarme con
cierta travesura y buen humor. Él se puso solemne, habló de “su honradez”;
y se puso el saco porque quiso. Se permitió una alusión de muy mal gusto a
Manuela, y habló no sé por qué del servicial Julio Torri. Pues yo no le debo
servicios y él me debe varios a mí. No tengo nada contra él y externé mi
benevolencia para él como no lo hubiera hecho con nadie. Sospecho que he
contribuido a darle nombre, cuando nadie le hacía caso. El pobre ha venido
juntando rabia contra mí gratuitamente. Tal vez porque le molesta que siem-
pre le pongan como en mi séquito, y en eso tiene razón. Al venir los festejos
de mis 70 años y verse como secundario adorno de mis alegorías [sic], estalló.
No tengo la culpa [Condescendiente, al final Reyes remata:] Lo comprendo y
lo perdono (apud Torri 1995: 202).

Por fortuna, Torri nunca se enteró del comentario manuscrito de su amigo,


a cuya muerte escribió sus lúcidas “Notas sobre Alfonso Reyes”, las que
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 285

inician describiendo a éste como lo que ahora llamaríamos un profesional


de las letras:
Alfonso Reyes nos ofrece un ejemplo de entrega total a su vocación, desde la
adolescencia hasta su muerte. Estudiar con perseverancia tenaz; escribir, mos-
trar a los demás cómo superarse en el cultivo de las buenas letras; divulgar en
el extranjero lo valioso de nuestra literatura y de nuestra historia: éstos fueron
sin duda los objetivos que dirigieron su vida, la misión espiritual que realizó
en sus años de aprendizaje y en los de madurez (Torri 1964: 162).

Luego destaca un rasgo de la obra de Reyes que provocó aguda molestia en


el autor porque se usó como incomprensiva acusación:
Fue un escritor libresco, sin que esta palabra implique nada de peyorativo o
de censurable. Toda idea trae en él el recuerdo de otras semejantes que halló
en sus autores predilectos, que son legión. Es un tipo de escritor que sólo se
produce en los ambientes literarios más doctos, en los países de cultura más
refinada (Torri 1964: 166).

Por cierto que no deja de ser sintomático que en este rasgo, que ahora se
analizaría desde el concepto de intertextualidad, Reyes coincida con su
amigo argentino Jorge Luis Borges: ambos fueron autores “librescos”, ca-
lificativo que no resulta denigrante sino mera descripción de un elemento
constitutivo de su arte literario. A este carácter “libresco” de la obra de
Reyes aludían, de forma encubierta o directa, quienes le imputaban no
haber vivido lo suficiente. En uno de los pocos pasajes en que él se refiere
veladamente a su traumático pasado, comenta con disgusto:
¡Las experiencias de mi vida son tan fuertes, tan intensas! Las he asimilado tan
completa e íntegramente que ni siquiera las dejo salir al exterior. ¡Ya me dicen
que no he vivido, esos paseantes de una sola calle del mundo! ¿Quién de ellos
puede haber sufrido y gozado lo que yo? [...] Julio: yo lo he hecho todo con
mi esfuerzo, con mi voluntad. A mí me tocó un destino contaminado de mil
venenos, y yo procuré rectificarlo, y deshacer la fuerza de los venenos. A mí
la vida me lo ha ido dando todo un poco torcido, y soy yo –nadie más que
yo– quien lo ha compuesto (apud Torri 1995: 149).

Javier Garciadiego propone la razonable hipótesis de que la “vocación lite-


raria de Reyes, considerada por casi todos innata, surgió como un rechazo
al abrumador ambiente político familiar” (2006: 166). En efecto, Alfonso
Reyes creció como privilegiado hijo del prestigioso general y gobernador
de Nuevo León Bernardo Reyes, cuyo poder e influencia políticos eran ta-
les que incluso se le mencionó como fuerte candidato a suceder en la presi-
286 Rafael Olea Franco

dencia a Porfirio Díaz, de quien llegó a ser Ministro de Guerra, aunque sus
diferencias con el grupo de los científicos lo distanciaron del régimen. En
1909, Díaz mandó a Reyes a Europa, en un exilio disfrazado de misión mi-
litar; pero luego del inicio de la Revolución en noviembre de 1910, creyó
conveniente contar con el apoyo de uno de sus generales más prestigiosos,
quien no alcanzó a regresar antes de la renuncia de Díaz a la presidencia
(25 de mayo de 1911). Cuando por fin el general Reyes volvió a México en
junio de 1911, se sumó a la vida política y se presentó como candidato a la
presidencia, por el Partido Reyista o Republicano; sin embargo, aduciendo
que el crispante ambiente político no permitía elecciones libres, salió del
país en septiembre, antes de las votaciones, efectuadas en octubre. Desde
Texas, Estados Unidos, se dedicó a conspirar, aunque acotado por el gobier-
no de ese país, que entabló un proceso judicial en su contra por violar las
leyes estadounidenses de neutralidad; cuando cruzó la frontera mexicana
para encabezar una rebelión militar contra Madero, quien había asumido
la presidencia el 6 de noviembre, no encontró el apoyo de sus partidarios,
por lo que fue apresado en Linares, Nuevo León, el 25 de diciembre de
1911. Pasó en la cárcel de Santiago Tlatelolco todo el año 1912, pero el 9
de febrero de 1913, gracias a una conspiración múltiple en la que participó
el también preso Félix Díaz (sobrino del dictador), el general Reyes logró
evadirse de su encierro, sólo para caer abatido ese mismo día, en un vano
intento por tomar el palacio nacional (véase Niemeyer 1966). En muchos
sentidos, estos sucesos marcaron indeleblemente el destino del hijo, quien
en su obra creativa construyó una imagen idealizada de su padre (Arenas
2004). En primer lugar, Alfonso inscribió la trágica muerte de su proge-
nitor como un elemento determinante para su futuro, según manifestó de
forma dolorosa en la intimidad de su texto autobiográfico Oración fúnebre
del 9 de febrero, publicado póstumamente: “Aquí morí yo y volví a nacer,
y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de Febrero.
Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo
día” (Reyes 1990: 39). Además, este hecho histórico implicó un estigma
para él, pues de un modo u otro, lo ligó al régimen de Victoriano Huerta,
nefasto personaje que, una vez consumada la sangrienta Decena Trágica
que le permitió usurpar la presidencia, le ofreció la dudosa oportunidad de
convertirse en su secretario particular (quizá como cínica retribución, por-
que él mismo había sido el mayor beneficiario de la revuelta iniciada por el
general Bernardo Reyes). Aunque Alfonso Reyes eludió este ofrecimiento,
el exilio diplomático fue la salida más decorosa que encontró para alejarse
Lectura crítica entre amigos: Alfonso Reyes y Julio Torri 287

de una situación insostenible para él, entre otras razones porque, a dife-
rencia de su hermano Rodolfo, nunca se había interesado por participar
en política; así, en agosto de 1913, luego de obtener su título de abogado,
abandonó el país para ocupar el modesto puesto de segundo secretario de
la legación mexicana en París. En contadas ocasiones, el escritor se atrevió
a expresar la infinita tristeza y el desánimo que provocaban en él sus amigos
del Ateneo –quienes primero fueron antiporfiristas y luego simpatizantes
de la Revolución–, cuando aludían negativamente a la posición política de
su padre. Con tenacidad absoluta, él logró conjurar poco a poco el destino
envenenado que le legó su familia; y lo hizo de la única forma en que un
artista puede sublimarse: labrando arduamente una obra duradera.
Una última anotación. Como interlocutor privilegiado de Reyes, Torri
es uno de los múltiples testigos de que aquél: “Se quejaba siempre de que
se le elogiaba sin leerle” (Torri 1964: 168). Yo confío en que ahora ambos
sean elogiados a partir de su lectura. Con ello se cumpliría el consejo que
Reyes daba a su amigo en una carta del 20 de septiembre de 1920, en la
cual expresaba, a su manera, que la literatura atañe a la colectividad y no
sólo al autor individual: “Abandona todo pudor. No nos pertenecemos:
todas nuestras palabras debemos ofrecerlas a los hombres. Y yo te aseguro
que alguien, a través del tiempo, las espera para vivir por ellas” (apud Torri
1995: 90). Así pues, procuremos hacer nuestras las palabras literarias de
Reyes y Torri para poder vivir por ellas y mediante ellas.

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Instituto Mora, pp. 44-59.
Fundación mitológica de la ficción crítica: “El
acercamiento a Almotásim”, de Jorge Luis
Borges

Antonio Cajero Vázquez


El Colegio de San Luis Potosí

En un estudio reciente, Sergio Pastormelo perfila la imagen de Borges como


crítico, desde que éste publicó sus primeras reseñas en Le Feuille hasta los
prólogos de la Biblioteca Personal y La Biblioteca de Babel, colecciones
inconclusas a la muerte del polígrafo argentino. De acuerdo con Pastor-
melo, la crítica borgeana abarcaría ensayos, prólogos, reseñas, conferencias
editadas, ficciones críticas (“El acercamiento a Almotásim” o “Laberintos”,
por ejemplo), textos heterogéneos por su forma y, también, por su exten-
sión. Propone, para ello, una polémica afirmación: “Borges fue, ante todo,
un crítico, y […] la poesía y la narración ocuparon un lugar relativamente
lateral en su literatura […] La crítica fue el único género presente en todas
las etapas de su producción literaria: Borges no siempre fue un narrador
(década de 1920), no siempre fue un poeta (décadas de 1930 y 1940), pero
siempre fue un crítico” (Pastormelo 2007: 17).
Aunque resulta pertinente la observación, la constancia crítica de
Borges apenas si ocupa un lugar en los actuales estudios borgeanos. No
siempre fue así porque, en 1933, la revista Megáfono hizo una encuesta a
propósito de la publicación de Discusión (1932), su cuarto libro de ensa-
yos. También podría decirse que Borges practicó la traducción desde que
era niño y hasta el final de su vida; sin embargo, con el tiempo la crítica y
la traducción, y la misma poesía, terminaron ensombrecidas por su obra
narrativa. Aquí, más que reivindicar al Borges crítico, que por cierto no
necesita defensas de Pero Grullo, espero demostrar que “El acercamiento
a Almotásim” representa el paradigma de la innovación borgeana en el
ámbito de las ficciones críticas, el parteaguas en su producción, y no el
automitificado “Pierre Menard, autor del Quijote”. Para ello, en seguida
propongo traer a colación los testimonios que alimentan esta superstición
y luego un análisis pormenorizado de “El acercamiento a Almotásim” para
mostrar las particularidades de este género borgeano.
290 Antonio Cajero Vázquez

1. Historia verdadera de una invención

Cuando aparece Historia de la eternidad (1936), Borges ya había publicado


tres libros de poesía (Fervor de Buenos Aires, 1923; Luna de enfrente, 1925;
Cuaderno San Martín, 1929), una peculiar biografía (Evaristo Carriego,
1930), cinco de ensayos (Inquisiciones, 1925; El tamaño de mi esperanza,
1926; El idioma de los argentinos, 1928; Discusión, 1932; Las kenningar,
1933) y uno de relatos (Historia universal de la infamia, 1935). Había,
además, colaborado en la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Críti-
ca; se había sumado a El Hogar y seguía participando en Sur, con decenas
de prosas, biografías sintéticas y traducciones que hasta apenas hace una
década empezaron a recuperarse como parte de la obra dispersa.
Si bien puede considerarse un lugar común entre la crítica especializa-
da, considero pertinente volver sobre un evento que habría desencadenado
el genio narrativo de Borges y, acaso, añadir algún dato significativo. Me
refiero al accidente que sufrió en la Navidad de 1938, el mismo año en
que murió su padre.1 Véase el incidente y las repercusiones que Borges le
atribuye. Éste cuenta a Charbonier lo que puede considerarse un accidente
afortunado en la medida en que, desde la mitología personal, representaría
un renacimiento: “Después de un accidente, tuve fiebre, insomnio, un in-
somnio interrumpido por pesadillas. Me tomé un descanso bastante largo
en un sanatorio. Después me dijeron que estuve muy cerca de la muerte.
Volví a casa. Tenía un miedo espantoso de haber perdido mi integridad
mental, de no poder escribir más” (Charbonier 1967: 74). Líneas adelante,
viene la lucubración sobre el momento en que habría surgido el narrador
que, como el fénix, después del estado febril provocado por la septicemia
se levanta de sus propias cenizas: “Si empiezo a escribir, si tengo la audacia

1 Ni en Un ensayo autobiográfico ni en las innúmeras entrevistas que concedió, Borges


aporta la fecha de muerte de su padre. Más allá de cuanto tenga que decir al respecto el
psicoanálisis, el dato apuntado por Rodríguez Monegal debe recuperarse para entender,
siquiera entre brumas, el momento de indefensión en que don Jorge Guillermo habría
dejado a Jorge Luis, después de haberlo modelado a la manera del pequeño Gólem de
“Las ruinas circulares”. De acuerdo con su acta de defunción, don Jorge Borges muere
el 12 de febrero de 1938, “de asistolia” (Vaccaro 2005); por su parte, Rodríguez Mone-
gal fecha la muerte de Borges padre el 24 de febrero de 1938 (1987: 291). Desde este
evento, las colaboraciones de Borges en Sur cesan; no reaparece sino hasta agosto del
mismo año. El hecho se combinó con el vacío dejado por Leopoldo Lugones (muerto
el 18 de febrero de 1938), por quien Borges expresó una suerte de admiración-odio
durante su juventud y de veneración durante su madurez.
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 291

de escribir un artículo sobre cualquier libro y no puedo hacerlo, estoy li-


quidado, ya no existiré” (Charbonier 1967: 74).
A continuación, el dramático relato abunda sobre una decisión funda-
mental para la imagen que Borges busca imponer sobre su incursión en la
narrativa, y que a la larga atraerá muchos adeptos: “Para hacer menos ho-
rrible tal descubrimiento, me pondré a ensayar algo que nunca he hecho.
Si no tengo éxito, será menos espantoso para mí. Esto podrá prepararme
para aceptar un destino no literario. Así que me pondré a escribir algo que
nunca he hecho: voy a escribir una historia”. Sería más preciso si hubiera
dicho “otra historia”, ya que los testimonios rectificarían sus aseveraciones:
en términos de su obra publicada hasta el momento, podría decirse que al
menos desde 1927 Borges había estado ensayando diversos modos y tonos
narrativos, como lo confirman “Sentirse en muerte”, “Leyenda policial”
y las versiones ulteriores que desembocaron en “Hombre de la esquina
rosada”, así como los relatos de Historia universal de la infamia y “El acer-
camiento a Almotásim”. Entre la fecha de su accidente, el 24 de diciembre
de 1938, y la publicación de “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges no
se mantuvo completamente estéril, sino que habría escrito más de quince
reseñas para el El Hogar y un artículo, “Los romances de Fernán Silva Val-
dés”, en el número 54 de Sur.
La narración del evento por parte de la madre de Borges, doña Leonor
Acevedo, presenta matices diversos, aunque no desmiente la “fundación
mitológica” de la nueva narrativa borgeana:
Fue en vísperas de Navidad que Georgie fue a buscar una invitada a cenar.
Lo que sucedió fue que el ascensor no funcionaba y subió la escalera muy
rápidamente; no se apercibió de la hoja abierta de una ventana. La herida no
fue al parecer bien curada y se complica con una infección, alta temperatura y
alucinaciones. Al cabo de 15 días la fiebre comienza a descender y él me pide
que le lea una página. Luego de escucharla, él me dice contento: “Va bien, sí,
me doy cuenta que no voy a enloquecer; he comprendido todo perfectamen-
te”. De vuelta a su casa, continúa su madre, él se dispone a escribir un cuento
fantástico, el primero. “Yo creo que alguna cosa cambió dentro de su cerebro
[…] Desde entonces él no ha escrito más que cuentos fantásticos, que me dan
un poco de miedo, porque nos los entiendo bien” (citado en Woscoboinik
2007: 108-109).

Otro testimonio se halla, según afirma el mismo Borges, en su relato “El


Sur”, donde recupera los datos generales, no los motivos por los que subía
la escalera desprevenido:
292 Antonio Cajero Vázquez

En la Navidad de 1938 –el mismo año en que falleció mi padre– sufrí un


grave accidente. Subía por una escalera y de pronto sentí que algo me rozaba
el cuero cabelludo. Había chocado con una ventana abierta y recién pintada.
A pesar de los primeros auxilios, la herida se infectó después, y durante una
semana no pude dormir, sufrí alucinaciones y tuve mucha fiebre. Una noche
perdí el habla y tuve que ser llevado al hospital para una operación de urgen-
cia. Me amenazó una septicemia, y durante un mes estuve, sin saberlo, entre
la vida y la muerte. (Mucho después escribí sobre esto en mi cuento “El Sur”)
(Borges 1999b: 77).2

Por su intención mitificadora, el evento en los documentos citados (la


entrevista con Charbonier, el testimonio de su madre y el “El Sur”) está
cruzado, en mayor o menor grado, por la ficción. Hay uno más que no he
visto referido en ningún lado y que, de alguna manera, puede despejar las
dudas o el pudor de Rodríguez Monegal y la llamada de la policía a casa
de doña Leonor el día del accidente (Rodríguez Monegal 1987: 292-293).
Se trata del relato que ofrece José Bianco en una prosa dedicada a María
Luisa Bombal:
Sobran razones para que el departamento de María Luisa Bombal figure en
nuestra pequeña historia literaria. Allí María Luisa escribió su novela y sus
cuentos; de allí surgió “El jardín de senderos que se bifurcan”. Una tarde Bor-
ges, de visita en casa de María Luisa, se echó hacia atrás y se golpeó la cabeza
con el filo de una ventana entreabierta. Como le saliera mucha sangre, lo lle-
varon a la Asistencia Pública, lo curaron, lo vendaron y le dejaron en la herida
un pedazo de masilla. Consecuencia: septicemia fulminante por la cual estuvo
a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos). Durante la
convalecencia y después, ya curado, Borges decidió abordar un género nuevo,
escribir algo completamente distinto de lo que había escrito hasta entonces;
que no se pudiera decir: “Es mejor o peor que el Borges de antes”. Así nació
su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: “Pierre Menard, autor
del Quijote”. Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entre-

2 Éste es el pasaje de “El Sur” donde Borges ficcionaliza detalles del accidente, que ubica
“en los últimos días de febrero de 1939”: “Ciego a las culpas, el destino puede ser
despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un
ejemplar descabalado de las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo,
no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le
rozó la frente ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta
vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista
de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida.
Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el
sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las Mil y Una
Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exage-
rada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie
de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días
pasaron, como ocho siglos” (Borges 1956: 188).
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 293

garme –quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento–,


que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le
dije la verdad: “Nunca había leído nada semejante”, y lo publiqué en primer
término con toda veneración tipográfica, en el número 56 de Sur (Bianco
1988: 238-239).

Bianco aparece como principal interlocutor de Borges en este momento,


porque era el editor de Sur y quien estuvo entre los primeros lectores de
“Pierre Menard, autor del Quijote”. Curiosamente, los testimonios ver-
tidos condicen la versión de Borges sobre su accidente de la Navidad de
1938: con él habría (re)nacido el narrador de relatos fantásticos. Ni doña
Leonor ni Bianco parecen volver los ojos a la obra reciente de Borges:
restan importancia a “El acercamiento a Almotásim”, originalmente pu-
blicado en Historia de la eternidad en 1936 y precursor de otros relatos
de El jardín se senderos que se bifurcan (1941) y, por lo tanto, de Ficciones
(1944); luego, en 1953, en la colección de las Obras completas de Borges
en Emecé, “El acercamiento a Almotásim” volverá a aparecer en Historia
de la eternidad y también en el tomo correspondiente a Ficciones, en 1956;
en 1974, sin embargo, Borges decide sólo incluirlo como parte del libro en
que originalmente lo publicó.
Bianco, además de situar el accidente de marras en un espacio bien de-
finido (el departamento de María Luisa Bombal [¿la mujer a la que Borges
habría invitado a cenar según la versión de doña Leonor y a quien omite
mencionar Rodríguez Monegal?]), parece desconocer Historia de la eterni-
dad o, por lo menos, el carácter apócrifo de una de las “Dos Notas” de este
volumen, porque de acuerdo con el editor de Sur: “Durante la convalecen-
cia y después, ya curado, Borges decidió abordar un género nuevo, escribir
algo completamente distinto de lo que había escrito hasta entonces”. “El
acercamiento a Almotásim”, desde esta perspectiva, es despojado de su ca-
rácter fundacional en la cronología de uno de tantos géneros borgeanos,
la ficción crítica o ensayo ficción. Los hechos encadenados (el accidente, la
septicemia, la escritura y la afortunada recepción de “Pierre Menard, autor
del Quijote”), sin duda, influyeron en la consolidación del mito.
Hacia mediados de 1939, Borges empezó a colaborar con mayor asi-
duidad en la revista Sur y el segundo texto que entregó ese año fue precisa-
mente “Pierre Menard, autor del Quijote”, para el número 56, de mayo de
1939. Así, la escritura de este relato habría servido a Borges para, según sus
palabras, darse cuenta de que sus facultades mentales no habían menguado
294 Antonio Cajero Vázquez

y, al mismo tiempo, ensayar unos experimentos narrativos que, a mi enten-


der, habían sido entrevistos en “El acercamiento a Almotásim”.
El argumento referido sobre la epifanía borgeana adquiere, de esta for-
ma, dos sentidos: primero, hace tabula rasa de los experimentos narrativos
entre 1927 y 1936; luego, establece el momento de la fundación de un
género que escapa de las clasificaciones canónicas. Al respecto, Borges com-
parte el escepticismo de Croce, para quien la clasificación en géneros litera-
rios y artísticos admite un error intelectualista que no radica, por principio,
en el uso cotidiano de los términos, sino en la camisa de fuerza que signi-
fican las definiciones y las leyes impuestas a los simples vocablos y frases:
Quien discurre acerca de tragedias, comedias, dramas, novelas, cuadros de
género, cuadro bélicos, paisajes, marinas, poemas, poemas breves, poesía lí-
rica, etc., tanto para hacerse comprender y para referirse aproximadamente
a determinados grupos de obras, sobre las cuales quiere, por una razón o
por otra, llamar la atención, no dice nada de científicamente erróneo, puesto
que emplea vocablos y frases, sin establecer definiciones y leyes. El error aparece
cuando queremos dar al vocablo el valor de una distinción científica […]
(Croce 1982: 82-83)3.

Por su parte, Borges lleva la renuencia croceana contra el cientificismo a


un plano más arriesgado. Aun cuando acepta la existencia de los géneros
literarios –generalización necesaria para pensar el mundo–, la noción de
género literario dependería menos del texto y de las convenciones teóricas
que del efecto de lectura, como sostiene en una conferencia de 1979: “los
géneros literarios dependen, quizá, menos de los textos que del modo en
que éstos son leídos. El hecho estético requiere del lector y del texto y sólo
entonces existe” (Borges 1980: 71).4 La clasificación genérica, y el texto

3 Borges leyó a Croce durante su primer periplo europeo, ya que a punto de volver
a Buenos Aires, a principios de 1921, le envía la Estética a su amigo y corresponsal
Maurice Abramowicz (Borges 1999a: 135 y 141). El polígrafo italiano fue decisivo en
la obra borgeana, como lo demuestra su recurrencia en textos críticos y conferencias,
verbigracia en una de sus seis conferencias en Harvard (1967-1968), donde sostiene
que cuando “era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce
no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si ne-
cesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la
metáfora más sorprendente” (Borges 2001: 140).
4 Al inicio de esta conferencia, Croce sirve de pretexto para la teoría borgeana del lector
de ficciones policiales: “Es sabido que Croce, en unas páginas de su Estética –su for-
midable Estética–, dice: Afirmar que un libro es una novela, una alegoría o un tratado
de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que
podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda” (Borges 1980: 71-72). En reali-
dad, Borges no cita textualmente. El argumento de Croce se halla más detallado (Croce
1982: 83-83).
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 295

mismo, sería un efecto del comercio entre el texto y el lector. No habría


que descartar, sin embargo, que antes ha habido una intención autoral
que organiza el discurso y lo ubica en un marco de lectura; también, una
tradición literaria que impide leer un texto literario fuera de sus márgenes
(como un tratado litúrgico, científico o sociológico, por ejemplo) o un
género que se ensancha hasta abarcar el texto en rebeldía para absorberlo
en uno de los modelos establecidos o con una nueva etiqueta, pero de ín-
dole netamente literaria. Así, la Antología de la literatura fantástica (1940)
prepararía la recepción de El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y
Ficciones (1935-1944) (1944), es decir, contribuiría a crear una comuni-
dad lectora para un género y un género para una comunidad lectora. La
siguiente expresión condicional, de esta suerte, concentra un significado
contundente para el proceder de Borges: “si Poe creó el relato policial, creó
después al tipo de lector de ficciones policiales” (Borges 1980: 73); podría
parafrasearse: “si Borges renovó el género fantástico, renovó después al tipo
de lector de ficciones fantásticas”. En resumen, un autor no sólo inventaría
un género específico, puro o híbrido,5 sino a los lectores de ese género:
“Nosotros, al leer una novela policial, somos una invención de Edgar Allan
Poe”, concluye el argentino (Borges 1980: 82).
A la luz de los argumentos vertidos, Borges resulta precursor de Bor-
ges, porque el estudio de “Pierre Menard, autor de el Quijote” o “Examen
de la obra de Herbert Quain” arrojan, en retrospectiva, nuevas luces sobre
“El acercamiento a Almotásim”. Este ejercicio, asimismo, derruye la ima-
gen que Borges habría alimentado y que aún parece tener seguidores, como
lo prueba un artículo de Woscoboinik:
Borges fue poeta y ensayista hasta un cierto momento en que pudo despertar
sin temor y sin prejuicios a la ficción. Aunque las mismas ya se insinuaban, no
alcanzan su plena realización hasta después de la navidad de 1938. Allí está,
por ejemplo, “Hombres pelearon”, en El idioma de los argentinos, de 1928, y
que luego, con el agregado de un personaje femenino, se transformará en el
famoso “Hombre de la esquina rosada” (Woscoboinik 2007: 108).

5 Con el adjetivo puro me refiero a los géneros sobre los cuales habría convenciones casi
inmutables en determinadas épocas, por ejemplo, la épica, la ditirámbica y la tragedia
en la Grecia antigua; la novela, el cuento, la poesía, el drama, el ensayo, en la actuali-
dad; con el de híbridos, a los que buscan deliberadamente mezclar dos o más géneros
instituidos: verbigracia Los reyes (poema dramático), de Cortázar; El mono gramático
(ensayo poético), de Paz; Crónica de una muerte anunciada (novela periodística), de
García Márquez o El beso de la mujer araña (drama novelístico), de Puig, por citar sólo
algunos ejemplos hispanoamericanos con mi burda nomenclatura.
296 Antonio Cajero Vázquez

De Historia universal de la infamia, el crítico había expresado en párrafos


previos: “primer libro realmente anticipatorio de sus ficciones, considerado
por algunos como ensayos” (Woscoboinik 2007: 107). No me extraña que
deje fuera “El acercamiento a Almotásim”, por sus peculiaridades editoria-
les: cita de las Obras completas y, al parecer, desconoce no sólo el sustrato
ficticio del texto, sino su trascendencia en la constitución del ensayo ficción.
Además, Woscoboinik examina los prólogos de Borges más que los textos
prologados; quiere hallar el texto en el paratexto. Aun cuando los para-
textos tienen un gran peso semántico en la obra borgeana, me parece que
Woscoboinik es víctima del ardid relatado por Bioy Casares:
Muchas veces hemos comentado que alguien improvisa un prólogo para su
libro, porque el editor le dice que necesita más páginas; los críticos no leen
el libro, sino el prólogo, y sobre lo que ahí encuentran escriben el suelto; o
mejor dicho, uno lee el prólogo y los demás leen el suelto del que leyó el pró-
logo, de manera que tres o cuatro ocurrencias del prólogo determinan el tono
con que el libro será comentado (Bioy 2006: 335).

Muy diferente resulta la lectura de Alfredo Alonso Estenoz, quien señala


sin tapujos que “El acercamiento a Almotásim” inaugura la tendencia de
Borges “a borrar las fronteras entre ensayo y ficción, algo que a partir de
entonces se manifestará como una práctica asidua en su narrativa y su en-
sayística [y] es también significativo porque echa por tierra el mito, creado
por el propio Borges, de que su primer relato fue ‘Pierre Menard, autor del
Quijote’ y que éste, según contó en varias ocasiones, constituyó algo com-
pletamente nuevo en su obra” (Alonso Estenoz 2006: 139). Me pregunto
si Woscoboinik conocía el artículo de Alonso Estenoz, pues contraviene su
hipótesis de que Borges ensayaría ficciones sólo desde principios de 1939
y no desde unos años antes.

2. “El acercamiento a Almotásim” o la fundación de un género

2.1 La ficción crítica desde el paratexto

Hacia finales de 1956, según el testimonio de Bioy Casares, a la pregunta


de si se debe escribir un artículo como un cuento, Borges explica: “Yo creo
que todo debe ser narrativo. Todo debe tener forma de relato”. Silvina
Ocampo interpela: “¿Cómo? ¿Los poemas también?” La contrarrespuesta
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 297

resulta congruente con una práctica desarrollada durante veinte años, al


menos: “Los poemas también. Todo debe ser una situación o un desenlace.
Desde luego, puede uno proponerse como ideal escribir algo no narrativo,
pero casi siempre fracasará. Para mantener el interés del lector, hay que
hacer los artículos como pequeños cuentos”, amplía Borges (Bioy 2006:
239-240). En el caso de “El acercamiento a Almotásim” los términos tie-
nen que adaptarse, porque implica la construcción de un cuento como si
se tratara de un artículo. Si bien el “efecto de contaminación” (vid. infra), y
por lo tanto de una lectura contextualizada (o descontextualizada), ayuda
a explicar parcialmente la filiación genérica del relato, considero que su
configuración discursiva, a caballo entre el relato y la nota crítica, además
del carácter apócrifo del texto criticado (llámese The approach to Al-Mu’ta-
sim, atribuido a Mir Bahadur Alí; la Enciclopedia de Tlön, atribuida a una
progenie centenaria de sabios; o la docena de obras atribuidas a Herbert
Quain), contribuyen a generar una deliberada ambigüedad. Este hecho
juega con el horizonte de expectativas de los lectores, acostumbrados a
determinadas marcas y estrategias textuales que le permiten identificar un
poema, un cuento, un ensayo, un sermón, un artículo, en fin, una configu-
ración discursiva plenamente identificable en una tradición.
El principio de que “todo debe ser narrativo” da sentido a, por ejem-
plo, el ritmo prosístico, y a ratos argumentativo, de buena parte de Fervor
de Buenos Aires; la fluidez, de anécdota casi, impresa a las biografías sin-
téticas de El Hogar; la hibridez de las biografías de Historia universal de la
infamia, cuyas fuentes al final del texto imprimen un guiño de fidelidad
a las vidas relatadas y, a un tiempo, disimulan su vena creativa y paródica.
Podría decirse que este libro resulta un intento por borrar las fronteras
entre la biografía y el cuento: que la biografía busque representar la verdad
sobre la vida de seres infames no impide a Borges atribuir falsas cualidades
a los personajes biografiados o inventar situaciones no referidas por las
fuentes. Así, los indicios con visos de verdad (nombres, fechas, fuentes
bibliográficas), por un lado, y de verosimilitud (invención de situaciones o
desenlaces posibles), por otro, coexisten como principio generador del tex-
to y, a la larga, se imponen al lector con todas las connotaciones previstas,
en otro momento, por el autor.
298 Antonio Cajero Vázquez

A mi juicio, “el efecto de contaminación” a que Carlos Rojas atribuye


la ambigüedad genérica de “El acercamiento a Almotásim”6 viene postula-
do por el mismo texto: puede leerse como nota bibliográfica (en Historia de
la eternidad) o como narración fantástica (en El jardín de senderos que se bi-
furcan o Ficciones), porque las estrategias discursivas que configuran el tex-
to permiten su lectura en un sentido o en otro. Por su carácter expositivo y
argumentativo, “El acercamiento a Almotásim” se ajusta más al modelo de
la reseña o nota bibliográfica; por el empleo de personajes reales y ficticios,
por presentarse como reseña de un libro inexistente, se acerca a una ficción
que, paradójicamente, mantiene fuertes vínculos con su referente. En uno
y otro contextos, el narrador-crítico desubica al lector con la disolución de
las fronteras genéricas.
Para dirigir (y redirigir) su lectura, Borges reubica el relato al menos en
tres ocasiones: en 1936, en la primera edición de Historia de la eternidad,
que carecía de prólogo pero contaba con un epígrafe de Johnson, “El acer-
camiento a Almotásim” formaba parte de “Dos Notas”, junto con el “Arte
de injuriar”. El relato, así, se homologaba al resto de los ensayos. También
cabe notar que el título induce a la polisemia y, por lo tanto, a varios pla-
nos de lectura: Borges a menudo busca que un cuento, propio o ajeno,
tenga más de una dimensión. En este orden de ideas, “El acercamiento a
Almotásim” puede entenderse como la traducción literal del título de la
primera edición del libro; como un acercamiento crítico o interpretativo;
también, puesto que se trata del resumen de un libro imaginario, como el
acercamiento del lector a un libro apenas entrevisto, en el sentido de que
aquél no tiene ni puede tener más que lo que el narrador-crítico le ofrece
en su resumen; finalmente, como el resultado de la odisea del estudiante
que dedica su vida a buscar a Almotásim, es decir, como el acercamiento
físico entre el buscador y el buscado, como lo sugiere el final in absentia

6 “La forma como los textos se agrupan, la forma como constituyen unidades, los modifi-
ca, cambia las condiciones en que son leídos. Al ponerse uno al lado del otro, de alguna
manera los textos se contaminan. Quizá uno de los casos más interesantes de este pro-
ceso de contaminación en la obra de Jorge Luis Borges es la introducción de una reseña
apócrifa, ‘El acercamiento a Almotásim’, en una colección de ensayos, Historia de la
eternidad”; luego en un libro de cuentos y, finalmente, vuelve al libro de ensayos. No
pasaría lo mismo, por ejemplo, con ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ o ‘Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius’, que siempre formaron parte de un libro de cuentos” (Rojas 2007: 116).
La hipótesis me parece loable; sin embargo, abre paso a otras posibilidades: ¿si se inclu-
yera en un poemario, sería leído como poema? ¿En una colección de obras de teatro,
como un drama? ¿En un recetario, como una receta? Reitero: es loable, pero también
deben destacarse los límites que impone el texto intrínsecamente.
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 299

de la novela de Bahadur Alí: “El estudiante golpea las manos una y dos
veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre –la increíble voz de
Almotásim– lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En
ese punto la novela concluye” (Borges 1936: 112).
Otro paratexto que implicaría una nueva intervención del autor para
(des)orientar la lectura: el título de la sección final de Historia de la eter-
nidad, “Dos Notas”, determinaría el género de “El acercamiento a Almo-
tásim” como una nota crítica. De esta forma, la simulación de un estilo
argumentativo y la etiqueta que identifica este relato inaugural refuerzan el
efecto de contaminación de los textos con que coexiste.
En 1941, “El acercamiento a Almotásim” se inserta en El jardín de
senderos que se bifurcan, con dos nuevos paratextos: la fecha “1935” al final
de dicha narración; en el “Prólogo”, Borges explica la configuración del vo-
lumen y alude a “El acercamiento a Almotásim” y su parentesco con otras
piezas del volumen: si bien reconoce que los relatos no requieren mayor
elucidación, en una paralipsis aclara que “El jardín de senderos que se bi-
furcan” es “policial” y los restantes siete, “fantásticos”. Habla sucintamente
de “La lotería en Babilonia”, “La biblioteca de Babel” y “Pierre Menard,
autor del Quijote”; luego dedica un amplio párrafo a “El acercamiento a
Almotásim” y otros relatos del mismo corte:
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de ex-
playar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en
pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y
ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartus resartus;
así Butler en The fair haven: obras que tienen la imperfección de ser libros
también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto,
más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios (Bor-
ges 1941: 7-8).

El autor, en este “Prólogo” de 1941, se asume como un simulador que


redacta resúmenes, comentarios o notas sobre libros inexistentes que, cu-
riosamente, pasan a formar parte de un libro real, “no menos tautológico”
que los libros comentados. La ineptitud y la haraganería a que apela el
autocrítico Borges, me parece, terminan por denotar lo contrario: destreza
y eficacia expositivas. Después de justificar las cualidades de este peculiar
procedimiento, el prologuista se refiere a “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”,
“Examen de la obra de Herbert Quain” y “El acercamiento a Almotásim”
como ejemplos de “notas sobre libros imaginarios”. Al final, señala que la
última es de 1935 y aporta un posible intertexto: “he leído hace poco The
300 Antonio Cajero Vázquez

sacred fount (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narra-
dor, en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en ‘El
acercamiento a Almotásim’, presiente o adivina a través de B la remotísima
existencia de Z, a quien B no conoce” (Borges 1941: 8). Al establecer las
relaciones textuales entre de The approach to Al-Mu’tasim y The sacred fount,
Borges sugiere una suerte de continuum entre el paratexto y el texto, una
mezcla de planos en que el autor del “Prólogo” asumen una posición crítica
semejante a la del narrador crítico, porque el final de “El acercamiento a
Almotásim” aporta otros intertextos a los que se sumaría el de James que,
por cierto, sería luego suprimido.
Además de los referidos cambios y aclaraciones del paratexto, también
se registran variantes en el texto para inducir un efecto de lectura com-
plementario del efecto de contaminación: la recontextualización de “El
acercamiento a Almotásim” en la editio princeps de El jardín de senderos que
se bifurcan, entre “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “Pierre Menard, autor del
Quijote”, lo coloca en el mismo registro textual que éstos, como ficciones
críticas. En dicho grupo también cabría “Examen de la obra de Herbert
Quain”, como lo sugiere Bioy Casares en la reseña dedicada a la colección
en 1942:
por sus temas, por la manera de tratarlos, este libro inicia un nuevo género en
la literatura, o, por lo menos, renueva y amplía el género narrativo.
Tres de sus producciones son fantásticas, una es policial y las cuatro res-
tantes tienen forma de notas críticas a libros y autores imaginarios. Podemos
señalar inmediatamente algunas virtudes generales de estas notas. Comparten
con los cuentos una superioridad sobre las novelas: para el autor, la de no
demorar su espíritu (y olvidarse de inventar) a lo largo de quinientas o mil
páginas justificadas por “una idea cuya exposición oral cabe en pocos minu-
tos”; para el lector, la de exigir un más variado ejercicio de la atención, la de
evitar que la lectura degenere en un hábito necesario para el sueño. Además
dan al autor la libertad (difícil en novelas o en cuentos) de considerar muchos
aspectos de sus ideas, de criticarlas, de proponer variantes, de refutarlas (Bioy
[1942] 1987: 57).

Bioy no únicamente ratifica que con El jardín de senderos que se bifurcan


Borges “inicia un nuevo género en la literatura, o, por lo menos, renueva y
amplía el género narrativo”, sino que rectifica la clasificación original de los
textos coleccionados: Borges decía que de las ocho piezas una era policial y
siete fantásticas; para Bioy, una es policial; tres, fantásticas y cuatro, “notas
críticas a libros y autores imaginarios”. En su recensión, sin embargo, Bioy
nunca comenta que, cinco años antes, “El acercamiento a Almotásim” for-
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 301

mó parte de un libro de ensayos. Además, mezclada con sus apreciaciones,


Bioy alude a la teoría croceana sobre los géneros literarios que pudo servir
a Borges de acicate para atreverse a inventar géneros como las biografías
sintéticas, las biografías apócrifas, las vindicaciones o las ficciones críticas:
Los artistas, por lo demás, aunque con palabras y fingida obediencia, han
dado a entender que las aceptaban; en realidad, se han burlado de estas leyes
de los géneros. Toda verdadera obra de arte ha violado un género establecido,
contribuyendo así a desbarajustar las ideas de los críticos, los cuales se han vis-
to obligados a ampliar el género, sin poder impedir el género así ampliado, no
parezca demasiado estrecho, a consecuencia del nacimiento de nuevas obras
de arte, seguidas, como es natural, de nuevos escándalos, de nuevos desbara-
justes y de nuevas ampliaciones (Croce 1982: 81-82).

Las ficciones críticas cautivan tanto al reseñista que dedica casi la mitad de
su comentario a exaltarlas y a describir sus dispositivos, ejemplos de trans-
gresiones a las convenciones narrativas mediante la inserción de aparato
crítico en un texto narrativo o la coexistencia de personajes y libros reales
y ficticios. La novedad de los relatos borgeanos, así, radicaría en el extra-
ñamiento o artificio de los recursos formales apenas explorados por sus
predecesores: “Borges emplea en estos cuentos recursos que nunca, o casi
nunca, se emplearon en cuentos o en novelas” (Bioy [1942] 1987: 57).7
Por cierto, en documentos críticos recientes se atribuye a Bioy un equí-
voco que él mismo achaca a otro protagonista en 1942. El hecho, si bien
cabe en un anecdotario, no me parece menor, porque tiene ya algunos
seguidores: se dice que Bioy, al leer “El acercamiento a Almotásim”, se sin-
tió impulsado a conseguir la novela de Mir Bahadur Alí y no dio con ella.
Habría sido el conejillo de indias de este experimento borgeano (Alonso
Estenoz 2006: 139 y Zavala 2012: 97-98). La tensión interna del relato,
entre la forma de nota crítica y la seductora trama de la metaficción, así
como la inserción de “El acercamiento a Almotásim” en un libro de ensa-
yos, Historia de la eternidad, seguramente orilló a muchos incautos a esta
busca sin regreso; ya incluido en El jardín de senderos que se bifurcan, siguió
siendo una tentación por su apariencia de nota crítica, como Bioy lo revela
en su reseña:

7 Entre otros elementos destacables en las ficciones críticas, según Bioy, pueden con-
siderarse los siguientes: “Hay una sabia y delicada diligencia: las citas, las simetrías,
los nombres, los catálogos de obras, la notas al pie de las páginas, las asociaciones, las
alusiones, la combinación de personajes, de países, de libros, reales e imaginarios, están
aprovechados en su más aguda eficacia” (Bioy [1942] 1987: 58).
302 Antonio Cajero Vázquez

En conversaciones con amigos he sorprendido errores sobre lo que en esas


notas es real o es inventado. Más aún: conozco a una persona que había discu-
tido con Borges “El acercamiento a Almotásim” y que después de leerlo pidió
a su librero la novela The approach to Al-Mu’tasim, de Mir Bahadur Alí. La
persona no era particularmente vaga y entre la discusión y la lectura no había
transcurrido un mes. Esta increíble verosimilitud, que trabaja con materiales
fantásticos y que se afirma contra lo que sabe el lector, en parte se debe a que
Borges no sólo propone un nuevo tipo de cuentos, sino que ha cambiado las
convenciones del género, y en parte a la irreprimible seducción de los libros
inventados, al deseo justo, secreto, de que esos libros existan (Bioy 2006: 57).

Hasta donde se ve, Bioy cuenta el desaguisado de algún lector de Borges y


no que haya sido él el sorprendido, a menos que secretamente se haya des-
doblado en la tercera persona. Por lo demás, en la cita se confirma que dos
elementos constitutivos del relato resultan cruciales para su interpretación:
la “increíble verosimilitud” generada por un novedoso modo narrativo y
los seductores libros inventados. Éstos, a su vez, se combinan con los recur-
sos paratextuales y los contextos de lectura para desubicar al lector.
En 1953, para la segunda edición de Historia de la eternidad, primer
volumen de lo que serán sus Obras (in)completas de 1974, Borges agrega
un “Prólogo” en que señala algunas rectificaciones y añadidos al volumen:
“La metáfora”, de 1952, y “El tiempo circular”, de 1943. No menciona en
absoluto “El acercamiento a Almotásim”, aunque sí recupera los cambios
impresos en 1941 y 1944. En la edición de Ficciones, de 1956, “El acerca-
miento a Almotásim”, como podría suponerse, no es descartado del libro:
vive la doble vida que su autor le ha impuesto.
En las Obras completas, de 1974, el “El acercamiento a Almotásim”
sólo aparece en el libro que originalmente lo alojó, Historia de la eternidad,
y desaparece de Ficciones con todo y sus alusiones en el “Prólogo” de El
jardín de senderos que se bifurcan. Diversas variantes paratextuales ayudan
a borrar la huella del texto: “Las siete piezas [ya no ocho] de este libro no
requieren mayor elucidación. La séptima [y no la octava]”, reza la versión
depurada. La referencia a “El acercamiento a Almotásim” al final de este
paratexto también es suprimida y, con ello, la relación intertextual con
Henry James. He aquí nuevamente el pasaje eliminado: “‘El acercamiento
a Almotásim’. La última es de 1935; he leído hace poco The sacred fount
(1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la deli-
cada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en ‘El acercamiento
a Almotásim’, presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de
Z, a quien B no conoce” (Borges 1941: 8). Lo extraño es que, aun cuando
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 303

Borges imprime los cambios mencionados, mantiene la fecha del “Prólo-


go”: “Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941”.
Hasta donde he revisado, en Ficciones (1935-1944), Borges suprime
los títulos de sus tres primeros libros de ensayos: Inquisiciones (1925), El
tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). En la
de 1956, las fechas de ubicación que acompañaban al título en 1944 no
tienen más sentido: aparece sin el (1935-1944), porque se ha excluido “El
acercamiento a Almotásim” de El jardín de senderos que se bifurcan y se han
agregado tres cuentos, escritos entre 1944 y 1956, a Artificios: “El Sur”, “La
secta del fénix” y “El fin” (Cf. “Posdata de 1956”, en Borges 1956: 115).

2.2 La ficción crítica desde el texto

He insistido en que “El acercamiento a Almotásim” se impone al lector,


más allá del libro en que Borges lo inserte, como una nota crítica o co-
mentario por sus cualidades intrínsecas. ¿Cómo dudar del género al que
pertenece, si originalmente se halla incluido en una sección denominada
“Dos Notas”, al final de un conjunto de textos argumentativos o ensa-
yísticos? ¿Cómo dudar de la sinceridad del narrador-crítico, si menciona
en su discurso fuentes y autores no sólo verosímiles, sino verdaderos? Lo
extraordinario, que todo el despliegue crítico recae sobre una obra y un
autor imaginarios.
Como expresé líneas antes, el título de esta supuesta nota bien puede
asumirse como la traducción literal del título del libro de Mir Bahadur Alí
o, entre otras interpretaciones, como el acercamiento crítico a The approach
to Al-Mu’tasim. Sin desconocer la polisemia de la narración, para efectos
de mi lectura me concentraré en la jerga crítica y los usos retóricos, por
un lado, y la estructura de “El acercamiento a Almotásim” y los elementos
paratextuales, por otro. En principio, el narrador-crítico aporta dos acerca-
mientos previos a la novela imaginaria en que destaca la hibridez genérica,
el de Philip Guedalla y el de Mr. Cecil Roberts. Aquél la ubica entre la
alegoría mística y la novela policial; éste destaca también la relevancia del
género policial, aunque no la hace derivar de Conan Doyle, sino de Wil-
kie Collins y del poeta persa Ferid Eddin Atar. El narrador-crítico descree
de ambas posturas y, por su parte, desecha el vínculo entre la novela de
Bahadur Alí y la narrativa de Chesterton. En el decurso del incipit, sale
a relucir una serie de evidencias que reforzarían el discurso crítico y, por
304 Antonio Cajero Vázquez

tanto, la factura de nota o comentario bibliográfico: autores reconocidos (y


reales), Guedalla, Roberts, Conan Doyle, Collins y Chesterton, referidos
como autoridades en la materia; citas textuales y paráfrasis de las fuentes
revisadas; postura del narrador ante los testimonios vertidos; además, el
objeto sobre el cual se debate: The approach to Al-Mu’tasim, de Mir Baha-
dur Alí, publicada en Bombay, en 1932. ¿Quién puede sospechar que el
libro criticado sea apócrifo cuando su estudio se halla ornado de toda la
parafernalia crítica?
En el segundo párrafo, se ofrece una mínima, pero significativa, des-
cripción física de The approach to Al-Mu’tasim, que habría sido publicada
en 1932; dos años después, en una edición ilustrada se transformó en The
conversation with the man called Al-Mu’tasim. A game with shifting mirrors.
En este pasaje aflora la jerigonza crítica: el uso de latinismos especializa-
dos como editio princeps, el énfasis en elementos paratextuales (la portada,
los títulos y subtítulos, las ilustraciones o el apéndice), el soporte físico
(papel de diario) y la cantidad y el tipo de ediciones, el editor (Gollancz)
y el prologuista (D. L. Sayers), así como las revistas que “dispensaron su
ditirambo” alrededor de The approach to Al-Mu’tasim en Bombay, Alaha-
bad y Calcuta (Bombay Quarterly Review, Bombay Gazette, Calcutta Review,
Hindustan Review y Calcutta Englishman). Todo reforzaría no sólo la vero-
similitud de los datos, sino un alto grado de verdad en la superficie. Una
frase, sin embargo, podría haber alertado al lector sobre el fondo de los
artificios. El narrador-crítico señala que trabaja con la edición de Gollancz
que deriva de la edición ilustrada de 1934 que, a su vez, constituye una
reescritura de la de 1932: “La tengo a la vista –dice–; no he logrado jun-
tarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un
apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva
de 1932 y la de 1934” (Borges 1936: 108). Supongo que un apéndice no
determina la superioridad o inferioridad de una obra, en principio; pero
Borges demuestra que se puede hacer la crítica de una novela nunca escrita
y, más aún, convencer a un auditorio de su existencia fáctica. ¿Si un apén-
dice permite reconstruir la edición previa de una novela, por qué no puede
comentarse una novela imaginaria?
Un extenso tercer párrafo pretende resumir las peripecias del anónimo
personaje “en el curso general de la obra”; pero dos páginas adelante, y des-
pués de resumir los dos primeros capítulos de la obra, el narrador-crítico
expresa su incapacidad de abarcar todo el texto: “Imposible trazar las peri-
pecias de los diecinueve restantes” (Borges 1936: 110); sin embargo, conti-
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 305

núa con su recuento y ofrece un nuevo resumen. Y no para ahí: después de


que expone “rápidamente el curso general de la obra” y se niega a cumplir
con este cometido, parece que retoma fuerzas –aunque más bien utiliza
la estrategia de recontar, a la manera de Ulises de regreso a Ítaca, la trama
como parte de la trama que la contiene–, ya que enseguida de un segundo
resumen dice resueltamente: “El argumento es éste” (Borges 1936: 110).
La cuarta vez lo anuncia así: “Ya el argumento general se entrevé” (Borges
1936: 111), y después de dos puntos sigue un nuevo resumen. Esta im-
presión de circularidad de algún modo obnubila al lector, lo abruma con
los extraordinarios eventos en que el estudiante se ve implicado durante
el largo viaje de su vida: acaso para encontrase a sí mismo o acercarse a
Almotásim, que puede ser no sólo un reflejo de otros, sino el suyo propio.
Ya expuestos los antecedentes críticos, las condiciones de producción
y recepción de la novela y un iterativo resumen, el narrador-critico vuelve
a posicionarse frente al material comentado: “Si no me engaño, la buena
ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la
variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado
por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma” (Borges 1936:
112). Apresura entonces una apreciación que, nuevamente, se funda en
un hecho debatible: se supone que el comentarista desconoce la edición de
1932. Esto no obsta para lanzar una contundente valoración:
En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: “el hombre llamado
Almotásim” tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrási-
cos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró.
En la versión de 1934 –la que tengo a la vista– la novela decae en alegoría:
Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de
algún modo los progresos del alma en el ascenso místico (Borges 1936: 112).

Si Borges, en “Los traductores de las 1001 noches”, puede discernir sobre


las traducciones de este libro al inglés, al francés y al alemán, aun sin cono-
cer el árabe, ¿por qué el narrador-crítico de “El acercamiento a Almotásim”
no puede comparar dos ediciones “sin tener una a la vista” o, peor, sin co-
nocerla siquiera, salvo por referencias indirectas? Amparado en el apéndice
de 1934, el narrador-crítico termina por demeritar la imaginaria versión
conocida ante la inasequible (pero imaginada a partir de un apéndice): “En
la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un
peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en
la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré” (Borges 1936:
113). Este procedimiento, me parece, sería un indicio de que “El acerca-
306 Antonio Cajero Vázquez

miento a Almotásim” y otras prosas del mismo cariz pueden leerse como
esbozos de una poética. No es gratuito que Menard o Quain cuenten en
su catálogo con títulos o conductas atribuibles a Borges;8 tampoco, las
autorreferencias en los relatos de la época.9 Las ficciones críticas permiti-
rían a Borges, como sostiene Bioy Casares, desarrollar una poética del arte
narrativo: “Además dan al autor la libertad (difícil en novelas o en cuentos)
de considerar muchos aspectos de sus ideas, de criticarlas, de proponer va-
riantes, de refutarlas” (Bioy 1987: 57). ¿Quién no ha notado las simpatías
y diferencias entre las aficiones de Borges y Quain?
Después de contrastar las opiniones previas; de enfatizar el soporte,
los alcances de la difusión y los elementos paratextuales de la novela de
Bahadur; de ofrecer el resumen de los dos primeros capítulos, de renunciar
a esta tarea y luego a continuar recontando el argumento; de contrastar las
versiones de 1932 (aunque sin haber accedido a ella) y la de 1934, final-
mente, el narrador-crítico declara cierta incompetencia más cercana a la
captatio benevolentiae que a la humildad crítica: “Releo lo anterior y temo
no haber destacado bastante las virtudes del libro” (Borges 1936: 113).
Igual que el mundo tlöniano se superpone inexorablemente a la realidad,
la reseña del libro imaginario ha terminado por adquirir consistencia en la
imaginación del lector, aunque su sitio en el estante siga vacío.
La ficción crítica cierra con una suerte de apéndice, donde el narra-
dor-crítico expresa su reclamo contra las fáciles analogías de la crítica,
por ejemplo entre la Odisea y el Ulises, de Joyce, o entre The approach to

8 Por ejemplo, entre la obra visible de Menard se halla una monografía sobre la posibili-
dad de construir un vocabulario poético; otra sobre Descartes, Leibniz y John Wilkins;
una más sobre Raymundo Lulio; dos ediciones de Les problèmes d’un problème, que
trata de la paradoja de Aquiles y la tortuga: recuérdense, ahora, los textos que dedica
Borges a la metáfora o a las kenningar, a Wilkins, a Lulio y los ensayos sobre el proble-
ma de Zenón de Aquiles. Ahora bien, la manías que el narrador atribuye a Menard en
una nota al pie se relacionan directamente con las prácticas de Borges: “Recuerdo sus
cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos
y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de
Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata” (Borges 1941: 60).
De Quain, cabe destacar el título de su primera obra, The god of the labyrinth, sin duda
precursor de “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Los dos reyes y los dos laberintos”
o, luego, “La casa de Asterión”.
9 Verbigracia el de la posdata de 1947 en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: “Reproduzco
el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, 1940”
(Borges 1941: 28); o el final de “Examen de la obra de Herbert Quain”: “Del tercero,
Dim swords, yo cometí la ingenuidad de extraer Las ruinas circulares, que es una de las
narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan” (Borges 1941: 92). Estos
juegos intratextuales crearían la ilusión de que no sólo la literatura, sino que la misma
realidad proviene de la literatura.
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 307

Al-Mu’tasim y On the City Wall, de Kipling. Se aviene, sin embargo, con la


de Eliot y, quizá para no ser menos que otros inquisidores, él mismo aven-
tura una “humilde” relación intertextual: “Eliot, con más justicia, recuerda
L’Arlésienne de Daudet, ese melodrama que no sabe de la heroína sino por
alusión o mención. Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y
posible: Conrad, en Heart of darkness” (Borges 1936: 114). Así, el súbito
lector sufre una suerte de doble engaño: termina fascinado por el metatex-
to desmenuzado por el narrador-crítico, por un lado; por otro, convencido
de que ha leído una nota crítica bien informada. Apenas si puede reparar,
en una primera lectura, en la autenticidad de los testimonios expuestos con
tanta pericia y naturalidad.
Al igual que Borges imprimió variantes en los paratextos de “El acerca-
miento a Almotásim” para inducir unos efectos y no otros en los diversos
contextos de lectura entre 1936 y 1974, también lo hizo en el texto en dos
ocasiones: en 1941 y en 1944. Los cambios, a mi parecer, resultan de espe-
cial relevancia, porque permiten ver la libertad con que el narrador-crítico
manosea las fuentes y a los autores que emplea como autoridades en sus
apócrifas querellas. El primer cambio refuerza la idea de continuum, ya
aludido, entre texto y paratexto, y por tanto la permeabilidad entre autor
y narrador-crítico, pues en el “Prólogo” de El jardín de senderos que se bi-
furcan Borges adelantaba ya la semejanza entre la novela de Bahadur Alí
y The sacred fount, de Henry James. En 1936, el apartado final convocaba
L’Arlésienne, de Daudet, y The Heart of Darkness, de Conrad, uno sugerido
por Eliot y otro por el narrador-crítico. En 1941, estos intertextos son
reemplazados por completo:
Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría
The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana
–como lo hace notar una censura de William Church (Spencer, 1879). Yo, con
toda humildad, señalo un precursor posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac
Luria, que predicó la doctrina de la Ibbûr, o sea del alma de un antepasado
o maestro que se infunde en el alma de un desdichado, para confortarlo o
instruirlo (Borges 1941: 45-46).

En comparación con la primera versión de 1936, en la de 1941 se mantie-


ne la estructura bipartita del pasaje para asegurar el equilibrio sintáctico de
aquélla (“Eliot, con más justicia” y “Yo, con toda humildad”); sin embargo,
la actualización de los intertextos incita a valorar la probidad de los datos,
no de este fragmento: de todo el relato.
308 Antonio Cajero Vázquez

Más significativa aún resulta la nota al pie que Borges intercala al final
de “El acercamiento a Almotásim” en la versión de Ficciones (1935-1944).
En ella, se presenta una amplia explicación sobre el Coloquio de los pájaros,
de Ferid Eddin Attar: comprende un resumen del poema, sus traducciones
a lenguas occidentales y la conexión con la novela de Bahadur. El añadido
serviría para dar una idea más contundente del género a que, formalmente,
se ajusta, el comentario o nota bibliográfica: “En el decurso de esta noti-
cia”, dice el narrador-crítico; más adelante, “para esta nota he consultado”
(Borges 1944: 48). De esta manera, los cambios en el “Prólogo”, el final del
relato y la nota al pie sugieren una red interminable, in more geometrico, de
relaciones entre la “novela imaginaria” y sus múltiples precursores.
Pero hay más. Borges recicla años más tarde, con variantes, el pasaje
dedicado a El coloquio de los pájaros en el texto sobre el Simurg, del Manual
de zoología fantástica (1957), luego rebautizado como Libro de los seres ima-
ginarios (1967). Por lo demás, en “Nota sobre Walt Withman”, de 1947,
aparece referido el argumento del poema de Attar y, luego, en “El enigma
de Edward FitzGerald”, de 1951, se habla de la traducción que éste hizo
del poema al inglés, también mencionada en la nota añadida a “El acerca-
miento a Almotásim” en 1944.
En general, los especialistas se han decantado por el sentido de la no-
vela “comentada”, The Approach to Al-Mu’tasim, por la simbología, por el
orientalismo del relato, por la apuesta filosófica, en fin, por el encanto de
una trama de la que el lector recibe sólo unos jirones. Lo mismo ha pa-
sado con “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o “Examen de la obra de Herbert
Quain”, donde el contenido es tan provocador que resulta un reto no ser
atrapado por sus “magias parciales”. Mi lectura, un poco a contrapelo, con-
sistió en reconstruir los avatares editoriales de “El acercamiento a Almotá-
sim”, primero; luego, en deconstruir los andamios retóricos y formales, y
las argucias de que Borges se vale para generar la verosimilitud a fuerza de
anclarla en la realidad, escribir un relato basado en un discurso expositivo
y argumentativo y, finalmente, crear a un lector modelo para sus textos.
Con lo anterior, espero haber mostrado cómo opera, como sistema,
un género inventado por Borges hacia 1935, la ficción crítica o ensayo
ficción, o “pseudoensayo” como él mismo lo denomina en su autobiografía
a principios de los setenta:
Mi siguiente cuento, “El acercamiento a Almotásim”, escrito en 1935, es a la
vez un engaño y un pseudoensayo. Finge ser la reseña de un libro publicado
por primera vez en Bombay, tres años antes. Doté a su segunda y apócrifa
“El acercamiento a Almotásim” de Jorge Luis Borges 309

edición de un editor real, Víctor Gollancz, y del prefacio de una escritora


real, Dorothy L. Sayers. Pero autor y libro son enteramente de mi invención.
Aporté el argumento y ciertos detalles de algunos capítulos –tomándole cosas
prestadas a Kipling e introduciendo a un místico persa del siglo xii, Farid
al-Din Attar– y luego puntualicé cuidadosamente sus limitaciones. El cuento
apareció el año siguiente en un volumen de ensayos, Historia de la eternidad,
semioculto al final del libro, junto a un artículo sobre el “Arte de injuriar”.
Quienes leyeron “El acercamiento a Almotásim” lo tomaron en serio, y uno
de mis amigos llegó a solicitar la compra de un ejemplar en Londres. No fue
hasta 1942 cuando lo publiqué abiertamente como cuento, en mi primera co-
lección de cuentos, El jardín de senderos que se bifurcan. Quizá he sido injusto
con ese texto: ahora me parece que pronostica y hasta fija la pauta de otros
cuentos que de alguna manera me estaban esperando, y en los que luego se
basaría mi reputación como cuentista (Borges 1999b: 75-76).

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310 Antonio Cajero Vázquez

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Ezequiel Martínez Estrada: una lectura ­crítica
de Muerte y Transfiguración de
‘Martín Fierro’

Adriana Lamoso
Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca

Uno de los ensayos del escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada en el


que se pone de relieve su trabajo como crítico literario y sus concepciones
relativas al ejercicio de tal labor lo constituye su famoso texto Muerte y
Transfiguración de ‘Martín Fierro’. Ensayo de interpretación de la vida ar-
gentina, cuya primera edición corresponde al año 1948, versión que será
corregida y reeditada en 1958; la primera, en México, la segunda, a través
del FCE, en Buenos Aires. La construcción figurativa singular que lo ca-
racteriza es la distinción que realiza el ensayista del sustrato denominado
‘lo gauchesco’, espacio literario simbólico y, a su vez, tangible, donde sitúa
la presencia de Hernández, en una simbiosis reveladora, a partir de una
creación literaria que sustituye la biografía autodestruida y el retrato toma-
do de espaldas del propio escritor-poeta.1 El ensayista lee en el poema de
Hernández y en su popularidad la figuración de una personalidad literaria
que subsumió y reemplazó a la imagen viviente de su escritor y acabó por
borrarle hasta ‘la memoria de su propia muerte’. Tal esbozo remite, en fin,
a la re-construcción del trayecto oculto de una biografía (auto)negada.
Junto a la delineación ‘del lado oscuro del alma’ del poeta, como la
señalara Martínez Estrada, presenta una lectura analítica del Martín Fierro,
a la que le asigna una cualidad ‘críptica’, en tanto encierra, a su entender,
en sí misma cuatro sentidos posibles: el literal, el moral, el alegórico y el
anagógico. Estos cuatro niveles de análisis se encuentran reunidos bajo lo
que el ensayista llama “complejo de censura”, que atañe a: lo patricio, lo
heroico, lo noble, lo que tiene estirpe y blasón (Martínez Estrada 1958:
55). Esta perspectiva, que condice con el trazado del perfil que une al
personaje con la figura del escritor, constituye una postura ideológico-de-

1 José Hernández no dejó registro escrito de su biografía, sólo se cuenta con un retrato
tomado de espaldas que, según cuenta la anécdota, envió como obsequio a su prometi-
da, lo que constituyó para ella una grave ofensa.
312 Adriana Lamoso

nuncialista que abarca y engloba un abanico de significados e implicancias


singulares: por una parte, hace referencia a la ‘injusticia social’, al ‘desorden
institucional’ y, por otra, lo enuncia en términos de raza y de clase social, a
lo que une ‘carencia de sentido humano’ con ‘empresa civilizadora’.
De esta manera, el ensayista reevalúa los alcances del poema de Her-
nández, resignificando sus representaciones sociales, a la luz de los debates,
duelos discursivos, polémicas, tanto como su saber experiencial, que se
deriva de los nuevos escenarios políticos, sociales y culturales por los que
transitó Argentina, en especial, durante la década del gobierno del General
Perón, y el foco de interés y atención que significó la base social protagó-
nica. La naturaleza y atributos de ese pueblo que había adherido a Perón,
las condiciones de su emergencia y las peculiaridades que lo distinguían,
así como las políticas que actuaron como soportes para legitimar su exis-
tencia en la escala social de producción, constituyen elementos de crucial
incidencia en la reelaboración del pensamiento crítico del ensayista, que
se hace tangible en sus modos de interpretar el poema y la figura de Her-
nández. Su mirada retrospectiva sobre el siglo xix se construye, entonces,
mediante la evaluación de sus constituyentes socio-raciales y sus dinámicas
relacionales, que son mensurados con la mediatización de las transforma-
ciones político-sociales-culturales y sus modos de internalización de las
experiencias, en los años finales de la década del ‘40, y luego, del ‘50 del
siglo pasado en Argentina.

1. Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’: un análisis desde el


presente del ensayo

El trabajo crítico del ensayista consiste, por una parte, en auscultar órde-
nes de sentido velados en el poema, relativos a dinámicas constitutivas de
‘lo nacional’, lo que realiza metodológicamente mediante un estudio de
índole etnológico, histórico, antropológico tanto como socio-racial de la
República Argentina en su complexión político-institucional; por otra, im-
plica la delineación de un trayecto biográfico revelador de lo que el propio
poeta fue ‘incapaz’ de percibir en sí mismo y en su propia configuración
subjetiva, según afirma Martínez Estrada. La autofiguración del ensayista
como crítico cultural implica el dominio de aptitudes, habilidades y de
saberes clarividentes, que vincula estrechamente con los deberes del inte-
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 313

lectual y que se entrelaza con una postura beligerante, en la lucha por la


legitimidad en el campo de las disciplinas sociales y por la validación de
su inserción en el proceso de profesionalización del escritor argentino, en
constante acecho, sometido a las reglas de la variabilidad e inestabilidad
que el establishment impuso.
En principio, el análisis de diferentes elementos y dimensiones del
Martín Fierro involucra el despliegue de categorías y perspectivas de aná-
lisis que encuentran convergencia y asidero en sus esbozos realizados en
ensayos precedentes, a saber, principalmente en Radiografía de la Pampa,
La cabeza de Goliat, así como en Los invariantes históricos en el ‘Facundo’.
Asimismo, cabe recordar que sus publicaciones previas incluyen al ensayo
titulado Nietzsche, editado apenas un año antes y reeditado como parte de
Heraldos de la verdad en 1958, año que coincide con la segunda publica-
ción del ensayo que nos ocupa.
En este marco, textos como Los profetas del odio y la yapa de Arturo
Jauretche en 1957, que obtuvo tal éxito de ventas que significó dos edicio-
nes solamente en el mismo año de su lanzamiento, su intención combativa
que condenaba en Martínez Estrada su postura antiperonista, pero tam-
bién, y fundamentalmente, su distancia respecto del pueblo, este último
factor de reprobación también presente en otros intelectuales de la época,
propició la revisión de los paradigmas desde los que cuales realizaba sus
lecturas el ensayista argentino. Asimismo, en la dimensión latinoameri-
cana es posible establecer un diálogo no explícito con las reflexiones del
peruano José Carlos Mariátegui, quien en 1928 publicó sus Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana, donde hace referencia a problemáticas
semejantes en lo que respecta al Perú, e incluye apreciaciones contrapuestas
respecto de la visión del ensayista, relativas a los rasgos que particularizan la
constitución étnico-socio-racial así como las expresiones literarias propias
de Argentina. Con una mirada prospectiva, singulares categorías analíti-
cas serán desplegadas por Octavio Paz con la publicación en 1950 de su
famoso texto El laberinto de la soledad, en el que refleja preocupaciones e
indagaciones que se corresponden con un caudal de voces continentales
que se interconectan. Asimismo, en el horizonte de la intelectualidad ar-
gentina, Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ se confronta con una
postura antitética enunciada en El mito gaucho de Carlos Astrada, editado
en el mismo año, como ha señalado perspicazmente la crítica (López 2007:
110-121). Ambos textos, a su vez, encuentran eco y dispar disidencia con
314 Adriana Lamoso

El payador de Leopoldo Lugones, pronunciado en sus conferencias del año


1913 y publicado en 1916, para ilustrar sólo algunos nombres.
Como sabemos, en el ámbito político la figura de Juan Domingo Pe-
rón cobró visibilidad pública después del golpe de Estado del 4 de junio de
1943, a partir del cual ocupó los cargos de Secretario de Trabajo, Ministro
de Guerra y Vicepresidente de la Nación. En tanto fue percibido como el
“hombre fuerte” del régimen militar, polarizó el centro de las controver-
sias, ya que la mayor parte de los partidos políticos y las élites sociales y
económicas ejercieron una contundente oposición, mientras que grupos
de trabajadores, dirigentes sindicales, así como intelectuales y políticos
“nacionalistas” vieron auspiciosas sus políticas sociales y laborales, al tiem-
po que propugnaron una postura neutral ante la Segunda Guerra Mundial,
frente a la posición proaliada de sus oponentes liberales.
En el contexto de estos escenarios, que movilizaron fuertemente la
sensibilidad e inquietudes de los intelectuales argentinos, en particular, de
Ezequiel Martínez Estrada, replica en su escritura un proceso de reela-
boraciones, mediante el cual las lecturas y representaciones fluctúan y se
entrelazan con premisas enunciadas en sus ensayos consagratorios, a través
de las que afianza y fortalece su posición en el campo de las ideas, a la par
que revalida su propio discurso, mientras que las dinámicas y agentes so-
cio-culturales cambiantes le imprimen variabilidad a sus interpretaciones.
Respecto de lo dicho, en Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’
rescata los elementos geofísicos y psicoanalíticos tanto como estructura-
les que confieren rasgos distinguibles a través de la tipología social y que
encuentra presentes en los personajes del poema de Hernández. En este
sentido, les asigna categorías de análisis provenientes de matrices previas,
ya que correlaciona simétricamente el plano ficcional con el plano discur-
sivo-interpretativo propio de sus dilucidaciones orientadas a auscultar las
raíces ontológicas del “ser argentino”; discurre de un plano a otro indis-
tintamente, al vincular el personaje con la vida misma de su autor, al ho-
mogeneizar las diferentes dimensiones bajo una misma lectura, que aúna
condicionamientos de clima, etnografía y paisaje.
Su análisis del poema permite, además, evidenciar las preocupaciones
e intereses que formaban parte de las inquietudes del escritor en la época,
puesto que evalúa la construcción literaria de Hernández a la luz de sus
vinculaciones con el aparato político, así como en función del horizonte de
recepción de su obra, en especial, a partir de los escenarios cambiantes que
se situaron entre la época correspondiente a la escritura y la publicación
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 315

de La ida de Martín Fierro, respecto de La vuelta. De este modo, a partir


de su trabajo de crítico literario es posible detenernos en los aspectos que
selecciona y destaca de la labor de otro escritor, las problemáticas a las que
alude y los núcleos que enfatiza con relación a determinados aspectos o
fenómenos.
Recordemos las preocupaciones de los sectores medios argentinos a
partir de los procesos políticos desencadenados por el golpe de Estado de
1943, y por las plataformas socio-económicas tanto como pedagógicas ge-
neradas en este período. Tales inquietudes se vincularon con la sospecha de
un posible retorno a la educación religiosa, con el énfasis puesto sobre las
mejoras laborales y salariales para la clase obrera y la invisibilidad de la clase
media ante las políticas de Estado, o su detrimento mediante la expulsión
de sus puestos de trabajo, como ocurrió con gran número de profesores
universitarios, también con las transformaciones recientes de las costum-
bres sociales, así como con la inestabilidad del sistema y la truculencia
instalada en la coyuntura política del momento, a partir de los sucesivos
golpes de Estado, las diferentes tendencias ideológicas en pugna y sus posi-
cionamientos frente a la Segunda Guerra Mundial.
En función de ello, el trabajo crítico de Martínez Estrada distingue la
presencia de componentes coloniales, a los que considera parte del anda-
miaje subliminal que constituye su concepto de “invariantes históricos”, en
diversos planos de la sociedad argentina. Su visión abarcadora y totalizante
conlleva la alusión a los aspectos en los que perviven tales condicionantes.
En el caso de Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’, resalta las prácticas
de Rosas que instauraron la colonia en la res pública y en las costumbres,
mientras que encuentra en el poema de Hernández tal mecanismo desple-
gado en el idioma, a través de lo cual, afirma el ensayista, se revitalizan tales
estructuras determinantes. Este pensamiento, que prolonga concepciones
previas, se pone de relieve en pasajes como el siguiente:
Quedó el castellano entero, mucho más que como quedó el europeo entero,
íntegro en su vocabulario y en su gramática, como lengua nacional semejante
a la de España. Pero no podía lógicamente seguir siendo la misma sin sufrir los
trastornos de un clima, de un paisaje, de un mestizaje y de un mundo de cos-
tumbres distintas. Las deformaciones que en sí mismo sufre el castellano, bas-
tardeado por influjos psíquicos más que por aportes lexicológicos, por presión
más que por ingestión, por deformaciones sociales más que por adopciones,
están en la índole misma del idioma. Obedecieron a sus leyes estructurales y
orgánicas, como en la Península (Martínez Estrada 1958: 257).
316 Adriana Lamoso

Estas disquisiciones sobre el idioma nacional constituyen aspectos de sin-


gular importancia en el desarrollo discursivo-interpretativo de los ensayos
mencionados. Como señala muy agudamente Liliana Weinberg, estas ma-
trices de pensamiento abrevan sus aguas en las especulaciones de índole
antropológica que el ensayista retoma de Sarmiento: “De la idea de in-
movilismo, de equilibrio estático que Sarmiento vio en la supervivencia
de rasgos originados en la Colonia, Martínez Estrada extrae los caracteres
básicos de su propio concepto de invariante” (Weinberg 1992: 97). Resulta
significativo destacar las reflexiones de la especialista en lo que concierne
a la categoría de ‘invariantes históricos’, la cual, lejos de anclar el análisis
en un enfoque ahistórico, se articula en el ensayo como un ‘modelo inter-
pretativo’, afín con el interés del ensayista por comprender el sentido de la
historia argentina.2
Como consecuencia de la pervivencia del carácter colonial, Martínez
Estrada plantea la construcción de una referencialidad literaria paralela al
mundo del gaucho, que se superpone con él y reemplaza el marco de repre-
sentaciones que conformaban el imaginario social del habitante de Argen-
tina. Dicho procedimiento tuvo gran incidencia en el proceso de legitima-
ción de las creencias vinculadas a “lo gauchesco” en los términos ficcionales
delineados por el poema,3 de modo tal que éstas pasaron a formar parte del
sustrato común compartido respecto del acervo cultural “representativo”
del ser nacional y sus proyecciones presentes y futuras. Pero el ensayista ob-
serva que dicha construcción operó de manera connivente con el programa
político del Estado liberal, que se apropió de tales usos y costumbres para
reproducir ese sistema de creencias, a través de obras literarias, periódicos,
fiestas patrióticas y carnavalescas.
Estos mecanismos subliminales para el pueblo pero evidentes para el
ensayista conforman a sabiendas la base más significativa de la cultura po-
pular argentina, construida deliberadamente por las élites políticas e inte-
lectuales decimonónicas, en un proyecto ideológico que desplegó los ele-

2 Remito al interesante análisis que ofrece la Dra. Weinberg respecto de la reinterpreta-


ción crítica por parte de Martínez Estrada del concepto de barbarie, a partir de su vin-
culación con categorías teóricas presentes en las especulaciones filosóficas de Friedrich
Nietzsche.
3 Recordemos la reinterpretación de conceptos clave, presentes en el ensayo en cuestión,
que han implicado las construcciones críticas elaboradas por la Dra. Liliana Weinberg,
quien encuentra nuevas significaciones en las nociones de ‘frontera’ y de ‘lo gauches-
co’, entendido como recurrencia histórica y no como repetición mítica (Weinberg
1992: 121).
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 317

mentos coloniales y las producciones literarias europeístas en el entramado


constitutivo del inconciente colectivo nacional. Expresa Martínez Estrada:
“El Martín Fierro reemplazó, entonces, el panorama de nuestra vida rural y
creó para las letras –en lo netamente argentino– la misma artificial seudo-
naturaleza que los poemas clásicos crearon para la percepción del mundo
y que fenece en los poetas de florilegio”(Martínez Estrada 1958: 285).
Más adelante agrega: “Por conocimiento de las costumbres y modalidades
características de nuestro ser como pueblo, debe entenderse el sentido de
un destino, de una configuración biológica y ecológica, pero rígida como
de acero. Todas las estructuras sociales tienen esa increíble consistencia”
(Martínez Estrada 1958: 332).
La articulación del poema con la vida del país se produce mediante su
incidencia en el status étnico y antropológico del ‘ser argentino’. Con este
ensamble entre elementos literarios que transmutan en estructuras psíqui-
cas, explica Martínez Estrada la configuración idiosincrásica de lo popular
y su pervivencia en el presente de su escritura, con la reactualización de las
políticas que consolidaron al poema de Hernández como representativo de
las letras argentinas, a inicios del siglo xx. Asimismo, por la base popular
más significativa entiende, a partir del ensayo, al campesinado, es decir, a la
clase rural que habitaba la pampa argentina y que se encontraba sometida
al dominio de los grandes terratenientes;4 clase que migró del campo a la
ciudad, como consecuencia de la decadencia del modelo agroexportador y
el auge correlativo de la actividad industrial, principalmente en la ciudad
de Buenos Aires, así como por el cese de la ola de inmigración europea que
se registró alrededor de 1930. Dicha capa social pasó a formar parte del
núcleo en el que se aglutinaron los llamados sectores populares de singular
incidencia durante el desarrollo del gobierno del General Perón.

4 Como afirma Liliana Weinberg: “Martínez Estrada hace de lo gauchesco una clave de
sentido, concepto integrador con el cual supera otros conceptos descriptivos. Piedra
de toque que hace posible relacionar autor, texto, contexto, lo gauchesco le permite
también dar apoyo a la idea de necesidad y autenticidad de la obra artística en cuanto
reflejo de una visión del mundo y de un tipo cultural que permanecen aun cuando el
gaucho histórico haya desaparecido. El significado y el valor del Poema se fundamentan
en su relación con lo gauchesco” (Weinberg 1992: 103).
318 Adriana Lamoso

2. Funciones y figuras del intelectual en el marco interpretativo del


ensayo

Las evaluaciones no se encuentran excluidas del trabajo crítico que realiza


Martínez Estrada; se asientan en su consideración relativa a la falsedad de
la literatura y de la historia argentinas, que caracteriza a su producción pos-
terior, especialmente en su mirada retrospectiva sobre las letras argentinas
a fines de la década de 1950. Observemos esta convergencia que se aprecia
en enunciados como el siguiente:
El fenómeno curioso que me interesa señalar ahora es el de los escritores, cuya
misión específica queda subordinada a los planes políticos de los gobernantes,
imprimiendo a la obra literaria el mismo tono condenatorio y desdeñoso de
los informantes oficiales. Aparte declaraciones de algunos misioneros, nadie
tuvo conciencia del problema del indígena acosado sistemáticamente y despo-
jado de sus haciendas y sus tierras, unos y otros en la misma ley de violencia y
odio […]. El sentido de la verdad y hasta la concepción entera de la realidad
quedó falseada no sólo para la literatura, sino también para la historia […].
Estas observaciones equivalen a afirmar que la posición adversa de Echeverría
fija el canon de repudio al indio y de eliminación de importantes factores de
sensibilidad y de raciocinio en la estima de nuestra vida nacional […] (Mar-
tínez Estrada 1958: 94-5).

Según la visión de Martínez Estrada, la honradez intelectual se encuentra


estrechamente ligada a la alusión y a la apreciación de los problemas del
indígena en su compleja dimensión, esto es, en la necesaria referencia a
la exclusión, marginalidad y acoso virulento, tanto como al despojo y al
desarraigo operado sobre sus haciendas y sus tierras, bajo la ley de la vio-
lencia y el odio. Por eso alinea a los deberes de los intelectuales con los
del sargento y el capataz, de esta manera, condena la ética del escritor, en
tanto su práctica se desenvuelve en el marco de la perspectiva oficialista, y
su ceguera no sólo la cifra en su connivencia con estos poderes, su carácter
funcional con la versión oficial de tal postura, sino fundamentalmente en
un tabú que vincula con “nuestro complejo de inferioridad” (Martínez Es-
trada 1958: 96). En estas apreciaciones, es posible percibir la convivencia
de ideas nucleares características de sus discursos en décadas previas, que
se articulan con la nueva toma de posición en torno a los constituyentes y
dinámicas sociales.
La presencia de un factor psicológico en su análisis del poema y de sus
agentes concomitantes cobra especial importancia en el desarrollo del en-
sayo de Martínez Estrada. El ejercicio de restitución de la verdad falseada
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 319

es asumido por el escritor en un esfuerzo por devolver el reconocimiento


de su legítimo lugar al indígena, al tipo social ‘gaucho’ y al étnico ‘mestizo’
y ‘negro’,5 frente al vacío de alusiones y referencialidades de la historia y de
la literatura socio-política y crítica en Argentina. De esta manera, un nú-
cleo significativo de la segunda parte de Muerte y Transfiguración de ‘Martín
Fierro’ se detiene en la reconstrucción del escenario del país en la época de
publicación del poema de Hernández, en lo que respecta a la población
indígena que formaba parte nuclear del territorio nacional, a la situación
social del gaucho, del mestizo y del negro, modos de representación que
encuentran asidero en la constitución étnico-social de los mismos perso-
najes.
A modo de documento, el exhaustivo trabajo de recopilación infor-
mativa, que forma parte del ensayo, implica recoger el guante, refrendar
una postura político-cultural de fuerte impacto en la historia de las ideas
en Argentina, y asumir el reto que el propio escritor ha puesto en juego a
través de sus ensayos: encarnar el deber ético del intelectual en la recompo-
sición de las piezas ‘olvidadas’ o ‘falseadas’ que constituyeron parte crucial
de las raíces primigenias del suelo argentino.6
Por su parte, la referencia a la labor intelectual nacional con relación a
la evaluación y valoración de la figura del gaucho encuentra su sanción por
parte del ensayista, ya que aúna la crítica literaria con la crítica política, en
consonancia con sus posturas previas vinculadas al trabajo intelectual, en el
que observa, antes que prácticas estéticas, otras repudiables en tanto se ejer-

5 Como afirma Liliana Weinberg: “Esta vez, lo que Hernández pinta como oposición
(gaucho versus indio y extranjero), Martínez Estrada lo convierte en continuidad: el
gaucho, el indio y el inmigrante son los tres grandes grupos explotados por los repre-
sentantes de la ‘civilización’: los parias o desheredados, pero ya no en sentido ‘existen-
cial’, sino en sentido primeramente económico y social” (Weinberg 1992: 130).
6 Respecto de este punto, resulta interesante ilustrar el posicionamiento que adquiere el
ensayista, en palabras de Liliana Weinberg: “Como un verdadero estratega, el ensayista
se pondrá detrás, debajo, al margen, contra, en el reverso de las visiones convencionales
del Martín Fierro, y ya su misma toma de posición es la primera forma de rebatir lo que
dijeron los demás y mostrar lo que él mismo propone. De este modo, descubriremos
que los varios recursos empleados apoyan una ‘estrategia’ transvaluadora básica, a partir
de la cual se organizan además los diversos contenidos. El término ‘estrategia’ nos per-
mite abarcar los diferentes ‘movimientos’ que hace el ensayista en el texto: se trata de
mostrar un determinado contenido de una determinada manera, pero al mismo tiempo
de ganar la buena voluntad del lector y refutar las ideas de un adversario que no tiene
existencia real, sino que ha sido construido por el propio ensayista” (Weinberg 1992:
149-50).
320 Adriana Lamoso

cen desde marcos político-ideológicos que implican posturas personales


alineadas con el ejercicio del poder autoritario. Expresa Martínez Estrada:
Esta confusión es característica de nuestro caos intelectual, resultado de la
ordenación precaria y caprichosa de la vida nacional. El país ha sido como
una chacra mal administrada, pero con buena tierra y copiosas lluvias. La fi-
losofía natural que extrajo el habitante, chacarero o legislador, o ambas cosas,
tiene la virtud de que su abandono, el desorden y la torpeza nunca alcanzan
a malograr las cosechas.
Unos quieren que las cosas sigan por sus propias fuerzas inertes, vegetan-
do; otros quieren imprimirles la dirección de sus deseos; otros piensan que lo
más sencillo y práctico es proponerse la imitación de algún sistema que a su
parecer sea adaptable con economía de esfuerzo a nuestra índole y forma de
vivir. Por ejemplo, el fascismo (Martínez Estrada 1958: 213).

Este insistente posicionamiento del escritor encubre una concepción res-


pecto de qué es la literatura, cuáles son sus alcances, cuál es su función en
el marco del desenvolvimiento de las dinámicas socio-culturales, cuál es
su índice de impacto en el público lector, cuáles son las condiciones de
posibilidad para su existencia y cuáles las instancias de legitimación dentro
de los vectores que constituyeron los procesos de consolidación del Estado
nacional, de qué modos son viables, si es que lo son, sus vinculaciones con
el aparato gubernamental. Y con esto, cuál es el rol del escritor en el marco
de la producción de bienes simbólicos en el país, cuál es su posición en la
escala social y económica, cómo funcionan los mecanismos de ‘consagra-
ción’ de sus figuras en el campo de la cultura argentina, cuáles son las ins-
tancias y los criterios de selección y de permanencia en tales plataformas,
en fin, cómo se dinamiza su propia inserción en el dominio del profesional
de las letras.
Aunque en Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ sus postulados se
enuncian mediante la obliteración de sus concepciones y, por vía negativa,
señala la crítica antes que la estimación, es posible percibir la contundente
persistencia de una postura que se retrotrae a sus primeras publicaciones
ensayísticas, en la década anterior, y que se vincula, específicamente, con
el abordaje de los “valores intrínsecos de las obras y en la idiosincrasia del
país”, antes que en “los gustos personales o en […] la posición política del
autor”(Martínez Estrada 1958: 213).
En función de tales parámetros, configura imágenes del escritor que
mensura en virtud de sus modos de valorar sus intervenciones en los ám-
bitos de la cultura, la sociedad y de la política argentina. Martínez Estrada
habla en términos de una verdad que se ignora o que se oculta, en suma,
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 321

que no ha sido dicha, y asienta la cualidad de tal actitud en la indulgen-


cia que es complicidad. Expresa que “el Martín Fierro es un poema evasivo
en que la intención de cantar la verdad es reprimida, y en que una censura
de magnitud nacional estrangula la voz” (Martínez Estrada 1958: 220).
Así, encuentra en Hernández no sólo una serie de omisiones que consi-
dera de considerable gravedad, sino que destaca su ceguera, que le atribuye
a partir de la ausencia de perspicacia para apreciar las dinámicas sociales en
su verdadera dimensión, lo que confiere a su análisis una lectura ético-mo-
ral en la cual la validez de la figura del escritor argentino legitimado por
las instancias de consagración instituidas, queda en entredicho. Las razo-
nes de tal valoración, que se entrecruza con el enjuiciamiento proferido a
Sarmiento, radican en un desplazamiento del eje de crucial interés en el
marco de las lecturas políticas que enuncia el ensayista, que redundan en
repudiar el desenvolvimiento de las instituciones del Estado y de los agen-
tes que las representaron, estamentos a los que, en diferentes instancias de
intervención, caracteriza como los ‘gérmenes depositarios de los males que
asechan al país’.7
De esta manera, el ensayo Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’
funciona como un texto bisagra, en tanto articula enunciados significativos
inherentes a sus escritos previos, en particular Radiografía de la pampa, La
cabeza de Goliat, Sarmiento y Los invariantes históricos en el ‘Facundo’, pero
también actúa como la base ideológico-discursiva (también persuasiva)
que se desplegará en el análisis de los móviles que caracterizaron el pensa-
miento de Martínez Estrada referido al gobierno peronista, que se expresó
con inusitada contundencia en el núcleo de textos publicados entre 1956
y 1958, así como en los ensayos posteriores, en especial en su mirada re-
trospectiva sobre las letras argentinas, en su lectura interpretativa orientada
hacia los países de América Latina y hacia Cuba, e incluso en el prólogo
a su Antología de 1964. En los casos mencionados, persiste explícita o su-

7 “Cuando Hernández cantaba a favor del gaucho contra el indio (en lo narrativo) y a
favor del gaucho contra la injusticia (en las endechas), no tenía ni la más remota idea
de lo indio, de lo gaucho, ni de lo que él detestaba, pues hacía años se había retirado del
campo dejando allí los cuerpos, para refugiarse en las ciudades. Ni de que la barbarie
combatida con seres de carne y hueso en las fronteras había ganado ya su batalla por la
espalda en las legislaturas, en la prensa, en la instrucción pública, en el arzobispado y en
las reparticiones del gobierno. Quiero decir que los males que el Martín Fierro localiza-
ba en individuos de frontera están ya enquistados en las mismas instituciones creadas
como baluartes para combatirlos. Y que ahora es una lucha social contra espectros que
habitan los cuerpos de quienes nos dicen que combaten por la causa de la civilización”
(Martínez Estrada 1958: 235-6).
322 Adriana Lamoso

bliminalmente, pero de modo muy arraigado y fervoroso la creencia en el


ineludible deber del escritor, en una misión intransferible, que se entrelaza
con el prólogo a la segunda edición de La Cabeza de Goliat, y que consiste
en tornar visibles los móviles más ocultos que encubre el entorno en el que
se habita (Martínez Estrada 1958: 309). Dichos elementos subliminales
y determinantes, altamente desdeñables, se inscriben en un aspecto que
caracteriza el espíritu de los argentinos y que el ensayista percibe como una
carencia de índole sustancialmente moral.

3. Para concluir

La compleja red de sentidos que diseña Martínez Estrada en su lectura


crítica del poema gauchesco abre una perspectiva analítica singular que
se aleja con creces de los estudios textuales inmanentes, estructurales o
meramente biográficos. El ensayo crítico involucra un análisis etnológico,
antropológico, social, racial, idiosincrásico, histórico, sociológico, cultu-
ral, que se fundamenta en el objetivo de brindar una interpretación de la
vida, (esto es: las creencias, los dispositivos perceptivos, las sensibilidades,
los condicionamientos, las imposiciones político-culturales tanto como
geográficas), que conformó la trama peculiar del habitante de Argentina,
en el que incluye al mismo Hernández, en consonancia con el conjunto
de representaciones instituidas por los programas de las élites políticas y
culturales decimonónicas. La revelación de las perspicaces y minuciosas
imbricaciones que se enhebran en el Martín Fierro, se ensambla, por una
parte, con la puesta de relieve de las estructuras psíquicas que caracteri-
zan al ‘ser nacional’, por otra, con la historia y la literatura ‘falseadas’ en
tanto omiten constituyentes socio-raciales de singular importancia en la
conformación idiosincrásica del ‘ser’. De esta manera la crítica literaria se
constituye en la vía necesaria para dar a conocer una verdad; configura una
imagen del crítico cultural que discute y confronta con las versiones hege-
mónicas, y en tal sentido la crítica vehiculiza una denuncia que interpela a
la ética del intelectual; asimismo, resemantiza el valor asignado al poema;
se constituye en actividad fundante de un nuevo modo de leer la tradición
crítica y literaria en Argentina.
Ezequiel Martínez Estrada: Muerte y Transfiguración de ‘Martín Fierro’ 323

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Políticas de la crítica o la crítica en crisis:
el caso de Mario Vargas Llosa

Gesine Müller
Universität zu Köln

La transformación experimentada por Vargas Llosa, que pasó de utopis-


ta marxista a reformador económico neoliberal, es casi un tópico de la
desilusión latinoamericana y un adiós a las utopías de la izquierda de este
continente en la década de 1960 (Béjar 2001: 109). Mientras que el autor
peruano, en su conocido discurso con motivo del otorgamiento del pre-
mio Rómulo Gallegos (“Literatura es fuego”; Vargas Llosa 1971) abogaba
todavía en el año 1967 por una literatura del cambio social bajo el signo
de un socialismo fuertemente orientado al ejemplo de Cuba, Vargas Llosa
se decanta hoy en día abiertamente –y en expreso distanciamiento de sus
posiciones de antaño– por un liberalismo sin cortapisas, el cual no sólo
garantice un progreso económico, sino también un desarrollo encaminado
a la democracia y al respeto de los Derechos Humanos. Si antes para él la
literatura significaba una “desviación” y una “rebelión” y la raison d’être del
escritor eran la protesta, la réplica y la crítica (contra la injusticia social en
todo el mundo), desde los años noventa, el novelista ha creado la imagen
de un nuevo enemigo que, junto a quienes difaman al neoliberalismo,
equipara con los defensores del autoritarismo y el totalitarismo (Vargas
Llosa 1999).
Sin embargo, ¿qué evolución podemos perfilar en este autor desde un
punto de vista poetológico? A partir de la contraposición de dos de sus
ensayos, La novela, de 1966, y El arte de la novela, del año 2000, podemos
elucidar algunas continuidades y rupturas en la concepción de la novela
de este autor peruano (Nitschack 2002: 490). La comparación de ambos
textos pone en evidencia que la relación de la novela con la realidad se ha
transformado de una manera decisiva. En los años sesenta, la realidad era
algo que era preciso superar, y la relación del autor con ella tenía un carác-
ter marcadamente creativo. Por entonces, Vargas Llosa pretendía oponer a
la realidad vivida otra realidad ficticia que vendría a desempeñarse como
una representación verbal de la primera. La “rebelión” del autor era, por
lo tanto, una rebelión contra una realidad no verbal a la que él le otorgaba
326 Gesine Müller

voz y hacía hablar a través de su labor literaria (Nitschack 2002: 498). A


esta concepción se enfrenta la premisa del otro ensayo, El arte de la novela,
en el que plantea que el autor de novelas tiene algo que “añadir” a la reali-
dad. Esta “adición” es ahora, en el nuevo ensayo, lo esencial de la creación
novelística (Vargas Llosa 2000: 10). En el eje que surge entre realidad y
ficción y que va de La novela a El arte de la novela puede corroborarse una
especie de desplazamiento: mientras que la ficción en los años sesenta sirve
para iluminar la realidad, en El arte de la novela ésta se independiza de la
realidad. Con ello la novela gana una independencia de la realidad que no
tenía en los años sesenta (Nitschack 2002: 498s.).
A partir de este intento de esbozo del desarrollo de la escritura de Var-
gas Llosa y de su repercusión pública desde comienzos de los años sesenta,
quisiera mostrar ahora en qué medida estos dos pilares, que se basan en la
separación de lo intra- y de lo extraliterario, se inscriben en mecanismos
específicos de selección de unos estudios culturales latinoamericanos que, en
los últimos cuarenta años, han participado de esa evolución y de cuyos pa-
radigmas, tan vigentes en la década del sesenta, esos mismos estudios se han
ido despidiendo a lo largo de distintas etapas. El otorgamiento del Premio
Nobel de Literatura a Vargas Llosa puede ser interpretado, a mi juicio, como
un síntoma de ese cambio de paradigmas en los estudios culturales y litera-
rios sobre América Latina. Se trata, por lo tanto, de una relación epistemoló-
gica entre el objeto literario y la formación de paradigmas científicos. En lo
adelante pretendo trazar una línea que va desde los primeros estudios sobre
Vargas Llosa hasta el presente, y para ello he escogido las siguientes etapas:
1) Sus años como autor del boom, principalmente los años sesenta
de la literatura de América Latina, que acaba su primera etapa con
el caso Padilla en 1971.
2) Los años noventa, ya que el año 1989 marca una ruptura muy
significativa.
3) Los estudios sobre Vargas Llosa de los últimos años, los cuales yo
veo –de una manera implícita, por supuesto– como una prepara-
ción para la obtención del Premio Nobel.
En ese sentido, es preciso apuntar que, significativamente, las interpre-
taciones de Vargas Llosa incluyen a menudo lecturas de otras novelas del
boom, y que algunas voces representativas de esos estudios, también de un
modo significativo, muy frecuentemente corren el peligro, en la búsqueda
de un Pars pro toto, de transpolar características específicas de ciertos auto-
Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa 327

res individuales a todos los demás. Si fuéramos a describir como una suma
las posiciones de los estudios sobre Mario Vargas Llosa, tendríamos que
intentar hacer una síntesis que se esfuerce conscientemente por presentar
ciertas generalizaciones.

1. Lecturas de la obra temprana de Vargas Llosa como


“metarrelatos identitarios”

A finales de la década de 1990 los estudios latinoamericanistas partían de la


idea de que Vargas Llosa, como los demás autores del boom (como puede
ser el caso de Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes) no sólo habían
transitado por un cambio en su escritura, sino que, en todo ese proceso,
se trataba además de un fenómeno más abarcador que tenía su origen en
un cambio de paradigmas en la literatura latinoamericana en general, un
cambio de paradigmas, por cierto, que Vargas Llosa consumó de un modo
muy específico en su condición de protagonista destacado en el debate in-
tra- y extraliterario sobre la identidad y que tuvo lugar en los años sesenta,
y del cual sus novelas de los años noventa han de ser vistas como el punto
culminante de esa evolución.
Un punto de partida para el estudio de ese cambio de paradigmas
dentro de la obra de Mario Vargas Llosa, es decir, de acuerdo con novelas
suyas de los años sesenta como La casa verde o La ciudad y los perros es una
concepción de ellas como “grandes metarrelatos identitarios”. La crítica
literaria basa esta interpretación en dos interpretaciones distintas que, sin
embargo, se condicionan mutuamente:
En primer lugar, la lucha por conseguir una identidad se pone de ma-
nifiesto en la obra temprana de Vargas Llosa de un modo inter-textual y
concreto en el recurso de los elementos míticos, en una concepción cíclica
del tiempo y en el motivo de la máscara. Esos tres motivos pretenden servir
de fundamento a una identidad colectiva que realce lo autóctono, lo preco-
lombino y de ese modo se libre de la hegemonía europea.
Por eso, algunos intérpretes de su obra entienden la llegada de Ansel-
mo, en La casa verde, a la pequeña ciudad como una analogía de la llegada
de los españoles al subcontinente latinoamericano (Scheerer 1991: 29). El
joven y misterioso forastero es visto como un símbolo del conquistador
(Scheerer 1991: 31). Vargas Llosa permite que el mito se transparente para
328 Gesine Müller

luego hacer que discurra en la dirección opuesta; en ello consiste la singu-


laridad más llamativa de su mitificación. Wolfgang Luchting habla de un
“mito al revés” y nos deja ver con claridad, sobre todo a partir de la figura
del padre, como los mitos tradicionales tuercen el rumbo y se convierten
en su contrario: los padres ya no son asesinados por sus hijos, sino que
vegetan y mueren una muerte lenta y trágica (como Lituma, Anselmo,
Fushía y Jum), después de que sus hijos (como Bonifacia, Antonia y Lalita)
se corrompan o mueran (Scheerer 1991: 32).
Este intento emancipatorio de la creación de los mitos se potencia aún
más debido a la puesta en escena formal de los aspectos relacionados con
el contenido, y esto sucede, ciertamente, en la medida en que los motivos
mencionados quedan integrados en novelas totales o en metarelatos utó-
picos. Como una característica central de la poética novelística de Vargas
Llosas se enfatiza la idea de que la ficción es, simultáneamente, rebelión y
mímesis fiel a la realidad. La escritura de novelas constituye siempre un acto
de rebelión, es siempre “deicidio”, ya que el autor es un ente que desplaza a
Dios y que procede de la familia de Lucifer, un secreto deicida que sacrifica
al creador del universo en aras de la realidad creada por el propio autor.
Un aspecto central de los estudios sobre Vargas Llosa consiste en llamar
la atención sobre los vínculos existentes entre la totalidad formal y el mo-
mento identitario, lo cual permite leer como epopeyas novelas como La casa
verde, La ciudad y los perros o incluso Conversación en La Catedral. La lectura
central consiste en el proyecto, es decir, en una identidad específicamente la-
tinoamericana que se busca recurriendo a una esencia cultural (a un origen).
En segundo lugar, además de una perspectiva intraliteraria, se destaca
un aspecto extraliterario: con estos grandes metarrelatos identitarios tanto
de Vargas Llosa como de otros autores del boom, se cierra un ciclo evo-
lutivo que alcanzó su punto culminante ya en Europa Occidental en la
segunda mitad del siglo xix con aquello que Pierre Bourdieu denominó la
“autonomía del campo literario”. El desarrollo en consecuencia de Vargas
Llosa, como el de otros autores del boom, está relacionado en no poca
medida con su papel como protagonista de esa constitución de autonomía.
Un primer indicio socioeconómico de esa alcanzada autonomía –aunque
ésta sea siempre únicamente relativa– es la independencia institucional del
escritor del sistema de gobierno, lo cual se manifiesta entonces por prime-
ra vez en América Latina: “[...] por primera vez en Latinoamérica somos
escritores profesionales. Cortázar fue el primero que nos dijo: Vamos a ser
escritores y todo lo que no sea escribir es secundario, aunque tengamos que
Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa 329

morirnos de hambre. Esta actitud termina por crear ‘conciencia profesio-


nal’” (Monsalve 1995: 92). Y la siguiente declaración de Vargas Llosa ven-
dría a hacer historia: “Yo personalmente creo que un escritor cuando pasa
a formar parte del poder y pierde esa disponibilidad y esa libertad que da
la independencia frente al poder, su capacidad de creación se ve mermada,
se ve disminuida” (Vargas Llosa 1985: 54).
Sin embargo, más decisiva aún que la independencia económica es la
independencia ética, algo que Vargas Llosa exige apelando al pueblo frente
a la clase política, con lo cual se alza como un portador de valores univer-
sales. Como paradigma central se establece el siguiente: el autor exige y
pretende articular las necesidades de un pueblo que se ve explotado tanto
por los intereses de clase de los capitalistas y, al mismo tiempo, es sometida
desde el punto de vista cultural por el predominio europeo.
La escasez de un amplio sector de figuras intelectuales que sirvan como
guía en las estructuras de poder socio-político le facilitó adentrarse en el
campo político por primera vez a partir de un punto de vista ético autó-
nomo, en el campo que había definido hasta entonces su radio de acción.
Por lo tanto, los grandes metarrelatos identitarios de los años sesenta se
interpretan al mismo tiempo como expresión y causa de esa autonomía.

2. Lecturas de Vargas Llosa como tópico del distanciamiento de los


“grandes metarrelatos identitarios”

Todo parece indicar que se ha impuesto la experiencia de que resulta im-


posible postular un origen de la identidad colectiva en el marco de aque-
lla concepción de representación tradicional que ve la identidad como la
forma del ser en el que está dado un objeto de observación totalizador y
absolutamente abarcable. Los discursos identitarios del boom se basaban
en dos idealizaciones (Castro Gómez 1997: 98): por un lado, la idea de que
la identidad latinoamericana tenía que ser pensada partiendo de un último
fundamento, el cual une en sí mismo todas las diferencias culturales que se
observan en el continente, y en segundo lugar la idea de que una identidad
latinoamericana era una identidad “muy distinta” de la de la modernidad
occidental.
A través del cambio de perspectiva de una percepción interna a una
externa, por medio de la cual, a su vez, los individuos son co-definidos
330 Gesine Müller

–como sucede, por ejemplo, en El pez en el agua o en Los cuadernos de don


Rigoberto, donde se parodian (en parte también de manera explícita) las
utopías de la obra temprana que se petrifican–, esos mismos individuos
se convierten en estereotipos, en el marco de un proceso de intensificada
confrontación intercultural, pero no a través de un entendimiento. Queda
abierta la cuestión sobre si la prolongada experiencia de exilio voluntario
–tras perder las elecciones presidenciales de 1990, Vargas Llosa le dio la
espalda a Perú por mucho tiempo– ha desempeñado en todo esto algún pa-
pel. En cualquier caso, la situación de exilio (la cual fue, dicho sea de paso,
mucho más marcada en otros autores del boom que en el propio Vargas
Llosa) y con ella la constante exposición del individuo a las más disímiles
percepciones culturales externas fue determinante para muchos intelectua-
les latinoamericanos en las épocas de las dictaduras militares.
Estos modos de lectura se siguen concentrando en un posicionamiento
respecto de la cuestión de la identidad: Las nuevas formas de representa-
ción de la identidad perfilan éstas como problemáticas y ambivalentes, con
lo cual los problemas de comunicación intercultural en las novelas de la dé-
cada de 1990 se registran de un modo distanciado, a menudo irónico y casi
positivista, sin que con ello se relacione la pretensión de modelar un sen-
timiento de pertenencia a un determinado proyecto ideológico o utópico.
Si bien por un lado esto resulta sintomático de la simultaneidad híbrida de
las culturas en la postmodernidad, Vargas Llosa no intenta, por otro lado,
integrar el nuevo pluralismo cultural en una identidad poscolonial a todas
luces marcada y más global. Lo que se enfatiza es que ha perdido vigencia
el fundamento dialéctico de la oposición centro-periferia y, por lo tanto,
la aún practicada crítica a las relaciones de explotación se representa como
un cliché o de manera irónica. Vargas Llosa se muestra convencidamente
opuesto a todos los teóricos postmodernos. Su crítica caricaturesca sobre
Jacques Derrida podría ilustrarnos eficazmente esto último:
Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes aná-
lisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder
miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba
ser útil –si es divertido o estimulante me basta– sino porque si la literatura
es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de textos autónomos, im-
permeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto
inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de
la sociedad y el comportamiento individual– ¿cuál es la razón de deconstruir-
los? (Vargas Llosa 2012: 92).
Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa 331

Ya no se le opone como alternativa a la concepción europea de la histo-


ria, una concepción lineal y cronológica, ninguna construcción literaria
con  una estructura temporal cíclica ni elementos míticos. El filtro de la
subjetividad y de la formación personal es un tema explícito de reflexión
del narrador. Vargas Llosa ilustra que la historia sólo puede ser subjetiva,
es decir, que sólo puede existir para un sujeto que la reciba y la narre. A
raíz de esta autorreflexión se desenmascaran como construcciones algunas
premisas histórico-filosóficas, como, por ejemplo, la continuidad, la pro-
gresión y la teleología. Como algo sumamente sintomático del cambio en
la literatura y en las humanidades después de la modernidad, aparecen, en
lugar de la historia universal (history), las muchas historias narradas (sto-
ries), las cuales coexisten sin ninguna pretensión de absoluto.
Sin embargo, la característica común decisiva que vincula a Mario Var-
gas Llosa con los autores del boom en los años noventa y lo delimita de
otras generaciones más jóvenes de escritores latinoamericanos, es la retros-
pectiva en torno a la propia obra (temprana) y, con ello, un mayor valor de
juicio sobre la escritura autorreflexiva. En ello se expresa la posición más
profundamente ambivalente en relación con la postmodernidad: Por un
lado, está la misión de la antigua fe en una “mitología emancipadora”, la
cual los autores creían poder oponer a la razón occidental (si bien a modo
de opuesto funcional); por otro lado, está la dificultad de llegar a algo ver-
daderamente nuevo más allá de la reconstrucción de lo viejo.
Y continuando en esta separación rigurosa entre los aspectos extra- e
intraliterarios, se constata que el adiós a los grandes metarrelatos identi-
tarios va aparejado con la renuncia a la posición autónoma en el campo
literario (Volpi 2000: 56s.). A diferencia de lo ocurrido en los años sesenta,
en los años noventa Vargas Llosa ya no se distancia de las élites del poder;
al igual que su colega mexicano Carlos Fuentes ocupa puestos políticos,
y de igual modo ve ahora su compromiso político-social como algo com-
patible con la incursión en el campo de la política. Vargas Llosa busca la
proximidad de las élites políticas, tanto dentro como fuera de América
Latina. Sus tomas de partido de carácter político ya no se basan en una es-
fera ético-independiente de la literatura, y no tanto porque las estructuras
económicas del mundo literario institucionalizado (el mundo editorial) se
hayan independizado de los autores (en la medida en que todos los autores
del boom tenían sus editoriales en Europa, esto apenas desempeña ningún
papel), sino, en primer término, porque los autores han perdido el suelo
332 Gesine Müller

ético bajo sus pies con su puesta en entredicho del concepto emancipador
de “pueblo”.
Algunas constantes de los estudios sobre Latinoamérica están experi-
mentando una revisión: precisamente la idea del pueblo oprimido como
sujeto histórico (por lo menos como un sujeto histórico potencial) era un
paradigma de los discursos de inspiración marxista de los años sesenta,
los cuales se alimentaron del entusiasmo por Cuba –intacto hasta el caso
Padilla– y, en menor medida, por el México “socialista” y por el sistema
de Salvador Allende. Si, por una parte, el pueblo, en grandes regiones de
América Latina, no era una voz unitaria y sólo dejaba entrever de vez en
cuando, con su vocerío inarticulado, por medio de huelgas, manifestacio-
nes y levantamientos, su poder como transformador de la historia, por otra
parte Vargas Llosa –y con él muchos otros intelectuales– se sentía llamado
a otorgar una voz a esa fuerza histórica primigenia. En ello se vieron fla-
queados por la propaganda de la joven Cuba socialista, la cual no los veía
como la manifestación de un poder político, sino como la expresión directa
de un pueblo antes oprimido y ahora emancipado. La emancipación del
pueblo, a la que los intelectuales querían encaminarse con su palabra y con
su escritura, no era en ese sentido una instancia puramente normativa,
sino que creía poder apoyarse en una primera encarnación histórica (por lo
menos en el caso del subcontinente).
En consecuencia, el desarrollo extraliterario es analizado de la siguiente
manera: lo que condujo a una renuncia de la autonomía ética de los au-
tores no habían sido tanto los acontecimientos históricos concretos y las
ilusiones perdidas en relación con los regímenes políticos –de estos últimos
uno podía distanciarse en su condición de intelectual independiente (algo
que los autores hicieron en medidas distintas)–, sino la manera en que
quedó minado el concepto emancipador de pueblo por otro concepto que
se fue imponiendo, el de público. Tampoco queda fuera de esto otro nuevo
paradigma de los años noventa: con el amplio avance de los medios de
comunicación masiva, alguien como Vargas Llosa (quien ya lo había hecho
desde 1971 con La tía Julia) no sólo se vio expuesto a un nuevo y pode-
roso competidor; lo que sucedía, sobre todo, era que ahora aquel otrora
sujeto de emancipación llamado pueblo se revelaba como una masa de
consumidores que desmentía a sus supuestos portavoces y desenmascaraba
cualquier pretensión de representación de los defensores de una identi-
dad como paternalismo. Los índices de audiencia y las cifras de ventas, la
nueva “voz” del pueblo ahora “emancipado” en forma de público, daban fe
Políticas de la crítica o la crítica en crisis: el caso de Mario Vargas Llosa 333

de una amplia indiferencia de la población ante los mitos fundacionales


precolombinos y apuntaban más bien a una creciente inclinación por la
cultura hollywoodense y la de la Pepsi Cola. Con el tiempo, el proceso de
la globalización cultural había reblandecido los límites del subcontinente
hacia el exterior, lo cual, a su vez, contribuyó a una relativa revaloración
de los límites interiores o de las diferencias inter-latinoamericanas. Ello
tuvo consecuencias en la investigación para el paradigma de la identidad:
el antes más o menos borroso concepto de la identidad de Vargas Llosa –y
de otros intelectuales– acuñado para todo el continente americano, se fue
estrechando en aras de defenderse de la invasión cultural –sobre todo de
Norteamérica– en los territorios de Estados nacionales cada vez más ho-
mogéneos, lo cual, a su vez, llevó a una creciente congruencia del discurso
identitario de los intelectuales con los intereses de dominio de las clases
políticas. Puesto que con la cristalización del público el “mandato” del pue-
blo –el cual había servido expresamente o no como una legitimación de los
posicionamientos políticos desde el campo autónomo de la literatura– se
revelaba como una proyección condicionada por los paradigmas del dis-
curso marxista, como una idea (equivocada) de pueblo como demandante,
Vargas Llosa, en su condición de protagonista establecido entre los inte-
lectuales latinoamericanos más respetados a nivel internacional, se vio de
nuevo en un vacío legitimador, en un terreno ético vago entre la población
y la clase política, pero quizás con una nueva estructura económica que lo
respaldaba. Las abiertas diferencias entre el discurso literario-intelectual y
los planteamientos de los encuestadores acerca del público fueron haciendo
cada vez más conscientes las congruencias con los intereses identitarios del
establishment político; en retrospectiva, esta nueva valoración amenazaba
con golpear también al boom mismo, el cual, a pesar de toda la vaguedad
de sus construcciones identitarias y literarias, podía ser reinterpretado a
partir de premisas nacionalistas.
Las novelas de Vargas Llosa de los años sesenta, expresión y medio de
la constitución identitaria del pueblo, se van declarando en retrospectiva
como novelas elitistas, cuyo efecto promotor de la identidad, paradójica-
mente, se transmite más allá de su éxito –y al mismo tiempo se ve compro-
metido– gracias al reconocimiento internacional: a partir de entonces los
contenidos y la forma ya no sirvieron como base de identificación para el
pueblo, sino como orgullo por la fama mundial de “su” autor. En ese senti-
do, cabe preguntarse si el boom puede ser visto como un proceso fracasado
en su sentido como proyecto de identidad y en qué medida esto es así, un
334 Gesine Müller

proyecto en el que los autores continúan trabajando hasta el día de hoy y


que determina en gran medida la tendencia retrospectiva de sus obras a
partir de los años noventa.
Las diferentes lecturas de las posiciones de los estudios literarios y cul-
turales de los años noventa demuestran que las interpretaciones en favor
tanto de la obra temprana como de la obra posterior se orientan a una
actitud de lectura de LA novela latinoamericana. Con ello, dichas inter-
pretaciones se inscriben en unos patrones de lectura postmodernos que
tienen una categoría clara como punto de referencia: la identidad. Porque
el centro de la atención de un tipo de lectura de las novelas del boom como
EL proyecto identitario que planteaba Julio Cortázar (“¿[...] qué es el boom
sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoa-
mericano de una parte de su propia identidad?” (cita en Rama 1982: 244));
requiere en cierto modo y forzosamente el contraste de la renuncia a él. La
búsqueda no se da por perdida, sino que es declarada obsoleta. Cuando en
el año 1979 Odo Marquard constataba el carácter inflacionario del con-
cepto de identidad, una buena parte de los estudios culturales empieza a
ocuparse, hasta hoy, de este paradigma. A mi juicio, en ello corresponde un
papel muy especial a los estudios latinoamericanos, que, en su condición
de estudios regionales, a menudo continuaron sacando su legitimidad de
una referencia esencialista al continente, primeramente como base teórica
del paradigma de la identidad, y más tarde –a raíz de la creación de la teo-
ría postmoderna– con su cuestionamiento. Fuera afirmación o crítica, el
punto de referencia sigue siendo obligatorio. Vargas Llosa fue considerado
uno de sus objetos más agradecidos, ya que en su persona, de manera casi
emblemática, se condensaba una evolución que no sólo debía ser válida
para todo un grupo de renombrados intelectuales, sino también para otros
procesos epistemológicos.

Bibliografía

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Llosa. Escritor, ensayista, ciudadano y político. Encuentro Internacional Pau-Tarbes (Fran-
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arte de la novela. Medellín: Ateneo Fondo Editorial, pp. 9-32.
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D.F.: Era.
_____ (2000): “El fin de la conjura. Los intelectuales y el poder en México en el siglo xx”.
En: Letras Libres, 2, 22, pp. 56-47.
Autoras y autores

Carolina Alzate, Ph.D. de University of Massachusetts en Amherst, es


Profesora Titular de la Universidad de los Andes de Bogotá. Sus áreas de
investigación y docencia son la literatura colombiana del siglo xix, la lite-
ratura hispanoamericana de los siglos xix y xx, la teoría literaria, los estu-
dios culturales (nación, género e historiografía literaria) y la autobiografía.
Entre sus publicaciones recientes se encuentran los libros Soledad Acosta de
Samper y el discurso letrado de género, 1853 a 1881 (2015), Redes, alianzas
y afinidades. Mujeres y escritura en América Latina (coeditado con Darcie
Doll, 2014) y Sujetos múltiples: indigenismo, feminismo, y colonialidad. Ho-
menaje a Betty Osorio (coeditado con David Solodkow, 2014), así como los
artículos “Otra amada y otro paisaje para nuestro siglo xix. Soledad Acosta
de Samper y Eugenio Díaz frente a María” (Revista de Lingüística y Litera-
tura 59, 2011) y “¿Comunidad de fieles o comunidad de ciudadanos? Dos
relatos de viaje del siglo xix colombiano” (Revista Chilena de Literatura 77,
2010). Ha estado al frente de la reedición de varias de las obras de Soledad
Acosta de Samper (1833-1913) y de la difusión del trabajo crítico sobre
la autora.

Vicente Bernaschina Schürmann es Licenciado y Magíster en Literatura


Hispánica por la Universidad de Chile. Actualmente trabaja de asistente
científico en el Romanisches Seminar de la Europa-Universität Flensburg
y realiza un doctorado en la Universität Potsdam con una tesis sobre la
fundación de una tradición poética teológica en el virreinato del Perú a
principios del siglo xvii. Además de algunas publicaciones concernientes
a las literaturas del Siglo de Oro y de los virreinatos americanos, también
se ha dedicado a escribir sobre crítica literaria y estudios literarios en Chile.
En 2010, su ensayo “La lectura en la crisis de la educación: reconsidera-
ciones para el bicentenario” fue reconocido con el primer lugar en el IV
Concurso de Ensayo Contemporáneo en Humanidades de la Universidad
Diego Portales, Goethe Institut y Revista Artes y Letras.

Anke Birkenmaier, Ph.D. en Yale University, es Associate Professor en el


Department of Spanish and Portuguese de Indiana University Blooming-
ton. Es autora de los libros: Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en
América Latina (2006; con esta obra obtuvo el Premio Iberoamericano
338 Autoras y autores

2007 de la Latin American Studies Association –LASA–), y Versionen Mon-


tezumas. Lateinamerika in der historischen Imagination des 19. Jahrhunderts.
Mit dem vollständigen Manuskript von Oswald Spenglers Montezuma. Ein
Trauerspiel (1897) (2011). Ha coeditado los volúmenes Havana Beyond
the Ruins. Cultural Mappings after 1989 (2011) con Esther Whitfield y
Cuba: un siglo de literatura (1902-2002) (2004) con Roberto González
Echevarría. Ha publicado artículos en diversas revistas especializadas de
los Estados Unidos, Europa y América Latina. En 2010 fue becaria de la
Alexander von Humboldt-Stiftung.

Antonio Cajero Vázquez es Doctor en Literatura Hispánica por El Co-


legio de México y Profesor Investigador en El Colegio de San Luis desde
agosto de 2009. Ha colaborado en revistas y diarios mexicanos (Este País,
La Jornada, La Colmena); también, en revistas académicas nacionales e
internacionales (Nueva Revista de Filología Hispánica, Semiosis, La Nueva
Literatura Hispánica, Literatura Mexicana, Variaciones Borges, Revista de Li-
teratura Mexicana Contemporánea). Ha participado como conferencista y
ponente en diversos foros. Investiga sobre literatura mexicana del siglo xx,
en particular, y latinoamericana, en general, principalmente desde la críti-
ca de textos. Libros recientes: en colaboración con Celene García, Gilberto
Owen en El Tiempo de Bogotá, prosas recuperadas (1933-1935) [2009];
edición crítica de Gilberto Owen, Perseo vencido (2010); Gilberto Owen en
Estampa. Textos olvidados y otros testimonios (2011); Palimpsestos del joven
Borges: escritura y rescrituras de Fervor de Buenos Aires (2013); edición
crítica de José Revueltas, El luto humano (2014).

Luiz Costa Lima es Profesor de Literatura Comparada en la Pontifícia


Universidade de Rio de Janeiro. Ha sido Profesor Visitante en las universi-
dades de Minnesota, Stanford, Johns Hopkins, Montreal, Paris VIII, Uni-
versidad Iberoamericana (México). Entre sus numerosas publicaciones se
encuentran los libros: O Controle do imaginário (1984; traducción al inglés
de 1988, traducción al alemán de 1990); Pensando nos trópicos. (Dispersa
demanda II) (1991); Vida e mimesis (1995); Mímesis: desafio ao pensamento
(2000; traducción al alemán de 2012); História. Ficção. Literatura (2006);
Trilogia do controle (O Controle do imaginário, Sociedade e discurso ficcional,
O Fingidor e o censor) (2007); O Controle do imaginário e a afirmação do
romance (Dom Quixote, Les Liaisons dangereuses, Moll Flanders e Tristram
Autoras y autores 339

Shandy) (2009; con esta obra obtuvo en el año 2010 el Premio de la Acade-
mia Brasileña de las Letras en el área de ensayo y crítica literaria). Ha sido
Investigador Invitado en el Zentrum für Literatur- und Kulturforschung
(Berlín) y obtuvo el premio de investigación para científicos extranjeros de
la Alexander von Humboldt-Stiftung en el año 1993.

Fernando Degiovanni, Ph.D. por University of Maryland y Profesor Aso-


ciado de Lengua y Literatura Hispánica en el Graduate Center de City
University of New York. Ha impartido cursos en diversas universidades
de Estados Unidos, Europa y América Latina. Es autor del libro: Los textos
de la patria: Nacionalismo, políticas culturales y canon en Argentina (2007;
por esta investigación recibió en el año 2010 el premio ‘Alfredo Roggia-
no’ del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de University
of Pittsburgh). Ha colaborado con artículos en publicaciones periódicas
como Revista Iberoamericana, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana,
Journal of Latin American Cultural Studies, Variaciones Borges, Hispamé-
rica, Cuadernos Hispanoamericanos así como en los volúmenes colectivos
A Companion to Latin American Literature and Culture, editado por Sara
Castro-Klaren y la Historia crítica de la literatura argentina, editado por
Noé Jitrik.

Ottmar Ette es Catedrático de Literaturas Románicas en la Universität


Potsdam. Desde 2010 es miembro de la Academia Europaea; desde 2013,
miembro de la Berlin-Brandenburgische Akademie der Wissenschaften y
desde 2014, miembro honorario de la Modern Language Association of
America. Además, desde 2012 es Chevalier dans l’Ordre des Palmes Aca-
démiques. En 2014 recibió el reconocimiento Escuela Nacional de Altos
Estudios otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus
intereses de investigación son, entre otros, Alexander von ­Humboldt, la
ciencia literaria como ciencia de y para la vida, la convivencia, los TransArea
Studies, las poéticas del movimiento y las literaturas del mundo. Entre sus
monografías más recientes se encuentran: ÜberLebenswissen I-III (2004-
2010); Alexander von Humboldt und die Globalisierung (2009), Del macro-
cosmos al microrrelato. Literatura y creación – nuevas perspectivas transareales
(2009), LebensZeichen. Roland Barthes zur Einführung (2011), TransArea.
Eine literarische Globalisierungsgeschichte (2012), Viellogische Philologie. Die
Literaturen der Welt und das Beispiel einer transarealen peruanischen Litera-
340 Autoras y autores

tur (2013), Roland Barthes: Landschaften der Theorie (2013) y Anton Wil-
helm Amo. Philosophieren ohne festen Wohnsitz (2014).

Gustavo Guerrero es Doctor en Historia y Teoría Literarias por la Es-


cuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París y Catedrá-
tico de Literatura y Cultura Hispanoamericanas Contemporáneas en la
Université de Cergy-Pontoise y en la École Normale Supérieure-Paris. Ha
sido Profesor Invitado en las universidades de Princeton, Cornell y Berna.
Se ha desempeñado como Consejero Literario de la casa Gallimard para
el área hispánica. Ha colaborado con las principales revistas del ámbito
hispánico: Vuelta (México), Ínsula (Madrid), Cuadernos Hispanoamerica-
nos (Madrid), Quimera (Barcelona), Diario de Poesía (Buenos Aires), En-
cuentro de la Cultura Cubana (Madrid) y Letras Libres (México/Madrid).
En Francia, es colaborador de la Nouvelle Revue Française. Editó, junto a
François Wahl, las Obras completas (1999) de Severo Sarduy en la colec-
ción Archivos-Unesco. Ha sido asimismo responsable de la edición de los
Cuentos completos (2006) de Arturo Uslar Pietri. Como poeta, es autor de
los libros La sombra de otros sueños (1982) y Círculo del adiós (2005); como
ensayista, ha publicado La estrategia neobarroca (1987), Itinerarios (1997),
Teorías de la Lírica (1998), La religión del vacío y otros ensayos (2002) e
Historia de un encargo: “La catira de” Camilo José Cela (2008), con la que
obtuvo el XXXVI Premio Anagrama de Ensayo.

Anne Kraume estudió Letras Francesas, Hispánicas y Alemanas en Fri-


burgo, Granada y Colonia. Escribió y defendió su tesis de doctorado en la
Universität Potsdam. Trabajó como colaboradora científica en el Institut
für Romanistik de la Universität Halle-Wittenberg de 2008 a 2010. Des-
de 2010 es asistente en la cátedra de literaturas hispánicas y francófonas
en el Institut für Romanistik de la Universität Potsdam donde está escri-
biendo una tesis de habilitación sobre fray Servando Teresa de Mier y la
independencia mexicana. Entre sus publicaciones destacan Das Europa der
Literatur. Schriftsteller blicken auf den Kontinent 1815-1945 (2010) y varios
artículos sobre Europa en la literatura europea, sobre la historiografía de la
independencia mexicana, sobre intertextualidades bíblicas en la literatura
latinoamericana y sobre el ensayo en las literaturas europea y latinoame-
ricana.
Autoras y autores 341

Adriana Lamoso es Doctora en Letras, Profesora e Investigadora de la


Universidad Nacional del Sur, Argentina, especializada en los ensayos de
Ezequiel Martínez Estrada, redes e historia intelectual. Ha sido Académica
Visitante en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado, entre
otros, en los volúmenes colectivos: Prisons d’Amérique latine: du réel à la
métaphore de l’enfermement (2009); América Latina y el Caribe: desafíos de
la diversidad (2011); A través de la vanguardia hispanoamericana (2011),
Rumbos del Hispanismo en el umbral del Cincuentenario de la AIH (2012),
América diversa. Literatura y memoria (2013), José Martí y Nuestra América
(2013). Es Investigadora del CEINA (Centro de Estudios Interdisciplina-
rios sobre Nuestra América ‘José Martí’) y del Centro de Estudios Regio-
nales “Prof. Félix Weinberg”; es miembro del Consejo de Administración
de la Fundación Ezequiel Martínez Estrada e integra la red “El ensayo en
diálogo”.

Rafael Mondragón es Doctor en Letras por la Universidad Nacional Au-


tónoma de México, Investigador del Instituto de Investigaciones Filológi-
cas y Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras en la misma univerisdad.
Ha realizado estancias de investigación en Berlín y Santiago de Chile, y
publicado estudios sobre el pensamiento crítico latinoamericano de los
siglos xix y xx, con especial énfasis en autores como Simón Rodríguez,
Francisco Bilbao y Pedro Henríquez Ureña, entre otros. Además, forma
parte del equipo coordinador de la Historia de las literaturas de México
que actualmente prepara el Instituto de Investigaciones Filológicas de la
UNAM. Junto a Álvaro García San Martin coordina el proyecto de edición
crítica de las obras completas de Francisco Bilbao, en nueve volúmenes, el
primero de los cuales apareció recientemente. Ha publicado el libro Filo-
sofía y narración. Escolio a tres textos del exilio argentino de Francisco Bilbao
(1858-1864) (2015).

Gesine Müller es Catedrática de Filología Románica en la Universität zu


Köln. Desde 2008 dirige el equipo de investigación Emmy Noether sobre
Koloniale Transferprozesse (Deutsche Forschungsgemeinschaft/Fundación
Alemana de Investigación Científica). Sus intereses de investigación son,
entre otros, las literaturas latinoamericanas contemporáneas, las literaturas
del Romanticismo, las literaturas del Caribe y la investigación sobre trans-
342 Autoras y autores

ferencias y transformaciones culturales. Entre sus publicaciones se cuentan:


Die “Boom” Autoren heute: García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Donoso
und ihr Abschied von den “großen identitätsstiftenden Entwürfen” (2004);
Die koloniale Karibik. Transferprozesse in frankophonen und hispanophonen
Literaturen (2012); América Latina y la literatura mundial. Mercado edi-
torial, redes globales y la invención de un continente (2015, coeditado con
Dunia Gras Miravet).

Rafael Olea Franco, Ph.D. in Romance Languages por Princeton Uni-


versity y Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Es
Profesor de Tiempo Completo del Centro de Estudios Lingüísticos y Lite-
rarios de El Colegio de México y miembro del Sistema Nacional de Inves-
tigadores. Ha sido Profesor Invitado en la Université Paris X (Nanterre),
Duke University y Carleton College. Ha publicado los libros: Los dones
literarios de Borges (2006), En el reino fantástico de los aparecidos: Roa Bárce-
na, Fuentes y Pacheco (2004), El otro Borges. El primer Borges (1993). Rea-
lizó la edición crítica de La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán,
para la Colección Archivos. Asimismo, ha editado una docena de libros,
entre ellos: Doscientos años de narrativa mexicana (2 volúmenes, 2010),
In memoriam Jorge Luis Borges (2008), Agustín Yáñez: una vida literaria
(2007), José María Roa Bárcena. De la leyenda al relato fantástico (2007),
Fervor crítico por Borges (2006), Santa, Santa nuestra (2005), Literatura
mexicana del otro fin de siglo (2001) y Borges: desesperaciones aparentes y
consuelos secretos (1999).

Carlos Oliva Mendoza es traductor, escritor y Doctor en Filosofía. Tra-


baja como Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Entre otros reconocimientos, ha obtenido el Premio Internacional de Na-
rrativa, Siglo XXI y el Premio Nacional de Ensayo Literario. Es responsable
del proyecto de investigación “Teoría crítica en América latina”. Sus libros
más recientes son Semiótica y capitalismo. Ensayos sobre la obra de Bolívar
Echeverría (2013); Hermenéutica del relajo y otros escritos sobre filosofía mexi-
cana contemporánea (2013) y Literatura y azar. Cuatro ensayos sobre Borges
(2011).
Autoras y autores 343

Friedhelm Schmidt-Welle se desempeña como Investigador en Litera-


tura y Estudios Culturales en el Instituto Ibero-Americano de Berlín. Ha
enseñado Literatura Latinoamericana, Literatura Comparada y Literatura
Alemana en universidades de Alemania, Chile y México. Entre 2008 y
2010 ocupó la Cátedra Extraordinaria Guillermo y Alejandro de Hum­
boldt en El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de
México, y en verano de 2010 ha sido Harris Dinstinguished Visiting Pro-
fessor en el Dartmouth College, EE.UU. Es autor o editor de 19 libros so-
bre culturas y literaturas latinoamericanas y europeas. Entre los más recien-
tes están: Mexiko als Metapher. Inszenierungen des Fremden in Literatur und
Massenmedien (2011); Multiculturalismo, transculturación, heterogeneidad,
poscolonialismo. Hacia una crítica de la interculturalidad (2011); Culturas
de la memoria. Teoría, historia y praxis simbólica (2012); La historia intelec-
tual como historia literaria (2014); Transformationen der Erinnerung und
der Wirklichkeit in der Literatur (2014, con Olivia Díaz, Florian Gräfe y
Juliana Pérez); y Nationbuilding en el cine mexicano desde la Época de Oro
hasta el presente (2015, con Christian Wehr).

Sergio Ugalde Quintana es Doctor en Letras Hispánicas por El Colegio


de México, Profesor Titular en la Facultad de Filosofía y Letras de la Uni-
versidad Nacional Autónoma de México y miembro del Sistema Nacional
de Investigadores. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan: La
biblioteca en la isla. Una lectura de La expresión americana de José Lezama
Lima (2011); Un cierto encanto goethiano. Correspondencia alemana de Al-
fonso Reyes 1914-1959 (2013). Junto a Ottmar Ette editó La filología como
ciencia de la vida (2015) y con Luzelena Gutiérrez de Velasco, el volumen
colectivo Banquete de imágenes en el centenario de José Lezama Lima (2015).
Ha sido becario del DAAD y de la Alexander von Humboldt-Stiftung.

Liliana Weinberg es Doctora en Letras Hispánicas por El Colegio de


México así como Doctora Honoris Causa por la Universidad Nacional de
Atenas. Actualmente es Investigadora Titular de tiempo completo en el
Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Univer-
sidad Nacional Autónoma de México y docente en la Facultad de Filosofía
y Letras de la misma institución. Es Investigadora nivel III en el Sistema
Nacional de Investigadores y miembro de la Academia Mexicana de Cien-
cias. Obtuvo la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos
344 Autoras y autores

en el área de Investigación en Humanidades (1995), el IV Premio Anual de


Ensayo Literario Hispanoamericano Lya Kostakowsky (1996), la medalla
Sor Juana Inés de la Cruz de la Universidad Nacional Autónoma de México
(1998) y el Cuarto Premio Internacional de Ensayo otorgado por la Edito-
rial Siglo XXI, la Universidad Autónoma de Sinaloa y El Colegio de Sinaloa
(2007). Entre sus libros se encuentran El ensayo entre el paraíso y el infier-
no (2001), Literatura latinoamericana: descolonizar la imaginación (2004),
Umbrales del ensayo (2004), Situación del ensayo (2006), Pensar el ensayo
(2007), Biblioteca Americana. Una poética de la cultura y una política de la
lectura (2014), El ensayo en busca del sentido (2014), además de numerosos
artículos y capítulos de libros en su especialidad. En la actualidad es inte-
grante de la Cátedra Alfonso Reyes.
El Instituto Ibero-Americano (IAI) de la Fundación Patrimonio Cultural Prusiano en Ber-
lín dispone de un amplio programa de publicaciones en alemán, español, portugués e inglés
que surge de varias fuentes: la investigación realizada en el propio Instituto, los seminarios
y simposios llevados a cabo en el IAI, los proyectos de cooperación con instituciones nacio-
nales e internacionales, y trabajos científicos individuales de alta calidad. La „Bibliotheca
Ibero-Americana“ es una serie que existe desde el año 1959 y en la que aparecen publicadas
monografías y ediciones sobre literatura, cultura e idiomas, economía y política de América
Latina, el Caribe, España y Portugal.

Volúmenes anteriores:

161. MicroBerlín. De minificciones y microrrelatos. Ottmar Ette / Dieter Ingenschay


/ Friedhelm Schmidt-Welle / Fernando Valls (eds.), 2015.
Este volumen se ha propuesto incluir no solamente los debates teóricos y metodológicos
con respecto a la posible definición del microrrelato como “cuarto género” y los diversos
análisis sobre el desarrollo y la historia del mismo. Más bien, relacionamos la minificción
literaria con otras prácticas simbólicas, y consideramos las nuevas posibilidades de difusión
de la minificción en los medios masivos de comunicación y, sobre todo, en las redes sociales
(Facebook, Twitter) y en el Internet en general. En los cuatro apartados del volumen, sus
autores se ocupan de la teoría del género y la historia del micorrelato literario; analizan
la intertextualidad del nuevo género; interpretan una serie de minificciones literarias de
autoras y autores hispanoamericanos y españoles; y consideran otras formas de lo microme-
diático, los litblogs, la producción de microrrelatos en las redes sociales, y las minificciones
cinematográficas.

160. Diálogos existenciales. La filosofía alemana en la Argentina peronista (1946-


1955). Clara Ruvituso, 2015.
Hasta ahora se ha indagado poco en el hecho de que los conflictos entre intelectuales du-
rante el primer peronismo (1946-1955) se dieran en un contexto de explosión filosófica de
la producción, teniendo como eje central la problemática figura de Martin Heidegger. El
presente estudio aporta un análisis socio-político del campo filosófico argentino basado en
sus transformaciones y luchas internas y en las funciones del debate “existencialista” entre la
búsqueda de identidad y el diálogo con el mundo filosófico alemán de posguerra.

159. El ensayo en busca del sentido. Liliana Weinberg, 2014.


En su libro sobre la historia del ensayo desde Montaigne hasta algunos ensayistas latinoa-
mericanos del siglo xx, Liliana Weinberg parte de la idea de la “buena fe” como enfoque
central de la escritura de Montaigne y de los principios en los cuales se basa (juicio, razón y
experiencia). El aspecto más importante del ensayo es el mismo proceso del pensar, es decir,
se convierte en el género autorreflexivo por excelencia. Weinberg destaca la coincidencia
entre la colonización del Nuevo Mundo y la fundación del nuevo género. Trata la ensayística
de varios autores para aclarar las lecturas de Montaigne y su idea de la buena fe desde una
perspectiva latinoamericana y en cierto sentido poscolonial. En ese contexto de lecturas
sobre lecturas el texto mismo de Weinberg se convierte en un ensayo en el mejor de los
sentidos por su postura autorreflexiva y su profundidad en la interpretación de la historia y
la epistemología del ensayo latinoamericano.

158. Las ciencias en la formación de las naciones americanas. Sandra Carreras / Katja
Carrillo Zeiter (eds.), 2014.
Las contribuciones aquí reunidas analizan las relaciones que existieron entre las ciencias y
los Estados nacionales en América durante el ‘largo’ siglo xix. Muestran que el entrelaza-
miento entre ciencia y nación tuvo consecuencias para la ciencia como lugar de producción
y enunciación de saberes y también implicaciones para la elaboración de determinadas
interpretaciones de la nación en tanto comunidad imaginada a partir de cuatro elementos:
historia, territorio, “pueblo” y lengua. Estos debates no sólo se desarrollaron en ámbitos
nacionales sino que traspasaron sus límites, poniendo en evidencia las vinculaciones trans-
nacionales y las redes que les dieron sustento.

157. El cuerpo dócil de la cultura. Poder, cultura y comunicación en la Venezuela de


Chávez. Manuel Silva-Ferrer, 2014.
Este libro constituye un invalorable análisis de los elementos fundamentales que determi-
naron la reconfiguración del mapa de la cultura venezolana a comienzos del siglo xxi, tras el
ascenso al poder de Hugo Chávez y su “revolución bolivariana”. Un novedoso período que
resume las contradicciones, continuidades y discontinuidades producidas por el moderno
Estado petrolero venezolano a lo largo del siglo precedente. Se trata de una nueva fase para
la sociedad y la cultura. Y, muy especialmente, para la comunicación, que una vez más
reafirmó su preponderancia como fenómeno fundamental de la cultura latinoamericana.

156. Sonidos y hombres libres. Música nueva de América Latina en los siglos xx y xxi.
Hans-Werner Heister / Ulrike Mühlschlegel (eds.), 2014.
L a recopilación de trabajos Sonidos y hombres libres se centra en los compositores, musicó-
logos y profesores de música latinoamericanos Graciela Paraskevaídis y Coriún Aharonián,
y con ellos, en la música latinoamericana de los siglos xx y xxi, sus temas y su trayectoria.
Rinde homenaje a la obra y a las personalidades de ambos a través de diversos encuentros
personales y experiencias de los autores. Además, presenta textos sobre la representación de
la música popular en el canon de los estudios musicológicos, sobre las componentes tiempo
y espacio en la música popular, sobre la terminología para describir la música popular y
sobre el concepto europeo-norteamericano de world music.

155. Sondierungen. Lateinamerikanische Literaturen im 21. Jahrhundert.


Rike Bolte / Susanne Klengel (Hg.) 2013.
Die Literaturen Lateinamerikas bilden heute ein weites Terrain unterschiedlicher Stimmen
und Schreibweisen, die schon lange magischem Realismus und Exotik abgeschworen haben.
In der neuen erzählerischen Vielfalt finden sich postdiktatorische Memoria-Texte, Poetiken
des Ver/rückten, Kartografien ungewöhnlicher Handlungsräume, Evokationen marginaler
Raumerfahrung und weitere Perspektiven. Immer wieder geht es um Text- und Wort-Mate-
rialität und die Anfälligkeit von Körper- und Dingwelt. Dabei berühren sich experimentelle
Formen mit der zum literarischen Gegenstand gewordenen (Literatur-)Theorie. Medial und
neobarock, öko- und gesellschaftskritisch, “konservativ” und innovativ, emphatisch und
unterkühlt ist die aktuelle Prosa des Kontinents: Sie schreibt sich auf diese Weise dezidiert
in die global literature des 21. Jahrhunderts ein. Die dreizehn Einzelstudien des Bandes
und ein Interview geben eine erste Orientierung für die Sondierung dieses neuen Terrains.

154. Estudios sobre la historia económica de México desde la época de la Indepen-


dencia hasta la primera globalización. Sandra Kuntz Ficker / Reinhard Liehr (eds.)
2013.
En la primera globalización se multiplicaron en el mundo los flujos de información, de
mercancías y servicios y de capital gracias a los nuevos medios de transporte y de comuni-
cación y a la generalización del patrón oro en los sistemas monetarios. Al mismo tiempo,
se intensificó el traslado masivo de mano de obra en el interior y entre los continentes a
raíz de los movimientos migratorios. Este volumen presenta estudios que se ocupan en su
mayoría de la integración de México a este nuevo mercado mundial durante este período,
desde aproximadamente 1870 hasta la Gran Depresión. Se analizan así el comercio exterior
e interior del país, el papel de los bancos en los mercados y flujos de capital y, además, dos
ejemplos de empresas. Asimismo, un estudio vuelve hasta la época de la independencia para
analizar el comercio y la producción textil en ese período.

153. Novas vozes. Zur brasilianischen Literatur im 21. Jahrhundert.


Susanne Klengel / Christiane Quandt / Peter W. Schulze / Georg Wink (Hg.) 2013.
Wie wenige ‘Länder des Südens’ steht Brasilien heute im Fokus der Weltöffentlichkeit.
Auch die brasilianische Literatur bezieht zu der veränderten globalen Ordnung in ihren
Themen und Schreibweisen auf vielfältige Weise Position. Doch trotz zunehmender Inter-
nationalisierung sind zeitgenössische brasilianische Autorinnen und Autoren im deutschs-
prachigen Raum noch wenig bekannt. Dieser Band möchte einen ersten Überblick und
systematische Einblicke in die Literaturproduktion des beginnenden 21. Jahrhunderts ver-
mitteln. Anhand von fünf thematischen Feldern zur literarischen Identitätskonstruktion,
zur poetischen Praxis im sozialen Raum, zur neuen Stadtliteratur, zur jüngsten Internatio-
nalisierungstendenz sowie zu Text-Bild-Relationen wird dieses neue literarische Feld son-
diert und in siebzehn Einzelstudien vertiefend untersucht. Der Sammelband richtet sich an
Brasilianisten und Literaturwissenschaftler, aber auch allgemein an Leser der ‘Literaturen
der Welt’ und Brasilieninteressierte.

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