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FERNANDO SORRENTINO

Siete conversaciones con Jorge Luis Borges


PRÓLOGO

Paradójicamente, los diálogos de un escritor y de un periodista se parecen


menos a un interrogatorio que a una especie de introspección. Para quien
interroga, puede ser una tarea no exenta de fatiga y de tedio; para el
interrogado, son como una aventura en que acechan lo secreto y lo imprevisible.
Fernando Sorrentino conoce mi obra —llamémosla así— mucho mejor que yo;
ello se debe al hecho evidente de que yo la he escrito una sola vez y él la ha
leído muchas, lo cual la hace menos mía que suya. Al dictar estas líneas, no quiero
desestimar su bondadosa perspicacia; cuántas tardes, hablando mano a mano,
me ha conducido, como quien no quiere la cosa, a las contestaciones necesarias
que luego me asombraban y que él, sin duda, había preparado.
Fernando Sorrentino es, en suma, uno de mis inventores más generosos. Quiero
aprovechar esta página para decirle mi gratitud y la certidumbre de una
amistad que los años no borrarán.

JORGE LUIS BORGES


Buenos Aires, 13 de julio de 1972.
ESTE LIBRO

Con Jorge Luis Borges conversé por primera vez —cuidé de anotar la fecha— el
fervoroso mediodía del 2 de diciembre de 1968. Yo, con la tristeza reglamentaria,
me dirigía a mi empleo de entonces; la suerte quiso que Borges emergiera de la
estación Moreno a la plazoleta que divide la avenida Nueve de Julio. Lo saludé
con emoción, con torpeza; farfullé mi ignoto apellido; le dije que vivía en Palermo.
Esto le agradó y, un instante después, hablábamos del arroyo Maldonado, arroyo
que para mis ojos nunca fue otra cosa que un largo asfalto gris flanqueado por
un terraplén y muchas bodegas. Recuerdo que le recité las primeras estrofas de su
poema El tango, y que Borges me reprochó: "¡Qué ganas de perder el tiempo
leyendo esas cosas!"
Muchos meses después tuve la oportunidad de conversar largamente con Borges.
Durante siete tardes, el hacedor de ficciones me precedió, abriendo altas puertas
que descubrían insospechadas escaleras de caracol, por los gratos pasillos
laberínticos de la Biblioteca Nacional, en busca de una remota salita donde no nos
interrumpía el teléfono.
Estas Siete conversaciones han sido grabadas y luego vertidas al papel. El Borges
que habla en este volumen es un señor cortés y distraído, que no verifica citas, que
no vuelve atrás para corregirse, que finge tener mala memoria: no el terso Jorge
Luis Borges de la letra impresa, aquel que calcula y mide cada coma y cada
paréntesis. La heterogeneidad y el desorden que aquejan a las preguntas
intentan que este libro no sea un ensayo orgánico sino exactamente lo que
declara su título: siete tranquilas y casuales charlas libres de toda molesta
sujeción a un plan. Resultados de esta agradable inconsciencia son alguna que
otra repetición, ciertas ambigüedades y unas pocas frases que adolecen de lo que la
retórica denomina anacoluto. Inevitablemente, alguien deplorará la falta de
preguntas sobre Gracián; otro habrá acudido al libro con el excluyente propósito
de informarse acerca de Molière; un tercero se sentirá indignado al advertir que no
se menciona a Hermann Hesse.
En las notas he tratado de ser lo menos fastidioso posible. Sólo se proponen
relacionar a Jorge Luis Borges con su contexto literario y político. Es verdad que
el lector puede, sin grave pérdida, privarse de ellas.
FERNANDO SORRENTINO
Buenos Aires, julio de 1972.
PRIMERA CONVERSACIÓN

La tortuga en el aljibe - Asesinato de Ricardo López Jordán - Límites de Buenos


Aires - La abuela inglesa - Poemas a la Revolución Rusa -La broma de Florida y
Boedo - Orígenes del tango - Lugones y los errores del ultraísmo - La
intemporalidad de Banchs - Macedonio Fernández y Xul Solar - Leopoldo
Marechal - Güiraldes, Amorim y los gauchos - Sutileza de Roberto Arlt - La
profesía de Américo Castro - Francisco de Quevedo, peronista - Amabilidades de
Paul Groussac

FERNANDO SORRENTINO . ¿Cuándo y dónde nació Jorge Luis Borges?

JORGE LUIS BORGES. Nací el día 24 de agosto del año 1899. 1 Esto me agrada porque
me gusta mucho el siglo XIX; aunque podríamos usar como argumento en contra
del siglo XIX el hecho de haber producido el siglo XX, que me parece algo menos
admirable. Nací en la calle Tucumán, entre Esmeralda y Suipacha, y sé que todas
las casas de la cuadra eran bajas, menos el almacén, que era una casa de altos, y
todas las casas estaban construidas de un modo correspondiente a la Sociedad
Argentina de Escritores, salvo que la casa en que yo nací era mucho más
modesta. Es decir, había dos ventanas de fierro, una puerta de calle con un
llamador con un anillo, luego el zaguán, después la puerta cancel, luego las
habitaciones, el patio lateral y el aljibe. Y en el fondo del aljibe —esto lo supe
mucho después— había una tortuga para purificar el agua. De modo que mis
abuelos, mis padres y yo hemos bebido agua de tortuga durante años y no nos ha
hecho ningún mal: actualmente nos daría asco pensar que bebemos agua de
tortuga. Mi madre recuerda haber oído, siendo chica —fuera de los balazos
de la Revolución del 90—, un balazo excepcional: mi abuelo salió y dijo que
acababan de asesinar, a la vuelta de casa, al general Ricardo López Jordán.
Algunos dicen que el asesino lo provocó y lo mató, pagado por la familia de
Urquiza. Creo que esto es falso. Realmente, López Jordán había hecho matar al
padre de este hombre, de modo que éste buscó una altercado con López Jordán,
lo mató de un balazo, huyó por la calle Tucumán y lo apresaron cuando ya estaba
en la calle Florida.

F.S. En esa época, la edificación de la ciudad, ¿dónde terminaba?

J.L.B. Yo puedo darle dos contestaciones. La ciudad antes terminaba en la calle


Centro América —es decir, Pueyrredón. Esto lo recuerda mi madre. Pero mi madre
ha cumplido noventa y cinco años. Ya después había huecos, quintas, hornos de
ladrillos, una gran laguna, rancheríos, gente que andaba a caballo, orilleros.
Pero, cuando yo era chico, nos mudamos al barrio de Palermo, que era un
extremo de la ciudad, y entonces la construcción concluía exactamente en el
puente del Pacífico, en el arroyo Maldonado, donde está la confitería de La
Paloma todavía, creo.

F.S. Estaba: ahora hay una pizzería. 2

J.L.B. ¡ Cómo decae todo!: ahí había certámenes de truco. Y luego, ya la


edificación cesaba y volvía a empezar en Belgrano, digamos que por Federico
Lacroze, supongo. Pero en todo ese espacio había muchos huecos. El arroyo
Maldonado parece que por cualquier parte —en Palermo, o en Villa Crespo, o en
los fondos de Flores— creaba barrios malos, barrios de prostíbulos, de malevaje.

F. S. ¿Ahí situó usted su Hombre de la esquina rosada?

J.L.B. Sí, pero lo situé un poco más lejos. Lo situé ya más allá de Flores y le di
una fecha indeterminada. Lo hice deliberadamente. Porque creo que un escritor
no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta.
Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a
buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. Por eso, yo prefiero situar mis
cuentos siempre en lugares un poco indeterminados y hace muchos años. Por
ejemplo, el mejor cuento que yo he escrito, La intrusa, ocurre en Turdera, en las
afueras de Adrogué o de Lomas; ocurre más o menos a fines del siglo pasado o a
principios de éste. Y lo hice deliberadamente para que nadie me diga: "No, la
gente no es así". Los otros días me encontré con un muchacho que me dijo que
iba a escribir una novela sobre un café que se llama El Socorrito, en la esquina de
Juncal y Esmeralda: una novela contemporánea. Y yo le dije que no pusiera que el
café era El Socorrito, y que no pusiera que la fecha era contemporánea, porque si
no, inmediatamente alguien iba a decirle: "La gente no habla así en ese café" o
"El ambiente es falso". De modo que creo que conviene cierta lejanía en el
tiempo y en el espacio. Además, creo que la idea de que la literatura trate de
temas contemporáneos es relativamente nueva. Si no me engaño, la Ilíada se
habrá escrito dos o tres siglos después de la caída de Troya. Creo que la libertad
de la imaginación exige que busquemos temas lejanos en el tiempo o en el
espacio, o si no, como están haciendo los que escriben ficción científica ahora, en
otros planetas. Porque si no, estamos un poco trabados por la realidad y la
literatura se parece ya demasiado al periodismo.

F.S. ¿Quiere decir que, en cierto modo, usted no cree en la literatura psicológica?
J.L.B. Sí, desde luego creo en la literatura psicológica, y creo que toda literatura en
el fondo lo es. Los hechos son facetas o modos para mostrar un personaje. Juan
Ramón Jiménez dijo que podía imaginar un Quijote con otras aventuras que no
fueran las del libro. Yo creo que lo importante en el Quijote es el carácter de
Alonso Quijano y de Sancho. Pero podemos imaginar otras ficciones. Y de eso se
dio cuenta Cervantes cuando escribió la segunda parte, que me parece muy
superior a la primera. Lo que encuentro mal es que la literatura venga a
confundirse con el periodismo o con la historia. Me parece que la literatura
debe ser psicológica y debe ser imaginativa. Yo, por lo menos, cuando estoy
solo, tiendo a pensar y a imaginar. Pero no sabría decirle —aquí desde luego
interviene mi casi ceguera— el número de sillas que hay en esta habitación. Y,
posiblemente, usted lo sepa ahora sólo si se pone a contarlas.

F.S. ¿Cuándo y dónde aprendió a leer?

J.L.B. Yo no recuerdo ninguna época en que yo no hubiera sabido leer, lo cual


quiere decir que aprendí muy temprano.

F.S. ¿Aprendió en inglés o en español primero?

J.L.B. En español, desde luego. 3 Aunque en casa se hablaban indistintamente


ambos idiomas. Mi madre siempre nos hace bromas a mi hermana y a mí. Nos
dice: "Ustedes son cuarterones". Porque ella es de cepa criolla y mi abuela
paterna era inglesa. Pero una inglesa que conoció del país más que muchos
argentinos, porque mi abuelo, el coronel Borges, 4 fue jefe de las tres fronteras: es
decir, del norte y oeste de Buenos Aires y sur de Santa Fe, después de haber
militado en la Guerra Grande, en el Uruguay, en la división oriental que tomó
el Palomar en la batalla de Caseros, en la Cañada de los Leones, en el Azul, en
la guerra del Paraguay, contra los montoneros de López Jordán... Esa abuela
inglesa mía vivió cuatro años en Junín, es decir, el fin del mundo, porque más
allá de Junín estaba lo que se llamaba "tierra adentro", el lugar donde
dominaban los indios. Sobre todo, donde más estaban los indios era en el pueblo
llamado Los Toldos —que queda cerca de Junín— y se llamaba Los Toldos porque
ahí estaban las tolderías. Y mi abuela me contaba haber conversado con Simón
Coliqueo, con Catriel, con alguno de los Cura.

F.S. Usted, en El Aleph, tiene un relato'5 que trata de una inglesa que había vivido
entre los indios.

J.L.B. Sí, es verdad: eso me lo contó mi abuela. No he agregado nada allí. Cuando
yo empecé a escribir, creí, sin duda bajo el influjo de tantos novelistas del siglo
XIX, que yo tenía que documentarme mucho, y, en cambio, ahora me parece que
cuanto menos intervenga en lo que escribo, mejor. Es decir, si a mí me han
contado un cuento, y si ese cuento me ha impresionado, mejor es contarlo tal
como lo oí, y no buscar circunstancias en libros. Creo que aquí también habla mi
haraganería y el hecho de que, como no veo, tendría que darles mucho
trabajo a otras personas para que me documentaran. Pero creo que un cuento
breve, como los primeros cuentos que escribió Kipling, puede ser un cuento muy
cargado y muy eficaz, y, sin embargo, no exceder de una docena de páginas.

F.S. Claro: usted sostiene inclusive que los cuentos tales como llegan, pulidos por el
tiempo, son los mejores.

J.L.B. Sí, por eso creo que cada año uno oye cuatro o cinco anécdotas muy buenas,
precisamente porque han sido trabajadas. Porque es un error suponer que el
hecho de que sean anónimas signifique que no hayan sido trabajadas. Al
contrario: creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes
que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en
boca, se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De
modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más
trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo,
puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y,
en el primero, por centenares.

F.S. Por aquellos primeros años de su vida, usted, creo, marchó a Europa, a
Suiza.

J.L.B. A Suiza, a Ginebra, una ciudad que quiero mucho, una de las varias
patrias que tengo. ¿Cuáles serían?: Buenos Aires: el barrio de Palermo donde me
crié; el barrio sur, que siempre quise mucho; y luego quiero pensar en Ginebra,
que corresponde a esos años tan importantes de la pubertad y de la adolescencia.
Y ciudades en las que he estado un par de días y quiero mucho, por ejemplo,
Edimburgo, o Copenhague, o Santiago de Compostela, en España. Es raro que me
hayan impresionado más lugares geográficamente modestos. Yo pasé diez días en
Rivera, que tiene un lado brasilero que se llama Sant' Anna do Livramento; fui con
Enrique Amorim. Y veo que en mis cuentos yo tiendo a recordar esos diez días
que pasé en Sant' Anna do Livramento y donde por cierto tuve algo que me
impresionó: a pocos pasos de mí mataron a un hombre de un balazo.

F.S. En 1918 usted estaba en Lugano, ¿no es cierto?


J.L.B. Sí, y me acuerdo de que atravesábamos la plaza con mi padre. Mi padre me
dijo: "Vamos a ver qué dice el pizarrón" (de no sé qué diario). El pizarrón daba
la noticia —ya esperada, por lo demás— de que los alemanes habían capitulado.
Fuimos al hotel y mi padre le dio la noticia a mi madre. Dijimos: "Qué suerte, ha
concluido la guerra, ha concluido victoriosamente".

F.S. Y por ese entonces se produjo en Rusia la revolución comunista.

J.L.B. Así es, y yo escribí poemas dedicados a la Revolución Rusa, 6 que desde
luego no tiene nada que ver con el imperialismo soviético actual. Veíamos a la
Revolución Rusa como una suerte de principio de paz entre todos los hombres. Mi
padre era anarquista, spenceriano, lector de El hombre contra el estado, y recuerdo
que, en uno de los largos veraneos que hicimos en Montevideo, me dijo mi padre
que me fijara en muchas cosas, porque esas cosas iban a desaparecer y yo
podría contarles a mis hijos o a mis nietos —no he tenido hijos ni nietos— que yo
había visto esas cosas. Que me fijara en los cuarteles, en las banderas, en los
mapas con distintos colores para los distintos estados, en las carnicerías, en las
iglesias, en los curas, en las aduanas, porque todo eso iba a desaparecer, cuando
el mundo fuera uno y se olvidaran las diferencias. Hasta ahora no se ha cumplido
la profecía, pero espero que se cumpla alguna vez. Pero le reitero que a la
Revolución Rusa yo la veía como un principio de paz entre todos los hombres,
como algo que no tiene nada que ver con el actual imperialismo soviético.

F.S. Tengo entendido que esos poemas no están recogidos en libro.

J.L.B. Esos poemas los destruí porque eran muy malos además.

F.S. Y usted tenía dieciocho o diecinueve años.

J.L.B. Sí, y yo trataba de ser moderno, y quería ser un poeta ex presionista. Ahora
ya no creo en las escuelas literarias: creo en los individuos.

F.S. En 1919 usted estaba en España y formó parte del grupo del ultraísmo.

J.L.B. Sí, ese grupo lo fundó Rafael Cansinos Asséns y yo ya me daba cuenta de
que él lo había hecho un poco irónicamente. Fue un poco una broma como la
polémica de Florida y Boedo, por ejemplo, que veo que se toma en serio
ahora, pero —sin duda Marechal ya lo habrá dicho 7— no hubo tal polémica ni
tales grupos ni nada. Todo eso lo organizaron Ernesto Palacio y Roberto
Mariani. Pensaron que en París había cenáculos literarios, y que podía servir
para la publicidad el hecho de que hubiera dos grupos enemigos, hostiles.
Entonces se constituyeron los dos grupos, En aquel tiempo yo escribía poesía
sobre las orillas de Buenos Aires, los suburbios. Entonces yo pregunté: "¿Cuáles
son los dos grupos?". "Florida y Boedo", me dijeron. Yo nunca había oído
hablar de la calle Boedo, aunque vivía en Bulnes, que es la continuación de
Boedo. "Bueno", dije, "¿y qué representan?". "Florida, el centro, y Boedo sería las
afueras". "Bueno", les dije, "inscríbanme en el grupo de Boedo". "Es que ya es
tarde: vos ya estás en el de Florida". "Bueno", dije, "total, ¿qué importancia
tiene la topografía?" La prueba está, por ejemplo, en que un escritor como
Arlt perteneció a los dos grupos; un escritor como Olivari, tam bién. Nosotros
nunca tomamos en serio eso. Y, en cambio, ahora yo veo que lo han tomado en
serio, y que hasta se toman exámenes sobre eso. Sin duda, Marechal habrá dicho
esto mismo.

F.S. Marechal dijo que esos dos grupos eran más vitales que lite rarios, porque,
según él, era más importante que Oliverio Girondo dirigiera el tránsito en Callao
y Corrientes que lo que escribía.

J.L.B. Es que Oliverio Girondo, como escritor, nunca contó mucho. Oliverio
Girondo financió la revista Martín Fierro, pero la obra personal de él... Yo no
creo que él le haya dado ninguna importancia tampoco. Creo que a él le
interesaba más la tipografía, la imprenta. Lo que él escribía, ¿qué era? Más o menos
greguerías, en fin... No sé: no era un poeta importante como Horacio Rega
Molina, digamos, o como Norah Lange. Norah Lange tiene un libro, Cuadernos
de infancia, que es un libro ¡pero lindísimo realmente!, recuerdos de Mendoza.
Oliverio también tomó eso como una especie de broma. Oliverio había vivido
mucho en París. Creo que, como Güiraldes, fue de los niños-bien que llevaron el
tango a París y que consiguieron que el pueblo de Buenos Aires lo acep tara.
Porque el pueblo de Buenos Aires no quería aceptar el tango. Yo, de chico —me
he criado en un barrio pobre, en Palermo, el barrio de Carriego—, he visto
bailar con corte a los hombres en las esquinas. Porque ninguna mujer iba a bailar
eso, porque sabían que era un baile infame: lo que Lugones llamó "reptil de
lupanar". Cuando supieron que eso lo bailaba la gente-bien, entonces la gente se
resignó y lo bailó, pero fue muy resistido por el pueblo el tango, porque lo
veían como un baile de gente de mala vida. Pero era muy distinto, porque era
un baile muy alegre, muy movido, con figuras... obscenas, ¿francamente, no?
En París lo adecentaron mucho, lo entristecieron y después vinieron personas
que se encargaron ya de cambiarlo. Por ejemplo, La cumparsita ya corresponde a
ese cambio. También Gardel, que no tiene nada que ver con la manera vieja de
cantar el tango. En cuanto a los orígenes del tango, me han interesado. Yo he
conversado con Saborido, autor de La morocha y de Felicia; he conversado con
Ernesto Ponzio, autor de El entrerriano y creo que de Don Juan;8 he conversado
con don Nicolás Paredes, que fue caudillo en Palermo; he conversado con un
tío mío que era niño-bien calavera; he conversado con gente de Montevideo, de
Rosario. Y con Marcelo del Mazo conversé también. Y todos me han dado el
mismo origen. La topografía varía porque, naturalmente, en Rosario se prefiere
suponer que es rosarino; en Montevideo, que es montevideano; en Buenos Aires,
que es porteño. Pero en todo caso, el origen es el mismo. Son las casas de mala
vida. Es decir, que no surge del pueblo tampoco. Surge de ese ambiente mixto
de niños-bien calaveras y de rufianes. Y eso puede demostrarse, según he
escrito más de una vez —pero lo puedo repetir para un libro como éste—
mediante los instrumentos. Si el tango hubiera sido popular, entonces el
instrumento sería la guitarra, que es lo que se oía en todos los almacenes antes.
No piano, flauta y violín, que ya son instrumentos más caros. Y luego se agregó el
bandoneón. Y luego, ya en la Boca —claro, un barrio casi exclusivamente genovés
—, al tango lo hicieron muy sentimental: italiano, en el sentido la crimoso de la
palabra. Pero el origen se ve por los instrumentos. Y esto lo tenemos en el poema
de Marcelo del Mazo: 9

Cuando el ritmo de aquel tango les marcó un compás de espera,


como sierpes animadas por un vaho de pasión,
se anudaron... Y eran gajos de una extraña enredadera
florecida entre la lluvia de los dichos del salón.

—¡Aura, m'hija! —aulló el compadre, y la fosca compañera


ofreció la desvergüenza de su cálido impudor,
azotando con sus carnes como lenguas de una hoguera
las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor.

Es decir, de aquel rufián, ¿no?

Persistieron en un giro; desbarraron los violines


y la flauta dijo notas que jamás nadie escribió.
Pero iban blandamente, a compás, los bailarines,
y despacio, sin saberlo, la pareja se besó...

Usted ve: flauta y violín. Si el tango hubiera sido popular, el instrumento habría
sido la guitarra, que fue el instrumento de la milonga y del estilo. Sin embargo,
no creo que se haya usado nunca la guitarra; o la habrán usado últimamente. El
bandoneón vino mucho después, desde luego.

F.S. Cuando usted escribía sus primeros poemas y vivía Lugones, ¿qué opinaba él de
sus versos?
J.L.B. No le gustaban nada. Y creo que tenía toda la razón. Pero, al mismo
tiempo, había algo más importante para mí: creo que él me apreciaba
personalmente, y eso es mucho más importante, ¿no? Y la prueba está en que yo
me permití algunas impertinencias ¡imperdonables! con Lugones. Creo que yo lo
hacía un poco para librarme de la gravitación de Lugones, que es lo que le pasó a
toda mi generación. Pues nosotros cometimos la puerilidad de decir que la
poesía constaba de un elemento esencial: la metáfora. Eso habrá ocurrido hacia
1925, digamos. Y nosotros olvidábamos que Lugones había hecho exactamente lo
mismo y se había arrepentido de eso, y había hecho mejores metáforas que
nosotros el año 1909 en el Lunario sentimental, donde él agrega dos elementos:
los metros nuevos y la rima variada. En general, yo no creo en ninguna escuela que
empieza empobreciendo las cosas. Y creo que el error del ultraísmo —salvo que el
ultraísmo no tiene ninguna importancia— fue el de no haber enriquecido, el de
haber prohibido simplemente. Por ejemplo: casi todos escribíamos sin signos de
puntuación. Hubiera sido mucho más interesante inventar nuevos signos de
puntuación, es decir, enriquecer la literatura. Reducir la literatura a la metáfora:
pero, ¿por qué a la metáfora? La metáfora es una de las tantas figuras retóricas;
luego ya está definida por Aristóteles, etcétera. Creo que uno de los errores del
ultraísmo fue el de querer hacer una revolución empobreciendo el arte. Hu biera
sido mejor que inventáramos signos nuevos de puntuación, cosa que hubiéramos
podido hacer fácilmente. O no sé si fácilmente; pero hubiéramos podido intentar.
En cambio, la nuestra fue una revolución que consistía ¿en qué?: en relegar la
literatura a una sola figura, la metáfora. Eso ya lo había hecho Lugones y ya se
había arrepentido de hacerlo. Y yo recuerdo que todos nosotros nos
dedicábamos a hacer poemas sobre la luna y sobre los atardeceres, sin duda
influidos por Lugones. Y, una vez escrito el poema, buscábamos el texto de
Lugones, el Lunario, y ahí estaba nuestra metáfora mejor dicha que por nosotros.
Y se nota el influjo de Lugones en todo el movimiento. Un libro que yo admiro,
como Don Segundo Sombra, es un libro inconcebible sin El payador de Lugones,
pues corresponden más o menos al mismo estilo, al mismo tipo de metáforas y de
imágenes. Pero estoy viendo que, sin duda, todo esto ya lo habrá dicho
Marechal.

F.S. Él contó algo parecido: una polémica que tuvo con Lugones y...

J.L.B. Bueno, pero la polémica supongo que habrá sido unilateral, porque Lugones
no creo que se diera cuenta de que había tal polémica.
F.S. Marechal dice que él cantó su mea culpa dedicándole su Laberinto de amor,
en el cual respetaba todos los principios de métrica y rima, pero que Lugones ni
se dignó contestarle. 10

J.L.B. Pero es que a Lugones no podía interesarle una revolución hecha de ecos de
él, y ecos de los cuales él se había arrepentido, porque, al final de todo, el Lunario
sentimental no agota la obra de Lugones. Ahí están las Odas seculares; ahí están
Las horas doradas; ahí está ese libro de cuentos fantásticos, Las fuerzas extrañas;
ahí está la Historia de Sarmiento; ahí está El payador, que es una especie de
recreación del Martín Fierro.

F.S. Y ustedes, ¿cómo sentían a un poeta algo anterior, como era Enrique
Banchs?

J.L.B. ¡Como un gran poeta! ¿Cómo no íbamos a sentirlo así? ¡Si sabíamos de
memoria sus poemas!

F.S. ¿Y por qué entonces atacaban a Lugones y no a Banchs, siendo que Banchs
era, por lo menos en cuanto a los metros, clasicista?

J.L.B. El caso de los dos era totalmente distinto. Lugones era un hombre de una
personalidad poderosa. Y en cambio Banchs, siendo quizá mayor poeta que
Lugones —si es que se puede comparar a los poetas—, es un poeta que sólo
puede definirse por la perfección. Lugones influye en sus contemporáneos,
influye en sus sucesores: un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada sería
inconcebible sin Lugones y sin Darío. En cambio, la obra de Banchs —aunque con
algunos reflejos del modernismo— es una obra que no ha ejercido ninguna
influencia. Quiero decir: si no existiera La urna —porque los otros libros de
Banchs no me parecen importantes: Las barcas, El cascabel del halcón, El libro de
los elogios, y menos aún la prosa—, el mundo sería más pobre porque habríamos
perdido la belleza de esos sonetos. Porque esos sonetos son meramente
perfectos. Tanto es así, que es muy fácil —muy fácil no: es posible— hacer una
parodia de Lugones, pero no creo que pueda hacerse una parodia de Banchs.
Porque Banchs es un poeta que no tiene un estilo en el sentido de un vocabulario
determinado: los ruiseñores, o las tardes, o las soledades de Banchs son temas
que corresponden a toda la poesía lírica, a la poesía elegíaca. En cambio —voy a
buscar el más humilde de los ejemplos—, creo que es muy fácil hacer una parodia
mía y yo me dedico a hacerla, porque ya se sabe que lo que yo escribo es un
repertorio de juegos con el tiempo, de espejos, de laberintos, de puñales, de
máscaras.
F.S. Y de compadritos y de heresiarcas.

J.L.B. Y de compadritos y de heresiarcas, como dijo Ernesto Sábato11. Y en


cambio, en Banchs, ¿qué tenemos? Tenemos un hombre que tuvo la suerte de que
una mujer no lo quisiera en 1911. Y esa desventura personal nos ha dejado La
urna, lo cual ya es dejar. De modo que a Banchs lo veíamos como intemporal.
Era un poeta que queríamos mucho, y escribir contra él hubiera sido tan absurdo
como escribir contra Keats o como escribir contra Garcilaso. No hubiera tenido
sentido.

F.S. Ya que ha hablado de parodias, ¿usted leyó Homicidio filosófico, 12 ese


cuento en que Conrado Nalé Roxlo escribe a la manera de Jorge Luis Borges?

J.L.B. No, no leí esa parodia. Además, no me gustan las parodias. Lugones dijo:
"La parodia, género de suyo pasajero y vil", lo cual es demasiado, sin ninguna
duda. Sobre todo que Lugones usó esa frase contra el Fausto de Estanislao del
Campo, que tiene otras virtudes que no son paródicas.

F.S. ¿Cuándo, dónde y cómo conoció a Macedonio Fernández?

J.L.B. Macedonio Fernández era muy amigo de mi padre. Se habían propuesto


fundar una colonia anarquista en el Paraguay. Mi padre se casó el año 98 y no
participó en la colonia. De modo que Macedonio Fernández pertenece a mis
primeros recuerdos. Cuando volvimos de Europa, en 1920 ó 21, en el puerto
estaba Macedonio Fernández esperándonos.

F.S. ¿Y cómo era él?

J.L.B. Era un hombre gris, un hombre de muy pocas palabras, un hombre


modesto. Vivía en casas de pensión del barrio de los Tribunales o del barrio de
Balvanera —el Once—, donde había nacido. Era abogado. Fumaba, mateaba,
pensaba, escribía con mucha facilidad y sin darle ninguna importancia a su obra
literaria. Y era el conversador más admirable que yo he conocido.

F.S. Y como literato, ¿considera importante su obra?

J.L.B. No puedo decirlo. Porque, cuando yo lo leo, lo leo con la voz de


Macedonio, y hasta poniéndome la cara de Macedonio. No sé si, leído por
quienes no lo conocieron, queda algo. Por ejemplo, Bioy Casares —que, para mí,
es uno de los primeros escritores argentinos— me dijo que él nunca había
encontrado nada bueno en Macedonio. Pero es porque no lo había conocido: si lo
hubiera conocido, lo habría entendido. Macedonio tenía la mala costumbre de
inventar neologismos inútiles. Por ejemplo, en lugar de decir que la poesía es una
de las bellas artes, decía "la poesía es belarte". Luego, nos aconsejaba a los
escritores que firmáramos nuestros libros: Fulano de Tal, Artista de Buenos Aires.
Y boberías como ésas, ¿no? Además, como él creía mucho en Buenos Aires,
pensaba que el hecho de que alguien fuera popular era una prueba de que valía,
porque "¿cómo iba a equivocarse Buenos Aires?" Parece un argumento muy
raro, pero él realmente creía en eso. Por ejemplo: yo le dije que lo había visto
representar a Parravicini y que me parecía muy malo. Macedonio nunca lo había
visto, pero el hecho de que fuera popular le bastaba. "¿Cómo no va a ser bueno
un artista que es popular? ¿Cómo va a equivocarse Buenos Aires?" Y hasta recuerdo
esta frase. Macedonio me dijo: "¿Has visto lo que significa el saber que lo van a
leer a uno en Buenos Aires? ¡Ahora hasta los gallegos son inteligentes! Mira a
Unamuno: lo último que ha publicado no es malo, pero, ¿por qué? Porque sabía que
iban a leerlo en Buenos Aires". Una frase absurda: ¿cómo una persona va a
escribir mejor o peor porque piense en quién va a leerlo?

F.S. Ahora que usted nombró los neologismos de Macedonio, me viene a la


memoria la figura de Xul Solar. ¿Cómo era Xul Solar?

J.L.B. Xul Solar era completamente distinto. Xul Solar abundaba en


neologismos, pero estaban hechos según un plan, con la idea de enriquecer la
lengua española. No eran caprichosos como los de Macedonio. Xul Solar
encontraba —creo que con razón— que el idioma español era demasiado largo y
que había que darle la brevedad del inglés. Xul Solar era otra cosa: Xul Solar era
un místico, era un visionario, era un pintor. No se parecía en nada a Macedo nio.
Cuando se trataron ocasionalmente, no congeniaron. Además, Xul Solar era muy
lector: le interesaba mucho la filología. Y Macedonio Fernández creía más bien en
las virtudes de la meditación solitaria. Bastaba decirle a Macedonio que algo lo
había dicho una persona de otro país o de otra época, para que lo rechazara.
Yo le dije una vez que me interesaba la mitología escandinava, y él me dijo: "La
mitología escandinava será... como la mitología del conventillo de enfrente". A él le
gustaba mucho, y a mí también me gusta, el Fausto de Estanislao del Campo. Pero
la razón que él daba es que es una obra que muchas señoras saben de memoria.
Le daba mucha importancia a la opinión de las mujeres. En cambio, cuando
alguien le habló del Martín Fierro, dijo: "Salí de ahi con ese calabrés rencoroso".
Pero eso corresponde también a una época en que se veía el Martín Fierro como
una compadrada y el Fausto como una broma agradable, y enternecida muchas
veces. Pero quiero dejar claro que no se llevaban bien juntos, que no tenían nada
que ver el uno con el otro. Se habrán encontrado alguna vez, pero no se buscaban.
Creo que cada uno veía al otro como un equivocado, posiblemente como un loco.
F.S. ¿Usted tiene idea —no sé si la habrá leído— de que en la novela Adán
Buenosayres, de Marechal... ?

J.L.B. No, no la he leído porque me dijeron que se hablaba de mí. Y como yo no


leo lo que se escribe sobre mí... Yo le dije a Alicia Jurado, de quien soy muy
amigo: "Mira, no voy a leer tu último libro porque es sobre mí, y como el tema
no me interesa, prefiero leer cualquier otra cosa".

F.S. Sí, pero en ese libro usted es un personaje más, y bajo otro nombre.13

J.L.B. Sí, pero supe que estaba, y entonces preferí evitarlo.

F.S. Yo le hice la pregunta porque quería saber qué sensación le causaba —a


usted, que ha creado tantos entes de ficción— haberse convertido a su vez en
personaje de novela.

J.L.B. No sé, porque no he leído el libro. Además, Marechal se hizo nacionalista, y


eso nos apartó. Creo que después se hizo peronista también. La última vez que lo
vi creo que fue en casa de Victoria Ocampo, y, al salir, él me dijo: "¿Usted sabe,
Borges, que a mí nunca me ha interesado lo que usted ha escrito?" Yo le dije:
"Bueno, a mí tampoco me interesa lo que yo escribo: escribo lo que puedo, nada
más. En cambio, a mí hay muchos versos suyos que me han gustado. De modo
que estamos de acuerdo: posiblemente usted me dirá que lo que usted escribe es
malo, porque casi siempre los escritores suelen pensar eso". Creo que ésa fue la
última que hablé con él.

F.S. ¿Cuánto hace de eso?

J.L.B. No recuerdo la fecha.

F.S. ¿Y ustedes no se tuteaban, siendo tan jóvenes cuando se conocieron?

J.L.B. Posiblemente nos tuteáramos.

F.S. Y después se trataron de usted.

J.L.B. No, no: posiblemente nos tuteáramos también en esa ocasión. Yo no lo


recuerdo. El que puede hablarle más de Marechal es Bernárdez, que fue amigo de
él. O Norah Lange. Pero yo de Marechal no puedo darle ningún dato. Claro que
tiene versos muy lindos, desde luego:
No niegues a tu padre, Leopoldo Marechal...

Y los poemas sobre el domador, 14 muy lindos también.

F.S. ¿Qué ha perdido la literatura argentina con la muerte de Leopoldo


Marechal?

J.L.B. Bueno, pero si usted me pregunta eso, es porque usted cree que la obra de
Leopoldo Marechal no basta.

F.S. No. Sólo lo digo en el sentido de que para escribir obras hay que estar
vivo.

J.L.B. Yo creo que Marechal era un buen poeta. La obra en prosa de él no la


conozco. Creo que, dentro de esa retórica que él usaba, era un excelente poeta.
O que era un poeta muy diestro, más bien.

F.S. Con un gran dominio de la técnica.

J.L.B. Sí, pero eso no es disminuir sus méritos. Es un tipo de poesía: podría decirse
lo mismo de buena parte de la obra de Lugones y de Rubén Darío también, que
tienen virtudes técnicas más que de otra clase. Ahora, Marechal y yo
personalmente nos conocimos poco. Creo que estuve una vez en casa de él, en
Villa Crespo, y después de eso... Recuerdo que Alfonso Reyes había fundado
una revista, llamada Libra,15 y me invitó a mí a colaborar en la revista. Pero, como
en esa revista colaboraban muchos nacionalistas y yo sé que a la gente le gusta
simplificar, le escribí una carta a Reyes diciéndole que yo me sentía muy honrado
con su invitación, pero que no podía aceptarla, porque, si yo colaboraba junto a un
grupo de jóvenes escritores argentinos nacionalistas, naturalmente la gente me
vería a mí también como un nacionalista. Y, como no soy nacionalista ni quiero
que me tomen por tal, le dije a Reyes que prefería no colaborar en la revista
Libra, y él me contestó —no sé si aún guardo la carta por ahí— diciéndome que era
una lástima que yo pensara así, pero que él comprendía mis razones y
recordándome que me esperaba a cenar el domingo siguiente. Posiblemente obré
mal, pero, como en aquel momento yo era bastante menos conocido que ahora,
yo sabía que si veían mi nombre junto al nombre de Marechal o al nombre de
Bernárdez —que también era nacionalista en aquel momento—, la gente iba a
meternos en le même panier, como dicen los franceses.

F.S. ¿Qué recuerdos guarda de Güiraldes?


J.L.B. Fue muy rara la carrera de Güiraldes. La gente lo veía como un discípulo
de Lugones, por El cencerro de cristal, donde se nota evidentemente la influencia
del Lunario. Luego publicó Don Segundo Sombra: cayó sobre él una brusca gloria,
y, en seguida, como una especie de contraste dramático, así un poco burdo, el
viaje a París y el cáncer y la muerte. Don Segundo Sombra está hecho como una
especie de elegía de la vida gauchesca desaparecida. Enrique Amorim escribió El
paisano Aguilar; Enrique Amorim se había criado en la frontera del Uruguay con el
Brasil, se había criado entre gauchos, y, como toda persona que se ha criado entre
gauchos, no tenía una idea romántica del gaucho. En cambio, Güiraldes escribió
con recuerdos de infancia, con nostalgias de infancia, y pensando que ese tipo de
vida había desaparecido. Pero hay una circunstancia geográfica también.
Güiraldes escribió en el norte de la provincia de Buenos Aires, en un lugar ya
invadido —salvo que la palabra sea errónea— por las chacras italianas y
españolas, y en que la ganadería estaba desapareciendo. En cambio, Amorim se
crió en el norte del Uruguay, en una región puramente ganadera. Y a este
respecto, recuerdo una anécdota. Yo estaba con Amorim en un pueblo cerca de la
frontera del Brasil, y había unas cuadreras, y yo veía unos ¡trescientos paisanos! Y,
con un candor del todo porteño, con una ingenuidad del todo porteña, le dije a
Amorim: "¡Pero, caramba! ¡Trescientos gauchos!" Entonces él me miró con
sorna, porque él se había criado en Tangarupá, entre gauchos. "Bueno", me dijo,
"ver trescientos gauchos aquí, es como ver trescientos empleados de Gath &
Chaves en Buenos Aires". Es el tipo de broma que no hubiera hecho Güiraldes,
porque él tenía una idea romántica del gaucho. Lo veía como algo perdido y con
lo precioso de todo lo perdido y con la pátina del tiempo además. Usted ve que en
Don Segundo Sombra no sabemos casi nada de don Segundo. Y no lo sabemos
porque Güiraldes no lo sabía tampoco. Es un personaje que aparece respetado
por los demás, y que no sabemos si es realmente el personaje que cree el chico,
o si es un impostor que está haciéndole una broma al chico que cuenta la historia.

F.S. Vayamos ahora al tema de la lengua nacional. Usted, en 1928, publicó El


idioma de los argentinos, ¿no?

J.L.B. Sí, pero es un error. Creo que ahora debemos acentuar nuestras afinidades y
no nuestras diferencias. Creo, por ejemplo, que la Academia Argentina se equivoca
al coleccionar regionalismos. Creo que lo importante es olvidar los regionalismos
y recordar que tenemos la suerte de participar en uno de los idiomas más
difundidos del mundo. Y es una lástima que existan los catamarqueñismos,
porteñismos, andalucismos, catalanismos. Y recuerdo una anécdota bastante
buena de Arlt, a quien conocí algo, pero no mucho. Los hermanos González Tuñón
lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó —es la única
broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él—:
"Bueno", dijo, "yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos,
y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas", como indicando que el
lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de
tango. "Yo me he criado entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas
cosas": y yo que he conocido algo a los malevos, he observado —cualquiera
puede observarlo— que casi nunca usan el lunfardo. O no sé: usarán una
palabra de vez en cuando. Por ejemplo:

Era un mosaico diquero,


que yugaba de quemera... 16

Si alguien hablara así, pensaríamos que se ha vuelto loco; o que está ensayando
una broma. Porque nadie habla así. Todo ese lenguaje de las letras de tango, que
tomó en serio Américo Castro, es un juego literario no más.

F.S. Ahora que usted nombra a Américo Castro, me acuerdo de que usted
tiene un artículo llamado El arte de injuriar. Luego, al parecer, llevó esa teoría a la
práctica en Las alarmas del doctor Américo Castro.

J.L.B. Es cierto. Pero luego yo me encontré con Américo Castro en Princeton. Él se


acercó a mí, cada uno insistió en que el otro tenía razón, y yo le dije: "Usted tenía
razón: sus argumentos eran falsos pero proféticos. Ese culto de lo criminal, de lo
vulgar, todo eso culminó después en el peronismo. Usted lo sintió entonces,
cuando nosotros no lo sentíamos y fuimos hasta cómplices de todo eso. Sus
argumentos, desde luego, eran falsos, porque, para estudiar el modo de hablar
de un país, es mejor fijarse en cómo habla la gente y no en cómo hablan los
personajes de los sainetes, que son un género humorístico, un género paródico.
Pero usted tenía razón. En mi país se ha dado un culto de lo plebeyo, y de lo falso
plebeyo además, del todo ajeno a la realidad". Y ya Sarmiento ha bía señalado
que el lenguaje de los poetas gauchescos era mucho más bárbaro que el de los
gauchos. Pero ellos lo hacían porque escribían para lectores cultos a quienes les
hacía gracia que una persona hablara así. Ya Sarmiento señaló eso: señaló que el
lenguaje de los gauchos, a quienes él conoció —¿cómo no iba a conocerlos?—, era
mucho más culto que el lenguaje de Ascasubi o de Hernández o de los otros, que
exageraban los barbarismos.

F.S. Tengo entendido que en sus lecturas fueron sucediéndose, desde la


juventud, una cantidad de autores preferidos.
J.L.B. Sí, pero creo que son los mismos. Salvo que yo creía que era más honroso
nombrar a otros. Pero creo que ya desde el principio fueron Wells y Stevenson y
Kipling...

F.S. ¿Y españoles no?

J.L.B. ¿Españoles? Bueno... El Quijote, sí. Y fray Luis de León, también. La


literatura española empezó admirablemente: los romances españoles son
lindísimos. ¿Qué sucedió después? Yo creo que la decadencia de la literatura
española corresponde a la decadencia del imperio español: ya desde que fracasa
la Armada Invencible, ya desde que España no entiende el protestantismo, ya
desde que España queda más lejos de Francia que nosotros, ya desde que el
modernismo se hace a la sombra de Hugo y de Verlaine y en España no se dan
cuenta de eso.

F.S. Según eso, ¿Quevedo y Góngora estarían dentro de la primera época de


decadencia española?

J.L.B. No hay ninguna duda. Ya en ellos hay una especie de rigidez y de tiesura
que no hay, por ejemplo, en fray Luis de León. Cuando usted lee a fray Luis, se
da cuenta de que era mejor persona que Quevedo o que Góngora, que eran
personas vanidosas, barrocas, que querían asombrar al lector. Y ellos eran un
poco menores de edad, comparados con fray Luis. Pero mire, por ejemplo, las
Coplas de Manrique. ¡Un gran poema son! Y no están hechas para asombrar a
nadie. ¿Por qué a mí me parece mejor poeta fray Luis de León que Quevedo? No
linealmente: Quevedo, sin duda, tiene más invenciones verbales. Pero, al mismo
tiempo, uno siente que fray Luis de León era mejor persona que Quevedo.
Quevedo, si hubiera vivido ahora, ¿qué hubiera sido? Hubiera sido franquista,
desde luego. Hubiera sido nacionalista. En Buenos Aires hubiera sido
peronista. Era una persona que no entendió nada de lo que ocurrió en su
época. Por ejemplo, no se dio cuenta del protestan tismo, que era importante.
Ni siquiera se dieron cuenta del descubrimiento de América. A todos ellos les
interesaban más las desastrosas guerras y derrotas que llevaban en Flandes, que
este mundo. Y Montesquieu se dio cuenta de eso. Dijo: "Las Indias son lo principal;
la España sólo es lo accesorio": L’Espagne n'est que l'accessoire. Y ningún español
se dio cuenta de eso. Creo que Cervantes tampoco. Cervantes estaba más
interesado en las guerras de Flandes, que fueron desde luego desastrosas, porque
fueron derrotados por gente que ni siquiera eran soldados.

F.S. ¿Y qué piensa de la literatura medieval española, por ejemplo, el Poema del
Cid o el Arcipreste de Hita?
J.L.B. El Cid me parece un poema muy pesado y de escasa imaginación. Usted
piense, siglos antes, en el aliento heroico que hay en la Chanson de Roland. Usted
piense en la poesía épica anglosajona y en la poesía escandinava. El Cid realmente
es un poema muy lento, hecho con una gran torpeza.

F.S. ¿Y el Arcipreste de Hita?

J.L.B. No creo que sea un autor muy importante. Ahora, san Juan de la Cruz sí:
es un gran poeta, desde luego. Y Garcilaso, también. Pero Garcilaso, ¿qué era?: era
un poeta italiano extraviado en España. Tanto es así, que sus contemporáneos no lo
entendían. Castillejo, por ejemplo, no llegó nunca a sentir —como lo recuerda
Lugones y lo recordó también Jaimes Freyre— la música del endecasílabo. Estaban
acostumbrados al octosílabo, como los payadores. Y luego tenemos el siglo XVIII
español: es pobrísimo. ¡El XIX es una vergüenza!: España no tiene un novelista
como el portugués Eça de Queiroz, por ejemplo. Y actualmente los poetas
importantes que ha dado España proceden todos del modernismo, y el modernismo
les llegó de América. Y la prosa castellana ha sido renovada por Groussac y por
Reyes.

F.S. ¿Usted lo conoció personalmente a Groussac?

J.L.B. No, nunca me atreví a conocerlo, porque sabía que lo que yo escribía era
muy malo y sabía además que él era un hombre muy severo. Puedo contarle una
anécdota de Groussac. Fueron a hacerle una entrevista. Primero le preguntaron
qué estaba haciendo. Dijo: "¿Qué puedo hacer yo en un país en que Lugones
es helenista?" Le hablaron de Don Segundo Sombra. Dijo: "Un libro cimarrón
escrito por un hombre de sociedad, pero tiene que estirar" —re editando
alguna broma contra Hernández, sin duda, o contra Estanislao del Campo—,
"tiene que estirar el poncho para que no le vean la levita". Y digo reeditando
una broma porque la levita ya no se usaba en 1926. Luego le hablaron de
Ricardo Rojas: "Cultor del floripondio", etcétera. Lo despreciaba profundamente.
De los escritores gauchescos opinaba mal de todos. A Estanislao del Campo lo
llamaba "payador de bufete". (Groussac ha contado que estuvo en casa de Víctor
Hugo, que trató de emocionarse pensando: "Aquí estoy en casa de Hugo, todo
esto pertenece a su vida, a su memoria... " "Sin embargo", dice, "me sentía tan
tranquilo como si estuviera en casa de José Hernández, autor de Martín
Fierro".) Y siguieron así, mencionando autores, y él descartándolos a todos. Al
final le hablaron de un escritor a quien yo no ad miro y a quien él admiraba —
pero era amigo personal de él—: Enrique Larreta. Entonces él simuló cierta
sorpresa y dijo: "¡Ah! ¿Pero también vamos a hablar de literatura hoy?", como si
ninguno de los otros tuviera ningún valor literario.

F.S. Quiere decir que sería terrible Groussac.

J.L.B. Parece que sí. Murió en la habitación de al lado. Porque aquí estaba el
dormitorio de él. La familia vivía arriba.
SEGUNDA CONVERSACIÓN

El paraíso de Borges - Johannes Brahms ayuda al doctor H. Bustos Domecq -


Deportes estúpidos - Páginas en borrador - El intraducible Shakespeare - Chismes
de José Mármol - Importancia de Eça de Queiroz - Enrique Banchs, exterminador de
hormigas - Los epitafios martinfierristas - Una feliz errata de Andrés Selpa - La
fantasía de Fernando Quiñones

F.S. Si usted tuviera que definir qué fue la literatura en su vida, ¿qué diría?

J.L.B. Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por
eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al
principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos
importante que el otro— tendría también el destino de escritor. Y recuerdo un
poema mío, el Poema de los dones, poema que escribí cuando me nombraron
director de la Biblioteca Nacional, el año de la Revolución Libertadora.
Comprobé que me rodeaban setecientos mil libros y que ya no podía leerlos. En
ese poema, comparo mi destino con el de Groussac, y digo:

Yo, que me figuraba el Paraíso


bajo la especie de una biblioteca.

Así como otros han imaginado el Paraíso como un jardín, por ejemplo. Para mí, la
idea de estar rodeado de libros ha sido siempre una idea preciosa. Y aun ahora,
que no puedo leer los libros, la mera cercanía de ellos me produce una suerte de
felicidad: a veces, una felicidad un poco nostálgica, pero felicidad al fin.

F.S. Cuando usted empezó a perder la vista, ¿qué encontró en la música?

J.L.B. Soy muy ignorante musicalmente. Si usted me habla de mú sica, yo tiendo


a pensar en los blues, en los spirituals, en las milongas, en los tangos anteriores
a . . . ¿Cómo se llama ese famoso cantante?

F.S. Gardel.

J.L.B. Sí, en los tangos anteriores a Gardel. Puedo referirle una anécdota. Yo
trabajaba —y sigo trabajando— en colaboración con Adolfo Bioy Casares.
Mientras trabajábamos, Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, ponía discos en el
fonógrafo. Al cabo de un tiempo, comprobamos que había ciertos discos que
nos enfriaban o nos molestaban, y ésos eran discos de Debussy o de Wagner.
Y, en cambio, había otros que nos infundían una suerte de fervor, que nos
ayudaban a trabajar, y fuimos averiguando que esos discos eran discos de
Brahms. Y creo que aquí empieza y concluye mi biografía musical. Al mismo
tiempo, he sentido como posiblemente verdadera la sentencia de Pater, según
la cual todas las artes aspiran a la condición de la música: posiblemente,
porque en la música la forma se confunde con el fondo; no podemos vivirla.
En cambio, una novela, por ejemplo, puede leerse y puede contarse después, y
no creo que una melodía sea traducible en otra, aunque sin duda un músico
puede analizarla. Suerte que yo he respetado mucho la música, y la he
respetado tanto, que, aunque he compuesto letras de milongas, siempre me
pareció un poco absurdo que se agregaran palabras a la música, porque la
música me parece un lenguaje, no sé si más preciso, pero un lenguaje mucho
más eficaz que el lenguaje, que la palabra. Y supongo que a todos los músicos les
pasa lo mismo. Y, además, creo que la poesía tiene su música propia. Por
ejemplo, cuando me dijeron que le habían puesto música a ciertos
composiciones de Verlaine, pensé que a Verlaine lo hubiera indignado esto,
porque la música ya estaba en las palabras. Ahora, en cuanto al hecho de que yo
perdiera la vista, el proceso ha sido tan gradual, que en ningún momento ha
sido vivido. Quiero decir, el mundo ha ido desdibujándose para mí, los libros
han perdido las letras, mis amigos han perdido las caras, pero todo eso ha
durado muchos años. Y, además, yo sabía que ése sería mi destino, ya que mi
padre, mi abuela, mis abuelos y creo que mi tatarabuelo murieron ciegos. Yo
nunca tuve buena vista. Y una prueba de ello es que, si yo pienso en mi niñez,
yo no pienso en el barrio, no pienso en las caras de mis padres. En lo que
pienso es en cosas cercanas y minúsculas. Por ejemplo, creo recordar más o
menos las ilustraciones de las enciclopedias, de los libros de viajes, de Las mil
y una noches, de los diccionarios. Creo recordar con bastante precisión las
estampillas de un gran álbum que había en casa, y todo eso porque era lo
único que realmente veía bien, lo cual corresponde a esa vista minuciosa de los
miopes.

F.S. Ya que usted nombró ese período de su niñez, me gustaría preguntarle si no


compartía las diversiones habituales de la época y, en ese caso, cuáles serían. No
sé... ¿el fútbol, por ejemplo?

J.L.B. El football, en aquella época, estaba relegado a uno que otro colegio inglés,
pero supongo yo que el pueblo no habría oído hablar de él o no le interesaría. En
todo caso, se lo vería como un deporte de algunos niños-bien de colegios de
Lomas o de Belgrano. Y creo que es raro —casualmente anoche yo hablaba de esto
—, es raro que Inglaterra —que yo quiero tanto— suscite bastante odio en el
mundo, y sin embargo no se emplee nunca contra Inglaterra un argumento que
podría emplearse: es el de haber llenado el mundo de deportes estúpidos. Es
raro que personas que no quieren a Inglaterra no le echen en cara haber llenado
el mundo de cricket, de golf —aunque el golf es escocés—, de football. Y creo que
ése es uno de los pecados que podrían achacársele a Inglaterra. Es verdad que
creo que también ha dado algunos juegos de naipes que quizá requieren
inteligencia: el whist o el bridge. Pero que no creo que sean comparables al
ajedrez, por ejemplo. Pero hay otros deportes que yo he practicado, desde luego
sin llamarlos deportes. Yo, de chico, he sido un pasable jinete: como lo han sido
todos los argentinos. En mi biografía figuran caídas del caballo: como en la
biografía de todos los argentinos. Y he sido un buen nadador y un incansable
caminador. Usted ve que yo he nombrado ejercicio del cuerpo que no se
prestan necesariamente a certámenes. Lo que yo encuentro sobre todo malo en
los deportes es la idea de que alguien gane y de que alguien pierda, y de que
este hecho suscite rivalidades. Y hasta sospecho que la mayoría de la gente que
dice que le interesa el football, no le interesa nada, puesto que, si le interesara, no
le importaría quién gana o quién pierde. Que creo que es lo que pasa con el
ajedrez. Hay ciertas partidas de ajedrez que son famosas, y no importa mucho
quién haya vencido finalmente. En cambio, yo me encuentro con personas que
me dicen: "Me gusta el football". Pero resulta que no: lo que ellos quieren es que
gane tal o cual cuadro, lo que me parece del todo ajeno a la idea del juego en
sí. Y eso pude notarlo cuando hubo un famoso partido entre orientales y
argentinos: las personas, antes de que se jugara, ya pertenecían a un bando o a
otro, lo cual me pareció rarísimo, puesto que, antes de haber jugado, ¿cómo
podían saber quiénes iban a jugar mejor o peor, quiénes iban a ser más
fuertes o más hábiles? Pero todo esto, por supuesto, es fomentado
comercialmente. En algún tiempo pudo haber correspondido a una rivalidad entre
los barrios: actualmente, creo que no, porque los jugadores ni siquiera pertenecen a
los barrios de cada cuadro, sino que los venden o los compran. Es del todo
casual. No creo que todos los jugadores de Chacarita Juniors, por ejemplo,
hayan nacido en la Chacarita.

F.S. Con la agravante de que el club Chacarita se mudó íntegro a San Martín.

J.L.B. ¿Ve? Y eso supongo que será aplicable a cualquier otro cuadro.

F.S. ¿Le gustaban esas películas cómicas de Chaplin o de Laurel y Hardy?

J.L.B. Las de Laurel y Hardy vinieron mucho después. Entre las de Chaplin,
siguen gustándome más las primeras que las más ambiciosas que él hizo después.
Por ejemplo, Un rey en Nueva York me parece bastante mala: la película que él
hizo contra Hitler 17 me parece mala también.
F.S. Hace unos días he estado conversando con Raúl González Tuñó n, quien,
conservando una profunda admiración hacia sus tres primeros libros de poemas,
deplora, sin embargo, que usted haya abandonado los temas y el estilo de esas
poesías. Suponiendo que Raúl fuera su fiscal y usted debiera justificarse, ¿qué le
contestaría?

J.L.B. Creo que la acusación es falsa. En cuanto al estilo, lo he modificado


purificándolo para hacerlo más directo y más sencillo. En aquel tiempo yo todavía
creía un poco en el ultraísmo, en la idea de Lugones de que había que inventar
metáforas nuevas. En cambio, ahora trato de escribir de un modo llano. Y, en
cuanto a los temas, creo no haber cambiado. En todo caso, releyendo mis
primeros libros de versos, veo que hay muchos poemas que deben de ser
borradores de los que he hecho después. Por ejemplo, los diversos poemas que yo
he dedicado a mi bisabuelo el coronel Suárez. En el primer libro hay, sobre este
tema, ocho o nueve líneas.18 Luego, en un libro posterior, encontramos Página
para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín, 19 con el que creo haber
agotado el tema. Tengo también un poema a mi abuelo Borges —está en mi
primer libro y está muy mal hecho—; 20 luego lo hice algo mejor 21 y ahora voy a
hacerlo en prosa y creo que lo haré mejor. Los temas de perplejidad filosófica, la
idea del tiempo, la idea del carácter onírico del mundo ya están en Fervor de
Buenos Aires y están también en Elogio de la sombra, por ejemplo. De modo
que creo que no debo defenderme de una acusación que no corresponde a la
realidad. Es decír, no tengo por qué justificar algo que no ha sucedido. Además, di
Giovanni22 ha encontrado afinidades entre textos viejos míos y textos actuales.
Estábamos hace unos días releyendo un cuento 2S donde hay una enumeración de
lo que ve alguien en un espejo mágico que tiene en la palma de la mano, llena de
tinta. Y di Giovanni me dijo: "Aquí está el borrador del cuento El Aleph". Y es
verdad: en esas seis o siete líneas está el borrador del cuento que yo escribiría
después. Cuando estuve en Texas, una muchacha alta, rubia, me dijo: "Cuando
usted escribió el poema El Gólem, ¿usted se propuso utilizar el mismo argumento
de Las ruinas circulares?". Y yo le dije: "No me lo propuse, pero le agradezco mucho
a usted que me haya señalado esa afinidad —que es verdadera—, y ahora se da
el hecho casi mágico de que yo haya viajado desde el fin del mundo, desde
Buenos Aires, hasta Texas, al borde del desierto, y que usted me revele algo que
yo ignoraba de mi propia obra".

F.S. Raúl González Tuñón me mostró un ejemplar de la primera edición de Luna de


enfrente, que usted le dedicó con estas palabras: "Al otro poeta suburbano, Raúl
González Tuñón". ¿Raúl y usted se consideraban los dos únicos poetas suburbanos?
J.L.B. No, no nos considerábamos los únicos. Coincidíamos en que cantábamos las
orillas. Yo no encontré palabra mejor que suburbano, porque orillero era un poco
despectivo, ¿no? Y yo no podía poner "Al otro poeta de Buenos Aires", porque el
poeta de Buenos Aires era Fernández Moreno.

F.S. ¿Le gustan los poemas de González Tuñón?

J.L.B. Ahora los recuerdo muy poco realmente. Él había hecho unos lindos poemas
sobre la guerra civil española,24 y creo que hacía lo español mejor que lo criollo,
¿no? Y es muy natural, porque él es hijo de españoles y sentía mucho más lo
español que lo argentino.

F.S. Usted, que es tan dado a historias de guapos y de malevos, ¿qué opina
de Un guapo del 900, de Eichelbaum?

J.L.B. Ahora tengo un recuerdo confuso, pero recuerdo que, cuando vi esa obra
en el teatro, me gustó. Pero no podría contar el ar gumento. Sí recuerdo que el
personaje me gustó. Yo lo conocí a Eichelbaum, creo que por medio de
Mastronardi, porque los dos son entrerrianos. Eichelbaum debe de haber nacido
tal vez en las colonias judías de Teodoro Hirsch, no estoy seguro.

F.S. ¿Era la zona de Gerchunoff, no?

J.L.B. Probablemente, aunque, en realidad, Gerchunoff nació en Odesa. Pero


el ambiente es el mismo del de Eichelbaum. Ahora, usted ve que ese libro de
Gerchunoff, Los gauchos judíos, tiene un título que no corresponde al texto.
Porque, cuando uno lee el libro, se da cuenta de que esos inmigrantes judíos no
eran gauchos sino chacareros. Y eso se ve en los mismos capítulos, que se titulan
"El surco", "La trilla", etcétera. Eso no tiene nada que ver con el gaucho, que
fue un hombre ecuestre, y no un agricultor.

F.S. ¿Qué representa en su vida la obra de Shakespeare?

J.L.B. Representa mucho, pero, fuera de Macbeth y de Hamlet, corresponde más


bien a memorias verbales que a memorias de situaciones o de personajes. Por
ejemplo, lo que yo más he releído de Shakespeare son los sonetos. Podría citarle
tantos versos... Así como podría citarle también tantas líneas de sus obras
dramáticas... Pienso en Shakespeare sobre todo como un artífice verbal. Lo veo
más cerca, por ejemplo, de Joyce que de los grandes novelistas, donde lo más
importante son los caracteres. Por eso descreo de las traducciones de
Shakespeare, porque, como lo esencial y lo más precioso de él es lo verbal, pienso
hasta qué punto lo verbal puede ser traducido. Hace poco alguien me dijo: "Es
imposible traducir a Shakespeare al español". Y yo le contesté: "Tan imposible
como traducirlo al inglés". Porque si tradujéramos a Shakespeare a un inglés que
no fuera el inglés de Shakespeare, se perderían muchas cosas. Y hasta hay frases
de Shakespeare que sólo existen dichas con esas mismas palabras, en ese mismo
orden y con esa misma melodía.

F.S. Pero esto que usted acaba de decir es, en cierto modo, un bal dón contra
Shakespeare, si nos atenemos a que usted una vez elogió aquellos libros que, como
el Quijote, pueden salir indemnes de las peores traducciones. 25

J.L.B. Sí, la verdad es que yo aquí estoy contradiciéndome. Porque, a propósito,


recuerdo que con Letizia Álvarez de Toledo vimos una representación de Macbeth
en español, hecha por malos actores, con malos escenarios y siguiendo una
traducción pésima, y, sin embargo, salimos muy, muy emocionados del teatro. De
modo que creo que se me ha ido la mano en lo que he dicho antes. Y no tengo
ningún inconveniente en que usted registre esta palinodia mía, porque yo no creo
ser una persona infalible, ni mucho menos, ni siquiera en lo que respecta a mi
propia obra.

F.S. Los lectores suelen creer, tal vez injustamente, que pueden exigirle
determinada conducta literaria a un escritor que admiran. Yo, que he sido
deslumhrado por los relatos de Ficciones y de El Áleph, me atrevo a reprocharle
que en los cuentos de El informe de Brodie haya abandonado aquellas complejas
tramas. ¿Usted qué me contestaría?

J.L.B. Le contesto que lo he hecho deliberadamente, porque, como me dicen


que hay otras personas que están escribiendo ese tipo de textos y, sin duda, lo
harán mejor que yo, he intentado algo distinto. Pero, posiblemente, ésta sea una
razón consciente y, por eso mismo, no demasiado importante. Creo más bien que
hay algo que me ha llevado a escribir cuentos de otro tipo: el estar cansado ya
de espejos, de laberintos, de personas que son otras, de juegos con el tiempo.
¿Por qué no suponer que, cansado de todo eso, yo haya querido escribir cuentos
un poco a la manera de todos?

F.S. Claro, yo eso lo comprendo. Pero, en el caso particular mío, a mí no se me


ocurre volver a leer El informe de Brodie y, en cambio, leo y releo El Áleph (me lo
sé casi de memoria).

J.L.B. Eso puede deberse al hecho de que, cuando yo escribí El Aleph, esa
redacción fue realizada en una suerte de plenitud literaria. En cambio, ahora,
puedo estar declinando, y mis obras actuales pueden corresponder a una
especie de decadencia mía. Lo cual es muy natural, porque biológicamente eso se
explica. En agosto voy a cumplir setenta y dos años, y es muy lógico que lo que
escribo ahora sea inferior a lo que escribí antes. Creo que esta explicación
biológica es una explicación bastante verosímil. Pero, al mismo tiempo, como
tengo el hábito de escribir, sigo haciendo lo que puedo. Ahora, no sé si usted
ha leído un cuento mío que se llama El congreso,26 porque ese cuento yo lo ideé
hace más de treinta años y lo he escrito hace poco. Posiblemente haya una
disparidad en el argumento, que es un argumento desde luego fantástico —pero
no fantástico en el sentido de sobrenatural sino de imposible—, porque
corresponde a una experiencia mística que yo no he tenido. Yo me propuse
referir algo en lo cual yo no creía del todo, a ver cómo me salía.

F.S. Dejando a un lado las simpatías que pueda despertar en usted la


oposición de estos dos escritores a Rosas, ¿usted encuentra al gún valor literario
en la obra de Echeverría y de Mármol?

J.L.B. Sí, Echeverría, por lo tanto, fue —aparte, tal vez, de los viaje ros ingleses—
el primero que vio las posibilidades literarias de la llanura, de los malones, de las
cautivas. Luego, el cuento El matadero me parece un cuento muy bueno. Tan
bueno como el poema La refalosa, de Ascasubi, al que se parece mucho, por otra
parte. Ahora, en el caso de Mármol, aunque él pueda ser fácilmente censurado
página por página y, más aún, línea por línea, es, sin embargo, el que ha
fijado la imagen que todos tenemos de la época de Rosas. Además ha salvado
una cantidad enorme de detalles y chismes de la época, que, gracias a él,
conocemos. Le voy a dar un ejemplo que no es muy importante. Si no hubiera
sido por la Amalia de Mármol, ¿quién sabría ahora que el poeta Juan
Crisóstomo Lafinur frecuentaba los prostíbulos? Nadie. Son pequeños hechos,
pero la historia está hecha de esas petites histoires. Creo que, en general,
cuando decimos el tiempo de Rosas, sin querer estamos citando a Mármol. Y
creo que los mismos que se oponen a él se imaginan el tiempo de Rosas de
acuerdo con Mármol, y no de acuerdo con libros mejores, como, por ejemplo, Rosas
y su tiempo, de Ramos Mejía, que da una imagen más exacta de lo que fue el
tiempo de Rosas.

F.S. ¿Qué opina de la obra de Eça de Queiroz?

J.L.B. Eça de Queiroz es uno de los mayores novelistas del si glo XIX. Recuerdo
que mi padre le llevó a mi madre una versión española de La ilustre casa de
Ramires. Mi madre nunca había oído hablar de Eça de Queiroz (además que ella no
es una persona especialmente literaria). Ella leyó el libro y le dijo a mi padre: "Es
una de las mejores novelas que yo he leído en mi vida". Y yo después he leído sus
novelas en portugués y llegué a esa misma conclusión. Y creo que no es necesario
compararlo con otros escritores de la península ibérica, porque así le damos una
victoria demasiado fácil a Eça de Queiroz, si decimos que es mejor que Galdós, o
que Pereda, o que Valera. No: es un gran escritor. En el siglo XIX, novelistas
iguales a él habrá, pero superiores no.

F.S. ¿Y si lo comparásemos, aunque son entre sí muy diferentes, con Dickens y


con Flaubert?

J.L.B. Dickens se ha creado una especie de mundo, y eso no lo hizo Eça de


Queiroz. Un mundo fantástico —digamos— o, más bien, un mundo grotesco. En el
caso de Flaubert, es evidente su influencia sobre Eça de Queiroz. Y yo creo que El
primo Basilio es muy superior a Madame Bovary, aunque, evidentemente, procede
de Madame Bovary.

F.S. Posiblemente, perjudicó su fama el hecho de haber nacido en Portugal.

J.L.B. Sí, claro, es muy posible que lo haya perjudicado el hecho de ser
portugués.

F.S. Y sí, porque si hubiera sido francés o inglés sería famosísimo.

J.L.B. Con que hubiera sido español sería mucho más conocido. Además, usted
ve que tiene obras muy dispares. Por ejemplo, El mandarín es un espléndido
cuento fantástico, y, al mismo tiempo, humorístico. Y este cuento tiene poco que
ver con La ciudad y las sierras, con El primo Basilio, con Los Maias, con El crimen
del padre Amaro... Y en La ilustre casa de Ramires hay un gran personaje, un poco
ridículo, pero muy querible, un hombre simpático. Pero ahora parece que se
tiende a rehabilitarlo, porque en un suplemento literario del Times se habla de
Eça de Queiroz como uno de los más grandes novelistas del siglo XIX.

F.S. Creo yo que, en todo caso, no han descubierto nada nuevo.

J.L.B. Es cierto, pero, como suele decirse, más vale tarde que nunca. Es mejor que
lleguen ahora a esa conclusión y no que no hayan llegado nunca. Ahora,
posiblemente, sus propios compatriotas lo hayan tenido en poco. Acaso lo verían
como un francés irónico. Me parece bastante probable. Porque, como se entiende
que lo típicamente portugués es la nostalgia, la saudade, cierta melancolía... Y
estas cosas se dan en Eça de Queiroz, pero también se dan cientos de otras cosas.
Entonces es probable que sus compatriotas lo hayan visto como fuera de la
tradición portuguesa. Y esto es verdad, puesto que él escribió más bien dentro de
la tradición de ciertos escritores franceses, sobre todo dentro de la tradición de
Flaubert y de Daudet. Pero eso no nos interesa a nosotros: el hecho es que Eça
de Queiroz es un gran escritor. No cabe ninguna duda sobre eso,

F.S. ¿Es cierto que usted, interrogado en Colombia sobre Jorge Isaacs,
preguntó con ironía quién era Jorge Isaacs?

J.L.B. ¿Eso se dijo aquí?

F.S. Yo nunca lo vi escrito, pero lo oí contar.

J.L.B. No. Yo nunca dije eso. Si cuando yo era chico, leía María y recuerdo
bastante bien el libro. Además, que yo nunca hubiera cometido una descortesía
como ésa. Es una anécdota apócrifa. Primero, que yo he leído María —sin exceso
de admiración, pero la recuerdo bastante. En segundo lugar, que yo no hubiera
contestado de un modo tan impertinente.

F.S. Si usted tuviera que escribir una historia de la literatura argentina que, por
exigencias editoriales, pudiera contener sólo cinco autores, ¿por cuáles se
decidiría?

J.L.B. ¡Caramba, qué pregunta difícil...! Bueno, a ver... En pri mer término,
Sarmiento; luego, Ascasubi; luego, Hernández; luego, Lugones y luego...
Estamos ya bastante cerca de nuestra época, y voy a quedar mal con algún
contemporáneo... Pero, digamos... Podría ser Almafuerte o podría ser Martínez
Estrada acaso.

F.S. O Banchs, quizá...

J.L.B. O Banchs, quizá. Aunque, pensándolo bien, Banchs es autor de un solo libro
valioso, La urna. Pero, así y todo, podría ser Banchs. Yo lo conocí a Banchs
personalmente. Me sentí tan defraudado en el diálogo con él... Fue la primera
vez que yo lo vi. Fue en uno de los almorzáculos —término inventado por José
Ingenieros, jugando con cenáculo — de la revista Nosotros. A mí me tocó estar
sentado al lado de Banchs. Yo le dije que yo tenía en casa un ejemplar de La urna
que él le había dedicado y firmado a mi padre y le dije que yo sabía de
memoria muchos de los sonetos. Entonces, para castigarme, Banchs me habló
todo el tiempo de los destrozos que causan las hormigas y de las ventajas y
desventajas del cianuro, y eso duró todo el almuerzo y yo no sabía cómo escaparme
de ese inmenso hormiguero. Y él seguía hablando con mucha lentitud y con
mucha precisión sobre las hormigas... Y luego supe que yo no tenía que hablarle
de lo que él escribía. Más tarde, me encontré otra vez con él y Banchs me habló
de los jóvenes poetas norteamericanos, que dijo que le interesaban mucho.
Entonces yo traté de seguir la conversación. Pero, como él no sabía inglés y
había leído no sé qué traducción de ellos y tampoco los vinculaba con su
ambiente, sospecho que no sentía mayor interés por esos poetas. Creo que lo que
él temía era que se hablara de lo que él escribía. Yo sé de personas de diversas
editoriales que fueron a verlo para proponerle una edición de obras completas,
diciéndole además que, si él quería, podía agregar un prólogo en el que dijera que
él se desentendía por completo del contenido del libro, que él había escrito esos
poemas en diversas fechas, que ya no era el mismo de antes, etcétera. Y él no
quiso. Y la razón que dio Banchs fue ésta: "La gente cree que yo soy un buen
poeta, pero si releyeran lo que he escrito, se darían cuenta de que soy muy
mediocre". Desde luego, yo no creo que ésa fuera la verdadera razón. Banchs era
una persona muy rara, además. Él era miembro de la Academia Argentina de
Letras y conocía de memoria el reglamento de la Academia. Decía, por ejemplo:
"El inciso A del artículo 27 dice tal cosa y tal otra, que se oponen a lo que usted
quiere hacer". De modo que era muy difícil discutir con él. Porque si él tomaba el
reglamento de la Academia como una especie de texto sagrado y citaba esas
líneas como si fueran versículos del Espíritu Santo, uno no sabía qué decirle.
Ahora, cómo se habrá tomado el trabajo de aprender el reglamento de memoria,
yo no me lo explico. Usted se dará cuenta de lo que pueden ser los estatutos de la
Academia. Uno sabe que no pueden ser demasiado rigurosos, que tienen que ser
un poco elásticos y que si uno los transgrede, no por eso irá a la cárcel, ni
tampoco arrastrará un sentimiento de culpa durante toda su vida.

F.S. El otro día estuve releyendo una revista donde se reproducía algunos de los
famosos epitafios del "Cementerio" de Martín Fierro.27 ¿Usted sabe quién los
escribía?

J.L.B. No, no lo sé. Yo nunca escribí ninguno y no tuve nada que ver con ellos.
Además, yo estuve poco en el grupo Martín Fierro; yo pertenecía más bien al
grupo de Proa, una revista que hicimos con Brandán Caraffa, Rojas Paz y Güiraldes.
No sé quiénes eran los autores de los epitafios. Posiblemente los escribía Ernesto
Palacio. Sí, creo que era Ernesto el que los escribía. Pero no estoy seguro.
Posiblemente habría varios autores. ¿Quiénes podrían haber sido?

F.S. ¿No sería Nalé Roxlo alguno de ellos? Porque él tiene inge nio para ese
tipo de cosas...
J.L.B. No, Nalé no creo... Porque él no pertenecía a ese grupo. Lo veíamos —
con toda injusticia— como un poeta así muy anticuado, como una especie de
vago discípulo de Lugones —del menos interesante Lugones. No creo que fuera
Nalé. ¿Quiénes pueden haber escrito eso? Ernesto Palacio..., tal vez Alfonso de
Laferrère..., tal vez Rega Molina haya escrito alguno también... Bernárdez no
era; Molinari no era; yo tampoco... Esos epitafios estaban muy bien versificados
además.

F.S. Había uno muy gracioso dedicado a Jorge Max Rohde...

J.L.B. Ah, sí, el de Jorge Max Rohde sí lo hizo Nalé Roxlo. Porque yo recuerdo
una conversación sobre ese asunto.

F.S. No sé si estaré acertado, pero tengo la impresión de que a usted le debe


desagradar Rabelais.

J.L.B. Sí, es el autor más aburrido del mundo. Y he tratado tanto de


admirarlo... Y encontré con gran alegría que Groussac dice "Rabelais narra la
misma historia, echándola a perder como hace siempre". Esa idea de proceder por
acumulación no la comprendo... Claro que en eso se parece mucho a Bustos
Domecq... ¡bueno, Bustos Domecq a él! Creo que a Rabelais lo que le interesaba
era mostrar una exhibición de sinónimos. Por ejemplo: "Jugaron a". Y después
vienen: "el ajedrez, las damas, el truco, el bridge, el poker, la canasta, la
taba..."

F.S. Usted, en un artículo sobre Hawthorne, 28 dice que James Fenimore Cooper
es "una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez".
¿No será una expresión algo exagerada?

J.L.B. La prosa de Eduardo Gutiérrez puede ser considerada de dos maneras.


Si usted examina en forma particular cada una de las frases, ve que son
bastante cursis y que contienen un número excesivo de palabras. Sin embargo,
considerando la obra en su conjunto, uno cree en lo que él narra. El hecho es
que yo traté de leer a Fenimore Cooper y fracasé, y en cambio he leído y releído
a Eduardo Gutiérrez. Claro que puede haber influido el hecho de que Gutiérrez
era amigo de mi familia... Además, creo que Gutiérrez estaba más cerca de lo que
contaba que Fenimore Cooper, aunque sin duda Fenimore Cooper habrá
conocido indios también. Güiraldes dijo: "Hasta ahora la única posibilidad de
novelista en nuestra literatura fue Eduardo Gutiérrez, malgastada o perdida en
nuestra eterna dilapidación del talento". Pero lo que no sé es si Güiraldes dijo eso
en favor o en contra de Gutiérrez.
F.S. En una época no demasiado lejana se veía con curiosidad a las mujeres que
escribían. Actualmente tenemos en nuestro país a cuatro escritoras cuyos nombres
aparecen con frecuencia impresos: Silvina Bullrich, Marta Lynch, Silvina Ocampo y
Beatriz Guido. ¿Qué opina de la obra de cada una de ellas?

J.L.B. En el caso de Silvina Ocampo, creo que su poesía es muy su perior a su


prosa. Su prosa es demasiado trabajada; no creo que ese tipo de prosa sirva
para los relatos. En cambio, en la poesía se admite más ese estilo, ¿no? En cuanto
a las otras tres escritoras, la verdad es que conozco tan poco de sus obras, que no
puedo decir nada. Ahora, creo que Cuadernos de infancia, de Norah Lange, es
muy buen libro. Claro que no es exactamente una novela, sino recuerdos de
Mendoza.

F.S. ¿A usted qué le resulta más difícil: escribir versos libres o versos con
métrica regular?

J.L.B. Me resulta más difícil escribir versos libres. Porque si no hay una especie de
ímpetu interior, no pueden hacerse. En cambio, la métrica regular es una cuestión
de cierta paciencia, de aplicación... Una vez que usted ha escrito un verso, eso lo
obliga a ciertas rimas, el número de rimas no es infinito, las rimas que pueden
usarse sin incongruencia son pocas... Es decir, cuando yo tengo que fabricar algo,
fabrico un soneto, pero no podría fabricar un poema en verso libre.

F.S. ¿Qué le parece el hecho de que todos lo reconozcan por la calle?

J.L.B. Bueno, yo no diría todos, pero me es grato saludarme con desconocidos.


Siento amistad por ellos y siento gratitud... Una vez me encontré con un
boxeador, creo que se llamaba Selpa. Yo estaba con Emma Risso Platero,
salíamos de un restaurante de la calle Esmeralda, y Selpa me reveló su existencia
y me abrazó. Yo me sentía ligeramente incómodo, pero, al mismo tiempo,
agradecido, ¿no? Selpa, en vez de llamarme Jorge Luis Borges, me llamó José Luis
Borges, y yo me di cuenta de que eso no era una equivocación, sino una
corrección. Porque Jorge Luis Borges es muy duro; en cambio, José Luis Borges
suena mucho más atenuado. ¿Por qué repetir un sonido tan feo como orge? Creo
que no urge repetir el orge, ¿no? Creo que, a la larga, yo voy a figurar en la
historia de la literatura como José Luis Borges.

F.S. Bueno, justamente, en el diccionario Larousse29 figura como José Luis, sin
duda por errata.
J.L.B. Está bien: las erratas suelen decir la verdad. A mí me gustaría ahora firmar
Luis Borges. Pero todo el mundo me dice que eso se va a notar como una
excentricidad; que, aunque Jorge Luis Borges es feo, la gente ya se ha habituado
a esa fealdad. En todo caso, sería mejor buscarme un seudónimo total, porque
Luis Borges se aleja de Jorge Luis Borges, pero no lo bastante como para que no
se note el parentesco.

F.S. En el libro Historias de la Argentina, de Fernando Quiñones, hay unas páginas30


dedicadas a relatar cómo la conversación de Borges fue tan fascinante para
Quiñones, que éste perdió el avión en el que iba a regresar a España. ¿Usted
recuerda esa conversación?

J.L.B. No. No existió esa conversación ni Quiñones perdió ningún avión


tampoco. Es una generosa invención de Quiñones.

F.S. ¿Pero las páginas las conoce?

J.L.B. No, no las conozco, pero sé que el episodio no ocurrió. Será una
andaluzada de Quiñones.

F.S. Entre otras cosas, él dice que usted le dijo que el estilo de Dios se parece al
estilo de Víctor Hugo...

J.L.B. Bueno, a lo mejor he dicho eso. Quizá lo dije, no recuerdo...

F.S. Y le dijo también que, a veces, para escribir una buena obra no bastaba
un mal título.

J.L.B. Bueno, ojalá hubiera dicho eso. Lo más que yo puedo haber dicho es que
las obras más famosas no tienen, en general, buenos títulos. Aunque algunas sí los
tienen. Posiblemente lo haya dicho o a lo mejor no. Pero, eso de que Quiñones
haya perdido el avión, será una invención de él.

F.S. Esas páginas se desarrollan, creo, en el pasillo de su departa mento de la


calle Maipú, junto al ascensor. Quiñones dice que él estaba por abrir la puerta
del ascensor y entonces usted decía algo. Y él, por escucharlo, perdía tiempo,
hasta que, finalmente, perdió el avión.

J.L.B. Bueno, todo eso debo agradecérselo a la imaginación de Quiñones. En todo


caso, esas páginas pertenecen a la literatura fantástica.
TERCERA CONVERSACIÓN

Comedia musical gauchesca - Los films de Borges - La reacción de las


muchedumbres - El sueño de los héroes - El primer cuento de Cortázar - Carlos
Mastronardi - La suspicacia de Martínez Estrada - La muerte en la saeta - Farsa del
17 de octubre - El detective infiel - La revolución del 55 - Un argumento en
contra de la democracia - El revisionismo histórico - Schopenhauer y Hitler.

F.S. ¿Vio la versión fílmica del Martín Fierro? 31


J.L.B. Más exacto sería decir que la oí, porque, en cuanto a ver, se trata de un
hipérbole o de una metáfora, en mi caso: yo veo muy poco...

F.S. Y dentro de lo que vio u oyó, ¿qué nos puede decir?

J.L.B. La verdad es que la película no me interesó, y tengo la impresión de que


tampoco le interesaba al director. Tanto es así, que yo me pregunté por qué
había elegido él un tema que, evidentemente, lo dejaba del todo frío. Desde
luego, yo encuentro diversos errores en la película. Ante todo, la veo concebida
como una suerte de comedia musical. Uno está oyendo continuamente ese tipo de
música que ahora se llama folklórica, y cualquier persona que haya vivido en el
campo sabe que pueden pasar meses enteros sin que se oiga una sola guitarra.
En cambio, aquí uno tiene una impresión casi continua de fiesta folklórica.
Además, creo que el propósito de Hernández, al escribir el poema, era mostrar
cómo el Ministerio de la Guerra, mediante la leva, mediante el servicio
obligatorio en la frontera, iba maleando a los hombres; es decir, demostrar
cómo Martín Fierro empieza siendo un buen hombre, un paisano respetado, y
luego cómo el servicio en el ejército lo convierte en un desertor, en un asesino,
en un borracho, en un prófugo, y cómo finalmente, con toda inocencia, se pasa al
lado de los indios. Es decir, él toma parte en la conquista del desierto sin
comprenderla. Me parece que esto puede ser bastante verosímil; me parece
que, sin duda, los soldados entendían muy poco de esas cosas: eran gauchos que
no podían tener el concepto de patria, y menos aún podían pensar que ellos
representaban la causa de la civilización contra la causa de la barbarie. Todo
eso pudo ser aprovechado en el film, y, en cambio, al final de la película, uno
no sabe si se debe considerar a Martín Fierro como a un pobre hombre que ha sido
obligado por las circunstancias a ser un asesino y un desertor, o si debe
considerarlo un personaje admirable, y admirado por quienes han hecho el
film. Además, creo que si hay algo que se nota leyendo el Martín Fierro (y conste
que yo sé muchas páginas de memoria y que he preparado con Adolfo Bioy
Casares un libro 32 en que está reunida toda la poesía gauchesca desde
Bartolomé Hidalgo hasta Hernández, y en el que hay obras, naturalmente, de
Ascasubi, de Estanislao del Campo, de Lussich y de otros, ade más de todo el
Martín Fierro anotado, es que este último libro, a diferencia de otras piezas del
mismo género, es un libro deliberadamente gris. Por ejemplo, el Fausto de
Estanislao del Campo ha sido escrito en colores:

En un overo rosao,
flete nuevo y parejito...

En él tenemos descripciones de la pampa, del paisaje. Y, en cam bio, el film


Martín Fierro está lleno de colores, a diferencia del libro, que es más bien un libro
gris y un libro triste, y en el cual nunca hay descripciones de la llanura, lo cual
está bien porque un gaucho no hubiera visto pictóricamente esas cosas. A mí me
pareció, en fin, un film que no me atrevo a calificar de bueno, y creo que el
director ha de estar plenamente de acuerdo conmigo. Creo que posiblemente ha
sido hecho como una empresa comercial, sin mayor entusiasmo por el texto.

F.S. Tengo entendido que Torre Nilsson había filmado antes su cuento Emma
Zunz.33

J.L.B. Sí, lo filmó, y realmente no creo que lo hiciera bien. Agregó una historia
sentimental que no tenía por qué figurar, y lo llenó de toda suerte de detalles
sentimentales que parecen contradecir la historia, que es una historia dura. Yo le
aconsejé a él que no podía hacerse un film con Emma Zunz. El argumento era
demasiado breve yo lo había escrito de un modo apretado—, y hubiera sido mucho
mejor hacer tres pequeños films. Uno, digamos con un cuento de Mujica Láinez;
otro, digamos con un cuento de Silvina Ocampo o de Adolfo Bioy Casares; y luego
un cuento mío, que podría haber contado sin intercalar esos episodios del todo
ajenos. Pero él me dijo que no, que él creía que podía hacerse un film con esa
historia tan breve y lo hizo, pero llenándolo de episodios sentimentales que
debilitan el film.

F.S. ¿Y la versión fílmica de Hombre de la esquina rosada 34 le agradó?

J.L.B. Sí, y me agradó tanto que... Puedo confesar ahora que yo la vi con
prevención, porque a mí el cuento no me gusta, por diversas razones. Y en cambio
el film me pareció —a pesar de algún relleno acaso inevitable, ya que también
persistieron en hacer un film largo— infinitamente superior al cuento. Yo vi
dos o tres veces el film: me agradó mucho, me pareció que los actores
trabajaban bien, que la dirección era excelente. De modo que creo que la versión
fílmica mejora el texto original.
F.S. Y de la película Invasión,35 ¿qué nos puede decir?

J.L.B. Ése es un film que realmente me interesó mucho, y del cual puedo hablar
con toda libertad, ya que me cabe a mí (si es que pueden medirse esas cosas) una
tercera parte del film, puesto que yo lo he hecho en colaboración con Muchnik y
con Adolfo Bioy Casares. En todo caso, se trata de un film fantástico y de un tipo
de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción
científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos
sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo y tampoco es
psicológicamente fantástico: los personajes no actúan —como suele ocurrir en las
obras de Henry James o de Kafka— de un modo contrario a la conducta general
de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciu dad
(la cual, a pesar de su muy distinta topografía, es evidentemente Buenos Aires)
que está sitiada por invasores poderosos y defendida —no se sabe por qué— por
un grupo de civiles. Esos civiles no son desde luego esa nueva versión de Douglas
Fairbanks que se llama James Bond. No: son hombres como todos los hombres, no
son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalinente fuertes. Son gente
que trata simplemente de salvar a su patria de ese peligro y que van muriendo o
haciéndose matar sin mayor énfasis épico. Pero, yo he querido que el film sea
finalmente épico; es decir, lo que los hombres hacen es épico, pero ellos no son
héroes. Y creo que en esto consiste la épica; porque, si los personajes de la épica
son personas dotadas de fuerzas excepcionales o de virtudes mágicas,
entonces lo que hacen no tiene mayor valor. En cambio, aquí tenemos a un
grupo de hombres, no todos jóvenes, bastante banales algunos, hay alguno que
es padre de familia, y esta gente está a la altura de esa misión que han elegido. Y
creo que, además de lo raro de esta fábula, hemos resuelto bien el gran
problema técnico que teníamos (que supongo que es el problema que enfrentan
quienes dirigen westerns): el hecho de que tiene que haber muchas muertes
violentas (esto ocurría antes con los films de gangsters, que no sé si se hacen
todavía: creo que no), el hecho de que tiene que haber muchas muertes
violentas, y que esas muertes violentas tienen, sin embargo, que ser distintas: no
pueden ser repetidas y monótonas. De modo que —lo repito— hemos intentado
(no sé con qué fortuna) un tipo nuevo de film fantástico: un film basado en una
situación que no se da en la realidad, y que debe, sin embargo, ser aceptada por la
imaginación del espectador. Creo que en algún libro de Coleridge se habla de ese
tema, el tema de lo que cree el espectador en el teatro o de lo que cree el lector
de un libro. El espectador no ignora que está en un teatro, el lector sabe que está
leyendo una ficción; y sin embargo, debe creer de algún modo en lo que lee.
Coleridge encontró una frase feliz. Habló de a willing suspension of disbelief: una
suspensión voluntaria de la incredulidad. Y, espero que hayamos logrado eso
durante las dos horas de Invasión. Quiero recordar además que Troilo ha
compuesto, para una milonga cuya letra es meramente mía, una música
admirable. Creo, además que el cinematógrafo, como otros géneros (el teatro, la
conferencia) es siempre una obra de colaboración. Es decir, creo que el éxito de
un film, de una conferencia, de una pieza de teatro, depende también del
público. Y sentí curiosidad por saber cómo recibiría Buenos Aires ese film, que no
se parece a ningún otro, y que no quiere parecerse a ningún otro. En todo caso,
hemos inaugurado un género nuevo —me parece— dentro de la historia del
cinematógrafo.

F.S. ¿A usted le interesa la opinión de lectores o espectadores?

J.L.B. El caso no es exactamente igual. Un libro puede no llamar la atención


cuando se publica: puede ser descubierto después. En cambio, en el caso de un
film (y esto hace que todo sea más dramático; lo mismo ocurre, digamos, con el
arte del bailarín o del ejecutante), el fracaso o el éxito tienen que ser inmediatos.
De modo que yo sentí una gran emoción la noche del estreno: una emoción,
desde luego, que no tiene nada que ver con el hecho de haber visto ya el film
entre cuatro o cinco personas. Creo que el hecho de una sala colmada de
personas ya crea un ambiente especial. Usted lo habrá notado (yo lo he notado
muchas veces)... Hay un libro sobre La psychologie des foules —creo que se
llama—, La psicología de las muchedumbres, en el cual se afirma que, cuando la
gente se reúne, reacciona de un modo más vívido, y esto usted lo habrá notado
muchas veces. Por ejemplo, si alguien dice un chiste en un pequeño grupo, la
gente se ríe, pero no se ríe de la misma manera con que se ríen quinientas o mil
personas ante un broma en una pieza de teatro o en una película. Es decir, se
tiende a un énfasis mayor, se tiende a que todo ocurra de un modo más vívido. Y es
raro este hecho de que la gente, estando junta, se suelte más. En cambio, un lector
solitario, un espectador solitario, parece que reaccionara menos o que
reaccionara con más pudor que cuando está entre otras personas.

F.S. Sí, pero generalmente la reacción de las multitudes suele ser equivocada.S6

J.L.B. Ah, sí. Posiblemente, para el examen recto de una obra sea mejor la
lectura solitaria. Pero, en todo caso, es un examen de índole distinta.

F.S. Usted ha de sentirse muy cómodo trabajando con Bioy Casares, ¿no?

J.L.B. Sí, y me siento tan cómodo, que me olvido de que estoy trabajando con Bioy
Casares: el que está trabajando realmente es ese tercer hombre que a veces
hemos llamado Bustos Domecq y otras Suárez Lynch. Y me ha ocurrido lo mismo
cuando hemos trabajado los tres —Muchnik, Bioy y yo— en la elaboración de este
film, y ahora en la de otro film que estamos preparando, titulado Los otros. Es
decir, nos olvidamos de que somos tres personas, y pensamos con plena libertad.
Nadie se siente ligeramente entristecido si una sugestión suya ha sido rechazada;
nadie acepta, por cortesía o resignación, lo que dicen los otros. No: es como si los
tres fuéramos una sola persona; una sola persona que trabajara con plena
libertad y que no tiene por qué sentirse desairada si los otros desaprue ban algo
que se le ha ocurrido a él y que no se aplaude a sí misma si se le ocurre algo
bueno. Y creo que, si no hay este olvido de las diversas personalidades, la
colaboración es imposible; y por eso la colaboración es difícil, salvo,
naturalmente, en el caso de obras de otro género: dos personas pueden
repartirse un trabajo de índole histórica o de índole psicológica quizá, pero no
creo que dos personas, sin haberse olvidado de sus personalidades, puedan
colaborar en la ejecución de una obra estética.

F.S. Bioy Casares es unos quince años menor que usted: supongo que él habrá
aprendido muchas cosas de usted...

J.L.B. ¡Y yo de él!

FS. Eso le quería preguntar.

J.L.B. Es recíproco. Creo que esa idea de que el maestro es siempre el que lleva
más años, es una idea totalmente falsa. No quiero decir que siempre ocurra lo
contrario. Pero yo sé (y tengo muchos años de cátedra universitaria, de cátedra
en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y en el Colegio Libre de Estudios
Superiores), yo sé que yo he aprendido mucho de quienes aprendían de mí: es
decir, hay un trabajo de colaboración.

F.S. Tengo entendido que usted considera a Bioy Casares uno de los más
importantes escritores del siglo xx.

J.L.B. Así es. Yo creo que una novela como El sueño de los héroes es una
novela que debiera ser traducida a muchos idiomas. Es una novela realmente
extraordinaria. Al principio, parece una novela de costumbres. Se habla de un
grupo de compadritos del barrio de Saavedra. Hay un personaje que es una
suerte de maestro de ellos, una especie de caudillo o, acaso, de viejo asesino, o
de todas esas cosas a la vez. Los personajes hablan cometiendo erro res que
pueden ser, que suelen ser, que son risueños. Todo ello parece escrito en un plano
de crónica realista y satírica. Pero, luego, a medida que la novela avanza, el lector
siente que está ocurriendo algo más. Y ya, en los últimos capítulos, la novela se ha
exaltado —digámoslo así— a pesadilla y tiene un final trágico. Todo esto ha sido
graduado: no se puede decir el momento en el cual ocurre ese cambio. Al
contrario, muy cerca del final trágico hay un episodio de índole casi cómica. Todo
esto está hecho de un modo muy sabio. Hay una lentitud que ha sido determinada
por el autor. Creo que es uno de los grandes libros de Bioy, y me parece más
complejo que La invención de Morel, que tuve el honor de prologar cuando se
publicó.

F.S. Aparte de Bioy Casares, ¿qué otro escritor argentino contemporáneo le


parece importante?

J.L.B. Hay un nombre, o varios nombres, que parecen inevitables. El de Manuel


Peyrou, sobre todo los cuentos que contiene La noche repetida. Manuel Mujica
Láinez también... Y habría tantos, otros... Pero éstos son los que primero se me
ocurren. Y, desde luego, hay aquellos escritores que yo sigo considerando
contemporáneos a pesar de su muerte corporal: Leopoldo Lugones, Eze quiel
Martínez Estrada, Paul Groussac... Pero supongo que la gente ya los ve como
parte de la historia de la literatura, es decir, como gente que ha cumplido un ciclo.
Y hay también un poeta, que parecería absurdo nombrar: Enrique Banchs. Es un
caso extraordinario. Enrique Banchs es de algún modo el primer poeta
argentino por un libro — La urna — publicado el año 1911, y que es un libro
intemporal, porque sería igualmente admirable si se hubiera publicado cien años
antes o si se publicara cien años después. Un libro que sólo puede definirse por
su perfección: no encuentro otra definición posible.

F.S. ¿Le agradaban los cuentos fantásticos de Julio Cortázar?

J.L.B. Sí, me agradaban, y ocurrió un pequeño episodio... ¿Se lo he contado ya?

F.S. No.

J.L.B. Yo me encontré con Cortázar en París, en casa de Néstor Ibarra. Él me


dijo: "¿Usted se acuerda de lo que nos pasó aquella tarde en la diagonal
Norte?" "No", le dije yo. Entonces él me dijo: "Yo le llevé a usted un
manuscrito. Usted me dijo que volviera al cabo de una semana, y que usted me
diría lo que pensaba del manuscrito". Yo dirigía entonces una revista, los
Anales de Buenos Aires (una revista ahora indebidamente olvidada), que
pertenecía a la señora Sara de Ortiz Basualdo, y él me llevó un cuento, Casa
tomada;37 al cabo de una semana volvió. Me pidió mi opinión, y yo le dije: "En
lugar de darle mi opinión, voy a decirle dos cosas: una, que el cuento está en la
imprenta, y dentro de unos días tendremos las pruebas; y otra, que ya le he
encargado las ilustraciones a mi hermana Norah". Pero, en esa ocasión, en
París, Cortázar me dijo: "Lo que yo quería recordarle también es que ése fue
el primer texto que yo publiqué en mi patria cuando nadie me conocía". Y yo
me sentí muy orgulloso de haber sido el primero que publicó un texto de Julio
Cortázar. Y luego nos vimos un par de veces en la Unesco, donde él trabaja. Él
está casado —o estaba casado— con la hermana 38 de un querido amigo mío,
Francisco Luis Bernárdez (otro poeta que hubiera debido mencionar, y que no
he mencionado porque la memoria suele fallarme: yo admiro a muchos
escritores...). Bueno, como le decía, nos vimos creo que dos o tres veces en la
vida, y, desde entonces, él está en París, yo estoy en Buenos Aires; creo que
profesamos credos políticos bastante distintos: pero pienso que, al fin y al cabo,
las opiniones son lo más superficial que hay en alguien; y además a mí los cuentos
fantásticos de Cortázar me gustan. Me gustan más que las novelas suyas: creo que
en las novelas él se ha dedicado demasiado al mero experimento literario, a ese
experimento del que no diré que inventó, pero del cual abusó William Faulkner y
que se encuentra también en Virginia Woolf: el hecho de invertir el orden
cronológico en la narración —que me parece el orden natural— y de contar las
historias barajando un poco el orden en que ocurren los hechos. Pero aquí pienso
(lo que sin duda se ha dicho también) que eso es lo que ocurre deliberadamente en
todo relato policial. Porque realmente un relato policial empieza por el últi mo
capítulo, y todo el libro ha sido hecho para llegar al último capítulo, lo cual
condice con la estética de Poe, inventor del género policial, que dijo que un
cuento debía escribirse para la última línea. Eso, desde luego, puede producir
cuentos admirables, pero, al mismo tiempo, a la larga, tiene algo de trampa. Creo
que pueden escribirse cuentos que no estén escritos para la última línea. En todo
caso, no sé si antes de Poe, o antes de Hawthorne quizá, alguien intentó ese tipo
de cuento: pero creo que pueden escribirse cuentos que sean continuamente
agradables, continuamente emocionantes y que no nos lleven a una última línea de
mero asombro o de mero desconcierto.

F.S. A usted qué le parece: ¿este auge actual —o quizá ya no tan actual— de la
literatura argentina tendrá algo de "fabricado"?

J.L.B. Posiblemente el hecho de que la literatura sea comercial ahora como no lo


fue antes haya influido. Es decir, el hecho de que ahora se hable de best-sellers,
de que ahora influya la moda (cosa que no ocurría antes). Yo recuerdo que,
cuando empecé a escribir, nunca pensábamos en el éxito o en el fracaso de un
libro. Lo que se llama éxito ahora, no existía entonces. Y lo que se llama fracaso, se
descontaba. Uno escribía para uno mismo, y, acaso, como decía Stevenson, para un
pequeño grupo de amigos. En cambio, ahora se piensa en la venta, sé que hay
escritores que anuncian públicamente que han llegado a la quinta, a la sexta o a
la séptima edición, y que han ganado tanto: todo eso hubiera parecido
totalmente ridículo cuando yo era joven. O, mejor dicho, más que ridículo hubiera
parecido increíble. Se hubiera pensado que un escritor que habla de lo que
gana con sus libros, lo hace como diciendo: "Yo sé que lo que yo escribo es malo,
pero lo hago por razones comerciales, o porque tengo que mantener a mi
familia". De modo que yo veo esa actitud casi como una forma de la modestia. O
de la mera tontería.

F.S. Volviendo a un tema anterior: supongo que la lista de escritores argentinos


contemporáneos que usted considera valiosos no es de ningún modo una nómina
exhaustiva, ¿no?

J.L.B. ¡No, no, desde luego! Y en este momento ya mi conciencia está


reprochándome. Porque hay un nombre —sobre todo, tratándose de poetas— que
hubiera debido ser uno de los primeros. Y es el nombre del gran poeta
entrerriano Carlos Mastronardi. Mastronardi es uno de los primeros escritores
que yo conocí cuando volví de Europa, al cabo de una larga ausencia, el año 1921.
Nos hicimos muy amigos. Y él me dijo después que él en primer término había
buscado mi amistad porque sabía que otro poeta entrerriano, Evaristo Carriego,
había sido muy amigo de nuestra casa. De modo que lo que él buscaba en mí, al
principio, era una suerte de reflejo de Carriego, ya que yo, siendo chico, lo había
conocido a Carriego, pues habíamos compartido el mismo barrio (las orillas de
Palermo, de ese Palermo cuyos guapos y cuyos conventillos él cantó en La
canción del barrio y en El alma del suburbio). Pero, después, ya encontramos
otros temas en común. Nos hicimos muy amigos y nos dimos al curioso vicio de
descubrir la ciudad de Buenos Aires. De suerte que yo recuerdo muchas noches y
muchas madrugadas pasadas con Carlos Mastronardi, desflorando los fondos de
Palermo, el bajo de Saavedra, el barrio de la Chacarita, el puente Alsina, las
largas y apacibles calles de Barracas, y discutiendo siempre sobre problemas
estéticos, ya que la poesía era nuestra pasión. Felizmente, no estábamos del todo
de acuerdo: podíamos discutir, siempre amistosamente, se entiende. Yo he
dictado dos cursos en universidades americanas. Uno, hace unos ocho años,
cuando fui con mi madre a Texas. En la Universidad de Texas, en Austin, dicté
un curso de poesía argentina y un seminario sobre la obra múltiple de
Leopoldo Lugones. Y hace dos años fui a Cambridge (Massachusetts): en la
Universidad de Harvard dicté también un curso sobre poesía argentina y un
seminario sobre la obra de Lugones. Una vez concluido el curso, los alumnos
tenían que presentar trabajos, y una muchacha presentó un trabajo admirable
sobre el admirable poema Luz de provincia, de Mastronardi. Yo sé muchas estrofas
de memoria, y muchos de mis discípulos las aprendieron también. Y sé que ahora,
por la memoria de muchachas y de muchachos de Texas y de New England
andan, por obra mía, versos de Carlos Mastronardi, versos de Luz de provincia y
de aquel poema que inolvidablemente empieza:

La alta mujer dolorosa


venía del sur y estaba muerta.
El cansancio era fiel a su voz... 39

Con Mastronardi tengo una amistad de tipo peculiar, porque es una amistad
que puede prescindir de la frecuentación. Vivimos cerca uno de otro (él vive en el
hotel Astoria, en la avenida de Mayo). Podemos pasar meses enteros, muchos
meses, sin vernos (aunque ahora nos vemos en la Academia Argentina de Letras):
pero eso no significa que nuestra amistad haya disminuido en modo alguno. Hace
poco yo tuve el placer de proponer a Carlos Mastronardi como miembro de la
Academia Argentina de Letras, donde fue elegido por unanimidad (esa vez
elegimos también a Conrado Nalé Roxlo, amigo de Mastronardi). El caso de
Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha
publicado varios volúmenes (por ejemplo, Conocimiento de la noche —cuyo título
recuerda al de un poema que él no conocía: Acquainted wüh the Night, de Frost),
aunque ha publicado varios volúmenes —y, últimamente, un admirable libro de
recuerdos titulado Memorias de un provinciano —, él sigue siendo una suerte de
homo unius libri (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema
dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las
razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires,
es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él
quiere tanto. Y que, de algún modo, me pertenece, ya que mi padre nació en
Paraná, o, como se decía entonces en el Paraná (también hubo una época en
que se dijo el Entre Ríos, y el Azul y el Rosario: creo que ya esos artículos han caído
en desuso). Yo siento un gran afecto por Mastronardi, una gran admiración por
su poesía, y yo hubiera debido nombrarlo en primer término. Salvo que, pasados
los setenta años, la memoria suele parecerse al olvido, y por eso, esta mención mía
viene un poco tarde.

F.S. ¿Usted tuvo amistad con Martínez Estrada?

J.L.B. La amistad con Martínez Estrada era una amistad difícil. Porque él era
una persona que de algún modo se había entregado a la desdicha, y no sólo a la
desdicha, sino a la suspicacia. Creo que Martínez Estrada fue un gran poeta. Por
ejemplo, ese poema dedicado a Walt Whitman, aquel que dice

Si estás en la bandera constelada y rayada,


o en la reja que vuelca virilmente la gleba,
o en el hito que atisba de pie, como un reproche,
o en el nupcial coloquio que aviva la alborada,
o en la tripulación que se arma y se subleva,
o en el tropel de búfalos que atraviesa la noche... 40

es uno de los grandes poemas de la lengua española. Yo lo traté bastante a


Martínez Estrada, sobre todo cuando él vivía en Lomas o en Témperley (no
recuerdo bien) y yo en Adrogué. Iba a visitarlo y a conversar con él. Pero, luego, fui
descubriendo —y a Pedro Henríquez Ureña le ocurrió lo mismo— que la amistad
con Martínez Estrada era difícil, porque él tendía de algún modo a tergiversar lo
que uno había dicho, a ver intenciones malignas en frases inocentes y, a veces, en
frases que eran puramente laudatorias. Por ejemplo: yo publiqué, con Silvina
Ocampo y con Adolfo Bioy Casares, una Antología de la poesía lírica argentina, y
en el prólogo dije —y no todos estuvieron de acuerdo conmigo— que yo creía que
Ezequiel Martínez Estrada era, en aquel momento de nuestra historia literaria,
nuestro primer poeta. Luego, lo noté bastante frío conmigo: pregunté a amigos
comunes la razón de esa notoria frialdad, y me dijeron que se había ofendido
conmigo. Y se había ofendido conmigo porque había interpretado mal esa frase. Él
dijo: "Yo tengo una obra considerable en prosa y ahora Borges me llama el
primer poeta argentino". Pero él olvidaba —y, desde luego, voluntariamente
olvidaba (porque era un hombre muy inteligente, uno de los hombres más
inteligentes que he conocido)— que la Antología era una antología lírica. De
suerte que no se hablaba de la prosa de ningún escritor. Sucedía simplemente
que, entre cuarenta o cincuenta poetas, yo decía que uno de ellos me parecía el
primero. Y eso, sin embargo, era tomado por él como una manera indirecta,
maligna y sumamente laberíntica de negar su obra en prosa. Usted comprenderá
que es difícil la amistad con personas que toman todo de esa manera: y éste no es
el único ejemplo que yo podría darle. Y entonces, naturalmente, la conversación
era difícil con él, porque uno tenía que precaverse, uno tenía que tratar de no
decir ninguna frase que pudiera prestarse a una tergiversación de ese tipo.

F.S. Había que ser bien clásico al hablarle.

J.L.B. Sí, pero yo creo que aun así, Martínez Estrada era un hombre tan inteligente,
que conseguía que todo elogio fuera una ironía o un ataque velado. Y, en todo
caso, lo lograba. Y creo que eso lo llevó a cierta soledad final. Y Henríquez Ureña
me dijo lo mismo: me dijo que él había debido renunciar a la amistad de
Martínez Estrada porque todo lo que él decía era tomado en un sentido dis tinto.
Y yo creo que Martínez Estrada gozaba de algún modo en torturarse.
F.S. Ya que nombró a Henríquez Ureña, ¿tuvo amistad con él y con Amado
Alonso?

J.L.B. Sí, desde luego. Y los admiro mucho a los dos, pero yo he sido realmente
más amigo de Pedro Henríquez Ureña 41 que de Amado Alonso. Eso no quiere
decir que yo aprecie más a uno que a otro: quiere decir simplemente que las
circunstancias me acercaron más a Pedro Henríquez Ureña que a Amado Alonso.
Henríquez Ureña no fue un hombre feliz, porque vivió siempre un poco como un
forastero, como un desterrado. Sospecho que en España la gente no lo dejaba
olvidar que, al fin de todo, él era un mero dominicano. Algo parecido le ocurrió a
Alfonso Reyes: no lo dejaron olvidar que era mexicano, lo veían de algún modo
como un intruso. Y sé que aquí la gente no fue lo suficientemente generosa con
Pedro Henríquez Ureña. Por ejemplo, para limitarme a algo que en sí no es
importante: Pedro Henríquez Ureña no fue nunca profesor titular de una materia
que él dominaba, la literatura española; fue siempre profesor adjunto, y el titular
—de cuyo nombre no quiero acordarme— era argentino y sentía también que el
otro era un mero dominicano.

F.S. ¿Hacia qué fecha era eso?

J.L.B. Si usted me habla de fechas a mí, es como hablarme de algo...

F.S. Sería, me parece, hacia el 45; porque uno o dos años después, creo que
Amado Alonso y otros emigraron.

J.L.B. Bueno: tuvieron que emigrar porque la dictadura disolvió todo lo que
habían hecho. Pero Henríquez Ureña no: Henríquez Ureña murió antes, de un
ataque al corazón, tomando el tren en Constitución para ir a dictar sus cátedras
en La Plata. Murió bruscamente. Y es curioso: la última vez que yo lo vi a
Henríquez Ureña (esto habrá ocurrido una semana o diez días antes de su muerte),
hablamos de aquel admirable poema, aquella admirable Epístola moral que se
atribuye a un anónimo sevillano (creo que después se ha encontrado el nombre: se
llama algo así como Fernández de Andrada, no estoy seguro). Hay un verso en ella,
que dice:

¡Oh muerte! Ven callada,


como sueles venir en la saeta...

Y yo le dije a Henríquez Ureña que esa metáfora de la flecha tiene que proceder
de algún poeta latino. Henríquez Ureña me contestó que a él le parecía muy
probable y que iba a investigar en la materia. Desde luego, en aquella época,
en el siglo XVII, no se hablaba de plagios: al contrario, era más bien honroso
llevar una imagen o un verso de un idioma a otro; es decir, era honroso
demostrar que las lenguas vernáculas estaban a la altura de las lenguas
clásicas, que todos conocían y admiraban. El hecho es que, una semana o diez días
después de aquella conversación con Pedro Henríquez Ureña —creo que en la
esquina de Azcuénaga y Santa Fe, más o menos a las dos de la mañana—, la
muerte le llegó a él de esa manera, le llegó callada, como suele venir en la saeta. Y
hasta ahora, yo no he podido averiguar el origen de esos versos, y no sé si
Henríquez Ureña lo habrá encontrado antes de que la muerte lo sorprendiera
así. Era un hombre de una extraordinaria inteligencia y una ex traordinaria
cortesía: en esto último, influía posiblemente su timidez.

F.S. Creo que él fue uno de los primeros que leyó los manuscritos de Ernesto
Sábato.

J.L.B. Claro, porque posiblemente Sábato fue discípulo de Henríquez Ureña, ya que
Sábato estudió en La Plata. Sin embargo, yo no recuerdo haber hablado de Sábato
con Henríquez Ureña. Con Pedro Henríquez Ureña hablábamos muchas veces
sobre el movimiento modernista, que nos parecía a los dos muy importante (y
sigue pareciéndome). Su hermano Max escribió esa Breve historia del
modernismo,42 que me parece admirable, en la que se destaca que el movimiento
vino de América y llegó luego a España; lo cual es raro, si se considera que ese
movimiento estaba inspirado en Hugo, en los simbolistas, en Edgar Allan Poe... Sin
embargo, ese movimiento sale de América, atraviesa el Atlántico, y llega después
a España. Hablábamos de eso y sobre muchos temas literarios, también sobre
poesía americana, sobre los recuerdos personales de él en Nueva York, donde
vivió mucho tiempo y que yo no conocía entonces, y sobre temas estéticos
generales.

F.S. ¿Qué hizo usted el 17 de octubre de 1945?

J.L.B. La verdad es que no lo recuerdo. La verdad es que yo creí y sigo


creyendo que se trata de una especie de farsa: no creo que sucediera nada
realmente. Porque si el dictador hubiera sido secuestrado, y hubiera sido salvado
por una turba —como se dijo después—, es muy raro —dado el carácter
vengativo del hombre— que nunca se investigara el asunto. Creo que eso fue
hecho de un modo un poco escenográfico y en lo cual nadie creyó, desde luego.
Es decir, es algo que existe más ahora que en el momento mismo en que se
produjo.

F.S. ¿Qué representaron para usted los años de gobierno de Perón?


J.L.B. La verdad es que yo trataba de pensar lo menos posible en política. Sin
embargo, de igual manera que una persona que tiene dolor de muelas piensa en
el dolor de muelas inmediatamente en el momento en que se despierta, o un
hombre a quien ha dejado una mujer piensa en esa mujer en cuanto pasa del
sueño a la vigilia, así yo pensaba todas las mañanas: "Ese hombre, de cuyo
nombre no quiero acordarme, está en la Casa Rosada". Y yo sentía tristeza y, de
algún modo, sentía también remordimiento, porque pensaba que el hecho de no
hacer nada o de hacer muy poco... ¿Qué podía hacer yo?: mencionarlo en las
conferencias que yo daba, siempre con alguna burla (yo no podía hacer otra cosa,
no me sentía capaz de hacer otra cosa). Todo eso me entristecía. Y, en cambio, yo
sentí como algo triste, pero como algo honroso también el hecho de que mi
madre, mi hermana, uno de mis sobrinos y muchos de mis amigos estuvieran
en la cárcel durante aquella época.

F.S. ¿A usted no le tocó eso?

J.L.B. No: me tocó un mero detective, del cual acabé por hacerme amigo, que
me esperaba pacientemente todas las mañanas cuando yo salía de mi casa, en la
calle Maipú. Yo, al principio, me divertía llevándolo por largas caminatas inútiles
por Buenos Aires. Finalmente, me di cuenta de que ese juego era un juego tonto.
Conversé con él: el hombre me dijo que realmente él era antiperonista, pero que
estaba cumpliendo sus funciones. Entonces, llegamos a una especie de arreglo
tácito. Yo le dije: "Mire, la verdad es que no estoy conspirando y le doy a usted mi
palabra de no hacer nada que pueda comprometerlo, de modo que, si usted
quiere, podemos suspender este sistema, salvo que usted quiera conversar
conmigo". Y él me dijo: "Bueno, vamos a vernos; no diré todos los días, pero un
día sí y otro no, y vamos a hablar sobre temas diversos, sin excluir la política, ya que
los dos pensamos de un modo bastante parecido". No recuerdo cómo se llamaba
ese hombre.

F.S. ¿Cómo recibió la Revolución del 55?

J.L.B. Esa noche yo estaba mal informado. Yo creía que esa noche Rojas iba a
bombardear la ciudad. Se nos había aconsejado alejarnos del lugar que iba a ser
bombardeado. Yo había recibido aquella tarde un libro sobre literatura islandesa.
Pensé: "Posiblemente esta casa sea destruida, pero voy a salvar este libro". La
verdad es que hubiera podido salvar tres o cuatro, pero me pareció que,
tratándose de un acto simbólico, debía ser un libro. Me hizo gracia la idea de que
fuera un libro cuyo valor yo ignoraba, no un viejo libro querido. Entonces, con mi
madre, fuimos a casa de mi hermana; no nos alejamos mucho, ya que mi hermana
vivía en Juncal, a una cuadra de las cinco esquinas. Luego, yo salí a caminar (no
sabía lo que había ocurrido, estaba pensando que se de moraba el bombardeo) y
de pronto me encontré frente a la casa de una querida amiga mía, escritora,
Susana Bombal. Subí, noté algo raro en la cara de la mucama. En eso llegó
Susana, me abrazó, me dijo algo que ahora parecería teatral, pero que no lo
era en aquel momento (porque lo teatral corresponde a los momentos de
emoción). Me dijo algo así como: "¡Mi noble amigo!" Me preguntó si yo había
tomado el desayuno; la verdad es que no lo había tomado, pero mentí: le dije
que sí lo había tomado. Y entonces fui comprendiendo lo que había pasado: la
Revolución había triunfado, y yo no lo sabía. Entonces hablé inmediatamente a
casa, hablé también a la casa de Adela y Mariana Grondona (ya sabían la
noticia). Y luego recuerdo una mañana confusa y feliz, una ma ñana de lluvia.
Recuerdo haber recorrido la calle Santa Fe, haberme encontrado con la chica de
Ortiz Basualdo —hija precisamente de la señora que editaba los Anales de Buenos
Aires, donde yo publiqué aquel primer texto de Cortázar— y, luego de habernos
perdido en la muchedumbre, yo la encontré en la calle Libertad y de pronto
resultó que habíamos llegado de nuevo a la calle Santa Fe, que yo ya estaba
afónico de tanto gritar ¡viva la Patria! (creo que no se gritó un solo ¡muera! en
aquel día). Estaba además calado hasta los huesos, porque estaba lloviendo a
cántaros: y yo no me había dado cuenta de nada de eso, arrebatado por el
entusiasmo de la patria. Y luego recuerdo aquella otra mañana que nos
congregó a tantos en la plaza de Mayo. Recuerdo que yo estaba con Cecilia
Ingenieros, hija de José Ingenieros, y allí me encontré con mi madre y con mi
hermana, y ellas mejor que yo habían conocido la prisión durante la dictadura.
Recuerdo esa felicidad, esa felicidad impersonal. Recuerdo que en aquel
momento nadie pensó en su propio destino: cada uno pensó que la patria se
había salvado. Y ahora aquella aurora está un poco borrada... podemos
decirlo, ¿no? Pero creo que finalmente no seremos indignos de ella.

F.S. ¿Cómo conciliaria usted la idea de democracia y de elecciones libres con el


hecho de que en los comicios suele triunfar el peronismo ?

J.L.B. Ése sería un argumento en contra de la democracia y en contra de las


elecciones libres. Tengo la sospecha de que la forma de gobierno es muy poco
importante, de que lo importante es el país. Vamos a suponer que hubiera una
república en Inglaterra o que hubiera una monarquía en Suiza: no sé si
cambiarían mucho las cosas, posiblemente no cambiarían nada. Porque la gente
seguiría siendo la misma. De modo que no creo que una forma de gobierno
determinada sea una especie de panacea. Quizá les demos demasiada
importancia ahora a las formas de gobierno, y quizá sean más importantes los
individuos.
F.S. Lo molestaré con una disyuntiva que para usted ha de ser atroz.
Suponiendo que debiera forzosamente optar entre un gobierno peronista y un
gobierno comunista, ¿por cuál de los dos se decidiría?

J.L.B. No es una disyuntiva, porque serían lo mismo. Además, los peronistas son
usados por los comunistas. Así que no veo ninguna diferencia entre unos y otros.
Salvo que quizá... Sí, claro, en realidad creo que hay una diferencia y es ésta. Yo
puedo imaginarme a un comunista —aunque, desde luego, yo no soy comunista y
aborrezco el comunismo—, pero no puedo imaginarme a un peronista. El
peronista es una persona que simula ser peronista, pero que no le importa nada,
que lo hace para sus fines personales. Posiblemente, un gobierno comunista sería
un gobierno sincero. En cambio, un gobierno peronista sería un gobierno de
sinvergüenzas. Creo que habría eso en favor del comunismo. Hay gente que es
sinceramente comunista. Yo —por lo menos durante la dictadura— no conocí a
nadie que se animara a decir "soy peronista", porque se hubiera dado cuenta de
que se ponía en ridículo. Más bien diría: "A mí me conviene el peronismo porque
le saco tales ventajas". Por eso me resultó gracioso un cartel que había en
Corrientes y Pasteur y que decía más o menos: "El desinteresado peronista doctor
Fulano de Tal opina sobre la ley del divorcio desde su clásico bufete de la avenida
Corrientes tal número". Y estaba fotografiado él, en su bufete, con sus libros y su
tintero. Es gracioso: entre "peronista" y "desinteresado" hay una evidente
contradicción. Y, además, está la frase clásico bufete, que parece una frase de
Bustos Domecq. ¡Ja, ja, ja! El cartel estaba pegado en la pared y lamenté no
poder arrancar uno para guardarlo como una especie de documento, ¿no?

F.S. ¿Cómo le parece a usted que surgirá en un cerebro la idea de convertirse en


dictador?

J.L.B. La verdad es que parece una idea pueril, ¿no es cierto? Creo que la idea
de mandar y ser obedecido corresponde más bien a la mente de un niño que a la
mente de un hombre. Yo no creo que un fanatismo puede llevarlos a ello. El caso
de Cromwell, por ejemplo: yo creo que él era un puritano, era un calvinista y creía
que los dictadores en general sean personas muy inteligentes. También tenía
algún derecho. Pero en el caso de otros dictadores más recientes, no creo que
hayan sido llevados por el fanatismo. Creo que han sido llevados más bien por un
afán histriónico, por un deseo de ser aplaudidos, de ser obedecidos y acaso
por el mero afán pueril de la publicidad, que es un afán que yo no comprendo.

F.S. ¿Qué diferencias ve entre la figura de Rosas y la de Perón?


J.L.B. Yo creo que deben de haberse parecido bastante. Y aquí puedo hablar con
cierta imparcialidad, porque yo soy pariente de Rosas. Creo que Rosas debe de
haber representado en su época una calamidad igual a la de Perón. Desde luego,
Rosas tuvo que ser más cruel que Perón, porque tuvo que habérselas con gente
más dura que los argentinos actuales. Pero creo que Perón, que no vaciló en el
uso de la picana eléctrica, no hubiera vacilado tampoco en el uso de los cuchillos
mellados de los mazorqueros. Lo que pasa es que a Rosas le tocó una época
más brava y eso lo obligó a ser más cruel y, por ende, también más espectacular
que Perón. Ya que, aún ahora, pensamos en la época de Perón como en una
época triste, y pensamos en la época de Rosas como en una época triste, pero
también pintoresca. Es verdad que el país era pintoresco entonces, y actualmente
no lo es: actualmente es un país gris, más bien, y entonces no lo era. Era un país
que, fuera de algunas ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Montevideo
(¿por qué no considerarlo también?), era lo que dijo Sarmiento. Dijo: "La
República Argentina y la República Oriental son una estancia". Y lo que no era
una estancia era la tierra de indios.

F.S. ¿Qué opina de la labor que realizan los revisionistas históricos para
rehabilitar la figura de Rosas?

J.L.B. Una prima mía se casó con Ernesto Palacio, que fue, con Irazusta, un
iniciador del revisionismo. Desde luego, él admiraba a Mussolini, admiraba al
fascismo, quería encontrar aquí una especie de Mussolini vernáculo, que era
Rosas. Me propuso a mí que yo formara parte del Instituto Juan Manuel de Rosas.
Yo le dije que, a pesar de cierto parentesco lejano que tengo con Rosas, a m í
Rosas me parecía una persona abominable. Además, que toda mi familia es
unitaria... Además, que ahí está Sarmiento... Y, finalmente, que no entendía
por qué se tomaban tanto trabajo para llegar a una conclusión determinada de
antemano. Si uno revisa algo, creo que debe revisarlo con probidad. Pero no
decir: “Voy a revisar tales hechos para llegar a tal conclusión". Y le dij e que si
ellos habían resuelto que los unitarios eran una mentira, no tenían por qué
investigar nada, porque ya sabían que iban a llegar a la conclusión de que
Rosas era un patriota, del que Rosas era un gran hombre, de que Rosas no era
un cobarde como nosotros nos imaginábamos, etcétera, etcétera... Pero que no
era necesario investigar nada, si ya sabían de antemano la conclusión. Es muy raro
tomarse tanto trabajo en recorrer un camino cuando ya se sabe cuál es la meta.
¿Por qué no llegar directamente a la conclusión, sin necesidad de respaldarla con
argumentos?

F.S. ¿Le parece paradójico que un mismo pueblo haya dado a Schopenhauer y a
Hitler?
J.L.B. El pueblo alemán es ciertamente, con el pueblo inglés, uno de los
pueblos más curiosos del mundo. Por ejemplo, como usted dice, produce a
Schopenhauer; produce la música de Alemania; y, al mismo tiempo, es dócil a
un hombre como Hitler. Wells creía que la humanidad podría salvarse por la
educación. Esta idea podríamos parodiarla con el verso de Eliot: algo así como

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?


¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?

Desde luego, yo no veo otro camino que el conocimiento y que, inclusive, la


misma información, que pueden llevarnos a la sabiduría. Sin embargo, si ha
habido un país en el cual ha habido información y en el cual ha habido
conocimiento, ese país ha sido Alemania. Y, no obstante, ese país se ha dejado
engañar por Ios argumentos realmente pueriles de Hitler. La verdad es que yo no
doy con la razón de esa contradicción. Pero esa contradicción existe. Lo que
también se da en los alemanes —y lo que ciertamente no se dio en
Schopenhauer— es el respeto de la autoridad, una suerte de respeto chino de
las jerarquías, el hecho de darles una gran importancia a los títulos de las
personas. Creo que, en ese sentido, somos mucho más escépticos que los
alemanes: comprendemos que las jerarquías se deben a las circunstancias y que
las circunstancias se deben al azar. En cambio, los alemanes, que han producido
filósofos escépticos, suelen no producir gente escéptica. Los alemanes aceptan
la autoridad, y una sentencia como la de Schiller, die Weltgeschichte ist das
Weltgericht, es decir, la historia universal es el juicio final, parece corresponder a
una admiración del éxito que me parece típicamente alemana. Y que sería lo
contrario de aquella frase de un pensador inglés que dijo: "Nada fracasa tanto
como el éxito". En cambio, usted ve que los alemanes son admirables soldados
mientras creen en la posibilidad de la victoria, pero parecen incapaces de luchar
por una causa perdida. La escuadra española, después de la derrota de Cuba,
salió precisamente para hacerse hundir. En cambio, usted recordará que la
escuadra alemana se entregó en 1918 a la escuadra inglesa, cuando sabía que el
combate era vano.
CUARTA CONVERSACIÓN

Dostoievski y Chesterton - Censuras a Calderón - La imagen de Poe - Destino


sudamericano - La traducción de Kafka - El pueblo español - Los idiomas de
Borges - Dante Alighieri - Ventajas de la mala memoria - John Kennedy - Verne,
Wells y los astronautas - Los deméritos de Horacio Quiroga - El humorismo
escrito, H. Bustos Domecq y Carlos Argentino Daneri - El diccionario de Carlos
de la Púa.

F.S. En sus ensayos es fácil hallar juicios sobre muchos escritores ingleses,
alemanes, franceses o españoles; en cambio, es muy raro encontrar alguna
opinión sobre Dostoievski o Tolstoi. Por eso me gustaría que explicara para
nuestro libro cómo ve a esos dos escritores.

J.L.B. Cuando yo tenía diecinueve años, creía que Dostoievski era quizá el
primer novelista del mundo, y me molestaba cuando se hablaba de otros
escritores y se los consideraba a su talla. Y luego, lo mismo me ocurriría con el
Tolstoi de La guerra y la paz. Pero, no tardé en comprobar que esa admiración
mía no comportaba el deseo de leer otras obras que las que ya había leído. Por
ejemplo, yo he leído y releído Crimen y castigo y Los poseídos. Luego fui
derrotado por Los hermanos Karamázov, familia que nunca logró interesarme,
y comprobé finalmente que no tenía ganas de leer otros libros de Dostoievski.
Y, en cambio, vi que tenía ganas de leer autores que yo juzgaba entonces
inferiores. Por ejemplo, yo trataba de leer cada línea escrita por Chesterton y,
sin embargo, me hubiera indignado —en aquella época— el hecho de equiparar a
Chesterton con Dostoievski. Quizá lo que me ocurrió con Dostoievski es que
lentamente fui dándome cuenta de que sus personajes no diferían mucho unos de
otros, y había algo desagradable en esa idea continua de culpa, y que yo no
encontraba en él lo que realmente me gusta más en la literatura, que es la
épica.

F.S. Usted, una vez, en una conversación informal, me dio una opinión sobre
Calderón de la Barca que no coincide con la que habitualmente sustentan las
historias de la literatura. Le rogaría que la repitiese.

J.L.B. Creo que dije que Calderón de la Barca era una invención de los
alemanes; creo que dije que el título de la obra La vida es sueño hizo que se lo
considerara como poeta metafísico. Esto se encuentra en El mundo como voluntad
y representación, de Schopenhauer, y Schopenhauer habla de la esencia onírica
de la vida, creo que es algo así como das traumhafte Wesen des Lebens, pero no
respondo de la precisión de mis citas. Ahora bien, creo que esa frase puede
interpretarse de dos modos distintos. Cuando Shakespeare, por ejemplo,
equipara la vida con un sueño, él, en lo que insiste, es en la irrealidad de la
vida, en el hecho de que es difícil fijar una diferencia entre lo que soñamos y lo
que vivimos. En cambio, en el caso de Calderón, creo que la frase tiene un
sentido teológico: la vida es sueño, en el sentido de que nuestra vida, nuestra
vigilia, no corresponden a la realidad, sino a una breve parte de la realidad, el
sentido de que lo verdadero son el cielo y el infierno.

F.S. Es más bien la idea de Manrique, creo.

J.L.B. A mí también me parece. Creo que la idea de Calderón es una idea


religiosa, o, mejor dicho, una idea cristiana. Creo que Calderón le daba el énfasis
a la idea de lo transitorio de la vida, comparado con lo transitorio de un sueño. En
cuanto a la versificación de Calderón, la encuentro excesivamente pobre y será,
quizá, porque no lo he leído bien, pero el hecho es que yo no puedo distinguir un
personaje de otro, y me parece que se nota demasiado el mecanismo teatral en
sus obras. Y lo mismo puede decirse de todo el teatro clásico español. Ya sé que
estoy diciendo una herejía, pero, como voy a cumplir setenta y dos años, creo que
puedo ser un poco herético, ¿no?

F.S. Y ya que estamos en el tema teatral, ¿qué opina de Lope de Vega?

J.L.B. Yo a Lope de Vega lo veo como un admirable poeta. En cuanto al teatro


de él, uno tiene que aceptar tantas convenciones y los argumentos —esos
juegos de confusiones— me interesan tan poco...

F.S. Entre sus autores preferidos se cuentan nombres (Wells, De Quincey,


Chesterton) a quienes, en general, los críticos no consideran primeras figuras.
Inversamente, usted niega, por ejemplo, a Calderón, que en general es
admirado por todos. ¿Qué explicación le daría usted a este hecho?

J.L.B. Atribuyo esa predilección mía al hecho de que juzgo la lite ratura de un
modo hedónico. Es decir, juzgo la literatura según el placer o la emoción que
me da. He sido durante muchos años profesor de literatura y no ignoro que una
cosa es el placer que la literatura causa y otra cosa el estudio histórico de esa
literatura. Yo tomaría, por ejemplo, un caso como el de Edgar Allan Poe. Creo
que Poe, como poeta, es un poeta mediocre, una suerte de mínimo Tennyson. Y,
en cuanto a los cuentos de Poe, cada uno de ellos, salvo, acaso, El relato de Arthur
Gordon Pym, juzgado separadamente, adolece, me parece, de truculencia, de
énfasis... Sin embargo, la importancia de Poe es considerable si la juzgamos
históricamente. Podríamos decir que lo que hoy se llama ficción científica
procede de Poe. Es evidente que Poe es el inventor del género policial, y que hay
cuentos suyos —La carta robada, por ejemplo— que acaso no hayan sido
superados. Es evidente que Baudelaire procede de Poe, que de Baudelaire
procede el movimiento simbolista, y que del simbolismo procede Paul Valéry. Es
decir, uno no puede negar la importancia histórica de Poe, pero eso no quiere
decir que cada uno de sus cuentos, poemas o ensayos sea especialmente
admirable. A esto que yo he dicho podría objetarse que más importante que cada
página de un autor es la imagen que este autor deja y, sin duda, esa imagen de
desdicha, de soberbia, de imaginación genial que ha dejado Poe es también
una de sus obras. Por lo demás, los historiadores de la literatura me parecen
muchas veces personas entregadas a la mera información, para volver a un tema
que hemos tratado hace unos días. Y, en cuanto a los movimientos literarios, creo
que son meras comodidades de los historiadores, y, en el mejor de los casos, son
estímulos para que el autor produzca su obra.

F.S. Si usted hubiera nacido el 24 de agosto de 1899 no en Buenos Aires, sino,


digamos, en Londres, o en París, o en Berlín, ¿cuál cree usted que habría sido su
destino de escritor?

J.L.B. Es evidente que las circunstancias serían distintas. Si yo hu biera nacido en


un país de antigua y rica cultura, posiblemente mi obra habría pasado
inadvertida. En cambio he tenido la suerte —suerte literaria, digamos— de ser
un sudamericano, y eso ha hecho que se exagere el mérito de lo que yo he
escrito. Y ahora que digo esto, pienso en un caso análogo, pienso en Groussac:
posiblemente, si Groussac se hubiera quedado en Francia, habría sido un buen
escritor francés, un buen historiador francés, pero no se hubiera destacado. En
cambio, le tocaron el destierro, el hecho de escribir en un idioma que no le
gustaba, la necesidad de renovar el estilo de ese idioma, el hecho de vivir en una
Argentina bastante primitiva aún; y todo esto le permitió ser no sé si
esencialmente más grande, pero sí más benéfico para sus contemporáneos y
para el ambiente que le había tocado en suerte.

F.S. Una mañana, mientras bajábamos las escaleras, usted me comentaba que el
escritor argentino suele ser superior a su obra, a la inversa de lo que sucede
con el escritor europeo. Me contó que había conocido a Camus...

J.L.B. Sí, y que no me había impresionado absolutamente nada. En cambio,


parece ser que es su obra la que ha impresionado... Ahora, yo creo que,
posiblemente, éste es un país haragán, éste es un país fundamentalmente
escéptico. Es decir: un país que no exige mucho de nadie, y eso tiende a que lo
que nosotros escribamos sea inferior. Porque sabemos que el éxito es —sobre
todo ahora— un mecanismo que se maneja. En cambio, en otros países, cada
escritor se ve obligado a dar todo lo que puede.

F.S. Aparte de español e inglés, que fueron lenguas maternas, ¿en qué otros
idiomas puede leer?

J.L.B. Cuando yo tenía vista, yo podía leer en alemán y podía gustar de la


literatura alemana. Hace unos días hablamos de Alemania: yo me atrevería a
decir que Alemania ha producido, entre tantas otras cosas, algo que me
parece superior a todo lo demás que nos ha dado, aun pensando en algunos
poetas admirables, aun pensando en Heine, o en Ángelus Silesius, o quizá en
Hölderlin, y ese algo es el idioma alemán, que me parece de una belleza
extraordinaria, me parece hecho para la poesía.

F.S. Me pareció notar en su versión de La metamorfosis, de Kafka, que usted


difiere de su estilo habitual... 43

J.L.B. Bueno: ello se debe al hecho de que yo no soy el autor de la traducción


de ese texto. Y una prueba de ello —además de mi palabra— es que yo conozco
algo de alemán, sé que la obra se titula Die Verwandlung y no Die
Metamorphose, y sé que hubiera debido traducirse como La transformación.
Pero, como el traductor francés prefirió —acaso saludando desde lejos a Ovidio
— La metamorphose, aquí servilmente hicimos lo mismo. Esa traducción ha de
ser —me parece por algunos giros— de algún traductor español. Lo que yo sí
traduje fueron los otros cuentos de Kafka que están en el mismo volumen
publicado por la editorial Losada.44 Pero, para simplificar —quizá por razones
meramente tipográficas—, se prefirió atribuirme a mí la traducción de todo el
volumen, y se usó una traducción acaso anónima que andaba por ahí.

F.S. Suele decirse habitualmente que a usted le fastidian los espa ñoles y le
fastidian España y su literatura. ¿Usted está de acuerdo con ese dictamen?

J.L.B. No, no estoy de acuerdo con ese dictamen. España me parece un país
admirable; mejor dicho, un conjunto de países admirables, sobre todo si pienso
en Galicia, si pienso en Castilla —ahí mi entusiasmo se enfría un poco—-, si
pienso en Andalucía. Creo que el español común —lo que se llama en inglés the
man in the street — es uno de los mejores hombres del mundo, sobre todo desde
el punto de vista ético. Yo no he conocido un español cobarde; casi podría decir
que no he conocido un español deshonesto. En cambio, los literatos españoles —
con alguna excepción— no suscitan mi admiración. Si yo tuviera, por ejemplo,
que comparar a los españoles con otros pueblos, yo diría que los españoles son, en
general, éticamente superiores a los otros. Por ejemplo, yo no he conocido
ningún italiano estúpido, no he conocido ningún judío estúpido; y, en cambio,
he conocido a pocos españoles cuya inteligencia me haya impresionado
especialmente. Es decir, yo hablaría de una superioridad ética de los españoles.

F.S. Volviendo al tema de los idiomas, del que nos habíamos apartado, ¿qué
recuerdos guarda de sus experiencias de latinista?

J.L.B. Guardo recuerdos que son muy superiores a mi recuerdo de la lengua


misma, del latín. Me entristece pensar que yo dediqué seis o siete años al estudio
del latín, que yo llegué a gozar del verso de Virgilio y de la prosa de Tácito y de
Séneca, y que, ahora, de todo ese latín sólo me han quedado latines, nada más.
Pero —no sé si ya lo he dicho antes— creo que el hecho de haber ol vidado el
latín ya es una suerte de posesión, ya que el latín nos enseña una economía, una
severidad, un amor de lo sentencioso. Y creo que esto es benéfico en el ejercicio
de otros idiomas. Y aquí recuerdo un verso de Robert Browning. Dice:

El latín, el idioma del mármol.

Creo que no solamente se refiere al hecho de que las inscripciones latinas sean
comunes, sino al hecho de que el idioma latino parece hecho para ser grabado en
el mármol. Es como si hubiera una afinidad natural entre esos dos hechos: entre el
latín y el mármol.

F.S. ¿Y nunca se le ocurrió estudiar griego?

J.L.B. No. Por un lado, hay una razón que yo suelo dar cuando me preguntan por
qué no sé griego: y es que hay tantas personas que ya lo saben por mí. Pero
no sé si ésa es la verdadera razón. La verdad es que me he sentido atraído —he
hablado hace un momento de mi admiración por el alemán y todos conocen mi
admiración por el inglés—, me he sentido atraído más bien por las lenguas
germánicas. Actualmente, después de nueve años dedicados al inglés antiguo,
estoy estudiando el islandés antiguo, una lengua afín al anglosajón. Además
estoy por cumplir setenta y dos años y no puedo emprender el estudio de idiomas
cuyas raíces son distintas de las de los idiomas que conozco. Por ejemplo, me
hubiera gustado saber hebreo, pero sé que ello está más allá de mis
posibilidades actuales. Cuando era joven, eso hubiera podido hacerlo. Yo sé que,
esencialmente, me pasa lo mismo con el inglés antiguo y con el islandés antiguo.
Sé que no llegaré a poseerlos, pero sé también que esa suerte de lento viaje
hacia lo imposible es de algún modo un agrado. Y creo haber dicho todo esto
en algún poema de mi libro Elogio de la sombra.

F.S. ¿No sentía una suerte de remordimiento al leer a los clásicos griegos en
traducciones?

J.L.B. No. Yo pensaba lo que pensé con respecto al árabe. El hecho de


desconocer el griego y el árabe me permitía leer, digamos, la Odisea y Las
mil y una noches, en muchas versiones distintas, de suerte que esa pobreza me
llevaba también a una suerte de riqueza.

F.S. ¿Qué impresión le produjo la primera lectura de La divina comedia?

J.L.B. Esa primera lectura la emprendí en circunstancias bastante anómalas. Yo


estaba empleado en una modesta biblioteca de Almagro Sur. Yo vivía por el
barrio de la Recoleta. Para ir a mi empleo yo tenía que hacer dos largos
viajes en tranvía —creo que era el 76, no estoy seguro— y encontré una edición
de La divina comedia en italiano y en inglés, hecha por Carlyle —no por el
famoso Thomas Carlyle, sino por un hemano suyo—. Esa edición era bilingüe. Yo
leía en el tranvía: primeramente una página inglesa; trataba más o menos de
retenerla, y luego leía la página italiana correspondiente. Además he sabido
que si alguien conoce el español posee de algún modo el portugués y, aunque
en grado menor, el italiano. Pues bien, cuando llegamos en el segundo vo lumen
a la isla del Purgatorio, en el Polo Sur, me di cuenta de que ya podía
prescindir de la versión inglesa y que podía seguir leyendo en italiano. Luego
me quedé tan deslumbrado por este libro, que toda la demás literatura me
parecía una obra del azar, me parecía una obra hecha de regalos del azar
junto a La divina comedia, en la que todo parece —y sin duda es—
premeditado por el autor. Luego adquirí ediciones italianas de la Comedia.
Recuerdo la de Scartazzini, recuerdo —ésta la leí después— la del erudito
judeo-italiano Momigliano, recuerdo la de Grabher, recuerdo la de Torraca,
recuerdo la de Steiner... y comprobé que La divina comedia ha sido anotada
de un modo tan admirable, verso por verso, que uno puede leerla casi sin
saber italiano. Dante, en una epístola a Can Grande della Scala, dijo que su
Divina comedia podía leerse de cuatro modos distintos. Esto me recuerda lo
que dijo Scoto Erígena; dijo que la escritura sagrada era "como el plumaje
del pavo real, hecha de un número infinito de colores". Y luego hallé que para
ciertos teólogos judíos, la escritura sagrada ha sido escrita para cada uno de
sus lectores; el libro ha sido previsto por Dios y el lector ha sido previsto por
Dios. Lo cual nos daría también un número infinito de lecturas posibles. Por
otro lado, creo que las versiones españolas de La divina comedia corresponden
esencialmente a un error: el error de hacernos creer que el italiano difiere mucho
del español. Yo creo que cualquier argentino, cualquier colombiano, cualquier
español, debe emprender directamente la lectura de La divina comedia. Es
verdad que tendrá que resignarse a algunas incomodidades al principio; es
verdad, también, que será infinitamente recompensado. Sé que hay personas que
instintivamente demoran la lectura de La divina comedia porque sienten que hay
algo esencialmente falso en la obra. Un gran poeta francés, Paul Claudel, dice
que los espectáculos que nos aguardan del otro lado de la muerte no han de
parecerse al infierno, al purgatorio y al paraíso soñados por Dante. Y que él se
imagina más bien para el infierno una suerte —digamos— de Luna Park
vertiginoso. Ahora bien, yo creo que esta objeción carece de todo valor. No
creo que Dante creyera que el infierno corresponde a sus nueve círculos, el
purgatorio a esa suerte de montaña artificial hecha de terrazas, y el cielo a un
lugar indefinido y resplandeciente en que se dialoga con los santos. No: el
mismo Dante, en el curso de la obra, dice que nadie puede anticiparse a las
decisiones de Dios, que nadie puede ahora decir que "A" será condenado y que
"B" será salvado. Y, sin embargo, a lo largo de La divina comedia vemos
reprobos y penitentes y bienaventurados cuyos nombres precisos se nos da.
¿Cómo explicar esto? Yo creo que Dante inventó esa estructura, esa topografía —
o, mejor dicho, geografía— de los tres reinos para propósitos literarios. Y un
hecho mínimo bastaría para justificar esta tesis mía: a medida que uno va leyendo
La divina comedia, uno diría que el otro mundo está poblado exclusivamente por
personajes bíblicos, por personajes clásicos y, sobre todo, por italianos. Esta
anomalía tenía que ser sentida por Dante. Lo que pasa es que Dante eligió para
cada uno de los pecados, de los grados de penitencia o de las virtudes, un
personaje típico y ese personaje tenía que ser un personaje ya conocido por los
lectores, un personaje que la imaginación de los lectores aceptaría fácilmente. Y
uno de los comentadores de Dante —creo que fue su propio hijo— dijo que lo
que Dante se había propuesto era representar la condición de los justos bajo la
metáfora del cielo, la condición de quienes se arrepienten bajo la metáfora del
purgatorio, y la condición de los pecadores bajo la metáfora del infierno. Es decir,
la misma vividez, la misma incomparable vividez de La divina comedia ha hecho
que la leamos como si fuera un libro de geografía imaginaria. Y esto, que al
principio estuvo en su favor, ahora milita en su contra. Pero creo que basta darse
cuenta de este hecho simple —el hecho de que Dante, al morir, no esperaba
encontrarse en ninguna de las tres regiones soñadas po su imaginación—, basta
este hecho simple para que podamos gozar de La divina comedia, y puedo
decirle que La divina comedia constituye para mí una de las experiencias literarias
más vívidas que me ha sido deparada en el curso de una vida dedicada a la
literatura.
F.S. ¿El valor religioso de La divina comedia le llegó a usted, o simplemente
atendió a su valor literario?

J.L.B. Lo que menos me ha interesado en La divina comedia es el valor religioso.


Es decir, me han interesado los personajes, me han interesado sus destinos, pero
todo el concepto religioso, la idea de premios y de castigos, es una idea que no
he entendido nunca. La idea de que nuestra conducta personal pueda interesarle
a la Divinidad, y la idea de que mi vida personal —esto ya lo he dicho alguna vez—
pueda merecer castigos eternos o recompensas eternas me parece absurda. La
parte ética de La divina comedia es la parte precisamente que no me ha
interesado nunca.

F.S. Supongo que usted, que tiene una obra tan rica en versos memorables,
guardará, a su vez, en la memoria, muchos versos ajenos.

J.L.B. Sí. Pero serían versos muy distintos. Serían acaso versos de poetas
menores. Además, noto que últimamente la memoria me está fallando, y lo noto
en el estudio del islandés. Recuerdo que, cuando empecé a estudiar inglés
antiguo, yo podía recordar largas tiradas, es decir, tiradas de quince, veinte o
treinta versos, y que ahora, con el islandés, ya no me ocurre lo mismo. Y, sin
embargo, si se habla de mi memoria, yo recuerdo más lo que he leído que lo
que he vivido. O, para hablar con más precisión, de todo lo que he vivido, lo
leído es lo más preciso y lo más real para mí. En cambio, si pienso en mi propia
vida, tiendo a olvidarla. Especialmente, en todo lo que se refiere a cronología.
Yo no sé ahora cuánto tiempo hace que estuve por primera vez en Israel, por
ejemplo. Yo no podría fijar la fecha de mi estadía en Texas o en New England.
Yo no sé exactamente en qué año estuve en Escocia y en Dinamarca, y, sin
embargo, esos países me impresionaron profundamente. Y, si yo tuviera que
escribir una autobiografía, esa autobiografía estaría llena de errores
circunstanciales. Yo estuve preparando una revisión de mi primer libro, Fervor
de Buenos Aires, y agregué una o dos notas explicativas. Y un amigo mío, Norman
Thomas di Giovanni, 45 descubrió que esos datos que yo había dado eran
falsos. Yo decía, por ejemplo, que tal pasaje se encuentra en tal libro publicado
en tal fecha: y resulta que el pasaje correspondía a otro libro publicado en otra
fecha distinta. Pero no me duele el olvidar circunstancias, ya que, al fin de todo,
la vida nos proporciona un exceso de circunstancias. Y eso yo lo sentí hace
tiempo, en un poema titulado La noche que en el Sur lo velaron, donde digo, con
alguna exageración acaso perdonable, que la noche nos libra de una de las
mayores congojas: la prolijidad de lo real; es decir, de día recorremos una
ciudad hecha de pormenores, y de noche, en la alta noche, sobre todo en los
barrios extremos, recorremos una ciudad simplificada, una ciu dad que tiene la
sencillez de un plano o de un sueño.

F.S. ¿Cómo recibió la noticia del asesinato de John Kennedy?

J.L.B. Recibí esa noticia con una emoción que no sabría analizar. Recuerdo que
yo caminaba por este barrio, el barrio de la Bi blioteca Nacional; oí decir: "Ha
muerto Kennedy". Supuse que "Kennedy" fuera un vecino irlandés del barrio, y,
luego, al entrar en la Biblioteca, alguien me dijo: "¡Lo han matado...!" Y
entonces comprendí, por el tono con que me lo decía, de quién se trataba, y
recuerdo, durante ese mismo día, haberme detenido en la calle con personas que
no conozco y que no me conocían, y habernos abrazado como una manera de
expresar lo que sentíamos. 40 Aquel día hubo una suerte de comunión entre los
hombres, como la hubo también aquel domingo en que los primeros hombres
llegaron a la luna. Es decir, existía la emoción de lo que había ocurrido, y
existía además la emoción de saber que miles de personas, millones de personas,
acaso todas las personas del mundo, estaban sintiendo con emoción lo que
ocurría. Con la diferencia de que, en el caso de Kennedy, sentimos que algo
trágico había ocurrido, y, en cambio, en el caso de los hombres que llegaron a
la luna, creo que todos lo sentimos como una felicidad personal. Y yo diría más, yo
diría que lo sentí como una suerte de orgullo personal como si, de algún
modo, yo hubiera sido uno de los artífices de esa hazaña prodigiosa. Y quizá no
me equivocaba, quizá todos los hombres han sido artífices de esa hazaña, ya que
todos hemos mirado a la luna, ya que todos hemos pensado en la luna.

F.S. Ya que acaba de nombrar el viaje a la luna, ¿cree que ese viaje es culpable
de quitarles valor a las imaginaciones de Jules Verne o de Herbert George Wells,
por ejemplo?

J.L.B. No. Yo creo que uno comprende que ellos se habían imaginado ciertas
cosas y tenían que situarlas en algún lugar, y las situaron en la luna. En cambio,
ahora hubieran elegido un lugar distinto. En cuanto a Verne, es raro que siempre
se asocie su nombre, ya que Verne era un hombre muy curioso. Porque es
indudable que tenía imaginación; al mismo tiempo, es indudable que esa
imaginación era —digamos— más tímida que la de Wells. Usted recordará que,
en los dos volúmenes47 del viaje a la luna de Verne, éste se opone o no quiere que
sus exploradores lleguen a la luna. El proyectil que habitan cae al océano
Pacífico, a diferencia de la esfera de Wells, que llega a la luna. Creo que en
el tercer capítulo de Los primeros hombres en la luna, de Wells, que
corresponde a 1901, ya los dos amigos —uno de los cuales resulta ser un traidor
— pisan la luna. En cambio, Verne no quiso ir tan lejos. Y recuerdo haber leído
un anécdota —no sé si es cierta— según la cual a Jules Verne lo escandalizaron
las invenciones de Wells. Y dijo: II ment! ("está mintiendo", dijo, con buen
sentido francés). Y recuerdo también que Wells se jactaba de que todo lo
imaginado por Verne sería realizado o podía realizarse. Y que, en cambio, lo
que él había imaginado no se realizaría nunca. Sin embargo, estoy seguro de
que a Wells le hubiera alegrado ser desmentido y que se hubiera sentido tan
emocionado como nosotros al ver que efectivamente había first men in the moon.

F.S. ¿Cuál es el valor que les atribuye a los cuentos de Horacio Quiroga?

J.L.B. No sé si usted sabe que yo soy de familia oriental. Mi abuelo Borges nació
en Montevideo, antes de la Guerra Grande. Y estoy vinculado con familias como
la de Haedo, la de Melián Lafinur y otras. Pues bien, después de haber
declarado esto, me atrevo a declarar que el valor de los cuentos de Horacio
Quiroga me parece —no diré absolutamente, porque no debe emplearse ese
adverbio—, pero me parece casi nulo. Creo que Horacio Quiroga es una suerte
de superstición oriental, o, mejor dicho, uruguaya, ya que corresponde a lo que el
país es actualmente. El estilo de Quiroga me parece deplorable, su imaginación
me parece pobre y, además, me sucede con los cuentos de Quiroga el hecho de
que, al leerlos, nunca puedo creer en ellos, y creo que esto es muy grave; creo que
mientras leemos un cuento, debemos creer en él. Y, además, aquí debo recordar
una observación de Novalis. Dice Novalis que hay muchos pasajes en los libros
que corresponden al lector y no al autor. En cambio, Horacio Quiroga parece
no haber sentido esa diferencia. Horacio Quiroga se maravilla de lo que está
contando. Horacio Quiroga usa palabras como atroz, terrible, estupendo
quizá, que corresponden al lector, no al autor. Es decir, Horacio Quiroga es un
lector demasiado admirativo de su propia obra.

F.S. Sin embargo, usted me dijo una vez que le parecían buenos los cuentos
fantásticos de Lugones en Las fuerzas extrañas, cuentos en los que también es
difícil creer.

J.L.B. Sí... ¿pero cómo vamos a comparar un escritor con otro? Lugones —si
aceptamos su estilo barroco— era un gran escritor. Quiroga, un escritor muy
mediocre y un escritor capaz de increíbles torpezas. Por ejemplo, leí, hará unos
cuatro años, un cuento de Quiroga, A la deriva, en que se habla de un hombre
que creo que remonta un río y que es mordido por una serpiente. Pues bien, en
ese cuento no se sabe qué es lo que se refiere a la historia pre cisa y qué es lo
que se refiere a lo que el hombre habitualmente hacía. Es decir, ese relato está
lleno de ambigüedades innecesarias que corresponden a la torpeza literaria del
autor. En cuanto a la poesía de Quiroga, parece una suerte de parodia — de
parodia involuntaria— dé la poesía de Herrera y Reissig, que también parece una
parodia.48 Por ejemplo, usted me preguntó hace un rato si yo recordaba versos. Pues
bien, recuerdo versos de Horacio Quiroga. Recuerdo estos versos:

... de los verdes jarrones japonistas...

Esto no lo he inventado yo. Y luego un poema sobre un Combate naval, en que


se habla de

la vanguardia marina de los cadetes. 49

Eso él lo publicó en Los arrecifes de coral, y permitió que fuera reeditado


después. Posiblemente yo he escrito versos no menos ridículos, pero también he
sabido avergonzarme de ellos y borrarlos. Y, ya que nombré a Herrera y Reissig,
no sé qué mala suerte lo perseguía, porque bastaba que él nombrara un rubí
para que el lector enseguida pensase en un pedazo de vidrio; o que nombrara
el oro para que uno pensara en un metal cualquiera. Sin embargo, creo que había
cierta pasión en él, que Herrera y Reissig era una persona apasionada, aunque
sea con la pasión de la locura literaria, ¿no?

F.S. ¿A ese estilo un tanto descuidado de Quiroga correspondería quizá el estilo de


Roberto Arlt?

J.L.B. Sí, salvo que, detrás del descuido de Roberto Arlt, yo siento una especie
de fuerza. De fuerza desagradable, desde luego, pero de fuerza. Yo creo que El
juguete rabioso de Roberto Arlt es superior no sólo a todo lo demás que
escribió Arlt, sino a todo lo que escribió Quiroga.

F.S. De igual modo, supongo que lo fatigarían las novelas de Manuel Gálvez.

J.L.B. Sí, pero era una distinta clase de fatiga. Más bien la fatiga de lo gris, de lo
mediocre, una fatiga más tranquila y, por ende, más llevadera. También es cierto
que nunca adelanté mucho en su lectura.

F.S. Me gustaría ahora que me dijera qué opina sobre los cuentos; humorísticos
de Arturo Cancela.

J.L.B. Hay un cuento de Arturo Cancela que me gusta mucho: se titula E L


destino es chambón. Pero, en general, yo creo que el humorismo escrito es un
error. Desde luego, esto significa negar buena parte de la obra de Mark Twain.
Yo creo que el humorismo es algo que surge del diálogo y que es perdonable y
aun agradable en el diálogo. Y aquí recuerdo a Macedonio Fernández. Las bromas
de Macedonio Fernández fueron admirables en el momento en que se dijeron,
porque surgían de la conversación. Pero luego él cometió el error de
escribirlas, de entretejerlas y llegó a una suerte de barroquismo casi ilegible.50
Creo que, con el tiempo, desaparecerá el humorismo escrito, y el humorismo sólo
quedará como una suerte de flor de la conversación. Pero todo esto, sin duda,
es heterodoxo... A mí del humorismo lo que más me agrada es el disparate, sobre
todo el disparate lógico. Por ejemplo, hay una broma —no sé si la hemos
recordado ya— que es obra de un primo mío, Guillermo Juan Borges: "Había
tan poca gente en el concierto, que, si falta uno más, ya no cabe". Pero él la
hizo porque estaba en el ambiente de Macedonio. Porque Macedonio era un
hombre tan inteligente, que obligaba a todos sus interlocutores a ser
inteligentes. Nadie podía ser tonto hablando con Macedonio Fernández... Esto,
desde luego, corresponde a la idea de la transmisión del pensamiento. Yo creo
que la transmisión del pensamiento no es un fenómeno inusual, sino algo que
ocurre continuamente. ¿En qué se basan, por ejemplo, el amor y la amistad? No
se basan en lo que la gente dice, porque más o menos todos decimos lo mismo.
Se basan en el hecho de que sentimos una afinidad detrás de las palabras dichas
por el otro. Me ha ocurrido muchas veces en la vida el asistir a una reunión y
conocer en esa reunión —digamos— a dos personas. Una de ellas ha dicho cosas
inteligentes y agudas. La otra se ha limitado a sonreír y a callar, o simplemente a
callar. Y, sin embargo, al salir de la casa, yo he pensado: "'A' es un imbécil, 'B'
es un hombre inteligente". 'A' había dicho cosas inteligentes, 'B' no había dicho
nada. Y luego he comprobado que no me había equivocado, que hay una
comunicación que va más allá de las palabras. Y esto ocurre, sin duda, con la
obra escrita también. Hay autores que, línea por línea, página por página, y,
acaso, libro por libro, no son especialmente admirables. Sin embargo, uno acaba
por admirarlos, porque todo eso nos deja una imagen de conjunto que es grata
para nosotros.

F.S. Sin embargo, pese a que usted acaba de negar el valor del humorismo escrito,
usted incurrió en esa culpa en Carlos Argentino Daneri y en Bustos Domecq.

J.L.B. Sí, pero el hecho de que yo haya cometido algo no significa que no sea
una culpa.

F.S. Pero, entonces, ¿por qué, pese a que usted tenía conciencia de que era
una culpa, incurrió en ella?

J.L.B. Yo creo que siempre que uno obra mal, sabe que está obrando mal. Y, sin
embargo, lo hace. Yo creo que nadie cree que su propia conducta sea ejemplar.
Y eso se refiere también a lo literario. En el caso de Bustos Domecq, Bioy
Casares y yo sentimos que no debemos dejarnos arrastrar por él. Y sin embargo,
nos dejamos arrastrar por él. En el caso de Carlos Argentino Daneri —ahí soy yo
el que debo defenderme—, creo que la broma es perdonable porque está
incluida en un contexto 51 quizá trágico y sin duda fantástico. Es decir, Carlos
Argentino Daneri es un personaje cómico, pero, al fin de todo, es parte de un texto
que no es cómico, o, en todo caso, que no aspira a ser cómico, sino a ser
fantástico. Y es muy posible que sea mi única agresión humorística, de modo que
no siento demasiados remordimientos por ella.

F.S. ¿Carlos Argentino Daneri sería, tal vez, el arquetipo del escritor
argentino mediocre?

J.L.B. No. Es un amigo mío —de cuyo nombre no quiero acordarme— que leyó el
cuento, que no se reconoció en él y a quien el cuento le hizo gracia y me felicitó.
Cuando yo esbocé ese personaje, yo sabía que no estaba cometiendo una traición,
yo sabía que podía hacerlo con toda impunidad, ya que posiblemente nadie
notara la semejanza, ni siquiera el mismo modelo.

F.S. A mí me parece reconocer, en el doctor Mario Bonfanti, de los S eis problemas


para don Isidro Parodi, tal vez a Arturo Capdevila o a Enrique Larreta. ¿Estoy en
lo cierto?

J.L.B. No. Yo admiro a Capdevila y, en cuanto a Larreta, quizá esté reflejado


parcialmente en otro personaje del libro, en Gervasio Montenegro. Y, en alguna
página de los Seis problemas para don Isidro Parodi hay alguna frase de
Larreta, salvo que ahí está usada burlescamente y Larreta la escribió con toda
seriedad. Pero la verdad es que yo he leído muy poco a Larreta, que su obra no me
ha interesado mucho, y que prefiero no hablar de ella a hablar mal de ella.

F.S. ¿Usted está conforme con los tangos y milongas que compuso con
Piazzolla52 y con la milonga que compuso con José Basso? 53

J.L.B. Estoy más o menos conforme con la letra. Y estoy conforme con la música
de Basso más que con la música de Piazzolla. Pero el hecho es que yo carezco de
toda persuasión musical y que mi juicio no tiene ningún valor.

F.S. En ese disco de que usted forma parte, Catorce con el tango, ¿hay algún tango
de otro de los escritores que le haya gustado especialmente?

J.L.B. (Asume un gesto de infinita duda.)


F.S. ¿El de Petit de Murat, 54 tal vez?

J.L.B. El de Petit de Murat..., creo que se refiere a Güiraldes y a un periodista


que había adquirido un diccionario lunfardo y que se llamaba Carlos Muñoz,
"Carlos de la Púa". Creo que hay un verso que se repite varias veces: ¡Bailóte un
tango, Ricardo! Y me parece raro ese descuido: generalmente es mandóte un
tango lo que suele decirse, ¿no? Pero, en general, los escritores, cuando queremos
escribir en lunfardo, nos equivocamos.
QUINTA CONVERSACIÓN

El tango valeroso y el tango sentimental - El truco - Los prostíbulos del arroyo


Maldonado - Un poema gauchesco de Arturo Jauretche - Radicales y
conservadores - Hipólito Yrigoyen - La despedida de Francisco López Merino -
Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre - Director de la Biblioteca Nacional - Los
druidas y los drusos - Eduardo Mallea - Ediciones del "Martín Fierro".

F.S. Sabemos que usted prefiere que el tango carezca de letra...

J.L.B. A mí no me gusta el tango-canción. Es verdad que los primeros tangos


tenían letra, pero, en general, era una letra obscena, una letra que se hacía
simplemente con fines mnemónicos para recordar la música. Además, el hecho
de que el tango tenga letra lo ha llevado a una dramatización, que es
precisamente lo que me desagrada a mí. Porque yo prefiero, digamos, la tradición
de los payadores, es decir, la de cantar con cierta indolencia, con cierta
indiferencia, la de contar a veces historias sanguinarias con inocencia, como si no
se dieran cuenta de lo que están contando, y creo que eso les da, además, una
mayor eficacia. En cambio, sobre todo con Gardel y después de Gardel, se
tiende a que cada tango sea un pequeño episodio dramático y sentimental, que
suele concluir con un sollozo... Y a mí personalmente eso me desagrada:
posiblemente se trate de un prejuicio de viejo argentino, nada más.

F.S. Y en el caso particular de Homero Manzi, ¿le gustan sus tangos? ¿El
tango Sur por ejemplo?

J.L.B. El tango Sur, sí. Tiene un primer verso lindo: Sur, callejón y después... Al
mismo tiempo, hay en Manzi frases evidentemente falsas, que demuestran, no
diré al literato, pero sí al mal literato. Por ejemplo, en un tango que creo que
es de él, se habla de el viento del arrabal. Ésta es una frase que ningún compadre
hubiera usado. Primero, porque la idea del viento del arrabal es una idea falsa, y,
en segundo término, porque el orillero no se jacta de vivir en un arrabal; dice
"soy del barrio del Retiro" o "soy del barrio de Montserrat", o de donde fuera.
Pero la palabra arrabal es una palabra del todo culta, que no hubiera utilizado
nunca un compadre. Me la nombran las estrellas y el viento del arrabal: eso ya se ve
que está hecho por una persona del centro que tiene una idea senti mental de los
compadres y es del todo ajeno a las coplas populares, que jamás hubieran dicho
eso. Ahora, posiblemente, Homero Manzi (yo lo conocí: se llamaba Manzione)
ignorara del todo ese ambiente, o, lo que es probable, no le importara la
verosimilitud.
F.S. ¿Usted conoció a Juan Muraña, a quien nombra en más de un poema? 55

J.L.B. No, yo no lo conocí. Yo conocí a gente que lo había conocido. Por ejemplo,
a Marcelo del Mazo, a don Nicolás Paredes. En Palermo era una persona
conocida; creo que fue guardaespaldas de Paredes. Era carrero y, según he oído,
al final se dio a la bebida y una noche cayó del pescante del carro y se rompió el
cráneo contra las piedras de la calle Las Heras. Y fue el cuchillero de más fama.
Él, y Suárez el Chileno. Tanto es así, que casi todas las anécdotas de guapos que se
cuentan o —mejor dicho— que se contaban por aquel barrio, se las atribuían a
él. Pero debemos recordar la frase francesa on ne prête qu'aux riches: sólo a los
ricos se les presta. De modo que cualquier acto de valentía se sentía que le
quedaba bien a Muraña, que era famoso por su valor y por su destreza en el
manejo del cuchillo. La única destreza que tenía, porque no creo que fuera un
hombre inteligente: desde luego, no existe ninguna razón para que lo fuera.

F.S. En una oportunidad anterior, usted habló con nostalgia del café La
Paloma, donde se jugaba al truco. Además, tiene un poema dedicado al
truco.56 Quiere decir entonces que ese juego ha representado algo muy grato
en su vida.

J.L.B. Sí. Ha representado horas muy gratas. Sobre todo porque creo que el
truco tiene una superioridad sobre otros juegos. Desde luego, no sobre el
ajedrez ni sobre el bridge, pero sí sobre el poker. Y es el hecho de que,
aunque se juegue por dinero (lo cual es bastante frecuente), el dinero que se
gana no es importante Y una prueba de ello está en el hecho de que nadie dice
"yo gané tantos pesos al truco" sino "yo le gané a Fulano". Es decir, hay una
rivalidad desinteresada en el truco. Además, el truco parece que está hecho
sobre todo para pasar el tiempo; por eso es un juego muy lento, a diferencia
del poker. Y eso es natural, porque el poker —creo— fue inventado por
aventureros, en el oeste americano, gente que buscaba oro y que quería
rápidamente hacerse rica. En cambio, el truco es un juego de gente que tiene
muy poco o nada que hacer; es un juego de las llanuras, de las cuchillas, de las
estancias. Yo lo compararía con el mate, en el sentido de que es más bien un
pasatiempo que otra cosa.

F.S. El truco, ¿es de origen argentino, uruguayo o español?

J.L.B. Hay una dificultad allí. Hay un juego español que se llama truquiflor. Ahora,
yo he hablado, en España, con gente que conocía ese juego y, según lo que ellos
me han dicho, no se parece al nuestro. Hay dos variedades de truco: la que
jugamos en la República Argentina y la que se juega en el Uruguay, que se
llama truco hasta el dos, y que se juega con muestra. Es decir, una vez dadas las
cartas, se saca una carta y el palo de esa carta es la muestra. Si usted tiene
(por ejemplo, digamos que la muestra es de oros), si usted tiene un cuatro de
oros, con eso usted puede matarle al as de espadas. Hay un hecho curioso, y
es que en ese largo y, en general, lánguido poema que escribió Ascasubi,
Santos Vega o Los mellizos de "La Flor", se describe un partido de truco, que
se supone jugado antes de la Revolución de Mayo. Y ese partido de truco
corresponde exactamente al truco hasta el dos. 57 Eso puede tener dos
explicaciones: podemos pensar que Ascasubi, que pasó tanto tiempo en la
República Oriental y que estuvo allí durante la Guerra Grande, durante el sitio
de Montevideo por los blancos de Oribe, aprendió ese truco; y también
podemos suponer que ese truco es la forma más antigua del truco, y que lo que
nosotros jugamos (que en la República Oriental se llama truco ciego o truco
porteño y es el que primero aprenden los muchachos, antes de aprender el
otro) es una simplificación del anterior. Ahora, yo nunca aprendí a jugar al
truco hasta el dos, que es el que se juega en el Uruguay y que es más
complicado, porque esa cuestión de la seña interviene en todo el juego, de
modo que, por ejemplo, puede haber flores de un número más alto que...
creo que la flor más alta es de 47, no estoy seguro. Bueno: del que fuere.

F.S. En este momento, en que la ciudad antigua se nos está borrando, me


gustaría que usted fijara en qué sitios se hallaban ubicados esos prostíbulos a los
que usted se refirió en otra ocasión, esos que estaban alrededor del Maldonado:
¿en qué calles de Palermo?

J.L.B. Esos prostíbulos daban al arroyo Maldonado. Desde luego, yo era chico y
no pude tener ninguna experiencia directa. Pero he hablado con muchísimos
vecinos, entre ellos, por ejemplo, con Alfredo Palacios, que vivía a la vuelta. De
modo que darían al arroyo, es decir, a lo que ahora es la calle Juan B. Justo, por
donde está entubado el arroyo. Y creo —porque he hablado también con
vecinos de Villa Crespo y de Flores— que el arroyo Maldonado tendía —yo no
sé por qué o, precisamente, porque era un zanjón bastante desagradable—,
tendía a producir un tipo de población y de humanidad desagradables. O, en todo
caso había cierta gente que buscaba ese barrio evidentemente pobre. Y, en cuanto
a los nombres de las calles, tendrían que estar esos prostíbulos muy cerca de las
calles que creo que todavía se llaman Humboldt o Darwin, esas calles con
nombres de naturalistas; o, de este lado del Pacífico, en la calle Godoy Cruz.
Más o menos por ese lado. Y creo que se dio ese tipo de casas de mala vida y
de malevaje criollo y calabrés, a todo lo largo del arroyo Maldonado. Desde
luego, un arroyo bastante largo, una zanja bastante larga; porque yo he visto el
arroyo Maldonado en Villa Luro, donde hay esas calles con nombres de poetas,
esas calles que se llaman Virgilio, por ejemplo, u Homero...

F.S. El otro día, hojeando viejos libros, me encontré con uno del año 34, El
Paso de los Libres, de Arturo Jauretche, que tenía...

J.L.B. Un prólogo mío. 58 Sí: pero, ¿por qué le pareció raro? Yo creo que en
ese libro hay versos muy lindos. Y creo que el hecho de que ahora estemos
distanciados políticamente no significa que yo juzgue malos aquellos versos que él
escribió entonces. Es decir, actualmente no nos vemos (yo no diría que lo evito,
porque yo tampoco veo lo bastante como para evitar a nadie), pero, en fin,
estamos bastante distanciados: él se hizo peronista, etcéte ra... Pero en ese
libro hay versos lindos. Yo lo conocí a él por Enrique Amorim, porque
después de la revolución de Uriburu él se desterró al Uruguay. Enrique Amorim
está casado con una prima mía, Ester Haedo, y yo lo conocí a él allí. Él me pidió
un prólogo para el libro, y, como tenía versos realmente lindos, tenía versos que
recordaban a veces el tono de Hilario Ascasubi —uno de los poetas criollos que
yo admiro más—, yo escribí ese prólogo y no me avergüenzo de haberlo escrito.

F.S. No. Lo que pasó es que, en primer término, yo no sabía que Jauretche
hubiera escrito poesías. Yo lo conocía más bien como un político...

J.L.B. Bueno, yo tampoco sabía que ahora fuera político. Yo no tengo ninguna
noticia de él desde hace tiempo...

F.S. ¿No sabía que fue candidato a senador hace unos diez años?

J.L.B. ¿¿¿Jauretche. . . ? ? ? Bueno, no sé. Yo hará no sé cuántos años que no lo


veo. No tengo ninguna noticia de él. Y ni siquiera conozco gente que lo conozca
tampoco. A veces, suena el nombre de él, así de un modo vago... Pero, en fin, yo
no tengo por qué avergonzarme de haber prologado un libro de versos que me
parecía y que quizá, si lo releyera, seguiría pareciéndome bueno.

F.S. En La fundación mítica de Buenos Aires 59 usted tiene un verso que dice: El
corralón seguro ya opinaba: YRIGOYEN. Ese verso, ¿tiene un sentido despectivo o
de solidaridad respecto de lo que opinaba el corralón?

J.L.B. Me agrada mucho que usted me pregunte esto. Yo era radical, yo estuve
afiliado al partido Radical. Pero estuve afiliado por razones del todo ilógicas:
simplemente porque mi abuelo materno, Isidoro Acevedo, fue íntimo amigo de
Alem. De modo que yo fui radical por tradición. Pero luego, cuando los radicales
llegaron al poder, y me di cuenta de que eran una calamidad para el país,
pensé que era absurdo que yo siguiera siendo radical por razones, digamos, de
piedad, de culto de los mayores, razones así de tipo chino o genealógico... Y,
entonces, unos cuatro o cinco días antes de las elecciones, fui a verlo a Hardoy y
le dije que quería afiliarme al partido que él presidía. Esto también tiene su
prehistoria. Yo estaba una vez conversando con una escritora, y, de pronto, ella me
dijo: "Usted, como conservador, dice esto", Yo le dije: "No, yo no soy conservador:
yo soy radical". Y me dijo: "No, no. Usted es esencialmente conservador". Y me di
cuenta de que tenía razón. Y ése fue uno de los motivos que me llevaron a
afiliarme al partido Conservador. Y, además, me di cuenta de que, hablando con
amigos míos conservadores, yo estaba de acuerdo con ellos en todo. De suerte
que yo me afilié al partido Conservador unos días antes de las elecciones; Hardoy
quiso desaconsejarme: me dijo que era absurdo, que no tenían la menor
posibilidad de ganar, y yo hice entonces una frase. Le dije: "A un caballero sólo le
interesan las causas perdidas".60 Y él me dijo: "¡Ah, bueno! En ese caso, ni una
palabra más".

F.S. Pero esto no fue por la época del prólogo a Jauretche... Hará cosa de diez
años, ¿no?

J.L.B. No: ha de hacer aún menos, supongo...

F.S. Habrá sido en el 63, para la elección que ganó Ilia.

J.L.B. Sí, exactamente. Y después me di cuenta de que había he cho bien en


afiliarme al partido Conservador. Pero yo no he tenido ninguna actuación
política; cuando era radical, tampoco. Desde luego, cuando yo me afilié al
partido Conservador, eso se anunció y yo habré pronunciado algún discurso. O
no un discurso: habré hablado en algún comité diciendo que las épocas de mayor
honra, de mayor prosperidad, de mayor dignidad del país, habían correspondido
a gobiernos conservadores, pero a eso se ha reducido mi actuación política.
La verdad es que yo no tengo ninguna vocación política.

F.S. ¿Cómo veía usted la misteriosa figura de Hipólito Yrigoyen?

J.L.B. Yo nunca lo conocí. En mi familia, sí: eran amigos de él. Yo no lo conocí


nunca, y lo curioso es que Yrigoyen cultivaba ese misterio. Hasta se dijo que,
durante su presidencia, él seguía conspirando, como lo había hecho toda su vida. Y,
a diferencia de otro gobernante de cuyo nombre no quiero acordarme, creo
que fue un hombre de escasas luces pero también un hombre muy probo. Por
ejemplo, él siguió viviendo modestamente en los altos de una casa de la calle
Brasil. No tuvo el esnobismo de algunos dictadores, que frecuentaban el teatro
Colón y les gustaba mucho la idea del lujo. Al contrario: siendo de buena familia,
no le interesó nunca asistir a las reuniones de sociedad; a la hija de él no le
interesó vestirse en París; a él le desagradaba que aparecieran retratos suyos.
Es decir que siguió siendo un modesto y oscuro señor argentino, siendo, además,
presidente de la República. Y ya que hablamos de Yrigoyen... —no sé si he
recordado ya una frase de él—: parece que un grupo de personas fue a verlo
después de la elección que lo hizo presidente —desgraciadamente para él— por
segunda vez. Entonces él les contestó con una frase que resultó profética: "Les
diré, como los antiguos compadres de Balvanera (Balvanera —el Once— era su
barrio y allí fue caudillo Alem): 'Siempre me ha ido tan mal, que, cuando me
va bien, me da miedo'". Y tenía toda la razón. Porque si Yrigoyen hubiera
perdido esas elecciones, ahora tendríamos el recuerdo o habría dejado la
memoria de un buen presidente o, en todo caso, de un hombre honorable
(bueno..., honorable siempre sigue siéndolo), pero, en fin, hubiera sido mejor
para él no haber sido elegido por segunda vez. Por lo demás, él aceptó la
revolución de Uriburu. Es decir, cuando él se dio cuenta de que el país no
quería que él fuera presidente, él no insistió.

F.S. ¿Qué recuerdos conserva de Francisco López Merino, a quien le dedicó un


poema? 61

J.L.B. De López Merino tengo recuerdos muy precisos. Éramos muy amigos. Sé que
se suicidó por haber descubierto -—en una radiografía que él tenía que llevar a
un médico y cuyo sobre abrió yendo de La Plata a Buenos Aires— que estaba
tuberculoso. Y la tuberculosis —creo que esto ocurrió en el año 1928— era
entonces una enfermedad incurable. Entonces él tomó la decisión de suicidarse.
Yo lo vi por última vez en casa. Nosotros vivíamos en la avenida Quintana entre
Montevideo y Rodríguez Peña. Panchito López Merino —así lo llamábamos—
venía más o menos cada semana o cada quince días a casa. Luego tenía que
hacer ese largo trayecto desde el barrio de la Recoleta hasta Constitución
para tomar el tren que lo llevaría a La Plata. Él comió con nosotros. Mi padre
se retiró temprano, y López Merino dijo: "Quiero despedirme del doctor". Mi
padre ya se había acostado, y yo sabía que mi padre era un hombre que ponía
la cabeza en la almohada y se quedaba dormido en seguida (una vez me dijo que
él, siempre, antes de dormir, pensaba en un país fantástico —no quería darme
ningún detalle sobre ese país—, y que luego ya empezaba a soñar con ese país y
se quedaba dormido). Yo sabía, entonces, que mi padre ya estaba durmiendo.
Mi madre le dijo a Panchito que mi padre estaba dormido, y que ella le diría al
otro día que López Merino se había despedido de él. López Merino, que era
una persona muy cortés, dijo, sin embargo, con cierta terquedad que no excluía la
cortesía: "Yo quiero despedirme del doctor" (así lo llamaba a mi padre).
Entonces yo subí a la habitación de mi padre, lo desperté, le dije que López
Merino quería despedirse de él. Mi padre se quedó un poco sorprendido.
López Merino entró y le dijo: "Quiero despedirme de usted, doctor". Le dio la
mano y se fue. Y luego, unos diez días después se suicidó: entonces comprendimos
por qué quería despedirse. Quería despedirse porque esa despedida no era una
mera ceremonia o un rito frivolo: realmente estaba despidiéndose. Es decir, él
sabía que iba a suicidarse: si no, no se explica esa insistencia. Recuerdo que él se
suicidó el día del cumpleaños de mi madre, el 22 de mayo. En casa estábamos un
pequeño grupo de amigos, tomábamos champagne, estaba lloviendo a cántaros,
y en eso me hablaron del diario El Mundo. Me dieron la noticia, me pidieron
que contara alguna anécdota de él, y entonces ocurrió lo que siempre ocurre
cuando a uno le hablan de un amigo: uno tiene una imagen muy precisa de él, pero
es difícil transmitir esa imagen o amonedarla en una anécdota.

F.S. ¿Usted tiene preferencia por la lectura de algún diario en particular?

J.L.B. No. Además, que yo nunca leo periódicos.

F.S. ¿Antes tampoco?

J.L.B. Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna
perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo
contemporáneo. Recuerdo que yo estaba en Ginebra cuando empezó la primera
guerra europea, y yo estaba estudiando entonces historia antigua. Y yo, con
toda inocencia —es verdad que tendría catorce o quince años—, pensé: "Qué
raro que a todo el mundo, de golpe, le interese ahora la historia; qué raro que a
ninguno le interesen las guerras púnicas o las guerras de los persas y de los
griegos, y que ahora todo el mundo esté tan interesado en la historia
contemporánea". Y además pensé que, posiblemente, lo que ocurre ahora es
difícil de conocer. Y luego recuerdo una frase de Macedonio Fernández —siempre
estoy volviendo a Macedonio Fernández—: "Los historiadores, tan conocedores
del pasado como ignorantes nosotros del presente". Tanto es así que, cuando los
hombres llegaron a la luna, yo no sabía que eso fuera a emocionarme. Yo pensé que
era un hecho que tenía que ocurrir tarde o temprano, dados los propósitos de la
ciencia. Y, sin embargo, una semana antes de la hazaña, ya empecé a inquietarme,
ya empecé a sentir temor de que fracasara; y luego, cuando realmente los
hombres pisaron la luna, sentí una emoción que podemos llamar íntima, personal.
Y, al mismo tiempo, me alegró la idea de que, sin duda, todas las personas del
mundo estaban sintiendo lo mismo, de que todos nos sentíamos personalmente
felices y orgullosos de que eso hubiera ocurrido, de que, de algún modo, todos
participábamos en esa hazaña, de que no se trataba simplemente de quienes la
habían planeado y de quienes la ejecutaban. Todos los hombres del mundo han
mirado la luna, han deseado eso y tienen que haberse sentido contentos de que
eso hubiera ocurrido. Y luego pensé —quizá pude haberme equivocado— que
el hecho de que tres hombres llegaran a la luna es algo que puede unir a todos los
hombres. Porque es una suerte de hazaña de toda la humanidad, más allá del
hecho de que sean americanos o húngaros o chinos o lo que fuere...

F.S. Una vez leí en La Prensa que, si usted tuviera que elegir tres obras de
escritores argentinos, una de ellas sería la Historia de Vicente Fidel López. ¿Por
qué le gusta tanto ese libro?

J.L.B. Es muy difícil explicar un agrado.

F.S. Compárelo entonces con Mitre.

J.L.B. Yo siento que hay una intimidad en el tono de López, que no hay en Mitre.
Y creo que la obra de López no está hecha como pedestal de un personaje. En
cambio, la Historia de San Martín o la Historia de Belgrano están hechas un
poco como pedestales, como estatuas: están hechas para exaltar a individuos en
particular. Por el contrario, creo que Vicente Fidel López recoge toda una
tradición argentina y recoge los defectos también.

F.S. ¿Cómo, dónde y cuándo conoció a Victoria Ocampo?

J.L.B. Yo había dado una conferencia —mejor dicho, yo la había escrito y otra
persona la había leído: yo no me animaba a hablar en público— 62 sobre El idioma de
los argentinos (título muy exagerado, desde luego: ahora yo hablaría más bien de
una entonación argentina del español, de una respiración argentina del español,
pero no de un idioma distinto), y Victoria estuvo de acuerdo con esa conferencia.
Entonces ella me escribió una carta y fue a casa nuestra —era cuando vivíamos
en Quintana—. Y luego fue extraordinariamente bondadosa conmigo. Cuando se
fundó la revista Sur, me incluyó a mí en el comité de colaboración. En el primer
número de Sur apareció un grabado de mi hermana, y apareció un artículo mío
sobre la obra de Ascasubi, que yo creía que había sido olvidada con injusticia. Y,
desde entonces, hemos sido excelentes amigos y, además, yo le debo a ella y a
Esther Zemborain de Torres el hecho de ser director de la Biblioteca
Nacional. Y al doctor Dell'Oro Maini también; y a Ricardo Sáenz Hayes.
Porque en el año 55, después de la Revolución Libertadora, cuando había que
buscar personas del todo insospechables de peronismo, se pensó en mí. Eso se le
ocurrió a Esther Zemborain; habló con Victoria Ocampo, ella habló con el doctor
Sebastián Soler, y en seguida empezaron a hacer una campaña en favor de que
me nombraran a mí director de la Biblioteca. Yo lo supe; hablé con Victoria y le
dije que la Biblioteca Nacional me quedaba muy grande y que el que mucho
abarca, poco aprieta —ésta no es una metáfora muy original, pero en fin... — y
que por qué no pedían para mí la dirección de la Biblioteca de Lomas de Zamora,
por ejemplo, que me permitiría vivir en Lomas —que es un pueblo que me gusta
mucho—. Victoria me dijo: "No sea idiota", y, efectivamente, al cabo de un tiempo
—la Revolución fue en septiembre—, el 17 de octubre, yo fui con un grupo de
escritores a saludar al general Lonardi. Yo me acuerdo de aquel día: estábamos
en la plaza de Mayo; vigilados por el escuadrón de seguridad, había tímidos
peronistas en las esquinas que, de vez en cuando, alzaban los ojos al cielo
esperando un avión negro, según se decía. Yo pensé: "Qué raro. Voy a entrar en
la Casa Rosada. En la Casa Rosada no está el dictador, y, por primera vez en
mi vida, va a darme la mano un presidente de la República... Todo esto tiene
algo de sueño". Luego nos recibió el presidente. Yo fui el último. Cada uno de
nosotros tenía que decir su nombre. Cuando yo le dije mi nombre, el general
Lonardi me dijo: "¿Director de la Biblioteca Nacional, tengo entendido?" Y
entonces Mujica Láinez, o algún otro, dijo: "Nos agrada oír esas palabras en boca
de Su Excelencia". Yo me quedé como muerto. Luego salimos, yo fui a casa, mi
madre me dijo: "¿Cómo te fue con el presidente?" "Bien", dije yo. Entonces ella
me dijo: "Acaban de hablarte del Ministerio de Educación". "Ah", dije yo, "ha de
ser por lo que me ha dicho Lonardi". Entonces le conté a mi madre que me había
dicho que era director de la Biblioteca. Esa noche, mi madre y yo salimos a
caminar, llegamos aquí a la calle México, mi madre me dijo: "Bueno, ahora que
sos el director, ¿por qué no entras? Vamos a mirar un poco por adentro cómo es
todo". Y yo, por una especie de temor supersticioso, dije: "No, mejor es no
entrar hasta que sepa que puedo entrar". Y, efectivamente, no entré. Y, a la
mañana siguiente, me avisaron desde el Ministerio que estaba nombrado y que
podía hacerme cargo de la dirección de la Biblioteca. Y todo eso fue una
amistosa conspiración inventada por Esther Zemborain de Torres y luego
organizada por Victoria Ocampo y por otros amigos míos.

F.S. Antes de ser director, ¿usted no acostumbraba venir a la Biblioteca?

J.L.B. Yo era muy tímido. Yo he venido mucho a la Biblioteca Nacional, pero, en


realidad, el único libro que yo leía era la Encyclopaedia Britannica. Y era la
Encyclopaedia Britannica porque yo sabía que esa enciclopedia estaba en los
anaqueles laterales y no tenía que pedirla. De modo que todo era mucho más
sencillo. Yo sacaba un tomo cualquiera de la Encyclopaedia (que era una edición
vieja; es decir, una de esas ediciones no hechas para la consulta sino para la
lectura, con artículos largos; además, a mí no me importaba —digamos— que la
estadística estuviera à la page o no, porque a mí esas cosas no me interesan), y
recuerdo una noche muy agradable en que adquirí bastante información sobre
los druidas y sobre los drusos, que naturalmente eran vecinos en las páginas de
la Encyclopaedia. De modo que yo he venido mucho a la Biblioteca y, por
supuesto, yo sabía que Groussac era el director. Pero yo no me animé nunca a
acercarme a Groussac, porque sabía que era una persona áspera, una persona de
trato ingrato y que, en fin, el diálogo con él no hubiera sido agradable. Era una
persona fácilmente irascible. Además, Groussac se sentía desterrado. Groussac
pensaba que su verdadero destino era el de ser un gran escritor francés y le
dolía tener que vivir aquí, en el fin del mundo. Y escribió aquella frase: "Ser
famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido", en donde se nota
la nostalgia de Francia y cierta amargura.

F.S. El comité de colaboración de la revista Sur también lo integra Eduardo


Mallea...

J.L.B. Sí. Yo a Mallea lo conocí... le voy a decir exactamente cómo. Un


domingo se presentó en casa un grupo de escritores jóvenes. Yo les llevaría
cuatro o cinco años, pero, en aquella época, era bastante importante la diferencia.
Ahora no, porque con el tiempo se van igualando los tantos. Esos escritores eran:
Leónidas de Vedia, Carlos Alberto Erro, Saslavsky, Mallea, y algún otro más. Ellos me
dijeron que iban a fundar una revista, y me pidieron un poema. Y yo me sentí muy
orgulloso y, al mismo tiempo, con cierto temor de que, una vez leído el poema,
fuera rechazado unánimemente. Pero, en fin, los recibí, les di el poema, y, al cabo
de unos días, me dijeron que podía corregir las pruebas, lo cual ya me pareció
un buen augurio... Creo que la publicación se llamaba Revista de América, y
salieron tres o cuatro números. Y yo me sentí muy orgulloso de esa visita.

F.S. ¿A usted le gustan las novelas de Mallea?

J.L.B. Sí. Sobre todo una novela breve que se titula Chaves, que creo que es lo
mejor que ha escrito él. Y luego un cuento, cuyo nombre no recuerdo, sobre un
hombre que siente celos anticipados de un desconocido, y luego llega más o
menos a provocar el adulterio de su mujer: algo así como una versión más compleja
de El curioso impertinente de Cervantes. Ahora, Mallea, como yo, es un hombre
tímido, de modo que hemos llegado a la amistad, pero no a la intimidad. Es
decir: yo lo aprecio, sé que él me aprecia, pero no nos vemos con mucha
frecuencia. Y me pasa lo mismo con Carlos Mastronardi, y este caso es aún más
raro. Porque yo diría que Carlos Mastronardi es mi más íntimo amigo, salvo que
no quiero usar el más porque parece excluir a otros, y yo ciertamente no quiero
excluir a Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, o a Manuel Peyrou. El hecho es que yo
puedo ver dos veces por año a Carlos Mastronardi, y eso no empaña nuestra
amistad en modo alguno.

F.S. ¿Usted conoció a Carlos Alberto Leumann?

J.L.B. Sí, pero muy poco.

F.S. ¿Leyó alguna obra suya?

J.L.B. Leí alguna novela de él, que no me interesó, y leí el prólogo de una
edición al Martín Fierro. En ese prólogo hay una afirmación que a mí me parece
insostenible. Dice que él ha usado, para esa edición del Martín Fierro, el mismo
procedimiento que usó Lachmann, creo, para editar el Nibelungenlied, el Cantar
de los Nibelungos. Ahora bien: yo no sé qué parecido puede haber entre la tarea
de compulsar una serie de manuscritos medievales y la tarea de reeditar un libro
publicado en Buenos Aires en el año 1872. Además, no creo que Leumann
tuviera ningún conocimiento del campo. Y, ya que hablamos del Martín Fierro,
creo que hay una edición del Martín Fierro que tiene notas que son realmente
valiosas, y que no es ciertamente la de Tiscornia (ya que Tiscornia se limitó a una
serie de paralelos imaginarios entre la novela picaresca española y la poesía
gauchesca), sino la edición de Santiago Lugones —primo, creo, de Leopoldo
Lugones—, un hombre que conocía realmente el campo y que sitúa al Martín
Fierro en el ambiente del Martín Fierro y no en el ambiente de lo que pudo haber
sido la España picaresca del siglo XVII, que no tiene absolutamente nada que ver
con la vida en la provincia de Buenos Aires en mil ochocientos setenta y tantos,
en la época de los malones y de los fortines.

F.S. Hace unos días habíamos hablado de la película Martín Fierro. Después se
estrenó la versión fílmica de Don Segundo Sombra... 63

J.L.B. Yo no la he visto. Ahora, todas las referencias que tengo son excelentes,
y, al mismo tiempo, me parece muy difícil hacer un film sobre un libro que es casi
una serie de cuadros de costumbres. Porque, fuera de la creciente amistad
entre el tropero viejo y el chico, yo no sé qué acción novelesca tiene.
SEXTA CONVERSACIÓN

El diccionario de argentinismos - El primer libro - Evaristo Carriego - Escritores


españoles del siglo XX - Alfonso Reyes - La biblioteca y las aves de corral -
Beneficios del peronismo - La fama de Discépolo - Conan Doyle, los gatitos y los
panes - El overo rosao - Facundo vs Martín Fierro - El gato de Cheshire - Kafka y
Henry James - El cuento y la novela

F.S. ¿Por qué le desagradan poemas tales como El general Quiroga va en coche
al muere?

J.L.B. El poema —llamémoslo así— El general Quiroga va en coche al muere me


parece ahora una especie de calcomanía. Además, no sé cómo me atreví a
escribir un poema sobre un tema que ya había sido tratado definitivamente por
Sarmiento, que inventó —más o menos— a Facundo Quiroga. Lo hice exagerando
el tono criollo, y eso tuve que modificarlo en ediciones ulteriores. 64 Por ejemplo, yo
había puesto

las ánimas en pena de fletes y cristianos.

Luego, releyéndolo, pensé que eso de fletes y cristianos correspondía a un


hombre de letras que quiere ser criollo y entonces puse de hombres y de
caballos, lo cual me pareció mucho más natural. Por otra parte, creo que ese poema
tiene un defecto esencial: está escrito para que sea pintoresco, es decir, está
escrito desde afuera. En cambio, creo que hay otro poema mío, de tema
análogo, un poema sobre la muerte de Francisco Narciso de Laprida, titulado
Poema conjetural, en el cual tenemos un tema histórico y sin exceso de ponchos,
de pingos y de todos los demás recursos del escritor porteño cuando quiere ser
gaucho, y que está escrito al revés: es decir, yo trato de sentir lo que el hombre
sintió, pudo haber sentido o debió haber sentido. Aquel poema, como otro —que
creo que es peor todavía, si es que es dable suponer algo peor—, La fundación
mítica de Buenos Aires, son ejercicios pintorescos de un principiante, y siempre
me ha parecido raro que alguien los tomara demasiado en serio, salvo como
meras diversiones.

F.S. Entonces quiere decir que a usted le habrá costado mucho llegar a sus
actuales convicciones lingüísticas.

J.L.B. Sí. La verdad es que para llegar a escribir de un modo más o menos
aseado, de un modo más o menos decoroso, he necesitado llegar a los setenta años.
Porque hubo una época en que yo quería escribir en español antiguo; luego
quise escribir a la manera de aquellos escritores del siglo XVII que, a su vez,
querían escribir como Séneca —un español de tipo latino—; y luego pensé que
tenía el deber de ser argentino. Entonces adquirí un diccionario ds argentinismos,
me dediqué a ser criollo profesionalmente, hasta tal punto, que mi madre me dijo
que no entendía lo que yo había escrito, porque ella no conocía el diccionario
ese y hablaba como una criolla normal. Y ahora creo que he llegado a escribir de
un modo más o menos sencillo. Y recuerdo una frase de George Moore que me
impresionó, quien, para elogiar a alguien, dijo: "Escribía en un estilo casi anónimo".
Y me pareció que era el mejor elogio que podía hacerse de un escritor: He wrote
in an almost anonymous style.

F.S. Entonces es evidente que entre la Historia universal de la infamia y...

J.L.B. Bueno, la Historia universal de la infamia está escrita en un estilo barroco;


pero está hecha como una especie de broma, ¿no? De broma no muy graciosa...
pero, en fin, no se me ocurrieron otras cosas.

F.S. Claro. Yo, particularmente, prefiero leer El Aleph y no la Historia universal


de la infamia.

J.L.B. Ah, sí: desde luego, hay una diferencia capital. La Historia universal de la
infamia está escrita por un principiante, y El Áleph está escrito por un hombre
que tiene alguna experiencia literaria y que sabe renunciar a ciertos juegos, a
ciertas diabluras o travesuras fáciles.

F.S. ¿Qué sintió usted cuando vio Fervor de Buenos Aires, su primer libro, en la
calle?

J.L.B. La expresión ver en la calle es exagerada, porque yo no lo puse en venta, yo


no pensé que a nadie pudiera interesarle lo que yo escribía. Pero recuerdo que,
cuando tuve un ejemplar en las manos, me sentí muy emocionado. Eso es un poco
misterioso, porque, al fin de todo, no hay mucha diferencia entre un manuscrito
y un libro impreso, y menos aún entre una copia a máquina y un libro impreso —
aunque, la verdad es que lo que yo entregué fue un manuscrito. Sin embargo,
esa diferencia existe. Porque ése fue mi primer libro y, cuando las cosas ocurren
por primera vez, impresionan mucho. Y, en cuanto a premios, la gente ha sido
muy generosa conmigo: yo he obtenido premios literarios importantes, y ninguno
me ha impresionado tanto como aquel Segundo Premio Municipal de Literatura
en prosa que obtuve el año 1928, 65 porque era el primer premio que yo tenía.
F.S. Cuando usted era joven, ¿recibió algún consejo literario que le haya sido
especialmente útil?

J.L.B. Sí. Recibí el consejo de mi padre. Me dijo que escribiera mu cho, que
rompiera mucho y que no me apresurara a publicar, de suerte que el primer
libro que yo publiqué, Fervor de Buenos Aires, fue realmente mi tercer libro. Mi
padre me dijo que, cuando yo hubiera escrito un libro que yo juzgara no del
todo indigno de la publicación, él me iba a pagar la impresión del libro, pero
que cada uno tenía que salvarse por su propia cuenta y que no lo pidiera
consejos a nadie. Yo, por lo demás, era demasiado tímido como para mostrar
lo que yo escribía, de suerte que, cuando el libro apareció, mi familia y mis
amigos lo leyeron por primera vez: yo no se lo había mostrado a nadie y no se
me hubiera ocurrido pedir un prólogo tampoco.

F.S. ¿Cómo era Evaristo Carriego?

J.L.B. Evaristo Carriego era un muchacho muy seguro de su ta lento —creo que
demasiado seguro de su talento—, ya que recuerdo que se indignó una vez cuando
alguien declaró que Lugones, Almafuerte y Banchs componían el "triunvirato" de la
literatura argentina: él hubiera querido borrar a Lugones y ponerse en su lugar.
Decía que Lugones no era poeta. La verdad es que Carriego había llegado a un
concepto sensiblero de la poesía y le parecía que faltaban esas sensiblerías en
Lugones.

F.S. Y, evidentemente, era una ambición desmedida la de Carriego.

J.L.B. Era una ambición absurda, desde luego. Ahora, yo no creo que él le
debiera nada a Lugones: hubiera sido mejor para él si le hubiera debido a
Lugones. Él empezó siendo discípulo de Almafuerte y de Rubén Darío; era
amigo de Almafuerte e iba a visitarlo a La Plata. Yo tuve en casa una fotografía
de Mas y Pi, un periodista que firmaba "+ y ¶", y colaboraba en la revista
Nosotros... Una fotografía tomada en casa de Almafuerte, que vivía entonces yo
no sé si en Tolosa o en La Plata —en todo caso por ese lado—: Tolosa es un
suburbio de La Plata, usted sabe... Carriego era una persona a la que le
interesaba mucho lo militar ; y, sobre todo, le interesaba mucho todo lo referente a
Napoleón, y recuerdo una vez que él fue a casa. Hablaron de la batalla de
Waterloo, y recuerdo que mi padre y Carriego nos explicaron la batalla usan do
las copas, las tacitas de café, la panera y todo eso como para que pudiéramos
seguir la batalla.
F.S. Los ensayos que usted publicó en 1932, en Discusión, ¿los volvería a
escribir con esos mismos conceptos?

J.L.B. No. No recuerdo cuáles son los conceptos, pero sería muy triste que yo
no hubiera adelantado nada, ¿no?

F.S. Bueno, para buscar un ejemplo concreto: digamos el artículo sobre


Quevedo, que apareció en Otras inquisiciones.. . ¿Usted opina de modo distinto
ahora?

J.L.B. Sí, yo creo que yo tenía una admiración excesiva por Que vedo. Y los que
me curaron de esa admiración excesiva fueron dos: uno, Adolfo Bioy Casares, y el
otro, el mismo Quevedo, a quien yo he tratado de releer, y que me parece
ahora un literato demasiado consciente de lo que hace. Me parece, además, que
hay algo duro, dogmático, en Quevedo. Al mismo tiempo, hay una afición a los
juegos de palabras bobos —esa afición la comparte con Miguel de Unamuno,
también. Actualmente mi admiración por Quevedo es muy limitada... Es
curioso: en aquella época, yo creía que Lugones era superior a Darío, y que
Quevedo era superior a Góngora. Y ahora, Góngora y Darío 66 me parecen muy
superiores a Quevedo y Lugones. Creo que tienen cierta inocencia, cierta
espontaneidad, que no tuvieron los otros —que tomaron todo demasiado en
serio.

F.S. ¿En Góngora le parece que hay espontaneidad?

J.L.B. En algunos sonetos, sí. Desde luego, en las últimas obras 67 de él, no: en las
Soledades, en el Polifemo (estas obras me parecen que corresponden a una suerte
casi —yo diría— de perversión literaria). Pero creo que hay sonetos —el soneto A
Córdoba, por ejemplo, y otros— en que hay espontaneidad. Y en Quevedo es muy
raro que la haya.

F.S. Ya que acaba de nombrar a Unamuno... ¿Qué opina de él, de Azorín y de


Antonio Machado?

J.L.B. Creo que Unamuno. a pesar de sus defectos, es superior a los otros. En
cuanto a Azorín, me parece un escritor absolutamente deleznable, o que sólo
tiene virtudes negativas. Tiene la virtud de no haber cometido ciertos errores, de
haber eludido el énfasis español... Pero, en fin, ésta es una virtud de omisión,
podemos decir. Y no creo que haya ningún valor positivo en su obra.

F.S. ¿Casi se podría decir que no es más que un periodista?


J.L.B. Sí. Pero uno espera que un periodista sea más entretenido que Azorín.
De modo que no sé si hubiera tenido éxito como periodista: posiblemente le
hubieran devuelto sus crónicas. Es una persona que parece muy interesada en
circunstancias mínimas: el hecho de si llueve o no llueve, etcétera. Ahora, en
cuanto a Antonio Machado, desde luego tiene algunas páginas espléndidas,
pero, al mismo tiempo, tiene otras en que se ve al andaluz que trata de ser
castellano, que abunda en nombres propios geográficos. Realmente, creo que
comparto la opinión de Cansinos Asséns, que decía que Manuel Machado le
parecía superior a Antonio. Desde luego, un escritor debe ser juzgado por sus
mejores páginas, siempre. Y creo que las mejores páginas de Manuel no son
inferiores a las mejores de Antonio. Además, creo que es muy posible que haya
influido el hecho de que Antonio fue republicano y de que Manuel Machado
fue franquista, y me parece absurdo juzgar a un escritor por sus opiniones
políticas.

F.S. Hablando de andaluces, si García Lorca no hubiese sido fusilado, tendría


sólo un año más que usted. ¿Cómo ve a ese escritor, prácticamente coetáneo suyo?

J.L.B. A mí, García Lorca siempre me ha parecido un poeta menor. Me ha


parecido un poeta meramente pintoresco; un poeta que aplicó ciertos
procedimientos de la literatura francesa de entonces a los temas andaluces.
Algo así como Fernán Silva Valdés aplicó el incipiente ultraísmo a ciertos temas
de la nostalgia criolla, en Agua del tiempo. Más o menos lo que después haría
Güiraldes con Don Segundo Sombra. La verdad es que yo nunca he podido
admirar mucho a García Lorca. O, mejor dicho, me parece que lo que él hacía
en verso estaba bien, pero que no es muy importante lo que ha hecho, me
parece que es puramente verbal, que se nota cierta íntima frialdad en todo lo que
él escribe. Como escritor, es incapaz de pasión. Y, en cuanto a las obras de teatro,
no sé si puedo juzgarlo por una pieza llamada Yerma, una pieza que yo no pude
ver hasta el fin, porque me aburrió tanto, que me tuve que ir. Creo que él tuvo la
suerte de ser fusilado y creo que eso contribuye, ¿no? Posiblemente, con el
tiempo él hubiera aprendido a jugar a otros juegos más interesantes qué los
suyos. Y creo que la mía es la opinión de mucha gente en España, sobre todo en
Andalucía. Creo que García Lorca ha de tener más éxito —digamos— en Castilla
o en Galicia, y no en Andalucía, donde notan la falsedad de su andalucismo. Y,
desde luego, tendrá aún más éxito en Francia.

F.S. Usted me había dicho que el siglo XVIII español vale poco...

J.L.B. Más bien diría que no vale nada.


F.S.... que el XIX es una vergüenza...

J.L.B. ¡Es que realmente es una vergüenza!

F.S. Bien. En cuando al siglo XX español, yo le nombré estos escritores para ver si
surgía alguna figura de su agrado. ¿Juan Ramón Jiménez, tal vez?

J.L.B. Juan Ramón Jiménez empezó escribiendo bien, pero al final se resignó a
cualquier cosa. Los últimos libros de Juan Ramón Jiménez parecen puramente
casuales: parece que él escribiera cualquier cosa que se le ocurriera. O no
solamente cualquier cosa: cualquier palabra, cualquier conjunto de frases que
se le ocurriera. Creo, en fin, que la literatura argentina contemporánea es más
rica que la literatura española contemporánea.

F.S. ¿Usted fue muy amigo de Alfonso Reyes, no?

J.L.B. Sí. Y creo que la prosa de Alfonso Reyes es muy superior a la de


cualquier escritor español. Por lo pronto, Alfonso Reyes tenía buen gusto, no
hubiera incurrido en las cursilerías y en las pedanterías de Ortega y Gasset. Alfonso
Reyes tenía una suerte de gracia, de levedad, un modo de decir las cosas así como
si no se diera cuenta de que las decía. Ahora, también hay que pensar que Ortega
y Gasset fue profesor y se habrá acostumbrado a hacer bromas para quedar bien
con los alumnos, y luego las intercalaba en sus obras. De Alfonso Reyes guardo
recuerdos excelentes. Yo lo conocí a Reyes cuando en Buenos Aires yo era —
digamos— el hijo de Leonorcita Acevedo, el nieto del coronel Borges..., qué
sé yo... Yo no existía por cuenta propia. Y Reyes, no sé cómo, me vio a mí en
función de mí mismo y no en función de mis parentescos. Recuerdo además que
Reyes tenía el don de encontrar una cita adecuada para cualquier situación
humana. Por ejemplo, estuvimos hablando del poeta mexicano Othón. Yo sabía de
memoria muchos sonetos suyos: ahora recuerdo alguna línea suelta, no más. Y
Reyes me dijo que él había conocido a Othón, porque éste solía ir a casa de su
padre, el general Reyes —que se hizo matar cuando lo de Porfirio Díaz. Y yo
entonces, sorprendido, le dije: "Pero, ¿cómo?, ¿usted lo conoció a Othón?". Y
Reyes, encontrando la cita exacta —un verso de Browning—, me dijo: Ah, did
you once see Shelley plain? ("¿Usted lo vio de cerca a Shelley?"). Encontraba las
citas así, en seguida. Luego, Reyes tenía una gran generosidad, que yo he
encontrado también en Ricardo Güiraldes. Yo les entregaba un poema que era
un mero borrador de borradores y en el cual yo no había llegado a decir nada,
y ellos adivinaban lo que yo estaba tratando de decir, lo que mi inexperiencia
literaria me había impedido decir. Reyes fue muy bueno conmigo. Incluyó mi
libro Cuaderno San Martín en su colección Cuadernos del Plata. Él era
embajador de México y, en cada país al que iba, se hacía amigo, desde luego,
de los escritores conocidos —fue amigo de Lugones, por ejemplo—, pero
también buscaba a los muchachos que empezaban a escribir. Y solía convidarme a
comer con él todos los domingos a la noche en la embajada de México.
Recuerdo que yo le presté a Reyes un libro de Bertrand Russell sobre filosofía
de la matemática; tengo todavía el libro, con alguna nota marginal de Reyes.

F.S. Hace unos minutos usted me habló de una suerte de perversión literaria que
usted encontraba en el estilo de algunas obras de Góngora. Yo leí Un modelo
para la muerte y no sé quién es de más comprensible lectura: si Góngora o
Suárez Lynch.

J.L.B. ¡Ah, bueno! Pero yo creo que usted tiene perfectamente razón. Cuando
Bioy y yo escribimos ese libro, resolvimos no volver a escribir más en ese estilo. Yo
le dije a Bioy que él no debía permitir una reimpresión de ese cuento, porque el
cuento es una serie de bromas sobre bromas sobre otras bromas, de modo
que habíamos llegado a una suerte de humorismo ridículo.

F.S. Yo creo que, considerando los fragmentos aisladamente, el cuen to es muy


gracioso, pero que es muy difícil seguir la trama.

J.L.B. Sin embargo, el argumento no está mal. Lo que sí, que el ar gumento está
como sepultado bajo tantas absurdidades. Yo no sé qué nos pasó ahí.

F.S. Yo, cuando lo leía, festéjala —por ejemplo— las frases del doctor Mario
Bonfanti y se me escapaba la trama.

J.L.B. Y en una novela policial, eso es fatal. Y Néstor Ibarra me dijo lo mismo:
"Es una lástima", me dijo, "que ustedes escriban cuentos policiales; deberían
mostrar simplemente personajes disparatados, porque uno puede seguir a los
personajes disparatados y hasta pueden hacerle gracia, pero, si además de eso,
uno tiene que retener una trama policial y la solución de la trama, resulta
totalmente imposible; ustedes escriben con dos intenciones incompatibles".

F.S. Eso me pasa a mí: festejo las bromas y no entiendo la trama.

J.L.B. ¡Y me pasa a mí, que la escribí! Por momentos no entiendo qué hemos
escrito. Por eso le dije a Bioy que era mejor no reimprimir ese libro. Pero él me
dijo: "Bueno, de cualquier modo alguien va a hacerlo alguna vez". Es cierto,
pero no lo hubieran reimpreso en vida nuestra, por lo pronto. Creo que esa
reimpresión nos perjudica, porque me parece que las Crónicas de Bustos Domecq
son buenas. Pero creo que una persona que haya leído Un modelo para la muerte
no va a sentir jamás deseos de leer otro libro del mismo autor, porque no va a
tener ganas de perderse en esos laberintos de frases ridículas, aunque esas
frases sean deliberadamente ridículas.

F.S. Y ese tal padre Gallegani, que se nombra por ahí, 68 ¿es el padre Castellani?

J.L.B. No lo recuerdo bien. Posiblemente lo hayamos saludado de ese modo.

F.S. En 1938 usted ingresó en aquella biblioteca de Almagro Sur. ¿Antes de esa
fecha nunca había trabajado?

J.L.B. Sí, había trabajado en diversas tareas, pero no como bibliotecario. Yo


tengo una deuda de gratitud con esa biblioteca, porque —como sucede en casi
todas las reparticiones públicas— había muchos empleados y muy poco trabajo.
El verdadero trabajo era el de estar seis horas en el mismo lugar. Pero yo
descubrí sucesivamente el sótano, la azotea, algún desván un poco perdido..., y
ahí me fue dado leer entera la Historia de la decadencia y caída del Imperio
Romano, de Gibbon; las obras de Léon Bloy; las obras de Paul Claudel —éstos son
los escritores que yo recuerdo—, que estaban representadas íntegramente en
esa curiosa biblioteca de barrio. Supongo que yo habré sido el único a quien se
le ocurrió leer esos autores. Y ahí habré estado, en conjunto, unos nueve años,
y llegué a ganar un sueldo de 240 pesos mensuales.

F.S. ¿Era un buen sueldo en esa época?

J.L.B. No, pero como yo tenía además dos páginas en El Hogar y me pagaban 75
pesos por página, eso ya representaba no diré un sueldo lujoso— un sueldo
suficiente.

F.S. No sé si me equivoco, pero me da la impresión de que, de todos modos, usted


no es una persona a la que le interese vivir lujosamente.

J.L.S. ¡Yo detesto el lujo! Pero, por supuesto, creo que las ventajas de la miseria
y de la indigencia han sido exageradas y las de la mendicidad también...
Realmente, yo he hecho trabajos raros. Por ejemplo, yo dirigí una revista de una
empresa de subterráneos, y ahí yo escribí, bajo diversos seudónimos, artículos
sobre la cuarta dimensión, sobre las posibilidades de llegar a la luna, sobre la
transmisión del pensamiento, sobre la teoría de los conjuntos: es decir, los
artículos que un aficionado puede escribir sobre temas místicos o científicos. Y
también he escrito los textos para un noticiero argentino. Ejercí, en suma, oficios
un poco raros, no muy remunerativos tampoco.

F.S. ¿Por qué abandonó la biblioteca de Almagro?

J.L.B. Cuando Perón subió al poder, me nombraron inspector para la venta de


aves de corral en los mercados. Entonces yo me di cuenta de que ésa era una
manera de indicarme que tenía que irme. Fui a ver a un amigo mío en la
Municipalidad; le pregunté por qué a mí, que era un escritor, me habían
juzgado digno de desempeñar ese cargo, y él me dijo: "¿Usted fue partidario de
los aliados durante la guerra?" "Sí, naturalmente", le contesté. "Bueno", dijo,
"entonces, ¿qué quiere?" Entonces mandé mi renuncia ese mismo día —ya habían
hablado por teléfono preguntando si había renunciado. Y fue lo mejor que podía
acontecerme, porque me pidieron conferencias en el Colegio Libre de Estudios
Superiores, y luego me ofrecieron una cátedra de literatura inglesa en la
Asociación Argentina de Cultura Inglesa (desde entonces sigo no ya dictando esa
misma cátedra, pero sí dando conferencias sobre temas afines: ahora tengo ahí un
seminario sobre poesía anglosajona los sábados). Y luego ya empecé a hacer
giras por las provincias, a pronunciar conferencias sobre diversos temas de
literatura argentina y extranjera. Recuerdo una conferencia sobre la cábala, que
di, invitado por una sociedad judía, en Santiago del Estero; recuerdo muchas
conferencias sobre Lugones, sobre la poesía gauchesca, sobre Ascasubi, Estanislao
del Campo, Eduardo Gutiérrez, Hernández..., en fin, muchas otras. De suerte
que yo casi debería afiliarme al partido Peronista, porque, si no hubiera sido por
el hecho de que ellos me echaron de la biblioteca, yo posiblemente me hubiera
jubilado como bibliotecario y no me hubiera sido dado conocer una de las
felicidades que me quedan: la cátedra. A mí me gusta mucho enseñar; sobre todo
porque, mientras enseño, estoy aprendiendo. Y tanto es así, que ahora —creo que
ya hemos hablado de eso—, todos los domingos nos dedicamos un grupo muy
pequeño al estudio del escandinavo antiguo. Todos los sábados tengo mis
readings in old English poetry en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Y
todo eso lo debo de algún modo a la circunstancia fortuita de que me echaran
de esa biblioteca, y yo tuve entonces que ganarme la vida de algún modo.

F.S. En 1942 la revista Sur publicó un número de desagravio a usted, debido a


que no le habían dado el Premio Nacional de Literatura. ¿Quiénes componían
ese jurado y quién recibió el premio?

J.L.B. El primer premio se lo dieron a un novelista, Eduardo Acevedo Díaz; en


cambio, no recuerdo qué personas componían el jurado. 69 Y, posiblemente, yo
creo que tendrían razón en darle el premio a Acevedo Díaz y no a mí. Pero mis
amigos no lo juzgaron de ese modo. Victoria Ocampo —Victoria Ocampo, que
siempre ha sido muy generosa conmigo— no me dijo una palabra de que
preparaban ese número de desagravio. De modo que yo recibí mi ejemplar de
Sur y me quedé atónito al verlo. Recuerdo especialmente las colaboraciones de
Eduardo Mallea, de Carlos Alberto Erro, de Ernesto Sábato, de Silvina Ocampo, de
Adolfo Bioy Casares, no sé si de Martínez Estrada, creo que de Amado Alonso... 70

F.S. ¿Cuándo conoció a Ernesto Sábato?

J.L.B. A Ernesto Sábato lo conocí precisamente a raíz de ese nú mero de


desagravio, donde él escribió una página muy generosa sobre mí. Y luego lo
conoció Bioy Casares. Me dijo que "había conocido a un muchacho muy
inteligente, un estudiante de La Plata", y comimos una noche juntos. Desde
entonces hemos sido —creo— esencialmente amigos, a pesar de algún
distanciamiento superficial, nunca debido a causas personales sino a causas
políticas.
71
F.S. ¿Usted leyó la dedicatoria que le dirigió Sábato en su libro sobre el
Tango?

J.L.B. Sí: él obró muy generosamente conmigo... Pero, yo no sé por qué citó
en ese libro una frase tan rara..,, tan rara, que me desconcertó. Parece escrita por
una persona que nunca hubiera oído un tango en su vida. Dice: "El tango es un
pensamiento triste que se baila". 72 Primero, yo no creo que la música nazca de
pensamientos sino de sentimientos. Luego, lo de triste parece escrito por una
persona que nunca hubiera oído un tango, porque en todo caso, lo que se llama
tango-milonga es una música alegre y valerosa. Y, en cuanto a lo del baile, creo
que es aleatorio: creo que si una persona pasa por la calle y está silbando El choclo
o El Mame, nos damos cuenta de que está silbando un tango y que no está
bailándolo. Ahora..., no sé de dónde sacó Sábato esa frase.

F.S. Es la definición del tango que dio Discépolo.

J.L.B. ¡Ah, bueno, entonces todo se explica, ya que es de Discépolo! Usted me ha


descifrado el misterio, porque, al leerla, yo pensé: "Esta frase ha de estar hecha
por alguna persona que no tiene absolutamente nada que ver con el tango".

F.S. Bueno..., en realidad, es una frase que goza de mucha fama...

J.L.B. Yo no sé por qué...


F.S. Y..., a lo mejor, a causa de la radio...

J.L.B. ¡Ja, ja, ja! Bueno..., pero, de todos modos, no creo que Discépolo sea el
inventor de la radio. Y, sobre todo, lo de triste es lo que me parece más raro.
Cuando yo digo que el tango es alegre y que suele ser valeroso, y compadre (El
apache argentino, por ejemplo), lo cual no se aviene con la tristeza, con esto no
quiero decir que los compadres no sentirían tristeza: quiero decir que se hubieran
avergonzado de confesarlo; quiero decir que ningún compadre se hubiera
quejado de que una mujer no lo quiere, por ejemplo, porque eso hubiera
pasado por una mariconería.

F.S. ¿Usted leyó las dos novelas 73 de Sábato?

J.L.B. Caramba, creo que no. En cambio, he leído un libro que se llama Uno y el
universo, que me pareció muy bueno.

F.S. Pero... ¿cómo? El túnel, que es de 1948, ¿tampoco la leyó?

J.L.B. No, no la leí, porque yo, para aquella época, ya veía muy poco, y prefería
leer cuentos. Además, yo nunca he sido lector de novelas. Creo que la novela es un
género que muy posiblemente desaparezca...

F.S. Pero supongo que, pese a la pérdida de su vista, usted, de al gún modo, se
arreglará para seguir leyendo.

J.L.B. La verdad es que, actualmente, leo muy poco, porque tengo que escribir
algo, y luego el tiempo libre que tengo lo dedico —digamos que como aficionado
— a la germanística, lo dedico al anglosajón o al escandinavo. Y, a veces, de
noche, me leen —ésta es una forma de compartido descanso —novelas policiales
—o, mejor, cuentos policiales, que me gustan más— que siguen interesándome,
sobre todo, cuando no son demasiado policiales, es decir, cuando los
personajes priman sobre la trama, que siempre es un poco mecánica. Pero, la
verdad es que no he seguido la literatura última y que no he leído ninguna
novela de Sábato.

F.S. ¿Le gustaron las novelas policiales de Conan Doyle?

J.L.B. La verdad es que me han gustado mucho, y creo que siguen gustándome. Y
creo que podría decirse de las novelas de Conan Doyle lo que podría decirse del
Fausto de Estanislao del Campo: que más importante que la trama —digamos,
en el último caso, la parodia de la tragedia del doctor Fausto o de la ópera
inspirada en la obra de Goethe— es la amistad de los dos personajes. Y en el
caso de La señal de los cuatro, de Un estudio en escarlata, de El sabueso de los
Baskerville, de las Memorias de Sherlock Holmes, de las Aventuras de Sherlock
Holmes, creo que más importante que las tramas —que suelen ser pobres,
fuera de la del Club de los Cabezas Rojas 74— es la amistad que hay entre
Sherlock Holmes y Watson: el hecho de que sea posible una amistad entre un
hombre muy inteligente y un hombre más bien tonto; el hecho de que, sin
embargo, son amigos y se aprecian y se comprenden. Creo que el ambiente en
las novelas de Conan Doyle (esa casa en Baker Street, esos dos señores solteros
que viven solos, la llegada de alguien con la noticia de un crimen, todo eso) es
más importante que la trama policial. Porque, desde luego, hay autores
infinitamente inferiores a Conan Doyle —Van Dine, por ejemplo— que han
inventado tramas mucho más ingeniosas, y sin embargo siguen siendo
mediocres. Conan Doyle quizá comprendió que a sus lectores les bastaba con la
amistad de Watson y Sherlock Holmes.

F.S. Y yo, modestamente, agregaría otra virtud de Conan Doyle: su sentido del
humor.

J.L.B. Yo creo que sí. Pero Chesterton exageró cuando dijo que Conan Doyle
escribía ante todo con un propósito humorístico. Yo no creo eso: creo que,
mientras él escribía, él creía en su detective, y creo, además, que eso ha sido
benéfico para él. Si él se hubiera propuesto hacer —como dijo Chesterton— de
Sherlock Holmes un personaje ridículo, habría fracasado. Y el hecho es que, en
todo caso, el público no lo ha aceptado así: al contrario, cuando yo era chico y
leí esas novelas y después cuando las he leído a lo largo de mi vida, siempre he
pensado en Sherlock Holmes como un personaje admirable, y no, a pesar de
cierta vanidad o de cierta pretensión, como personaje ridículo. No creo que ése
haya sido el propósito del autor y no creo que Sherlock Holmes haya sido
aceptado como personaje ridículo por los lectores: ha sido aceptado como un
personaje querible, y Watson también, y, sobre todo, la amistad de los dos.

F.S. Esta preguríta es más para satisfacer mi curiosidad que la de los lectores:
me gustaría saber si usted, cuando era chico, leyó una novela de Conan Doyle
que a mí me gustó muchísimo: The Lost World.

J.L.B. Sí, en aquel momento me pareció muy linda. Recuerdo aquella meseta en
el centro del Brasil... Apareció por entregas en el Sun Magazine, y recuerdo las
ilustraciones: estaba el profesor Challenger... y los otros personajes, de los que no
recuerdo los nombres. Y en el Sun Magazine leí también El sabueso de los
Baskerville. Todas esas novelas se publicaban por entregas. "Recuerdo haber leído
en una biografía de Oscar Wilde que un señor Lippincott, creo, iba a sacar una
revista titulada Lippincott's Magazine. Entonces, él invitó a dos escritores a
almorzar y les propuso que escribieran novelas por entregas para su revista. Y de
ese almuerzo salieron El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y creo que La
señal de los cuatro, de Conan Doyle. Por lo demás, Wilde y Conan Doyle eran
amigos, y además eran irlandeses los dos; aunque Conan Doyle nació en
Edimburgo, en Escocia. A mí me pareció raro el hecho de que se lo considerara
como irlandés, pero, irrefutablemente, me contestaron: "Si una gata pariera en un
horno, ¿llamaría usted a lo que ella pariera gatitos o panes?" Y me pare ce que
tenía razón, ¿no?

F.S. Sí, pero con el criterio de los gatos aplicado a personas, usted sería una
especie de anglo-hispano-portugués, y yo sería italiano.

J.L.B. Claro: yo creo que ese criterio corresponde a países en los que hay poco
inmigración. Aquí estamos obligados a un criterio distinto, y creo que este
criterio nos conviene. Porque, al fin de todo, ¿qué es ser argentino? Es, ante
todo, un acto de fe. Nuestra historia no es muy antigua, étnicamente no
podemos definirnos, ya que cada uno de nosotros puede tener linajes muy
distintos... De modo que creo que, en países de inmigración —como la República
Argentina, la República Oriental, los Estados Unidos— conviene el criterio del ius
soli; en cambio, en países estables y ya antiguos corresponde el ius sanguinis, el
hecho de que un hombre pertenece a su estirpe y no al lugar en que nació. Es
decir, creo que ambos criterios están justificados. Y aquí debemos insistir en que
lo importante es que un hombre se sienta argentino, y no indagar cuál es su
origen, porque en este caso resultaría que no hay argentinos. Porque
posiblemente muchos de los indios vendrían de Chile. Además, muchos de
nosotros correríamos el albur de recaer en españoles, lo cual significaría una
manera de desmentir toda la historia argentina, que consiste precisamente en
querer dejar de ser españoles. Y otra gente pertenecería a distintas regiones
de Europa o del Asia. Y sin embargo, creo que somos argentinos, creo que ser
argentino significa algo —aunque algo muy difícil de definir— y creo además
que todo esto se ha de hacer más intenso con el tiempo. Salvo que los países
resuelvan renunciar a sus diferencias y formar —como quería Tennyson— un
estado universal. Pero, por el momento, me parece que esa posibilidad nos
queda un poco lejos.

F.S. En esa lucha en que usted y Elias Carpena se baten en favor del overo
rosao de Estanislao del Campo contra tantos otros que lo atacan, ¿cuáles son
sus armas?
J.L.B. Las armas de Carpena75 han de ser más eficaces que las mías, porque él
conoce más el tema. Por lo pronto, hay algo sospechoso. Y es que la primera
persona que se indignó contra el overo rosao fue Rafael Hernández, 76 que era
hermano de José Hernández y que no quería que hubiera otros poetas
gauchescos. Luego, eso lo retomó, casi con las mismas palabras, Lugones en El
payador. Yo he hablado con estancieros de la provincia de Buenos Aires, de
Entre Ríos y de la República Oriental; habré conversado con una docena de
estancieros. Una buena mitad me ha dicho que el overo rosao no puede ser un
buen caballo; la otra mitad me ha dicho que puede ser un caballo excelente.
Por lo cual sospecho que no hay una jurisdicción muy estricta sobre eso. Además,
creo que hay una razón literaria: Estanislao del Campo está justificado. Creo
que el verso

En un overo rosao

ya obliga a la voz a una entonación criolla, y eso es lo que él se proponía.


Creo que, si hubiera puesto otro pelo, quién sabe si lo hubiera logrado. En
cuanto al otro argumento que se ha empleado contra Estanislao del Campo,
diciendo que él no conocía los gauchos, me parece del todo inverosímil. El
Fausto fue escrito hacia mil ochocientos sesenta y tantos. En aquel momento,
lo difícil, en este país o en la República Oriental, lo difícil no era conocer
gauchos sino conocer personas que no fueran gauchos. Porque el país, fuera de
algunas ciudades, era un país hecho de gauchos. Mi madre, que ha cumplido
noventa y cinco años, recuerda las carretas de bueyes en la plaza del Once, por
ejemplo; y recuerda que la ciudad de Buenos Aires concluía en la calle Centro
América, que hoy es Pueyrredón. Más allá había arrabales, descampados,
malevaje y después campo. Yo recuerdo haber visto una estancia en Saavedra,
dentro de la ciudad. Además, Estanislao del Campo fue oficial de caballería y
la caballería estaba hecha de gauchos. Era imposible no conocer al gaucho
entonces: si casi no había otra cosa en el país. En cuanto a los pequeños
errores que se han encontrado en el Fausto de Estanislao del Campo o en el
Martín Fierro, creo que no tienen mayor importancia. Se refieren
precisamente al hecho de que alguien que conoce muy bien un tema no se
documenta y puede cometer pequeños errores. Por ejemplo, yo me creo un
buen porteño y no me asombraría nada que en algún cuento mío aparecieran
dos calles paralelas que en la realidad se cruzan., Pero yo cometería ese error
precisamente porque me siento tan cómodo en el tema, que no estoy
verificando cada referencia y puedo equivocarme.
F.S. Cuando usted tenía buena vista, ¿no se sintió atraído por las artes
plásticas?

J.L.B. Hay pintores que yo he admirado mucho: por ejemplo, Tiziano,


Rembrandt, Turner y algunos pintores expresionistas alemanes. Pero la verdad es
que nunca me he sentido muy atraído por las artes plásticas.

F.S. Tenemos en Sarmiento a una personalidad muy vigorosa. ¿Có mo lo ve


usted, como hombre, como político, como escritor?

J.L.B. ¡Como todo! Yo creo que Sarmiento es el hombre más importante que ha
producido este país. Creo que es un hombre de genio, y creo que, si hubiéramos
resuelto que nuestra obra clásica fuera el Facundo, nuestra historia habría sido
distinta. Creo que, razones literarias aparte, es una lástima que hayamos
elegido el Martín Fierro como obra representativa. Porque ella no pudo haber
ejercido una buena influencia sobre el país. Es un libro que es como una
negación de la historia argentina. Creo que, a pesar de todo, la historia
argentina ha sido de algún modo una historia admirable. Pensemos en la
guerra de la Independencia, pensemos en la guerra contra los indios,
pensemos en la guerra contra el gaucho —que vienen a ser eso las guerras
civiles—, en la guerra del Brasil, en la guerra del Paraguay, pensemos en todo
eso. Y luego pensemos en lo triste de que nuestro héroe sea un desertor, un
prófugo, un asesino y una especie de forajido sentimental además, que, sin
duda, no existió nunca. Porque yo pienso que esa gente tuvo que haber sido
mucho más dura que Martín Fierro. Me imagino que los gauchos de Ascasubi o
de Estanislao del Campo han de ser más ciertos que Martín Fierro, porque no
era gente que se tuviera lástima, como se tiene Martín Fierro. Y no era
gente que pidiera lástima, como pide Martín Fierro. Creo que, aunque Martín
Fierro fue escrito en 1872, se adelanta ya de algún modo a las peores
blanduras argentinas y al peor sentimentalismo argentino.

F.S. ¿Quién eligió el dibujo de Alice in Wonderland 77 que ilustra la tapa de las
Crónicas de Bustos Domecq?

J.L.B. Yo.

F.S. ¿Y qué simboliza?

J.L.B. Yo lo elegí, primero guiado por propósitos mezquinamente comerciales.


Pensé que la ilustración era linda y pensé que esa ilustración tenía que
llamar la atención. Ese libro, visto en una vidriera, tenía que llamar la
atención. Un gato, en el cielo, riéndose de una cantidad de personajes hechos
de barajas, tenía que detener la atención del lector. Al principio, pensamos
en uno de los laberintos de Piranesi; pero, luego, cuando ese dibujo fue
reducido, resultó que no quedaba más que una especie de pequeño arabesco.
Y luego, una vez que yo hube sugerido ese dibujo, y que todos estuvieron de
acuerdo, Bioy Casares le dio una explicación. Dijo: "Está bien, porque este gato
viene a ser un poco Bustos Domecq que se ríe de todos los personajes del libro".
Yo no había pensado en eso, yo ignoraba ese hecho, pero creo que Bioy
encontró una buena justificación.

F.S. ¿Y qué quisieron decir con esa dedicatoria irónica a Picasso, Joyce y Le
Corbusier?

J.L.B. Pensamos, quizá equivocadamente, que la gente se había fijado


demasiado en ellos. Entonces pusimos A esos tres grandes olvidados. Y una
señora francesa, que leyó la dedicatoria en casa de Bioy Casares, dijo: "Sí, es
verdad: ya nadie se acuerda de Picasso, de Joyce y de Le Corbusier". Entonces
nosotros le dijimos que sí, que tenía razón, naturalmente.

F.S. La llamada generación perdida o maldita norteamericana, ésa de


Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, Steinbeck...

J.L.B. Bueno, pero yo creo que usted está reuniendo nombres muy dispares...

F.S. Simplemente están agrupados por la época.

J.L.B. Ya sé, pero quiero decir... Yo creo que Faulkner ha sido un gran
novelista trágico. En cambio, Scott Fitzgerald me parece un escritor de segundo
orden.

F.S. ¿Y Hemingway?

J.L.B. Yo no puedo hablar de Hemingway, porque siempre he sentido cierta


antipatía por lo que él ha escrito. Es decir, yo leí un libro de él —no recuerdo
cuál era— que me gustó, y luego, hacia el final, descubrí que el personaje que
a mí me parecía execrable estaba sentido como admirable por el autor.
Hemingway era una persona a quien le interesaban desinteresadamente la
crueldad y la brutalidad, y yo creo que tiene que haber algo malo en una
persona así. Y creo que, al fin, él llegó a ese juicio también; creo que él se
arrepintió de haber pasado buena parte de su vida entre gangsters o toreros o
boxeadores. Y creo que, cuando se suicidó, eso fue como una suerte de juicio
que él ejerció sobre su obra. Pero, me dice mi amigo Norman Thomas di
Giovanni que yo no he leído los buenos cuentos de Hemingway y que entre
ellos hay algunos que hubieran podido ser aprobados por Kipling. Ojalá tenga
razón.

F.S. ¿No leyó El viejo y el mar?

J.L.B. No, pero tengo la idea de que es un libro excelente, por lo que me han
contado de él, que es un libro muy lindo, un libro así de coraje solitario.

F.S. ¿Cómo explicaría usted el difícil universo de Kafka?

J.L.B. Yo creo que Kafka, como Henry James, sintió ante todo la perplejidad, sintió
que vivíamos en un mundo inexplicable. También creo que Kafka se cansó de lo
que hay de mecánico en sus novelas. Es decir, del hecho de que desde el
principio sabemos que el agrimensor no entrará nunca en el castillo, que el
hombre será condenado por esos jueces inexplicables. Y una prueba de ello es
que él no quiso publicar esos libros. Además, Kafka le dijo a Max Brod que él
esperaba escribir libros más felices, que a él personalmente no le gustaba lo que
había hecho. Yo encuentro una similitud —que no sé si ha sido señalada—entre el
mundo de Henry James y el mundo de Kafka. Los dos tenían la convicción de
vivir en un mundo insensato. Desde luego, Henry James me parece como
escritor muy superior a Kafka, porque los libros de él no están escritos
mecánicamente como los de Kafka. Es decir, no hay un argumento que se
desarrolla según un sistema que el lector adivina, sino que él ha intentado que
sus personajes sean reales, aunque no siempre lo ha conseguido. Y yo prefiero
los cuentos de Henry James a las novelas de Henry James.

F.S. Hace un ratito usted me dijo que la novela era un género que terminaría por
desaparecer. ¿Hace mucho que tiene esta idea o en su juventud pensó alguna
vez en escribir una novela?

J.L.B. No, nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que si yo em pezara a escribir
una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la
llevaría hasta el fin. Posiblemente esto sea una invención de mi haraganería.
Pero creo que Conrad y Kipling han demostrado que un cuento corto -—no
demasiado corto—, lo que podríamos llamar long short story, puede contener
todo lo que contiene una novela, con menos fatiga para el lector. En el caso de
una de las primeras —para mí— novelas del mundo, que es el Quijote, creo que
un lector podría prescindir muy bien de la primera parte y atenerse a la
segunda, porque no perdería nada, ya que ahí le sería dado todo. Y Juan Ramón
Jiménez dijo que él podía imaginarse un Quijote que fuera esencialmente igual,
pero en el cual los episodios fueran distintos, ya que los episodios no son otra
cosa que maneras de revelarnos el carácter del protagonista o, quizá, de los dos
protagonistas.

F.S. ¿Cuál es la ventaja que usted le ve al cuento sobre la novela?

J.L.B. La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un
solo vistazo. En cambio, en la novela se nota más lo sucesivo. Y luego está el
hecho de que una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de
páginas que sean meros nexos entre una parte y otra. En cambio, en un cuento,
todo puede ser esencial, o más o menos esencial, o —digamos— puede
parecerse más a lo esencial. Creo que hay cuentos de Kipling que son tan densos
como una novela, o de Conrad, también. Es verdad que no son demasiado
cortos.

F.S. ¿A usted le gusta mucho la obra de Conrad, no es cierto?

J.L.B. Sí, me gusta mucho realmente. Encuentro esa preocupación que él tenía
por lo heroico. Ese tema es un tema esencial en Conrad, un tema que vuelve
constantemente, el tema del hombre que ha cometido una cobardía y que quiere
redimirse de esa cobardía. Luego, tenemos el sentido del mar, que se da
profundamente en Conrad, aunque él no había nacido en Inglaterra sino en
Polonia. Y luego, que yo creo en todo lo que él dice, y en ningún momento pienso
que él está inventando o que las cosas no ocurrieron realmente así. Aun en el
caso de personajes que aparecen durante media página, yo creo en ellos.

F.S. Usted insiste, con cierta frecuencia, en que usted es haragán...

J.L.B. ¡Muy haragán!

F.S.... pero sus obras abarcan un considerable número de páginas.

J.L.B. Es que la obra de un escritor está hecha de haraganerías. El trabajo


esencial del escritor consiste en distraerse, en pensar en otra cosa, en
fantasear, en no apresurarse para dormir sino imaginar algo... Y luego viene la
ejecución, que ya es el oficio. Es decir, no creo que sean incompatibles las dos
cosas. Además, creo que cuando uno está escribiendo algo más o menos
bueno, uno no lo siente como una tarea, lo siente como una distracción. Una
distracción que no excluye la inteligencia, como tampoco, la excluye el ajedrez,
que me agrada mucho y que me gustaría saber jugar —siempre he sido un mal
ajedrecista.

F.S. ¿Nunca se le ocurrió escribir teatro?

J.L.B. No. Con Bioy Casares hemos escrito dos argumentos para films: Los
orilleros y El paraíso de los creyentes. Pero esos argumentos han sido —como
alguien dijo— rechazados con entusiasmo por quienes los han leído. De modo
que tuvimos que publicarlos en forma de libro. Y hasta ahora parece que nadie
quiere filmarlos. Sin embargo, creo que uno de ellos, Los orilleros, podría tener
mucho éxito, y quizá el otro también. Pero no sé qué pasa que nadie...
Posiblemente la idea de que somos hombres de letras ha hecho que no tomen
en serio nuestro libreto, que se nos mire con cierta desconfianza y que se nos
vea como intrusos, que se piense que eso tienen que hacerlo los profesionales,
que nosotros no tenemos derecho de escribir libretos cinematográficos.
Posiblemente haya algo así, porque, sinceramente, yo creo que es de lo mejor
que hemos hecho, y creo además que serían muy, muy entretenidos para el
espectador.
SÉPTIMA CONVERSACIÓN

En la isla desierta, con Bertrand Russell - El premio Jerusalén -Dos libros


infantiles - Almafuerte - Goethe - Walt Whitman, León Felipe y Jorge Luis
Borges - El poeta de Buenos Aires - Hacia la gran literatura argentina - Los
consejos de Borges - El azar de la conversación.

F.S. Desde un punto de vista estrictamente literario, ¿qué opinión le merece


la Biblia?

J.L.B. Muchas y diversas opiniones, ya que se trata —como lo indica el nombre


en plural— de muchos y diversos libros. De todos ellos, los que más me han
impresionado son el Libro de Job, el Eclesiastés y, evidentemente, los
Evangelios. La idea singularísima de dar un carácter sagrado a los mejores libros de
una literatura no ha sido —creo— estudiada con toda la atención que merece.
No sé de ningún otro pueblo que haya hecho lo mismo. El resultado es una de las
obras más ricas que los hombres poseen.

F.S. Hay una pregunta un poco tonta que suele hacerse a los escritores. Se dice
que a Chesterton se le preguntó qué libro hubiera elegido en caso de ser
desterrado a una isla desierta, y él contestó:
El arte de construir botes. Evitando la broma, ¿qué hubiera respondido usted?

J.L.B. En primer término trataría de hacer trampa, y optaría por la Encyclopaedia


Britannica. En segundo término, ya que el interrogador me obligaría a reducirme a
un solo volumen, elegiría la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand
Russell.

F.S. A su juicio, ¿qué es lo que está en juego en la guerra de Vietnam?

J.L.B. No puedo contestar con ninguna autoridad. Si se trata de un episodio de la


guerra entre la cultura occidental y el imperialismo soviético, juzgo que no debe
ser condenada. Pero, sin duda, el tema es más complejo.

F.S. ¿Y en la actual guerra entre árabes y judíos?

J.L.B. Creo que se trata de otro episodio de esa guerra entre lo que convenimos en
llamar la democracia y lo que convenimos en llamar el comunismo. Y no sé cuál
será el resultado final. En Israel me han dicho que, si a los jordanos y a los egipcios
no los azuzaran las Repúblicas Soviéticas, no existiría ningún problema para
entenderse.

F.S. ¿Qué recuerdos guarda del viaje a Israel y de la recepción del premio
Jerusalén?

J.L.B. Me ocurrió lo que me había ocurrido en la Universidad de Columbia y en la


Universidad de Oxford. Yo me conozco tan poco, que veía aquello como algo
muy fútil. Pensaba: "¿Qué es esto de que me hagan doctor, que me den un
birrete, una toga, que una universidad de Israel me dé un premio? Todo esto es
bastante absurdo, bastante raro. No tiene mayor sentido que me ocurran estas
cosas: no se parecen a mí". Sin embargo, cuando llegaron esos tres momentos,
yo estaba conmovido hasta las lágrimas. Yo estaba impresionado y no había
previsto esa reacción mía, a pesar de que me había ocurrido lo mismo en las dos
ocasiones anteriores. Pero las tres veces mi propia emoción me tomó de
sorpresa, lo cual demuestra que yo no me conozco bien o que no me he analizado
lo suficiente. Y además, durante el acto, yo pensaba: "Qué raro que haya tanta
gente equivocada". Y, al mismo tiempo, sentía gratitud y afecto por ellos, porque
era evidente la buena voluntad. De modo que era una sensación rara: por un
lado, de emoción y de gratitud; y por el otro, de perplejidad y azoramiento por
el hecho de que me ocurrieran cosas así.

F.S. ¿Cuál supone usted que ha de ser la situación de los escritores en la Unión
Soviética?

J.L.B. Por la escasa información que he alcanzado, creo que es una situación muy
triste. Si no me engaño, no sólo les indican los temas, sino también el modo en
que deben ser tratados. Me hablaron ayer de un hombre de letras ruso —ruso no
judío— que había incluido en el manuscrito de un libro suyo —que debía someter
previamente a las autoridades— la frase el gran pueblo judío. Le dijeron que esa
frase quedaba prohibida, pero que le permitían, omitiéndola, publicar el libro.
Y él dijo que prefería no publicar el libro a omitir esa frase.

F.S. Existen dos libros cuyos autores los escribieron pensando en los niños,
pero que han tenido acaso más aceptación entre la gente adulta que entre los
chicos: Alice in Wonderland, de Lewis Carroll, y Le petit prince, de Antoine de
Saint-Exupéry. ¿Qué representaron para usted uno y otro?

J.L.B. Posiblemente, yo he llegado demasiado tarde para que me gustara Le


petit prince. Lo leí cuando se publicó y no me pareció merecer la atención que
había logrado. En cuanto a Alice in Wonderland, me parece un libro admirable y,
lo que es más importante, querible. Ahora, no sé hasta dónde el autor se dio
cuenta del carácter de pesadilla que tiene el libro, aunque parece imposible
que no lo haya notado. Quizá ese carácter de pesadilla sea más intenso por la
circunstancia de que el autor no se propuso escribir una pesadilla; creo que se
propuso escribir una fábula para niños y que algo profundo, algo que iba más
allá de sus intenciones conscientes, lo llevó no a la pesadilla, pero sí a esa cercanía
o inminencia de pesadilla, que me parece típica de ese libro y del otro libro,
Through the Looking-Glass.

F.S. Hace unos días usted había hablado largamente de un vasto poeta latino,
Dante Alighieri. Ahora le agradecería que me hablase de ese vasto poeta
germánico, Johann Wolfgang Goethe.

J.L.B. Creo que en el caso de Goethe, debemos distinguir su obra y la imagen


de esa obra. Creo que, desde luego, La divina comedia es
inconmensurablemente superior a cualquier obra de Goethe. Y conste que he
estado releyendo en estos días las Elegías romanas, que me parecen las mejores
poesías de Goethe, muy superiores al Fausto, en cuya fábula nunca he podido
interesarme. Pero hay, al mismo tiempo, el tema de las dos imágenes. La imagen
que deja Dante no es una imagen querible: parece la imagen de un hombre
dominado por las circunstancias personales, por las pasiones personales y, a veces,
también por el odio. En cambio, la imagen que Goethe deja —no en cada una de
sus obras, pero sí en el conjunto o la memoria general de sus obras— es una
imagen superior a la de Dante: la imagen de un hombre ecuánime, la de un
hombre sin supersticiones patrióticas o raciales, la de un hombre interesado en
el universo, en elementos muy diversos del universo. Y en tal caso, si admitimos lo
anterior, creo que el culto dé Goethe,es justificable, ya que Goethe nos invita a
interesarnos en casi todos los temas, en todas las naciones y en todas las épocas,
sin excluir el Oriente. Como poeta, creo que es —por ejemplo— muy inferior a
Heine, y esto se advierte si uno compara las baladas de Goethe —por ejemplo,
aquella de El rey de Tula — con cualquiera de las baladas de Heine. A veces, he
creído que Goethe es una superstición alemana, y he pensado también que las
naciones eligen clásicos como una suerte de contraveneno, como un modo de
corregir sus defectos. Creo que precisamente la indiferencia patriótica de Goethe,
el hecho de que él fuera a saludar a Napoleón, el hecho de que creyera —muy
erróneamente, a mi entender— que la lengua alemana es el peor material para
la poesía: todo esto puede servir para contrarrestar cierta propen sión alemana
a exaltarse.

F.S. ¿Usted llegó a conocer personalmente a Almafuerte?


J.L.B. No. Pero la poesía de Almafuerte me ha impresionado mucho. Creo que
ha escrito —acaso— los mejores y los peores versos de la lengua castellana. Y
creo además que en Almafuerte se da algo que es muy raro aquí y —quizá— en
todos los demás países: la presencia de un hombre singular. Es una lástima que las
circunstancias de su vida no le permitieran realizarse, como se dice ahora. Uno de
los proyectos literarios que me han acompañado siempre (y que, sin duda, no
ejecutaré) es el de extraer una filosofía del confuso conjunto de las obras de
Almafuerte. Una filosofía y sobre todo una ética muy personales podrían extraerse
de su obra. Desde luego, sería muy fácil encontrar contradicciones en esa
filosofía. El mismo Almafuerte ha escrito: Y, como buen genial, contradictorio. Lo
cual me recuerda aquello de Whitman: Me contradigo. Muy bien: me
contradigo. Contengo o incluyo a muchedumbres.

F.S. Ya que usted hizo hace poco una nueva versión española de Whitman..., ¿le
parecía que la antigua versión de León Felipe era muy defectuosa? 78

J.L.B. Sí, y sigue pareciéndome muy defectuosa. Creo que la traducción de León
Felipe adolece de un error esencial. Uno de los rasgos más evidentes de Whitman
son esos largos versos a la manera de los Psalmos. Y León Felipe ha cortado todo
eso; y él, como explicación, dijo que el verso corto era típico de las coplas
españolas. Claro que habría que demostrar que existe alguna relación entre la
poesía de Whitman y las coplas españolas, cosa que nadie ha imaginado nunca.
Me parece raro traducirlo según ese criterio. Además, que los versos de León Felipe
tampoco son buenas coplas españolas.

F.S. ¿Hay algún autor que le interese en la generación argentina del 80?

J.L.B. No. La verdad es que no hay absolutamente ninguno.

F.S. ¿Eduardo Wilde tampoco?

J.L.B. Sí, él sí. Yo prologué hace tiempo —muy mal, por cierto— el libro
Prometeo & Cía., de Wilde. Pero creo que lo que admiramos en Wilde es el
hecho de que no se pareciera a sus contemporáneos. Creo que lo admiramos por
ser distinto —un poco distinto—, pero no por virtudes propias muy valiosas.

F.S. Tengo entendido que usted considera a Baldomero Fernández Moreno


como el poeta arquetípico de Buenos Aires...

J.L.B. Sí. Ése es mi parecer. Y la razión es obvia y sin duda ha sido formulada muchas
veces: es que hay una suerte de armonía preestablecida —para recurrir a la frase
de Leibniz— entre la sencillez de los versos de Fernández Moreno y la sencillez
de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires. Por ejemplo,
cuando Rafael Obligado —y conste que no soy un enemigo de Obligado—
escribe

Cuando la tarde se inclina


sollozando al occidente,

advertimos inmediatamente que hay una diferencia entre el estilo del autor,
entre esa metáfora de la tarde como una mujer que se inclina y solloza —el
verbo, sin duda, es excesivo— y la llanura de Buenos Aires que está
describiendo. En cambio, cuando Fernández Moreno escribe79

Ocre y abierto en huellas, el camino


separa oscuramente los sembrados.
Lejos, la margarita de un molino,

podemos pensar que se trata de un pequeño poema meramente visual y que la


comparación de la rueda del molino con una margarita no es especialmente
digna de aplauso. Pero sentimos también que esos versos se adecúan a la pampa,
que esos versos hacen juego con la llanura de la provincia de Buenos Aires. Y
creo además que hay otro aspecto de Fernández Moreno que no ha sido
debidamente valorado, y es que fue un admirable poeta erótico, y esto suele
olvidarse. Creo que a la fama de Fernández Moreno la ha perjudicado el hecho de
que no lo veamos del todo como argentino. Pensamos que nació aquí, pero
que era un poeta español. En España lo ven como poeta argentino y esto ha
impedido que fuera justipreciado como se debiera. Es, de algún modo, el caso de
Groussac. Creo que a Groussac todos lo sentimos, todos lo sabemos como francés.
Él mismo se sintió desterrado aquí. Y no apreciamos su obra, no apreciamos su
prosa admirable. Y en Francia (fuera de Une énigme littéraire y el Cahier de
sonnets —que no es mayormente importante—) lo ignoran simplemente.

F.S. ¿Usted percibe síntomas de que la literatura argentina llegue a ser, en un


plazo no demasiado largo, tan importante como las antiguas literaturas
europeas?

J.L.B. Sí. Por lo pronto, hay y hubo muchas cosas tristes en este país. Pero,
literariamente, empezamos bien. Piense usted que la Revolución de Mayo —es
decir, nuestro nacimiento— ocurre en 1810. Y ya en 1811 tenemos los primeros
poemas gauchescos del montevideano Bartolomé Hidalgo, tenemos un género
literario —el género gauchesco— que nos daría después a Ascasubi, a Estanislao
del Campo, a José Hernández y, en prosa, a Eduardo Gutjérrez y a Ricardo
Güiraldes. Y pensemos que en 1820 ya tenemos un poeta romántico como Juan
Crisóstomo Lafinur. Pensemos que Buenos Aires fue una de las capitales del
modernismo —México fue la otra capital—, como lo señala Max Henríquez
Ureña en su Breve historia del modernismo. Pensemos en el estímulo que
tiene que haber sido para el poeta máximo de ese grupo, Rubén Darío, la
presencia de Buenos Aires, el diálogo de Buenos Aires. Y pensemos que ahora hay
un grupo de escritores importantes y —no sé si lo he dicho ya— pensemos que
somos acaso la primera nación de América latina que está ensayando, ensayando
con felicidad, la literatura fantástica: pensemos que en casi toda la América
latina la literatura no es otra cosa que un alegato político, un pasatiempo
folklórico o una descripción de las circunstancias económicas de tal o cual clase
de población, y que aquí, en Buenos Aires, ya estamos inventando y soñando con
plena libertad.

F.S. ¿Qué consejo le daría usted a un joven escritor argentino?

J.L.B. Yo le aconsejaría —y aquí me parezco mucho a un maestro de escuela; y


la verdad es que soy un maestro de escuela: en todo caso, un profesor
universitario—, yo le aconsejaría, ante todo, el estudio de los clásicos. Pero, aquí
quiero hacer una salvedad: creo que en nuestro caso en particular y —acaso— en
general, lo mejor es el estudio de los clásicos de otras lenguas, ya que el estudio
de los clásicos españoles ofrece, al principio, muchos peligros. Por lo pronto, el
de querer usar un lenguaje anticuado, el abuso de arcaísmos, el refranero de
Sancho Panza, etcétera. Quizá lo mismo pueda decirse de todas las literaturas.
Conviene estudiar a los clásicos en traducciones, y así podemos lograr lo
sustantivo y podemos evitar lo accidental. Es decir, yo le aconsejaría a ese
joven imaginario que estudiara los clásicos; que no tratara de ser moderno,
porque ya lo es; que no tratara de ser un hombre de otra época, de ser un
clásico, porque, indudablemente, no puede serlo, ya que irreparablemente es un
joven del siglo XX. Y luego, al cabo de un tiempo, le aconsejaría también el
estudio de los clásicos de nuestra lengua.

F.S. A esta altura de su vida, en que usted ha escrito prácticamente toda su obra
literaria...

J.L.B. ¡No! ¡Esperemos que no!

F.S. Digamos entonces: a esta altura, en que usted hace cincuenta años que
está escribiendo...
J.L.B. Sí, eso es cierto. Pero, al cabo de los cincuenta años, creo que uno no debe
perder las esperanzas. Además, que uno aprende a golpes, ¿no? Creo que he
cometido todos los errores literarios posibles y que eso me permitirá tener
alguna vez algún acierto.

F.S. Bueno, la pregunta es la siguiente: ¿En qué medida considera que su obra
es un aporte positivo para la literatura argentina y para nuestro país?

J.L.B. Creo que en mis últimos libros hay cierta sencillez, cierta deliberada
pobreza de vocabulario o —no lo digo para alabarme— cierta economía de
vocabulario que pueden ser benéficos. Creo también haber contribuido al auge
de la literatura fantástica en este país, literatura que otros cultivan ahora por
cierto con mejor fortuna que yo. Un libro como la Antología de la literatura
fantástica, que publicamos Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y yo, ha sido un
libro que no debería olvidarse en la historia de la literatura argentina.

F.S. ¿Leyó Cien años de soledad, de García Márquez?

J.L.B. No, no la leí. Trataré de leerla. Lo que pasa es que, como dependo de
otros ojos, y tengo que preparar mis clases y tengo que redactar mi obra —
llamémosla así—, me queda poco tiempo para leer.

F.S. Yo se lo preguntaba porque, como usted me dijo que, si su obra tenía


algún mérito, era el de haber propulsado la literatura fantástica en esta parte de
América, y esa obra de García Márquez tiene bastantes elementos fantásticos...

J.L.B. ¿Ah, sí? Bueno, yo realmente creo que esa Antología de la literatura
fantástica que compilé con Silvina Ocampo y Bioy Casares ha hecho una obra
benéfica. Aunque ya mucho antes Lugones había escrito Las fuerzas extrañas...
Pero, claro, Lugones desistió en seguida de ese propósito de literatura
fantástica: sin duda hacia 1906 ó 1907 no había un ambiente favorable en la
América latina para ese tipo de literatura. La prosa que escribieron los
modernistas era sobre todo una prosa decorativa, una prosa llena de colores y
de metales y de frases melodiosas. Y cuando Lugones publicó un libro que ahora se
llamaría de ficción científica, desde luego no pudo gustar mucho en ese
momento. Es cierto que leían a Wells, pero no sé si lo veían como importante, no
sé si la lectura de Wells significó algo para ellos. Quizá la lectura de Poe haya
significado algo para ellos, pero no la lectura de los relatos, donde hay cierta
precisión y rigor, sino más bien la vaguedad romántica de los poemas de Poe:
mujeres bellísimas, de pasado enigmático, que habitan en viejos castillos...
F.S. ¿Usted conoce la obra de Marco Denevi?

J.L.B. No, pero tengo la impresión de que es excelente. Es una de esas


convicciones previas a la lectura. ¿Qué dice él en su obra?

F.S. (Sorprendido por esta inesperada interrogación de su interrogado, improvisa


un pálido resumen de la primera página de Denevi que le viene a la memoria: El
Maestro traicionado.) 80

J.L.B. Está muy bien, realmente, esa idea. Yo tenía una idea pare cida: que Jesús,
al decir "Yo sé que voy a ser traicionado", quería que esa frase fuera
interpretada como una orden, quería incitar a alguien a traicionarlo, ya que él
necesitaba ser traicionado para cumplir con la crucifixión. Y Judas lo entendió
como una orden y por eso lo traicionó.

F.S. ¿Qué imagen dejará usted en la historia de la literatura?

J.L.B. La imagen que yo dejaré cuando me haya muerto —que ya dijimos que eso
es parte de la obra de un poeta, y, quizá, la más importante—, no sé exactamente
cuál será, no sé si me verán con indulgencia, con indiferencia o con hostilidad.
Desde luego, eso me importa muy poco ahora: lo que sí me importa no es lo
que he escrito sino lo que estoy escribiendo y lo que voy a escribir. Y creo que eso
le ocurre a todo escritor. Dijo Alfonso Reyes que uno publicaba lo que había
escrito para no pasarse la vida corrigiéndolo: 81 uno publica un libro para dejarlo
atrás, uno publica un libro para olvidarlo. Y, en cuanto a mí —esto he podido
comprobarlo sobre todo en Texas y en New England—, hay mucha gente que
conoce mucho mejor lo que he escrito que yo. A veces me han hecho preguntas
que me han dejado perplejo. Me han hablado del carácter de tal personaje. Yo
preguntaba qué personaje era ése, y resultaba que era un personaje de un
cuento mío, y yo lo había olvidado enteramente, sin proponérmelo, por lo demás.
Y podría agregar que me parezco a Enrique Banchs; es decir, que temo que, en
cualquier momento, la gente se dé cuenta de que me han dedi cado una atención
excesiva, y entonces me considerarán un chambón o un impostor, o, quizá,
ambas cosas a un tiempo.

F.S. Para terminar, ¿qué opina del trabajo que acabamos de realizar?

J.L.B. En todo caso es agradable para el escritor, y lo obliga, ade más, a pensar
en temas en los que, de otro modo, no pensaría.
F.S. ¿Y no le parece incómodo el hecho de que las preguntas sean tan diversas
como desordenadas?

J.L.B. No, al contrario: yo creo que eso conviene. Precisamente hay un encanto
especial en lo misceláneo, el encanto que uno encuentra en las enciclopedias,
por ejemplo, o en las silvas de varia lección, como decían los españoles.

F.S. Sin embargo, lo obligará a cierto esfuerzo el hecho de que saltemos,


digamos, de Cervantes a Vietnam o de la guerra del cercano oriente a Goethe...

J.L.B. Sí, si uno cumpliera concienzudamente, haría por cierto, un gran


esfuerzo, pero, como uno se abandona un poco al azar de la conversación, hay
un agrado indudable, ¿no?
APÉNDICE

BORGES EN INGLÉS

Si bien es cierto que antes de la fecha han aparecido en Gran Bretaña y, sobre
todo, en los Estados Unidos de América, fragmentarias traducciones de los libros de
Borges —principalmente en revistas y antologías —sólo ahora nos hallamos ante un
esfuerzo para traducir orgánicamente su obra.
Norman Thomas di Giovanni —nacido en 1933 en Newton (Massachusetts) y
autor, entre otros trabajos, de una selección y versión inglesa de los poemas del
Cántico de Jorge Guillén, publicada en 1965 en Boston y Londres — se ha lanzado
fervorosamente, a partir de un subsidio inicial otorgado por la Ingram Merrill
Foundation, a la tarea de traducir al inglés las obras de Jorge Luis Borges.
Dedicado por entero a ella, reside actualmente en Buenos Aires, y, ya que lo
tenemos tan a mano, me ha parecido interesante preguntarle sobre algunos
pormenores de su labor.
F.S.

FERNANDO SORRENTINO. ¿Cuáles son las obras de Borges que está traduciendo al
inglés, para qué editorial, cuándo empezó el trabajo y cuándo piensa
terminarlo?

NORMAN THOMAS DI GIOVANNI. Hasta ahora, he trabajado en once volúmenes. Diez


de ellos (El libro de los seres imaginarios, El informe de Brodie, Historia universal
de la infamia, Elogio de la sombra, Historia de la eternidad, Discusión, Evaristo
Carriego, Crónicas de Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi —
estos dos últimos, en colaboración con Bioy Casares— y un libro de cuentos
escogidos escritos entre 1933 y 1969) están apareciendo en New York, publicados
por E. P. Dutton. Otro editor neoyorquino —Seymour Lawrence/Delacorte Press—
publicará el undécimo libro, una selección de aproximadamente cien poemas
extraídos de la Obra poética 1923-1967. El primero de estos volúmenes (The
Book of Imaginary Beings) apareció en 1969; el segundo (The Aleph and Other
Stories 1933-1969), en 1970; el Doctor Brodie's Report y el libro de poemas
saldrán a principios de 1972. Los demás se van a publicar a un ritmo de uno o
dos libros por año. Hace ya cuatro años que estoy trabajando en este proyecto y
espero poder terminarlo dentro de otros cuatro o cinco años. Un gran porcentaje
de las traducciones aparece primero en revistas, sobre todo en la New Yorker,
con la que Borges y yo tenemos contrato de prioridad para publicar aquellas
obras suyas aún no traducidas al inglés. Otros trabajos nuestros ya han aparecido
en revistas tales como Atlantic, Encounter, The New York Review of Books,
Harper's Bazaar y The Quarterly.

F.S. ¿Quién colabora con usted y cuál es el método adoptado en la traducción?

N.T.di G. Mi principal colaborador es el propio Borges. Por esta razón he


venido a Buenos Aires para hacer mis traducciones. Él y yo trabajamos en
estrecha y completa colaboración. Borges me dijo que ésta es la primera y
única vez que ha tenido una participación directa en la traducción de una obra
suya. Trataré de explicar brevemente nuestro método, que, según se trate de
prosa o verso, es distinto.
Empezaré con la prosa. Primero, trabajando solo, hago un borrador del cuento o
ensayo. Después se lo llevo a Borges —trabajamos juntos todas las tardes en la
Biblioteca Nacional— y le leo primero una frase del original español y después la
correspondiente frase de mi borrador. A veces mis frases son bastante
aceptables así como están, a veces tenemos que rehacerlas. A esta altura, suelo
hacer preguntas o sugerencias. Borges —que posee un extraordinario dominio
del inglés y un increíble poder de invención— reescribe en algunas ocasiones
la frase para hacerla más directa —adaptándola a las exigencias del inglés— y
más clara. Hasta este instante, nuestra preocupación fundamental es captar
totalmente el sentido del texto y ponerlo en una especie de inglés y, por eso,
aún nos conformamos con que sólo sea una versión literal. Entonc es comienza la
segunda etapa. Llevo esta versión literal a casa y, mientras la paso a máquina,
trato de ir dándole forma literaria, de ir puliendo las frases y los párrafos y de
encontrar los términos exactos. Ahora la obra sólo existe en inglés y mi
intención es entonces la de escribirla en el mejor estilo inglés. Ésta es la parte
más difícil del trabajo. La fase final consiste en llevarle a Borges esta nueva
versión, que yo considero más o menos concluida. Entonces se la vuelvo a leer,
sin hacer ninguna referencia al texto original; como ya dije, consideramos la
obra como si sólo existiera en inglés. Los cambios que hacemos son mínimos:
una que otra palabra, a veces una frase o dos. De vez en cuando, Borges
quiere agregar alguna frase que no existía en el texto español (en ciertas
oportunidades, ha retraducido esas frases al español, para interpolarlas en el
texto original). Ése es el momento en que consideramos terminada la versión.
Al traducir ensayos, siempre leo las fuentes, de modo de tener una idea
general del tema; además, siempre busco y verifico todas las citas y paráfrasis.
No es necesario señalar que esta manera de traducir en colaboración es la
forma más larga y trabajosa de hacerlo, pero también creemos que éste es el
mejor modo de traducir y nos parece que los resultados justifican ampliamente
nuestro método.
Dos de los libros que estamos traduciendo — Seis problemas para don Isidro Parodi
y las Crónicas de Bustos Domecq— fueron escritos por Borges en colaboración con
Bioy Casares. En la actualidad, después de un año de trabajo, nos hallamos en la
mitad de las Crónicas. Trabajamos exactamente del mismo modo que he descripto
antes, salvo que en este caso también colabora Bioy. Trabajamos en su casa una o
dos noches por semana. Claro que, debido al carácter de estas obras, las
dificultades pueden multiplicarse por ciento; traducir estos libros literalmente
es imposible y entonces, los tres tenemos que exigir al máximo nuestra capacidad
de invención. Nuestro avance es forzosamente muy lento, pero, como
recompensa, nos divertimos mucho y a menudo quedamos gratamente
sorprendidos ante los resultados.
En cambio, al traducir poemas seguimos un método totalmente distinto.
Primero voy a referirme al volumen mayor de poemas escogidos. Una cuarta
parte de él la he traducido yo. Con respecto al resto, les he encargado la
tradución a algunos de los mejores poetas de los Estados Unidos de América:
Robert Fitzgerald, Richard Wilbur, W. S. Merwin, Ben Belitt, Alastair Reid, Mark
Strand, Alan Dugan, Richard Howard, John Updike y John Holl ander. En
primer término, Borges y yo hicimos versiones literales —línea por línea— de
cada poema de nuestra selección. Una vez hecho esto, asigné poemas a los
traductores y ejercí sobre ellos un cuidadoso control, constatando sus versiones
con nuestro texto literal. Entre cada traductor y yo los poemas iban y venían
generalmente varias veces antes de que los resultados fueran satisfac torios.
Como punto final, terminaba leyéndole a Borges los poemas para su aprobación
definitiva. Claro que este procedimiento acarrea un enorme trabajo al redactor
—no sé cuántos centenares de cartas he tenido que escribir—, pero, al mismo
tiempo, el cambio de ideas entre el autor, el redactor y los traductores creo que
ha dado resultados realmente valiosos.
En la traducción de Elogio de la sombra sigo el mismo método, pero con la
diferencia de que soy yo el que traduce la mayoría de las páginas del libro: a los
otros traductores voy a encomendarles tal vez una cuarta parte. Me pareció
mejor hacerlo así, porque, en gran medida, Elogio de la sombra fue escrito
mientras yo estaba en Buenos Aires, trabajando junto a Borges, de modo que con
frecuencia pude seguir el desarrollo del poema: desde la idea hasta el borrador,
y desde éste hasta la versión definitiva. Es por eso que con este libro tengo una
relación muy estrecha y directa, y siento por él un afecto especial; inclusive
algunos poemas se tradujeron al inglés ni bien los originales acababan de
escribirse, y una de las prosas, Pedro Salvadores, apareció en inglés antes que en
español. 82 Al aparecer Elogio de la sombra en agosto de 1969 —cuando Borges
cumplió setenta años— teníamos terminada casi la mitad de la traducción.

F.S. ¿Qué dificultades o ventajas encuentra en el estilo de Borges?


N.T.di G. En el estilo de Borges encuentro muchas ventajas y muy pocas
dificultades. Ya se sabe que Borges es un gran estilista: toda su obra está
cuidadosamente bien escrita; se esfuerza por ser claro y sencillo. Obviamente, es
mucho más fácil traducir una cosa bien escrita que otra escrita con torpeza. De
manera que quien traduce a Borges se encuentra con las inapreciables ventajas
de un estilo correcto y límpido. También tengo la suerte de que, en Borges, la
estructura de la frase está a menudo modelada sobre la estructura de la frase
inglesa: quiere decir que muchas veces la traducción va como sobre rieles,
puesto que las frases tienen la misma forma que en inglés. Pero no siempre sucede
eso, y es aquí donde muchos traductores cometen errores. A veces, sucede que en
inglés el equilibrio y el énfasis son completamente distintos: en estos casos, de
repente me encuentro invirtiendo el orden de las frases; o, si no, cambiando la
posición de las cláusulas dentro de la frase; o, a veces, intercalando
conjunciones entre dos frases; o también dividiendo en dos alguna frase. (Quiero
puntualizar además que, en Borges, la mesura y la economía de su estilo —rasgos
que no son precisamente característicos del español, un idioma bastante retórico
y florido— están muy cercanas a la prosa clásica de las obras más admirables de
la lengua inglesa, sean sus autores británicos o norteamericanos. Pero,
asimismo, agregaría que el español, tan capaz de ser retórico, lo es también de
ser muy terso: inclusive mucho más terso que el inglés.) Por eso —volviendo al
tema del equilibrio y del énfasis—, un traductor que trabaje literalmente,
vertiendo palabra por palabra, termina escribiendo en ese inglés ilegible y
artificial que nosotros llamamos translatorese (en español, algo así como
traductorés). Otro problema general es que el español contiene muchas palabras
largas, de tres o cuatro sílabas, mientras que en inglés las palabras tienden a ser
más cortas. Este hecho influye decisivamente en el ritmo de las frases. Por ejemplo:
tomemos una palabra corriente, árboles, con tres sílabas en español y una, trees,
en inglés. Borges escribe frases razonadas rítmicamente: escribe con su oído.
¿Qué pasaría en un punto estilísticamente culminante, si la sonora palabra
árboles se tradujera secamente por trees? La frase perdería expresividad,
desaparecería todo el efecto literario y se desvanecería la gracia. Aquí, el traductor
—que también debe trabajar con su oído— tiene que olvidarse de que árboles
equivale a trees. Tiene que trabajar, repito, con su propio oído y sentir y hacer
sentir los ritmos, quizá traduciendo una palabra por una frase —por ejemplo,
rows of trees en lugar de trees— para lograr la música y el equilibrio necesarios.
Claro que, trabajando con Borges, esto no es tan difícil: él sabe bien inglés y
aprecia las sutilezas de su estilo. Por eso, me estimula, me exhorta, me exige que
conduzca nuestras traducciones desde la mera literalidad hasta una prosa inglesa
rítmica y cuidadosamente construida. Ya dije que lo que nos proponemos es que
nuestra prosa de traducción suene como si hubiera sido directamente escrita en
inglés. También quiero referirme, si me permite, a otros dos pequeños
problemas. Primero, al de la construcción con gerundio. Borges odia esta
construcción, rara vez la usa, y dice que ella es un síntoma del mal estilo español.
Pero en inglés es una construcción corriente, y no usarla daría como resultado un
estilo torpe y aburrido. Y, extrañamente, lo que en español impide la fluidez de
la frase, en inglés sirve para el efecto contrario —es decir, para darle
espontaneidad y acelerarla. De modo que he tenido que convencer a Borges de
que emplear el gerundio en nuestras traducciones puede ser eficaz y
estilísticamente agradable. Un segundo problema —quizá el que mayores
preocupaciones me produce— es la brusquedad —tan característica del estilo
borgiano— de las transiciones entre cláusulas o frases o párrafos. Estas
brusquedades son demasiado cortantes (y me alegra que James Irby ya lo haya
señalado y, para suavizarlas, a menudo me encuentro tratando de intercalar
buts ("peros") y therefores ("por-lo-tantos") y howevers ("no-obstantes"). Lo
mismo me pasa con nexos temporales, tales como después, luego, de ahí en más,
etcétera: en inglés son tan comunes que, aunque no se encuentren en el original
español, yo trato de ponerlos para satisfacer mi propia concepción del estilo. Casi
siempre Borges me lo impide y me interrumpe diciéndome: "¿Por qué but? A
veces yo tengo una razón a favor de mi but, y él, sin embargo, la :rechaza. En
cambio, otras veces no puedo darle ningún argumento y le digo que es algo que
percibo, simplemente; algo que me exige el oído. "Está bien, entonces", me dice.
Y me recita su regla de oro: "Si tengo que elegir entre la razón y el ritmo (reason
and rhyme), siempre opto por el ritmo".
Muchas veces me he encontrado con personas que me preguntan si no me es
muy difícil hallar los matices entre palabras de los dos idiomas. La respuesta es
no. El problema de las palabras es mínimo. (El verdadero problema en las
traducciones es encontrar y mantener el tono adecuado.) En primer lugar, el
inglés tiene un vocabulario mucho más extenso que el español; en segundo
término, si bien en inglés la mayoría de los vocablos es de origen latino, otra
gran parte es de origen anglosajón: a esta doble fuente se debe la inmensa
riqueza del idioma inglés. Y lo que le da al inglés su carácter distintivo es el
sajón. Un escritor puede: o bien emplear palabras más bien modestas y humildes
de raíz sajona (y los mejores escritores de hoy así lo hacen), o, si no, puede
emplear un vocabulario más latino y componer una prosa más adornada, más
retórica y más anticuada. Da el caso de que Borges y yo compartimos las mismas
ideas sobre la clase de inglés en que queremos escribir. Es una gran fortuna
trabajar con un hombre que percibe bien las diferentes naturalezas de los dos
idiomas; y es tan hábil en el inglés, que siempre me está sugiriendo términos
más expresivos, a veces incluso más expresivos que los de sus propios
originales.
F.S. ¿Le han causado algún problema especial los argentinismos?

N.T.di G. No. Los argentinismos y las referencias a cosas típicas del país no
constituyen un problema tan grande como uno pudiera suponer. La mitad del
problema la resuelve el hecho de que estoy en el país, viendo y oyendo lo que
veo y oigo cada día. Además, siempre tengo a Borges junto a mí para que me
explique lo que no entiendo. De todos modos, hay pocas cosas que no se
pueden traducir directamente. Los argentinismos —especialmente los referentes a
cosas del campo— tienen equivalentes o quasi equivalentes en inglés. No es
necesario recordar que el argentino y el norteamericano —aunque hablen
idiomas distintos—comparten en el Nuevo Mundo una herencia y una experiencia
comunes. Ambos países son extensos y con una enorme variedad de paisajes:
llanuras, montañas, bosques, ríos... Los argentinos y los norteamericanos hemos
tenido fronteras salvajes e indios y guerras civiles e inmigración. Gran parte de la
Argentina recuerda al oeste norteamericano: los espacios inmensos, el ganado...
Y, en épocas pasadas, argentinos y norteamericanos tuvimos poblaciones aún
inciviles y sin ley. Además el nivel de vida de Buenos Aires y su clase media son
similares a los de las ciudades norteamericanas. Todas estas semejanzas ayudan.
En ciertas ocasiones, cosas que no se pueden traducir directamente se aclaran
mediante una o dos palabras, o mediante una descripción o una explicación
agregadas al texto en inglés. Por ejemplo, al traducir Pedro Salvadores —un
cuento que tiene lugar durante la dictadura de Rosas—, agregamos en la versión
inglesa varios detalles que Borges no había dicho explícitamente en la
redacción original, porque son cosas que los argentinos ya conocen: los
federales y los unitarios, la Mazorca, etcétera. Es decir, Borges escribe para el
lector; nosotros traducimos para el lector.

F.S. ¿Cómo se ve actualmente a Borges en las naciones de lengua inglesa y


cómo cree usted que se lo verá cuando se conozca su obra completa?

N.T.di G. En el mundo anglohablante, se lo ve a Borges como uno de los


grandes escritores del siglo. No es un escritor popular, en el sentido comercial
del vocablo; sus libros no se venden en la cantidad de los llamados best-sellers.
Pero, cuando esos best-sellers hayan muerto y estén olvidados, los libros de Borges
aún se venderán y se leerán y se discutirán. En la literatura tiene un lugar
permanente. Antes de que ninguna de mis traducciones apareciera, ya había en
inglés cinco libros de Borges. En general, sus lec tores son estudiantes
universitarios, editores, redactores y también otros escritores. Sobre todo
estudiantes y otros escritores. Entre esta gente, Borges es muy leído y admirado.
Inclusive imitado. En los Estados Unidos de América es difícil abrir una revista
literaria seria, en cualquier semana o mes, sin encontrarse con alguna alusión a
Borges. Es un autor que ejerce influencia; entre él y otros escritores se buscan
semejanzas o diferencias. Por haberlo vivido, puedo decir que directores de
algunas de las más famosas revistas de los Estados Unidos de América y de Gran
Bretaña me reclaman traducciones de la obra de Borges. Un signo de la estima
en que se lo tiene en mi país es que la revista New Yorker lo considere un
colaborador valioso y lo haya contratado, ya que esta revista se caracterizó
siempre por no publicar obras en traducción. En todo el mundo no creo que
haya cinco escritores cuyas obras haya publicado la revista: ahora me acuerdo
solamente de Isaac Singer y de las primeras obras de Nabókov. Todo lo que
hacemos va a la New Yorker; lo poquísimo que ésta rechaza, es
inmediatamente aceptado por otras revistas. La New York Review of Books,
por ejemplo, que es quizá nuestra más importante revista de crítica intelectual,
está tan entusiasmada con la obra de Borges, que, aunque tienen por norma no
incluir ficción, sin embargo publican sus cuentos.
Aparte de esto, Borges es un gran favorito de las universidades. Ha enseñado en
Texas y en Harvard, y dio conferencias en docenas de las más famosas
universidades norteamericanas. En el período 1967-1968 fue honrado con la
cátedra de Poesía en la Universidad de Harvard. Además, ya se sabe que en el
corriente año le otorgaron el título de Doctor en Letras honoris causa por la
Universidad de Oxford. Antes, en 1969, fue invitado a pasar tres semanas en la
Universidad de Oklahoma, donde tuvo lugar un simposio sobre su obra.
Concurrieron notables intelectuales —especializados en literatura
hispanoamericana— para exponer sus ensayos, que más tarde fueron
publicados. Tuve la suerte de que me invitaran a acompañar a Borges en este
viaje, y varias universidades nos pidieron dar lecturas de sus poemas mientras
permaneciéramos en el país. Viajamos a Michigan, Wisconsin y Texas, y
terminamos en el Poetry Center de New York, donde leímos nuevas
composiciones extraídas de Elogio de la sombra. Ahora, no hace mucho que
volvimos de un largo viaje por los Estados Unidos de América, Islandia, Israel,
Escocia e Inglaterra.
En cuanto a la segunda parte de su pregunta, creo que las traducciones que
estamos haciendo de su obra servirán para consolidar su posición. Borges está
ubicado en el mundo anglohablante desde 1962, cuando se publicó en los
Estados Unidos de América la primera traducción. Pero nuestro trabajo va a
mostrar su obra en forma más integral. Su poesía aún no se conoce bien;
tampoco su interesante obra menor, como El libro de los seres imaginarios; y las
obras escritas en colaboración con Bioy son totalmente desconocidas. En inglés ya
existen varios ensayos serios sobre Borges y cada año aparecen otros. En suma,
nosotros queremos a Borges y se lo agradecemos a la Argentina.

F.S. ¿Cuál es, a su juicio, la obra fundamental de Borges?


N.T.di G. ¿La obra fundamental de Borges...? Bueno, una media docena de
cuentos, unos seis u ocho poemas, una media docena de sus prosas breves. Está
increíblemente dotado: en cada género en que incursionó ha producido
innegables obras maestras. No quiero nombrar ninguna de esas piezas: el tiempo
se ocupará de ellas. Borges cree que "ha logrado ciertas páginas válidas"; yo
multiplicaría por tres la cantidad de páginas que él declara. Pero, con respecto a
cuál es su mejor libro, estoy en total desacuerdo con él. Borges se inclina por El
hacedor; yo, por El Áleph. A sus prosas breves yo las veo brillantes, pero
fragmentarias. Suele decir que La intrusa es su mejor cuento, pero sospecho
que, íntimamente, no lo cree así. Este cuento no me parece que esté bien
escrito, lo cual no es sorprendente, ya que lo dictó durante su ceguera y creo que
se apresuró demasiado en su redacción. Tampoco me gusta su tendencia, desde la
pérdida de la vista, a reducir el cuento a prácticamente un esqueleto: a veces
corre el riesgo de no escribir sino la trama desnuda. En nuestras conversaciones
acostumbro criticar su obra con toda libertad; creo que esto es saludable para
nuestro trabajo y también para él. Cuando estuvimos en Cambridge, le aconsejé
que no escribiera tantos sonetos, diciéndole que ya había disfrutado bastante de
esa forma poética. Apenas regresó a Buenos Aires, se lanzó a escribir más en verso
libre y compuso ese maravilloso poema Heráclito. Estos cambios culminaron en
Elogio de la sombra.
Y, ahora, algo personal. Borges se me descubrió como poeta, fueron sus poemas
los que nos relacionaron y con su traducción empecé mi trabajo con él.
Posiblemente por eso me gustan más sus poemas. Y, de cualquier modo, como
escritor lo considero fundamentalmente un poeta. Saliendo de lo estrictamente
literario, quiero agregar que, como persona, Borges posee muchas facetas
hermosas y que, amigo o colaborador, ha sido siempre muy generoso conmigo.
NOTAS

1
He aquí una esquemática genealogía de Jorge Luis Borges:

Francisco Borges (1833-1874)


Jorge Borges Fanny Haslam (1845-1935)
Jorge Luis Borges (1874-1938)
(1899) Leonor Acevedo Isidoro Acevedo Laprida
(1876) (1828-1905)
Leonor Suárez Haedo
(1837-1918)
2
Transcribo íntegramente las páginas 291-292 del libro Los cafés de Buenos Aires, de
Jorge Alberto Bossio (Buenos Aires, Editorial Schapire, 1968):

CAFÉ LA PALOMA

"Cuando Palermo no era la barriada aristocrática, sino el refugio de 'ma landrinos', 'malevos' y
'atorrantes', el Café La Paloma era un baluarte reo ubicado en la esquina de la Avenida Santa
Fe y Juan B. Justo.
Su nombre lo debe —sostiene Enrique Cadícamo— a una moza que aleteaba en el café, que
atormentaba a todos los malevos que concurrían al bar más por ver a la moza que por el
café en sí.
Recordando los tiempos en que Juan Maglio (Pacho) era señor de La Paloma,
transcribimos estos versos de Cadícamo:
Y baja a tomar la copa
con viejos amigos fieles
del tiempo cuando tocaba
allá, frente a los cuarteles.
Ahí comenzó el año nuevo
con Luciano y con Pepino
a darle al tango el aroma.
Era un café muy cabrero
con un clima pendenciero
y llamado La Paloma.

Sobre el ambiente de La Paloma, me refería Francisco L. Romay que durante el año 1911,
durante el cual fue jefe de la seccional, en más de una oportunidad debió intervenir en forma
violenta para reprimir el 'sabalaje'; a veces —recordaba Romay—, debió entrar a la fuerza en
el local, montado a caballo, con el imaginable desbande de los parroquianos.
Muchos de los poetas de Buenos Aires han registrado en sus versos al viejo café La
Paloma, como José Portogalo (Letras para Juan Tango, pág. 32, Ediciones La Esquina, Bs.
As., 1958).
En La Paloma dije tus mejores versos
desde un palquito en alto que llegaba hasta el cielo.

En la época en que Pacho llegó una tarde al café, el propietario era un señor Domínguez;
por entonces parece ser que las ratas circulaban con toda libertad por el local, pasando por
entre las piernas de los músicos. En reiteradas oportunidades Pacho le reclamó a Domínguez
que las combatiera, para lograr la tranquilidad no sólo de los músicos sino también de los
parroquianos.
Quien frecuentó La Paloma, por ser amigo fiel de Pacho, fue el poeta Félix Lima. Tampoco
fue ajeno a las reuniones del café palermitano, el payador Juan Agapito Martínez —conocido
por Campoamores—, cuya excelente voz acompañó las veladas nocturnas de principio de
siglo.
Lo que resta del Café La Paloma es tan sólo el espíritu de la barriada del puente del
ferrocarril Pacífico. El local ha sido remozado hasta convertirlo en una rutilante pizzería,
denominada Nápoles. El cambio de denominación ocasionó a los actuales propietarios ciertos
inconvenientes con las gentes del barrio que se resistieron a verlo transformado en una
pizzería; pero el progreso tiene sus leyes y los nuevos dueños hicieron caso omiso del
requerimiento de los admiradores de La Paloma; nos relataba uno de ellos que en la
actualidad están arrepentidos de tal cambio; pero como reciprocidad mantienen inmarcesible
la vieja placa del Café La Paloma; y las gentes del barrio, un poco tristes, se conformaron
pero llegaron a llamar a la moderna pizzería La Paloma Herida, por haber dejado de ser eT
viejo café."
A lo que dice Bossio debo hacer una mínima objeción. Vivo, desde que nací, en el barrio del
Pacífico, a pocas cuadras de la actual pizzería: jamás he observado síntoma alguno de que
esa zona sea una "barriada aristocrática".
3
"El chico aprendió a leer en inglés y más tarde en castellano..." Alicia Jurado: Genio y
figura de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Eudeba, 1964, página 27).
4
ALUSIÓN A LA MUERTE DEL CORONEL FRANCISCO BORGES (1833-74).

Lo dejo en el caballo, en esa hora


crepuscular en que buscó la muerte;
que de todas las horas de su suerte
ésta perdure, amarga y vencedora.
Avanza por el campo la blancura
del caballo y del poncho. La paciente
muerte acecha en los rifles. Tristemente
Francisco Borges va por la llanura.
Esto que lo cercaba, la metralla,
esto que ve, la pampa desmedida,
es lo que vio y oyó toda la vida.
Está en lo cotidiano, en la batalla.
Alto lo dejo en su épico universo
y casi no tocado por el verso.
(El otro, el mismo, Emecé Editores, 1969, página 87)
5
Historia del guerrero y de la cautiva.
6
El número de L'Herne (París, 1964) dedicado a Borges registra la fotografía del manuscrita
del poema

RUSIA

La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje


con gallardetes de hurras
mediodías estallan en los ojos
Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería de las torres del Kremlin.
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente
En el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas.

Con ligeras variantes figura en la página 7. de la separata de Guillermo de Torre: Para la


prehistoria ultraísta de Borges (Cuadernos Hispanoamericanos, Buenos Aires, enero de 1964, nº
169). Por su parte, Leónidas Barletta (Boedo y Florida. Una versión, distinta, Buenos Aires,
Ediciones Metrópolis, 1967) también lo incluye en la página 43 —extraído del Índice de la poesía
americana (1926), prologado por Alberto Hidalgo y Vicente Huidobro—, aunque con una
métrica radicalmente diversa y un texto bastante modificado: melodías por mediodías, banderas
por estandartes, pasa la muchedumbre por pasan las muchedumbres, el poniente por los
ponientes, naciente por continente, del arcoiris por de un arco iris.
7
Para que este paréntesis de Borges no parezca intempestivo, es necesario aclarar que, antes
de comenzar la grabación, le mostré, como ejemplo del trabajo que íbamos a realizar, el libro
Palabras con Leopoldo Marechal, de Alfredo Andrés (Buenos Aires, Editorial Carlos Pérez,
1968).
8
Ernesto Ponzio es, efectivamente, el autor de Don Juan. Pero El entrerriano es obra de
Rosendo Mendizábal. El origen de ambos tangos está relatado en Francisco García Jiménez:
Así nacieron los tangos (Buenos Aires, Editorial Losada, 1965, páginas 9-16).
9
En la página 219 de su antología Cien poesías rioplatenses (1800-1950), Buenos Aires,
Editorial Raigal, 1954, Roy Bartholomew registra este poema, atribuyéndolo a Marcelino del
Mazo, con ligeras variantes respecto de la versión que Borges recitó de memoria:

BAILARINES DE TANGO

Como el ritmo de aquel tango les marcó un compás de espera,


como sierpes animadas por un vaho de pasión,
se anudaron. .. Y eran gajos de una extraña enredadera
florecida entre la lluvia de los dichos del "salón".
—¡Aura, m'hija! —aulló el compadre y la fosca compañera,
ofreció la desvergüenza de su cálido impudor,
azotando con su carne como lengua de una hoguera
las vibrátiles entrañas de aquel chusma del amor.

... Persistieron en su giro; desbarraron los violines


y la flauta dijo notas que jamás nadie escribió.
Pero iban blandamente, a compás, los bailarines,
y embriagada la pareja, sin notarlo, se besó...
10
Véase Alfredo Andrés (obra citada), páginas 21-23.
11
"A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos
bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego,
de Kafka y Martín Fierro. A usted, Borges, ante todo, lo veo como un Gran Poeta. Y luego:
arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado,
magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal". Ernesto Sábato, en Sur , nº 94, julio de 1942.
12
En Conrado Nalé Roxlo: Antología apócrifa (Buenos Aires, Emecé Editores, 1952), páginas
97-106.

Es transparente el episodio del capítulo XI del libro VII (Viaje a la


13

oscura ciudad de Cacodelphia), en que el astrólogo Schultze —Xul Solar— y Adán


Buenosayres —Leopoldo Marechal— encuentran a Luis Pereda en el falso Parnaso de los
violentos del arte:

"La Falsa Euterpe dejó escapar un sonido, mezcla de risa y de gargajo.


—Eso es lo notable que tiene don Luis —me dijo—. Se lo acusa de andar por los barrios de
Buenos Aires haciéndose el malevo, echando a diestro y siniestro oblicuas miradas de
matón, escupiendo por el colmillo y rezongando entre dientes la mal aprendida letra de
algún tango.
—Un gesto individual que a nadie molesta —repuse yo.
—Exactamente. Lo malo está en que don Luis ha querido llevar a la literatura sus fervores
misticosuburbanos, hasta el punto de inventar una falsa Mitología en la que los malevos
porteños adquieren, no sólo proporciones heroicas, sino hasta vagos contornos metafísicos.
La miré duramente:
—Sólo por esa virtud —le dije—, mi benemérito camarada Luis Pereda merecería los laureles de
Apolo.
—¿Sus razones, por favor? —me reclamó la Falsa Euterpe.
—¿No sé ha dicho que sobre nuestra literatura viene gravitando un oneroso espíritu de
imitación extranjera? ¡Se ha dicho, no lo niegue! Y cuando un hombre como Pereda sale a
reivindicar el derecho que lo criollo tiene de ascender al plano universal del arte, se lo
ridiculiza y zahiere hasta el punto de hacerle sufrir las incomodidades de un infierno. Pues
bien, señora, yo me inclino ante nuestro campeón; y me descubriría reverentemente, si no
hubiera perdido mi sombrero en este condenado Helicoide.
—¡Gracias, pueblo! —me gritó Pereda, visiblemente conmovido—. Cuando salga de aquí te
pagaré una ginebra en el almacén rosado de la esquina.
Pero la Falsa Euterpe insistió:
—Admitamos —dijo— que nuestro paciente sea un innovador genial. ¿Esa circunstancia le da
derecho a capar los vocablos de nuestro idioma y a escribir soledá y virtú, o pesao y salao?
—¡Una travesura idiomática! —repuse yo—. Un caprichoso tijereteo de artista. Ese gusto de capar
le viene de sus antepasados ganaderos.
—Bien —admitió la falsa Musa—. Pero le quedan los neologismos. Este señor ha tenido la frescura
de introducir en el idioma ciertas baldosedades, aljibistnos y balaustradumbres que claman al
cielo."
(Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1948.)
14
A un domador de caballos, en Poemas australes (1938).

Editada por Manuel Gleizer, se publicó solamente un número (Libra. I.


15

Invierno, 1929) y era dirigida por Francisco Luis Bernárdez y Leopoldo


Marechal. En ese único número colaboraron, entre otros, Alfonso Reyes,
Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Ricardo E. Molinari, Francisco
Luis Bernárdez.
16
De El ciruja, tango con música de Ernesto de la Cruz y letra de Fran cisco A. Marino.
Véase José Gobello: Vieja y nueva lunfardía (Buenos Aires, Editorial Freeland, 1963, pág. 28) y
Francisco García Jiménez: obra citada (págs. 189-192).
17
El gran dictador (1940).
18
Inscripción sepulcral, en Fervor de Buenos Aires (1923).
19
Poema fechado en 1953.

En realidad, Al coronel Francisco


20
Borges no está en el primer libro, sino
en el segundo, Luna de enfrente (1925).
21
Véase la nota 4.
22
Norman Thomas di Giovanni. Véase Apéndice.
23
El espejo de tinta, en Historia universal de la infamia (1935).
24
Raúl González Tuñón: La rosa blindada (1936); La muerte en Madrid
(1939).
25
En el artículo La supersticiosa ética del lector (1930), que se incluye
en Discusión.
26
El congreso, Buenos Aires, El Archibrazo Editor, 1971.

El brulote como una de las bellas artes, artículo sin firma aparecido en
27

la revista Información literaria (Año I, Nº 3, 1966), páginas 10-11, registra


como atribuidos a Conrado Nalé Roxlo los dos siguientes:
Yace aquí Jorge Max Rohde.
Dejadlo dormir en pax,
que de este modo no xode Max.

Yace aquí Miguel Camino,


versificador culpable
a quien convirtió el destino
en camino intransitable.

Y este otro epitafio, sin mención de autor:

Aquí yace bien sepulto


Capdevila en este osario.
Fue niño, joven y adulto,
pero nunca necesario.

Sus restos deben quemarse


para evitar desaciertos.
Murió para presentarse
en un concurso de muertos.
28
Nathaniel Hawthorne (1949), artículo incluido en Otras inquisiciones.
29
En su edición de 1952 —además de suponer que Echeverría nació en 1809 y Lugones en
1869— registra esta entrada: "Borges (José Luis), poeta argentino, n. en 1900, jefe de la
escuela poética 'ultraísta'", (página 1118).

Aeropuerto: 16.25 (páginas 85-97), en Fernando


30
Quiñones: Historias de
la Argentina (Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1966).
31
Dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, protagonizada por Alfredo Alcón,
con Lautaro Murúa, Leonardo Favio, Wálter Vidarte, Graciela Borges, Ju lia von Grolman, María
Aurelia Bisutti y Fernando Vegal en los personajes
principales. En la adaptación del texto colaboraron el mismo Torre Nilsson,
Beatriz Guido, Luis Pico Estrada y Ulyses Petit de Murat.

Poesía gauchesca. Edición, prólogo, notas y glosario de Jorge Luis Bor ges y Adolfo Bioy Casares,
32

dos tomos (México, Fondo de Cultura Econó mica, 1955).

Con el título de Días de odio. Adaptación de Torre Nilsson y Jorge Luis


33

Borges. Productor: Armando Bo. Elenco: Elisa Christian Galvé, Duilio Marzio
y Nicolás Fregués.

El hombre de la esquina rosada, dirigida por René Mujica,


34
con Francisco
Petrone en el papel de Francisco Real, Susana Campos y Wálter Vidarte.
35
Dirigida por Hugo Santiago (Muchnik). En los personajes protagónicos
actuaron Olga Zubarry, Lautaro Murúa y Juan Carlos Paz (prestigioso compositor y musicólogo en
su debut cinematográfico como actor).

En su Anotación al 23 de agosto de 1944, Borges dice que "esa jornada


36

populosa" le deparó "el descubrimiento de que una emoción colectiva puede


no ser innoble" ( Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé Editores, 1960,
página 183).
37
Es el primer cuento de Bestiario (1951).
38
Aurora Bernárdez.
39
De Ultimas tardes, poema aparecido en Conocimiento de la noche (Buenos Aires, Editorial
Raigal, 2ª. edición —definitiva—, 1953).
40
En Humoresca, Buenos Aires, Editorial Babel, 1929, página 60.
41
Debo a una indicación de Horacio Jorge Becco el conocimiento de un
curioso libro, editado aparentemente entre 1937 y 1939, que Borges dice no recordar haber
escrito: Jorge Luis Borges y Pedro Henrícruez Ureña: Antología clásica de la literatura argentina
(Buenos Aires, Editorial Kapelusz, sin fecha).
42
México, Fondo de Cultura Económica, 1954.
43
Una superficial lectura de las dos primeras páginas del cuento revela
un lenguaje totalmente ajeno al de Borges. Obsérvense estos giros: "una
estampa ha poco recortada de una revista"; "algo de todo punto irrealizable";
"un día sí y otro también de viaje". O el uso de pronombres enclíticos:
"sentíase repiquetear"; "infundióle una gran melancolía".
44
Franz Kafka: La metamorfosis. Traducción y prólogo de Jorge Luis Bor ges (Buenos Aires,
Editorial Losada, 1943). Contiene, además, los siguientes
relatos: La edificación de la muralla china, Un artista del hambre, Un artista
del trapecio, Una cruza, El buitre, El escudo de la ciudad, Prometeo y Una
confusión cotidiana.
45
Véase nota 22.
48
En la edición de 1967 de El hacedor hay una página In memoriam J. F. K.
47
De la Terre á la Lune (1865) y Autour de la Lune (1870).
48
He aquí un poema de Herrera y Reissig que exime de todo comentario:

TODO

Todo es póstumo y abstracto


y se intiman de monólogos
los espíritus ideólogos
del Incognoscible Astracto.
Arde el bosque estupefacto
en un éxtasis de luto
y se electriza el hirsuto
laberinto del proscenio
con el fósforo del genio
lóbrego de lo Absoluto!

(Extraído de los Apuntes, análisis y antología de literatura hispanoamericana preparados por el


Instituto Cristo Redentor, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1970).
49
El verso de los verdes jarrones japonistas pertenece al poema El martes,24 de
noviembre (página 49); la vanguardia marina de los cadetes, a Combate naval (página
84). Cito por Horacio Quiroga: Los arrecifes de coral (Montevideo, Claudio García &
Cía. Editores, 1943).
50
Es parecida la opinión de Enrique Anderson Imbert: "El resto [de su obra] es
ilegible digresión, a menos que se busquen, entre las ruinas de esa prosa (de esa
razón) toda rota por dentro, larvas de un solipsismo sor prendente, ingenioso y aun
poético". Historia de la literatura hispanoamericana (México, Fondo de Cultura
Económica, 4' edición, 1962), tomo I, páginas 415-416.
61
En el cuento El Áleph.
52
Constan en el disco El tango, del sello Polydor. Canta Edmundo Rivero y recita Luis
Medina Castro. El lado 1 contiene: El tango, Jacinto Chiclana, Alguien le dice al tango, El
títere, A don Nicanor Paredes y Oda íntima a Buenos Aires. El lado 2 contiene El
hombre de la esquina rosada, suite para recitante, canto y doce instrumentos.
Música, bandoneón y dirección de Astor Piazzolla.
63
Milonga de Albornoz, cantada por Enrique Dumas, forma parte del disco Catorce con
el tango. Dirección orquestal de Alberto Di Paulo. Producciones Fermata.
54
¡Bailóte un tango, Ricardo, letra de Ulyses Petit de Murat y música' de Juan
D'Arienzo, cantado también por Enrique Dumas.
55
A LU S IÓ N A UN A SO M B R A DE MI L O C HO C IE N TO S NO V EN T A Y T A NT O S

Nada. Sólo el cuchillo de Muraña.


Sólo en la tarde gris la historia trunca.
No sé por qué en las tardes me acompaña
este asesino que no he visto nunca.
Palermo era más bajo. El amarilloparedón de la cárcel dominaba
arrabal y barrial. Por esa brava
región anduvo el sórdido cuchillo.
El cuchillo. La cara se ha borrado
y de aquel mercenario cuyo austero
oficio era el coraje, no ha quedado
más que una sombra y un fulgor de acero.
Que el tiempo, que los mármoles empaña,
salve este firme nombre, Juan Muraña.
Obra poética 1923-1964 (Buenos Aires, Emecé Editores, 1964, página 201)

El quinto cuarteto de El tango se pregunta:

¿qué oscuros callejones o qué yermo


del otro mundo habitará la dura
sombra de aquel que era una sombra oscura,
Muraña, ese cuchillo de Palermo?
Ídem (página 174)
58
El truco, en Fervor de Buenos Aires (1923).
57
Todo el canto LV (versos 10.506- 10.719) está dedicado al truco. Ver sos 10.582-10.590:

Para no olvidar el vicio,


cuando estuvieron sentados
se tomó una narigada
de polvillo colorado
el obispo, y preguntó:
¿Hasta qué pieza jugamos,
hasta el siete... ? -No, hasta el dos
—contestó don Bejarano.
—Me gusta —dijo el obispo.
58
Arturo Jauretche: El Paso de los Libres (Buenos Aires, 1934).
He aquí el Prólogo de Borges:
"La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de
éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si
fracasa, le dicen chirinada —y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero
le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de
triunfo, o si no, de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aero planos, el chismoso
teléfono y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y
la vindicación del Orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un
fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muer te que
será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el
destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un
coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada
con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima
al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder —sin que ello, importe
tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje. Ya lo dice Jauretche, en una de sus
estrofas más firmes:

En cambio murió Ramón


jugando a risa la herida:
siendo grande la ocasión,
lo de menos es la vida.

Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más
tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El
hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los cor teses cantores de Islandia y de Noruega,
diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi
"cantando y combatiendo los tíranos del Río de la Plata".
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los Libres está en la tradición de
Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La adecuación de la manera de
esos poetas al episodio actual es tan feliz, que no delata el menor esfuerzo. La
tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para
Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no
preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los
hombres."
Salto Oriental, noviembre 22 de 1934.
La segunda edición del poema (Buenos Aires, Editorial Coyoacán, 1960) tiene Prólogo
de Jorge Abelardo Ramos. ,
59
En Cuaderno San Martín (1929).
60
En el cuento La forma de la espada (Ficciones) figura la misma frase: "Yo le dije
que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas"...
61
A Francisco López Merino, en Cuaderno San Martín (1929).
62
" . . . fue leída por un amigo suyo —Manuel Rojas Silveyra— en el Institu to Popular de
Conferencias de "La Prensa", en 1927; Borges pretextó su mala vista para no hacerlo
personalmente y la escuchó desde el público, a punto de huir a cada momento,
según confesó después". Alicia Jurado: obra citada, página 13.
63
Dirigida por Manuel Antín, con Adolfo Güiraldes, Luis Medina Castro y Soledad
Silveyra.
64
Borges modificó los siguientes versos de ese poema: El verso 10, que decía

El general Quiroga quiso entrar al infierno

se convirtió en

El general Quiroga quiso entrar en la sombra,

con lo que sacrificó, en ese cuarteto, la asonancia ABAB de la versión de 1925. El verso 20,

Pero en llegando al sitio nombrao Barranca Yaco

fue reemplazado por el más legible


Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco.

La última estrofa está reelaborada casi completamente; en 1925 era:

Luego (ya bien repuesto) penetró como un taita


en el infierno negro que Dios le hubo marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de fletes y cristianos.

En su Obra poética (ed. cit.) dice:

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,


se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.
65
Alicia Jurado (obra citada) da 1929 como fecha del 2 o Premio Municipal de Literatura
(página 7). El jurado se expidió así: Prosa: 1er. premio, Roberto Gache; 2º, Jorge Luis Borges;
3º, Enrique González Tuñón; Verso: 1er. premio, Rafael Jijena Sánchez; 2°, Raúl González
Tuñón; 3º, Miguel Alfredo D'Elía.
66
El Borges de 1930 ensaya unas burlas sobre Rubén Darío. El de 1954 in cluye, a pie de
página, este arrepentimiento:
"Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía
que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que
los de Quevedo eran superiores a los de Góngora". Evaristo Carriego (Buenos Aires, Emecé
Editores, 1967, página 55).
67
Dámaso Alonso parece haber probado de modo definitivo que "la sepa ración de la vida
literaria de Góngora en dos épocas, una toda naturalísimas claridades y otra tremendo artificio y
oscuridad, es totalmente falsa". Véase en Dámaso Alonso: Góngora y el "Polifemo" (Madrid,
Gredos, 4ª. edición, 1961), el capítulo V del "Estudio preliminar", tomo I, páginas 84-101.
68
Un modelo para la muerte (Buenos Aires, Edicom, 1970, cap. IV, página 72).
69
"En 1942, Borges se presentó al Premio Nacional de Literatura con Ficciones. No fue premiado;
sí lo fueron Eduardo Acevedo Díaz y César Ca rrizo. Extrañamente también lo fue Pablo Rojas Paz.
Borges obtuvo el voto del único escritor del jurado: Eduardo Mallea". José Luis Ríos Patrón: Jorge
Luis Borges (Buenos Aires, Editorial La Mandragora, 1955, página 114).
Cabe señalar que Borges no presentó Ficciones sino El jardín de senderos que se bifurcan, ya que
Ficciones apareció en 1944 y es un volumen que contiene los relatos de El jardín de senderos que se
bifurcan más un segundo libro titulado Artificios. Véase la detallada bibliografía de Borges en
Ana María Barrenechea: La expresión de la irrealidad en la obra de Borges (Buenos Aires, Editorial
Paidós, 1967, páginas 247-256).
70
Es curioso, pero, de los siete escritores que recordó Borges, sólo cuatro
de ellos colaboraron en el número 94 de la revista Sur. La lista completa
es la siguiente: Eduardo Mallea, Francisco Romero, Luis Emilio Soto, Patri
cio Canto, Pedro Henríquez Ureña, Alfredo González Garaño, Amado Alon so, Eduardo González
Lanuza, Aníbal Sánchez Reulet, Gloria Alcorta, Sa muel Eichelbaum, Adolfo Bioy Casares, Ángel
Rosenblat, José Bianco, Enrique Anderson Imbert, Adán C. Diehl, Carlos Mastronardi, Enrique
Amorim,
Ernesto Sábato, Manuel Peyrou y Bernardo Canal Feijoo.
71
"Las vueltas que da el mundo, Borges: Cuando yo era muchacho, en
años que ya me parecen pertenecer a una especie de sueño, versos suyos me ayudaron a descubrir
melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de barrio, en rejas y aljibes, hasta en la
modesta magia que a la tardecita puede contemplarse en algún charco de las afueras. Luego,
cuando lo conocí personalmente, supimos conversar de esos temas porteños, ya directamente, ya
con el pretexto de Schopenhauer o Heráclito de Éfeso. Luego, años más tarde, el rencor político
nos alejó; y así como Aristóteles dice que las cosas se diferencian en lo que se parecen, quizá
podríamos decir que los hombres se separan por lo mismo que quieren. Y ahora, alejados como
parece que estamos (fíjese lo que son las cosas), yo quisiera convidarlo con estas pá ginas que se
me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen. Créamelo. Sábato".
(Tango: discusión y clave, Buenos Aires, Editorial Losada, 1963).
72
"Pero Enrique Santos Discépolo, su creador máximo, da lo que yo creo la
definición más entrañable y exacta: 'Es un pensamiento triste que se bai la'" (Ídem, página 11).
73
El túnel (1948) y Sobre héroes y tumbas (1961).
74
En las versiones españolas se titula generalmente La Liga de los Pelirrojos
(The Red-Headed League).

Véase Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca, en el volumen Discusión


75

(Buenos Aires, Emecé Editores, 1957), páginas 22-24; Elias Carpena: Defensa de Estanislao del
Campo y del caballo overo rosado, en el Boletín
de la Academia Argentina de Letras (Tomo XXIV, Números 91-92, Enero-
Junio, Buenos Aires, 1959), páginas 73-109, y Centauros de gesta. El caballo overo rosado en las
dos acepciones de parejero, en el Boletín de los Cursos de Extensión Cultural "Constantes de
Hispanidad" del Instituto Argentino Hispánico (Buenos Aires, 1965), páginas 3-12. Una detallada
bibliografía la aporta Horacio Jorge Becco (Fausto, prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires,
Edicom, 1969).
76
Rafael Hernández: Pehuajó. Nomenclatura de las calles (1896).
77
Es una de las ilustraciones rehechas por Dorothy Colles sobre las que,
para la primera edición —Alice's Adventures in Wonderland (1865) y Through
the Looking-Glass (1872)—, había realizado John Tenniel. Se halla en la
página 94 de la edición Collins (London and Glasgow) de 1964.

León Felipe tradujo el Song of Myself (Canto a nú mismo, Buenos Aires,


78

Editorial Losada, 1941, con un Epílogo de Guillermo de Torre).


Borges realizó la selección, traducción y prólogo de Leaves of Grass (Hojas de hierba, Buenos
Aires, Editorial Juárez, 1969, con un Estudio crítico de Guillermo Nolasco Juárez).
79
Es el poema Paisaje, fechado en 1916, que apareció en Campo argentino
(1920).
80
En Marco Denevi: Falsificaciones (Buenos Aires, Eudeba, 1966, página 9).
81
Discusión tiene el siguiente epígrafe: "’Esto es lo malo de no hacer im primir las obras: que se va
la vida en rehacerlas'. Alfonso Reyes, Cuestiones gongorinas, página 60".
82
Apareció en la New York Review of Books. Puede ampliarse sobre este cuento y su traducción
en el ensayo de Norman Thomas di Giovanni, titu lado At Work with Borges, publicado en The
Antioch Review (Yellow Springs, Ohio, Volumen XXX, números 3-4, Winter, 1970, páginas 294-
297).

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