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Con Jorge Luis Borges conversé por primera vez —cuidé de anotar la fecha— el
fervoroso mediodía del 2 de diciembre de 1968. Yo, con la tristeza reglamentaria,
me dirigía a mi empleo de entonces; la suerte quiso que Borges emergiera de la
estación Moreno a la plazoleta que divide la avenida Nueve de Julio. Lo saludé
con emoción, con torpeza; farfullé mi ignoto apellido; le dije que vivía en Palermo.
Esto le agradó y, un instante después, hablábamos del arroyo Maldonado, arroyo
que para mis ojos nunca fue otra cosa que un largo asfalto gris flanqueado por
un terraplén y muchas bodegas. Recuerdo que le recité las primeras estrofas de su
poema El tango, y que Borges me reprochó: "¡Qué ganas de perder el tiempo
leyendo esas cosas!"
Muchos meses después tuve la oportunidad de conversar largamente con Borges.
Durante siete tardes, el hacedor de ficciones me precedió, abriendo altas puertas
que descubrían insospechadas escaleras de caracol, por los gratos pasillos
laberínticos de la Biblioteca Nacional, en busca de una remota salita donde no nos
interrumpía el teléfono.
Estas Siete conversaciones han sido grabadas y luego vertidas al papel. El Borges
que habla en este volumen es un señor cortés y distraído, que no verifica citas, que
no vuelve atrás para corregirse, que finge tener mala memoria: no el terso Jorge
Luis Borges de la letra impresa, aquel que calcula y mide cada coma y cada
paréntesis. La heterogeneidad y el desorden que aquejan a las preguntas
intentan que este libro no sea un ensayo orgánico sino exactamente lo que
declara su título: siete tranquilas y casuales charlas libres de toda molesta
sujeción a un plan. Resultados de esta agradable inconsciencia son alguna que
otra repetición, ciertas ambigüedades y unas pocas frases que adolecen de lo que la
retórica denomina anacoluto. Inevitablemente, alguien deplorará la falta de
preguntas sobre Gracián; otro habrá acudido al libro con el excluyente propósito
de informarse acerca de Molière; un tercero se sentirá indignado al advertir que no
se menciona a Hermann Hesse.
En las notas he tratado de ser lo menos fastidioso posible. Sólo se proponen
relacionar a Jorge Luis Borges con su contexto literario y político. Es verdad que
el lector puede, sin grave pérdida, privarse de ellas.
FERNANDO SORRENTINO
Buenos Aires, julio de 1972.
PRIMERA CONVERSACIÓN
JORGE LUIS BORGES. Nací el día 24 de agosto del año 1899. 1 Esto me agrada porque
me gusta mucho el siglo XIX; aunque podríamos usar como argumento en contra
del siglo XIX el hecho de haber producido el siglo XX, que me parece algo menos
admirable. Nací en la calle Tucumán, entre Esmeralda y Suipacha, y sé que todas
las casas de la cuadra eran bajas, menos el almacén, que era una casa de altos, y
todas las casas estaban construidas de un modo correspondiente a la Sociedad
Argentina de Escritores, salvo que la casa en que yo nací era mucho más
modesta. Es decir, había dos ventanas de fierro, una puerta de calle con un
llamador con un anillo, luego el zaguán, después la puerta cancel, luego las
habitaciones, el patio lateral y el aljibe. Y en el fondo del aljibe —esto lo supe
mucho después— había una tortuga para purificar el agua. De modo que mis
abuelos, mis padres y yo hemos bebido agua de tortuga durante años y no nos ha
hecho ningún mal: actualmente nos daría asco pensar que bebemos agua de
tortuga. Mi madre recuerda haber oído, siendo chica —fuera de los balazos
de la Revolución del 90—, un balazo excepcional: mi abuelo salió y dijo que
acababan de asesinar, a la vuelta de casa, al general Ricardo López Jordán.
Algunos dicen que el asesino lo provocó y lo mató, pagado por la familia de
Urquiza. Creo que esto es falso. Realmente, López Jordán había hecho matar al
padre de este hombre, de modo que éste buscó una altercado con López Jordán,
lo mató de un balazo, huyó por la calle Tucumán y lo apresaron cuando ya estaba
en la calle Florida.
J.L.B. Sí, pero lo situé un poco más lejos. Lo situé ya más allá de Flores y le di
una fecha indeterminada. Lo hice deliberadamente. Porque creo que un escritor
no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta.
Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a
buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. Por eso, yo prefiero situar mis
cuentos siempre en lugares un poco indeterminados y hace muchos años. Por
ejemplo, el mejor cuento que yo he escrito, La intrusa, ocurre en Turdera, en las
afueras de Adrogué o de Lomas; ocurre más o menos a fines del siglo pasado o a
principios de éste. Y lo hice deliberadamente para que nadie me diga: "No, la
gente no es así". Los otros días me encontré con un muchacho que me dijo que
iba a escribir una novela sobre un café que se llama El Socorrito, en la esquina de
Juncal y Esmeralda: una novela contemporánea. Y yo le dije que no pusiera que el
café era El Socorrito, y que no pusiera que la fecha era contemporánea, porque si
no, inmediatamente alguien iba a decirle: "La gente no habla así en ese café" o
"El ambiente es falso". De modo que creo que conviene cierta lejanía en el
tiempo y en el espacio. Además, creo que la idea de que la literatura trate de
temas contemporáneos es relativamente nueva. Si no me engaño, la Ilíada se
habrá escrito dos o tres siglos después de la caída de Troya. Creo que la libertad
de la imaginación exige que busquemos temas lejanos en el tiempo o en el
espacio, o si no, como están haciendo los que escriben ficción científica ahora, en
otros planetas. Porque si no, estamos un poco trabados por la realidad y la
literatura se parece ya demasiado al periodismo.
F.S. ¿Quiere decir que, en cierto modo, usted no cree en la literatura psicológica?
J.L.B. Sí, desde luego creo en la literatura psicológica, y creo que toda literatura en
el fondo lo es. Los hechos son facetas o modos para mostrar un personaje. Juan
Ramón Jiménez dijo que podía imaginar un Quijote con otras aventuras que no
fueran las del libro. Yo creo que lo importante en el Quijote es el carácter de
Alonso Quijano y de Sancho. Pero podemos imaginar otras ficciones. Y de eso se
dio cuenta Cervantes cuando escribió la segunda parte, que me parece muy
superior a la primera. Lo que encuentro mal es que la literatura venga a
confundirse con el periodismo o con la historia. Me parece que la literatura
debe ser psicológica y debe ser imaginativa. Yo, por lo menos, cuando estoy
solo, tiendo a pensar y a imaginar. Pero no sabría decirle —aquí desde luego
interviene mi casi ceguera— el número de sillas que hay en esta habitación. Y,
posiblemente, usted lo sepa ahora sólo si se pone a contarlas.
F.S. Usted, en El Aleph, tiene un relato'5 que trata de una inglesa que había vivido
entre los indios.
J.L.B. Sí, es verdad: eso me lo contó mi abuela. No he agregado nada allí. Cuando
yo empecé a escribir, creí, sin duda bajo el influjo de tantos novelistas del siglo
XIX, que yo tenía que documentarme mucho, y, en cambio, ahora me parece que
cuanto menos intervenga en lo que escribo, mejor. Es decir, si a mí me han
contado un cuento, y si ese cuento me ha impresionado, mejor es contarlo tal
como lo oí, y no buscar circunstancias en libros. Creo que aquí también habla mi
haraganería y el hecho de que, como no veo, tendría que darles mucho
trabajo a otras personas para que me documentaran. Pero creo que un cuento
breve, como los primeros cuentos que escribió Kipling, puede ser un cuento muy
cargado y muy eficaz, y, sin embargo, no exceder de una docena de páginas.
F.S. Claro: usted sostiene inclusive que los cuentos tales como llegan, pulidos por el
tiempo, son los mejores.
J.L.B. Sí, por eso creo que cada año uno oye cuatro o cinco anécdotas muy buenas,
precisamente porque han sido trabajadas. Porque es un error suponer que el
hecho de que sean anónimas signifique que no hayan sido trabajadas. Al
contrario: creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes
que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en
boca, se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De
modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más
trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo,
puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y,
en el primero, por centenares.
F.S. Por aquellos primeros años de su vida, usted, creo, marchó a Europa, a
Suiza.
J.L.B. A Suiza, a Ginebra, una ciudad que quiero mucho, una de las varias
patrias que tengo. ¿Cuáles serían?: Buenos Aires: el barrio de Palermo donde me
crié; el barrio sur, que siempre quise mucho; y luego quiero pensar en Ginebra,
que corresponde a esos años tan importantes de la pubertad y de la adolescencia.
Y ciudades en las que he estado un par de días y quiero mucho, por ejemplo,
Edimburgo, o Copenhague, o Santiago de Compostela, en España. Es raro que me
hayan impresionado más lugares geográficamente modestos. Yo pasé diez días en
Rivera, que tiene un lado brasilero que se llama Sant' Anna do Livramento; fui con
Enrique Amorim. Y veo que en mis cuentos yo tiendo a recordar esos diez días
que pasé en Sant' Anna do Livramento y donde por cierto tuve algo que me
impresionó: a pocos pasos de mí mataron a un hombre de un balazo.
J.L.B. Así es, y yo escribí poemas dedicados a la Revolución Rusa, 6 que desde
luego no tiene nada que ver con el imperialismo soviético actual. Veíamos a la
Revolución Rusa como una suerte de principio de paz entre todos los hombres. Mi
padre era anarquista, spenceriano, lector de El hombre contra el estado, y recuerdo
que, en uno de los largos veraneos que hicimos en Montevideo, me dijo mi padre
que me fijara en muchas cosas, porque esas cosas iban a desaparecer y yo
podría contarles a mis hijos o a mis nietos —no he tenido hijos ni nietos— que yo
había visto esas cosas. Que me fijara en los cuarteles, en las banderas, en los
mapas con distintos colores para los distintos estados, en las carnicerías, en las
iglesias, en los curas, en las aduanas, porque todo eso iba a desaparecer, cuando
el mundo fuera uno y se olvidaran las diferencias. Hasta ahora no se ha cumplido
la profecía, pero espero que se cumpla alguna vez. Pero le reitero que a la
Revolución Rusa yo la veía como un principio de paz entre todos los hombres,
como algo que no tiene nada que ver con el actual imperialismo soviético.
J.L.B. Esos poemas los destruí porque eran muy malos además.
J.L.B. Sí, y yo trataba de ser moderno, y quería ser un poeta ex presionista. Ahora
ya no creo en las escuelas literarias: creo en los individuos.
F.S. En 1919 usted estaba en España y formó parte del grupo del ultraísmo.
J.L.B. Sí, ese grupo lo fundó Rafael Cansinos Asséns y yo ya me daba cuenta de
que él lo había hecho un poco irónicamente. Fue un poco una broma como la
polémica de Florida y Boedo, por ejemplo, que veo que se toma en serio
ahora, pero —sin duda Marechal ya lo habrá dicho 7— no hubo tal polémica ni
tales grupos ni nada. Todo eso lo organizaron Ernesto Palacio y Roberto
Mariani. Pensaron que en París había cenáculos literarios, y que podía servir
para la publicidad el hecho de que hubiera dos grupos enemigos, hostiles.
Entonces se constituyeron los dos grupos, En aquel tiempo yo escribía poesía
sobre las orillas de Buenos Aires, los suburbios. Entonces yo pregunté: "¿Cuáles
son los dos grupos?". "Florida y Boedo", me dijeron. Yo nunca había oído
hablar de la calle Boedo, aunque vivía en Bulnes, que es la continuación de
Boedo. "Bueno", dije, "¿y qué representan?". "Florida, el centro, y Boedo sería las
afueras". "Bueno", les dije, "inscríbanme en el grupo de Boedo". "Es que ya es
tarde: vos ya estás en el de Florida". "Bueno", dije, "total, ¿qué importancia
tiene la topografía?" La prueba está, por ejemplo, en que un escritor como
Arlt perteneció a los dos grupos; un escritor como Olivari, tam bién. Nosotros
nunca tomamos en serio eso. Y, en cambio, ahora yo veo que lo han tomado en
serio, y que hasta se toman exámenes sobre eso. Sin duda, Marechal habrá dicho
esto mismo.
F.S. Marechal dijo que esos dos grupos eran más vitales que lite rarios, porque,
según él, era más importante que Oliverio Girondo dirigiera el tránsito en Callao
y Corrientes que lo que escribía.
J.L.B. Es que Oliverio Girondo, como escritor, nunca contó mucho. Oliverio
Girondo financió la revista Martín Fierro, pero la obra personal de él... Yo no
creo que él le haya dado ninguna importancia tampoco. Creo que a él le
interesaba más la tipografía, la imprenta. Lo que él escribía, ¿qué era? Más o menos
greguerías, en fin... No sé: no era un poeta importante como Horacio Rega
Molina, digamos, o como Norah Lange. Norah Lange tiene un libro, Cuadernos
de infancia, que es un libro ¡pero lindísimo realmente!, recuerdos de Mendoza.
Oliverio también tomó eso como una especie de broma. Oliverio había vivido
mucho en París. Creo que, como Güiraldes, fue de los niños-bien que llevaron el
tango a París y que consiguieron que el pueblo de Buenos Aires lo acep tara.
Porque el pueblo de Buenos Aires no quería aceptar el tango. Yo, de chico —me
he criado en un barrio pobre, en Palermo, el barrio de Carriego—, he visto
bailar con corte a los hombres en las esquinas. Porque ninguna mujer iba a bailar
eso, porque sabían que era un baile infame: lo que Lugones llamó "reptil de
lupanar". Cuando supieron que eso lo bailaba la gente-bien, entonces la gente se
resignó y lo bailó, pero fue muy resistido por el pueblo el tango, porque lo
veían como un baile de gente de mala vida. Pero era muy distinto, porque era
un baile muy alegre, muy movido, con figuras... obscenas, ¿francamente, no?
En París lo adecentaron mucho, lo entristecieron y después vinieron personas
que se encargaron ya de cambiarlo. Por ejemplo, La cumparsita ya corresponde a
ese cambio. También Gardel, que no tiene nada que ver con la manera vieja de
cantar el tango. En cuanto a los orígenes del tango, me han interesado. Yo he
conversado con Saborido, autor de La morocha y de Felicia; he conversado con
Ernesto Ponzio, autor de El entrerriano y creo que de Don Juan;8 he conversado
con don Nicolás Paredes, que fue caudillo en Palermo; he conversado con un
tío mío que era niño-bien calavera; he conversado con gente de Montevideo, de
Rosario. Y con Marcelo del Mazo conversé también. Y todos me han dado el
mismo origen. La topografía varía porque, naturalmente, en Rosario se prefiere
suponer que es rosarino; en Montevideo, que es montevideano; en Buenos Aires,
que es porteño. Pero en todo caso, el origen es el mismo. Son las casas de mala
vida. Es decir, que no surge del pueblo tampoco. Surge de ese ambiente mixto
de niños-bien calaveras y de rufianes. Y eso puede demostrarse, según he
escrito más de una vez —pero lo puedo repetir para un libro como éste—
mediante los instrumentos. Si el tango hubiera sido popular, entonces el
instrumento sería la guitarra, que es lo que se oía en todos los almacenes antes.
No piano, flauta y violín, que ya son instrumentos más caros. Y luego se agregó el
bandoneón. Y luego, ya en la Boca —claro, un barrio casi exclusivamente genovés
—, al tango lo hicieron muy sentimental: italiano, en el sentido la crimoso de la
palabra. Pero el origen se ve por los instrumentos. Y esto lo tenemos en el poema
de Marcelo del Mazo: 9
Usted ve: flauta y violín. Si el tango hubiera sido popular, el instrumento habría
sido la guitarra, que fue el instrumento de la milonga y del estilo. Sin embargo,
no creo que se haya usado nunca la guitarra; o la habrán usado últimamente. El
bandoneón vino mucho después, desde luego.
F.S. Cuando usted escribía sus primeros poemas y vivía Lugones, ¿qué opinaba él de
sus versos?
J.L.B. No le gustaban nada. Y creo que tenía toda la razón. Pero, al mismo
tiempo, había algo más importante para mí: creo que él me apreciaba
personalmente, y eso es mucho más importante, ¿no? Y la prueba está en que yo
me permití algunas impertinencias ¡imperdonables! con Lugones. Creo que yo lo
hacía un poco para librarme de la gravitación de Lugones, que es lo que le pasó a
toda mi generación. Pues nosotros cometimos la puerilidad de decir que la
poesía constaba de un elemento esencial: la metáfora. Eso habrá ocurrido hacia
1925, digamos. Y nosotros olvidábamos que Lugones había hecho exactamente lo
mismo y se había arrepentido de eso, y había hecho mejores metáforas que
nosotros el año 1909 en el Lunario sentimental, donde él agrega dos elementos:
los metros nuevos y la rima variada. En general, yo no creo en ninguna escuela que
empieza empobreciendo las cosas. Y creo que el error del ultraísmo —salvo que el
ultraísmo no tiene ninguna importancia— fue el de no haber enriquecido, el de
haber prohibido simplemente. Por ejemplo: casi todos escribíamos sin signos de
puntuación. Hubiera sido mucho más interesante inventar nuevos signos de
puntuación, es decir, enriquecer la literatura. Reducir la literatura a la metáfora:
pero, ¿por qué a la metáfora? La metáfora es una de las tantas figuras retóricas;
luego ya está definida por Aristóteles, etcétera. Creo que uno de los errores del
ultraísmo fue el de querer hacer una revolución empobreciendo el arte. Hu biera
sido mejor que inventáramos signos nuevos de puntuación, cosa que hubiéramos
podido hacer fácilmente. O no sé si fácilmente; pero hubiéramos podido intentar.
En cambio, la nuestra fue una revolución que consistía ¿en qué?: en relegar la
literatura a una sola figura, la metáfora. Eso ya lo había hecho Lugones y ya se
había arrepentido de hacerlo. Y yo recuerdo que todos nosotros nos
dedicábamos a hacer poemas sobre la luna y sobre los atardeceres, sin duda
influidos por Lugones. Y, una vez escrito el poema, buscábamos el texto de
Lugones, el Lunario, y ahí estaba nuestra metáfora mejor dicha que por nosotros.
Y se nota el influjo de Lugones en todo el movimiento. Un libro que yo admiro,
como Don Segundo Sombra, es un libro inconcebible sin El payador de Lugones,
pues corresponden más o menos al mismo estilo, al mismo tipo de metáforas y de
imágenes. Pero estoy viendo que, sin duda, todo esto ya lo habrá dicho
Marechal.
F.S. Él contó algo parecido: una polémica que tuvo con Lugones y...
J.L.B. Bueno, pero la polémica supongo que habrá sido unilateral, porque Lugones
no creo que se diera cuenta de que había tal polémica.
F.S. Marechal dice que él cantó su mea culpa dedicándole su Laberinto de amor,
en el cual respetaba todos los principios de métrica y rima, pero que Lugones ni
se dignó contestarle. 10
J.L.B. Pero es que a Lugones no podía interesarle una revolución hecha de ecos de
él, y ecos de los cuales él se había arrepentido, porque, al final de todo, el Lunario
sentimental no agota la obra de Lugones. Ahí están las Odas seculares; ahí están
Las horas doradas; ahí está ese libro de cuentos fantásticos, Las fuerzas extrañas;
ahí está la Historia de Sarmiento; ahí está El payador, que es una especie de
recreación del Martín Fierro.
F.S. Y ustedes, ¿cómo sentían a un poeta algo anterior, como era Enrique
Banchs?
J.L.B. ¡Como un gran poeta! ¿Cómo no íbamos a sentirlo así? ¡Si sabíamos de
memoria sus poemas!
F.S. ¿Y por qué entonces atacaban a Lugones y no a Banchs, siendo que Banchs
era, por lo menos en cuanto a los metros, clasicista?
J.L.B. El caso de los dos era totalmente distinto. Lugones era un hombre de una
personalidad poderosa. Y en cambio Banchs, siendo quizá mayor poeta que
Lugones —si es que se puede comparar a los poetas—, es un poeta que sólo
puede definirse por la perfección. Lugones influye en sus contemporáneos,
influye en sus sucesores: un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada sería
inconcebible sin Lugones y sin Darío. En cambio, la obra de Banchs —aunque con
algunos reflejos del modernismo— es una obra que no ha ejercido ninguna
influencia. Quiero decir: si no existiera La urna —porque los otros libros de
Banchs no me parecen importantes: Las barcas, El cascabel del halcón, El libro de
los elogios, y menos aún la prosa—, el mundo sería más pobre porque habríamos
perdido la belleza de esos sonetos. Porque esos sonetos son meramente
perfectos. Tanto es así, que es muy fácil —muy fácil no: es posible— hacer una
parodia de Lugones, pero no creo que pueda hacerse una parodia de Banchs.
Porque Banchs es un poeta que no tiene un estilo en el sentido de un vocabulario
determinado: los ruiseñores, o las tardes, o las soledades de Banchs son temas
que corresponden a toda la poesía lírica, a la poesía elegíaca. En cambio —voy a
buscar el más humilde de los ejemplos—, creo que es muy fácil hacer una parodia
mía y yo me dedico a hacerla, porque ya se sabe que lo que yo escribo es un
repertorio de juegos con el tiempo, de espejos, de laberintos, de puñales, de
máscaras.
F.S. Y de compadritos y de heresiarcas.
J.L.B. No, no leí esa parodia. Además, no me gustan las parodias. Lugones dijo:
"La parodia, género de suyo pasajero y vil", lo cual es demasiado, sin ninguna
duda. Sobre todo que Lugones usó esa frase contra el Fausto de Estanislao del
Campo, que tiene otras virtudes que no son paródicas.
F.S. Sí, pero en ese libro usted es un personaje más, y bajo otro nombre.13
J.L.B. Bueno, pero si usted me pregunta eso, es porque usted cree que la obra de
Leopoldo Marechal no basta.
F.S. No. Sólo lo digo en el sentido de que para escribir obras hay que estar
vivo.
J.L.B. Sí, pero eso no es disminuir sus méritos. Es un tipo de poesía: podría decirse
lo mismo de buena parte de la obra de Lugones y de Rubén Darío también, que
tienen virtudes técnicas más que de otra clase. Ahora, Marechal y yo
personalmente nos conocimos poco. Creo que estuve una vez en casa de él, en
Villa Crespo, y después de eso... Recuerdo que Alfonso Reyes había fundado
una revista, llamada Libra,15 y me invitó a mí a colaborar en la revista. Pero, como
en esa revista colaboraban muchos nacionalistas y yo sé que a la gente le gusta
simplificar, le escribí una carta a Reyes diciéndole que yo me sentía muy honrado
con su invitación, pero que no podía aceptarla, porque, si yo colaboraba junto a un
grupo de jóvenes escritores argentinos nacionalistas, naturalmente la gente me
vería a mí también como un nacionalista. Y, como no soy nacionalista ni quiero
que me tomen por tal, le dije a Reyes que prefería no colaborar en la revista
Libra, y él me contestó —no sé si aún guardo la carta por ahí— diciéndome que era
una lástima que yo pensara así, pero que él comprendía mis razones y
recordándome que me esperaba a cenar el domingo siguiente. Posiblemente obré
mal, pero, como en aquel momento yo era bastante menos conocido que ahora,
yo sabía que si veían mi nombre junto al nombre de Marechal o al nombre de
Bernárdez —que también era nacionalista en aquel momento—, la gente iba a
meternos en le même panier, como dicen los franceses.
J.L.B. Sí, pero es un error. Creo que ahora debemos acentuar nuestras afinidades y
no nuestras diferencias. Creo, por ejemplo, que la Academia Argentina se equivoca
al coleccionar regionalismos. Creo que lo importante es olvidar los regionalismos
y recordar que tenemos la suerte de participar en uno de los idiomas más
difundidos del mundo. Y es una lástima que existan los catamarqueñismos,
porteñismos, andalucismos, catalanismos. Y recuerdo una anécdota bastante
buena de Arlt, a quien conocí algo, pero no mucho. Los hermanos González Tuñón
lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó —es la única
broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él—:
"Bueno", dijo, "yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos,
y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas", como indicando que el
lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de
tango. "Yo me he criado entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas
cosas": y yo que he conocido algo a los malevos, he observado —cualquiera
puede observarlo— que casi nunca usan el lunfardo. O no sé: usarán una
palabra de vez en cuando. Por ejemplo:
Si alguien hablara así, pensaríamos que se ha vuelto loco; o que está ensayando
una broma. Porque nadie habla así. Todo ese lenguaje de las letras de tango, que
tomó en serio Américo Castro, es un juego literario no más.
F.S. Ahora que usted nombra a Américo Castro, me acuerdo de que usted
tiene un artículo llamado El arte de injuriar. Luego, al parecer, llevó esa teoría a la
práctica en Las alarmas del doctor Américo Castro.
J.L.B. No hay ninguna duda. Ya en ellos hay una especie de rigidez y de tiesura
que no hay, por ejemplo, en fray Luis de León. Cuando usted lee a fray Luis, se
da cuenta de que era mejor persona que Quevedo o que Góngora, que eran
personas vanidosas, barrocas, que querían asombrar al lector. Y ellos eran un
poco menores de edad, comparados con fray Luis. Pero mire, por ejemplo, las
Coplas de Manrique. ¡Un gran poema son! Y no están hechas para asombrar a
nadie. ¿Por qué a mí me parece mejor poeta fray Luis de León que Quevedo? No
linealmente: Quevedo, sin duda, tiene más invenciones verbales. Pero, al mismo
tiempo, uno siente que fray Luis de León era mejor persona que Quevedo.
Quevedo, si hubiera vivido ahora, ¿qué hubiera sido? Hubiera sido franquista,
desde luego. Hubiera sido nacionalista. En Buenos Aires hubiera sido
peronista. Era una persona que no entendió nada de lo que ocurrió en su
época. Por ejemplo, no se dio cuenta del protestan tismo, que era importante.
Ni siquiera se dieron cuenta del descubrimiento de América. A todos ellos les
interesaban más las desastrosas guerras y derrotas que llevaban en Flandes, que
este mundo. Y Montesquieu se dio cuenta de eso. Dijo: "Las Indias son lo principal;
la España sólo es lo accesorio": L’Espagne n'est que l'accessoire. Y ningún español
se dio cuenta de eso. Creo que Cervantes tampoco. Cervantes estaba más
interesado en las guerras de Flandes, que fueron desde luego desastrosas, porque
fueron derrotados por gente que ni siquiera eran soldados.
F.S. ¿Y qué piensa de la literatura medieval española, por ejemplo, el Poema del
Cid o el Arcipreste de Hita?
J.L.B. El Cid me parece un poema muy pesado y de escasa imaginación. Usted
piense, siglos antes, en el aliento heroico que hay en la Chanson de Roland. Usted
piense en la poesía épica anglosajona y en la poesía escandinava. El Cid realmente
es un poema muy lento, hecho con una gran torpeza.
J.L.B. No creo que sea un autor muy importante. Ahora, san Juan de la Cruz sí:
es un gran poeta, desde luego. Y Garcilaso, también. Pero Garcilaso, ¿qué era?: era
un poeta italiano extraviado en España. Tanto es así, que sus contemporáneos no lo
entendían. Castillejo, por ejemplo, no llegó nunca a sentir —como lo recuerda
Lugones y lo recordó también Jaimes Freyre— la música del endecasílabo. Estaban
acostumbrados al octosílabo, como los payadores. Y luego tenemos el siglo XVIII
español: es pobrísimo. ¡El XIX es una vergüenza!: España no tiene un novelista
como el portugués Eça de Queiroz, por ejemplo. Y actualmente los poetas
importantes que ha dado España proceden todos del modernismo, y el modernismo
les llegó de América. Y la prosa castellana ha sido renovada por Groussac y por
Reyes.
J.L.B. No, nunca me atreví a conocerlo, porque sabía que lo que yo escribía era
muy malo y sabía además que él era un hombre muy severo. Puedo contarle una
anécdota de Groussac. Fueron a hacerle una entrevista. Primero le preguntaron
qué estaba haciendo. Dijo: "¿Qué puedo hacer yo en un país en que Lugones
es helenista?" Le hablaron de Don Segundo Sombra. Dijo: "Un libro cimarrón
escrito por un hombre de sociedad, pero tiene que estirar" —re editando
alguna broma contra Hernández, sin duda, o contra Estanislao del Campo—,
"tiene que estirar el poncho para que no le vean la levita". Y digo reeditando
una broma porque la levita ya no se usaba en 1926. Luego le hablaron de
Ricardo Rojas: "Cultor del floripondio", etcétera. Lo despreciaba profundamente.
De los escritores gauchescos opinaba mal de todos. A Estanislao del Campo lo
llamaba "payador de bufete". (Groussac ha contado que estuvo en casa de Víctor
Hugo, que trató de emocionarse pensando: "Aquí estoy en casa de Hugo, todo
esto pertenece a su vida, a su memoria... " "Sin embargo", dice, "me sentía tan
tranquilo como si estuviera en casa de José Hernández, autor de Martín
Fierro".) Y siguieron así, mencionando autores, y él descartándolos a todos. Al
final le hablaron de un escritor a quien yo no ad miro y a quien él admiraba —
pero era amigo personal de él—: Enrique Larreta. Entonces él simuló cierta
sorpresa y dijo: "¡Ah! ¿Pero también vamos a hablar de literatura hoy?", como si
ninguno de los otros tuviera ningún valor literario.
J.L.B. Parece que sí. Murió en la habitación de al lado. Porque aquí estaba el
dormitorio de él. La familia vivía arriba.
SEGUNDA CONVERSACIÓN
F.S. Si usted tuviera que definir qué fue la literatura en su vida, ¿qué diría?
J.L.B. Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por
eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al
principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos
importante que el otro— tendría también el destino de escritor. Y recuerdo un
poema mío, el Poema de los dones, poema que escribí cuando me nombraron
director de la Biblioteca Nacional, el año de la Revolución Libertadora.
Comprobé que me rodeaban setecientos mil libros y que ya no podía leerlos. En
ese poema, comparo mi destino con el de Groussac, y digo:
Así como otros han imaginado el Paraíso como un jardín, por ejemplo. Para mí, la
idea de estar rodeado de libros ha sido siempre una idea preciosa. Y aun ahora,
que no puedo leer los libros, la mera cercanía de ellos me produce una suerte de
felicidad: a veces, una felicidad un poco nostálgica, pero felicidad al fin.
F.S. Gardel.
J.L.B. Sí, en los tangos anteriores a Gardel. Puedo referirle una anécdota. Yo
trabajaba —y sigo trabajando— en colaboración con Adolfo Bioy Casares.
Mientras trabajábamos, Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, ponía discos en el
fonógrafo. Al cabo de un tiempo, comprobamos que había ciertos discos que
nos enfriaban o nos molestaban, y ésos eran discos de Debussy o de Wagner.
Y, en cambio, había otros que nos infundían una suerte de fervor, que nos
ayudaban a trabajar, y fuimos averiguando que esos discos eran discos de
Brahms. Y creo que aquí empieza y concluye mi biografía musical. Al mismo
tiempo, he sentido como posiblemente verdadera la sentencia de Pater, según
la cual todas las artes aspiran a la condición de la música: posiblemente,
porque en la música la forma se confunde con el fondo; no podemos vivirla.
En cambio, una novela, por ejemplo, puede leerse y puede contarse después, y
no creo que una melodía sea traducible en otra, aunque sin duda un músico
puede analizarla. Suerte que yo he respetado mucho la música, y la he
respetado tanto, que, aunque he compuesto letras de milongas, siempre me
pareció un poco absurdo que se agregaran palabras a la música, porque la
música me parece un lenguaje, no sé si más preciso, pero un lenguaje mucho
más eficaz que el lenguaje, que la palabra. Y supongo que a todos los músicos les
pasa lo mismo. Y, además, creo que la poesía tiene su música propia. Por
ejemplo, cuando me dijeron que le habían puesto música a ciertos
composiciones de Verlaine, pensé que a Verlaine lo hubiera indignado esto,
porque la música ya estaba en las palabras. Ahora, en cuanto al hecho de que yo
perdiera la vista, el proceso ha sido tan gradual, que en ningún momento ha
sido vivido. Quiero decir, el mundo ha ido desdibujándose para mí, los libros
han perdido las letras, mis amigos han perdido las caras, pero todo eso ha
durado muchos años. Y, además, yo sabía que ése sería mi destino, ya que mi
padre, mi abuela, mis abuelos y creo que mi tatarabuelo murieron ciegos. Yo
nunca tuve buena vista. Y una prueba de ello es que, si yo pienso en mi niñez,
yo no pienso en el barrio, no pienso en las caras de mis padres. En lo que
pienso es en cosas cercanas y minúsculas. Por ejemplo, creo recordar más o
menos las ilustraciones de las enciclopedias, de los libros de viajes, de Las mil
y una noches, de los diccionarios. Creo recordar con bastante precisión las
estampillas de un gran álbum que había en casa, y todo eso porque era lo
único que realmente veía bien, lo cual corresponde a esa vista minuciosa de los
miopes.
J.L.B. El football, en aquella época, estaba relegado a uno que otro colegio inglés,
pero supongo yo que el pueblo no habría oído hablar de él o no le interesaría. En
todo caso, se lo vería como un deporte de algunos niños-bien de colegios de
Lomas o de Belgrano. Y creo que es raro —casualmente anoche yo hablaba de esto
—, es raro que Inglaterra —que yo quiero tanto— suscite bastante odio en el
mundo, y sin embargo no se emplee nunca contra Inglaterra un argumento que
podría emplearse: es el de haber llenado el mundo de deportes estúpidos. Es
raro que personas que no quieren a Inglaterra no le echen en cara haber llenado
el mundo de cricket, de golf —aunque el golf es escocés—, de football. Y creo que
ése es uno de los pecados que podrían achacársele a Inglaterra. Es verdad que
creo que también ha dado algunos juegos de naipes que quizá requieren
inteligencia: el whist o el bridge. Pero que no creo que sean comparables al
ajedrez, por ejemplo. Pero hay otros deportes que yo he practicado, desde luego
sin llamarlos deportes. Yo, de chico, he sido un pasable jinete: como lo han sido
todos los argentinos. En mi biografía figuran caídas del caballo: como en la
biografía de todos los argentinos. Y he sido un buen nadador y un incansable
caminador. Usted ve que yo he nombrado ejercicio del cuerpo que no se
prestan necesariamente a certámenes. Lo que yo encuentro sobre todo malo en
los deportes es la idea de que alguien gane y de que alguien pierda, y de que
este hecho suscite rivalidades. Y hasta sospecho que la mayoría de la gente que
dice que le interesa el football, no le interesa nada, puesto que, si le interesara, no
le importaría quién gana o quién pierde. Que creo que es lo que pasa con el
ajedrez. Hay ciertas partidas de ajedrez que son famosas, y no importa mucho
quién haya vencido finalmente. En cambio, yo me encuentro con personas que
me dicen: "Me gusta el football". Pero resulta que no: lo que ellos quieren es que
gane tal o cual cuadro, lo que me parece del todo ajeno a la idea del juego en
sí. Y eso pude notarlo cuando hubo un famoso partido entre orientales y
argentinos: las personas, antes de que se jugara, ya pertenecían a un bando o a
otro, lo cual me pareció rarísimo, puesto que, antes de haber jugado, ¿cómo
podían saber quiénes iban a jugar mejor o peor, quiénes iban a ser más
fuertes o más hábiles? Pero todo esto, por supuesto, es fomentado
comercialmente. En algún tiempo pudo haber correspondido a una rivalidad entre
los barrios: actualmente, creo que no, porque los jugadores ni siquiera pertenecen a
los barrios de cada cuadro, sino que los venden o los compran. Es del todo
casual. No creo que todos los jugadores de Chacarita Juniors, por ejemplo,
hayan nacido en la Chacarita.
F.S. Con la agravante de que el club Chacarita se mudó íntegro a San Martín.
J.L.B. ¿Ve? Y eso supongo que será aplicable a cualquier otro cuadro.
J.L.B. Las de Laurel y Hardy vinieron mucho después. Entre las de Chaplin,
siguen gustándome más las primeras que las más ambiciosas que él hizo después.
Por ejemplo, Un rey en Nueva York me parece bastante mala: la película que él
hizo contra Hitler 17 me parece mala también.
F.S. Hace unos días he estado conversando con Raúl González Tuñó n, quien,
conservando una profunda admiración hacia sus tres primeros libros de poemas,
deplora, sin embargo, que usted haya abandonado los temas y el estilo de esas
poesías. Suponiendo que Raúl fuera su fiscal y usted debiera justificarse, ¿qué le
contestaría?
J.L.B. Ahora los recuerdo muy poco realmente. Él había hecho unos lindos poemas
sobre la guerra civil española,24 y creo que hacía lo español mejor que lo criollo,
¿no? Y es muy natural, porque él es hijo de españoles y sentía mucho más lo
español que lo argentino.
F.S. Usted, que es tan dado a historias de guapos y de malevos, ¿qué opina
de Un guapo del 900, de Eichelbaum?
J.L.B. Ahora tengo un recuerdo confuso, pero recuerdo que, cuando vi esa obra
en el teatro, me gustó. Pero no podría contar el ar gumento. Sí recuerdo que el
personaje me gustó. Yo lo conocí a Eichelbaum, creo que por medio de
Mastronardi, porque los dos son entrerrianos. Eichelbaum debe de haber nacido
tal vez en las colonias judías de Teodoro Hirsch, no estoy seguro.
F.S. Pero esto que usted acaba de decir es, en cierto modo, un bal dón contra
Shakespeare, si nos atenemos a que usted una vez elogió aquellos libros que, como
el Quijote, pueden salir indemnes de las peores traducciones. 25
F.S. Los lectores suelen creer, tal vez injustamente, que pueden exigirle
determinada conducta literaria a un escritor que admiran. Yo, que he sido
deslumhrado por los relatos de Ficciones y de El Áleph, me atrevo a reprocharle
que en los cuentos de El informe de Brodie haya abandonado aquellas complejas
tramas. ¿Usted qué me contestaría?
J.L.B. Eso puede deberse al hecho de que, cuando yo escribí El Aleph, esa
redacción fue realizada en una suerte de plenitud literaria. En cambio, ahora,
puedo estar declinando, y mis obras actuales pueden corresponder a una
especie de decadencia mía. Lo cual es muy natural, porque biológicamente eso se
explica. En agosto voy a cumplir setenta y dos años, y es muy lógico que lo que
escribo ahora sea inferior a lo que escribí antes. Creo que esta explicación
biológica es una explicación bastante verosímil. Pero, al mismo tiempo, como
tengo el hábito de escribir, sigo haciendo lo que puedo. Ahora, no sé si usted
ha leído un cuento mío que se llama El congreso,26 porque ese cuento yo lo ideé
hace más de treinta años y lo he escrito hace poco. Posiblemente haya una
disparidad en el argumento, que es un argumento desde luego fantástico —pero
no fantástico en el sentido de sobrenatural sino de imposible—, porque
corresponde a una experiencia mística que yo no he tenido. Yo me propuse
referir algo en lo cual yo no creía del todo, a ver cómo me salía.
J.L.B. Sí, Echeverría, por lo tanto, fue —aparte, tal vez, de los viaje ros ingleses—
el primero que vio las posibilidades literarias de la llanura, de los malones, de las
cautivas. Luego, el cuento El matadero me parece un cuento muy bueno. Tan
bueno como el poema La refalosa, de Ascasubi, al que se parece mucho, por otra
parte. Ahora, en el caso de Mármol, aunque él pueda ser fácilmente censurado
página por página y, más aún, línea por línea, es, sin embargo, el que ha
fijado la imagen que todos tenemos de la época de Rosas. Además ha salvado
una cantidad enorme de detalles y chismes de la época, que, gracias a él,
conocemos. Le voy a dar un ejemplo que no es muy importante. Si no hubiera
sido por la Amalia de Mármol, ¿quién sabría ahora que el poeta Juan
Crisóstomo Lafinur frecuentaba los prostíbulos? Nadie. Son pequeños hechos,
pero la historia está hecha de esas petites histoires. Creo que, en general,
cuando decimos el tiempo de Rosas, sin querer estamos citando a Mármol. Y
creo que los mismos que se oponen a él se imaginan el tiempo de Rosas de
acuerdo con Mármol, y no de acuerdo con libros mejores, como, por ejemplo, Rosas
y su tiempo, de Ramos Mejía, que da una imagen más exacta de lo que fue el
tiempo de Rosas.
J.L.B. Eça de Queiroz es uno de los mayores novelistas del si glo XIX. Recuerdo
que mi padre le llevó a mi madre una versión española de La ilustre casa de
Ramires. Mi madre nunca había oído hablar de Eça de Queiroz (además que ella no
es una persona especialmente literaria). Ella leyó el libro y le dijo a mi padre: "Es
una de las mejores novelas que yo he leído en mi vida". Y yo después he leído sus
novelas en portugués y llegué a esa misma conclusión. Y creo que no es necesario
compararlo con otros escritores de la península ibérica, porque así le damos una
victoria demasiado fácil a Eça de Queiroz, si decimos que es mejor que Galdós, o
que Pereda, o que Valera. No: es un gran escritor. En el siglo XIX, novelistas
iguales a él habrá, pero superiores no.
J.L.B. Sí, claro, es muy posible que lo haya perjudicado el hecho de ser
portugués.
J.L.B. Con que hubiera sido español sería mucho más conocido. Además, usted
ve que tiene obras muy dispares. Por ejemplo, El mandarín es un espléndido
cuento fantástico, y, al mismo tiempo, humorístico. Y este cuento tiene poco que
ver con La ciudad y las sierras, con El primo Basilio, con Los Maias, con El crimen
del padre Amaro... Y en La ilustre casa de Ramires hay un gran personaje, un poco
ridículo, pero muy querible, un hombre simpático. Pero ahora parece que se
tiende a rehabilitarlo, porque en un suplemento literario del Times se habla de
Eça de Queiroz como uno de los más grandes novelistas del siglo XIX.
J.L.B. Es cierto, pero, como suele decirse, más vale tarde que nunca. Es mejor que
lleguen ahora a esa conclusión y no que no hayan llegado nunca. Ahora,
posiblemente, sus propios compatriotas lo hayan tenido en poco. Acaso lo verían
como un francés irónico. Me parece bastante probable. Porque, como se entiende
que lo típicamente portugués es la nostalgia, la saudade, cierta melancolía... Y
estas cosas se dan en Eça de Queiroz, pero también se dan cientos de otras cosas.
Entonces es probable que sus compatriotas lo hayan visto como fuera de la
tradición portuguesa. Y esto es verdad, puesto que él escribió más bien dentro de
la tradición de ciertos escritores franceses, sobre todo dentro de la tradición de
Flaubert y de Daudet. Pero eso no nos interesa a nosotros: el hecho es que Eça
de Queiroz es un gran escritor. No cabe ninguna duda sobre eso,
F.S. ¿Es cierto que usted, interrogado en Colombia sobre Jorge Isaacs,
preguntó con ironía quién era Jorge Isaacs?
J.L.B. No. Yo nunca dije eso. Si cuando yo era chico, leía María y recuerdo
bastante bien el libro. Además, que yo nunca hubiera cometido una descortesía
como ésa. Es una anécdota apócrifa. Primero, que yo he leído María —sin exceso
de admiración, pero la recuerdo bastante. En segundo lugar, que yo no hubiera
contestado de un modo tan impertinente.
F.S. Si usted tuviera que escribir una historia de la literatura argentina que, por
exigencias editoriales, pudiera contener sólo cinco autores, ¿por cuáles se
decidiría?
J.L.B. ¡Caramba, qué pregunta difícil...! Bueno, a ver... En pri mer término,
Sarmiento; luego, Ascasubi; luego, Hernández; luego, Lugones y luego...
Estamos ya bastante cerca de nuestra época, y voy a quedar mal con algún
contemporáneo... Pero, digamos... Podría ser Almafuerte o podría ser Martínez
Estrada acaso.
J.L.B. O Banchs, quizá. Aunque, pensándolo bien, Banchs es autor de un solo libro
valioso, La urna. Pero, así y todo, podría ser Banchs. Yo lo conocí a Banchs
personalmente. Me sentí tan defraudado en el diálogo con él... Fue la primera
vez que yo lo vi. Fue en uno de los almorzáculos —término inventado por José
Ingenieros, jugando con cenáculo — de la revista Nosotros. A mí me tocó estar
sentado al lado de Banchs. Yo le dije que yo tenía en casa un ejemplar de La urna
que él le había dedicado y firmado a mi padre y le dije que yo sabía de
memoria muchos de los sonetos. Entonces, para castigarme, Banchs me habló
todo el tiempo de los destrozos que causan las hormigas y de las ventajas y
desventajas del cianuro, y eso duró todo el almuerzo y yo no sabía cómo escaparme
de ese inmenso hormiguero. Y él seguía hablando con mucha lentitud y con
mucha precisión sobre las hormigas... Y luego supe que yo no tenía que hablarle
de lo que él escribía. Más tarde, me encontré otra vez con él y Banchs me habló
de los jóvenes poetas norteamericanos, que dijo que le interesaban mucho.
Entonces yo traté de seguir la conversación. Pero, como él no sabía inglés y
había leído no sé qué traducción de ellos y tampoco los vinculaba con su
ambiente, sospecho que no sentía mayor interés por esos poetas. Creo que lo que
él temía era que se hablara de lo que él escribía. Yo sé de personas de diversas
editoriales que fueron a verlo para proponerle una edición de obras completas,
diciéndole además que, si él quería, podía agregar un prólogo en el que dijera que
él se desentendía por completo del contenido del libro, que él había escrito esos
poemas en diversas fechas, que ya no era el mismo de antes, etcétera. Y él no
quiso. Y la razón que dio Banchs fue ésta: "La gente cree que yo soy un buen
poeta, pero si releyeran lo que he escrito, se darían cuenta de que soy muy
mediocre". Desde luego, yo no creo que ésa fuera la verdadera razón. Banchs era
una persona muy rara, además. Él era miembro de la Academia Argentina de
Letras y conocía de memoria el reglamento de la Academia. Decía, por ejemplo:
"El inciso A del artículo 27 dice tal cosa y tal otra, que se oponen a lo que usted
quiere hacer". De modo que era muy difícil discutir con él. Porque si él tomaba el
reglamento de la Academia como una especie de texto sagrado y citaba esas
líneas como si fueran versículos del Espíritu Santo, uno no sabía qué decirle.
Ahora, cómo se habrá tomado el trabajo de aprender el reglamento de memoria,
yo no me lo explico. Usted se dará cuenta de lo que pueden ser los estatutos de la
Academia. Uno sabe que no pueden ser demasiado rigurosos, que tienen que ser
un poco elásticos y que si uno los transgrede, no por eso irá a la cárcel, ni
tampoco arrastrará un sentimiento de culpa durante toda su vida.
F.S. El otro día estuve releyendo una revista donde se reproducía algunos de los
famosos epitafios del "Cementerio" de Martín Fierro.27 ¿Usted sabe quién los
escribía?
J.L.B. No, no lo sé. Yo nunca escribí ninguno y no tuve nada que ver con ellos.
Además, yo estuve poco en el grupo Martín Fierro; yo pertenecía más bien al
grupo de Proa, una revista que hicimos con Brandán Caraffa, Rojas Paz y Güiraldes.
No sé quiénes eran los autores de los epitafios. Posiblemente los escribía Ernesto
Palacio. Sí, creo que era Ernesto el que los escribía. Pero no estoy seguro.
Posiblemente habría varios autores. ¿Quiénes podrían haber sido?
F.S. ¿No sería Nalé Roxlo alguno de ellos? Porque él tiene inge nio para ese
tipo de cosas...
J.L.B. No, Nalé no creo... Porque él no pertenecía a ese grupo. Lo veíamos —
con toda injusticia— como un poeta así muy anticuado, como una especie de
vago discípulo de Lugones —del menos interesante Lugones. No creo que fuera
Nalé. ¿Quiénes pueden haber escrito eso? Ernesto Palacio..., tal vez Alfonso de
Laferrère..., tal vez Rega Molina haya escrito alguno también... Bernárdez no
era; Molinari no era; yo tampoco... Esos epitafios estaban muy bien versificados
además.
J.L.B. Ah, sí, el de Jorge Max Rohde sí lo hizo Nalé Roxlo. Porque yo recuerdo
una conversación sobre ese asunto.
F.S. Usted, en un artículo sobre Hawthorne, 28 dice que James Fenimore Cooper
es "una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez".
¿No será una expresión algo exagerada?
F.S. ¿A usted qué le resulta más difícil: escribir versos libres o versos con
métrica regular?
J.L.B. Me resulta más difícil escribir versos libres. Porque si no hay una especie de
ímpetu interior, no pueden hacerse. En cambio, la métrica regular es una cuestión
de cierta paciencia, de aplicación... Una vez que usted ha escrito un verso, eso lo
obliga a ciertas rimas, el número de rimas no es infinito, las rimas que pueden
usarse sin incongruencia son pocas... Es decir, cuando yo tengo que fabricar algo,
fabrico un soneto, pero no podría fabricar un poema en verso libre.
F.S. Bueno, justamente, en el diccionario Larousse29 figura como José Luis, sin
duda por errata.
J.L.B. Está bien: las erratas suelen decir la verdad. A mí me gustaría ahora firmar
Luis Borges. Pero todo el mundo me dice que eso se va a notar como una
excentricidad; que, aunque Jorge Luis Borges es feo, la gente ya se ha habituado
a esa fealdad. En todo caso, sería mejor buscarme un seudónimo total, porque
Luis Borges se aleja de Jorge Luis Borges, pero no lo bastante como para que no
se note el parentesco.
J.L.B. No, no las conozco, pero sé que el episodio no ocurrió. Será una
andaluzada de Quiñones.
F.S. Entre otras cosas, él dice que usted le dijo que el estilo de Dios se parece al
estilo de Víctor Hugo...
F.S. Y le dijo también que, a veces, para escribir una buena obra no bastaba
un mal título.
J.L.B. Bueno, ojalá hubiera dicho eso. Lo más que yo puedo haber dicho es que
las obras más famosas no tienen, en general, buenos títulos. Aunque algunas sí los
tienen. Posiblemente lo haya dicho o a lo mejor no. Pero, eso de que Quiñones
haya perdido el avión, será una invención de él.
En un overo rosao,
flete nuevo y parejito...
F.S. Tengo entendido que Torre Nilsson había filmado antes su cuento Emma
Zunz.33
J.L.B. Sí, lo filmó, y realmente no creo que lo hiciera bien. Agregó una historia
sentimental que no tenía por qué figurar, y lo llenó de toda suerte de detalles
sentimentales que parecen contradecir la historia, que es una historia dura. Yo le
aconsejé a él que no podía hacerse un film con Emma Zunz. El argumento era
demasiado breve yo lo había escrito de un modo apretado—, y hubiera sido mucho
mejor hacer tres pequeños films. Uno, digamos con un cuento de Mujica Láinez;
otro, digamos con un cuento de Silvina Ocampo o de Adolfo Bioy Casares; y luego
un cuento mío, que podría haber contado sin intercalar esos episodios del todo
ajenos. Pero él me dijo que no, que él creía que podía hacerse un film con esa
historia tan breve y lo hizo, pero llenándolo de episodios sentimentales que
debilitan el film.
J.L.B. Sí, y me agradó tanto que... Puedo confesar ahora que yo la vi con
prevención, porque a mí el cuento no me gusta, por diversas razones. Y en cambio
el film me pareció —a pesar de algún relleno acaso inevitable, ya que también
persistieron en hacer un film largo— infinitamente superior al cuento. Yo vi
dos o tres veces el film: me agradó mucho, me pareció que los actores
trabajaban bien, que la dirección era excelente. De modo que creo que la versión
fílmica mejora el texto original.
F.S. Y de la película Invasión,35 ¿qué nos puede decir?
J.L.B. Ése es un film que realmente me interesó mucho, y del cual puedo hablar
con toda libertad, ya que me cabe a mí (si es que pueden medirse esas cosas) una
tercera parte del film, puesto que yo lo he hecho en colaboración con Muchnik y
con Adolfo Bioy Casares. En todo caso, se trata de un film fantástico y de un tipo
de fantasía que puede calificarse de nueva. No se trata de una ficción
científica a la manera de Wells o de Bradbury. Tampoco hay elementos
sobrenaturales. Los invasores no llegan de otro mundo y tampoco es
psicológicamente fantástico: los personajes no actúan —como suele ocurrir en las
obras de Henry James o de Kafka— de un modo contrario a la conducta general
de los hombres. Se trata de una situación fantástica: la situación de una ciu dad
(la cual, a pesar de su muy distinta topografía, es evidentemente Buenos Aires)
que está sitiada por invasores poderosos y defendida —no se sabe por qué— por
un grupo de civiles. Esos civiles no son desde luego esa nueva versión de Douglas
Fairbanks que se llama James Bond. No: son hombres como todos los hombres, no
son especialmente valientes, ni, salvo uno, excepcionalinente fuertes. Son gente
que trata simplemente de salvar a su patria de ese peligro y que van muriendo o
haciéndose matar sin mayor énfasis épico. Pero, yo he querido que el film sea
finalmente épico; es decir, lo que los hombres hacen es épico, pero ellos no son
héroes. Y creo que en esto consiste la épica; porque, si los personajes de la épica
son personas dotadas de fuerzas excepcionales o de virtudes mágicas,
entonces lo que hacen no tiene mayor valor. En cambio, aquí tenemos a un
grupo de hombres, no todos jóvenes, bastante banales algunos, hay alguno que
es padre de familia, y esta gente está a la altura de esa misión que han elegido. Y
creo que, además de lo raro de esta fábula, hemos resuelto bien el gran
problema técnico que teníamos (que supongo que es el problema que enfrentan
quienes dirigen westerns): el hecho de que tiene que haber muchas muertes
violentas (esto ocurría antes con los films de gangsters, que no sé si se hacen
todavía: creo que no), el hecho de que tiene que haber muchas muertes
violentas, y que esas muertes violentas tienen, sin embargo, que ser distintas: no
pueden ser repetidas y monótonas. De modo que —lo repito— hemos intentado
(no sé con qué fortuna) un tipo nuevo de film fantástico: un film basado en una
situación que no se da en la realidad, y que debe, sin embargo, ser aceptada por la
imaginación del espectador. Creo que en algún libro de Coleridge se habla de ese
tema, el tema de lo que cree el espectador en el teatro o de lo que cree el lector
de un libro. El espectador no ignora que está en un teatro, el lector sabe que está
leyendo una ficción; y sin embargo, debe creer de algún modo en lo que lee.
Coleridge encontró una frase feliz. Habló de a willing suspension of disbelief: una
suspensión voluntaria de la incredulidad. Y, espero que hayamos logrado eso
durante las dos horas de Invasión. Quiero recordar además que Troilo ha
compuesto, para una milonga cuya letra es meramente mía, una música
admirable. Creo, además que el cinematógrafo, como otros géneros (el teatro, la
conferencia) es siempre una obra de colaboración. Es decir, creo que el éxito de
un film, de una conferencia, de una pieza de teatro, depende también del
público. Y sentí curiosidad por saber cómo recibiría Buenos Aires ese film, que no
se parece a ningún otro, y que no quiere parecerse a ningún otro. En todo caso,
hemos inaugurado un género nuevo —me parece— dentro de la historia del
cinematógrafo.
F.S. Sí, pero generalmente la reacción de las multitudes suele ser equivocada.S6
J.L.B. Ah, sí. Posiblemente, para el examen recto de una obra sea mejor la
lectura solitaria. Pero, en todo caso, es un examen de índole distinta.
F.S. Usted ha de sentirse muy cómodo trabajando con Bioy Casares, ¿no?
J.L.B. Sí, y me siento tan cómodo, que me olvido de que estoy trabajando con Bioy
Casares: el que está trabajando realmente es ese tercer hombre que a veces
hemos llamado Bustos Domecq y otras Suárez Lynch. Y me ha ocurrido lo mismo
cuando hemos trabajado los tres —Muchnik, Bioy y yo— en la elaboración de este
film, y ahora en la de otro film que estamos preparando, titulado Los otros. Es
decir, nos olvidamos de que somos tres personas, y pensamos con plena libertad.
Nadie se siente ligeramente entristecido si una sugestión suya ha sido rechazada;
nadie acepta, por cortesía o resignación, lo que dicen los otros. No: es como si los
tres fuéramos una sola persona; una sola persona que trabajara con plena
libertad y que no tiene por qué sentirse desairada si los otros desaprue ban algo
que se le ha ocurrido a él y que no se aplaude a sí misma si se le ocurre algo
bueno. Y creo que, si no hay este olvido de las diversas personalidades, la
colaboración es imposible; y por eso la colaboración es difícil, salvo,
naturalmente, en el caso de obras de otro género: dos personas pueden
repartirse un trabajo de índole histórica o de índole psicológica quizá, pero no
creo que dos personas, sin haberse olvidado de sus personalidades, puedan
colaborar en la ejecución de una obra estética.
F.S. Bioy Casares es unos quince años menor que usted: supongo que él habrá
aprendido muchas cosas de usted...
J.L.B. ¡Y yo de él!
J.L.B. Es recíproco. Creo que esa idea de que el maestro es siempre el que lleva
más años, es una idea totalmente falsa. No quiero decir que siempre ocurra lo
contrario. Pero yo sé (y tengo muchos años de cátedra universitaria, de cátedra
en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y en el Colegio Libre de Estudios
Superiores), yo sé que yo he aprendido mucho de quienes aprendían de mí: es
decir, hay un trabajo de colaboración.
F.S. Tengo entendido que usted considera a Bioy Casares uno de los más
importantes escritores del siglo xx.
J.L.B. Así es. Yo creo que una novela como El sueño de los héroes es una
novela que debiera ser traducida a muchos idiomas. Es una novela realmente
extraordinaria. Al principio, parece una novela de costumbres. Se habla de un
grupo de compadritos del barrio de Saavedra. Hay un personaje que es una
suerte de maestro de ellos, una especie de caudillo o, acaso, de viejo asesino, o
de todas esas cosas a la vez. Los personajes hablan cometiendo erro res que
pueden ser, que suelen ser, que son risueños. Todo ello parece escrito en un plano
de crónica realista y satírica. Pero, luego, a medida que la novela avanza, el lector
siente que está ocurriendo algo más. Y ya, en los últimos capítulos, la novela se ha
exaltado —digámoslo así— a pesadilla y tiene un final trágico. Todo esto ha sido
graduado: no se puede decir el momento en el cual ocurre ese cambio. Al
contrario, muy cerca del final trágico hay un episodio de índole casi cómica. Todo
esto está hecho de un modo muy sabio. Hay una lentitud que ha sido determinada
por el autor. Creo que es uno de los grandes libros de Bioy, y me parece más
complejo que La invención de Morel, que tuve el honor de prologar cuando se
publicó.
F.S. No.
F.S. A usted qué le parece: ¿este auge actual —o quizá ya no tan actual— de la
literatura argentina tendrá algo de "fabricado"?
Con Mastronardi tengo una amistad de tipo peculiar, porque es una amistad
que puede prescindir de la frecuentación. Vivimos cerca uno de otro (él vive en el
hotel Astoria, en la avenida de Mayo). Podemos pasar meses enteros, muchos
meses, sin vernos (aunque ahora nos vemos en la Academia Argentina de Letras):
pero eso no significa que nuestra amistad haya disminuido en modo alguno. Hace
poco yo tuve el placer de proponer a Carlos Mastronardi como miembro de la
Academia Argentina de Letras, donde fue elegido por unanimidad (esa vez
elegimos también a Conrado Nalé Roxlo, amigo de Mastronardi). El caso de
Mastronardi me parece raro en la historia de la literatura, porque, aunque ha
publicado varios volúmenes (por ejemplo, Conocimiento de la noche —cuyo título
recuerda al de un poema que él no conocía: Acquainted wüh the Night, de Frost),
aunque ha publicado varios volúmenes —y, últimamente, un admirable libro de
recuerdos titulado Memorias de un provinciano —, él sigue siendo una suerte de
homo unius libri (hombre de un solo libro): él sigue siendo autor de ese poema
dedicado a Entre Ríos, a la nostalgia de Entre Ríos. Y yo diría que una de las
razones que hacen que Mastronardi viva, solitario y noctámbulo, en Buenos Aires,
es que en Buenos Aires puede sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, que él
quiere tanto. Y que, de algún modo, me pertenece, ya que mi padre nació en
Paraná, o, como se decía entonces en el Paraná (también hubo una época en
que se dijo el Entre Ríos, y el Azul y el Rosario: creo que ya esos artículos han caído
en desuso). Yo siento un gran afecto por Mastronardi, una gran admiración por
su poesía, y yo hubiera debido nombrarlo en primer término. Salvo que, pasados
los setenta años, la memoria suele parecerse al olvido, y por eso, esta mención mía
viene un poco tarde.
J.L.B. La amistad con Martínez Estrada era una amistad difícil. Porque él era
una persona que de algún modo se había entregado a la desdicha, y no sólo a la
desdicha, sino a la suspicacia. Creo que Martínez Estrada fue un gran poeta. Por
ejemplo, ese poema dedicado a Walt Whitman, aquel que dice
J.L.B. Sí, pero yo creo que aun así, Martínez Estrada era un hombre tan inteligente,
que conseguía que todo elogio fuera una ironía o un ataque velado. Y, en todo
caso, lo lograba. Y creo que eso lo llevó a cierta soledad final. Y Henríquez Ureña
me dijo lo mismo: me dijo que él había debido renunciar a la amistad de
Martínez Estrada porque todo lo que él decía era tomado en un sentido dis tinto.
Y yo creo que Martínez Estrada gozaba de algún modo en torturarse.
F.S. Ya que nombró a Henríquez Ureña, ¿tuvo amistad con él y con Amado
Alonso?
J.L.B. Sí, desde luego. Y los admiro mucho a los dos, pero yo he sido realmente
más amigo de Pedro Henríquez Ureña 41 que de Amado Alonso. Eso no quiere
decir que yo aprecie más a uno que a otro: quiere decir simplemente que las
circunstancias me acercaron más a Pedro Henríquez Ureña que a Amado Alonso.
Henríquez Ureña no fue un hombre feliz, porque vivió siempre un poco como un
forastero, como un desterrado. Sospecho que en España la gente no lo dejaba
olvidar que, al fin de todo, él era un mero dominicano. Algo parecido le ocurrió a
Alfonso Reyes: no lo dejaron olvidar que era mexicano, lo veían de algún modo
como un intruso. Y sé que aquí la gente no fue lo suficientemente generosa con
Pedro Henríquez Ureña. Por ejemplo, para limitarme a algo que en sí no es
importante: Pedro Henríquez Ureña no fue nunca profesor titular de una materia
que él dominaba, la literatura española; fue siempre profesor adjunto, y el titular
—de cuyo nombre no quiero acordarme— era argentino y sentía también que el
otro era un mero dominicano.
F.S. Sería, me parece, hacia el 45; porque uno o dos años después, creo que
Amado Alonso y otros emigraron.
J.L.B. Bueno: tuvieron que emigrar porque la dictadura disolvió todo lo que
habían hecho. Pero Henríquez Ureña no: Henríquez Ureña murió antes, de un
ataque al corazón, tomando el tren en Constitución para ir a dictar sus cátedras
en La Plata. Murió bruscamente. Y es curioso: la última vez que yo lo vi a
Henríquez Ureña (esto habrá ocurrido una semana o diez días antes de su muerte),
hablamos de aquel admirable poema, aquella admirable Epístola moral que se
atribuye a un anónimo sevillano (creo que después se ha encontrado el nombre: se
llama algo así como Fernández de Andrada, no estoy seguro). Hay un verso en ella,
que dice:
Y yo le dije a Henríquez Ureña que esa metáfora de la flecha tiene que proceder
de algún poeta latino. Henríquez Ureña me contestó que a él le parecía muy
probable y que iba a investigar en la materia. Desde luego, en aquella época,
en el siglo XVII, no se hablaba de plagios: al contrario, era más bien honroso
llevar una imagen o un verso de un idioma a otro; es decir, era honroso
demostrar que las lenguas vernáculas estaban a la altura de las lenguas
clásicas, que todos conocían y admiraban. El hecho es que, una semana o diez días
después de aquella conversación con Pedro Henríquez Ureña —creo que en la
esquina de Azcuénaga y Santa Fe, más o menos a las dos de la mañana—, la
muerte le llegó a él de esa manera, le llegó callada, como suele venir en la saeta. Y
hasta ahora, yo no he podido averiguar el origen de esos versos, y no sé si
Henríquez Ureña lo habrá encontrado antes de que la muerte lo sorprendiera
así. Era un hombre de una extraordinaria inteligencia y una ex traordinaria
cortesía: en esto último, influía posiblemente su timidez.
F.S. Creo que él fue uno de los primeros que leyó los manuscritos de Ernesto
Sábato.
J.L.B. Claro, porque posiblemente Sábato fue discípulo de Henríquez Ureña, ya que
Sábato estudió en La Plata. Sin embargo, yo no recuerdo haber hablado de Sábato
con Henríquez Ureña. Con Pedro Henríquez Ureña hablábamos muchas veces
sobre el movimiento modernista, que nos parecía a los dos muy importante (y
sigue pareciéndome). Su hermano Max escribió esa Breve historia del
modernismo,42 que me parece admirable, en la que se destaca que el movimiento
vino de América y llegó luego a España; lo cual es raro, si se considera que ese
movimiento estaba inspirado en Hugo, en los simbolistas, en Edgar Allan Poe... Sin
embargo, ese movimiento sale de América, atraviesa el Atlántico, y llega después
a España. Hablábamos de eso y sobre muchos temas literarios, también sobre
poesía americana, sobre los recuerdos personales de él en Nueva York, donde
vivió mucho tiempo y que yo no conocía entonces, y sobre temas estéticos
generales.
J.L.B. No: me tocó un mero detective, del cual acabé por hacerme amigo, que
me esperaba pacientemente todas las mañanas cuando yo salía de mi casa, en la
calle Maipú. Yo, al principio, me divertía llevándolo por largas caminatas inútiles
por Buenos Aires. Finalmente, me di cuenta de que ese juego era un juego tonto.
Conversé con él: el hombre me dijo que realmente él era antiperonista, pero que
estaba cumpliendo sus funciones. Entonces, llegamos a una especie de arreglo
tácito. Yo le dije: "Mire, la verdad es que no estoy conspirando y le doy a usted mi
palabra de no hacer nada que pueda comprometerlo, de modo que, si usted
quiere, podemos suspender este sistema, salvo que usted quiera conversar
conmigo". Y él me dijo: "Bueno, vamos a vernos; no diré todos los días, pero un
día sí y otro no, y vamos a hablar sobre temas diversos, sin excluir la política, ya que
los dos pensamos de un modo bastante parecido". No recuerdo cómo se llamaba
ese hombre.
J.L.B. Esa noche yo estaba mal informado. Yo creía que esa noche Rojas iba a
bombardear la ciudad. Se nos había aconsejado alejarnos del lugar que iba a ser
bombardeado. Yo había recibido aquella tarde un libro sobre literatura islandesa.
Pensé: "Posiblemente esta casa sea destruida, pero voy a salvar este libro". La
verdad es que hubiera podido salvar tres o cuatro, pero me pareció que,
tratándose de un acto simbólico, debía ser un libro. Me hizo gracia la idea de que
fuera un libro cuyo valor yo ignoraba, no un viejo libro querido. Entonces, con mi
madre, fuimos a casa de mi hermana; no nos alejamos mucho, ya que mi hermana
vivía en Juncal, a una cuadra de las cinco esquinas. Luego, yo salí a caminar (no
sabía lo que había ocurrido, estaba pensando que se de moraba el bombardeo) y
de pronto me encontré frente a la casa de una querida amiga mía, escritora,
Susana Bombal. Subí, noté algo raro en la cara de la mucama. En eso llegó
Susana, me abrazó, me dijo algo que ahora parecería teatral, pero que no lo
era en aquel momento (porque lo teatral corresponde a los momentos de
emoción). Me dijo algo así como: "¡Mi noble amigo!" Me preguntó si yo había
tomado el desayuno; la verdad es que no lo había tomado, pero mentí: le dije
que sí lo había tomado. Y entonces fui comprendiendo lo que había pasado: la
Revolución había triunfado, y yo no lo sabía. Entonces hablé inmediatamente a
casa, hablé también a la casa de Adela y Mariana Grondona (ya sabían la
noticia). Y luego recuerdo una mañana confusa y feliz, una ma ñana de lluvia.
Recuerdo haber recorrido la calle Santa Fe, haberme encontrado con la chica de
Ortiz Basualdo —hija precisamente de la señora que editaba los Anales de Buenos
Aires, donde yo publiqué aquel primer texto de Cortázar— y, luego de habernos
perdido en la muchedumbre, yo la encontré en la calle Libertad y de pronto
resultó que habíamos llegado de nuevo a la calle Santa Fe, que yo ya estaba
afónico de tanto gritar ¡viva la Patria! (creo que no se gritó un solo ¡muera! en
aquel día). Estaba además calado hasta los huesos, porque estaba lloviendo a
cántaros: y yo no me había dado cuenta de nada de eso, arrebatado por el
entusiasmo de la patria. Y luego recuerdo aquella otra mañana que nos
congregó a tantos en la plaza de Mayo. Recuerdo que yo estaba con Cecilia
Ingenieros, hija de José Ingenieros, y allí me encontré con mi madre y con mi
hermana, y ellas mejor que yo habían conocido la prisión durante la dictadura.
Recuerdo esa felicidad, esa felicidad impersonal. Recuerdo que en aquel
momento nadie pensó en su propio destino: cada uno pensó que la patria se
había salvado. Y ahora aquella aurora está un poco borrada... podemos
decirlo, ¿no? Pero creo que finalmente no seremos indignos de ella.
J.L.B. No es una disyuntiva, porque serían lo mismo. Además, los peronistas son
usados por los comunistas. Así que no veo ninguna diferencia entre unos y otros.
Salvo que quizá... Sí, claro, en realidad creo que hay una diferencia y es ésta. Yo
puedo imaginarme a un comunista —aunque, desde luego, yo no soy comunista y
aborrezco el comunismo—, pero no puedo imaginarme a un peronista. El
peronista es una persona que simula ser peronista, pero que no le importa nada,
que lo hace para sus fines personales. Posiblemente, un gobierno comunista sería
un gobierno sincero. En cambio, un gobierno peronista sería un gobierno de
sinvergüenzas. Creo que habría eso en favor del comunismo. Hay gente que es
sinceramente comunista. Yo —por lo menos durante la dictadura— no conocí a
nadie que se animara a decir "soy peronista", porque se hubiera dado cuenta de
que se ponía en ridículo. Más bien diría: "A mí me conviene el peronismo porque
le saco tales ventajas". Por eso me resultó gracioso un cartel que había en
Corrientes y Pasteur y que decía más o menos: "El desinteresado peronista doctor
Fulano de Tal opina sobre la ley del divorcio desde su clásico bufete de la avenida
Corrientes tal número". Y estaba fotografiado él, en su bufete, con sus libros y su
tintero. Es gracioso: entre "peronista" y "desinteresado" hay una evidente
contradicción. Y, además, está la frase clásico bufete, que parece una frase de
Bustos Domecq. ¡Ja, ja, ja! El cartel estaba pegado en la pared y lamenté no
poder arrancar uno para guardarlo como una especie de documento, ¿no?
J.L.B. La verdad es que parece una idea pueril, ¿no es cierto? Creo que la idea
de mandar y ser obedecido corresponde más bien a la mente de un niño que a la
mente de un hombre. Yo no creo que un fanatismo puede llevarlos a ello. El caso
de Cromwell, por ejemplo: yo creo que él era un puritano, era un calvinista y creía
que los dictadores en general sean personas muy inteligentes. También tenía
algún derecho. Pero en el caso de otros dictadores más recientes, no creo que
hayan sido llevados por el fanatismo. Creo que han sido llevados más bien por un
afán histriónico, por un deseo de ser aplaudidos, de ser obedecidos y acaso
por el mero afán pueril de la publicidad, que es un afán que yo no comprendo.
F.S. ¿Qué opina de la labor que realizan los revisionistas históricos para
rehabilitar la figura de Rosas?
J.L.B. Una prima mía se casó con Ernesto Palacio, que fue, con Irazusta, un
iniciador del revisionismo. Desde luego, él admiraba a Mussolini, admiraba al
fascismo, quería encontrar aquí una especie de Mussolini vernáculo, que era
Rosas. Me propuso a mí que yo formara parte del Instituto Juan Manuel de Rosas.
Yo le dije que, a pesar de cierto parentesco lejano que tengo con Rosas, a m í
Rosas me parecía una persona abominable. Además, que toda mi familia es
unitaria... Además, que ahí está Sarmiento... Y, finalmente, que no entendía
por qué se tomaban tanto trabajo para llegar a una conclusión determinada de
antemano. Si uno revisa algo, creo que debe revisarlo con probidad. Pero no
decir: “Voy a revisar tales hechos para llegar a tal conclusión". Y le dij e que si
ellos habían resuelto que los unitarios eran una mentira, no tenían por qué
investigar nada, porque ya sabían que iban a llegar a la conclusión de que
Rosas era un patriota, del que Rosas era un gran hombre, de que Rosas no era
un cobarde como nosotros nos imaginábamos, etcétera, etcétera... Pero que no
era necesario investigar nada, si ya sabían de antemano la conclusión. Es muy raro
tomarse tanto trabajo en recorrer un camino cuando ya se sabe cuál es la meta.
¿Por qué no llegar directamente a la conclusión, sin necesidad de respaldarla con
argumentos?
F.S. ¿Le parece paradójico que un mismo pueblo haya dado a Schopenhauer y a
Hitler?
J.L.B. El pueblo alemán es ciertamente, con el pueblo inglés, uno de los
pueblos más curiosos del mundo. Por ejemplo, como usted dice, produce a
Schopenhauer; produce la música de Alemania; y, al mismo tiempo, es dócil a
un hombre como Hitler. Wells creía que la humanidad podría salvarse por la
educación. Esta idea podríamos parodiarla con el verso de Eliot: algo así como
F.S. En sus ensayos es fácil hallar juicios sobre muchos escritores ingleses,
alemanes, franceses o españoles; en cambio, es muy raro encontrar alguna
opinión sobre Dostoievski o Tolstoi. Por eso me gustaría que explicara para
nuestro libro cómo ve a esos dos escritores.
J.L.B. Cuando yo tenía diecinueve años, creía que Dostoievski era quizá el
primer novelista del mundo, y me molestaba cuando se hablaba de otros
escritores y se los consideraba a su talla. Y luego, lo mismo me ocurriría con el
Tolstoi de La guerra y la paz. Pero, no tardé en comprobar que esa admiración
mía no comportaba el deseo de leer otras obras que las que ya había leído. Por
ejemplo, yo he leído y releído Crimen y castigo y Los poseídos. Luego fui
derrotado por Los hermanos Karamázov, familia que nunca logró interesarme,
y comprobé finalmente que no tenía ganas de leer otros libros de Dostoievski.
Y, en cambio, vi que tenía ganas de leer autores que yo juzgaba entonces
inferiores. Por ejemplo, yo trataba de leer cada línea escrita por Chesterton y,
sin embargo, me hubiera indignado —en aquella época— el hecho de equiparar a
Chesterton con Dostoievski. Quizá lo que me ocurrió con Dostoievski es que
lentamente fui dándome cuenta de que sus personajes no diferían mucho unos de
otros, y había algo desagradable en esa idea continua de culpa, y que yo no
encontraba en él lo que realmente me gusta más en la literatura, que es la
épica.
F.S. Usted, una vez, en una conversación informal, me dio una opinión sobre
Calderón de la Barca que no coincide con la que habitualmente sustentan las
historias de la literatura. Le rogaría que la repitiese.
J.L.B. Creo que dije que Calderón de la Barca era una invención de los
alemanes; creo que dije que el título de la obra La vida es sueño hizo que se lo
considerara como poeta metafísico. Esto se encuentra en El mundo como voluntad
y representación, de Schopenhauer, y Schopenhauer habla de la esencia onírica
de la vida, creo que es algo así como das traumhafte Wesen des Lebens, pero no
respondo de la precisión de mis citas. Ahora bien, creo que esa frase puede
interpretarse de dos modos distintos. Cuando Shakespeare, por ejemplo,
equipara la vida con un sueño, él, en lo que insiste, es en la irrealidad de la
vida, en el hecho de que es difícil fijar una diferencia entre lo que soñamos y lo
que vivimos. En cambio, en el caso de Calderón, creo que la frase tiene un
sentido teológico: la vida es sueño, en el sentido de que nuestra vida, nuestra
vigilia, no corresponden a la realidad, sino a una breve parte de la realidad, el
sentido de que lo verdadero son el cielo y el infierno.
J.L.B. Atribuyo esa predilección mía al hecho de que juzgo la lite ratura de un
modo hedónico. Es decir, juzgo la literatura según el placer o la emoción que
me da. He sido durante muchos años profesor de literatura y no ignoro que una
cosa es el placer que la literatura causa y otra cosa el estudio histórico de esa
literatura. Yo tomaría, por ejemplo, un caso como el de Edgar Allan Poe. Creo
que Poe, como poeta, es un poeta mediocre, una suerte de mínimo Tennyson. Y,
en cuanto a los cuentos de Poe, cada uno de ellos, salvo, acaso, El relato de Arthur
Gordon Pym, juzgado separadamente, adolece, me parece, de truculencia, de
énfasis... Sin embargo, la importancia de Poe es considerable si la juzgamos
históricamente. Podríamos decir que lo que hoy se llama ficción científica
procede de Poe. Es evidente que Poe es el inventor del género policial, y que hay
cuentos suyos —La carta robada, por ejemplo— que acaso no hayan sido
superados. Es evidente que Baudelaire procede de Poe, que de Baudelaire
procede el movimiento simbolista, y que del simbolismo procede Paul Valéry. Es
decir, uno no puede negar la importancia histórica de Poe, pero eso no quiere
decir que cada uno de sus cuentos, poemas o ensayos sea especialmente
admirable. A esto que yo he dicho podría objetarse que más importante que cada
página de un autor es la imagen que este autor deja y, sin duda, esa imagen de
desdicha, de soberbia, de imaginación genial que ha dejado Poe es también
una de sus obras. Por lo demás, los historiadores de la literatura me parecen
muchas veces personas entregadas a la mera información, para volver a un tema
que hemos tratado hace unos días. Y, en cuanto a los movimientos literarios, creo
que son meras comodidades de los historiadores, y, en el mejor de los casos, son
estímulos para que el autor produzca su obra.
F.S. Una mañana, mientras bajábamos las escaleras, usted me comentaba que el
escritor argentino suele ser superior a su obra, a la inversa de lo que sucede
con el escritor europeo. Me contó que había conocido a Camus...
F.S. Aparte de español e inglés, que fueron lenguas maternas, ¿en qué otros
idiomas puede leer?
F.S. Suele decirse habitualmente que a usted le fastidian los espa ñoles y le
fastidian España y su literatura. ¿Usted está de acuerdo con ese dictamen?
J.L.B. No, no estoy de acuerdo con ese dictamen. España me parece un país
admirable; mejor dicho, un conjunto de países admirables, sobre todo si pienso
en Galicia, si pienso en Castilla —ahí mi entusiasmo se enfría un poco—-, si
pienso en Andalucía. Creo que el español común —lo que se llama en inglés the
man in the street — es uno de los mejores hombres del mundo, sobre todo desde
el punto de vista ético. Yo no he conocido un español cobarde; casi podría decir
que no he conocido un español deshonesto. En cambio, los literatos españoles —
con alguna excepción— no suscitan mi admiración. Si yo tuviera, por ejemplo,
que comparar a los españoles con otros pueblos, yo diría que los españoles son, en
general, éticamente superiores a los otros. Por ejemplo, yo no he conocido
ningún italiano estúpido, no he conocido ningún judío estúpido; y, en cambio,
he conocido a pocos españoles cuya inteligencia me haya impresionado
especialmente. Es decir, yo hablaría de una superioridad ética de los españoles.
F.S. Volviendo al tema de los idiomas, del que nos habíamos apartado, ¿qué
recuerdos guarda de sus experiencias de latinista?
Creo que no solamente se refiere al hecho de que las inscripciones latinas sean
comunes, sino al hecho de que el idioma latino parece hecho para ser grabado en
el mármol. Es como si hubiera una afinidad natural entre esos dos hechos: entre el
latín y el mármol.
J.L.B. No. Por un lado, hay una razón que yo suelo dar cuando me preguntan por
qué no sé griego: y es que hay tantas personas que ya lo saben por mí. Pero
no sé si ésa es la verdadera razón. La verdad es que me he sentido atraído —he
hablado hace un momento de mi admiración por el alemán y todos conocen mi
admiración por el inglés—, me he sentido atraído más bien por las lenguas
germánicas. Actualmente, después de nueve años dedicados al inglés antiguo,
estoy estudiando el islandés antiguo, una lengua afín al anglosajón. Además
estoy por cumplir setenta y dos años y no puedo emprender el estudio de idiomas
cuyas raíces son distintas de las de los idiomas que conozco. Por ejemplo, me
hubiera gustado saber hebreo, pero sé que ello está más allá de mis
posibilidades actuales. Cuando era joven, eso hubiera podido hacerlo. Yo sé que,
esencialmente, me pasa lo mismo con el inglés antiguo y con el islandés antiguo.
Sé que no llegaré a poseerlos, pero sé también que esa suerte de lento viaje
hacia lo imposible es de algún modo un agrado. Y creo haber dicho todo esto
en algún poema de mi libro Elogio de la sombra.
F.S. ¿No sentía una suerte de remordimiento al leer a los clásicos griegos en
traducciones?
F.S. Supongo que usted, que tiene una obra tan rica en versos memorables,
guardará, a su vez, en la memoria, muchos versos ajenos.
J.L.B. Sí. Pero serían versos muy distintos. Serían acaso versos de poetas
menores. Además, noto que últimamente la memoria me está fallando, y lo noto
en el estudio del islandés. Recuerdo que, cuando empecé a estudiar inglés
antiguo, yo podía recordar largas tiradas, es decir, tiradas de quince, veinte o
treinta versos, y que ahora, con el islandés, ya no me ocurre lo mismo. Y, sin
embargo, si se habla de mi memoria, yo recuerdo más lo que he leído que lo
que he vivido. O, para hablar con más precisión, de todo lo que he vivido, lo
leído es lo más preciso y lo más real para mí. En cambio, si pienso en mi propia
vida, tiendo a olvidarla. Especialmente, en todo lo que se refiere a cronología.
Yo no sé ahora cuánto tiempo hace que estuve por primera vez en Israel, por
ejemplo. Yo no podría fijar la fecha de mi estadía en Texas o en New England.
Yo no sé exactamente en qué año estuve en Escocia y en Dinamarca, y, sin
embargo, esos países me impresionaron profundamente. Y, si yo tuviera que
escribir una autobiografía, esa autobiografía estaría llena de errores
circunstanciales. Yo estuve preparando una revisión de mi primer libro, Fervor
de Buenos Aires, y agregué una o dos notas explicativas. Y un amigo mío, Norman
Thomas di Giovanni, 45 descubrió que esos datos que yo había dado eran
falsos. Yo decía, por ejemplo, que tal pasaje se encuentra en tal libro publicado
en tal fecha: y resulta que el pasaje correspondía a otro libro publicado en otra
fecha distinta. Pero no me duele el olvidar circunstancias, ya que, al fin de todo,
la vida nos proporciona un exceso de circunstancias. Y eso yo lo sentí hace
tiempo, en un poema titulado La noche que en el Sur lo velaron, donde digo, con
alguna exageración acaso perdonable, que la noche nos libra de una de las
mayores congojas: la prolijidad de lo real; es decir, de día recorremos una
ciudad hecha de pormenores, y de noche, en la alta noche, sobre todo en los
barrios extremos, recorremos una ciudad simplificada, una ciu dad que tiene la
sencillez de un plano o de un sueño.
J.L.B. Recibí esa noticia con una emoción que no sabría analizar. Recuerdo que
yo caminaba por este barrio, el barrio de la Bi blioteca Nacional; oí decir: "Ha
muerto Kennedy". Supuse que "Kennedy" fuera un vecino irlandés del barrio, y,
luego, al entrar en la Biblioteca, alguien me dijo: "¡Lo han matado...!" Y
entonces comprendí, por el tono con que me lo decía, de quién se trataba, y
recuerdo, durante ese mismo día, haberme detenido en la calle con personas que
no conozco y que no me conocían, y habernos abrazado como una manera de
expresar lo que sentíamos. 40 Aquel día hubo una suerte de comunión entre los
hombres, como la hubo también aquel domingo en que los primeros hombres
llegaron a la luna. Es decir, existía la emoción de lo que había ocurrido, y
existía además la emoción de saber que miles de personas, millones de personas,
acaso todas las personas del mundo, estaban sintiendo con emoción lo que
ocurría. Con la diferencia de que, en el caso de Kennedy, sentimos que algo
trágico había ocurrido, y, en cambio, en el caso de los hombres que llegaron a
la luna, creo que todos lo sentimos como una felicidad personal. Y yo diría más, yo
diría que lo sentí como una suerte de orgullo personal como si, de algún
modo, yo hubiera sido uno de los artífices de esa hazaña prodigiosa. Y quizá no
me equivocaba, quizá todos los hombres han sido artífices de esa hazaña, ya que
todos hemos mirado a la luna, ya que todos hemos pensado en la luna.
F.S. Ya que acaba de nombrar el viaje a la luna, ¿cree que ese viaje es culpable
de quitarles valor a las imaginaciones de Jules Verne o de Herbert George Wells,
por ejemplo?
J.L.B. No. Yo creo que uno comprende que ellos se habían imaginado ciertas
cosas y tenían que situarlas en algún lugar, y las situaron en la luna. En cambio,
ahora hubieran elegido un lugar distinto. En cuanto a Verne, es raro que siempre
se asocie su nombre, ya que Verne era un hombre muy curioso. Porque es
indudable que tenía imaginación; al mismo tiempo, es indudable que esa
imaginación era —digamos— más tímida que la de Wells. Usted recordará que,
en los dos volúmenes47 del viaje a la luna de Verne, éste se opone o no quiere que
sus exploradores lleguen a la luna. El proyectil que habitan cae al océano
Pacífico, a diferencia de la esfera de Wells, que llega a la luna. Creo que en
el tercer capítulo de Los primeros hombres en la luna, de Wells, que
corresponde a 1901, ya los dos amigos —uno de los cuales resulta ser un traidor
— pisan la luna. En cambio, Verne no quiso ir tan lejos. Y recuerdo haber leído
un anécdota —no sé si es cierta— según la cual a Jules Verne lo escandalizaron
las invenciones de Wells. Y dijo: II ment! ("está mintiendo", dijo, con buen
sentido francés). Y recuerdo también que Wells se jactaba de que todo lo
imaginado por Verne sería realizado o podía realizarse. Y que, en cambio, lo
que él había imaginado no se realizaría nunca. Sin embargo, estoy seguro de
que a Wells le hubiera alegrado ser desmentido y que se hubiera sentido tan
emocionado como nosotros al ver que efectivamente había first men in the moon.
F.S. ¿Cuál es el valor que les atribuye a los cuentos de Horacio Quiroga?
J.L.B. No sé si usted sabe que yo soy de familia oriental. Mi abuelo Borges nació
en Montevideo, antes de la Guerra Grande. Y estoy vinculado con familias como
la de Haedo, la de Melián Lafinur y otras. Pues bien, después de haber
declarado esto, me atrevo a declarar que el valor de los cuentos de Horacio
Quiroga me parece —no diré absolutamente, porque no debe emplearse ese
adverbio—, pero me parece casi nulo. Creo que Horacio Quiroga es una suerte
de superstición oriental, o, mejor dicho, uruguaya, ya que corresponde a lo que el
país es actualmente. El estilo de Quiroga me parece deplorable, su imaginación
me parece pobre y, además, me sucede con los cuentos de Quiroga el hecho de
que, al leerlos, nunca puedo creer en ellos, y creo que esto es muy grave; creo que
mientras leemos un cuento, debemos creer en él. Y, además, aquí debo recordar
una observación de Novalis. Dice Novalis que hay muchos pasajes en los libros
que corresponden al lector y no al autor. En cambio, Horacio Quiroga parece
no haber sentido esa diferencia. Horacio Quiroga se maravilla de lo que está
contando. Horacio Quiroga usa palabras como atroz, terrible, estupendo
quizá, que corresponden al lector, no al autor. Es decir, Horacio Quiroga es un
lector demasiado admirativo de su propia obra.
F.S. Sin embargo, usted me dijo una vez que le parecían buenos los cuentos
fantásticos de Lugones en Las fuerzas extrañas, cuentos en los que también es
difícil creer.
J.L.B. Sí... ¿pero cómo vamos a comparar un escritor con otro? Lugones —si
aceptamos su estilo barroco— era un gran escritor. Quiroga, un escritor muy
mediocre y un escritor capaz de increíbles torpezas. Por ejemplo, leí, hará unos
cuatro años, un cuento de Quiroga, A la deriva, en que se habla de un hombre
que creo que remonta un río y que es mordido por una serpiente. Pues bien, en
ese cuento no se sabe qué es lo que se refiere a la historia pre cisa y qué es lo
que se refiere a lo que el hombre habitualmente hacía. Es decir, ese relato está
lleno de ambigüedades innecesarias que corresponden a la torpeza literaria del
autor. En cuanto a la poesía de Quiroga, parece una suerte de parodia — de
parodia involuntaria— dé la poesía de Herrera y Reissig, que también parece una
parodia.48 Por ejemplo, usted me preguntó hace un rato si yo recordaba versos. Pues
bien, recuerdo versos de Horacio Quiroga. Recuerdo estos versos:
J.L.B. Sí, salvo que, detrás del descuido de Roberto Arlt, yo siento una especie
de fuerza. De fuerza desagradable, desde luego, pero de fuerza. Yo creo que El
juguete rabioso de Roberto Arlt es superior no sólo a todo lo demás que
escribió Arlt, sino a todo lo que escribió Quiroga.
F.S. De igual modo, supongo que lo fatigarían las novelas de Manuel Gálvez.
J.L.B. Sí, pero era una distinta clase de fatiga. Más bien la fatiga de lo gris, de lo
mediocre, una fatiga más tranquila y, por ende, más llevadera. También es cierto
que nunca adelanté mucho en su lectura.
F.S. Me gustaría ahora que me dijera qué opina sobre los cuentos; humorísticos
de Arturo Cancela.
F.S. Sin embargo, pese a que usted acaba de negar el valor del humorismo escrito,
usted incurrió en esa culpa en Carlos Argentino Daneri y en Bustos Domecq.
J.L.B. Sí, pero el hecho de que yo haya cometido algo no significa que no sea
una culpa.
F.S. Pero, entonces, ¿por qué, pese a que usted tenía conciencia de que era
una culpa, incurrió en ella?
J.L.B. Yo creo que siempre que uno obra mal, sabe que está obrando mal. Y, sin
embargo, lo hace. Yo creo que nadie cree que su propia conducta sea ejemplar.
Y eso se refiere también a lo literario. En el caso de Bustos Domecq, Bioy
Casares y yo sentimos que no debemos dejarnos arrastrar por él. Y sin embargo,
nos dejamos arrastrar por él. En el caso de Carlos Argentino Daneri —ahí soy yo
el que debo defenderme—, creo que la broma es perdonable porque está
incluida en un contexto 51 quizá trágico y sin duda fantástico. Es decir, Carlos
Argentino Daneri es un personaje cómico, pero, al fin de todo, es parte de un texto
que no es cómico, o, en todo caso, que no aspira a ser cómico, sino a ser
fantástico. Y es muy posible que sea mi única agresión humorística, de modo que
no siento demasiados remordimientos por ella.
F.S. ¿Carlos Argentino Daneri sería, tal vez, el arquetipo del escritor
argentino mediocre?
J.L.B. No. Es un amigo mío —de cuyo nombre no quiero acordarme— que leyó el
cuento, que no se reconoció en él y a quien el cuento le hizo gracia y me felicitó.
Cuando yo esbocé ese personaje, yo sabía que no estaba cometiendo una traición,
yo sabía que podía hacerlo con toda impunidad, ya que posiblemente nadie
notara la semejanza, ni siquiera el mismo modelo.
F.S. ¿Usted está conforme con los tangos y milongas que compuso con
Piazzolla52 y con la milonga que compuso con José Basso? 53
J.L.B. Estoy más o menos conforme con la letra. Y estoy conforme con la música
de Basso más que con la música de Piazzolla. Pero el hecho es que yo carezco de
toda persuasión musical y que mi juicio no tiene ningún valor.
F.S. En ese disco de que usted forma parte, Catorce con el tango, ¿hay algún tango
de otro de los escritores que le haya gustado especialmente?
F.S. Y en el caso particular de Homero Manzi, ¿le gustan sus tangos? ¿El
tango Sur por ejemplo?
J.L.B. El tango Sur, sí. Tiene un primer verso lindo: Sur, callejón y después... Al
mismo tiempo, hay en Manzi frases evidentemente falsas, que demuestran, no
diré al literato, pero sí al mal literato. Por ejemplo, en un tango que creo que
es de él, se habla de el viento del arrabal. Ésta es una frase que ningún compadre
hubiera usado. Primero, porque la idea del viento del arrabal es una idea falsa, y,
en segundo término, porque el orillero no se jacta de vivir en un arrabal; dice
"soy del barrio del Retiro" o "soy del barrio de Montserrat", o de donde fuera.
Pero la palabra arrabal es una palabra del todo culta, que no hubiera utilizado
nunca un compadre. Me la nombran las estrellas y el viento del arrabal: eso ya se ve
que está hecho por una persona del centro que tiene una idea senti mental de los
compadres y es del todo ajeno a las coplas populares, que jamás hubieran dicho
eso. Ahora, posiblemente, Homero Manzi (yo lo conocí: se llamaba Manzione)
ignorara del todo ese ambiente, o, lo que es probable, no le importara la
verosimilitud.
F.S. ¿Usted conoció a Juan Muraña, a quien nombra en más de un poema? 55
J.L.B. No, yo no lo conocí. Yo conocí a gente que lo había conocido. Por ejemplo,
a Marcelo del Mazo, a don Nicolás Paredes. En Palermo era una persona
conocida; creo que fue guardaespaldas de Paredes. Era carrero y, según he oído,
al final se dio a la bebida y una noche cayó del pescante del carro y se rompió el
cráneo contra las piedras de la calle Las Heras. Y fue el cuchillero de más fama.
Él, y Suárez el Chileno. Tanto es así, que casi todas las anécdotas de guapos que se
cuentan o —mejor dicho— que se contaban por aquel barrio, se las atribuían a
él. Pero debemos recordar la frase francesa on ne prête qu'aux riches: sólo a los
ricos se les presta. De modo que cualquier acto de valentía se sentía que le
quedaba bien a Muraña, que era famoso por su valor y por su destreza en el
manejo del cuchillo. La única destreza que tenía, porque no creo que fuera un
hombre inteligente: desde luego, no existe ninguna razón para que lo fuera.
F.S. En una oportunidad anterior, usted habló con nostalgia del café La
Paloma, donde se jugaba al truco. Además, tiene un poema dedicado al
truco.56 Quiere decir entonces que ese juego ha representado algo muy grato
en su vida.
J.L.B. Sí. Ha representado horas muy gratas. Sobre todo porque creo que el
truco tiene una superioridad sobre otros juegos. Desde luego, no sobre el
ajedrez ni sobre el bridge, pero sí sobre el poker. Y es el hecho de que,
aunque se juegue por dinero (lo cual es bastante frecuente), el dinero que se
gana no es importante Y una prueba de ello está en el hecho de que nadie dice
"yo gané tantos pesos al truco" sino "yo le gané a Fulano". Es decir, hay una
rivalidad desinteresada en el truco. Además, el truco parece que está hecho
sobre todo para pasar el tiempo; por eso es un juego muy lento, a diferencia
del poker. Y eso es natural, porque el poker —creo— fue inventado por
aventureros, en el oeste americano, gente que buscaba oro y que quería
rápidamente hacerse rica. En cambio, el truco es un juego de gente que tiene
muy poco o nada que hacer; es un juego de las llanuras, de las cuchillas, de las
estancias. Yo lo compararía con el mate, en el sentido de que es más bien un
pasatiempo que otra cosa.
J.L.B. Hay una dificultad allí. Hay un juego español que se llama truquiflor. Ahora,
yo he hablado, en España, con gente que conocía ese juego y, según lo que ellos
me han dicho, no se parece al nuestro. Hay dos variedades de truco: la que
jugamos en la República Argentina y la que se juega en el Uruguay, que se
llama truco hasta el dos, y que se juega con muestra. Es decir, una vez dadas las
cartas, se saca una carta y el palo de esa carta es la muestra. Si usted tiene
(por ejemplo, digamos que la muestra es de oros), si usted tiene un cuatro de
oros, con eso usted puede matarle al as de espadas. Hay un hecho curioso, y
es que en ese largo y, en general, lánguido poema que escribió Ascasubi,
Santos Vega o Los mellizos de "La Flor", se describe un partido de truco, que
se supone jugado antes de la Revolución de Mayo. Y ese partido de truco
corresponde exactamente al truco hasta el dos. 57 Eso puede tener dos
explicaciones: podemos pensar que Ascasubi, que pasó tanto tiempo en la
República Oriental y que estuvo allí durante la Guerra Grande, durante el sitio
de Montevideo por los blancos de Oribe, aprendió ese truco; y también
podemos suponer que ese truco es la forma más antigua del truco, y que lo que
nosotros jugamos (que en la República Oriental se llama truco ciego o truco
porteño y es el que primero aprenden los muchachos, antes de aprender el
otro) es una simplificación del anterior. Ahora, yo nunca aprendí a jugar al
truco hasta el dos, que es el que se juega en el Uruguay y que es más
complicado, porque esa cuestión de la seña interviene en todo el juego, de
modo que, por ejemplo, puede haber flores de un número más alto que...
creo que la flor más alta es de 47, no estoy seguro. Bueno: del que fuere.
J.L.B. Esos prostíbulos daban al arroyo Maldonado. Desde luego, yo era chico y
no pude tener ninguna experiencia directa. Pero he hablado con muchísimos
vecinos, entre ellos, por ejemplo, con Alfredo Palacios, que vivía a la vuelta. De
modo que darían al arroyo, es decir, a lo que ahora es la calle Juan B. Justo, por
donde está entubado el arroyo. Y creo —porque he hablado también con
vecinos de Villa Crespo y de Flores— que el arroyo Maldonado tendía —yo no
sé por qué o, precisamente, porque era un zanjón bastante desagradable—,
tendía a producir un tipo de población y de humanidad desagradables. O, en todo
caso había cierta gente que buscaba ese barrio evidentemente pobre. Y, en cuanto
a los nombres de las calles, tendrían que estar esos prostíbulos muy cerca de las
calles que creo que todavía se llaman Humboldt o Darwin, esas calles con
nombres de naturalistas; o, de este lado del Pacífico, en la calle Godoy Cruz.
Más o menos por ese lado. Y creo que se dio ese tipo de casas de mala vida y
de malevaje criollo y calabrés, a todo lo largo del arroyo Maldonado. Desde
luego, un arroyo bastante largo, una zanja bastante larga; porque yo he visto el
arroyo Maldonado en Villa Luro, donde hay esas calles con nombres de poetas,
esas calles que se llaman Virgilio, por ejemplo, u Homero...
F.S. El otro día, hojeando viejos libros, me encontré con uno del año 34, El
Paso de los Libres, de Arturo Jauretche, que tenía...
J.L.B. Un prólogo mío. 58 Sí: pero, ¿por qué le pareció raro? Yo creo que en
ese libro hay versos muy lindos. Y creo que el hecho de que ahora estemos
distanciados políticamente no significa que yo juzgue malos aquellos versos que él
escribió entonces. Es decir, actualmente no nos vemos (yo no diría que lo evito,
porque yo tampoco veo lo bastante como para evitar a nadie), pero, en fin,
estamos bastante distanciados: él se hizo peronista, etcéte ra... Pero en ese
libro hay versos lindos. Yo lo conocí a él por Enrique Amorim, porque
después de la revolución de Uriburu él se desterró al Uruguay. Enrique Amorim
está casado con una prima mía, Ester Haedo, y yo lo conocí a él allí. Él me pidió
un prólogo para el libro, y, como tenía versos realmente lindos, tenía versos que
recordaban a veces el tono de Hilario Ascasubi —uno de los poetas criollos que
yo admiro más—, yo escribí ese prólogo y no me avergüenzo de haberlo escrito.
F.S. No. Lo que pasó es que, en primer término, yo no sabía que Jauretche
hubiera escrito poesías. Yo lo conocía más bien como un político...
J.L.B. Bueno, yo tampoco sabía que ahora fuera político. Yo no tengo ninguna
noticia de él desde hace tiempo...
F.S. ¿No sabía que fue candidato a senador hace unos diez años?
F.S. En La fundación mítica de Buenos Aires 59 usted tiene un verso que dice: El
corralón seguro ya opinaba: YRIGOYEN. Ese verso, ¿tiene un sentido despectivo o
de solidaridad respecto de lo que opinaba el corralón?
J.L.B. Me agrada mucho que usted me pregunte esto. Yo era radical, yo estuve
afiliado al partido Radical. Pero estuve afiliado por razones del todo ilógicas:
simplemente porque mi abuelo materno, Isidoro Acevedo, fue íntimo amigo de
Alem. De modo que yo fui radical por tradición. Pero luego, cuando los radicales
llegaron al poder, y me di cuenta de que eran una calamidad para el país,
pensé que era absurdo que yo siguiera siendo radical por razones, digamos, de
piedad, de culto de los mayores, razones así de tipo chino o genealógico... Y,
entonces, unos cuatro o cinco días antes de las elecciones, fui a verlo a Hardoy y
le dije que quería afiliarme al partido que él presidía. Esto también tiene su
prehistoria. Yo estaba una vez conversando con una escritora, y, de pronto, ella me
dijo: "Usted, como conservador, dice esto", Yo le dije: "No, yo no soy conservador:
yo soy radical". Y me dijo: "No, no. Usted es esencialmente conservador". Y me di
cuenta de que tenía razón. Y ése fue uno de los motivos que me llevaron a
afiliarme al partido Conservador. Y, además, me di cuenta de que, hablando con
amigos míos conservadores, yo estaba de acuerdo con ellos en todo. De suerte
que yo me afilié al partido Conservador unos días antes de las elecciones; Hardoy
quiso desaconsejarme: me dijo que era absurdo, que no tenían la menor
posibilidad de ganar, y yo hice entonces una frase. Le dije: "A un caballero sólo le
interesan las causas perdidas".60 Y él me dijo: "¡Ah, bueno! En ese caso, ni una
palabra más".
F.S. Pero esto no fue por la época del prólogo a Jauretche... Hará cosa de diez
años, ¿no?
J.L.B. De López Merino tengo recuerdos muy precisos. Éramos muy amigos. Sé que
se suicidó por haber descubierto -—en una radiografía que él tenía que llevar a
un médico y cuyo sobre abrió yendo de La Plata a Buenos Aires— que estaba
tuberculoso. Y la tuberculosis —creo que esto ocurrió en el año 1928— era
entonces una enfermedad incurable. Entonces él tomó la decisión de suicidarse.
Yo lo vi por última vez en casa. Nosotros vivíamos en la avenida Quintana entre
Montevideo y Rodríguez Peña. Panchito López Merino —así lo llamábamos—
venía más o menos cada semana o cada quince días a casa. Luego tenía que
hacer ese largo trayecto desde el barrio de la Recoleta hasta Constitución
para tomar el tren que lo llevaría a La Plata. Él comió con nosotros. Mi padre
se retiró temprano, y López Merino dijo: "Quiero despedirme del doctor". Mi
padre ya se había acostado, y yo sabía que mi padre era un hombre que ponía
la cabeza en la almohada y se quedaba dormido en seguida (una vez me dijo que
él, siempre, antes de dormir, pensaba en un país fantástico —no quería darme
ningún detalle sobre ese país—, y que luego ya empezaba a soñar con ese país y
se quedaba dormido). Yo sabía, entonces, que mi padre ya estaba durmiendo.
Mi madre le dijo a Panchito que mi padre estaba dormido, y que ella le diría al
otro día que López Merino se había despedido de él. López Merino, que era
una persona muy cortés, dijo, sin embargo, con cierta terquedad que no excluía la
cortesía: "Yo quiero despedirme del doctor" (así lo llamaba a mi padre).
Entonces yo subí a la habitación de mi padre, lo desperté, le dije que López
Merino quería despedirse de él. Mi padre se quedó un poco sorprendido.
López Merino entró y le dijo: "Quiero despedirme de usted, doctor". Le dio la
mano y se fue. Y luego, unos diez días después se suicidó: entonces comprendimos
por qué quería despedirse. Quería despedirse porque esa despedida no era una
mera ceremonia o un rito frivolo: realmente estaba despidiéndose. Es decir, él
sabía que iba a suicidarse: si no, no se explica esa insistencia. Recuerdo que él se
suicidó el día del cumpleaños de mi madre, el 22 de mayo. En casa estábamos un
pequeño grupo de amigos, tomábamos champagne, estaba lloviendo a cántaros,
y en eso me hablaron del diario El Mundo. Me dieron la noticia, me pidieron
que contara alguna anécdota de él, y entonces ocurrió lo que siempre ocurre
cuando a uno le hablan de un amigo: uno tiene una imagen muy precisa de él, pero
es difícil transmitir esa imagen o amonedarla en una anécdota.
J.L.B. Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna
perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo
contemporáneo. Recuerdo que yo estaba en Ginebra cuando empezó la primera
guerra europea, y yo estaba estudiando entonces historia antigua. Y yo, con
toda inocencia —es verdad que tendría catorce o quince años—, pensé: "Qué
raro que a todo el mundo, de golpe, le interese ahora la historia; qué raro que a
ninguno le interesen las guerras púnicas o las guerras de los persas y de los
griegos, y que ahora todo el mundo esté tan interesado en la historia
contemporánea". Y además pensé que, posiblemente, lo que ocurre ahora es
difícil de conocer. Y luego recuerdo una frase de Macedonio Fernández —siempre
estoy volviendo a Macedonio Fernández—: "Los historiadores, tan conocedores
del pasado como ignorantes nosotros del presente". Tanto es así que, cuando los
hombres llegaron a la luna, yo no sabía que eso fuera a emocionarme. Yo pensé que
era un hecho que tenía que ocurrir tarde o temprano, dados los propósitos de la
ciencia. Y, sin embargo, una semana antes de la hazaña, ya empecé a inquietarme,
ya empecé a sentir temor de que fracasara; y luego, cuando realmente los
hombres pisaron la luna, sentí una emoción que podemos llamar íntima, personal.
Y, al mismo tiempo, me alegró la idea de que, sin duda, todas las personas del
mundo estaban sintiendo lo mismo, de que todos nos sentíamos personalmente
felices y orgullosos de que eso hubiera ocurrido, de que, de algún modo, todos
participábamos en esa hazaña, de que no se trataba simplemente de quienes la
habían planeado y de quienes la ejecutaban. Todos los hombres del mundo han
mirado la luna, han deseado eso y tienen que haberse sentido contentos de que
eso hubiera ocurrido. Y luego pensé —quizá pude haberme equivocado— que
el hecho de que tres hombres llegaran a la luna es algo que puede unir a todos los
hombres. Porque es una suerte de hazaña de toda la humanidad, más allá del
hecho de que sean americanos o húngaros o chinos o lo que fuere...
F.S. Una vez leí en La Prensa que, si usted tuviera que elegir tres obras de
escritores argentinos, una de ellas sería la Historia de Vicente Fidel López. ¿Por
qué le gusta tanto ese libro?
J.L.B. Yo siento que hay una intimidad en el tono de López, que no hay en Mitre.
Y creo que la obra de López no está hecha como pedestal de un personaje. En
cambio, la Historia de San Martín o la Historia de Belgrano están hechas un
poco como pedestales, como estatuas: están hechas para exaltar a individuos en
particular. Por el contrario, creo que Vicente Fidel López recoge toda una
tradición argentina y recoge los defectos también.
J.L.B. Yo había dado una conferencia —mejor dicho, yo la había escrito y otra
persona la había leído: yo no me animaba a hablar en público— 62 sobre El idioma de
los argentinos (título muy exagerado, desde luego: ahora yo hablaría más bien de
una entonación argentina del español, de una respiración argentina del español,
pero no de un idioma distinto), y Victoria estuvo de acuerdo con esa conferencia.
Entonces ella me escribió una carta y fue a casa nuestra —era cuando vivíamos
en Quintana—. Y luego fue extraordinariamente bondadosa conmigo. Cuando se
fundó la revista Sur, me incluyó a mí en el comité de colaboración. En el primer
número de Sur apareció un grabado de mi hermana, y apareció un artículo mío
sobre la obra de Ascasubi, que yo creía que había sido olvidada con injusticia. Y,
desde entonces, hemos sido excelentes amigos y, además, yo le debo a ella y a
Esther Zemborain de Torres el hecho de ser director de la Biblioteca
Nacional. Y al doctor Dell'Oro Maini también; y a Ricardo Sáenz Hayes.
Porque en el año 55, después de la Revolución Libertadora, cuando había que
buscar personas del todo insospechables de peronismo, se pensó en mí. Eso se le
ocurrió a Esther Zemborain; habló con Victoria Ocampo, ella habló con el doctor
Sebastián Soler, y en seguida empezaron a hacer una campaña en favor de que
me nombraran a mí director de la Biblioteca. Yo lo supe; hablé con Victoria y le
dije que la Biblioteca Nacional me quedaba muy grande y que el que mucho
abarca, poco aprieta —ésta no es una metáfora muy original, pero en fin... — y
que por qué no pedían para mí la dirección de la Biblioteca de Lomas de Zamora,
por ejemplo, que me permitiría vivir en Lomas —que es un pueblo que me gusta
mucho—. Victoria me dijo: "No sea idiota", y, efectivamente, al cabo de un tiempo
—la Revolución fue en septiembre—, el 17 de octubre, yo fui con un grupo de
escritores a saludar al general Lonardi. Yo me acuerdo de aquel día: estábamos
en la plaza de Mayo; vigilados por el escuadrón de seguridad, había tímidos
peronistas en las esquinas que, de vez en cuando, alzaban los ojos al cielo
esperando un avión negro, según se decía. Yo pensé: "Qué raro. Voy a entrar en
la Casa Rosada. En la Casa Rosada no está el dictador, y, por primera vez en
mi vida, va a darme la mano un presidente de la República... Todo esto tiene
algo de sueño". Luego nos recibió el presidente. Yo fui el último. Cada uno de
nosotros tenía que decir su nombre. Cuando yo le dije mi nombre, el general
Lonardi me dijo: "¿Director de la Biblioteca Nacional, tengo entendido?" Y
entonces Mujica Láinez, o algún otro, dijo: "Nos agrada oír esas palabras en boca
de Su Excelencia". Yo me quedé como muerto. Luego salimos, yo fui a casa, mi
madre me dijo: "¿Cómo te fue con el presidente?" "Bien", dije yo. Entonces ella
me dijo: "Acaban de hablarte del Ministerio de Educación". "Ah", dije yo, "ha de
ser por lo que me ha dicho Lonardi". Entonces le conté a mi madre que me había
dicho que era director de la Biblioteca. Esa noche, mi madre y yo salimos a
caminar, llegamos aquí a la calle México, mi madre me dijo: "Bueno, ahora que
sos el director, ¿por qué no entras? Vamos a mirar un poco por adentro cómo es
todo". Y yo, por una especie de temor supersticioso, dije: "No, mejor es no
entrar hasta que sepa que puedo entrar". Y, efectivamente, no entré. Y, a la
mañana siguiente, me avisaron desde el Ministerio que estaba nombrado y que
podía hacerme cargo de la dirección de la Biblioteca. Y todo eso fue una
amistosa conspiración inventada por Esther Zemborain de Torres y luego
organizada por Victoria Ocampo y por otros amigos míos.
J.L.B. Sí. Sobre todo una novela breve que se titula Chaves, que creo que es lo
mejor que ha escrito él. Y luego un cuento, cuyo nombre no recuerdo, sobre un
hombre que siente celos anticipados de un desconocido, y luego llega más o
menos a provocar el adulterio de su mujer: algo así como una versión más compleja
de El curioso impertinente de Cervantes. Ahora, Mallea, como yo, es un hombre
tímido, de modo que hemos llegado a la amistad, pero no a la intimidad. Es
decir: yo lo aprecio, sé que él me aprecia, pero no nos vemos con mucha
frecuencia. Y me pasa lo mismo con Carlos Mastronardi, y este caso es aún más
raro. Porque yo diría que Carlos Mastronardi es mi más íntimo amigo, salvo que
no quiero usar el más porque parece excluir a otros, y yo ciertamente no quiero
excluir a Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, o a Manuel Peyrou. El hecho es que yo
puedo ver dos veces por año a Carlos Mastronardi, y eso no empaña nuestra
amistad en modo alguno.
J.L.B. Leí alguna novela de él, que no me interesó, y leí el prólogo de una
edición al Martín Fierro. En ese prólogo hay una afirmación que a mí me parece
insostenible. Dice que él ha usado, para esa edición del Martín Fierro, el mismo
procedimiento que usó Lachmann, creo, para editar el Nibelungenlied, el Cantar
de los Nibelungos. Ahora bien: yo no sé qué parecido puede haber entre la tarea
de compulsar una serie de manuscritos medievales y la tarea de reeditar un libro
publicado en Buenos Aires en el año 1872. Además, no creo que Leumann
tuviera ningún conocimiento del campo. Y, ya que hablamos del Martín Fierro,
creo que hay una edición del Martín Fierro que tiene notas que son realmente
valiosas, y que no es ciertamente la de Tiscornia (ya que Tiscornia se limitó a una
serie de paralelos imaginarios entre la novela picaresca española y la poesía
gauchesca), sino la edición de Santiago Lugones —primo, creo, de Leopoldo
Lugones—, un hombre que conocía realmente el campo y que sitúa al Martín
Fierro en el ambiente del Martín Fierro y no en el ambiente de lo que pudo haber
sido la España picaresca del siglo XVII, que no tiene absolutamente nada que ver
con la vida en la provincia de Buenos Aires en mil ochocientos setenta y tantos,
en la época de los malones y de los fortines.
F.S. Hace unos días habíamos hablado de la película Martín Fierro. Después se
estrenó la versión fílmica de Don Segundo Sombra... 63
J.L.B. Yo no la he visto. Ahora, todas las referencias que tengo son excelentes,
y, al mismo tiempo, me parece muy difícil hacer un film sobre un libro que es casi
una serie de cuadros de costumbres. Porque, fuera de la creciente amistad
entre el tropero viejo y el chico, yo no sé qué acción novelesca tiene.
SEXTA CONVERSACIÓN
F.S. ¿Por qué le desagradan poemas tales como El general Quiroga va en coche
al muere?
F.S. Entonces quiere decir que a usted le habrá costado mucho llegar a sus
actuales convicciones lingüísticas.
J.L.B. Sí. La verdad es que para llegar a escribir de un modo más o menos
aseado, de un modo más o menos decoroso, he necesitado llegar a los setenta años.
Porque hubo una época en que yo quería escribir en español antiguo; luego
quise escribir a la manera de aquellos escritores del siglo XVII que, a su vez,
querían escribir como Séneca —un español de tipo latino—; y luego pensé que
tenía el deber de ser argentino. Entonces adquirí un diccionario ds argentinismos,
me dediqué a ser criollo profesionalmente, hasta tal punto, que mi madre me dijo
que no entendía lo que yo había escrito, porque ella no conocía el diccionario
ese y hablaba como una criolla normal. Y ahora creo que he llegado a escribir de
un modo más o menos sencillo. Y recuerdo una frase de George Moore que me
impresionó, quien, para elogiar a alguien, dijo: "Escribía en un estilo casi anónimo".
Y me pareció que era el mejor elogio que podía hacerse de un escritor: He wrote
in an almost anonymous style.
J.L.B. Ah, sí: desde luego, hay una diferencia capital. La Historia universal de la
infamia está escrita por un principiante, y El Áleph está escrito por un hombre
que tiene alguna experiencia literaria y que sabe renunciar a ciertos juegos, a
ciertas diabluras o travesuras fáciles.
F.S. ¿Qué sintió usted cuando vio Fervor de Buenos Aires, su primer libro, en la
calle?
J.L.B. Sí. Recibí el consejo de mi padre. Me dijo que escribiera mu cho, que
rompiera mucho y que no me apresurara a publicar, de suerte que el primer
libro que yo publiqué, Fervor de Buenos Aires, fue realmente mi tercer libro. Mi
padre me dijo que, cuando yo hubiera escrito un libro que yo juzgara no del
todo indigno de la publicación, él me iba a pagar la impresión del libro, pero
que cada uno tenía que salvarse por su propia cuenta y que no lo pidiera
consejos a nadie. Yo, por lo demás, era demasiado tímido como para mostrar
lo que yo escribía, de suerte que, cuando el libro apareció, mi familia y mis
amigos lo leyeron por primera vez: yo no se lo había mostrado a nadie y no se
me hubiera ocurrido pedir un prólogo tampoco.
J.L.B. Evaristo Carriego era un muchacho muy seguro de su ta lento —creo que
demasiado seguro de su talento—, ya que recuerdo que se indignó una vez cuando
alguien declaró que Lugones, Almafuerte y Banchs componían el "triunvirato" de la
literatura argentina: él hubiera querido borrar a Lugones y ponerse en su lugar.
Decía que Lugones no era poeta. La verdad es que Carriego había llegado a un
concepto sensiblero de la poesía y le parecía que faltaban esas sensiblerías en
Lugones.
J.L.B. Era una ambición absurda, desde luego. Ahora, yo no creo que él le
debiera nada a Lugones: hubiera sido mejor para él si le hubiera debido a
Lugones. Él empezó siendo discípulo de Almafuerte y de Rubén Darío; era
amigo de Almafuerte e iba a visitarlo a La Plata. Yo tuve en casa una fotografía
de Mas y Pi, un periodista que firmaba "+ y ¶", y colaboraba en la revista
Nosotros... Una fotografía tomada en casa de Almafuerte, que vivía entonces yo
no sé si en Tolosa o en La Plata —en todo caso por ese lado—: Tolosa es un
suburbio de La Plata, usted sabe... Carriego era una persona a la que le
interesaba mucho lo militar ; y, sobre todo, le interesaba mucho todo lo referente a
Napoleón, y recuerdo una vez que él fue a casa. Hablaron de la batalla de
Waterloo, y recuerdo que mi padre y Carriego nos explicaron la batalla usan do
las copas, las tacitas de café, la panera y todo eso como para que pudiéramos
seguir la batalla.
F.S. Los ensayos que usted publicó en 1932, en Discusión, ¿los volvería a
escribir con esos mismos conceptos?
J.L.B. No. No recuerdo cuáles son los conceptos, pero sería muy triste que yo
no hubiera adelantado nada, ¿no?
J.L.B. Sí, yo creo que yo tenía una admiración excesiva por Que vedo. Y los que
me curaron de esa admiración excesiva fueron dos: uno, Adolfo Bioy Casares, y el
otro, el mismo Quevedo, a quien yo he tratado de releer, y que me parece
ahora un literato demasiado consciente de lo que hace. Me parece, además, que
hay algo duro, dogmático, en Quevedo. Al mismo tiempo, hay una afición a los
juegos de palabras bobos —esa afición la comparte con Miguel de Unamuno,
también. Actualmente mi admiración por Quevedo es muy limitada... Es
curioso: en aquella época, yo creía que Lugones era superior a Darío, y que
Quevedo era superior a Góngora. Y ahora, Góngora y Darío 66 me parecen muy
superiores a Quevedo y Lugones. Creo que tienen cierta inocencia, cierta
espontaneidad, que no tuvieron los otros —que tomaron todo demasiado en
serio.
J.L.B. En algunos sonetos, sí. Desde luego, en las últimas obras 67 de él, no: en las
Soledades, en el Polifemo (estas obras me parecen que corresponden a una suerte
casi —yo diría— de perversión literaria). Pero creo que hay sonetos —el soneto A
Córdoba, por ejemplo, y otros— en que hay espontaneidad. Y en Quevedo es muy
raro que la haya.
J.L.B. Creo que Unamuno. a pesar de sus defectos, es superior a los otros. En
cuanto a Azorín, me parece un escritor absolutamente deleznable, o que sólo
tiene virtudes negativas. Tiene la virtud de no haber cometido ciertos errores, de
haber eludido el énfasis español... Pero, en fin, ésta es una virtud de omisión,
podemos decir. Y no creo que haya ningún valor positivo en su obra.
F.S. Usted me había dicho que el siglo XVIII español vale poco...
F.S. Bien. En cuando al siglo XX español, yo le nombré estos escritores para ver si
surgía alguna figura de su agrado. ¿Juan Ramón Jiménez, tal vez?
J.L.B. Juan Ramón Jiménez empezó escribiendo bien, pero al final se resignó a
cualquier cosa. Los últimos libros de Juan Ramón Jiménez parecen puramente
casuales: parece que él escribiera cualquier cosa que se le ocurriera. O no
solamente cualquier cosa: cualquier palabra, cualquier conjunto de frases que
se le ocurriera. Creo, en fin, que la literatura argentina contemporánea es más
rica que la literatura española contemporánea.
F.S. Hace unos minutos usted me habló de una suerte de perversión literaria que
usted encontraba en el estilo de algunas obras de Góngora. Yo leí Un modelo
para la muerte y no sé quién es de más comprensible lectura: si Góngora o
Suárez Lynch.
J.L.B. ¡Ah, bueno! Pero yo creo que usted tiene perfectamente razón. Cuando
Bioy y yo escribimos ese libro, resolvimos no volver a escribir más en ese estilo. Yo
le dije a Bioy que él no debía permitir una reimpresión de ese cuento, porque el
cuento es una serie de bromas sobre bromas sobre otras bromas, de modo
que habíamos llegado a una suerte de humorismo ridículo.
J.L.B. Sin embargo, el argumento no está mal. Lo que sí, que el ar gumento está
como sepultado bajo tantas absurdidades. Yo no sé qué nos pasó ahí.
F.S. Yo, cuando lo leía, festéjala —por ejemplo— las frases del doctor Mario
Bonfanti y se me escapaba la trama.
J.L.B. Y en una novela policial, eso es fatal. Y Néstor Ibarra me dijo lo mismo:
"Es una lástima", me dijo, "que ustedes escriban cuentos policiales; deberían
mostrar simplemente personajes disparatados, porque uno puede seguir a los
personajes disparatados y hasta pueden hacerle gracia, pero, si además de eso,
uno tiene que retener una trama policial y la solución de la trama, resulta
totalmente imposible; ustedes escriben con dos intenciones incompatibles".
J.L.B. ¡Y me pasa a mí, que la escribí! Por momentos no entiendo qué hemos
escrito. Por eso le dije a Bioy que era mejor no reimprimir ese libro. Pero él me
dijo: "Bueno, de cualquier modo alguien va a hacerlo alguna vez". Es cierto,
pero no lo hubieran reimpreso en vida nuestra, por lo pronto. Creo que esa
reimpresión nos perjudica, porque me parece que las Crónicas de Bustos Domecq
son buenas. Pero creo que una persona que haya leído Un modelo para la muerte
no va a sentir jamás deseos de leer otro libro del mismo autor, porque no va a
tener ganas de perderse en esos laberintos de frases ridículas, aunque esas
frases sean deliberadamente ridículas.
F.S. Y ese tal padre Gallegani, que se nombra por ahí, 68 ¿es el padre Castellani?
F.S. En 1938 usted ingresó en aquella biblioteca de Almagro Sur. ¿Antes de esa
fecha nunca había trabajado?
J.L.B. No, pero como yo tenía además dos páginas en El Hogar y me pagaban 75
pesos por página, eso ya representaba no diré un sueldo lujoso— un sueldo
suficiente.
J.L.S. ¡Yo detesto el lujo! Pero, por supuesto, creo que las ventajas de la miseria
y de la indigencia han sido exageradas y las de la mendicidad también...
Realmente, yo he hecho trabajos raros. Por ejemplo, yo dirigí una revista de una
empresa de subterráneos, y ahí yo escribí, bajo diversos seudónimos, artículos
sobre la cuarta dimensión, sobre las posibilidades de llegar a la luna, sobre la
transmisión del pensamiento, sobre la teoría de los conjuntos: es decir, los
artículos que un aficionado puede escribir sobre temas místicos o científicos. Y
también he escrito los textos para un noticiero argentino. Ejercí, en suma, oficios
un poco raros, no muy remunerativos tampoco.
J.L.B. Sí: él obró muy generosamente conmigo... Pero, yo no sé por qué citó
en ese libro una frase tan rara..,, tan rara, que me desconcertó. Parece escrita por
una persona que nunca hubiera oído un tango en su vida. Dice: "El tango es un
pensamiento triste que se baila". 72 Primero, yo no creo que la música nazca de
pensamientos sino de sentimientos. Luego, lo de triste parece escrito por una
persona que nunca hubiera oído un tango, porque en todo caso, lo que se llama
tango-milonga es una música alegre y valerosa. Y, en cuanto a lo del baile, creo
que es aleatorio: creo que si una persona pasa por la calle y está silbando El choclo
o El Mame, nos damos cuenta de que está silbando un tango y que no está
bailándolo. Ahora..., no sé de dónde sacó Sábato esa frase.
J.L.B. ¡Ja, ja, ja! Bueno..., pero, de todos modos, no creo que Discépolo sea el
inventor de la radio. Y, sobre todo, lo de triste es lo que me parece más raro.
Cuando yo digo que el tango es alegre y que suele ser valeroso, y compadre (El
apache argentino, por ejemplo), lo cual no se aviene con la tristeza, con esto no
quiero decir que los compadres no sentirían tristeza: quiero decir que se hubieran
avergonzado de confesarlo; quiero decir que ningún compadre se hubiera
quejado de que una mujer no lo quiere, por ejemplo, porque eso hubiera
pasado por una mariconería.
J.L.B. Caramba, creo que no. En cambio, he leído un libro que se llama Uno y el
universo, que me pareció muy bueno.
J.L.B. No, no la leí, porque yo, para aquella época, ya veía muy poco, y prefería
leer cuentos. Además, yo nunca he sido lector de novelas. Creo que la novela es un
género que muy posiblemente desaparezca...
F.S. Pero supongo que, pese a la pérdida de su vista, usted, de al gún modo, se
arreglará para seguir leyendo.
J.L.B. La verdad es que, actualmente, leo muy poco, porque tengo que escribir
algo, y luego el tiempo libre que tengo lo dedico —digamos que como aficionado
— a la germanística, lo dedico al anglosajón o al escandinavo. Y, a veces, de
noche, me leen —ésta es una forma de compartido descanso —novelas policiales
—o, mejor, cuentos policiales, que me gustan más— que siguen interesándome,
sobre todo, cuando no son demasiado policiales, es decir, cuando los
personajes priman sobre la trama, que siempre es un poco mecánica. Pero, la
verdad es que no he seguido la literatura última y que no he leído ninguna
novela de Sábato.
J.L.B. La verdad es que me han gustado mucho, y creo que siguen gustándome. Y
creo que podría decirse de las novelas de Conan Doyle lo que podría decirse del
Fausto de Estanislao del Campo: que más importante que la trama —digamos,
en el último caso, la parodia de la tragedia del doctor Fausto o de la ópera
inspirada en la obra de Goethe— es la amistad de los dos personajes. Y en el
caso de La señal de los cuatro, de Un estudio en escarlata, de El sabueso de los
Baskerville, de las Memorias de Sherlock Holmes, de las Aventuras de Sherlock
Holmes, creo que más importante que las tramas —que suelen ser pobres,
fuera de la del Club de los Cabezas Rojas 74— es la amistad que hay entre
Sherlock Holmes y Watson: el hecho de que sea posible una amistad entre un
hombre muy inteligente y un hombre más bien tonto; el hecho de que, sin
embargo, son amigos y se aprecian y se comprenden. Creo que el ambiente en
las novelas de Conan Doyle (esa casa en Baker Street, esos dos señores solteros
que viven solos, la llegada de alguien con la noticia de un crimen, todo eso) es
más importante que la trama policial. Porque, desde luego, hay autores
infinitamente inferiores a Conan Doyle —Van Dine, por ejemplo— que han
inventado tramas mucho más ingeniosas, y sin embargo siguen siendo
mediocres. Conan Doyle quizá comprendió que a sus lectores les bastaba con la
amistad de Watson y Sherlock Holmes.
F.S. Y yo, modestamente, agregaría otra virtud de Conan Doyle: su sentido del
humor.
J.L.B. Yo creo que sí. Pero Chesterton exageró cuando dijo que Conan Doyle
escribía ante todo con un propósito humorístico. Yo no creo eso: creo que,
mientras él escribía, él creía en su detective, y creo, además, que eso ha sido
benéfico para él. Si él se hubiera propuesto hacer —como dijo Chesterton— de
Sherlock Holmes un personaje ridículo, habría fracasado. Y el hecho es que, en
todo caso, el público no lo ha aceptado así: al contrario, cuando yo era chico y
leí esas novelas y después cuando las he leído a lo largo de mi vida, siempre he
pensado en Sherlock Holmes como un personaje admirable, y no, a pesar de
cierta vanidad o de cierta pretensión, como personaje ridículo. No creo que ése
haya sido el propósito del autor y no creo que Sherlock Holmes haya sido
aceptado como personaje ridículo por los lectores: ha sido aceptado como un
personaje querible, y Watson también, y, sobre todo, la amistad de los dos.
F.S. Esta preguríta es más para satisfacer mi curiosidad que la de los lectores:
me gustaría saber si usted, cuando era chico, leyó una novela de Conan Doyle
que a mí me gustó muchísimo: The Lost World.
J.L.B. Sí, en aquel momento me pareció muy linda. Recuerdo aquella meseta en
el centro del Brasil... Apareció por entregas en el Sun Magazine, y recuerdo las
ilustraciones: estaba el profesor Challenger... y los otros personajes, de los que no
recuerdo los nombres. Y en el Sun Magazine leí también El sabueso de los
Baskerville. Todas esas novelas se publicaban por entregas. "Recuerdo haber leído
en una biografía de Oscar Wilde que un señor Lippincott, creo, iba a sacar una
revista titulada Lippincott's Magazine. Entonces, él invitó a dos escritores a
almorzar y les propuso que escribieran novelas por entregas para su revista. Y de
ese almuerzo salieron El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y creo que La
señal de los cuatro, de Conan Doyle. Por lo demás, Wilde y Conan Doyle eran
amigos, y además eran irlandeses los dos; aunque Conan Doyle nació en
Edimburgo, en Escocia. A mí me pareció raro el hecho de que se lo considerara
como irlandés, pero, irrefutablemente, me contestaron: "Si una gata pariera en un
horno, ¿llamaría usted a lo que ella pariera gatitos o panes?" Y me pare ce que
tenía razón, ¿no?
F.S. Sí, pero con el criterio de los gatos aplicado a personas, usted sería una
especie de anglo-hispano-portugués, y yo sería italiano.
J.L.B. Claro: yo creo que ese criterio corresponde a países en los que hay poco
inmigración. Aquí estamos obligados a un criterio distinto, y creo que este
criterio nos conviene. Porque, al fin de todo, ¿qué es ser argentino? Es, ante
todo, un acto de fe. Nuestra historia no es muy antigua, étnicamente no
podemos definirnos, ya que cada uno de nosotros puede tener linajes muy
distintos... De modo que creo que, en países de inmigración —como la República
Argentina, la República Oriental, los Estados Unidos— conviene el criterio del ius
soli; en cambio, en países estables y ya antiguos corresponde el ius sanguinis, el
hecho de que un hombre pertenece a su estirpe y no al lugar en que nació. Es
decir, creo que ambos criterios están justificados. Y aquí debemos insistir en que
lo importante es que un hombre se sienta argentino, y no indagar cuál es su
origen, porque en este caso resultaría que no hay argentinos. Porque
posiblemente muchos de los indios vendrían de Chile. Además, muchos de
nosotros correríamos el albur de recaer en españoles, lo cual significaría una
manera de desmentir toda la historia argentina, que consiste precisamente en
querer dejar de ser españoles. Y otra gente pertenecería a distintas regiones
de Europa o del Asia. Y sin embargo, creo que somos argentinos, creo que ser
argentino significa algo —aunque algo muy difícil de definir— y creo además
que todo esto se ha de hacer más intenso con el tiempo. Salvo que los países
resuelvan renunciar a sus diferencias y formar —como quería Tennyson— un
estado universal. Pero, por el momento, me parece que esa posibilidad nos
queda un poco lejos.
F.S. En esa lucha en que usted y Elias Carpena se baten en favor del overo
rosao de Estanislao del Campo contra tantos otros que lo atacan, ¿cuáles son
sus armas?
J.L.B. Las armas de Carpena75 han de ser más eficaces que las mías, porque él
conoce más el tema. Por lo pronto, hay algo sospechoso. Y es que la primera
persona que se indignó contra el overo rosao fue Rafael Hernández, 76 que era
hermano de José Hernández y que no quería que hubiera otros poetas
gauchescos. Luego, eso lo retomó, casi con las mismas palabras, Lugones en El
payador. Yo he hablado con estancieros de la provincia de Buenos Aires, de
Entre Ríos y de la República Oriental; habré conversado con una docena de
estancieros. Una buena mitad me ha dicho que el overo rosao no puede ser un
buen caballo; la otra mitad me ha dicho que puede ser un caballo excelente.
Por lo cual sospecho que no hay una jurisdicción muy estricta sobre eso. Además,
creo que hay una razón literaria: Estanislao del Campo está justificado. Creo
que el verso
En un overo rosao
J.L.B. ¡Como todo! Yo creo que Sarmiento es el hombre más importante que ha
producido este país. Creo que es un hombre de genio, y creo que, si hubiéramos
resuelto que nuestra obra clásica fuera el Facundo, nuestra historia habría sido
distinta. Creo que, razones literarias aparte, es una lástima que hayamos
elegido el Martín Fierro como obra representativa. Porque ella no pudo haber
ejercido una buena influencia sobre el país. Es un libro que es como una
negación de la historia argentina. Creo que, a pesar de todo, la historia
argentina ha sido de algún modo una historia admirable. Pensemos en la
guerra de la Independencia, pensemos en la guerra contra los indios,
pensemos en la guerra contra el gaucho —que vienen a ser eso las guerras
civiles—, en la guerra del Brasil, en la guerra del Paraguay, pensemos en todo
eso. Y luego pensemos en lo triste de que nuestro héroe sea un desertor, un
prófugo, un asesino y una especie de forajido sentimental además, que, sin
duda, no existió nunca. Porque yo pienso que esa gente tuvo que haber sido
mucho más dura que Martín Fierro. Me imagino que los gauchos de Ascasubi o
de Estanislao del Campo han de ser más ciertos que Martín Fierro, porque no
era gente que se tuviera lástima, como se tiene Martín Fierro. Y no era
gente que pidiera lástima, como pide Martín Fierro. Creo que, aunque Martín
Fierro fue escrito en 1872, se adelanta ya de algún modo a las peores
blanduras argentinas y al peor sentimentalismo argentino.
F.S. ¿Quién eligió el dibujo de Alice in Wonderland 77 que ilustra la tapa de las
Crónicas de Bustos Domecq?
J.L.B. Yo.
F.S. ¿Y qué quisieron decir con esa dedicatoria irónica a Picasso, Joyce y Le
Corbusier?
J.L.B. Bueno, pero yo creo que usted está reuniendo nombres muy dispares...
J.L.B. Ya sé, pero quiero decir... Yo creo que Faulkner ha sido un gran
novelista trágico. En cambio, Scott Fitzgerald me parece un escritor de segundo
orden.
F.S. ¿Y Hemingway?
J.L.B. No, pero tengo la idea de que es un libro excelente, por lo que me han
contado de él, que es un libro muy lindo, un libro así de coraje solitario.
J.L.B. Yo creo que Kafka, como Henry James, sintió ante todo la perplejidad, sintió
que vivíamos en un mundo inexplicable. También creo que Kafka se cansó de lo
que hay de mecánico en sus novelas. Es decir, del hecho de que desde el
principio sabemos que el agrimensor no entrará nunca en el castillo, que el
hombre será condenado por esos jueces inexplicables. Y una prueba de ello es
que él no quiso publicar esos libros. Además, Kafka le dijo a Max Brod que él
esperaba escribir libros más felices, que a él personalmente no le gustaba lo que
había hecho. Yo encuentro una similitud —que no sé si ha sido señalada—entre el
mundo de Henry James y el mundo de Kafka. Los dos tenían la convicción de
vivir en un mundo insensato. Desde luego, Henry James me parece como
escritor muy superior a Kafka, porque los libros de él no están escritos
mecánicamente como los de Kafka. Es decir, no hay un argumento que se
desarrolla según un sistema que el lector adivina, sino que él ha intentado que
sus personajes sean reales, aunque no siempre lo ha conseguido. Y yo prefiero
los cuentos de Henry James a las novelas de Henry James.
F.S. Hace un ratito usted me dijo que la novela era un género que terminaría por
desaparecer. ¿Hace mucho que tiene esta idea o en su juventud pensó alguna
vez en escribir una novela?
J.L.B. No, nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que si yo em pezara a escribir
una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la
llevaría hasta el fin. Posiblemente esto sea una invención de mi haraganería.
Pero creo que Conrad y Kipling han demostrado que un cuento corto -—no
demasiado corto—, lo que podríamos llamar long short story, puede contener
todo lo que contiene una novela, con menos fatiga para el lector. En el caso de
una de las primeras —para mí— novelas del mundo, que es el Quijote, creo que
un lector podría prescindir muy bien de la primera parte y atenerse a la
segunda, porque no perdería nada, ya que ahí le sería dado todo. Y Juan Ramón
Jiménez dijo que él podía imaginarse un Quijote que fuera esencialmente igual,
pero en el cual los episodios fueran distintos, ya que los episodios no son otra
cosa que maneras de revelarnos el carácter del protagonista o, quizá, de los dos
protagonistas.
J.L.B. La ventaja esencial que le veo es que el cuento puede ser abarcado de un
solo vistazo. En cambio, en la novela se nota más lo sucesivo. Y luego está el
hecho de que una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de
páginas que sean meros nexos entre una parte y otra. En cambio, en un cuento,
todo puede ser esencial, o más o menos esencial, o —digamos— puede
parecerse más a lo esencial. Creo que hay cuentos de Kipling que son tan densos
como una novela, o de Conrad, también. Es verdad que no son demasiado
cortos.
J.L.B. Sí, me gusta mucho realmente. Encuentro esa preocupación que él tenía
por lo heroico. Ese tema es un tema esencial en Conrad, un tema que vuelve
constantemente, el tema del hombre que ha cometido una cobardía y que quiere
redimirse de esa cobardía. Luego, tenemos el sentido del mar, que se da
profundamente en Conrad, aunque él no había nacido en Inglaterra sino en
Polonia. Y luego, que yo creo en todo lo que él dice, y en ningún momento pienso
que él está inventando o que las cosas no ocurrieron realmente así. Aun en el
caso de personajes que aparecen durante media página, yo creo en ellos.
J.L.B. No. Con Bioy Casares hemos escrito dos argumentos para films: Los
orilleros y El paraíso de los creyentes. Pero esos argumentos han sido —como
alguien dijo— rechazados con entusiasmo por quienes los han leído. De modo
que tuvimos que publicarlos en forma de libro. Y hasta ahora parece que nadie
quiere filmarlos. Sin embargo, creo que uno de ellos, Los orilleros, podría tener
mucho éxito, y quizá el otro también. Pero no sé qué pasa que nadie...
Posiblemente la idea de que somos hombres de letras ha hecho que no tomen
en serio nuestro libreto, que se nos mire con cierta desconfianza y que se nos
vea como intrusos, que se piense que eso tienen que hacerlo los profesionales,
que nosotros no tenemos derecho de escribir libretos cinematográficos.
Posiblemente haya algo así, porque, sinceramente, yo creo que es de lo mejor
que hemos hecho, y creo además que serían muy, muy entretenidos para el
espectador.
SÉPTIMA CONVERSACIÓN
F.S. Hay una pregunta un poco tonta que suele hacerse a los escritores. Se dice
que a Chesterton se le preguntó qué libro hubiera elegido en caso de ser
desterrado a una isla desierta, y él contestó:
El arte de construir botes. Evitando la broma, ¿qué hubiera respondido usted?
J.L.B. Creo que se trata de otro episodio de esa guerra entre lo que convenimos en
llamar la democracia y lo que convenimos en llamar el comunismo. Y no sé cuál
será el resultado final. En Israel me han dicho que, si a los jordanos y a los egipcios
no los azuzaran las Repúblicas Soviéticas, no existiría ningún problema para
entenderse.
F.S. ¿Qué recuerdos guarda del viaje a Israel y de la recepción del premio
Jerusalén?
F.S. ¿Cuál supone usted que ha de ser la situación de los escritores en la Unión
Soviética?
J.L.B. Por la escasa información que he alcanzado, creo que es una situación muy
triste. Si no me engaño, no sólo les indican los temas, sino también el modo en
que deben ser tratados. Me hablaron ayer de un hombre de letras ruso —ruso no
judío— que había incluido en el manuscrito de un libro suyo —que debía someter
previamente a las autoridades— la frase el gran pueblo judío. Le dijeron que esa
frase quedaba prohibida, pero que le permitían, omitiéndola, publicar el libro.
Y él dijo que prefería no publicar el libro a omitir esa frase.
F.S. Existen dos libros cuyos autores los escribieron pensando en los niños,
pero que han tenido acaso más aceptación entre la gente adulta que entre los
chicos: Alice in Wonderland, de Lewis Carroll, y Le petit prince, de Antoine de
Saint-Exupéry. ¿Qué representaron para usted uno y otro?
F.S. Hace unos días usted había hablado largamente de un vasto poeta latino,
Dante Alighieri. Ahora le agradecería que me hablase de ese vasto poeta
germánico, Johann Wolfgang Goethe.
F.S. Ya que usted hizo hace poco una nueva versión española de Whitman..., ¿le
parecía que la antigua versión de León Felipe era muy defectuosa? 78
J.L.B. Sí, y sigue pareciéndome muy defectuosa. Creo que la traducción de León
Felipe adolece de un error esencial. Uno de los rasgos más evidentes de Whitman
son esos largos versos a la manera de los Psalmos. Y León Felipe ha cortado todo
eso; y él, como explicación, dijo que el verso corto era típico de las coplas
españolas. Claro que habría que demostrar que existe alguna relación entre la
poesía de Whitman y las coplas españolas, cosa que nadie ha imaginado nunca.
Me parece raro traducirlo según ese criterio. Además, que los versos de León Felipe
tampoco son buenas coplas españolas.
F.S. ¿Hay algún autor que le interese en la generación argentina del 80?
J.L.B. Sí, él sí. Yo prologué hace tiempo —muy mal, por cierto— el libro
Prometeo & Cía., de Wilde. Pero creo que lo que admiramos en Wilde es el
hecho de que no se pareciera a sus contemporáneos. Creo que lo admiramos por
ser distinto —un poco distinto—, pero no por virtudes propias muy valiosas.
J.L.B. Sí. Ése es mi parecer. Y la razión es obvia y sin duda ha sido formulada muchas
veces: es que hay una suerte de armonía preestablecida —para recurrir a la frase
de Leibniz— entre la sencillez de los versos de Fernández Moreno y la sencillez
de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Buenos Aires. Por ejemplo,
cuando Rafael Obligado —y conste que no soy un enemigo de Obligado—
escribe
advertimos inmediatamente que hay una diferencia entre el estilo del autor,
entre esa metáfora de la tarde como una mujer que se inclina y solloza —el
verbo, sin duda, es excesivo— y la llanura de Buenos Aires que está
describiendo. En cambio, cuando Fernández Moreno escribe79
J.L.B. Sí. Por lo pronto, hay y hubo muchas cosas tristes en este país. Pero,
literariamente, empezamos bien. Piense usted que la Revolución de Mayo —es
decir, nuestro nacimiento— ocurre en 1810. Y ya en 1811 tenemos los primeros
poemas gauchescos del montevideano Bartolomé Hidalgo, tenemos un género
literario —el género gauchesco— que nos daría después a Ascasubi, a Estanislao
del Campo, a José Hernández y, en prosa, a Eduardo Gutjérrez y a Ricardo
Güiraldes. Y pensemos que en 1820 ya tenemos un poeta romántico como Juan
Crisóstomo Lafinur. Pensemos que Buenos Aires fue una de las capitales del
modernismo —México fue la otra capital—, como lo señala Max Henríquez
Ureña en su Breve historia del modernismo. Pensemos en el estímulo que
tiene que haber sido para el poeta máximo de ese grupo, Rubén Darío, la
presencia de Buenos Aires, el diálogo de Buenos Aires. Y pensemos que ahora hay
un grupo de escritores importantes y —no sé si lo he dicho ya— pensemos que
somos acaso la primera nación de América latina que está ensayando, ensayando
con felicidad, la literatura fantástica: pensemos que en casi toda la América
latina la literatura no es otra cosa que un alegato político, un pasatiempo
folklórico o una descripción de las circunstancias económicas de tal o cual clase
de población, y que aquí, en Buenos Aires, ya estamos inventando y soñando con
plena libertad.
F.S. A esta altura de su vida, en que usted ha escrito prácticamente toda su obra
literaria...
F.S. Digamos entonces: a esta altura, en que usted hace cincuenta años que
está escribiendo...
J.L.B. Sí, eso es cierto. Pero, al cabo de los cincuenta años, creo que uno no debe
perder las esperanzas. Además, que uno aprende a golpes, ¿no? Creo que he
cometido todos los errores literarios posibles y que eso me permitirá tener
alguna vez algún acierto.
F.S. Bueno, la pregunta es la siguiente: ¿En qué medida considera que su obra
es un aporte positivo para la literatura argentina y para nuestro país?
J.L.B. Creo que en mis últimos libros hay cierta sencillez, cierta deliberada
pobreza de vocabulario o —no lo digo para alabarme— cierta economía de
vocabulario que pueden ser benéficos. Creo también haber contribuido al auge
de la literatura fantástica en este país, literatura que otros cultivan ahora por
cierto con mejor fortuna que yo. Un libro como la Antología de la literatura
fantástica, que publicamos Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y yo, ha sido un
libro que no debería olvidarse en la historia de la literatura argentina.
J.L.B. No, no la leí. Trataré de leerla. Lo que pasa es que, como dependo de
otros ojos, y tengo que preparar mis clases y tengo que redactar mi obra —
llamémosla así—, me queda poco tiempo para leer.
J.L.B. ¿Ah, sí? Bueno, yo realmente creo que esa Antología de la literatura
fantástica que compilé con Silvina Ocampo y Bioy Casares ha hecho una obra
benéfica. Aunque ya mucho antes Lugones había escrito Las fuerzas extrañas...
Pero, claro, Lugones desistió en seguida de ese propósito de literatura
fantástica: sin duda hacia 1906 ó 1907 no había un ambiente favorable en la
América latina para ese tipo de literatura. La prosa que escribieron los
modernistas era sobre todo una prosa decorativa, una prosa llena de colores y
de metales y de frases melodiosas. Y cuando Lugones publicó un libro que ahora se
llamaría de ficción científica, desde luego no pudo gustar mucho en ese
momento. Es cierto que leían a Wells, pero no sé si lo veían como importante, no
sé si la lectura de Wells significó algo para ellos. Quizá la lectura de Poe haya
significado algo para ellos, pero no la lectura de los relatos, donde hay cierta
precisión y rigor, sino más bien la vaguedad romántica de los poemas de Poe:
mujeres bellísimas, de pasado enigmático, que habitan en viejos castillos...
F.S. ¿Usted conoce la obra de Marco Denevi?
J.L.B. Está muy bien, realmente, esa idea. Yo tenía una idea pare cida: que Jesús,
al decir "Yo sé que voy a ser traicionado", quería que esa frase fuera
interpretada como una orden, quería incitar a alguien a traicionarlo, ya que él
necesitaba ser traicionado para cumplir con la crucifixión. Y Judas lo entendió
como una orden y por eso lo traicionó.
J.L.B. La imagen que yo dejaré cuando me haya muerto —que ya dijimos que eso
es parte de la obra de un poeta, y, quizá, la más importante—, no sé exactamente
cuál será, no sé si me verán con indulgencia, con indiferencia o con hostilidad.
Desde luego, eso me importa muy poco ahora: lo que sí me importa no es lo
que he escrito sino lo que estoy escribiendo y lo que voy a escribir. Y creo que eso
le ocurre a todo escritor. Dijo Alfonso Reyes que uno publicaba lo que había
escrito para no pasarse la vida corrigiéndolo: 81 uno publica un libro para dejarlo
atrás, uno publica un libro para olvidarlo. Y, en cuanto a mí —esto he podido
comprobarlo sobre todo en Texas y en New England—, hay mucha gente que
conoce mucho mejor lo que he escrito que yo. A veces me han hecho preguntas
que me han dejado perplejo. Me han hablado del carácter de tal personaje. Yo
preguntaba qué personaje era ése, y resultaba que era un personaje de un
cuento mío, y yo lo había olvidado enteramente, sin proponérmelo, por lo demás.
Y podría agregar que me parezco a Enrique Banchs; es decir, que temo que, en
cualquier momento, la gente se dé cuenta de que me han dedi cado una atención
excesiva, y entonces me considerarán un chambón o un impostor, o, quizá,
ambas cosas a un tiempo.
F.S. Para terminar, ¿qué opina del trabajo que acabamos de realizar?
J.L.B. En todo caso es agradable para el escritor, y lo obliga, ade más, a pensar
en temas en los que, de otro modo, no pensaría.
F.S. ¿Y no le parece incómodo el hecho de que las preguntas sean tan diversas
como desordenadas?
J.L.B. No, al contrario: yo creo que eso conviene. Precisamente hay un encanto
especial en lo misceláneo, el encanto que uno encuentra en las enciclopedias,
por ejemplo, o en las silvas de varia lección, como decían los españoles.
BORGES EN INGLÉS
Si bien es cierto que antes de la fecha han aparecido en Gran Bretaña y, sobre
todo, en los Estados Unidos de América, fragmentarias traducciones de los libros de
Borges —principalmente en revistas y antologías —sólo ahora nos hallamos ante un
esfuerzo para traducir orgánicamente su obra.
Norman Thomas di Giovanni —nacido en 1933 en Newton (Massachusetts) y
autor, entre otros trabajos, de una selección y versión inglesa de los poemas del
Cántico de Jorge Guillén, publicada en 1965 en Boston y Londres — se ha lanzado
fervorosamente, a partir de un subsidio inicial otorgado por la Ingram Merrill
Foundation, a la tarea de traducir al inglés las obras de Jorge Luis Borges.
Dedicado por entero a ella, reside actualmente en Buenos Aires, y, ya que lo
tenemos tan a mano, me ha parecido interesante preguntarle sobre algunos
pormenores de su labor.
F.S.
FERNANDO SORRENTINO. ¿Cuáles son las obras de Borges que está traduciendo al
inglés, para qué editorial, cuándo empezó el trabajo y cuándo piensa
terminarlo?
N.T.di G. No. Los argentinismos y las referencias a cosas típicas del país no
constituyen un problema tan grande como uno pudiera suponer. La mitad del
problema la resuelve el hecho de que estoy en el país, viendo y oyendo lo que
veo y oigo cada día. Además, siempre tengo a Borges junto a mí para que me
explique lo que no entiendo. De todos modos, hay pocas cosas que no se
pueden traducir directamente. Los argentinismos —especialmente los referentes a
cosas del campo— tienen equivalentes o quasi equivalentes en inglés. No es
necesario recordar que el argentino y el norteamericano —aunque hablen
idiomas distintos—comparten en el Nuevo Mundo una herencia y una experiencia
comunes. Ambos países son extensos y con una enorme variedad de paisajes:
llanuras, montañas, bosques, ríos... Los argentinos y los norteamericanos hemos
tenido fronteras salvajes e indios y guerras civiles e inmigración. Gran parte de la
Argentina recuerda al oeste norteamericano: los espacios inmensos, el ganado...
Y, en épocas pasadas, argentinos y norteamericanos tuvimos poblaciones aún
inciviles y sin ley. Además el nivel de vida de Buenos Aires y su clase media son
similares a los de las ciudades norteamericanas. Todas estas semejanzas ayudan.
En ciertas ocasiones, cosas que no se pueden traducir directamente se aclaran
mediante una o dos palabras, o mediante una descripción o una explicación
agregadas al texto en inglés. Por ejemplo, al traducir Pedro Salvadores —un
cuento que tiene lugar durante la dictadura de Rosas—, agregamos en la versión
inglesa varios detalles que Borges no había dicho explícitamente en la
redacción original, porque son cosas que los argentinos ya conocen: los
federales y los unitarios, la Mazorca, etcétera. Es decir, Borges escribe para el
lector; nosotros traducimos para el lector.
1
He aquí una esquemática genealogía de Jorge Luis Borges:
CAFÉ LA PALOMA
"Cuando Palermo no era la barriada aristocrática, sino el refugio de 'ma landrinos', 'malevos' y
'atorrantes', el Café La Paloma era un baluarte reo ubicado en la esquina de la Avenida Santa
Fe y Juan B. Justo.
Su nombre lo debe —sostiene Enrique Cadícamo— a una moza que aleteaba en el café, que
atormentaba a todos los malevos que concurrían al bar más por ver a la moza que por el
café en sí.
Recordando los tiempos en que Juan Maglio (Pacho) era señor de La Paloma,
transcribimos estos versos de Cadícamo:
Y baja a tomar la copa
con viejos amigos fieles
del tiempo cuando tocaba
allá, frente a los cuarteles.
Ahí comenzó el año nuevo
con Luciano y con Pepino
a darle al tango el aroma.
Era un café muy cabrero
con un clima pendenciero
y llamado La Paloma.
Sobre el ambiente de La Paloma, me refería Francisco L. Romay que durante el año 1911,
durante el cual fue jefe de la seccional, en más de una oportunidad debió intervenir en forma
violenta para reprimir el 'sabalaje'; a veces —recordaba Romay—, debió entrar a la fuerza en
el local, montado a caballo, con el imaginable desbande de los parroquianos.
Muchos de los poetas de Buenos Aires han registrado en sus versos al viejo café La
Paloma, como José Portogalo (Letras para Juan Tango, pág. 32, Ediciones La Esquina, Bs.
As., 1958).
En La Paloma dije tus mejores versos
desde un palquito en alto que llegaba hasta el cielo.
En la época en que Pacho llegó una tarde al café, el propietario era un señor Domínguez;
por entonces parece ser que las ratas circulaban con toda libertad por el local, pasando por
entre las piernas de los músicos. En reiteradas oportunidades Pacho le reclamó a Domínguez
que las combatiera, para lograr la tranquilidad no sólo de los músicos sino también de los
parroquianos.
Quien frecuentó La Paloma, por ser amigo fiel de Pacho, fue el poeta Félix Lima. Tampoco
fue ajeno a las reuniones del café palermitano, el payador Juan Agapito Martínez —conocido
por Campoamores—, cuya excelente voz acompañó las veladas nocturnas de principio de
siglo.
Lo que resta del Café La Paloma es tan sólo el espíritu de la barriada del puente del
ferrocarril Pacífico. El local ha sido remozado hasta convertirlo en una rutilante pizzería,
denominada Nápoles. El cambio de denominación ocasionó a los actuales propietarios ciertos
inconvenientes con las gentes del barrio que se resistieron a verlo transformado en una
pizzería; pero el progreso tiene sus leyes y los nuevos dueños hicieron caso omiso del
requerimiento de los admiradores de La Paloma; nos relataba uno de ellos que en la
actualidad están arrepentidos de tal cambio; pero como reciprocidad mantienen inmarcesible
la vieja placa del Café La Paloma; y las gentes del barrio, un poco tristes, se conformaron
pero llegaron a llamar a la moderna pizzería La Paloma Herida, por haber dejado de ser eT
viejo café."
A lo que dice Bossio debo hacer una mínima objeción. Vivo, desde que nací, en el barrio del
Pacífico, a pocas cuadras de la actual pizzería: jamás he observado síntoma alguno de que
esa zona sea una "barriada aristocrática".
3
"El chico aprendió a leer en inglés y más tarde en castellano..." Alicia Jurado: Genio y
figura de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Eudeba, 1964, página 27).
4
ALUSIÓN A LA MUERTE DEL CORONEL FRANCISCO BORGES (1833-74).
RUSIA
BAILARINES DE TANGO
El brulote como una de las bellas artes, artículo sin firma aparecido en
27
Poesía gauchesca. Edición, prólogo, notas y glosario de Jorge Luis Bor ges y Adolfo Bioy Casares,
32
Borges. Productor: Armando Bo. Elenco: Elisa Christian Galvé, Duilio Marzio
y Nicolás Fregués.
TODO
Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más
tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El
hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los cor teses cantores de Islandia y de Noruega,
diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi
"cantando y combatiendo los tíranos del Río de la Plata".
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los Libres está en la tradición de
Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La adecuación de la manera de
esos poetas al episodio actual es tan feliz, que no delata el menor esfuerzo. La
tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para
Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no
preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los
hombres."
Salto Oriental, noviembre 22 de 1934.
La segunda edición del poema (Buenos Aires, Editorial Coyoacán, 1960) tiene Prólogo
de Jorge Abelardo Ramos. ,
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En Cuaderno San Martín (1929).
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En el cuento La forma de la espada (Ficciones) figura la misma frase: "Yo le dije
que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas"...
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A Francisco López Merino, en Cuaderno San Martín (1929).
62
" . . . fue leída por un amigo suyo —Manuel Rojas Silveyra— en el Institu to Popular de
Conferencias de "La Prensa", en 1927; Borges pretextó su mala vista para no hacerlo
personalmente y la escuchó desde el público, a punto de huir a cada momento,
según confesó después". Alicia Jurado: obra citada, página 13.
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Dirigida por Manuel Antín, con Adolfo Güiraldes, Luis Medina Castro y Soledad
Silveyra.
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Borges modificó los siguientes versos de ese poema: El verso 10, que decía
se convirtió en
con lo que sacrificó, en ese cuarteto, la asonancia ABAB de la versión de 1925. El verso 20,
(Buenos Aires, Emecé Editores, 1957), páginas 22-24; Elias Carpena: Defensa de Estanislao del
Campo y del caballo overo rosado, en el Boletín
de la Academia Argentina de Letras (Tomo XXIV, Números 91-92, Enero-
Junio, Buenos Aires, 1959), páginas 73-109, y Centauros de gesta. El caballo overo rosado en las
dos acepciones de parejero, en el Boletín de los Cursos de Extensión Cultural "Constantes de
Hispanidad" del Instituto Argentino Hispánico (Buenos Aires, 1965), páginas 3-12. Una detallada
bibliografía la aporta Horacio Jorge Becco (Fausto, prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires,
Edicom, 1969).
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Rafael Hernández: Pehuajó. Nomenclatura de las calles (1896).
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Es una de las ilustraciones rehechas por Dorothy Colles sobre las que,
para la primera edición —Alice's Adventures in Wonderland (1865) y Through
the Looking-Glass (1872)—, había realizado John Tenniel. Se halla en la
página 94 de la edición Collins (London and Glasgow) de 1964.