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Maestría en Psicoterapia
Teorías del Desarrollo
Alumna: Victoria Mastache Peláez
SÍNTESIS DEL LIBRO:
LA RELACIÓN MÁS TEMPRANA, PARTE 1 Y 2
El desarrollo del vínculo madre–hijo depende de diversos factores, uno de ellos tiene que ver con los elementos
innatos o biológicos que repercuten en las características físicas y conductuales de cada ser humano; esto es fácil
de escribir, pero complejiza de diversas maneras la forma de comprender el “vínculo”; así por ejemplo, antes de
abordar la “reacomodación de emociones y fantasías que tienen lugar en la mujer durante el embarazo, y que
influyen en la conformación de la identidad de la madre” (Brazelton, B. y Cramer, B. 1993, p.24), habría que
abordar las influencias biológicas que en “ser mujer” están acotadas.
En este orden de ideas, se empieza a hablar de una “identidad de género central”, entendida como la sensación
subjetiva de pertenecer a un sexo que se desarrolla a partir de diversas fuerzas biológicas y ambientales, incluso
desde antes del nacimiento, pues la actuación cromosómica y hormonal determina la asignación de un sexo, con
características conductuales más o menos diferenciables al momento del nacimiento:
VARONES MUJERES
Actividad motriz moderada de mayor duración
Actividad motriz vigorosa y de duración breve
Fijación visual de mayor duración a menos objetos.
Irritabilidad (posiblemente asociada a
complicaciones del parto)
Aparente mayor sensibilidad al tacto, gusto y olor.
Fijación visual breve y rápida a diferentes objetos
Mayores conductas orales.
Estas diferencias, así como la formación de neurotransmisores específicos y determinadas células nerviosas
pueden influir en la interacción temprana entre una madre y su hijo, así como entre un recién nacido con su
medio.
Así también, las sensaciones corporales e imágenes mentales que los bebés desarrollan en torno a sus genitales,
pueden influir en la percepción de pertenecer a un sexo u otro; los varones tenderán más a la exploración y
exhibición, mientras que se observará mayor intimidad e interiorización de las sensaciones en las niñas, esto
debido a lo expuesto o no de los genitales.
Sin embargo, quizá uno de los factores de mayor relevancia en el desarrollo de la identidad de género está
relacionado con la actitud que los padres tienen hacia su hijo o hija, tendiendo a identificarse con los vástagos
del mismo sexo, mientras que la madre ve al hijo varón como un complemento y el padre dirige a la niña
sentimientos de mayor ternura; desde este momento, el trato hacia el hijo o hija dependerá también de diversas
influencias culturales, de forma que la masculinidad y feminidad sentida por lo padres, repercutirá en el deseo
que una mujer tenga de convertirse en madre.
Son muchas y diversas las fuerzas que intervienen en el Deseo de Tener un Hijo, uno de ellos es la identificación,
que hace referencia a la fantasía que desarrolla la niña al ser cuidada de convertirse en la persona que cuida;
situación que se reforzará con la imitación de las mujeres relevantes en su entorno, así como con la respuesta
que reciba de sus imitaciones; alrededor de los dos años y mediatizada por un “impulso de independencia”, la
niña actúa, juega, se comporta como la madre independiente y como el bebé desvalido; conforme avance la
edad, avanzarán las identificaciones con su madre, así como con lo que la niña quiere ser, esto a pesar de que a
los 5 o 6 años aparecen algunas conductas masculinas.
Otra fuerza que influye en la aspiración de tener un hijo es el deseo de ser completa y omnipotente; el embarazo
ofrece el acceso a la plenitud porque el cuerpo se experimenta como potente y productivo, contrarrestando la
sensación de vacío que sobreviene por el continuo conflicto de percibir una autoimagen, “el sí mismo”, con lo
que no es el sí mismo (los objetos), que ponen en evidencia la incompletud, reflejada en la necesidad de ser
estimulada por un “otro”, así como de concebir una realidad en donde las necesidades son satisfechas por los
demás. Así también, el hijo deseado puede asumirse como una extensión del “sí mismo” que realza la imagen
corporal.
Existe también el deseo de fusión y unidad con el otro que obedece a la fantasía de la simbiosis, de volver a la
unidad hija - madre, a través de la unidad madre – hijo; esta ensoñación permite el mantenimiento de actitudes
maternales de vínculo después del parto, pues el vínculo posibilita el cumplimiento de fantasías infantiles. Ahora
bien, tener un hijo encierra también la sensación de inmortalidad a través del deseo de reflejarse en el hijo, lo
que da pie a expectativas que van a determinar la crianza que llevarán al bebé a cumplir el ideal de perfección
de la madre, esto va a dar cuenta de la capacidad para ser madre y, por tanto, será un alimento para la propia
autoimagen. En este proceso se unirá el cumplimiento de ideales y oportunidades perdidos, pues el nuevo hijo
permite a los progenitores, poder superar toda la serie de transigencias, así como limitaciones a las que tuvieron
que resignarse, convirtiéndose en una esperanza de perfección, de aquí derivarás las actitudes de cuidado al
físico, a la salud, al rendimiento escolar, etc., si el hijo fracasa, se confirma el fracaso de quien lo procreó; con
base en lo anterior, se desarrolla la “preocupación maternal primaria” (Winnicott), donde la madre puede dejar
de lado sus propias necesidades por las del bebé.
Ser madre, tener un hijo, es también el deseo de renovar viejas relaciones; un nuevo ser significa nuevos lazos
con experiencia de los anteriores, es decir, lazos renovados; al hijo llegado se le adjudican atributos de personas
pasadas para poder reparar separaciones (es igual de berrinchudo que su tío), negar el paso del tiempo (es
igualito al papá cuando era bebé), separar el dolor de la muerte (el abuelo renació en él), etc.
La oportunidad de reemplazar como de separarse de la propia madre. El recién nacido es para la madre, la imagen
de ella misma como hija, y la imagen de ella misma como madre, poniendo en juego una doble identificación con
la cual alcanza a su poderosa madre, renovando la autoestima, a quien puede reparar al ofrecerle a su hijo,
posibilitando una nueva relación, lo que aunado a todos los factores mencionados y otros más, preparan las
condiciones para establecer el vínculo con el bebé.
Un tercer momento del embarazo es el relacionado con el aprendizaje del futuro bebé, que corresponde a la
personificación del feto por parte de los padres, ya que el primero se mueve ya con patrones reconocibles,
ofreciendo una relación temprana hijo – madre, que permite adjudicarle un carácter e incluso un sexo, lo que
augura el nivel de éxito en el mundo exterior.
Con todo el proceso de embarazo, la madre se prepara para: 1. La separación anatómica, 2. La adaptación a un
bebé en particular, y 3. Una nueva relación en donde sus propias fantasías se combinarán con las de un ser
separado; para el nacimiento, la madre debe asumir: el término de la fusión con el feto, a un nuevo ser, llorar al
hijo perfecto y adaptarse al real, luchar contra el temor de dañar al bebé indefenso, tolerar y disfrutas la
dependencia del bebé.
El vínculo padre-hijo también se ve influido por la experiencia de la infancia del progenitor, dado que se identificó
primero con la madre y su capacidad de tener hijos; con el tiempo, también se identifica con el padre; esta
paradoja modela tanto su género como su futura paternidad; esto lo obliga a renunciar a su deseo de ser igual
que su madre y tener hijos como ella; esto pude propiciar huida ante el embarazo de su esposa o bien, la
competición con ella; cuando estos aspectos se subliman satisfactoriamente, los hombres desarrollan creatividad
y productividad.
El deseo de tener hijo en los hombres se encuentra fundado en el deseo narcisista de ser omnipotente y el deseo
de reproducir la propia imagen de uno; embarazar a una mujer, también libera al hombre de las dudas sobre su
propia potencia y capacidad de preñar, poniendo en relieve, además. La posibilidad de asegurar el linaje como
un camino a la inmortalidad. Además, se actualiza la vieja rivalidad edípica ya que, un hijo da al hombre la
posibilidad e igualarse y hacer las cosas mejor que su propio padre, de forma que el embarazo en sí es una
oportunidad par consolidar la identidad del hombre.
Los sentimientos del padre durante el embarazo suponen primero, una sensación de culpa devenida por la
aparente exclusión y desplazamiento que él mismo sufre por parte de los demás, asumiendo la responsabilidad
de un modo irracional. Los padres tienen más libertad que la madre para decidir el grado de compromiso durante
el embarazo; la conmoción ante esto puede distanciarlos, hacer resurgir conflictos bisexuales, o asumir al bebé
como un rival frente a su mujer. Durante el segundo trimestre, el padre puede sentir preocupación por su propio
cuerpo debido a una identificación inconsciente con su esposa que le brindan la oportunidad de organizar su
identidad masculina; cuando la identificación es conflictiva, pueden desarrollarse síntomas. La última parte del
embarazo, los padres tienen a resolver su relación con sus propios padres, pues suele aparecer el temor de
parecerse a él, dudando sobre su capacidad de proteger al hijo de su propia rivalidad y ambivalencia; si durante
este periodo aparece el mecanismo de huida, esta se manifestará en el abandono familiar real o en la
indiferencia. La llegada del bebé obliga al padre a aceptar la transición de relación dual a triangular.
Cultural y socialmente el padre es excluido y de alguna manera han modelado la paternidad “ausente” al menos
en el inicio de la crianza; actualmente esta tendencia puede encontrarse en modificación debido a la
participación de la mujer en la vida laboral. Cuando el padre se muestra solidario e interesado en el embarazo,
no sólo se le facilita su propia adaptación, sino que la madre se verá menos estresada. Al concebir una relación
triangular desde el inicio, se abre el camino para el vínculo con el futuro hijo. Aprender a ser padre es un proceso
evolutivo determinado por la energía psíquica básica, la experiencia y factores ambientales; por su parte, los
recién nacidos están preparados para distinguir las respuestas de los padres.
Al nacer, la apariencia del bebé estimula la respuesta de los padres, al parecer debido a una respuesta
programada de cuidar a un miembro pequeño e indefenso de la propia especie con características físicas
específicas; el color, el llanto o el aspecto general del recién nacido resultará en respuestas de satisfacción o
preocupación, estas últimas, reavivan la fantasía de malformación o imperfección del hijo.
CONDUCTA ALIMENTARIA
El bebé está programado para buscar alimento y succionar; en la succión hay tres componentes: lamer, extraer
y succionar que se lleva a cabo en un patrón regular de esfuerzos y pausas. Durante el amamantamiento, las
madres miran, hablan y mecen a los bebés; estos por su parte, son expectantes a estas respuestas, de forma que
se afianza el vínculo.
CICLOS DE SUEÑO
Cambian con la maduración del sistema nervioso; los bebés inmaduros o hipersensibles, les lleva más tiempo
alargar sus periodos de sueño por la noche; aprender a dormir se liga a patrones de conducta diurnos, los
horarios regulares en siestas y alimentos coadyuvaran a este proceso, de forma que los bebés que dominan
ciertas frustraciones durante el día, tienen mayor probabilidad de estabilizar su sueño durante la noche; un
desajuste en estos ciclos que además los padres no logran entender, llenará la relación de ansiedad y desorden.
LA HABITUACIÓN
Es una respuesta de clausura del sistema nervioso contra un exceso de estimulación proveniente del exterior
que ayuda a lidiar con las exigencias abrumadoras del entorno, protegiendo así los sistemas nerviosos inmaduros.
Se refiere al cesamiento de la actividad del bebé, pero con cierto grado de tensión y algunos sobresaltos
espasmódicos; es una forma de mantener el control sobre el medio que sugiere una actividad de regulación que
permite evitar estímulos intrusivos y atender los apropiados.
La escala de evaluación conductual neonatal (EECN) registra y estima algunas capacidades del bebé cuando es
manipulado, verificando las respuestas a factores ambientales en el contexto de los estados de conciencia. Es un
medio para calificar la conducta interactiva en donde se observa la capacidad de organizar los estados de
conciencia, habituarse a acontecimientos perturbadores, aprender y procesar procesos ambientales, controlar
el tono y actividad muscular, así como ejecutar actos motores integrados; esto a través de 28 conceptos
conductuales.
Es importante considerar que ningún examen aislado es suficiente para predecir la futura adaptación del bebé,
debido a las diferencias individuales que mediatizan el modo en cómo los recién nacidos dominan sus estados
de conciencia; además, también son importantes las influencias del medio en este proceso. Los padres deben
reconocer las características de su bebé para afirmar la relación temprana con ellos. Al nacer, se puede distinguir
a bebés organizados, inseguros o desorganizados, sin embargo, los rasgos de personalidad de los padres también
serán un filtro que permee las relaciones o el vínculo padres-hijos.
Referencia:
Brazelton, T. y Cramer, B. (1993). La relación más temprana: padres, bebés y el drama del apego inicial. México:
Paidós. P.p. 24 – 132.