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Gluten: ¿el malo de la película?

Entre las últimas modas en el ámbito de la alimentación humana destaca por


su popularidad y amplia repercusión mediática y económica la dieta sin gluten.
El gluten no es más que un conjunto de proteínas que se encuentran en
algunos cereales, como el trigo, el centeno, la cebada y la avena.
Algunas de estas proteínas, particularmente la gliadina, pueden provocar una
reacción autoinmune en el organismo, en la que el propio sistema inmunitario ataca al
intestino delgado y puede llegar a producir una serie de trastornos asociados, entre
ellos dolor abdominal, hinchazón, gases, indigestión, diarreas y/o estreñimiento,
anemia, vómitos, cefaleas, fatiga o dolores articulares. Todos estos síntomas forman
parte de la denominada enfermedad celíaca.
Recientemente se ha acuñado también el término “neurogluten”, que relaciona
el consumo de gluten con trastornos neurológicos y psicológicos como la esclerosis
múltiple, epilepsia, narcolepsia, autismo, neuritis óptica, Parkinson, encelopatías,
ataxia por gluten, ansiedad, depresión, hiperactividad, demencia, trastorno obsesivo-
compulsivo, alucinaciones o parálisis cerebral…¡por citar sólo algunos!
Los primeros casos de ataxia por gluten datan de la década de los 60 del
pasado siglo, aunque es sobre todo a partir de los 90, a raíz de las investigaciones del
neurólogo Marios Hadjivassiliou, cuando se empieza a relacionar el gluten con los
trastornos neurológicos antes mencionados. Según ha demostrado el dr.
Hadjivassiliou, el neurogluten aparece tanto en celíacos como en no celíacos, por lo
que afirma que considerar la sensibilidad al gluten una enfermedad del intestino
delgado es un error, ya que puede ser principalmente, y a veces exclusivamente, una
enfermedad neurológica.
Sin embargo, desde que en 1966 se describieran por primera vez una serie de
enfermedades neurológicas relacionadas con la sensibilidad al gluten, la mayoría de
estos trastornos sólo han sido observados en casos aislados o en pequeños grupos de
pacientes, siendo a día de hoy una variante menor de la enfermedad celíaca.
Lo que sí está claro es que tras la enfermedad celíaca subyace casi siempre
una condición de hiperpermeabilidad intestinal, es decir, un incremento anormal de
la permeabilidad de la pared del intestino, gracias a la cual logran entrar a la corriente
sanguínea elementos potencialmente peligrosos, como fragmentos de alimentos
parcialmente digeridos, microorganismos y bacterias.
También se ha observado que, en personas sensibles al gluten, la barrera
hematoencefálica no desempeña bien su papel protector, lo que hipotéticamente
permitiría la entrada al cerebro de elementos patógenos. Esto podría explicar los
trastornos neurológicos y psicológicos citados.
Pero no se ha logrado establecer una relación clara y directa entre el consumo
de gluten y dichos trastornos neurológicos y psicológicos. Tras medio siglo de
estudios, todavía no se sabe cómo llegan al cerebro los péptidos de la gliadina, la
principal proteína del gluten responsable de la enfermedad celíaca. Se sabe que
penetran en la corriente sanguínea gracias al incremento anormal de la permeabilidad
intestinal, pero no se ha visto cómo logran atravesar la barrera hematoencefálica, que
protege al cerebro de los elementos o sustancias potencialmente dañinas que circulan
por la sangre.
Es más: las investigaciones que se han hecho hasta la fecha no han
corroborado la teoría de que el gluten no es sano.
Todo esto ha provocado una avalancha de opiniones y ha hecho correr ríos de
tinta, tanto en contra como a favor del consumo de alimentos que contienen gluten,
pero sobre todo en contra. Se ha conseguido demonizar el gluten hasta el punto de
que hoy día encontramos la etiqueta “gluten free” en cualquier alimento, incluso
en aquéllos que, por su propia naturaleza, no lo contienen. La etiqueta “libre de
gluten” se ha convertido en un reclamo publicitario, que para los ojos y oídos del gran
público equivale a “más sano” o “de mejor calidad”.

¿Qué argumentos hacen del gluten el “malo de la


película”?
1. Que sólo hace 10.000 años que el gluten entró en la dieta del hombre, cuando
éste pasó de ser un cazador-recolector nómada a asentarse como agricultor.
2. Que, debido al punto anterior, nuestro sistema digestivo no ha tenido tiempo de
adaptarse al gluten.
3. Que, por tanto, la dieta “natural” de la especie es la de la época paleolítica,
cuando el hombre subsistía gracias a la caza y la recolección, puesto que fue la
que seguimos durante más tiempo, desde prácticamente nuestra aparición como
especie, hasta hace unos 10.000 años, cuando surgió la agricultura y se extendió el
consumo de granos.
4. Que los cazadores-recolectores tenían mejor salud y genética gracias a su dieta
basada en carne y alimentos animales. Este argumento se nutre del hecho, por otra
parte cierto, de que el cerebro del homo sapiens fue creciendo en tamaño y
complejidad gracias al aumento en el consumo de proteínas y grasas procedentes de
la carne y pescado. Pero si el consumo de proteína y grasa animal fuera el único factor
determinante de desarrollo cerebral cualquier mamífero carnívoro, por ejemplo el león,
habría desarrollado un cerebro similar al nuestro. Y no ha sido así. Evidentemente, hay
más factores implicados.
Y yo me pregunto:
¿De verdad una dieta basada en carne y proteínas animales es más saludable?
¿Fueron las proteínas y grasas animales los únicos nutrientes que propiciaron la
evolución de nuestro cerebro?
¿Por qué un alimento como el cereal, que durante milenios ha sido la base de la
alimentación humana, de repente es nefasto y provoca todo tipo de enfermedades?
El sentido común nos indica que algo se nos está escapando en toda esta cuestión.

Desmontando los argumentos anti-gluten:


1. Es imposible saber exactamente cuándo entraron los cereales en nuestra dieta
cotidiana. Las investigaciones paleontológicas y antropológicas no han logrado
determinar con exactitud cuál fue la dieta de nuestros antepasados, por lo que
podemos afirmar con seguridad que no existe una paleo-dieta ni una neo-dieta o dieta
típica del Neolítico. La paleo-dieta es un invento moderno sin ningún fundamento
científico. Lo único que se sabe con certeza es que hemos evolucionado como
omnívoros, ya que nos hemos ido adaptando a los cambios ambientales modificando
nuestra dieta.
2. Nuestro sistema digestivo estaba y está perfectamente preparado y adaptado al
consumo de una amplia variedad de alimentos naturales,como lo eran los trigos
antiguos, los primeros que el hombre cultivó cuando se convirtió en agricultor. Ahora
bien: ¿de dónde salieron estos cereales?. Está claro que no aparecieron en la dieta
humana de la noche a la mañana, sino que los cereales silvestres ya existían
cuando el hombre era cazador-recolector. Por tanto, lo más lógico y probable es
que el hombre primitivo aprendiera a cultivar y cocinar un alimento que ya conocía y
consumía en su etapa de cazador.
El hecho de poder tener grano almacenado transformó radicalmente el estilo de
vida del hombre, que ya no necesitaba viajar constantemente en busca de alimento,
puesto que podía obtenerlo cultivando la tierra.
Lógicamente, nuestro Sistema Inmunitario tuvo que hacer un esfuerzo para
adaptarse al reto que suponía vivir en comunidades mucho más numerosas y
sedentarias, con los riesgos sanitarios que eso implica. Muy probablemente, el hecho
de que la longevidad no aumentase con la introducción de la agricultura no se debe,
como defienden los entusiastas de la paleo-dieta, a que los cereales sean
nutricionalmente inadecuados para el consumo humano y deriven en una genética más
débil y menos resistente a enfermedades, sino a la elevada incidencia de las
enfermedades contagiosas en los primeros asentamientos humanos, carentes de las
medidas sanitarias e higiénicas de las que disfrutamos en la actualidad, por no
mencionar la inexistencia de conocimientos médicos adecuados.
En este punto, debemos tener en cuenta un factor clave en toda esta cuestión:
la capacidad adaptativa de nuestra microbiota, el conjunto de bacterias y
microorganismos que pueblan nuestra mucosa intestinal. Estos pequeños pobladores
de nuestro intestinos, que viven en simbiosis con nosotros, tienen la capacidad de
adaptarse a un rango amplísimo de alimentos, de ahí nuestra condición de omnívoros.
La microbiota del hombre paleolítico seguramente fue muy diferente de la del
agricultor neolítico, y por descontado de nuestra microbiota moderna. Ni siquiera la
microbiota de la población medieval tenía nada que ver con la actual, por las
diferencias obvias entre la dieta en aquellos tiempos y la moderna.
Con esto quiero decir que cuando se discute sobre si es “mejor” una dieta que
otra muchas veces olvidamos este factor, clave para valorar la cuestión. La capacidad
del hombre para adaptarse a diferentes dietas se basa, en gran medida, en la
variabilidad de su flora intestinal:gracias a nuestra microbiota “mutante” y al uso del
fuego, el ser humano puede vivir en prácticamente cualquier latitud de la Tierra,
adaptándose a los alimentos y al clima que encuentra en cada lugar.
3. La afirmación de que una dieta basada en carne es nuestra dieta “natural”
porque fue lo que comimos en el Paleolítico no se sostiene:
La dieta del agricultor se diferenció de la del cazador-recolector en que se
redujo el consumo de carne y se incrementó el de alimentos del mundo vegetal,
porque al poderlos cultivar disponía de reservas, y eso le hizo menos dependiente de
las actividades de la caza y recolección, y le aseguró el alimento durante la mayor
parte del año sin tener que desplazarse ni cazar obligatoriamente. Los alimentos
vegetales, entre los que se hallaban los cereales silvestres, seguramente ya los
venía consumiendo desde el Paleolítico: lo que cambió es que aprendió a
cultivarlos y cocinarlos, lo que derivó en un incremento del volumen de
vegetales en la dieta, mientras el de carne y otros alimentos de origen animal se
redujo. Es de suponer que se produjeron modificaciones importantes en la
composición de la microbiota que permitieron la adaptación a la nueva alimentación
basada en granos (cereales, legumbres…). Pero en realidad no fue un cambio tan
radical: según los investigadores, el almidón fue un alimento básico en la dieta
prehistórica, pues necesitábamos mucha glucosa para la gran actividad física
que requería la vida diaria en esas épocas. El hombre primitivo no sólo se hizo
bípedo, sino que desarrolló un cuerpo altamente eficaz a la hora de caminar y recorrer
grandes distancias por las llanuras y territorios abiertos que constituían su área de
captación de alimento. Las investigaciones apuntan a que las amilasas, que son las
enzimas que nos permiten asimilar el almidón, aparecieron entre 39 y 42 millones de
años atrás.
Por otra parte debemos recordar que, paralelamente al desarrollo de la
agricultura, el hombre del neolítico desarrolló también la ganadería, y por tanto
su dieta no pasó a ser completamente vegetariana, sino que siguió siendo mixta
u omnívora.
4. No está tan claro que la dieta del Paleolítico fuese superior a la del Neolítico, ni
viceversa, entre otras cosas porque no se conoce en detalle en qué consistían
estas dietas.
Lo que parece fuera de toda duda, si nos atenemos a las investigaciones
paleontológicas, es que en el Paleolítico la longevidad máxima se situaba alrededor de
los 40 – 50 años: eran pocos los individuos que sobrevivían más allá de estas edades.
Los urbanitas modernos consideramos que la vida en el campo es dura, o menos
cómoda que en las ciudades, pero la del Paleolítico lo era todavía más: a la elevada
mortalidad infantil se sumaban los accidentes de caza y los riesgos de tener que
trasladarse constantemente sin hogar fijo, exponiéndose a las inclemencias del clima,
los fenómenos naturales y la amenaza de los múltiples depredadores. A esto tenemos
que añadir el efecto altamente acidificante de la proteínas y grasas animales, cuya
ingesta requiere de un gran esfuerzo metabólico dirigido a eliminar el ácido úrico y
demás desechos resultantes de su digestión, altamente tóxicos para el organismo, y
que provocan tanto enfermedades cardiovasculares como un envejecimiento
prematuro de los órganos de filtrado y eliminación como el hígado o los riñones.
Por tanto, no es correcto afirmar que en el Neolítico el hombre tenía menos
esperanza de vida por su dieta basada en vegetales, porque, a la vista de los datos
disponibles, la dieta basada en carne tampoco proporcionaba mejores resultados.
Además, como ya hemos comentado, las diferencias entre ambas dietas no
fueron tan drásticas. Analizando el ADN del sarro recuperado de los dientes de los
antiguos humanos hallados en los yacimientos arqueológicos, los científicos han
podido hacerse una idea de cómo era la dieta en el Paleolítico: en contra de la
creencia popular de que era una dieta mayoritariamente carnívora, parece ser que los
antiguos humanos consumían cantidades importantes de vegetales. Lo que sucede es
que no hay apenas registros fósiles que nos permitan saber más sobre la parte vegetal
de la dieta primitiva, porque los restos orgánicos de los vegetales desparecen por el
pH demasiado ácido o alcalino de los suelos, mientras que los restos de los animales
consumidos, sobre todo huesos, se conservan mejor.
También hay líneas de investigación que apuntan a que uno de los alimentos
que pudo favorecer el desarrollo cerebral humano fue el pescado. Los investigadores
basan esta tesis en el hecho comprobado de que nuestro sistema nervioso depende
para su crecimiento, desarrollo y funcionamiento óptimo de la ingesta de grasas
poliinsaturadas omega-3, presentes casi exclusivamente en el pescado, en algunos
frutos secos como las nueces o almendras, y en semillas de girasol, calabaza y
sésamo. Este dato, unido al hecho de que el fotógrafo Gerd Schuster ha podido
fotografiar en la isla de Borneo a oragutanes pescando con ramas desde los árboles,
ha dado pie a que algunos investigadores planteen la hipótesis del pescado como
motor del desarrollo cerebral del hombre prehistórico.
Afortunadamente, se han encontrado restos en el yacimiento de Gesher Benot
Ya’apov (GBY) al norte del Jordán, entre Siria e Israel, que nos dan más información al
respecto. Este yacimiento se sitúa en un valle de unos 200 km cuadrados donde
siempre hubo pequeños lagos, por lo que ha sido habitado por grupos humanos desde
la prehistoria. Allí los investigadores han hallado semillas de Quercus (bellotas), Trapa
natans (castañas de agua), Nupharr luteum (un tipo de nenúfar que crece en lagunas
de agua dulce), Botumus umbellatus (otra planta acuática) y Vitis sylvestris (vid
silvestre).
Además, en GBY se han encontrado evidencias del uso del fuego, de lo que se
deduce que muchas de estas plantas pudieron ser cocinadas, lo que incrementó su
digestibilidad y mejoró su sabor y riqueza calórica.
Para la mayoría de investigadores resulta obvio que nuestros
antepasados no lograron sobrevivir consumiendo únicamente carne y grasa de
mamíferos. El consumo de hidratos de carbono procedentes del mundo vegetal
tuvo también una importancia decisiva, sobre todo si tenemos en cuenta el
enorme gasto energético de nuestro cerebro, que “quema” el 25% de la glucosa
disponible.
En particular, tuvo especial trascendencia el momento en el que
aprendimos a cocinar los vegetales, pues esto incrementó notablemente su
digestibilidad y aporte energético. El uso del fuego para cocinar también nos
permitió dejar de comer carne cruda, que era como se la comían nuestros ancestros
del Paleolítico: un “pequeño detalle” que no tienen en cuenta los entusiastas
defensores de la paleo-dieta.
Otro de los factores clave que influyó en la dieta fue el cambio drástico de las
condiciones climáticas, que provocaron la reducción de las áreas cubiertas por los
bosques cerrados de las regiones tropicales, bajo cuya protección los primeros
homínidos vivían sin apenas depredadores. La disminución de la masa arbórea obligó
a nuestros antepasados a bajar a áreas abiertas, donde quedaron más expuestos, y
tuvieron que luchar para comer y no ser comidos. Eso no sólo modificó su dieta, sino
su cerebro: sólo sobrevivían los más inteligentes y hábiles. Y si bien parece ser cierto
que el consumo de carne y grasas animales se incrementó y fue un factor decisivo en
la evolución cerebral de nuestra especie, también lo fue el convertirnos en bípedos y
poder utilizar las manos. El pulgar en oposición, exclusivo del hombre, permitió el
desarrollo de múltiples habilidades, entre ellas la construcción de útiles y herramientas,
aceleró el desarrollo cerebral y condujo a la conquista de nuevos territorios,
propiciando la expansión de los homínidos desde su cuna en África a sus
asentamientos posteriores en Eurasia.
En el clima tropical o subtropical de algunas regiones africanas era sencillo
conseguir todo tipo de alimentos, pero al emigrar a los nuevos territorios de Eurasia el
hombre tuvo que adaptarse a la estacionalidad, consumiendo más frutos y vegetales
en primavera, verano y otoño, y pasando a una dieta basada en grasas y proteínas de
origen animal en invierno, cuando era muy complicado conseguir alimentos vegetales.
Ahí es donde el fuego pudo jugar un papel clave, pues dominarlo suponía poder
protegerse del frío y los depredadores, y a la vez poder cocinar los alimentos,
incrementando su valor energético y su digestibilidad.
En cualquier caso, es un hecho incontestable que durante el Neolítico el
cerebro humano siguió evolucionando, incrementando su complejidad y plasticidad, y
dando lugar al surgimiento de las grandes culturas y civilizaciones.

El gluten: un problema moderno


En realidad, el gluten no ha supuesto una amenaza para la salud hasta
hace apenas medio siglo, cuando los métodos y técnicas de la agricultura
moderna se extendieron por todo el planeta, en especial desde 1960 – 1980, con la
llamada Revolución verde. Esta “revolución”, iniciada en Estados Unidos, consistió en
realizar cruces selectivos de variedades de trigo, maíz y arroz, con el único propósito
de hacerlas más resistentes a climas extremos y plagas, y de incrementar la
productividad a base de fertilizantes, plaguicidas y riego. El objetivo de incrementar el
rendimiento de los cultivos fue alcanzado, pero a cambio se expandieron por todo el
mundo variedades de cereales de muy baja calidad nutricional, que son los que
imperan actualmente a nivel mundial. La Revolución verde consiguió cantidad a costa
de calidad.
Por tanto, la cuestión del gluten es un problema moderno, no una cuestión
evolutiva, como defienden algunos.
Los primeros agricultores guardaban las mejores semillas de cada cosecha
para plantar la siguiente. Se trataba de una selección cuidadosa, que respetaba las
diferentes variedades silvestres de granos. De esta manera, durante milenios, las
subespecies de trigo y otros cereales se mantuvieron relativamente puras, con
un elevado valor nutricional y una excelente digestibilidad.
Pero en los últimos 60 años esto ha cambiado: La manipulación de los
cereales, en especial del trigo, ha modificado las variedades puras antiguas, que
tenían un bajo contenido en gluten, transformándolas en variedades híbridas
modernas, en las que el gluten constituye hasta el 90% de sus proteínas. Esto ha sido
totalmente intencionado: se ha potenciado el cultivo de las especies ricas en gluten
debido a las cualidades de suavidad, esponjosidad y elasticidad que éste confiere a los
panes, bollos y galletas, muy apreciadas en la bollería y panadería industrial. Al
consumidor le encantan los panes, bollos y bizcochos blanditos y esponjosos, que en
el horno “suben” y se hinchan hasta el infinito… y los productores se esfuerzan por
satisfacer esta demanda.
Como consecuencia de este proceso de manipulación del trigo, las
moléculas del gluten se han ido modificando, volviéndose paulatinamente más
complejas. Así, en las variedades originales el ADN del gluten tenía sólo 7
cromosomas, frente a los 21 – 23 que contiene el ADN del gluten moderno. Esto hace
que sea más indigesto y difícil de reconocer por nuestro sistema inmunitario,
exponiéndonos a reacciones de intolerancia o, peor aún, a respuestas auto-inmunes
como la celiaquía, en las que el sistema inmunitario, “despistado” por estas moléculas
“extrañas”, ataca los tejidos y órganos del propio organismo al que debe defender.
Como he mencionado anteriormente, se sabe que el gluten provoca
hiperpermeabilidad intestinal, una condición alterada de la pared del intestino que
permite que sustancias tóxicas o potencialmente peligrosas atraviesen la barrera
intestinal y pasen al torrente sanguíneo. Y aquí, en mi opinión, está otra de las claves
de este asunto: la hiperpermeabilidad intestinal es una condición que no se debe
exclusivamente a la acción del gluten, sino al consumo cotidiano e
indiscriminado de alimentos o sustancias pro-inflamatorias, irritantes de la
mucosa intestinal y que empobrecen y debilitan la microbiota, como azúcar, café,
tabaco, lácteos, alcohol, potenciadores del sabor como el glutamato monosódico, y
todo lo que tenga un efecto dilatador y debilitante, como levadura química, miel, frutas
y zumos de frutas o especias picantes.
Pretender que el gluten es el único responsable de la salud intestinal es
simplificar demasiado: nuestra condición digestiva e intestinal está determinada por
el conjunto de alimentos que constituyen nuestra dieta cotidiana, o dicho de otra
manera, que están presentes a diario en nuestros menús.
Normalmente, cuando a una persona le diagnostican celiaquía o
cualquiera de los trastornos asociados al gluten, lleva años consumiendo una
dieta pro-inflamatoria, totalmente inadecuada para mantener una permeabilidad
intestinal normal y sana. Y claro, al eliminar el gluten de la dieta se produce el
“milagro”: desaparecen los síntomas. Pero lo que no vemos es que eliminar el gluten
implica dejar de comer ciertos alimentos comerciales y altamente procesados,
algunos de cuyos componentes eran co-responsables de la condición intestinal
alterada que sufría la persona. Ingredientes presentes en la bollería y panadería
industrial, como las harinas blancas procedentes de trigos híbridos altamente
refinados, el azúcar refinado, la levadura química, o potenciadores del sabor como el
glutamato monosódico, debilitan y empobrecen la microbiota, irritan y dilatan la pared
intestinal, permitiendo la entrada de moléculas no digeridas y sustancias tóxicas, y por
tanto favoreciendo la aparición de reacciones auto-inmunes como la celiaquía.
A esto hay que añadir el consumo cotidiano y masivo de lácteos, en especial
leche, cuyas proteínas, las caseínas, son macromoléculas muy complejas y difíciles de
digerir por el sistema digestivo humano, porque no fueron creadas para el hombre,
sino para las crías de la vaca, oveja o cabra. Las caseínas de la leche producen
inflamación de la mucosa intestinal, generando grandes cantidades de mucosidad que
crean una condición sucia y pegajosa en la pared del intestino, favoreciendo la
proliferación de bacterias perjudiciales, y predisponiendo también a los trastornos auto-
inmunes.
El Dr. T. Colín Campbell, en su extraordinario libro El Estudio de China, explica
claramente cómo el consumo de más de un 10% de proteínas de origen animal en la
dieta incrementa espectacularmente el riesgo de padecer cáncer, obesidad y las
principales enfermedades llamadas “de la civilización”.
El Dr. Campbell también nos cuenta cómo el consumo cotidiano de lácteos de
vaca está tras las principales enfermedades auto-inmunes, que se están convirtiendo
ya en una plaga planetaria: enfermedades como diabetes tipo I, esclerosis múltiple,
híper e hipotiroidismo, artritis reumatoide, anemia perniciosa o lupus eritematoso
sistémico, por citar alguna de las más conocidas. Se sospecha que dichas
enfermedades se deben a una reacción anómala del sistema inmunitario, debida al
consumo cotidiano y continuado de lácteos: en este contexto, debido a las condiciones
de hiperpermeabilidad intestinal tan frecuentes en la dieta moderna, es frecuente que
porciones sin digerir de caseínas, las proteínas de la leche, pasen al torrente
sanguíneo, donde son identificadas por nuestro sistema de defensa como cuerpos
extraños potencialmente peligrosos, y como tal neutralizados y eliminados. Si esto
pasa de vez en cuando no hay problema, pero tras años de consumo cotidiano el
sistema inmunitario se confunde y ataca a nuestros propios tejidos, ya que sus
proteínas son muy similares a las caseínas que circulan a diario en nuestra sangre.
Respecto al “neurogluten”, podría ocurrir algo parecido: el efecto dilatador
producido por el consumo cotidiano de azúcar refinado, levadura química, cacao, café,
té, alcohol, frutas y zumos comerciales, podría también actuar sobre los tejidos de la
barrera hematoencefálica, debilitando su acción protectora, permitiendo el paso de
sustancias dañinas al cerebro, y provocando los trastornos neurológicos y psíquicos
que se asocian al consumo de gluten.
El hombre moderno ha adulterado, modificado, contaminado y manipulado casi
todos los recursos naturales: el mar, el aire, los acuíferos, la tierra, los alimentos…
pero la mente humana, en su gran egocentrismo y arrogancia, trata siempre de
encontrar un “culpable” externo, sin reconocer que es el hombre el mayor causante de
la mayoría de los males modernos. La decreciente calidad de los alimentos y el agua,
la contaminación del aire, mares y ríos, y la destrucción de la capa de ozono están
haciendo cada vez más difícil la vida en el Planeta. Creemos que “dominamos” los
recursos, y esa falta de humildad está desembocando en un desastre planetario sin
precedentes, y en crecientes niveles de enfermedad y sufrimiento de la población.
Hace milenios heredamos una Tierra rica y generosa, y en apenas dos siglos la hemos
convertido en un basurero.

Conclusión y soluciones
Como hemos visto, el gluten no es, en realidad, “el malo de la película”, o al
menos no el único culpable, sino que se encuadra dentro de un conjunto de factores
que conducen a estados alterados de la mucosa intestinal, dañando tanto la capa de
células que forman dicha mucosa, como la flora intestinal que albergan, debilitando su
conocido papel defensivo y protector. Las soluciones al problema del gluten son:
1º Dejar de utilizar los cereales híbridos con los que hoy en día se elaboran las
pastas, panes, galletas, pizzas, bollería…
2º Recuperar las variedades antiguas de trigo y otros cereales, volver a los
cultivos limpios y sostenibles, respetuosos con la diversidad. Estas variedades
antiguas se han reintroducido en algunos lugares, con excelentes resultados, ya que
son más nutritivas y equilibradas y se digieren mejor, por lo que con menos cantidad
se obtiene la misma riqueza o más que con las variedades híbridas.
3º Investigar cómo ayudar a las personas que han desarrollado intolerancia,
pero desde una perspectiva holística, que tenga en cuenta más factores además del
gluten. Porque la calidad de la mucosa y la flora intestinal de la persona no depende
sólo del gluten, sino del conjunto de su dieta: Un intestino sucio, irritado o inflamado,
cubierto de mucosidad por abuso de harinas híbridas y refinadas, levadura química,
leche, yogur, azúcar, café, cacao, tabaco, alcohol y otros alimentos extremos o
procesados como refrescos, bollería, zumos comerciales, conservantes, colorantes,
potenciadores del sabor, etc. está más predispuesto a sufrir trastornos diversos, no
sólo celiaquía, también muchas otras enfermedades digestivas e intestinales.
En este punto, es clave que los científicos dejen su enfoque “miope”, que se
centra en estudiar las enfermedades y su mecánica sin tener en cuenta el contexto en
el que se producen. Las enfermedades normalmente no se deben a un único factor,
causa, virus, bacteria o fallo del sistema, sino a un conjunto de factores que incluyen
dieta, estilo de vida y estado emocional, y que actúan en sinergia. En este sentido, el
enfoque científico, tal como está planteado, es bastante limitado.
Da mucha lástima ver cómo a las personas que sufren de celiaquía se les
suelen prohibir todos los cereales de la dieta sin darles apenas alternativas, cuando
existen cereales sin gluten estupendos, como la quínoa, mijo, teff, trigo sarraceno,
maíz, amaranto… Por mi trabajo he tenido la oportunidad de hablar con bastantes
celíacos, y van siempre desesperados por los carbohidratos, ya que la opción que da
la medicina oficial es simplemente no comer pan, pasta o arroz, con lo que se quedan
con una dieta muy pobre en hidratos de calidad, y eso les aboca a comer azúcar y
dulces, lo que no contribuye a mejorar su mala salud intestinal. No debemos olvidar
que mantener un suministro de glucosa regular y estable es esencial para nuestro
correcto rendimiento y para mantener la actividad normal de nuestras células.
4º Lo último, pero no menos importante, es intentar basar la dieta en alimentos
naturales, cultivados en nuestro entorno más próximo de forma sostenible, sin
agroquímicos: Si la persona se alimenta con alimentos procesados llenos de aditivos
químicos, y con vegetales de cultivo no ecológico, que están contaminados con los
plaguicidas, fertilizantes y demás agroquímicos utilizados en la agricultura moderna,
tendrá unos niveles altísimos de toxicidad, y esto incrementa el riesgo de
comportamientos “alterados” del Sistema Inmunitario, como la celiaquía, el
neurogluten, o cualquier otra enfermedad auto-inmune.

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