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desde el principio
Las problemáticas de seguridad saturan las primeras planas de los diarios y los medios de comunicación:
drogas, homicidios, ejecuciones, asaltos. La vida cotidiana se ha vuelto más insegura a medida que aumentan
las promesas, los presupuestos y la dureza de las leyes. Desde hace más de 60 años todo ha fracasado en
seguridad y hasta un recital se convierte en un peligroso viaje a lo desconocido.
Frente a este complicado panorama que no aporta soluciones, loa autores de esta nota y coautores del
libro “Geopolítica de la seguridad en América Latina”, que próximamente la Editorial Biblos de Buenos Aires
pondrá en venta en toda América Latina, planteamos un re-pensar la seguridad desde el principio. A nuevos
escenarios, nuevas soluciones.
La geopolítica de la seguridad no es “algo más” sobre seguridad, es la redefinición completa de toda la
problemática, donde ya nada es evidente y todo debe ser re-pensado; se trata al mismo tiempo de una nueva
disciplina académica y de un nuevo paradigma sobre seguridad. La criminología y la política criminal se basan
tradicionalmente en el binomio delito/delincuente y en la omnipotencia de ley, una estructura que ha
demostrado con entusiasmo y vehemencia su ineficacia para bajar los indicadores y mejorar la calidad de
vida. Por otro lado, la seguridad ciudadana es un paradigma interesante y muy de moda, pero postula un
ejercicio co-rresponsable de la seguridad para un desarrollo pleno de los derechos ciudadanos mientras
adorna de bellas palabras y corrección política las rutinas operativas de instituciones corruptas desde su
origen, como la policía.
Siempre se presentó como evidente que la ley regula el comportamiento de las sociedades y castiga las
conductas inadaptadas, regulación y castigo institucionalizados en el Derecho, la legislación, la función
pública, los cuerpos policiales y el sistema de justicia penal, un complejo sistema rotulado genéricamente
como “seguridad”. Sin embargo, la geopolítica de la seguridad afirma que el más importante actor de la
seguridad todavía permanece oculto y sospechado: el Estado, un actor que en su doble rol de garante de
seguridad y ofensor criminal ya no puede pretender la continuidad de una inocencia que nunca tuvo; es
necesario develar el carácter intrínsecamente criminal del Estado contemporáneo.
Si en el Estado nace el problema, allí hay que buscar la solución. La violencia legítima fue siempre el
elemento que definía al Estado en su intervención sobre las problemáticas de seguridad, es claro que
actualmente esa definición es ilegal e inoperante. El elemento del Estado que define ahora las problemáticas
de seguridad es el territorio. Se trata de un territorio disputado, fragmentado y criminalizado; un territorio
constituyente y significante, pretendido por el Estado y por otros actores no estatales, con pertenencias cada
vez más pequeñas y más fuertes, un territorio donde emergen las diferencias y se manifiestan las identidades,
donde la ley es construida localmente.
El territorio y la territorialidad tienen una dimensión concreta y una dimensión simbólica, referidas ambas
a una relación entre un territorio y los sujetos que lo habitan, con un fuerte carácter edificador de las personas
y de las comunidades humanas. En el estudio de las problemáticas de seguridad afirmamos que el territorio
‘es’ el problema. Por eso hablamos de territorio y no de espacio, para priorizar el anclaje físico concreto de la
territorialidad, que impacta sobre las personas pero no las constituye pasivamente, porque el territorio no es
el espacio subjetivado sino una construcción históricamente significativa e intersubjetivamente definida. En el
territorio suceden los hechos pero sobre todo en el territorio se constituyen las personas y la comunidad
humana que vive en él. Dado que las sociedades no son homogéneas no hay inadaptaciones sino emergentes
singulares para los cuales la ley es un universal abstracto sin rasgos imperativos locales. Estas
territorialidades no distinguen clases sociales ni ubicaciones geográficas; todos los supuestos ofensores se
sienten territorialmente inocentes frente a una ley que en nombre de representar a “todos” invade los territorios
de cada uno sin aceptar diferencias ni disonancias. La defensa de la pluralidad y la diversidad también implica
la aceptación de la territorialidad de la seguridad, una característica que es más ofensivamente criminalizada
en los barrios periféricos, pobres y re-territorializados de las grandes ciudades.
En la búsqueda de nuevos enfoques teóricos derivados de una cuidadosa observación del mundo real,
no basados en falsas premisas nacidas de fantasías bibliográficas, la pregunta realmente pertinente es a qué
territorio nos referimos cuando hablamos de las problemáticas concretas y actuales de seguridad.
¿Dónde está el territorio en la ciberseguridad, la corrupción empresarial, el financiamiento de las
campañas electorales, el fútbol y otras actividades? El acoso sexual por Internet tiene un carácter territorial
difuso, quizás inexistente. Las probables implicancias criminales del desarrollo de la robótica implican un
esfuerzo importante de investigación para la resolución de su matriz territorial. El financiamiento de las
campañas electorales se refiere a dinero, sin que el territorio tenga allí ninguna incumbencia aparente.
Hasta ahora se ha considerado al territorio como una entidad física concreta con alcances simbólicos y
constituyentes. Esa concepción de territorio es útil para una geopolítica de la seguridad que se centra en el
estudio de las problemáticas del delito de contacto físico, desde el delito común hasta el crimen organizado,
pero resulta insuficiente para el análisis de problemáticas más complejas, ancladas en el desarrollo
tecnológico y en los comportamientos intersubjetivos reales, donde el ámbito físico concreto no es evidente y
donde la territorialidad depende de la construcción históricamente determinada de universos compartidos que
se van haciendo día a día.
El concepto de territorio ampliado refiere a una territorialidad “cargada sobre los hombros”, que los
delitos no territoriales van sembrando en su recorrido, dejando “rastros” de territorialidad en los diferentes
ámbitos y a través de los distintos actores que participan del proceso criminal. Caso por caso es menester
elaborar el mapa territorial anclado en dos referencias: la eventual participación del Estado en cada paso del
circuito criminal y los indicadores de estatalidad presentes en cada conducta criminal. Para la geopolítica de
la seguridad el territorio no es un dato dado, es un proceso que debe ser reconstruido a partir de datos a
veces inconexos y circunstanciales y también en base a las percepciones de territorialidad que cargan en sí
los actores de cada etapa del proceso.
En el caso de la corrupción empresarial de Odebrecht, el Estado está presente en el núcleo del
problema, por ser la empresa cabecera del complejo militar-industrial de una potencia emergente, lo que
implica una cosmovisión centro-periferia y una lógica de relaciones internacionales. Sin esa visión territorial
ampliada el tema se diluye en pleitos leguleyos, en planteos sobre corrupción y en la defensa del Estado de
derecho (liberal), sin ahondar en la centralidad política (estatal-territorial) del problema. La denuncia de
corrupción desprovista de una geopolítica de seguridad supone una concepción angelical de la política y no
una visión geopolítica con dimensionamiento territorial ampliado.
El financiamiento ilegal de las campañas electorales está cargado de prejuicios y mojigatería, que en
muchos casos considera corrupción a conductas legítimas y califica de marketing exitoso a la aceptación de
recursos ilegales provenientes del narcotráfico y la trata de personas, siempre volcando todas las energías
en el escándalo mediático como mecanismo sancionador. Las leyes que controlan los financiamientos de la
política no se cumplen ni se controlan, por su carácter asfixiante y antipolítico, una ética propia del Estado de
derecho. Las sociedades reclaman a la política algo que la política no puede otorgar, el ejercicio de una
conducta moralmente intachable para la gestión y solución de problemas turbios, conflictivos y humanos. El
territorio del financiamiento político no está definido ni delineado, porque los actores necesitan una eliminación
previa del carácter prescriptivo de la legislación electoral.
Los delitos cibernéticos, sea que perforen la seguridad bancaria, la seguridad nacional o la intimidad
personal, dependen de legislaciones nacionales, políticas de comunicación, culturas de autoprotección y
soberanía informática. El espacio virtual es un área de ejercicio de soberanía como el espacio aéreo, el
terrestre, el subsuelo o el marítimo, una discusión que debe hacerse desde la geopolítica, no desde el software
y el equipamiento informático. Los patrones de vigilancia global tienen base territorial nacional y deben
elaborarse programas de políticas públicas de seguridad, porque el espacio virtual es tan real como cualquier
otro tipo de espacio.
El fútbol y sus condimentos criminales, tan intocables como mafiosos, es uno de los elementos
explicativos del narcotráfico en Rosario y de los problemas de inseguridad en todas las grandes ciudades. El
Estado está siempre presente en el comercio de drogas de los barra-bravas, por la complicidad policial y las
alianzas políticas. La territorialidad del fútbol, con una presencia estatal tan fuerte, es menos dificultosa de
reconstruir.
La robótica y la automatización son novedades apasionantes y arrolladoras que prometen cambiar
nuestros modos de vida en muy breve tiempo. Siendo un proceso en construcción que se desarrolla frente a
nuestros ojos, su territorialidad es aún indefinida, en virtud de que la lógica de estabilidad que puede obtener
es incierta. Pero sí podemos afirmar que el desarrollo de la robótica y la automatización profundizan la brecha
tecnológica entre países y al interior de las sociedades. Pobres y ricos tendrán un acceso diferenciado a la
tecnología, lo que podría implicar mecanismos abruptamente desigualitarios de acceso y ejercicio del poder
y también de calidad democrática. Sea como sea, el territorio y el Estado estarán muy presentes. Que el
aumento de la criminalidad sea un resultado esperable de la brecha tecnológica es una conclusión evidente.
En cada comportamiento y en cada proceso criminal la política pública en la geopolítica de la seguridad
manifiesta la misma intención: aumentar los indicadores de estatalidad del Estado y disminuir los indicadores
de estatalidad del delito. De esta forma se eliminan los incentivos legitimadores de la apropiación ilegal de la
renta nacional y se estimulan los comportamientos asociados a un Estado democrático y sustentador de una
mejor calidad de vida ciudadana.
Sabemos que el concepto de territorio y territorialidad ampliada merece una investigación y desarrollo
mayor, aún pendiente de realizarse. Es el próximo desafío de la geopolítica de la seguridad.
Desde el punto de vista del gobierno de la seguridad el deterioro en la seguridad se debe más a las
conflictividades suscitadas entre los actores estratégicos que a los hechos delictivos mismos, en un contexto
donde la toma de decisiones políticas es resultado de la pugna inter-agencias y de la competencia burocrática.
Cualquier disonancia estructural en tiempo y espacio puede entorpecer e incluso impedir la aplicación
satisfactoria de una política de seguridad determinada. El decisor político debe tener la capacidad y la
habilidad de establecer con claridad sus criterios orientadores a fin de impulsarlos entre los actores
estratégicos y crear una base sustentable de gobernabilidad de la seguridad, que perdure en el tiempo y
supere los desafíos.
Un sistema de seguridad se compone de diversos subsistemas con capacidades específicas (prevención
del delito, organización policial, persecución penal, sistema penitenciario, etc.). Desde el punto de vista de la
centralidad territorial propia de la geopolítica de la seguridad las políticas de seguridad requieren de
coordinación entre distintos niveles, ya que las acciones se realizan en el plano municipal, nacional, regional
e internacional.
Sin embargo la geopolítica de la seguridad se encuentra en una posición incómoda a la hora de definir
su postura respecto a esta forma de pensar sobre el gobierno de la seguridad.
En seguridad la gobernabilidad es un concepto que transforma la idea de “gobierno deseable” en una
práctica de “gobierno posible”, provocando la “rendición” de cualquier estrategia democrática a los pies del
compromiso alcanzado entre las instituciones. Es allí cuando los “criterios orientadores” se convierten en
declaraciones grandilocuentes incapaces de guiar ninguna política efectiva de seguridad. Así se entiende el
modelo de gobernabilidad que surge del doble pacto o de las políticas delegativas o de gerenciamiento de la
seguridad, que cumplen con todas las reglas del juego creando un modelo que ha sido durante mucho tiempo
“gobernable”, pero que ha carecido siempre de “gobierno”.
Para la geopolítica de la seguridad no se trata de actores y sus conflictividades, sino del Estado y su
retiro histórico de la conducción de la seguridad. Así como el Estado se ha retirado de la conducción de la
economía se ha retirado también de la conducción de la seguridad. Entendemos por conducción no la gestión
administrativa de las rutinas operativas de un universo dado de preferencias y comportamientos, sino la
dirección e implementación autoritativa de los valores que guían ese universo y esas rutinas operativas. La
afirmación de que la seguridad ya no es de incumbencia exclusiva del Estado ha sido reemplazada por la
afirmación de que el Estado ya no tiene incumbencia en la seguridad. En el medio han quedado temblando
inconsistentemente las medias tintas con que se pueblan las páginas de revistas y libros académicos.
La afirmación central de la geopolítica de la seguridad es que el Estado es el actor más importante en la
seguridad por ser el responsable del gobierno de la seguridad, responsabilidad que no recae en las
instituciones policiales sino en el gobierno, tratándose entonces de una responsabilidad política indelegable.
La segunda afirmación de la geopolítica de la seguridad es que la coordinación entre actores y la
reducción de los niveles de conflictividad no tiene un carácter procedimental sino un fuerte carácter
programático. La coordinación se basa en la confluencia, aceptación y formación de valores democráticos,
políticos y geopolíticos que no pueden ser incomprendidos, suspendidos ni relativizados. Las conflictividades
instrumentales son propias de todo proceso de coordinación inter-agencias, reproducidas dentro de un marco
de convivencia de paradigmas.
La tercera afirmación de la geopolítica de la seguridad es que el objetivo de la seguridad no es el orden
ni la justicia ni el cumplimiento de la ley, sino la garantía de la defensa de los valores adquiridos. La misión
de las instituciones de seguridad está íntimamente vinculada a la definición democrática, moderna y civilizada
que de sí misma haga la sociedad, a través de las políticas del Estado.
Por último, la seguridad es una escuela permanente de formación política, donde la corresponsabilidad
participativa de la ciudadanía implica el reconocimiento de las desigualdades y el aprendizaje de las
distancias, la convivencia de los extraños y el quebrantamiento de las jerarquías. El fin de la victimización no
se alcanzará a partir del establecimiento de políticas securitizadas de inclusión que diferencian un “nosotros”
más amplio de un “ellos” más angosto, sino por la aceptación de fragmentaciones, brechas, rupturas y
singularidades dentro de un todo social inexperto y aproximado, incapaz de dictar soluciones universales de
normalidad y legalidad. A esto se llama construcción de la territorialidad.
La inviabilidad de la ciega tendencia a repetir los mismos procedimientos buscando obtener distintos
resultados nos obliga a pensar nuevos formatos de políticas de seguridad que rompan paradigmas y
deshagan los pactos delegativos político-policiales habituales en América Latina. Se debe construir un
gobierno fuertemente político y altamente centralizado de la seguridad, para fortalecer la territorialidad del
Estado y estatalizar los territorios. Si gobernar es tomar decisiones es vital la planificación, la información y la
inteligencia, verdaderas “malas palabras” en nuestros países, cargados de represión e ilegalidad estatal
además de improvisación y malas prácticas.
El concepto tradicional de policía se asoció con la represión del delito y el mantenimiento del orden, un
concepto de seguridad situado en un entorno de control represivo de la criminalidad, con un fuerte carácter
reactivo. Terminó consolidándose alrededor de dos modelos básicos: el modelo latino, también conocido
como modelo francés, continental o napoleónico. Creado en 1791 tenía un carácter militar, centralizado y
extendido en todo el territorio. El otro fue el modelo anglosajón, creado a imagen de la policía metropolitana
de Londres, de carácter civil y dimensión local, al servicio de la comunidad. A pesar de las buenas apariencias,
también segregacionista e imperial.
Todo análisis de modelos policiales gira alrededor de dos componentes, el estratégico y el táctico:
La geopolítica de la seguridad asume los desarrollos expresados en los modelos policiales anteriores,
avanzando más allá de la simple sumatoria lineal del carácter estatal, institucional, profesional y comunitario.
Al hacerlo rescata la perspectiva estratégica en los modelos estatal e institucional y la perspectiva operativa
en los modelos profesional y comunitario.
En términos estratégicos, la policía se apropia del monopolio legítimo de la violencia y se convierte en
una institución constitutiva del Estado moderno, junto con las Fuerzas Armadas. Por ello es que
históricamente jugó un rol represivo de las disidencias internas, para sostener y fortalecer el control territorial
interior del Estado, mientras las Fuerzas Armadas cumplían la misma tarea en relación a las amenazas
exteriores, provenientes de la anarquía propia del sistema internacional.
Este argumento sigue utilizándose todavía hoy para justificar a la institución policial como garante del
orden público y el respeto a la normalidad social. La solidez de esta afirmación convierte a toda crítica a la
policía en una crítica a los procedimientos policiales, sin hacer mella en la concepción de policía vigente en
la sociedad contemporánea. Se solicita que dicha garantía se ejerza con respeto a los derechos humanos y
con un desarrollo profesional de las técnicas de investigación, manteniendo al mismo tiempo el carácter
sustantivo de la institución policial, una dualidad metodológica inviable e inoperante. Si la policía es garante
del orden social, sus tácticas operativas tenderán siempre a la ilegalidad y la corrupción.
La geopolítica de la seguridad sostiene en términos estratégicos dos afirmaciones rotundas:
Por otro lado, en términos operativos, la geopolítica de la seguridad también afirma dos parámetros
contundentes:
Finalmente, la construcción de una nueva policialidad para una nueva policía no es una tarea
administrativa posible de ser gerenciada, sino que es una tarea indelegable del Estado, resultado de una
histórica necesidad de transformación sin la cual no hay posibilidades de construir instituciones policiales
viables y efectivas. La tarea de contribuir a la mejora de los indicadores de estatalidad, central responsabilidad
estratégica de la policía, no puede realizarse sin el involucramiento completo de la respectiva autoridad
política.
La suma de factores produce diversos efectos en el sistema penitenciario: altas tasas de criminalidad,
incremento de la población carcelaria (mass incarceration), hacinamiento y violación sistemática de los
derechos humanos.
Los enfrentamientos entre bandas rivales en cárceles de Brasil han evidenciado un perfil problemático
del sistema carcelario latinoamericano, en convivencia con sectores políticos y penitenciarios, donde han
muerto más de un centenar de presos en distintos enfrentamientos entre carteles del narcotráfico y donde
varias pandillas dirigen el crimen organizado desde el propio interior de las cárceles (el PCC y el CV).
Por otro lado es sabido que las prisiones con menores índices de violencia entre los presos y con menor
maltrato por parte de las autoridades son las que están controladas por los internos.
La cárcel no rehabilita y la post prisión carece de políticas de reinserción social, en un medio donde el
desempleo y la precariedad no permiten sostener siquiera a sus propios miembros. Aunque el sistema post-
penitenciario tiene la misión del cuidado de los liberados condicionados fracasa porque los Patronatos de
Liberados tienen escaso personal, no está especializado y suelen estar a cargo de los propios agentes de
policía.
El territorio carcelario es un espacio y un tiempo de reorganización y formación, como enseñaron los
viejos presos políticos de la izquierda mundial en el siglo XX. Si el sistema social envía a prisión a los más
débiles de sus miembros, de allí salen miembros organizados, y por lo tanto fuertes. Se trata un territorio en
el que una reacción proactiva impulsa el surgimiento de nuevas formas y organizaciones delictivas y una
reacción pasiva impulsa el aislamiento y la derrota darwiniana.
Frente a este muy efectivo modelo de estatalización criminal de la ocupación territorial existe el modelo
americano de privatización de la gestión territorial, con gerenciamiento empresario y proletarización forzosa
que Loic Wacquant describe en “Las cárceles de la miseria”.
Estos sistemas penitenciarios privados son adoptados en muchos países a partir del sistema promovido
por Estados Unidos, iniciativa que produce debates a favor y en contra. El modelo se ofrece como garante de
la mejor gestión, pero los críticos acusan a las compañías de ofrecer un servicio de peores condiciones que
el Estado.
Las empresas justifican sus operaciones en términos de mayor eficiencia del servicio, al estilo técnico
profesional. La Corporación de Correccionales de América fue la pionera de esta tendencia a principios de
los años 80s del siglo pasado y actualmente es la mayor compañía penitenciaria de Estados Unidos.
La seguridad privada
La seguridad ha sido tradicionalmente un ámbito discrecional del Estado, una situación que ha
cambiado paulatinamente en las últimas décadas para abrir paso al involucramiento de nuevos actores.
Distintos procesos explican el vertiginoso crecimiento de la seguridad privada: El cambio desde la
concepción de la seguridad como servicio público a una concepción de la seguridad como bien público ha
tenido una de sus consecuencias en la necesidad de incorporar otros actores, entre ellos al sector privado,
para alcanzar una coproducción de la seguridad.
Además los procesos de descentralización obligaron a los gobiernos locales a asumir cada vez mayores
competencias en las problemáticas de seguridad.
La seguridad privada también fundamenta su expansión en los fracasos de la seguridad pública, en la
elevación de la demanda de seguridad frente a una limitada oferta pública y en la sobredimensión de la
eficacia privada.
La proliferación se justifica como si “pública” y “privada” fueran términos referidos a ámbitos opuestos
y extraños. Lo concreto es que no queda claro si hay dos seguridades, pública y privada, y cuál sería entonces
la vinculación existente entre ellas.
La seguridad es un bien público responsabilidad del Estado mientras que la seguridad privada es un
servicio público regulado por el Estado y prestado por empresas. La actividad desarrollada por la seguridad
privada se ubica dentro del espacio jurídico y social propio de la seguridad pública y el orden público, pues
realiza actividades que son inherentes y privativas del Estado y propias del sistema de control formal. Sin
embargo la línea divisoria no es nítida.
En Argentina la respuesta inmediata a la demanda de seguridad la dieron los antiguos miembros de las
Fuerzas Armadas y de la Policía quienes, con base en los conocimientos adquiridos en el tiempo de servicio
durante la dictadura, crearon empresas que ofrecían la seguridad como un servicio remunerable. La custodia
del empresario Alfredo Yabrán estuvo compuesta por personas que habían estado en la Escuela de Mecánica
de la Armada – ESMA mientras varios escuadrones policiales de la muerte desplegaron su accionar desde el
retorno democrático.
Al igual que sucede en la problemática general de seguridad también en la seguridad privada funcionan
los mecanismos delegativos: mientras que en algunas provincias argentinas el control de la seguridad privada
está a cargo de una dependencia civil de gobierno (gobierno civil de la seguridad privada), en la mayoría de
ellas las tareas de habilitación y control están a cargo de la Policía (gobierno policial de la seguridad privada).
El conjunto de la seguridad privada puede ser entendido como una tercerización de la seguridad pública. Si
el gobierno de la seguridad es una problemática de seguridad de primer nivel, el gobierno de la seguridad
privada es una novedad preocupante que se agrega como un tema pendiente de la agenda de gobernabilidad
de la seguridad.
La seguridad privada es un ambiente fértil para la reconversión de personal policial en calidad de mano
de obra y de personal directivo y el modelo de gobierno policial de la seguridad es más proclive a amparar la
profundización de relaciones informales entre controlador y controlado.
El control policial de estas empresas acarrea un beneficio importante: como todo despliegue territorial
institucionalizado de personas y medios sobre rubros importantes de la vida social, acumula la obtención de
información sensible que fortalece el poder territorial de quien la obtenga y negocie.
En la seguridad privada el monopolio legítimo de la fuerza, atributo esencial del Estado nación, deja
de ser exclusivo para ser compartido con empresas privadas, en las que priman las reglas del libre juego de
la oferta y la demanda del mercado.
La difusión de la frontera entre lo público y lo privado expresa una disyuntiva entre la responsabilidad
por el bien público y la prestación de servicios privados. En el caso de la custodia de bancos, empresas y
espectáculos por parte de miembros de la Policía se trata de un servicio privado realizado por la fuerza pública
bajo la denominación de servicios adicionales mediante los cuales muchos de los uniformados cumplen
funciones en instituciones privadas.
El surgimiento de estos numerosos espacios mixtos o híbridos, lugares en que se diluye el límite entre
lo público y lo privado, tales como lugares privados de uso público (centros comerciales, teatros, estadios),
ha desnaturalizado la noción de lo público al convertir la seguridad en protección personal en desmedro de la
garantía del ejercicio de los derechos colectivos, que tienden a incumplirse y desconocerse.
Así, la seguridad privada actúa en lugares privados de uso público, en lugares públicos (guardias
municipales que patrullan calles) y entidades públicas (edificios ministeriales, tribunales de justicia)
mandatadas por la autoridad o en espacios privados de uso colectivo, como los condominios residenciales.
Más aún, no sólo los espacios donde la seguridad privada desempeña sus tareas son híbridos o mixtos sino
también sus acciones, como sucede cuando los vigilantes o guardias son contratados por una entidad pública
(tribunales, ministerios, etc.) para resguardar sus edificios, personas y bienes.
La crítica a la seguridad privada proviene de dos vertientes. Por un lado, los vigiladores de seguridad
se convierten en un cuerpo policial paralelo, generando cierta tensión entre los dos modelos de seguridad, el
público y el privado. Por otro lado, la seguridad privada puede convertirse en un instrumento para limitar los
derechos y libertades de los ciudadanos.
La dimensión solidaria de la seguridad entra en crisis ante la creciente demanda de seguridad personal
y puntual dirigida al Estado, cuyas instituciones son incapaces de dar respuestas adecuadas y oportunas a
las múltiples exigencias de la sociedad. Las personas y entidades privadas y públicas invierten en su propia
seguridad, en montos muy superiores a la inversión pública, contratando guardias y tecnología para el
resguardo de barrios, condominios cerrados, empresas, residencias particulares, personas y bienes. Y ante
la incapacidad estatal de hacer frente a la delincuencia, las entidades públicas también se han visto en la
necesidad de contratar seguridad privada para el resguardo de instalaciones públicas. El acceso a la
seguridad privada, su calidad y sus limitaciones legales quedan supeditadas a las reglas del mercado. Cuando
la seguridad es otro bien más disponible en el mercado se convierte en un nuevo factor de desigualdad en la
resolución de los conflictos de la sociedad.
Con la proliferación de servicios de seguridad privados han emergido una serie de mandantes distintos
al Estado: organismos internacionales, compañías privadas que operan en zonas de alto riesgo, ONGs y
personas naturales. El dilema surge por la prosecución de fines no sólo distintos al bien común sino incluso
contrarios, actuando como ejércitos privados al servicio de intereses particulares no públicos. Este grado
absoluto de desnaturalización del concepto de seguridad es tan propio de las operaciones de protección de
la construcción de infraestructura en zonas de combate como de la vigilancia en los locales bailables en las
grandes ciudades.
Si bien el tema central radica en cómo adecuar o acercar de manera flexible y permanente la oferta
pública a la demanda ciudadana de seguridad, la geopolítica de la seguridad puede afirmar en base a estudios
científicos de campo ya desarrollados que la propia demanda de seguridad proveniente de los ciudadanos
debe ser estudiada en profundidad. Las demandas de seguridad expresadas por la ciudadanía han sido
comunicacionalmente construidas en beneficio de la adopción de políticas de securitización de largo aliento.
Los cuatro caminos al estado criminal.
La geopolítica de la seguridad afirma la centralidad del territorio en el estudio de las problemáticas
criminales, desde el delito callejero al crimen organizado, incluyendo por supuesto al más territorial de los
crímenes, el narcotráfico. En ningún caso se trata de amenazas externas sino de significados e impactos
internos, ya que los problemas no se definen por su lugar de origen sino por su naturaleza social estratégica.
Cuando el grado de estatalidad del Estado disminuye por la pérdida cuantitativa o cualitativa en sus
elementos definidores (territorio, coacción, estabilidad, monopolio), aumenta la estatalidad del crimen por su
mejora en los indicadores de estos elementos.
Las problemáticas de seguridad, al darse a lo largo de una línea gradual de estatalidad, no pueden
suceder sin una menor o mayor participación de las instituciones estatales. Sin Estado no hay delito, pero si
hay Estado no hay delito.
La estatalización del crimen tiende al Estado criminal, el cual coopta al crimen organizado a cambio
del acceso a recursos internos del Estado y en alianza con la política, la justicia, el empresariado y la policía.
Nuevamente no se trata de amenazas externas sino de procesos internos de estatalización.
El desarrollo hacia un Estado criminal trascurre a través de cuatro vías estratégicas:
- el narcotráfico
- el financiamiento de las campañas políticas
- la cartelización de la obra pública
- el capital del juego (casinos y bingos)
1. El narcotráfico es una actividad propia de organizaciones territoriales que poseen las cuatro
dimensiones del Estado: territorialidad, violencia, monopolio y estabilidad. Cuando su actividad y su
organización se consolida se transforma en un actor político con capacidad de dirigir al resto del crimen
organizado. El narcotráfico se desprende del resto de las actividades del crimen organizado y se convierte en
la dirección política de un amplio proceso de criminalidad, con capacidad de intervención política y gestión
geopolítica. Se dedica más al co-gobierno de la seguridad y de otros campos de la vida social que a la
ejecución de delitos conexos a la captura ilegal de renta.
2. En Argentina el financiamiento de las campañas electorales se rige por el Código Electoral Nacional
y la Ley de Financiamiento de los Partidos Políticos. La mayoría de las provincias, incluida la provincia de
Buenos Aires, posee un régimen de financiamiento de campañas electorales.
La ley vigente permite a las empresas aportar al sostenimiento de los partidos políticos, no a las
campañas electorales. Estos aportes no pueden ser anónimos, las empresas vinculadas al Estado no pueden
aportar (proveedores, constructores de obra pública o firmas vinculadas con la industria del juego). Los
partidos políticos deben presentar declaraciones juradas diez días antes de las elecciones informando del
ingreso y egreso de fondos, origen y destino. Luego se hacen auditorias, se emiten dictámenes y
eventualmente el juez electoral aplica sanciones.
La Ley de Financiamiento de los partidos políticos dispone que 90 días después de las elecciones, las
autoridades partidarias deben presentar en forma conjunta ante la justicia federal con competencia electoral
en el distrito correspondiente un informe detallado de los aportes públicos y privados recibidos, con indicación
de origen, monto y gastos incurridos en la campana electoral.
Una vez presentado, la Cámara Nacional Electoral publica esos informes en su sitio web, buscando
transparentarlo para información del ciudadano y evitar abusos.
El seguimiento de los vínculos entre el dinero y la política es un generador de calidad democrática y
permite saber quién está detrás de cada candidato para evaluar su gestión. El financiamiento ilegal de la
política cuenta con una tradicional red de corrupción de empresas y empresarios contratistas del Estado a la
cual se suma la aparición impetuosa del crimen organizado y del tráfico ilícito en todas sus formas, fuentes
inagotables de recursos para acceder al poder político.
Todas las democracias de la región enfrentan desafíos comunes en cuanto a la transparencia de la
relación entre dinero y política. Entre ellos podemos mencionar:
4. Las industrias de los juegos de azar -especialmente los bingos y casinos- quedaron históricamente
asociados al crimen organizado, la violencia y la corrupción.
El formato de pago en efectivo abre la puerta a que las organizaciones criminales puedan insertar dinero
ilegal en el sistema financiero, convirtiéndose en actores centrales de los procesos de lavado de dinero.
Hasta los años 90 del siglo pasado fue un negocio manejado por el Estado que actualmente fue
transferido a manos privadas y se extendió por todo el país, cobrando fuerte incidencia en los pueblos
pequeños del interior, donde la tríada soja, narcotráfico y juego se apropia del abundante dinero líquido
circulante. La regulación está a cargo de cada provincia, las que establecen las leyes y marcos regulatorios
que fiscalizan el ejercicio del juego, hechos a medida del interés de los capitalistas del sector, emulando el
mecanismo de captura del Estado, propio de la cartelización de la obra pública. El Directorio Mundial de
Casinos afirma que la Argentina es el país con más salas instaladas en toda Sudamérica.
En el circuito del juego el Estado de derecho aún tiene tareas pendientes, tales como la federalización
de la legislación o la re-estatización de todo el circuito, desarmando una estructura privada que expresamente
favorece el lavado de activos y la evasión de impuestos.
Los cuatro caminos que conducen al Estado criminal están ampliamente interconectados y su núcleo
central se encuentra en la toma de decisiones del Estado, donde se realiza el proceso de captura del Estado
y donde todo es legal. Por ello el Estado de derecho tiene poco para hacer, aunque todavía tenga mucho para
prometer.