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Geopolítica de la seguridad: re-pensar la seguridad

desde el principio
Las problemáticas de seguridad saturan las primeras planas de los diarios y los medios de comunicación:
drogas, homicidios, ejecuciones, asaltos. La vida cotidiana se ha vuelto más insegura a medida que aumentan
las promesas, los presupuestos y la dureza de las leyes. Desde hace más de 60 años todo ha fracasado en
seguridad y hasta un recital se convierte en un peligroso viaje a lo desconocido.
Frente a este complicado panorama que no aporta soluciones, loa autores de esta nota y coautores del
libro “Geopolítica de la seguridad en América Latina”, que próximamente la Editorial Biblos de Buenos Aires
pondrá en venta en toda América Latina, planteamos un re-pensar la seguridad desde el principio. A nuevos
escenarios, nuevas soluciones.
La geopolítica de la seguridad no es “algo más” sobre seguridad, es la redefinición completa de toda la
problemática, donde ya nada es evidente y todo debe ser re-pensado; se trata al mismo tiempo de una nueva
disciplina académica y de un nuevo paradigma sobre seguridad. La criminología y la política criminal se basan
tradicionalmente en el binomio delito/delincuente y en la omnipotencia de ley, una estructura que ha
demostrado con entusiasmo y vehemencia su ineficacia para bajar los indicadores y mejorar la calidad de
vida. Por otro lado, la seguridad ciudadana es un paradigma interesante y muy de moda, pero postula un
ejercicio co-rresponsable de la seguridad para un desarrollo pleno de los derechos ciudadanos mientras
adorna de bellas palabras y corrección política las rutinas operativas de instituciones corruptas desde su
origen, como la policía.
Siempre se presentó como evidente que la ley regula el comportamiento de las sociedades y castiga las
conductas inadaptadas, regulación y castigo institucionalizados en el Derecho, la legislación, la función
pública, los cuerpos policiales y el sistema de justicia penal, un complejo sistema rotulado genéricamente
como “seguridad”. Sin embargo, la geopolítica de la seguridad afirma que el más importante actor de la
seguridad todavía permanece oculto y sospechado: el Estado, un actor que en su doble rol de garante de
seguridad y ofensor criminal ya no puede pretender la continuidad de una inocencia que nunca tuvo; es
necesario develar el carácter intrínsecamente criminal del Estado contemporáneo.
Si en el Estado nace el problema, allí hay que buscar la solución. La violencia legítima fue siempre el
elemento que definía al Estado en su intervención sobre las problemáticas de seguridad, es claro que
actualmente esa definición es ilegal e inoperante. El elemento del Estado que define ahora las problemáticas
de seguridad es el territorio. Se trata de un territorio disputado, fragmentado y criminalizado; un territorio
constituyente y significante, pretendido por el Estado y por otros actores no estatales, con pertenencias cada
vez más pequeñas y más fuertes, un territorio donde emergen las diferencias y se manifiestan las identidades,
donde la ley es construida localmente.
El territorio y la territorialidad tienen una dimensión concreta y una dimensión simbólica, referidas ambas
a una relación entre un territorio y los sujetos que lo habitan, con un fuerte carácter edificador de las personas
y de las comunidades humanas. En el estudio de las problemáticas de seguridad afirmamos que el territorio
‘es’ el problema. Por eso hablamos de territorio y no de espacio, para priorizar el anclaje físico concreto de la
territorialidad, que impacta sobre las personas pero no las constituye pasivamente, porque el territorio no es
el espacio subjetivado sino una construcción históricamente significativa e intersubjetivamente definida. En el
territorio suceden los hechos pero sobre todo en el territorio se constituyen las personas y la comunidad
humana que vive en él. Dado que las sociedades no son homogéneas no hay inadaptaciones sino emergentes
singulares para los cuales la ley es un universal abstracto sin rasgos imperativos locales. Estas
territorialidades no distinguen clases sociales ni ubicaciones geográficas; todos los supuestos ofensores se
sienten territorialmente inocentes frente a una ley que en nombre de representar a “todos” invade los territorios
de cada uno sin aceptar diferencias ni disonancias. La defensa de la pluralidad y la diversidad también implica
la aceptación de la territorialidad de la seguridad, una característica que es más ofensivamente criminalizada
en los barrios periféricos, pobres y re-territorializados de las grandes ciudades.
En la búsqueda de nuevos enfoques teóricos derivados de una cuidadosa observación del mundo real,
no basados en falsas premisas nacidas de fantasías bibliográficas, la pregunta realmente pertinente es a qué
territorio nos referimos cuando hablamos de las problemáticas concretas y actuales de seguridad.
¿Dónde está el territorio en la ciberseguridad, la corrupción empresarial, el financiamiento de las
campañas electorales, el fútbol y otras actividades? El acoso sexual por Internet tiene un carácter territorial
difuso, quizás inexistente. Las probables implicancias criminales del desarrollo de la robótica implican un
esfuerzo importante de investigación para la resolución de su matriz territorial. El financiamiento de las
campañas electorales se refiere a dinero, sin que el territorio tenga allí ninguna incumbencia aparente.
Hasta ahora se ha considerado al territorio como una entidad física concreta con alcances simbólicos y
constituyentes. Esa concepción de territorio es útil para una geopolítica de la seguridad que se centra en el
estudio de las problemáticas del delito de contacto físico, desde el delito común hasta el crimen organizado,
pero resulta insuficiente para el análisis de problemáticas más complejas, ancladas en el desarrollo
tecnológico y en los comportamientos intersubjetivos reales, donde el ámbito físico concreto no es evidente y
donde la territorialidad depende de la construcción históricamente determinada de universos compartidos que
se van haciendo día a día.
El concepto de territorio ampliado refiere a una territorialidad “cargada sobre los hombros”, que los
delitos no territoriales van sembrando en su recorrido, dejando “rastros” de territorialidad en los diferentes
ámbitos y a través de los distintos actores que participan del proceso criminal. Caso por caso es menester
elaborar el mapa territorial anclado en dos referencias: la eventual participación del Estado en cada paso del
circuito criminal y los indicadores de estatalidad presentes en cada conducta criminal. Para la geopolítica de
la seguridad el territorio no es un dato dado, es un proceso que debe ser reconstruido a partir de datos a
veces inconexos y circunstanciales y también en base a las percepciones de territorialidad que cargan en sí
los actores de cada etapa del proceso.
En el caso de la corrupción empresarial de Odebrecht, el Estado está presente en el núcleo del
problema, por ser la empresa cabecera del complejo militar-industrial de una potencia emergente, lo que
implica una cosmovisión centro-periferia y una lógica de relaciones internacionales. Sin esa visión territorial
ampliada el tema se diluye en pleitos leguleyos, en planteos sobre corrupción y en la defensa del Estado de
derecho (liberal), sin ahondar en la centralidad política (estatal-territorial) del problema. La denuncia de
corrupción desprovista de una geopolítica de seguridad supone una concepción angelical de la política y no
una visión geopolítica con dimensionamiento territorial ampliado.
El financiamiento ilegal de las campañas electorales está cargado de prejuicios y mojigatería, que en
muchos casos considera corrupción a conductas legítimas y califica de marketing exitoso a la aceptación de
recursos ilegales provenientes del narcotráfico y la trata de personas, siempre volcando todas las energías
en el escándalo mediático como mecanismo sancionador. Las leyes que controlan los financiamientos de la
política no se cumplen ni se controlan, por su carácter asfixiante y antipolítico, una ética propia del Estado de
derecho. Las sociedades reclaman a la política algo que la política no puede otorgar, el ejercicio de una
conducta moralmente intachable para la gestión y solución de problemas turbios, conflictivos y humanos. El
territorio del financiamiento político no está definido ni delineado, porque los actores necesitan una eliminación
previa del carácter prescriptivo de la legislación electoral.
Los delitos cibernéticos, sea que perforen la seguridad bancaria, la seguridad nacional o la intimidad
personal, dependen de legislaciones nacionales, políticas de comunicación, culturas de autoprotección y
soberanía informática. El espacio virtual es un área de ejercicio de soberanía como el espacio aéreo, el
terrestre, el subsuelo o el marítimo, una discusión que debe hacerse desde la geopolítica, no desde el software
y el equipamiento informático. Los patrones de vigilancia global tienen base territorial nacional y deben
elaborarse programas de políticas públicas de seguridad, porque el espacio virtual es tan real como cualquier
otro tipo de espacio.
El fútbol y sus condimentos criminales, tan intocables como mafiosos, es uno de los elementos
explicativos del narcotráfico en Rosario y de los problemas de inseguridad en todas las grandes ciudades. El
Estado está siempre presente en el comercio de drogas de los barra-bravas, por la complicidad policial y las
alianzas políticas. La territorialidad del fútbol, con una presencia estatal tan fuerte, es menos dificultosa de
reconstruir.
La robótica y la automatización son novedades apasionantes y arrolladoras que prometen cambiar
nuestros modos de vida en muy breve tiempo. Siendo un proceso en construcción que se desarrolla frente a
nuestros ojos, su territorialidad es aún indefinida, en virtud de que la lógica de estabilidad que puede obtener
es incierta. Pero sí podemos afirmar que el desarrollo de la robótica y la automatización profundizan la brecha
tecnológica entre países y al interior de las sociedades. Pobres y ricos tendrán un acceso diferenciado a la
tecnología, lo que podría implicar mecanismos abruptamente desigualitarios de acceso y ejercicio del poder
y también de calidad democrática. Sea como sea, el territorio y el Estado estarán muy presentes. Que el
aumento de la criminalidad sea un resultado esperable de la brecha tecnológica es una conclusión evidente.
En cada comportamiento y en cada proceso criminal la política pública en la geopolítica de la seguridad
manifiesta la misma intención: aumentar los indicadores de estatalidad del Estado y disminuir los indicadores
de estatalidad del delito. De esta forma se eliminan los incentivos legitimadores de la apropiación ilegal de la
renta nacional y se estimulan los comportamientos asociados a un Estado democrático y sustentador de una
mejor calidad de vida ciudadana.
Sabemos que el concepto de territorio y territorialidad ampliada merece una investigación y desarrollo
mayor, aún pendiente de realizarse. Es el próximo desafío de la geopolítica de la seguridad.

Las disputas geopolíticas del ciberespacio (III)


La geopolítica de la seguridad afirma que el territorio y la territorialidad son los insumos principales de la
seguridad y que la mejora de los indicadores de estatalidad debe ser la preocupación central de toda política
de seguridad. Si el territorio es lo importante, el ciberespacio está en el nudo del análisis estratégico.
La emergencia del ciberespacio no debilita la idea de territorialidad como espacio de ejercicio social de
soberanía, a pesar de que la idea del "fin de la geografía" haya seducido a muchos que a todo responden
automáticamente con la trasnacionalidad y la globalización. Lo cierto es que el Estado nacional enfrenta
enormes desafíos, uno de ellos en el plano del ciberespacio.
El ciberespacio no es una entidad neutra, a-histórica y supraestatal que avanza “sobre” los Estados. Muy
por el contrario, forma parte constitutiva del Estado y en él se asumen nuevas formas de organización del
poder y se reproducen las relaciones jerárquicas, asimétricas y nacionales que son propias del Estado. Las
dimensiones tradicionales de la geopolítica (tierra, aire, subsuelo, mar) agregan el ciberespacio, obligando a
una geopolítica que abarque la totalidad del escenario, incluyendo no sólo la web sino todo el espacio de la
red, sobretodo la Internet profunda. El análisis geopolítico identifica intereses, tensiones y conflictos de poder
alojados en los territorios.
Estas disputas se expresan en las llamadas zonas "físicas", las estructuras de las redes y los sistemas
de información protegida para evitar la filtración de flujos, pero también en la concepción metafórica del
ciberespacio como territorio donde múltiples actores disputan poder, sobre todo los Estados. Allí se plantean
estrategias, se implementan recursos y se lanzan pretensiones estatales de soberanía, generalmente ilegales.
Adicionalmente los ejercicios criminales desarrollan una territorialidad veloz, virtual y despersonalizada. Si en
las guerras se asesina con un joystick, en el crimen se alardea con la tecnología. Este análisis de seguridad
debe realizarse desde la geopolítica, no desde la infraestructura y el software.
Ignacio Ramonet dice que el nuevo sistema-mundo se caracteriza por una multiplicidad de rupturas
estratégicas, cuyo significado es difícil de elaborar. Internet es el vector de los cambios y muchas crisis
recientes se vinculan con las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TICs), con la
desmaterialización, la digitalización generalizada y la explosión de las redes sociales. La brecha entre la
abundancia de información y la escasez de accesos más la conjunción de diseminación de tecnología y
abundancia de reclamos, dinamiza la formación de nuevos agrupamientos sociales instantáneos (fiestas y
protestas) y reproduce la radicalización de los procesos de criminalización.
Internet es un factor geopolítico, mucho más que una simple tecnología, como demostró el rol de
Wikileaks, Facebook, Twitter y demás redes sociales en la aceleración de la conectividad y en la
permeabilidad de la solidez soberana de los Estados. Google, Apple, Microsoft, Amazon y Facebook se
anudaron con el aparato del Estado en Washington, puestas al servicio de la política exterior de Estados
Unidos y estableciendo jerarquías de centros y periferias geopolíticas en el ciberespacio, cimentando la mayor
capacidad de espionaje de masas jamás vista. Esta alianza creó un "imperio de la vigilancia" que busca poner
a Internet bajo escucha y etiquetar la privacidad como problema de seguridad nacional.
Simultáneamente las estructuras de poder se difuminan por el acceso universal a la red y la utilización
de nuevas herramientas digitales. Ramonet dice que "el ciberespacio se ha convertido en una especie de
quinto elemento. El filósofo griego Empédocles sostenía que nuestro mundo estaba formado por una
combinación de cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego. Pero el surgimiento de Internet, con su misterioso
‘interespacio’ superpuesto al nuestro, formado por miles de millones de intercambios digitales de todo tipo,
por su roaming, su streaming y su clouding, ha engendrado un nuevo universo, en cierto modo cuántico, que
viene a completar la realidad de nuestro mundo contemporáneo como si fuera un auténtico quinto elemento".
Cada elemento geopolítico fue el escenario histórico de un campo de batalla y los Estados desarrollaron
ámbitos armados para cada uno de ellos (Ejército, Armada y Aviación). El desafío actual de los Estados es
incorporar un nuevo ejército: el ciber ejército encargado de la ciberdefensa, con sus propias estructuras
orgánicas y sus propias armas: los superordenadores capaces de defender las ciberfronteras y llevar a cabo
la guerra digital en Internet.
Los dilemas también se presentan en el campo de la seguridad ciudadana. Las agencias de coacción
de los Estados centrales avanzan sobre la libertad de los ciudadanos, vulnera derechos y crea inseguridad.
Además de ser una violación a la soberanía, fortaleciendo la incumbencia de la geopolítica de la
seguridad, el ciberespionaje viola el espacio íntimo de las personas y criminaliza el derecho a la información.
En ambos casos el espacio virtual posee indicadores de estatalidad que pueden determinarse para el área
de la ciberdefensa. Lo mismo sucede en la cibercriminalidad. La invasión de la privacidad, el abuso de
información, el acoso a la intimidad personal o el robo informático son generalmente estrategias organiza-
cionales. No son asuntos de índole informática o de resolución técnica, son problemáticas estratégicas,
territoriales, geopolíticas. Allí también hay indicadores de estatalidad que deben determinarse y medirse.
Las fuerzas de seguridad de otros países, conducidas por otros Estados, pueden violar la soberanía
territorial del ciberespacio, al combatir la pedofilia por ejemplo. Aunque la tecnología puede vulnerar la
seguridad, tiene dificultades en construir una territorialidad alterna, con lo cual es relativamente fácil de ser
rebatida si se tiene conciencia sobre qué tipo de problemática se trata. La habilidad de un país para llevar
adelante su defensa y su seguridad, en términos de combatir al crimen organizado en la red, dependerá en
cierta medida de su desarrollo tecnológico, su infraestructura, su tecnología, su industria y su modelo de
gestión de la tecnología. Pero sobre todo dependerá de su capacidad de elaborar política soberana en
términos de geopolítica de seguridad que incluya al ciberespacio. Si el binomio delito/delincuente adquiere
carácter prioritario, se cede la soberanía del ciberespacio en favor de la resolución criminalística del caso. Si
en cambio se concibe al espacio virtual como territorio y se entiende que la política soberana incluye las 5
dimensiones territoriales, se evita el sobredimensionamiento del espacio virtual y se ejerce soberanía territorial
conjunta, dando importancia geoestratégica unificada a todos los elementos. Es lo que llamamos en su
conjunto territorialidad.
Internet facilita al crimen organizado el mejoramiento de sus indicadores territorialistas y estatalistas,
como afirmamos desde el punto de vista de la geopolítica de la seguridad. Crímenes cibernéticos como el
fraude bancario, la piratería audiovisual o la distribución de imágenes de abuso sexual a menores de edad,
encuentran en la red un vector rápido aparentemente despersonalizado. Internet también facilita el tráfico de
drogas sintéticas, la trata de personas, el comercio ilegal de armas, el fraude con tarjetas de crédito y múltiples
variantes del cibercrimen.
La medición de los indicadores de estatalidad del ciberespionaje y del cibercrimen permite desentrañar
el carácter geopolítico de la problemática de seguridad que se expresa en las disputas estratégicas propias
del ciberespacio, donde los ámbitos de seguridad nacional, de seguridad privada y de seguridad ciudadana
se solapan y conjugan.
Este quinto plano geopolítico exige la reformulación de un pensamiento estratégico sudamericano
regional completo para la defensa de los intereses soberanos de nuestros Estados y de nuestros ciudadanos.

Trabajando con los indicadores de estatalidad (IV)


Leyes duras, presupuestos abundantes, gatillo fácil y cárceles llenas han empeorado los indicadores de
seguridad en toda América Latina mientras los ciudadanos se perciben con toda razón crecientemente más
inseguros.
El Estado es el principal actor de la seguridad en su doble rol de decisor político y de ofensor criminal,
causa del problema y origen de la solución. Comparte con el delito las características definitorias de ambos
universos: territorialidad, monopolio, coacción y estabilidad. La geopolítica de la seguridad impulsa el
mejoramiento de los indicadores de estatalidad del Estado a fin de disminuir la incidencia de los indicadores
de estatalidad del delito.
El Estado no es homogéneo ni estático, está mutando constantemente y asiste a las subas y bajas de
poder en sus distintas áreas en virtud de los resultados coyunturales de las disputas interhegemónicas
establecidas en su seno. Esas diferencias de nivel permiten hablar de grados o indicadores de estatalidad a
la hora de estudiar el comportamiento social del Estado.
El concepto de estatalidad no significa más presencia del Estado, sino más Estado dentro del Estado;
es la recuperación del carácter democrático, humanista y garantista del Estado. En términos de seguridad es
la revocatoria de la violencia, la impunidad y los pactos delegativos.
Entendiendo que la seguridad es una problemática siempre de carácter local, los indicadores de
estatalidad territorial se refieren a la iluminación de las calles en los barrios, el transporte público en cantidad
y calidad, la existencia de buenos accesos, el control y visibilidad de los espacios vacíos (baldíos), centros
deportivos, actividades recreativas, vida comercial nocturna, la ampliación del espacio público, la extensión
del horario ciudadano y la democratización – ocupación del territorio barrial.
La conexión del barrio o colonia con el resto de la ciudad tiene una centralidad geopolítica que debe
alejarse de los intereses comerciales de shoppings y megamercados para volcarse a una geopolítica de la
seguridad. No deber haber barreras físicas (autopistas, vías férreas, ríos) que aíslen o fragmenten los núcleos
poblacionales, los desafíos geopolíticos que puedan existir deben ser resueltos, evitar que los formatos de
las construcciones configuren espacios vacíos o cerrazones urbanas. A nivel de una geopolítica nacional de
la seguridad, el ferrocarril es un constructor de pueblos, un integrador geográfico de regiones y un garante de
interconexión humana que debe recuperarse.
Los indicadores relacionados con el carácter monopólico del Estado se refieren a la calidad de la
provisión de servicios que deben considerarse como bienes públicos (agua, electricidad, gas, televisión,
internet). También están implicadas la salud pública, la existencia de oficinas de gobierno en los barrios,
escuelas, Iglesias, talleres. Los incentivos para la presencia de ONGs en los barrios son contrarios a la
elevación del carácter monopólico del Estado porque señalan su ausencia por delegación de poder, como
una tercerización de sus obligaciones.
Dentro del mejoramiento de los indicadores de estatalidad en el aspecto monopólico del Estado es
esencial poner fin al doble pacto delegativo de la policía, el gobierno y el crimen organizado retomando el
control político de la seguridad.
La estatalidad de la coerción o violencia se manifiesta en los indicadores relacionados con la existencia
de una policía de proximidad para el control de la violencia interpersonal, propender a la resolución pacífica
de conflictos, una cultura de la convivencia y el autoncontrol, una cultura de paz, el fomento a la transparencia
y el fin de la corrupción, el acceso ciudadano a la libertad de información, la eliminación de los edictos
policiales. El rol policial en los barrios se manifiesta en el patrullaje permanente, la presencia pasiva, la
implementación de lugares seguros, con la intención de asegurar el control territorial y la legitimación de la
ocupación del espacio público.
Por último, la estabilidad geopolítica se expresa en políticas de visibilización del Estado, mediante la
promoción de liderazgos locales participativos, el empoderamiento de las organizaciones civiles mediante la
participación en asuntos comunitarios, el abordaje científico de las problemáticas criminales locales, el
fomento a la educación y formación policial con el objetivo de establecer estrategias de descriminalización.
Es vital el fortalecimiento de la comunicación positiva en seguridad y la formación de periodistas
especializados en seguridad.
La descriminalización trabaja sobre la hipótesis de la existencia de delitos que no son delitos, hacia una
despenalización de la vida social mediante la comprensión de las disparidades geopolíticas que definen a la
sociedad contemporánea. Los perfiles criminales están cargados de falsas premisas, prejuicios y mecanismos
de control que definen a la familia y la escuela como instituciones nucleares constructoras de formatos
preconcebidos de normalidad. Los perfiles deben elaborarse con una base científica que descarte la sospecha
étnica, de clase, migratoria o ideológica.
La comunicación positiva entiende que las consignas estatales que pregonan la autopreservación de
seguridad (mediante conductas de precaución, autoexclusión, desconfianza y sigilo) aumentan el temor, la
individualidad, el descompromiso ciudadano y la percepción de inseguridad al mismo tiempo que fomentan el
uso ilegal del territorio, el armamento personal, la asunción de una legitimidad superior a la ley y la
despreocupación de las instituciones. Una comunicación positiva acentúa las garantías del Estado sobre la
seguridad personal y comunitaria local, asegurando espacios, usos y costumbres éticamente
correspondientes de la ciudadanía. De esta forma tiende a la descriminalización de los territorios, la ausencia
de temor y la autoconfianza ciudadana.
La formación de periodistas especializados en seguridad permitirá la elaboración de una masa crítica de
profesionales capacitados en la obtención y redacción de información pertinente y focalizada que menoscabe
el rol securitizante de los medios de comunicación, principales constructores de la agenda de seguridad en
nuestros países.

Más allá de la política criminal y la criminología (V).


La teoría planteada por la geopolítica de la seguridad se refiere a la mejora de los indicadores de
estatalidad del Estado y también a las determinaciones que el territorio ejerce sobre las personas y las
comunidades, liberándolas de la presión criminalizadora del Estado y construyendo una ética territorial de
derechos. Es sabido que la seguridad tiene dos dimensiones, la dimensión objetiva y tangible, de la que
normalmente existen indicadores cuantificables; y la dimensión subjetiva, vinculada a percepciones sobre la
posibilidad o riesgo de ser víctima de algún delito y que por su misma razón de ser es difícil de cuantificar.
Los diversos niveles de criminalidad, entendidos como mediciones estadísticas de conductas
observables, son un dato objetivo, al igual que otras variables contextuales como la vulnerabilidad social, la
falta de vínculos familiares, las agresiones no delictivas o la incertidumbre frente al futuro. La percepción de
inseguridad es el aspecto opuesto, referido a cómo se construye subjetivamente la realidad, en base a
información, propaganda e ideología. La brecha entre ambas dimensiones se profundiza en las sociedades
latinoamericanas, con una población que se siente crecientemente insegura en contextos de inseguridad
cambiantes. La seguridad no se refiere simplemente a indicadores de crímenes, sus consecuencias, su
contexto y sus percepciones, sino que va mucho más allá de estas variables objetivas y subjetivas, abarcando
una problemática compleja, amplia y multidimensional.
Esto implica la necesidad de establecer una diferencia entre la política criminal, que siempre trabaja con
el delito, y las políticas de seguridad que tienen un ámbito de acción, especialmente en lo preventivo o
disuasivo, que puede estar vinculado a conductas no calificadas como delitos. Lo que llamamos fenómeno
criminal o criminalidad no es una realidad natural sino el entrecruzamiento de fenómenos culturales
(conflictividad) y políticas estatales (procesos criminales).
Desde la vieja escuela clásica de César Beccaria hasta hoy se ha colocado al orden y la ley como
sinónimos y como paradigmas dominantes del funcionamiento de una sociedad a la que se terminó
denominando Estado de derecho. Según esta visión, todo conflicto implicaba un "desorden", una anormalidad,
convirtiendo al fenómeno criminal en una desviación social o un desequilibrio del orden social. En
consecuencia toda política de seguridad debe buscar el restablecimiento del "orden" perdido. Mediante esta
concepción la criminología clásica y positivista justifican el nacimiento moderno de las fuerzas policiales como
encarnación del monopolio legítimo de la violencia. Esta ecuación, llena de falsedades, sustentó con mucha
simpleza e ineficacia las políticas de seguridad, suponiendo que la sociedad es ordenada y que la normalidad
es un bien universal, afirmaciones que la geopolítica de la seguridad desmiente.
La idea de orden es una utopía autoritaria imposible, porque el conflicto es inherente a la sociedad. En
algunas sociedades modernas la idea de orden comenzó a ser reemplazada paulatinamente por el concepto
de gestión de la conflictividad entendiendo que el cambio y el conflicto no son conductas desviadas en un
sistema "normal" sino que son comportamientos habituales dentro de las disparidades asimétricas y
contradictorias propias del sistema.
La gestión de la conflictividad es un paradigma alternativo que percibe al conflicto como un componente
natural de la sociedad y pretende disminuir la presión hacia la violencia y evitar el predominio (institucional)
del más fuerte, comprendiendo que detrás de un delito siempre hay una problemática de naturaleza social.
Esta preferencia por la solución pacífica de los conflictos y la atención a la base social del delito, es un enfoque
atemperado y positivo, pero no se aleja del paradigma de la ley y el delito como preocupaciones centrales de
seguridad.
Las pobres políticas de seguridad se nutren de los déficits de producción teórico-estratégica en
seguridad, que implementan esas políticas desde el derecho penal, con una visión penal-militarista todavía
predominante en los programas de formación policial y en las carreras universitarias de seguridad con fuerte
énfasis penalista. Según esta visión, nos enfrentamos a casos ya previstos por la legislación penal, que
merecen una respuesta dada por la justicia mediante la aplicación de la sanción prevista en la ley penal. Esta
falsa idea que entiende que la seguridad es una subdisciplina derivada del derecho, como hasta hace poco
entendió que era la política, no acepta todavía su fracaso y no está abierta a escuchar las soluciones.
La criminología, autodenominada como una disciplina en constante ampliación, ha transitado hacia el
nuevo paradigma de la criminología critica, que se enfoca en el estudio de las estructuras sociales donde se
produce el delito aunque la criminología operativa, en manos de los detentadores del sistema penal, no ha
modificado sus estándares corporativos.
La criminología ha demostrado ser consistente, centrando sus estudios en el crimen y en la acumulación
cuantitativa de casos y personas, abrumando con estadísticas policiales, judiciales, encuestas de
victimización, etc. Con el advenimiento de la seguridad ciudadana se han sumado los mapas del delito y sus
indicadores.
Coincidimos con Alberto Binder cuando afirma que una buena parte de la criminalidad urbana común
gira alrededor de regularidades sociales que responden a lógicas de mercado más que a una sumatoria de
conductas individuales. Una lógica de mercado implica un circuito comercial institucionalizado e
interinstitucional, jerarquías, reglas de juego, rutinas operativas estandarizadas, un sistema de rotación de
liderazgos y cierto control territorial. Cuando este escenario deja de percibirse económicamente y se lo analiza
desde el punto de vista político, cada elemento supone estatalidad, constituyendo una perspectiva propia de
la geopolítica de la seguridad.
Los mercados así conformados son variados: mercado de vehículos sustraídos y repuestos; mercado
de mercadería sustraída a granel. Piratería del asfalto; mercados de metales (cables, alcantarillas, etc.);
mercado minorista de objetos sustraídos (relojes, celulares, radios, etc.); mercado de ganado, cuatrerismo,
abigeato; mercado de armas de guerras y explosivos; mercado de armas comunes; mercado de venenos y
drogas; mercado de personas emigrantes; mercado de pornografía y prostitución infantil; mercado de
explotación sexual de adultos; mercado de flora protegida o en extinción; mercado de fauna protegida o en
extinción; mercado de objeto y marcas falsificadas; mercado de objetos y software al margen de las patentes
y los derechos de autor; mercado de apuesta y juego clandestino; mercado de influencias y sobornos.
Financiamiento de la actividad política (obras públicas, contratos del Estado, etc.); mercado financiero y
lavado de dinero; mercado laboral clandestino. Explotación. Servidumbre y esclavitud; mercado del aborto y
de la manipulación genética; mercado de órganos; mercado clandestino de servicios profesionales
(asesoramiento impositivo, legal, etc. en tanto forman parte de la actividad ilícita); mercado de objetos
culturales protegidos o de valor histórico.
En un universo definido en términos de mercados políticos, policías y fiscales se encuentran inmersos y
perdidos en un "caos" estratégico, persiguiendo individuos que cometen delitos en vez de organizaciones que
ejecutan procesos.
La mirada de la política criminal y de la criminología, clásica o crítica, busca distinguir una aguja en un
mar de agujas. La geopolítica de la seguridad, en cambio, varía el enfoque y mira al Estado, la sede de la
totalidad. Su inteligencia y su acopio de información rastrea y reconstruye el circuito territorial completo
sancionando al mismo tiempo la baja estatalidad del Estado y la alta estatalidad del crimen.

Gobernabilidad y gobierno de la seguridad (VI)


Según Michael Coppedge la gobernabilidad es el grado en el cual las organizaciones y procedimientos
del sistema político se institucionalizan y adquieren valor y estabilidad para los actores estratégicos, aquellos
que tienen la capacidad de erosionar dicha gobernabilidad.
Las corporaciones de seguridad son algunos de estos actores estratégicos que pueden dificultar la
concreción de políticas de seguridad que vayan contra sus intereses, disminuyan su protagonismo o
desdibujen sus propios pactos políticos. A ellas se suman la ciudadanía, los medios de comunicación, los
distintos niveles de la administración pública y las cámaras empresarias, todos con distintas visiones y
diferentes abordajes. Si la seguridad es una responsabilidad del gobierno y no de la policía, el gobierno de la
seguridad es una atribución política no delegable que construye los criterios ordenadores de la seguridad y
logra la imposición autoritativa de valores.
Las dimensiones del concepto de gobierno de la seguridad exceden una simple visión reformista
modernizadora porque buscan mucho más que la administración eficiente de las rutinas operativas
institucionales y pretenden una resolución definitiva de las problemáticas de seguridad. En esta presión de
urgencia que va de la teoría a la política, el gobierno de la seguridad no es la capacidad de gestionar conflictos
para volverlos tolerables sino la capacidad de dirigir políticas para hacerlas posibles.
La apelación a la idea de gobernabilidad hace referencia a los dispositivos de negociación y de
cooperación entre los actores de la sociedad civil, del mercado y del Estado para facilitar y conducir procesos
colectivos que definen cómo se toman decisiones y se elaboran normas sociales en seguridad.
Hasta no hace mucho la seguridad era un ámbito de exclusiva incumbencia del Estado, pero actualmente
las instancias involucradas en la construcción de la seguridad van más allá de la tríada policía-justicia-sistema
penitenciario: la seguridad privada, la participación ciudadana, la concepción de bien público o la prevalencia
de la seguridad como asunto local son algunos de los procesos y actores que se han ido incorporando.
Elskin Velázquez puntualiza diversos aspectos que deben tenerse en cuenta a la hora de pensar el
gobierno de la seguridad:
- El análisis de la conflictividad en la toma de decisiones porque la seguridad es un fenómeno
multicausal y multifacético donde intervienen múltiples actores.
- El mapa de los actores estratégicos, cuya elaboración es la fase más importante del análisis de
gobernabilidad de la seguridad. Del conocimiento de las características de cada actor depende el diseño, la
aplicación y la viabilidad de las soluciones de gobernabilidad.
- Las reglas que regulan la relación entre los actores de la seguridad, referidas a los principios
constitucionales, legales y hasta culturales que rigen la concepción de la seguridad en un territorio
determinado.
- Las dinámicas que determinan el problema de la gobernabilidad en el tiempo, con el fin de conocer
las fases históricamente transcurridas hasta llegar a la situación de conflictividad o de gobernabilidad de un
momento determinado. Se trata de introducir una pauta de historicidad de la gobernabilidad.

Desde el punto de vista del gobierno de la seguridad el deterioro en la seguridad se debe más a las
conflictividades suscitadas entre los actores estratégicos que a los hechos delictivos mismos, en un contexto
donde la toma de decisiones políticas es resultado de la pugna inter-agencias y de la competencia burocrática.
Cualquier disonancia estructural en tiempo y espacio puede entorpecer e incluso impedir la aplicación
satisfactoria de una política de seguridad determinada. El decisor político debe tener la capacidad y la
habilidad de establecer con claridad sus criterios orientadores a fin de impulsarlos entre los actores
estratégicos y crear una base sustentable de gobernabilidad de la seguridad, que perdure en el tiempo y
supere los desafíos.
Un sistema de seguridad se compone de diversos subsistemas con capacidades específicas (prevención
del delito, organización policial, persecución penal, sistema penitenciario, etc.). Desde el punto de vista de la
centralidad territorial propia de la geopolítica de la seguridad las políticas de seguridad requieren de
coordinación entre distintos niveles, ya que las acciones se realizan en el plano municipal, nacional, regional
e internacional.
Sin embargo la geopolítica de la seguridad se encuentra en una posición incómoda a la hora de definir
su postura respecto a esta forma de pensar sobre el gobierno de la seguridad.
En seguridad la gobernabilidad es un concepto que transforma la idea de “gobierno deseable” en una
práctica de “gobierno posible”, provocando la “rendición” de cualquier estrategia democrática a los pies del
compromiso alcanzado entre las instituciones. Es allí cuando los “criterios orientadores” se convierten en
declaraciones grandilocuentes incapaces de guiar ninguna política efectiva de seguridad. Así se entiende el
modelo de gobernabilidad que surge del doble pacto o de las políticas delegativas o de gerenciamiento de la
seguridad, que cumplen con todas las reglas del juego creando un modelo que ha sido durante mucho tiempo
“gobernable”, pero que ha carecido siempre de “gobierno”.
Para la geopolítica de la seguridad no se trata de actores y sus conflictividades, sino del Estado y su
retiro histórico de la conducción de la seguridad. Así como el Estado se ha retirado de la conducción de la
economía se ha retirado también de la conducción de la seguridad. Entendemos por conducción no la gestión
administrativa de las rutinas operativas de un universo dado de preferencias y comportamientos, sino la
dirección e implementación autoritativa de los valores que guían ese universo y esas rutinas operativas. La
afirmación de que la seguridad ya no es de incumbencia exclusiva del Estado ha sido reemplazada por la
afirmación de que el Estado ya no tiene incumbencia en la seguridad. En el medio han quedado temblando
inconsistentemente las medias tintas con que se pueblan las páginas de revistas y libros académicos.
La afirmación central de la geopolítica de la seguridad es que el Estado es el actor más importante en la
seguridad por ser el responsable del gobierno de la seguridad, responsabilidad que no recae en las
instituciones policiales sino en el gobierno, tratándose entonces de una responsabilidad política indelegable.
La segunda afirmación de la geopolítica de la seguridad es que la coordinación entre actores y la
reducción de los niveles de conflictividad no tiene un carácter procedimental sino un fuerte carácter
programático. La coordinación se basa en la confluencia, aceptación y formación de valores democráticos,
políticos y geopolíticos que no pueden ser incomprendidos, suspendidos ni relativizados. Las conflictividades
instrumentales son propias de todo proceso de coordinación inter-agencias, reproducidas dentro de un marco
de convivencia de paradigmas.
La tercera afirmación de la geopolítica de la seguridad es que el objetivo de la seguridad no es el orden
ni la justicia ni el cumplimiento de la ley, sino la garantía de la defensa de los valores adquiridos. La misión
de las instituciones de seguridad está íntimamente vinculada a la definición democrática, moderna y civilizada
que de sí misma haga la sociedad, a través de las políticas del Estado.
Por último, la seguridad es una escuela permanente de formación política, donde la corresponsabilidad
participativa de la ciudadanía implica el reconocimiento de las desigualdades y el aprendizaje de las
distancias, la convivencia de los extraños y el quebrantamiento de las jerarquías. El fin de la victimización no
se alcanzará a partir del establecimiento de políticas securitizadas de inclusión que diferencian un “nosotros”
más amplio de un “ellos” más angosto, sino por la aceptación de fragmentaciones, brechas, rupturas y
singularidades dentro de un todo social inexperto y aproximado, incapaz de dictar soluciones universales de
normalidad y legalidad. A esto se llama construcción de la territorialidad.
La inviabilidad de la ciega tendencia a repetir los mismos procedimientos buscando obtener distintos
resultados nos obliga a pensar nuevos formatos de políticas de seguridad que rompan paradigmas y
deshagan los pactos delegativos político-policiales habituales en América Latina. Se debe construir un
gobierno fuertemente político y altamente centralizado de la seguridad, para fortalecer la territorialidad del
Estado y estatalizar los territorios. Si gobernar es tomar decisiones es vital la planificación, la información y la
inteligencia, verdaderas “malas palabras” en nuestros países, cargados de represión e ilegalidad estatal
además de improvisación y malas prácticas.

Un camino posible hacia un futuro deseable (VII)


Norberto Bobbio decía que la democracia tiene promesas incumplidas, entre ellas su incapacidad de
deshacerse de los poderes invisibles construyendo en su lugar un poder transparente que no esconda nada
a la ciudadanía.
En pleno siglo XXI el poder todavía permanece oculto, operando detrás de la escena, inmune a los
tribunales, a las elecciones y al paso del tiempo. La ciudadanía ha sabido construir mecanismos de arbitraje
y sanción penetrantes y constitucionalmente garantizados, pero hay niveles donde su alcance se ve
seriamente limitado. Más allá de las ciudades capitales de los países la impunidad es un mecanismo de
reproducción de poder y riqueza menos custodiado y más displicente. Si la “mano invisible” del mercado hace
notar su intervención cada vez con mayor claridad, la “mano invisible” del poder todavía permanece, en líneas
generales, secreta y silenciosa.
En ese terreno donde la legalidad es apenas una etiqueta elegante, el crimen organizado en sus más
diversas variantes (prostitución, juego, trata de personas, abigeato, robo de tierras) siempre formó parte de
los procesos rurales de acumulación. El narcotráfico vino a romper esa vieja matriz invisible de la mano del
comercio global (hidrovía), los procesos de sojización (extensión de la frontera agrícola) y la abundancia de
dinero líquido. Lo invisible salió a la luz y el “show” de información desnudó las tramas locales del poder
oculto. Es allí donde empieza a plantearse la omnipotencia del narcotráfico y la diminuta capacidad
confrontativa de los gobiernos locales. Las comunidades y los decisores creen no tener posibilidades de salir
adelante con éxito, en un contexto confuso, cargado de sobreinformación e interpretaciones. Las últimas
propuestas de seguridad ciudadana, discursivamente correctas, no han logrado constituirse en reglas
operativas alternativas. Como toda verdad que pretende ser evidente, la fortaleza del narcotráfico es menos
sustentable cuando se logra comprender sus contradicciones y limitaciones.
Las problemáticas de seguridad no tienen un incierto carácter multinivel al que invocan quienes reclaman
coordinación, gobernabilidad o coherencia inter-institucional entre los diferentes niveles de gobierno (federal,
estatal, municipal) como un pre-requisito de cualquier modelo de gestión de seguridad. Para la geopolítica de
la seguridad las problemáticas de seguridad son una cuestión local, porque allí se desarrollan las actividades
criminales y se corporiza la territorialidad. Solo a nivel municipal es posible experimentar un acercamiento
“cara a cara” con el circuito territorial completo, desde el Estado hasta el barrio. El carácter geopolítico de la
seguridad no habla de un territorio que está más allá de toda cualificación física, sino que por el contrario
afirma una geopolítica territorial visible, intersubjetivamente significativa y esencialmente humana.
Se ha afirmado reiteradamente el carácter transnacional y globalizado del narcotráfico sin tomar en
cuenta que las bases territoriales de dichas organizaciones tienen carácter municipal. Los mercados de
consumo y los mercados de producción (cocinas) implican un control territorial barrial, con protección policial,
mientras los circuitos de tránsito operan a través de rutas físicas con controles formales asentados en las
localidades. Los carteles son descriptos como organizaciones criminales todopoderosas y complejas, pero en
concreto operan mediante mecanismos multiplicadores y descentralizados, como todo mercado, alcanzando
finalmente su conexión local diversa en cualquiera de sus cinco mercados componentes (producción, tránsito,
consumo, lavado de dinero y precursores químicos). Aunque el crimen organizado puede carecer de un origen
local, es en el municipio donde adquiere una territorialidad concreta y cobra significado, como mínimo porque
el mercado de consumo (el más geopolítico de los mercados del narcotráfico) se ejecuta allí. En los niveles
alejados de la localidad, los rastros territoriales son más difusos, corruptos e invisibles.
La afirmación de que el gobierno de la seguridad es altamente político y centralizado se condice
armoniosamente con una estructura operativa descentralizada y local, donde las responsabilidades y
estímulos crecen hacia abajo y los resultados y las demandas se acumulan hacia arriba. El principio de
subsidiariedad es plenamente operativo para la geopolítica de la seguridad, con la idea de que si algo puede
hacerse en los niveles inferiores no hay motivo para centralizarlo más arriba. Así se obliga a la diseminación
de la toma de decisiones en todos los niveles, con criterios orientadores establecidos al nivel político más
elevado y diseños de políticas públicas creados a niveles menores, respondiendo a necesidades locales,
incluso microterritoriales.
Esta preponderancia de la localidad en el diseño de políticas públicas de seguridad le quita a los
municipios la percepción de victimización inerme de las actividades criminales organizadas, como si vinieran
resueltas e implementadas desde otros niveles impredecibles y lejanos. Muy por el contrario permite la
comprensión, certera y cercana, de las dimensiones y características del crimen organizado tal como es en
realidad y no tal como es presentado comunicacionalmente y re-presentado políticamente.
La sensación derrotista de fatalidad inexorable con que la ciudadanía piensa la problemática del
narcotráfico tiene múltiples causas y factores explicativos, entre ellos dos que merecen destacarse: una
deficiente comunicación de seguridad y una concepción equivocada del problema.
La comunicación de seguridad es encarada en términos espectaculares e invasivos. Si las noticias sobre
narcotráfico son negativas (asesinatos, ejecuciones), interesan a los medios; si son positivas (incautaciones,
detenciones), interesan al gobierno. Ambas valoraciones producen temor e incrementan la percepción de
inseguridad. En todos los casos se monta una puesta en escena y se desarrolla un espectáculo mediante el
cual la ciudadanía aprende paulatinamente sobre la importancia preponderante de un asunto que en realidad
no tiene incumbencia en su vida diaria. La cultura del miedo y las conductas de autoacuartelamiento se
reproducen en una atmósfera incentivada por políticas de comunicación contraproducentes, que describen al
narcotráfico como un actor unitario, organizado en estructuras monolíticas y supraterritoriales, eficientemente
corruptor y constantemente victorioso. Ninguna de estas características es cierta, pero los mitos fundacionales
construidos comunicacionalmente les han otorgado un carácter verídico indiscutible. En síntesis, la
ciudadanía se preocupa por una problemática que no le corresponde.
La concepción equivocada del problema consiste en confundir drogas con narcotráfico. Las familias y
los ciudadanos sí están acertadamente preocupados por el crecimiento del consumo de drogas y los efectos
que éstas producen en la salud personal y en la vida social de los consumidores. Sin embargo el consumo de
drogas es un problema de salud pública, no un problema de seguridad. La presión distorsionada con que la
ciudadanía espera soluciones a un problema con características diferentes a las definidas habitualmente,
implica una sobrecarga de afectaciones y demandas que satura la capacidad organizacional, emocional y
política de las administraciones locales. En síntesis, la ciudadanía define como narcotráfico algo que en gran
medida no lo es.
Estos dos problemas (comunicación negativa y confusión drogas-narcotráfico) son una oportunidad para
que las administraciones municipales o provinciales adopten políticas de seguridad resolutivas, exitosas y
estables en relación al crimen organizado. La necesidad de bifurcar las políticas sobre “narcotráfico” en las
áreas de salud pública y seguridad, derivando poblaciones a universos separados, ofrece expectativas
renovadas a la población afectada por el consumo, redirecciona inversiones del municipio, reduce la presión
sobre la población penitenciaria, concentra las fuerzas policiales en tareas específicas y favorece la gestión
pública de los asuntos de seguridad.
El acompañamiento de una más moderna política de comunicación positiva colaborará para la mitigación
de las demandas y la pérdida de prioridad del narcotráfico en la agenda ciudadana. Los incentivos para una
cultura del autocontrol y la convivencia pueden formar parte de una política de comunicación positiva.
Comunicación y concepto son propuestas esencialmente no confrontativas para comenzar a resolver
paulatinamente la problemática del narcotráfico a nivel local. Frente a la sensación de que todo está perdido
la geopolítica de la seguridad rehúsa la adopción de políticas cuantitativas basadas en más fuerza y abraza
la incorporación de políticas cualitativas basada en más inteligencia. El empoderamiento de las comunidades
y el fortalecimiento de los decisores permitirán construir co-responsablemente un futuro sin narcotráfico.

La institución policial desde la perspectiva geopolitica (VIII)


La palabra griega “polis” es origen común de dos términos universalmente aceptados, por un lado
“política” y por otro lado “policía”. Las lenguas europeas (francés, inglés, alemán, español) coinciden con el
castellano en adoptar esta segunda acepción de sentido represivo, la policía como encargada coercitiva de
la polis, el orden armado que posibilitaba el desarrollo pacífico de las actividades del ágora ciudadana.
Aunque ya pueden encontrarse antecedentes policiales en la salvaje “krypteia” espartana, fue el Imperio
Romano quien creó el primer sistema centralizado de policía asociado a una matriz militar y al paradigma
subyacente de orden público, lo que dio posterior nacimiento a la escuela latina (francesa) en materia de
estructura institucional, la que sería predominante en el mundo occidental.
Las características originarias con que fue pensada la policía son:
- Su institucionalización como elemento corporativo permanente y constitutivo del Estado moderno,
al igual que las Fuerzas Armadas, depositarias del “monopolio legítimo de la violencia”.
- El establecimiento de un mando militarizado y centralizado, con categorías y jerarquías militares.
- La división territorial de la estructura orgánica como modelo clásico de las instituciones policiales,
portadoras del control territorial interno del Estado.
- El nacimiento de tareas especializadas, como la policía del fuego, policía rural, policía de fronteras,
sin perder la unidad institucional.

El concepto tradicional de policía se asoció con la represión del delito y el mantenimiento del orden, un
concepto de seguridad situado en un entorno de control represivo de la criminalidad, con un fuerte carácter
reactivo. Terminó consolidándose alrededor de dos modelos básicos: el modelo latino, también conocido
como modelo francés, continental o napoleónico. Creado en 1791 tenía un carácter militar, centralizado y
extendido en todo el territorio. El otro fue el modelo anglosajón, creado a imagen de la policía metropolitana
de Londres, de carácter civil y dimensión local, al servicio de la comunidad. A pesar de las buenas apariencias,
también segregacionista e imperial.

Todo análisis de modelos policiales gira alrededor de dos componentes, el estratégico y el táctico:

- El primero se refiere al modo de organización policial (mando, despliegue, estructura orgánica).


- El segundo tiene que ver con la operatividad (patrullaje, selección de objetivos, acopio de
inteligencia).

Hoy existen cuatro modelos de organización policial:


- El modelo tradicional militarizado, que ve a la policía como garante del orden del Estado.
- El modelo racional burocrático, que ve a la policía como un elemento institucional y una organización
burocrática.
- El modelo de organización profesional. Nacido en los años 60s privilegia el profesionalismo para
enfrentar los movimientos antisistema en los países centrales.
- El modelo comunitario surge en la década de 1980 y tiene como objetivo central gestionar los
conflictos sociales. Este modelo comunitario, al contrario de la política de "tolerancia cero", es un
cambio cultural en los modelos de organización policial y sostiene la noción de que juntos, la policía
y la comunidad, son más eficaces.

La geopolítica de la seguridad asume los desarrollos expresados en los modelos policiales anteriores,
avanzando más allá de la simple sumatoria lineal del carácter estatal, institucional, profesional y comunitario.
Al hacerlo rescata la perspectiva estratégica en los modelos estatal e institucional y la perspectiva operativa
en los modelos profesional y comunitario.
En términos estratégicos, la policía se apropia del monopolio legítimo de la violencia y se convierte en
una institución constitutiva del Estado moderno, junto con las Fuerzas Armadas. Por ello es que
históricamente jugó un rol represivo de las disidencias internas, para sostener y fortalecer el control territorial
interior del Estado, mientras las Fuerzas Armadas cumplían la misma tarea en relación a las amenazas
exteriores, provenientes de la anarquía propia del sistema internacional.
Este argumento sigue utilizándose todavía hoy para justificar a la institución policial como garante del
orden público y el respeto a la normalidad social. La solidez de esta afirmación convierte a toda crítica a la
policía en una crítica a los procedimientos policiales, sin hacer mella en la concepción de policía vigente en
la sociedad contemporánea. Se solicita que dicha garantía se ejerza con respeto a los derechos humanos y
con un desarrollo profesional de las técnicas de investigación, manteniendo al mismo tiempo el carácter
sustantivo de la institución policial, una dualidad metodológica inviable e inoperante. Si la policía es garante
del orden social, sus tácticas operativas tenderán siempre a la ilegalidad y la corrupción.
La geopolítica de la seguridad sostiene en términos estratégicos dos afirmaciones rotundas:

 El monopolio legítimo de la violencia es del Estado, no de sus instituciones, un debate más


relacionado con la divulgación de una noción exageradamente simplificada del Estado que con la
esencialidad de dicho monopolio. Una ciudadanía corresponsable de la seguridad, como reclama la
seguridad ciudadana, supone el retorno de parte de las cédulas de seguridad a su depositario natural, el
Estado (concebido como una relación intersubjetiva). Esta afirmación, cuyas consecuencias operativas
apenas se están desarrollando, le restan a la institución policial incumbencia exclusiva como elemento
definidor del monopolio legítimo de la violencia del Estado.
 Las nociones de orden público y normalidad social son totalmente carentes de significado y
relevancia en las actuales condiciones de reproducción social capitalista. El orden público, en caso de que
siguiera siendo un valor socialmente preferido, no puede ser establecido verticalmente, como una
categoría a-histórica permanente y sin distinciones espaciales. En sociedades al mismo tiempo
microterritoriales y globales, llenas de emergencias que reconocen la ruptura del tiempo histórico y con
fragmentaciones espaciales de autoexclusión, la noción de orden sólo puede nacer de la aceptación del
caos: reconocer las diferencias y la necesidad de convivencia de lo extraño dentro de lo propio. Si los
territorios son constituyentes de las personas y las comunidades que los habitan, el “orden” tiene un
carácter territorial, o sea local, al cual debe más corresponder que respetar: se trata de territorializar la ley.

Por otro lado, en términos operativos, la geopolítica de la seguridad también afirma dos parámetros
contundentes:

 Si la nueva “normalidad” tendrá un carácter territorial, los modos operativos tenderán a la


mejora de los indicadores de estatalidad del Estado, en primer lugar de su órgano policial. Ya no se tratará
de la vigilancia sobre la corrupción o la violación de los derechos humanos, sino de la asunción de rutinas
operativas de mayor o menor estatalidad, cuyo ejercicio será automáticamente cuantificado y calificado en
base a indicadores pre-establecidos. La institución policial sostendrá tácticas operativas “limpias” porque
así contribuirá a la construcción de un territorio descriminalizado y a la des-territorialización del delito. Sin
contrapartida estatal-policial el crimen se desterritorializa y desaparece como comportamiento
estatalizado, permaneciendo solo como preferencia individual.
 La policía ya no será garante de un supuesto orden supra-socialmente establecido sino
custodia eventualmente armada de una convivencia socialmente construida. En términos operativos estará
obligada a una cualificación elevada en pensamiento político y en planificación estratégica, con una
adaptación operativa cargada de inteligencia y modernidad. El nivel profesional exigido implicará pasar de
ser una agencia armada a una instancia decisional compleja, informada y veloz. El conocimiento avanzado
del diseño de políticas públicas será decisivo, sobretodo en su oficialidad y la capacidad de intervención y
co-gestión territorial ciudadana será su actividad prioritaria.

Finalmente, la construcción de una nueva policialidad para una nueva policía no es una tarea
administrativa posible de ser gerenciada, sino que es una tarea indelegable del Estado, resultado de una
histórica necesidad de transformación sin la cual no hay posibilidades de construir instituciones policiales
viables y efectivas. La tarea de contribuir a la mejora de los indicadores de estatalidad, central responsabilidad
estratégica de la policía, no puede realizarse sin el involucramiento completo de la respectiva autoridad
política.

El sistema penitenciario en la geopolítica de la seguridad


El sistema penitenciario es la máxima expresión del darwinismo social, un régimen de sobrevivencia
de los más fuertes. Aunque el Estado de derecho siga predicando sobre la rehabilitación, lo cierto es que las
cárceles forman parte de los dispositivos de “vigilar y castigar” propios de la sociedad de control. La función
de vigilancia está exacerbada mediante la injerencia en los datos personales desencriptados. 78 por ciento
del tiempo de los individuos está controlado por aparatos de inteligencia, redes sociales, telefónicas, grandes
tiendas y bancos, mientras la función de castigo sigue siendo totalmente pública, ejercida mediante la
represión física y la justicia penal.
Pensado y diseñado como sistema de castigo, la violación de los derechos humanos es un componente
esencial y normal, no desviado, del régimen carcelario vigente, una correlación política y social subyacente
que el sistema de justicia penal exhibe en todo su dramatismo. La cárcel es el corolario final de una política
económica que produce desigualdad y una política criminal que castiga las consecuencias. Los sectores
sociales con necesidades básicas insatisfechas son los destinatarios de la detallada y abundante tipología del
Código Penal, que no encarcela culpables sino pobres.

Cuatro elementos describen esta situación:

- Inequidad en el ejercicio de los derechos individuales


- Desigualdad de ingresos al interior de cada país
- Tasas crecientes de homicidio y delitos contra la propiedad
- Políticas criminológicas con énfasis en la justicia penal y la prisión

La suma de factores produce diversos efectos en el sistema penitenciario: altas tasas de criminalidad,
incremento de la población carcelaria (mass incarceration), hacinamiento y violación sistemática de los
derechos humanos.
Los enfrentamientos entre bandas rivales en cárceles de Brasil han evidenciado un perfil problemático
del sistema carcelario latinoamericano, en convivencia con sectores políticos y penitenciarios, donde han
muerto más de un centenar de presos en distintos enfrentamientos entre carteles del narcotráfico y donde
varias pandillas dirigen el crimen organizado desde el propio interior de las cárceles (el PCC y el CV).
Por otro lado es sabido que las prisiones con menores índices de violencia entre los presos y con menor
maltrato por parte de las autoridades son las que están controladas por los internos.
La cárcel no rehabilita y la post prisión carece de políticas de reinserción social, en un medio donde el
desempleo y la precariedad no permiten sostener siquiera a sus propios miembros. Aunque el sistema post-
penitenciario tiene la misión del cuidado de los liberados condicionados fracasa porque los Patronatos de
Liberados tienen escaso personal, no está especializado y suelen estar a cargo de los propios agentes de
policía.
El territorio carcelario es un espacio y un tiempo de reorganización y formación, como enseñaron los
viejos presos políticos de la izquierda mundial en el siglo XX. Si el sistema social envía a prisión a los más
débiles de sus miembros, de allí salen miembros organizados, y por lo tanto fuertes. Se trata un territorio en
el que una reacción proactiva impulsa el surgimiento de nuevas formas y organizaciones delictivas y una
reacción pasiva impulsa el aislamiento y la derrota darwiniana.
Frente a este muy efectivo modelo de estatalización criminal de la ocupación territorial existe el modelo
americano de privatización de la gestión territorial, con gerenciamiento empresario y proletarización forzosa
que Loic Wacquant describe en “Las cárceles de la miseria”.
Estos sistemas penitenciarios privados son adoptados en muchos países a partir del sistema promovido
por Estados Unidos, iniciativa que produce debates a favor y en contra. El modelo se ofrece como garante de
la mejor gestión, pero los críticos acusan a las compañías de ofrecer un servicio de peores condiciones que
el Estado.
Las empresas justifican sus operaciones en términos de mayor eficiencia del servicio, al estilo técnico
profesional. La Corporación de Correccionales de América fue la pionera de esta tendencia a principios de
los años 80s del siglo pasado y actualmente es la mayor compañía penitenciaria de Estados Unidos.

Estas compañías privadas se convierten en poderosos lobbies político-empresariales y recorren


América Latina y otras regiones ofreciéndose como alternativa al hacinamiento, los servicios estándares y el
aumento del costo de las cárceles. Las cárceles privadas llegaron a América Latina en el 2011, primero a
Brasil y luego a Chile.
En la lógica empresarial, todo aumento de la población y el delito es conveniente para las cárceles
privadas, porque su empresa es exitosa en torno al crecimiento del delito.
La política criminal latinoamericana expresa debilidades en tres ámbitos de la jurisdicción intramuros:
la prisión, el prisionero y el guardián armado.
Para la geopolítica de la seguridad la prisión ya no puede considerarse un lugar de paso hacia la
supuesta promesa siempre incumplida del Estado de derecho de reinserción-liberación del recluso. La prisión
es un territorio en sí mismo, que históricamente ha convocado mayor atención del sistema penal sobre la
variable temporal (tiempos de condena) que sobre la espacial (lugar de la condena, siempre un ingrediente
secundario de la sentencia). Su territorialidad está definida por la reorganización y la formación en términos
de estatalización del Estado, privilegiando la capacidad de cooptación y no de castigo, ya que la reinserción
se hace dentro de la prisión, no fuera ni después de ella.
La territorialidad de la prisión se construye desde la misma sentencia del tribunal, por el destino físico
establecido por el juez; siempre la estatalidad del Estado antecede a la estatalidad del crimen, que es reactiva.
La sentencia es el primer momento de construcción de la estatalidad.
Los Servicios Penitenciarios deben constituir una variante de formación y capacitación, contención y
superación, no una estancia de “tiempo muerto” improductivo, sino una organización constructora de
integración, una alternativa psicosocial que ofrece propuestas de trabajo y asegura la elevación personal, una
pedagogía diferencial y una socialización creadora de capital social.
Los formatos arquitectónicos y de responsabilidad social de las prisiones deben responder a un
proyecto penitenciario de reorganización, formación y trabajo. Los indicadores de estatalidad se medirán en
función de las opciones, oportunidades y alternativas aprehendidas en el espacio y el tiempo de prisión, de
tal modo de acercarse a funciones de reorganización y formación y entregar a la sociedad miembros fuertes
y “organizados”.
Por su parte el guardián armado desincentiva gradualmente su rol pretoriano y los factores de riesgo
físico para convertirse en un agente capacitado de disuasión, mediación, pacificación y liderazgo
organizacional.
Un cambio de formación profesional, una rotación de jerarquías en el propio diseño institucional y un
paulatino redireccionamiento de los objetivos a medida que se puedan estandarizar tratamientos validados,
son parte de los procesos de actualización y profesionalización que reclaman una adopción programada por
parte de los decisores políticos.

La seguridad privada
La seguridad ha sido tradicionalmente un ámbito discrecional del Estado, una situación que ha
cambiado paulatinamente en las últimas décadas para abrir paso al involucramiento de nuevos actores.
Distintos procesos explican el vertiginoso crecimiento de la seguridad privada: El cambio desde la
concepción de la seguridad como servicio público a una concepción de la seguridad como bien público ha
tenido una de sus consecuencias en la necesidad de incorporar otros actores, entre ellos al sector privado,
para alcanzar una coproducción de la seguridad.
Además los procesos de descentralización obligaron a los gobiernos locales a asumir cada vez mayores
competencias en las problemáticas de seguridad.
La seguridad privada también fundamenta su expansión en los fracasos de la seguridad pública, en la
elevación de la demanda de seguridad frente a una limitada oferta pública y en la sobredimensión de la
eficacia privada.
La proliferación se justifica como si “pública” y “privada” fueran términos referidos a ámbitos opuestos
y extraños. Lo concreto es que no queda claro si hay dos seguridades, pública y privada, y cuál sería entonces
la vinculación existente entre ellas.
La seguridad es un bien público responsabilidad del Estado mientras que la seguridad privada es un
servicio público regulado por el Estado y prestado por empresas. La actividad desarrollada por la seguridad
privada se ubica dentro del espacio jurídico y social propio de la seguridad pública y el orden público, pues
realiza actividades que son inherentes y privativas del Estado y propias del sistema de control formal. Sin
embargo la línea divisoria no es nítida.
En Argentina la respuesta inmediata a la demanda de seguridad la dieron los antiguos miembros de las
Fuerzas Armadas y de la Policía quienes, con base en los conocimientos adquiridos en el tiempo de servicio
durante la dictadura, crearon empresas que ofrecían la seguridad como un servicio remunerable. La custodia
del empresario Alfredo Yabrán estuvo compuesta por personas que habían estado en la Escuela de Mecánica
de la Armada – ESMA mientras varios escuadrones policiales de la muerte desplegaron su accionar desde el
retorno democrático.
Al igual que sucede en la problemática general de seguridad también en la seguridad privada funcionan
los mecanismos delegativos: mientras que en algunas provincias argentinas el control de la seguridad privada
está a cargo de una dependencia civil de gobierno (gobierno civil de la seguridad privada), en la mayoría de
ellas las tareas de habilitación y control están a cargo de la Policía (gobierno policial de la seguridad privada).
El conjunto de la seguridad privada puede ser entendido como una tercerización de la seguridad pública. Si
el gobierno de la seguridad es una problemática de seguridad de primer nivel, el gobierno de la seguridad
privada es una novedad preocupante que se agrega como un tema pendiente de la agenda de gobernabilidad
de la seguridad.
La seguridad privada es un ambiente fértil para la reconversión de personal policial en calidad de mano
de obra y de personal directivo y el modelo de gobierno policial de la seguridad es más proclive a amparar la
profundización de relaciones informales entre controlador y controlado.
El control policial de estas empresas acarrea un beneficio importante: como todo despliegue territorial
institucionalizado de personas y medios sobre rubros importantes de la vida social, acumula la obtención de
información sensible que fortalece el poder territorial de quien la obtenga y negocie.
En la seguridad privada el monopolio legítimo de la fuerza, atributo esencial del Estado nación, deja
de ser exclusivo para ser compartido con empresas privadas, en las que priman las reglas del libre juego de
la oferta y la demanda del mercado.
La difusión de la frontera entre lo público y lo privado expresa una disyuntiva entre la responsabilidad
por el bien público y la prestación de servicios privados. En el caso de la custodia de bancos, empresas y
espectáculos por parte de miembros de la Policía se trata de un servicio privado realizado por la fuerza pública
bajo la denominación de servicios adicionales mediante los cuales muchos de los uniformados cumplen
funciones en instituciones privadas.
El surgimiento de estos numerosos espacios mixtos o híbridos, lugares en que se diluye el límite entre
lo público y lo privado, tales como lugares privados de uso público (centros comerciales, teatros, estadios),
ha desnaturalizado la noción de lo público al convertir la seguridad en protección personal en desmedro de la
garantía del ejercicio de los derechos colectivos, que tienden a incumplirse y desconocerse.
Así, la seguridad privada actúa en lugares privados de uso público, en lugares públicos (guardias
municipales que patrullan calles) y entidades públicas (edificios ministeriales, tribunales de justicia)
mandatadas por la autoridad o en espacios privados de uso colectivo, como los condominios residenciales.
Más aún, no sólo los espacios donde la seguridad privada desempeña sus tareas son híbridos o mixtos sino
también sus acciones, como sucede cuando los vigilantes o guardias son contratados por una entidad pública
(tribunales, ministerios, etc.) para resguardar sus edificios, personas y bienes.
La crítica a la seguridad privada proviene de dos vertientes. Por un lado, los vigiladores de seguridad
se convierten en un cuerpo policial paralelo, generando cierta tensión entre los dos modelos de seguridad, el
público y el privado. Por otro lado, la seguridad privada puede convertirse en un instrumento para limitar los
derechos y libertades de los ciudadanos.
La dimensión solidaria de la seguridad entra en crisis ante la creciente demanda de seguridad personal
y puntual dirigida al Estado, cuyas instituciones son incapaces de dar respuestas adecuadas y oportunas a
las múltiples exigencias de la sociedad. Las personas y entidades privadas y públicas invierten en su propia
seguridad, en montos muy superiores a la inversión pública, contratando guardias y tecnología para el
resguardo de barrios, condominios cerrados, empresas, residencias particulares, personas y bienes. Y ante
la incapacidad estatal de hacer frente a la delincuencia, las entidades públicas también se han visto en la
necesidad de contratar seguridad privada para el resguardo de instalaciones públicas. El acceso a la
seguridad privada, su calidad y sus limitaciones legales quedan supeditadas a las reglas del mercado. Cuando
la seguridad es otro bien más disponible en el mercado se convierte en un nuevo factor de desigualdad en la
resolución de los conflictos de la sociedad.
Con la proliferación de servicios de seguridad privados han emergido una serie de mandantes distintos
al Estado: organismos internacionales, compañías privadas que operan en zonas de alto riesgo, ONGs y
personas naturales. El dilema surge por la prosecución de fines no sólo distintos al bien común sino incluso
contrarios, actuando como ejércitos privados al servicio de intereses particulares no públicos. Este grado
absoluto de desnaturalización del concepto de seguridad es tan propio de las operaciones de protección de
la construcción de infraestructura en zonas de combate como de la vigilancia en los locales bailables en las
grandes ciudades.
Si bien el tema central radica en cómo adecuar o acercar de manera flexible y permanente la oferta
pública a la demanda ciudadana de seguridad, la geopolítica de la seguridad puede afirmar en base a estudios
científicos de campo ya desarrollados que la propia demanda de seguridad proveniente de los ciudadanos
debe ser estudiada en profundidad. Las demandas de seguridad expresadas por la ciudadanía han sido
comunicacionalmente construidas en beneficio de la adopción de políticas de securitización de largo aliento.
Los cuatro caminos al estado criminal.
La geopolítica de la seguridad afirma la centralidad del territorio en el estudio de las problemáticas
criminales, desde el delito callejero al crimen organizado, incluyendo por supuesto al más territorial de los
crímenes, el narcotráfico. En ningún caso se trata de amenazas externas sino de significados e impactos
internos, ya que los problemas no se definen por su lugar de origen sino por su naturaleza social estratégica.
Cuando el grado de estatalidad del Estado disminuye por la pérdida cuantitativa o cualitativa en sus
elementos definidores (territorio, coacción, estabilidad, monopolio), aumenta la estatalidad del crimen por su
mejora en los indicadores de estos elementos.
Las problemáticas de seguridad, al darse a lo largo de una línea gradual de estatalidad, no pueden
suceder sin una menor o mayor participación de las instituciones estatales. Sin Estado no hay delito, pero si
hay Estado no hay delito.
La estatalización del crimen tiende al Estado criminal, el cual coopta al crimen organizado a cambio
del acceso a recursos internos del Estado y en alianza con la política, la justicia, el empresariado y la policía.
Nuevamente no se trata de amenazas externas sino de procesos internos de estatalización.
El desarrollo hacia un Estado criminal trascurre a través de cuatro vías estratégicas:
- el narcotráfico
- el financiamiento de las campañas políticas
- la cartelización de la obra pública
- el capital del juego (casinos y bingos)

1. El narcotráfico es una actividad propia de organizaciones territoriales que poseen las cuatro
dimensiones del Estado: territorialidad, violencia, monopolio y estabilidad. Cuando su actividad y su
organización se consolida se transforma en un actor político con capacidad de dirigir al resto del crimen
organizado. El narcotráfico se desprende del resto de las actividades del crimen organizado y se convierte en
la dirección política de un amplio proceso de criminalidad, con capacidad de intervención política y gestión
geopolítica. Se dedica más al co-gobierno de la seguridad y de otros campos de la vida social que a la
ejecución de delitos conexos a la captura ilegal de renta.
2. En Argentina el financiamiento de las campañas electorales se rige por el Código Electoral Nacional
y la Ley de Financiamiento de los Partidos Políticos. La mayoría de las provincias, incluida la provincia de
Buenos Aires, posee un régimen de financiamiento de campañas electorales.
La ley vigente permite a las empresas aportar al sostenimiento de los partidos políticos, no a las
campañas electorales. Estos aportes no pueden ser anónimos, las empresas vinculadas al Estado no pueden
aportar (proveedores, constructores de obra pública o firmas vinculadas con la industria del juego). Los
partidos políticos deben presentar declaraciones juradas diez días antes de las elecciones informando del
ingreso y egreso de fondos, origen y destino. Luego se hacen auditorias, se emiten dictámenes y
eventualmente el juez electoral aplica sanciones.
La Ley de Financiamiento de los partidos políticos dispone que 90 días después de las elecciones, las
autoridades partidarias deben presentar en forma conjunta ante la justicia federal con competencia electoral
en el distrito correspondiente un informe detallado de los aportes públicos y privados recibidos, con indicación
de origen, monto y gastos incurridos en la campana electoral.
Una vez presentado, la Cámara Nacional Electoral publica esos informes en su sitio web, buscando
transparentarlo para información del ciudadano y evitar abusos.
El seguimiento de los vínculos entre el dinero y la política es un generador de calidad democrática y
permite saber quién está detrás de cada candidato para evaluar su gestión. El financiamiento ilegal de la
política cuenta con una tradicional red de corrupción de empresas y empresarios contratistas del Estado a la
cual se suma la aparición impetuosa del crimen organizado y del tráfico ilícito en todas sus formas, fuentes
inagotables de recursos para acceder al poder político.
Todas las democracias de la región enfrentan desafíos comunes en cuanto a la transparencia de la
relación entre dinero y política. Entre ellos podemos mencionar:

- garantizar la equidad de los procesos electorales


- terminar con la impunidad frente a la violación de las reglas de financiamiento político
- desarrollar sistemas eficientes para enfrentar la captura del Estado por parte del crimen
organizado y el tráfico ilícito.
Sabemos que sin los vínculos con la política no se explica la perdurabilidad de las organizaciones
criminales complejas ni su nivel de expansión e influencia. Con tal apoyo logran cobertura judicial, política y
policial para funcionar impunemente. A cambio ofrecen acceso a dinero líquido permanente e ingresan a los
acuerdos de gobernabilidad de la seguridad.
Al no estar obligada legalmente a bancarizar sus flujos de dinero, el control sobre el financiamiento
ilegal de la política siempre será deficiente. El establecimiento de mecanismos de coordinación e intercambio
de información entre la Justicia Electoral, la Unidad de Información Financiera -UIF- (responsable de investigar
el lavado de dinero), la AFIP y la Superintendencia de Entidades Financieras, es una urgencia impostergable
en la Argentina.

3. En el caso de la cartelización de la obra pública, el soborno, la coima, el sobreprecio y las falsas


licitaciones conforman un modelo de captura del Estado mediante el cual se configuran reglas de juego en
beneficio privado. Desde el surgimiento de los “capitanes de la industria” la Argentina creó un empresariado
que vive de su proximidad con el Estado y se alimenta de la deuda pública.
La obra pública se conforma mediante un amplio espectro de trabajos de infraestructura de transporte
(caminos, rutas, autovías, autopistas, puertos, vías ferroviarias y aeropuertos), hidráulica (represas, plantas
depuradoras), urbana (alumbrado público, parques) y de interés social (hospitales, escuelas, bibliotecas).
El Estado de derecho afirma que el fin de esta fuente de corrupción criminal pasa por la elección de
contratistas del Estado en base a licitaciones públicas y la realización de concursos transparentes. Sin este
apego a la ley siempre habrá un poder oculto que permanece sin cambios en todos los gobiernos más aún
cuando no existe la figura penal de la responsabilidad empresarial.
La geopolítica de la seguridad va más allá y evidencia las limitaciones del tratamiento que el Estado
de derecho otorga a los comportamientos ilegales del Estado. En primer lugar la captura del Estado es
corrupta, pero absolutamente legal. Aunque la cartelización de la obra pública se desarrolla físicamente dentro
del Estado, donde es invisible, su territorialidad es más amplia e incluye bancos, empresas, inversiones,
donativos y una larga serie de señales territoriales rastreables. Desde el punto de vista legal nada se puede
hacer contra la cartelización de la obra pública, desde el punto de vista geopolítico la trazabilidad se basa en
la acumulación de información, no en registros legales.

4. Las industrias de los juegos de azar -especialmente los bingos y casinos- quedaron históricamente
asociados al crimen organizado, la violencia y la corrupción.
El formato de pago en efectivo abre la puerta a que las organizaciones criminales puedan insertar dinero
ilegal en el sistema financiero, convirtiéndose en actores centrales de los procesos de lavado de dinero.
Hasta los años 90 del siglo pasado fue un negocio manejado por el Estado que actualmente fue
transferido a manos privadas y se extendió por todo el país, cobrando fuerte incidencia en los pueblos
pequeños del interior, donde la tríada soja, narcotráfico y juego se apropia del abundante dinero líquido
circulante. La regulación está a cargo de cada provincia, las que establecen las leyes y marcos regulatorios
que fiscalizan el ejercicio del juego, hechos a medida del interés de los capitalistas del sector, emulando el
mecanismo de captura del Estado, propio de la cartelización de la obra pública. El Directorio Mundial de
Casinos afirma que la Argentina es el país con más salas instaladas en toda Sudamérica.
En el circuito del juego el Estado de derecho aún tiene tareas pendientes, tales como la federalización
de la legislación o la re-estatización de todo el circuito, desarmando una estructura privada que expresamente
favorece el lavado de activos y la evasión de impuestos.
Los cuatro caminos que conducen al Estado criminal están ampliamente interconectados y su núcleo
central se encuentra en la toma de decisiones del Estado, donde se realiza el proceso de captura del Estado
y donde todo es legal. Por ello el Estado de derecho tiene poco para hacer, aunque todavía tenga mucho para
prometer.

El crimen organizado como nueva realidad de la globalización.


El crimen organizado, en sus diversas y numerosas formas, es la principal amenaza al proceso de
estatalización del Estado, aunque el peligro es generado sistémicamente, como resultado del proceso general
del desarrollo capitalista. Expresado en el narcotráfico, el financiamiento de las campañas electorales, el juego
y la cartelización de la obra pública, la vinculación del crimen organizado con la política modifica su lógica
tradicional de poder y convierte al crimen (corrupción) en un ingrediente necesario de la matriz política/poder.
El Estado siempre tuvo un componente criminal, sobretodo en sus inicios cuando apenas se separada de la
guerra civil precedente, pero la asunción de la burguesía al poder político tras la revolución francesa supuso
una “normalización” de la relación entre economía y sociedad y la supremacía del Estado de derecho. Esta
declamada inocencia de la política se desmorona crecientemente desde la crisis de 1973, cuando el fin del
Estado de bienestar supuso la retirada del Estado y la aparición de otros actores “privados” que
paulatinamente adoptaron comportamientos estatales, en primer lugar el narcotráfico.
Esta baja estatalidad del Estado cuenta con la complicidad del sistema financiero internacional y a nivel
local con el rol de sectores determinados de la política, la justicia, el empresariado y la policía, entre otros
actores.
El crimen organizado no actúa en forma monolítica ni consensuada pero sí se consolida a través de las
respuestas y soluciones que aporta a las continuas fisuras del Estado, que más bien actúa como cooptador
que como víctima.
Hay una relación estrecha entre el crimen transnacional y la globalización económica. El carácter
desregulador de una economía-casino favorece el crecimiento del crimen organizado, mediante la reducción
de toda regulación y de los controles de los flujos de mercancías, capital y personas a través de las fronteras.
La imagen más contundente de esta amenaza no es un avión, un tanque o un arma de guerra sino un
contenedor. La economía global depende de contenedores que realizan eficazmente la distribución mundial
de mercancías. Aunque la crisis de 2008 acumuló los stocks de inventario y el comercio mundial pareció
estancarse en los puertos, las compañías pudieron reducir su inventario y mejorar los indicadores de la
economía mundial. En la actualidad, los contenedores representan en términos de valor el 90% de la carga
comercial global. Lógicamente los contenedores son insumos estratégicos para el comercio de drogas y otras
mercancías ilegales. El crimen transnacional organizado circula por las mismas rutas físicas que el comercio
global lícito, en términos literales y financieros.
Desde este punto de vista las políticas aduaneras y los roles específicos de los agentes de aduana
asisten a la presencia de grupos organizados que controlan las aduanas. Estos grupos encontraron su lugar
gracias a legislaciones determinadas de facilitación del tráfico comercial, que transformaron el tradicional
control comercial de mercaderías en control impositivo de tasas. La fisura del Estado es producto del propio
Estado.
El proceso general de globalización, presentado en su faz kantiana y lockeana de paz universal y
comercio libre, suele silenciar el aspecto bélico que la acompaña desde sus comienzos. Las economías de
guerra y la indefinición de sus objetivos suelen acompañarse con rutas de financiamiento y aprovisionamiento
basadas en narcotráfico, trata de personas y trabajo esclavo. Cada conflicto tiene sus particularidades, pero
en todos ellos la ilegalidad está presente: África, Colombia, los Balcanes, Estados Unidos, México, América
Central. En América Latina el circuito de drogas y personas que mayormente se dirige a Estados Unidos y
Europa, incluye los carteles mexicanos, las maras centroamericanas, las Bacrim colombianas, el PCC y los
distintos carteles brasileños, la producción de marihuana en Paraguay y cocaína en Bolivia y finalmente el
tránsito argentino. Varios de estos países le han declarado la “guerra a las drogas”, un escenario donde el
narcotráfico aprendió a desempeñarse eficazmente.
Los cambios en los modelos de organización, tanto del Estado como del crimen organizado, obligan a
una actualización permanente desde la perspectiva de la inteligencia criminal y desde una política de Defensa
Nacional.
Las organizaciones criminales tienden a carecer del tradicional patrón centralizado, Son organizaciones
convertidas en redes auto organizadas, sin centros de poder en el sentido tradicional, que trabajan bajo el
sistema de franquicias, copiando adaptativamente la experiencia de la militancia clandestina de la izquierda
marxista. Las antiguas organizaciones jerárquicas carecen de la velocidad exigida por la dinámica actual de
las TICs. El aprendizaje implica nuevas tecnologías, sistemas de transporte, comunicaciones, etc. La
incorporación de las tecnologías propias de la cuarta revolución industrial promete un cambio abrupto en el
rol humano dentro del crimen organizado.
Nuestros Estados han quedado a mitad de camino entre el viejo Estado social y los efectos producidos
por las políticas de privatización que desmembraron la estructura organizacional. Quedaron a merced de una
tecno-burocracia que frecuentemente carece de un proyecto global de Estado y solo busca gestión y
eficiencia.
Si la dinámica del crimen organizado es sistémica, como estamos argumentando, todo intento de
encausar la situación obliga a un cambio en la dinámica del propio Estado, cargándolo de renovada
estatalidad. Una política de seguridad también es una palanca útil para una reforma profunda del Estado.

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