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Las palabras son enormemente poderosas.

No sólo designan objetos o conceptos, sino que también dan forma al


pensamiento y este, a su vez, condiciona nuestras actitudes. Así que, para cambiar actitudes inadecuadas,
perjudiciales, equivocadas e injustas, es necesario empezar por cambiar la forma en que hablamos y la terminología
que empleamos.
La discapacidad como parte de la naturaleza
Existe un conjunto de palabras que se han venido utilizando para hacer referencia a las personas con discapacidad que
deberíamos desterrar para siempre de nuestro vocabulario. Son palabras que obedecen a otras épocas y formas de
pensamiento. Y son, además, calificativos y expresiones ligadas a una concepción peyorativa, negativa y estigmatizada
de la discapacidad. Una concepción que entendía la discapacidad como un castigo o que la interpretaba como una
anomalía excepcional de la naturaleza.
Nadie con un mínimo de sentido común y sensibilidad podría sostener a día de hoy la teoría del castigo divino. Respecto
a la que percibe la discapacidad como algo excepcional, tampoco se ajusta a la realidad. Se estima que el 10% de la
población mundial tiene algún tipo de discapacidad. Con estas cifras no se puede considerar esta circunstancia como
algo excepcional en la naturaleza, sino como parte inherente a ella. Las personas con discapacidad son, pues, la
minoría más amplia que existe cuantitativamente y, sin duda, también la más heterogénea: se da en todos los
continentes, en todas las culturas y grupos étnicos, en ambos géneros y a cualquier edad, en todas las comunidades
religiosas, partidos políticos y grupos ideológicos, en cualquier clase social o colectivo profesional… La discapacidad no
es una excepcionalidad, es parte de la naturaleza, del mundo y de la sociedad.
Las personas con discapacidad son negras, blancas o asiáticas; altas, bajas, gordas o flacas; rubias, morenas o
pelirrojas. Cristianos, musulmanes, judíos, budistas, hindúes y ateos. Heterosexuales u homosexuales. Padres, madres,
hijos, sobrinos, tíos, abuelos, suegros, yernos, primos… Pueden ser maestros, peluqueros, abogados, reponedores,
arquitectos, transportistas, médicos, ordenanzas, ministros, agricultores, camareros, banqueros o científicos. La
discapacidad es inherente al ser humano y puede, además, llegar a afectar de forma transitoria a todas las personas en
algún momento de sus vidas.
Cambiar las palabras para transformar las actitudes
Las personas con discapacidad merecen ser tratadas con el mismo respeto que las no afectadas por esta circunstancia.
Y ese respeto debe empezar por la forma en que nos referimos a ellas. Desechemos de nuestro vocabulario ciertas
palabras que obedecen a formas de pensar deformadas, irrespetuosas y crueles: minusválido (¿quién, cómo y en
función de qué criterio se decide si un ser humano vale menos que otro?), retrasado, impedido, deficiente, disminuído,
inválido, tullido, incapacitado, paralítico, mongólico, discapacitado… La lista de vocablos desafortunados es
interminable. La mayoría de ellos, además, ha derivado en insulto o tienen una fuerte carga negativa.
Debemos cambiar también las expresiones que describen esta circunstancia. Una persona no “es discapacitada” sino
que “tiene una discapacidad”. Del mismo modo que quien “tiene gafas” no es un gafoso o a quien padece cáncer no lo
definimos como canceroso, ni a los portadores del VIH como sidosos. Si estos términos nos parecen intolerables, ¿por
qué no aplicamos las mismas reglas al mundo de la diversidad funcional?.
Las personas no SON sus condiciones, sino que las TIENEN:
Una persona no “es un Down” sino que “tiene Síndrome de Down”.
No es autista, tiene autismo.
No es retrasado mental, tiene una discapacidad cognitiva.
No es paralítico, tiene parálisis cerebral.
No es enano, tiene acondroplasia.
No es tretapléjico, tiene una tetraplegia.
No se padece o sufre una discapacidad, se tiene una discapacidad.
No se está atado o confinado a una silla de ruedas. Una silla de ruedas se utiliza para desplazarse.
La inclusión de las personas con discapacidad debe convertirse en una realidad. La necesidad de normalizar sus vidas
es urgente, entendida ésta como la existencia plena y activa dentro de la sociedad. Debemos considerar, ver y entender
la discapacidad como parte inherente de la condición humana. Y nada de esto será posible, si no empezamos por
cambiar las palabras y expresiones con que hacemos referencia a sus circunstancias y su forma de funcionar.
Definir a las personas por lo que son y no por sus diagnósticos
Ya hemos visto cómo las palabras pueden crear o destruir
porque, muchas veces, elaboran el pensamiento y le dan
forma. Los términos llevan asociados ideas, valores y
prejuicios que se transmiten en el tiempo. Si, con el tiempo,
queremos cambiar esos conceptos y valores, debemos
empezar por cambiar las palabras. La utilización de cierta
terminología anticuada y poco apropiada, puede perpetuar
estereotipos negativos y reforzar barreras de
comportamiento muy importantes. Y son estas barreras las
que suponen el principal obstáculo en la vida de las personas
con diversidad funcional.
Determinados diagnósticos médicos parecen apoderarse por
completo de los individuos a quienes se asignan. La mayor
parte de las personas no son definidas por sus diagnósticos. Antes que nada son personas, que pueden estar o no
afectadas por determinadas condiciones médicas: dermatitis, reumatismo, diabetes… No anteponemos ninguna de
estas clasificaciones médicas a la persona. Son Alberto, Marta, Irene o Martín y no “el asmático”, “la miope” o “el
celíaco”.
Sin embargo, esto no es así para las personas con discapacidad: anteponemos su diagnóstico (autismo, parálisis
cerebral, síndrome de Down) a su persona. Pocas veces conseguimos percibir otras muchas características que
también forman parte de su personalidad: talento musical, pasión por los automóviles, afición a la montaña, consumado
repostero, lector voraz, contador de chistes, facultad de oratoria, tímido, extrovertido, antipático, carismático, tierno,
huraño, fabulador, honesto, susceptible, alegre, chismoso, idealista, ingenuo, pragmático, pesimista… y todos esos
cientos de rasgos que son los que ayudan a conformar lo que una persona es. Todo, absolutamente todo, queda
fagocitado, empañado y ocultado bajo un diagnóstico. La utilización de este tipo de terminología debería quedar
reducida al mundo de la medicina, único ámbito donde la clasificación médica de una persona puede tener algún
sentido. No deberíamos permitir que en el ámbito social esos términos definan lo que una persona es.
Cuando vemos el diagnóstico como la característica más importante de una persona, la estamos despreciando como
ser humano. No podemos permitir que el diagnóstico de una persona acabe definiéndola.
Diversidad funcional
Hemos concluído que las personas no son su discapacidad sino que la tienen. Sin embargo, la expresión “tener una
discapacidad” tampoco me convence plenamente. Aunque la palabra “discapacidad” resulte, desde luego, más
apropiada que los calificativos y expresiones que se han venido usando hasta ahora, sigo percibiendo en ella una cierta
carga negativa.
Hemos reflexionado también acerca de lo que significa realmente tener una discapacidad: supone tener unas
características biofísicas diferentes a las de la mayoría cuantitativa de la población y que llevan a funcionar de forma
distinta. Es por ello que la expresión “diversidad funcional” se ajusta mejor a la realidad y, a diferencia de los adjetivos y
expresiones empleados hasta ahora, no lleva implícita ninguna connotación negativa.
Existe un movimiento de personas adultas con discapacidad del que he aprendido muchísimo: Foro de Vida
Independiente (FVI). Este colectivo defiende el modelo de vida que yo quiero para mi hijo cuando alcance la etapa
adulta. Es aquí donde se gestó la expresióndiversidad funcional y desde donde se está luchando para lograr su
implantación. Representa, sin ninguna duda, una expresión mucho más respetuosa, justa y adecuada a la realidad.
Entendiendo que en esto, precisamente, consiste tener una discapacidad: en funcionar de un modo diferente. Bien sea
desplazarse en una silla de ruedas (en lugar de andar con las piernas), comunicarse con lengua de signos o
pictogramas (y no con lenguaje verbal), escribir empleando un teclado en vez de un bolígrafo o sustituir el tacto por la
vista (braille) para leer un texto.
Entiendo que es un término que puede resultar largo y complejo, pero creo que deberíamos hacer el esfuerzo porque
cuajara y se popularizara. Hemos sido capaces de incorporar a nuestro vocabulario términos, nombres y hasta
expresiones imposibles, sin ningún problema: Ratzinger, Schwarzenegger, Guggenheim, Azerbaiján, Al-Qaeda, pen-
drive… Últimamente ni siquiera nos molestamos en traducir los títulos de series de televisión. La lista de ejemplos
resulta interminable y respecto al ‘mundo niños’, parece imposible que puedan manejar con tanta soltura las
denominaciones de todos los Pokemon y sus evoluciones o la compleja lista de dinosaurios y, sin embargo, lo hacen.
Hagamos, pues, el esfuerzo colectivo de cambiar también las palabras y expresiones que utilizamos para hacer
referencia a un colectivo tan importante como marginado. Nunca podrán alcanzar una inclusión real, si no empezamos
por referirnos a ellos de forma digna, correcta y justa.

Frases y expresiones que construyen barreras mentales


“De cerca, nadie es normal”
Todos y cada uno de nosotros, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos sentido “diferentes” al resto. Estoy
segura de que es un sentimiento común a todos los seres humanos. Pero, de forma paradójica, consideramos
“normales” a la mayoría de personas que nos rodean. Sin embargo, cuando tenemos la oportunidad de conocerles algo
más a fondo, llegamos a darnos cuenta de que no son todo lo normales que parecían a primera vista. La frase de
Caetano Veloso que encabeza este párrafo, no puede definir mejor y de forma más concisa esta sensación.
La “normalidad” parece envolverlo todo y a todos. Pero, ¿que significa “ser normal”?. ¿Se ajusta todo a una única
norma?. ¿Respondemos todos a una forma normal de ser, estar o vivir?: No. ¿Por qué, entonces, existe esa idea
colectiva de normalidad?. La respuesta constituye para mí un misterio. A no ser que
confundamos normal con convencional. Puede que la mayoría de nosotros llevemos vidas más o menos
convencionales, pero lo cierto es que ninguno somos en realidad normales y casi nadie, en su fuero interno, se sentiría
completamente identificado con este adjetivo.
Problema, ¿qué problema?
Perder a un ser querido, ser diagnosticado de cáncer, quedarse sin empleo, divorciarse, caer en la drogodependencia o
la ludopatía, distanciarse de un amigo, sufrir un accidente de tráfico…. Todas estas circunstancias y cientos de
situaciones más constituyen “tener un problema”. Tener características biológicas diferentes y funcionar de forma
distinta a como lo hace la mayoría cuantitativa de la población, no debería calificarse como problema.
Se ha venido utilizando esta expresión como una alternativa a todos esos otros términos tan contundentes y cargados
de negatividad como disminuido, inválido o discapacitado. Parece representar (de forma completamente errónea) una
forma más delicada de designar a las personas con diversidad funcional. Muchas veces somos las propias familias
quienes empleamos esta expresión, porque la forma en que se nos ha educado respecto a la discapacidad, nos ha
convencido de que tener un niño con estas características significa realmente tener un problema y vivimos su llegada al
mundo como una tragedia.
No podemos permitir que nuestros hijos escuchen continuamente a su alrededor referirse a ellos como “el niño del
problema”. Acabará convirtiéndose en una profecía autocumplida porque, si se les designa así, acabaremos
convenciéndoles de que realmente tienen un problema. Y ese, y no otro, será su auténtico problema.
Ser especial
A veces pasamos al extremo contrario y sustituimos “tener un problema” por “ser especial”. El problema reside en que
cuando empleamos la palabra “especial” nuestra actitud y expresión no verbal sigue queriendo decir realmente
“problema”. Así que pervertimos un término en principio positivo, para acabar convirtiéndolo en algo también negativo.
La primera vez que fui consciente de ello fue el día en que mi hija, que por entonces tenía seis años, vino a mí
preocupada para que le dijera “la verdad”. Y esa verdad consistía en saber si ella también tenía algún tipo de
discapacidad como su hermano y se lo estábamos ocultando porque “a mi Antón me parece normal pero es especial” y
porque “Antón es especial pero él no lo sabe”.
Para esa niña de seis años, la palabra especial tenía el mismo significado
que para los adultos el términoproblema. La palabra que todos usábamos
para referirnos a Antón y que creíamos completamente inocente, había
adquirido una carga tremendamente negativa.
Esa conversación también me hizo reflexionar sobre cómo nuestra actitud
y nuestras expresiones habían acabado convenciendo a esa misma niña
de que su hermano, a quien ella veía perfectamente normal porque no lo
había conocido de otra forma, tenía en realidad un grave problema. Ese
sentimiento suyo también decía mucho de cómo le habíamos transmitido
las circunstancias de su hermano.
Ella, que había crecido y convivido con él, nunca había visto nada de
especial, extraordinario, atípico o negativo en la forma de ser y funcionar
de su hermano. Aprendí muchísimo de su actitud. En realidad, lo aprendí
TODO. Eran innumerables los campos en los que no le dábamos a Antón ni siquiera la oportunidad de fracasar. Su
hermana, sin embargo, lo inició de la forma más natural del mundo.
Resultaba sorprendente observarles y comprobar las estrategias que salieron de ella para que su hermano pudiera
participar en determinadas actividades. Cuando Antón aún no andaba ni se comunicaba de forma verbal y sus
dificultades motrices eran enormes, le encontré una tarde sentado junto a ella aprendiendo a crear su propia firma. Era
un amasijo de garabatos ilegible… como lo son la mayoría de las firmas.
La primera vez que se encaramó a la cima de un tobogán, lo hizo ayudado por su hermana y aprovechando un despiste
mío. Después de lanzar un grito de terror y la correspondiente bronca, les pedí que me explicaran cómo habían logrado
tal hazaña y todavía hoy sigo perpleja al recordarlo. Fue su hermana quien le enseñó a bajar las escaleras sentado o la
mejor técnica para descolgarse de la cama. Durante el tiempo en que Antón sólo podía desplazarse sentado, su
hermana puso de moda en el parque las carreras en esta modalidad. Y aquí sí que Antón era imbatible. Y tantas y
tantas cosas… Nunca vio ninguna limitación en su hermano y, de forma natural y espontánea, supo percibir que tan sólo
necesitaba de otras herramientas o estrategias para hacer lo mismo que el resto de niños. Yo, en cambio, necesité de
varios años y toneladas de documentación, bibliografía y pesquisas en internet, para llegar a una nueva forma de
pensar, de sentir y de actuar.
Si no somos capaces de utilizar la palabra especial en su sentido real y positivo, sustituyámosla por expresiones más
acertadas. ¿Qué pueden tener de especial elementos como el transporte, un aparcamiento, un cuarto de baño o la
habitación de un hotel?. Sería más apropiado hablar de transporte adaptado o aparcamientos, baños y
habitacionesaccesibles.
Los alumnos con autismo o TDAH y los que tienen parálisis cerebral o discapacidad visual no tienen las mismas
necesidades, así que tampoco deberíamos englobarlas en un todo. En lugar de “necesidades educativas especiales”,
deberíamos hablar de adaptaciones materiales, físicas, curriculares o metodológicas.
“Estos niños”
Cuando escucho frases del estilo: “estos niños son muy cariñosos”, “estos niños esto“ y “estos niños aquello”, tengo que
hacer verdaderos esfuerzos por reprimir las ganas de replicar: “¿estos niños quiénes?, ¿los que utilizan silla de ruedas?,
¿los que tienen síndrome de Asperger?, ¿los que tienen los ojos azules?, ¿los que devoran espaguetis?, ¿los que odian
las pelis de miedo? ¿estos niños cuáles? ¿qué niños??????”.
Por supuesto, sé que se están refiriendo a mi hijo y sus colegas, o sea, a todo el conjunto de niños con diversidad
funcional, como si este colectivo fuese un todo homogéneo. Ni siquiera los niños agrupados en una misma clasificación
médica son un todo homogéneo, ni siquiera los niños que comparten diagnóstico y viven en el mismo país, y ni siquiera
los niños definidos con un mismo síndrome y que han sido educados dentro de la misma familia. No, no son todos
iguales.
Además del gen que ha definido sus diferencias biofísicas, existen otros cientos de miles de genes más, responsables
de todas las características que definen sus rasgos, personalidad, gustos, talentos y aficiones.
Los chinos no son todos iguales. Los musulmanes no son todos iguales. Los vegetarianos no son todos iguales. Los
fans de los Beatles no son todos iguales. Los jardineros no son todos iguales. Los asmáticos no son todos iguales. No
todos los niños con diversidad funcional son iguales. Tan sólo es igual la mirada y la simpleza de aquellas personas que
así lo perciben y la discriminación, los prejuicios y la incomprensión de que son objeto.
Estar “enfermo”
No son pocas las veces en que Antón ha regresado enfadado del colegio lamentando: “estoy harto de que digan que
estoy enfermo”. Efectivamente, la discapacidad no es equivalente a enfermedad. La enfermedad es una circunstancia
transitoria y cuando un niño enferma puede tener síntomas molestos (fiebre, tos, vómitos, dolor de cabeza, sarpullido,
mareos) que le hacen acudir al médico, tomar un medicamento o permanecer en casa/hospitalizado hasta recuperarse.
La enfermedad está relacionada con la salud, mientras que la discapacidad tiene que ver con el modo en que una
persona funciona. Un niño con discapacidad tiene una forma diferente de funcionar, pero no está enfermo.
No es que sea mejor o peor estar enfermo que tener una discapacidad. Hay enfermedades graves y enfermedades
leves; pueden ser crónicas o transitorias; enfermedades para las que existe tratamiento y enfermedades incurables. Por
su parte, existen discapacidades que afectan a una o varias funcionalidades de la persona; discapacidades para las que
se han desarrollado y generalizado herramientas que permiten a esas personas desenvolverse sin dificultad y que
facilitan su inclusión social y otras con las que, en cambio, resulta muy difícil funcionar en el entorno físico y mental que
la sociedad ha construido.
Enfermedad y Discapacidad son dos condiciones distintas. Y a nadie le gusta que le califiquen como algo que no es.
Tener una discapacidad significa tener una forma diferente de ser y/o funcionar. No equivale a “estar enfermo”. Y Antón
está harto de oír a los niños decir que “está enfermo” para explicar su forma de ser y funcionar. Seguramente, esta
actitud se deba a la influencia de padres bienintencionados que no han encontrado otra forma mejor de dar respuesta a
los interrogantes de sus hijos acerca de las circunstancias de Antón: ¿por qué habla así?, ¿por qué anda así?, ¿por qué
no puede jugar al fútbol?, ¿por qué no sabe escribir con el lápiz?, ¿por qué se hace pis?… y tantos y tantos porqués.
Y lo más probable es que, además, esos adultos sientan y entiendan realmente su discapacidad como una enfermedad.
Porque la forma en que se ha abordado hasta ahora la discapacidad, basada en la exclusión, la marginación o la pena,
les ha impedido convivir y conocer a personas de estas características. Y porque el modelo médico está tan
generalizado, que ha impregnado toda la sociedad y ha impuesto la definición de las personas con discapacidad como
enfermos. Antes de la Era Antón, yo también pensaba así.

SIGNIFICADO DE DISCAPACIDAD
Bibliografía
– Kathie Snow: Disability is Natural. BraveHeart Press, 2001
– Javier Romañach y Manuel Lobato: Diversidad funcional, nuevo término para la lucha por la dignidad en la diversidad
del ser humano.
– Agustina Palacios y Javier Romañach: El modelo de la diversidad . Diversitas ediciones, 2006

[1]Mi vida laboral se ha desarrollado en el campo de la gestión cultural. Cuando a mi hijo pequeño se le diagnosticó
Síndrome de Joubert, ingresé en el mundo de las salas
de rehabilitación, sesiones de atención temprana,
revisiones (y más revisiones) médicas y dolor, mucho,
demasiado dolor.
En mayo de 2012 creé un blog, Cappaces, que me ha
permitido compartir experiencias, intercambiar
información y recursos, pensar en voz alta, exorcizar
demonios y conocer gente maravillosa por el camino. Mi
lucha, a día de hoy, es la del activismo por el
cumplimiento de los derechos de las personas con
diversidad funcional y por alcanzar una inclusión social
real.

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