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ESTUDIOS

LITERARIOS
LATINOAMERICANOS
ANTOLOGÍA

Manuel Marticorena Quintanilla

Iquitos Editorial Armay 2º ed., agosto, 2018


ESTUDIOS LITERARIOS LATINOAMERICANOS
Universidad Científica del Perú
Dr. Juan Remigio Saldaña Rojas

Rector

Dra. Delia Perea Torres

Vicerrectora Académica y de Formación Profesional

Dr. Ronald Rucoba Del Catillo

Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación


ESTUDIOS
LITERARIOS
LATINOAMERICANOS
ANTOLOGÍA

MANUEL MARTICORENA QUINTANILLA

Iquitos Editorial Armay 2° ed., agosto 2018


ESTUDIOS LITERARIOS LATINOAMERICANOS. Antología
Manuel Marticorena Quintanilla
2º edición, agosto de 2018

Ediciones Armay
Campus de la Universidad Científica del Perú
Av. Abelardo Quiñones Km. 2.5

Hecho el Depósito Legal en la


Biblioteca Nacional del Perú N° 2012-1127
INDICE

Índice ................................................................................................................................................................. 07

Presentación……………………………………………………........................................................................ 09

Introducción ……………………..…………………………………………………………………………… 12

La literatura y la vida, de Mario Vargas Llosa …….…………......................................................................... 15

El liderazgo en la literatura, una conversación con el especialista en ética de los negocios, de Joseph L.
Badaracco, Jr. ……………………………………………………………………………………….. 21

El cuento latinoamericano. Un pájaro barroco en una jaula geométrica, de Fernando Aínsa ………….… 31

El cuento latinoamericano, de Germán Cáceres …………………………………………………..……......… 37

Visión de la poesía latinoamericana actual, de Eduardo Milán………………………………………………. 49

Leer novelas fortalece el aparato imaginario, de Juan José Millás……………………………………………. 58

La novela hispanoamericana del siglo XX, de Fernando Alegría ..……………………………….............. 61

El teatro peruano, de Duller M. Vásquez Gonzales …………………………………………………………. 89

Teatro latinoamericano, de www.ecured.cu/index.php .................................................................................... 95

La teoría literaria en el siglo XX, de José María Pozuelo Yvancos…………………………………………. 104

Notas …………………………………………………………..................................................................... 118

07
PRESENTACIÓN

El presente texto titulado Estudios Literarios Latinoamericanos es una antología de ensayos referentes
a la Literatura Latinoamericana y constituye un material de apoyo para los estudiantes del cuarto ciclo de la
Universidad Científica del Perú, que se matriculan en la asignatura denominada Literatura Latinoamericana,
como parte de su currículo, correspondiente a la asignatura de Formación Básica General que persigue en los
estudiantes universitarios, lograr que posean una visión amplia sobre la realidad en que vivimos y vivió el
hombre a través del tiempo. Es importante hacer notar que asignaturas de esta naturaleza contribuyen
dotándole al estudiante de las destrezas y habilidades necesarias para solucionar problemas de toda índole en la
vida y en su carrera profesional haciéndole poseedor de las herramientas adecuadas para que pueda enfrentar
con éxito situaciones problemáticas. Como dice el crítico Miguel Ángel Huamán (2002: 30-31) :*

El arte es uno de los rasgos que diferencian a la colectividad humana de la animal.


Pero, ¿para qué sirve el arte o la literatura?
(…) es conveniente formularnos otra interrogante paralela: ¿para qué sirve la vida? Sin
duda, todos percibimos con nitidez que la validez de la vida se impone por encima de cualquier
lógica utilitaria y simple. La vida no necesita una justificación instrumental, utilitaria o
racional; simplemente es y el alcance de su sentido va más allá de ese tipo de interrogantes.
Igualmente, el arte o la literatura no se pueden evaluar con criterios instrumentales o
utilitarios; como una flor o un amanecer, simplemente existen y se producen, sus sentidos
escapan a una lógica reduccionista, su justificación no radican en la “utilidad inmediata” que
ellas brindan.

Esta antología se inicia con el texto La literatura y la vida, discurso de Mario Vargas Llosa que da a
conocer la importancia de la literatura en la vida del ser humano, desterrando el falso mito de que la literatura
no sirve para nada. Uno de sus planteamientos es la afirmación: La literatura integra a todos los seres humanos,
culturiza y sobre todo enriquece en el dominio del idioma, dotándole, de esta manera de una herramienta
preciosa para el uso del ser humano en su comunicación precisa, inteligente y útil. En última instancia, se
pregunta cómo sería el comportamiento de los seres humanos que no se relacionan con la literatura y se
responde que su vida sería animalizada, incluso la vida sexual sería una simple cópula similar al de los
animales, expresa que la literatura embellece la vida sexual del ser humano y a la vez la enriquece.
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El segundo texto se titula El cuento latinoamericano, de Germán Cáceres que en forma sintética y
panorámica nos muestra el desarrollo del cuento latinoamericano pasando por diferentes corrientes literarias
(romanticismo, realismo, naturalismo, modernismo, regionalismo con sus variantes: indigenismo, indianismo,
criollismo; cosmopolitismo o vanguardismo con sus variantes: surrealismo, existencialismo, realismo mágico)
y finaliza presentando un panorama del cuento desde 1970 a la actualidad, cuya lectura sirve para poder
entender con mayor provecho a los cuentos que el estudiante debe conocer, permitiéndole ubicar en la época,
los rasgos que posee y sobre todo la concepción que se encuentra plasmada de acuerdo a su ubicación literaria.
De esta manera es un basamento teórico que sirve de apoyo actualizado necesario para sacar provecho en la
comprensión lectora de los cuentos que se aborde.

El ensayo titulado Visión de la poesía latinoamericana actual, de Eduardo Milán nos muestra la valía
de las creaciones poéticas más destacadas de la lírica latinoamericana que tiene trascendencia universal, como
sucede con los poemas de César Vallejo y demás poetas, de esta manera orienta al estudiante en sus lecturas
poéticas que realice, al mismo tiempo, proporciona su temática y las subjetividades subyacentes en el yo
poético y que debe ser apreciado por el lector para su humanización.

El cuarto ensayo nominado La novela hispanoamericana del siglo XX de Fernando Alegría, es


un estudio apasionante de las principales novelas hispanoamericanas del siglo XX, proporcionando su
fecha de publicación, ubicación precisa en la corriente literaria y enumerando los rasgos que posee, todo
lo cual permite tener una idea de la labor novelística en Latinoamérica. Es un ensayo muy conocido y
admirado dentro de la especialidad, a la vez por los lectores que aprecian la literatura porque les permite
orientarse en sus apreciaciones.

El texto titulado El teatro peruano de Duller M. Vásquez Gonzales ha sido seleccionado a falta de
un texto adecuado referente al teatro latinoamericano; sin embargo este ensayo suple a creces dotándonos
de una visión panorámica del teatro peruano desde la etapa de la autonomía andina hasta la etapa de la
dependencia externa. En el presente ensayo se nota cómo se va desarrollando el teatro tanto en lengua quechua
como en la lengua castellana, a la vez la forma cómo va evolucionando.

Finalmente el último ensayo titulado La teoría literaria en el siglo XX de José María Pozuelo Yvancos,
es un trabajo que directamente tiene que ver con las bases teórica y orientaciones históricas sobre el desarrollo
de la Teoría Literaria, de tal manera, que proporciona una visión actualizada sobre lo que es la Ciencia
Literaria para el desarrollo de la apreciación y la crítica literaria, especialmente a los lectores que toman como
parte de su vida a la literatura y para aquellos especialistas que se dedican a la apreciación y crítica literaria.
Naturalmente en un grupo tan amplio como es el de la Universidad hay alumnos adelantados que lo leerán y
aquellos que no lo lean se darán cuenta que como seres humanos tienen limitaciones que deben ser superadas.
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En su conjunto, son texto seleccionados considerando los tres géneros importantes de la literatura:
narrativo (cuento, novela), lírico (la poesía), dramático (teatro) y el género paraliterario que es la crítica
literaria integrada por ensayos. para que el lector pueda tener una visión global sobre el quehacer literario,
adquiriendo de esta manera una base teórica para poder abordar la lectura sea de los cuentos, de las creaciones
poéticas, novelas u obras teatrales, previo conocimiento de los planteamientos teóricos sobre el arte de la
creación literaria en sus diversos géneros, aspectos que son vitales para la humanidad en su desarrollo afectivo
como un ser sensible en la vida y que está en constante proceso de humanización.
Para finalizar con esta presentación debo manifestar que la lectura de textos no literario como el
presente, sirve como un ejercicio práctico y efectivo para la lectura de textos pertenecientes a diferentes
especialidades, dado que dota de los instrumentos necesarios para la lectura comprensiva y analítica, al mismo
tiempo permite un dominio de las diferentes técnicas auxiliares a usar en el estudio, considerando que es
enteramente práctico y el estudiante debe elaborar fichas, esquemas, resúmenes y comentarios que son parte de
la lectura en profundidad. Al mismo tiempo le dota de un amplio vocabulario a usar en la vida diaria y sobre
todo le convierte en un ser humano observador y analítico.

Manuel Marticorena Quintanilla

_______
* HUAMÁN V., Miguel Ángel. Lecturas de teoría literaria I. Lima, Fondo Editorial de la UNMSM, 1° ed.,
2002.
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INTRODUCCIÓN

El motivo fundamental de la presente introducción es informar al lector, que el presente texto


denominado Estudios Literarios Latinoamericanos, ha sido ampliado, agregando cuatro ensayos más:

El liderazgo en la literatura, una conversación con el especialista en ética de los negocios, de Joseph
L. Badaracco, Jr., explica sobre la vital importancia de tener conocimientos literarios para enfrentar los
problemas en la vida profesional. Otro ensayo es El cuento latinoamericano. Un pájaro barroco en una jaula
geométrica, de Fernando Aínsa, que conceptúa sobre el cuento usando una hermosa metáfora. Igual sucede con
el ensayo Leer novelas fortalece el aparato imaginario, de Juan José Millás, demuestra cómo fortalece al ser
humano la lectura literaria en todo su vida al ser humano. Finalmente el Teatro latinoamericano, de
www.ecured.cu/index.php, muestra una imagen precisa y sintética sobre el desarrollo del teatro
latinoamericano a través del tiempo.

Esta obra, viene utilizándose desde el año 2012 y se pudo constatar en la práctica diaria, en base las
evaluaciones de cada una de las prácticas durante estos años, que los estudiantes carecen de la herramienta
fundamental para sus estudios profesionales: la práctica lectora. Por esta razón manifestamos que los textos
antologados tienen un lenguaje predominantemente denotativo, pasando por el mixto, hasta llegar a lo
literario o connotativo, lo que permite iniciarse con la acción lectora sencilla hasta llegar a lo más complejo,
pero para sacar provecho en su vida profesional, pasamos indicar que toda lectura a igual que estos textos se
deben realizar de la siguiente manera:

Primero, leer el título de cada uno de los textos y luego imaginarse de qué trata en base al título,
además, es necesario enterarse sobre el autor y cuándo lo publicó por primera vez, porque a base a dichas
informaciones se podrá tener conocimientos precisos cuando se lea.

Segundo, los textos que se leen poseen un vocablo propio de la Ciencia Literaria, por consiguiente se
debe tener a la mano un buen diccionario para consultar constantemente. Nunca suponer que el significado se
diga por deducción lógica, considerando el contexto en que se encuentra la palabra desconocida, porque a
veces no es lo correcto.

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Tercero, cada uno de los textos tiene su propia estructura en la que predomina la exposición, sin
embargo también está presente la narración, el comentario, la descripción, etc., que al leerlo de inmediato debe
ser reconocido. De esta manera podrá ser entendida a la perfección, e incluso hay textos muy alterados en su
exposición, que requieren hacer uso de la técnica del subrayado, de anotaciones y elaborar fichas para ordenar
las enumeraciones. Si no se procede de esta manera, caerán en graves errores.

Cuarto, los textos están enmarcados en corrientes literarias, que son las mismas de la literatura, la
psicología, la economía, etc., es decir, de toda ciencia, lo que facilita ampliamente la comprensión y el
paradigma que predomina en el autor.

Tener presente la significación del verbo cuando está en presente, pasado, sobre todo en condicional, lo
que es determinante. Además, leer con una actitud crítica y siempre preguntándose ¿qué dice el texto?, luego,
¿qué quiere decir el texto?.

Finalmente, al concluir la lectura se debe establecer el tema predominante expresándolo con dos
palabras: un sustantivo seguido de un adjetivo calificativo. Esta práctica es una especie de autoexamen en
toda lectura. Si hay dificultades para expresar el tema predominante, es seguro que no se entendió el texto.

Sólo me queda desearles éxitos en sus estudios y que estos textos les sirva para entrar en el camino de
la lectoescritura, cuyo dominio es la herramienta básica para el éxito intelectual en cualquier profesión.

Iquitos, agosto de 2008.

Manuel Marticorena Quintanilla

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LA LITERATURA Y LA VIDA1
Por: Mario Vargas Llosa

Me propongo en este texto formular algunas razones contra la idea de la


literatura, en especial de la novela, como un pasatiempo de lujo, y a favor de
considerarla, además de uno de los más estimulantes y enriquecedores quehaceres
del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una
sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería
inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas
de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que
la literatura tiende a encogerse e, incluso, a desaparecer del currículo escolar como
si se tratara de una enseñanza prescindible.
Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al
prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en
innumerables avenidas y compartimientos, sesgo de la cultura que sólo puede
acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, muchos
beneficios, pues ella permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso.
Pero tiene, también, como consecuencia negativa, ir eliminando esos denominadores comunes de la cultura
gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera
solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres
humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que, un lenguaje, unos códigos y
una información progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos
alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes
de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende
en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse
en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo –de pueblos o individuos-produce paranoias y
delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios.
Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente
por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución que ha llevado a la especialización y al
uso de vocabularios herméticos.
La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo,
mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres
vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distantes sean sus ocupaciones y designios vitales, las
geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte.

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Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros
de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres
humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y
nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, de las
orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta
comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres
de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción y
explotación. Nada enseña mejor que las buenas novelas a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza
del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura
es divertirse, sí; pero, también, aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a
través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y
fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y
en secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias –como las llamaba Isaiah
Berlin- de que está hecha la condición humana. Ese conocimiento totalizador y en vivo del ser humano, hoy,
sólo se encuentra en la novela. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades –como la filosofía, la psicología,
la sociología, la historia o las artes- han podido preservar esa visión integradora y un discurso asequible al
profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división y subdivisión del conocimiento,
han sucumbido también el mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y
técnicas, cuyas ideas y lenguajes están fuera del alcance de la mujer y el hombre común. No es ni puede ser el
caso de la literatura, aunque algunos críticos y teorizadores se empeñan en convertirla en una ciencia, porque la
ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer
imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada, reducida
a esquemas y fórmulas, sin desaparecer. Por eso, Marcel Proust afirmó: “La verdadera vida, la vida por fin
esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”. No exageraba, guiado
por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento: simplemente, quería decir que, gracias a la
literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla
con los otros.
El vínculo fraterno que la novela establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y
haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trascendiendo las
barreras del tiempo. La literatura nos retrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron,
gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora, nos hacen gozar y soñar también a nosotros.
Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro
de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.
A Borges lo irritaba que le preguntaran: “¿Para qué sirve la literatura?”. Le parecía una pregunta idiota
y respondía: “¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los arreboles

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de un crepúsculo!”. En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante,
es menos fea y menos triste ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del
gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están
simplemente allí, fabricados por el azar o la Naturaleza. Son creación humana, y es lícito indagar cómo y por
qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con
los de la escritura, haya durado tanto tiempo. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una
conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones,
a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta,
cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste
con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres –algunos con frecuencia
y otros de manera espontánea- porque la vida que tienen no les vasta, no es capaz de ofrecerles todo lo que
quisieran. La novela no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo: sólo existe de veras cuando
es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura,
experiencia compartida.
Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura
escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento
de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Una humanidad
sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos,
aquejado de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto vale
también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar
mucho pero siempre dirá pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para
expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte
imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los
cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de
las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección,
profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni
tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se
comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos
son fundamentales; pero, ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al
contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces
indiscutibles eminencias en su profesión, son literalmente incultos y no saben servirse del lenguaje para
comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa,
encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor
preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse.
De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que

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parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles
elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor,
sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo.
El amor y el placer serían muy pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan
educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que
ha leído a Garcilazo, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que, otra, de analfabetos
semiidiotizados por los culebrones de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían
indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos
elementales: copular y tragar.
Los medios audiovisuales tampoco están en condiciones de suplir a la literatura en esta función: la de
enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua. Por
el contrario, los medios audiovisuales tienden, como es natural, a relegar a las palabras a un segundo plano
respecto a las imágenes, que son su lenguaje primordial, y a constreñir la lengua a su expresión oral, lo mínimo
indispensable y lo más alejada de su vertiente escrita, que, en la pantalla, pequeña o grande, y en los parlantes,
resulta siempre soporífica. Decir de una película o un programa que es “literario” es una manera educada de
llamarlos aburridos. Y, por eso, los programas literarios en la radio o la televisión rara vez conquistan al gran
público; que yo sepa, la única excepción a esta regla ha sido Apostrophes, de Bernard Pívot, en Francia. Ello
me lleva a pensar, también, aunque en esto admito ciertas dudas, que no sólo la literatura es indispensable para
el cabal conocimiento y dominio del lenguaje, sino que la suerte de las novelas está ligada, en matrimonio
indisoluble, a la del libro, ese producto industrial al que muchos declaran ya obsoleto.
Entre ellos, una persona tan importante, y al que la humanidad debe tanto en el dominio de las
comunicaciones, como Bill Gates, el fundador de Microsoft. El señor Gates estuvo en Madrid hace algunos
meses, y visitó la Real Academia Española, con la que Microsoft ha hecho las bases de lo que, ojalá, sea
una fecunda colaboración. Entre otras cosas, Bill Gates aseguró a los académicos que se ocupará
personalmente de que la letra “ñ” no sea desarraigada nunca de los ordenadores, promesa que, claro está, nos
ha hecho lanzar un suspiro de alivio a los cuatrocientos millones de hispanohablantes de los cinco continentes
a los que la mutilación de aquella letra esencial en el ciberespacio hubiera creado problemas babélicos.
Ahora bien, inmediatamente después de esta amable concesión a la lengua española, y entiendo que sin
siquiera abandonar el local de la Real Academia, Bill Gate afirmó en conferencia de prensa que espera
no morirse sin haber realizado su mejor designio. ¿Y cuál es este? Acabar con el papel, y, por lo tanto, con los
libros, mercancías que a su juicio son ya de un anacronismo pertinaz. El señor Gates explicó que las pantallas
del ordenador están en condiciones de reemplazar exitosamente al papel en todas las funciones que éste ha
asumido hasta ahora, y que, además de ser menos onerosas, quitar menos espacio y ser más transportables, las
informaciones y la literatura vía pantalla en lugar de vía periódico y libros, tendrán la ventaja ecológica de
poner fin a la devastación de los bosques, cataclismo que por lo visto es consecuencia de la industria papelera.

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Las gentes continuarán leyendo, explicó, por supuesto, pero en las pantallas, y de este modo, habrá más
clorofila en el medio ambiente.
Yo no estaba presente –conozco estos detalles por la prensa-, pero, si lo hubiera estado, hubiera
abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, sin el menor impudor, su intención de enviarnos al paro a mí y
a tantos de mis colegas, los escribidores librescos. ¿Puede la pantalla reemplazar al libro en todos los
casos, como afirma el creador de Microsoft? No estoy tan seguro. Lo digo sin desconocer, en absoluto, la
gigantesca revolución que en el campo de las comunicaciones y la información ha significado el desarrollo de
las nuevas técnicas, como Internet, que cada día me presta una invalorable ayuda en mi propio trabajo. Pero, de
allí a admitir que la pantalla electrónica puede suplir al papel en lo que se refiere a las lecturas literarias, hay
un trecho que no alcanzo a franquear. Simplemente no consigo hacerme a la idea de que la lectura no funcional
ni pragmática, aquella que no busca una información ni una comunicación de utilidad inmediata, pueda
integrarse en la pantalla de un ordenador, al ensueño y la fruición de la palabra con la misma sensación de
intimidad, con la misma concentración y aislamiento espiritual, con que lo hace a través del libro. Es, tal vez,
un prejuicio, resultante de la falta de práctica, de la ya larga identificación en mi experiencia de la literatura con
los libros de papel, pero, aunque con mucho gusto navego por el Internet en busca de las noticias del mundo,
no se me ocurriría recurrir a él para leer los poemas de Góngora, una novela de Onetti o de Calvino o un
ensayo de Octavio Paz, porque sé positivamente que el efecto de esa lectura jamás sería el mismo. Tengo el
convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio
maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto: pero probablemente serviría para designar
un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura como lo están los programas
televisivos de cotilleo sobre los famosos del jet-set o El Gran Hermano de las tragedias de Sófocles y de
Shakespeare.
Otra razón para dar a la novela una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el
espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos,
sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en
que vivimos. En todo gran texto de ficción, y, sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una
predisposición sediciosa.
La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal
como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagandas de inconformidad, un refugio para aquél al
que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus
aspiraciones. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La
Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma
Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de
desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser
siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los
incandescentes deseos de que estamos poseídos.
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La novela sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, en ese milagroso intervalo, en esa
suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria –que parece arrancarnos de la cronología
y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal- somos otros. Más intensos,
más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real.
Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción, regresamos a aquella y la cotejamos con el esplendoroso
territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda comprobación: que la vida
soñada de la novela es mejor –más bella y más diversa, más comprensible y perfecta- que aquélla que vivimos
cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y servidumbres de nuestra condición. En
este sentido, la buena literatura es siempre –aunque no lo pretenda ni lo advierta- sediciosa, insumisa,
revoltosa: un desafío a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las
leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en
la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos
defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de
pequeñeces sin cuento, de fronteras y de prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso,
corrompen nuestras ilusiones? Ésa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la
de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución en la literatura al progreso humano: recordarnos: (sin
proponérselo en la mayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo
contrario –por ejemplo, los poderes que lo gobiernan-, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que
nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar.
Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la
necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo –empresa
siempre quimérica- a aquél en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su terquedad en alcanzar aquel sueño
inalcanzable –casar la realidad con los deseos- ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a
derrotar a muchos -no a todos, por su puesto- demonios que lo avasallaban. Y no existe mejor fermento de
insatisfacción frente a lo existente que la buena literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes,
difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada
como las buenas novelas.
Si queremos evitar que con las novelas desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las
cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y
enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay que actuar.
Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás –en las familias y en las aulas,
en los medios y en todas las instancias de la vida común-, como un quehacer imprescindible, porque él
impregna y enriquece a todos los demás.

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EL LIDERAZGO EN LA LITERATURA2
Una conversación con el especialista en ética de los negocios, Joseph L. Badaracco,
Jr.
Percepciones pragmáticas y potentes sobre el liderazgo se pueden
hallar en las obras de Sófocles, Shakespeare, Conrad y otros. Pero usted
tiene que saber dónde buscar y cómo comprender lo que dicen.

Era usual que los estudiantes de MBA fueran a las escuelas de negocios
para aprender sobre la práctica del management. La mayoría tenía grados de
licenciados en artes y ciencias. Pero ello ya es así. Hoy, una proporción creciente
de estudiantes en las escuelas de negocios ha hecho licenciaturas en negocios, o ha
llegado a ellas con cinco o seis años de experiencia en bancos de inversión o en
consultoría en management. En la actualidad, los estudiantes de negocios en su
gran mayoría no son poetas. Son personas familiarizadas con los negocios.
Desde luego, esta experiencia les brinda de muchas formas una ventaja a los estudiantes en sus cursos
de MB. Llegan sabiendo Contabilidad Básica; entienden el flujo de caja descontado y el análisis de regresión.
Pero, si se piensa en ello, el mismo hecho de que ya estén tan familiarizados con el contenido tradicional de un
programa de MBA sugiere que quizás necesiten un poco menos de herramientas cuantitativas y un poco más de
razonamiento y autoconocimiento, así como una comprensión más profunda de la naturaleza humana.
No es extraño que una buena cantidad de académicos y gente de negocios haya comenzado a
cuestionar la orientación de la educación de negocios. Por ejemplo, el año pasado, los gurús de liderazgo
Warren G. Bennis y James O’Toole argumentaron en estas páginas que las escuelas de negocios habían perdido
el rumbo, debido al modelo científico que predomina en la investigación y enseñanza de negocios (vea, “Cómo
las escuelas de negocios perdieron el rumbo”, mayo de 2005). Los académicos de negocios son promovidos
sobre la base de rigor matemático de su investigación, en lugar de relevancia de ésta. Por tanto, lo que los
estudiantes obtienen en clases son académicos altamente capacitados en matemáticas que enseñan herramientas
de gestión formalizadas. Éstas funcionan bastante bien si es que usted está estudiando técnicas para la
evaluación financiera, pero son menos útiles cuando usted está estudiando liderazgo y comportamiento
organizacional. Los estudiantes podrían aprender bastante más de estas materias, argumentaban Bennis y
O`Toole, si tomaran un curso de literatura. La ficción puede ser tan instructiva sobre el liderazgo y el
comportamiento organizacional como cualquier libro de negocios.
Durante la última década, Joseph L. Badaracco, Jr. –quien es John Shad Professor de ética de negocios
de Harvard Business School- ha ofrecido justamente ese tipio de curso a los estudiantes de MBA de la escuela.

21
En años recientes, también ha encabezado discusiones sobre ficción literaria seria con ejecutivos de HBS.
Badaracco usa la literatura para brindar a sus estudiantes cuadros completos y complejos sobre líderes en todos
los aspectos de la vida; líderes cuyos desafíos, en particular los sicológicos y emocionales, se asemejan a
aquellos que enfrentan los altos ejecutivos. En sus clases, Badaracco recurre a textos como Muerte de un
vendedor viajante, de Arthur Miller, Antígona, de Sófocles, y El copartícipe secreto (The Secret Sharer), de
Joseph Conrad, con el fin de ayudar a sus estudiantes a comprender preguntas de liderazgo, toma de decisiones
y juicio moral. Badaracco también examina estos tremas en su libro de próxima publicación Questions of
Character: Illuminoting the Heart of Leadership Through Literatura (Harvard Business School Press, abril de
2006).
Recientemente, la editorial senior de HBR Diane Coutu se reunió con Badaracco para sostener una
discusión amplia sobre lo que los líderes pueden aprender de la literatura. Su conversación de tres horas
condujo a algunas percepciones sorprendentes acerca de los muchos desafíos del liderazgo.

¿Qué lo decidió a enseñar literatura a ejecutivos?

Fue una apuesta. Estaba dictando una clase sobre liderazgo, y le pedí a un grupo de altos ejecutivos que
leyeran un cuento corto de Joseph Conrad, llamado El copartícipe secreto. No sabía si el experimento
funcionaría. De acuerdo con mi experiencia, he descubierto que mucha gente de negocios asocia loas
discusiones literarias con abstrusas conversaciones académicas e imaginería freudiana. Pero ésta no era una
clase de crítica literaria y tampoco estaba buscando la interpretación “correcta”. Quería usar el cuento como un
estudio de caso.
Desde luego, la literatura es más subjetiva y menos limitada que los típicos estudios de casos que
hacemos en Harvard, los cuales están basados en hechos, investigados concienzudamente y están enfocados en
temas específicos. Pero lo cierto es que nos brindan algunos de los estudios de caso más poderosos y atractivos
que se hayan escrito. La ficción sería que ha sobrevivido la prueba del tiempo plantea más preguntas que
respuestas. Pienso en Julio César de Shakespeare. De esa obras usted puede aprender tanto sobre liderazgo
como de la lectura de cualquier libro de negocios o revista académica. Ciertamente, sus lecciones son iguales
de valiosas y con probabilidad igual de pragmáticas.
El copartícipe secreto es un buen ejemplo de obra literaria que de verdad hace sentido a los ejecutivos.
El cuento se centra en un capitán nuevo que, por un breve tiempo, oculta a un asesino en su barco. Esta
decisión viola el derecho marítimo, pero el capitán cree que el hombre ha sido acusado falsamente. Después de
algunas acaloradas discusiones en nuestra clase, la mayoría de los altos ejecutivos reconoció que, al mirar hacia
atrás en sus carreras, habían enfrentado decisiones bastante similares a la del capitán. Puede ser que un aspecto
de llegar a ser líder involucre luchar con compensaciones muy duras y poner a prueba los límites propios de
una forma casi imprudente; y El copartícipe secreto le dio a estos altos ejecutivos una manera de hablar sobre
esos límites.
22
¿Existe una temática en particular en El copartícipe secreto que le haga sentido a los altos
ejecutivos?

La premisa de este cuento corto, tal como yo la veo, es que la responsabilidad no se les da a los líderes,
de modo que deben tomarla, en muchas ocasiones emocional, agresiva e incluso enérgicamente. Con
frecuencia, ésta es la situación que enfrentan los ejecutivos cuando se les dan promociones y nuevos desafíos;
en los negocios los llamamos oportunidades. Al asumir esos nuevos roles, los ejecutivos deben confrontar su
habilidad o inhabilidad para ver de frente la realidad, sus temores de asumir nuevas responsabilidades y, en
ocasiones, su reticencia a responsabilizarse personalmente. ¿Tienen los líderes los recursos interiores, la
orientación, el, pragmatismo y la fuerza de voluntad para asumir nuestros desafíos? Si no es así, ¿qué es lo que
falta?
Las respuestas simples a estas preguntas no son muy útiles. Es eso lo que hace tan atractivo a El
copartícipe secreto. El cuento de Conrad trata sobre cuestiones de carácter y elecciones. ¿Debe dejar al extraño
a bordo, o no? Más tarde, el capitán enfrenta la alternativa de forzarlo a abandonar el barco. ¿Cómo maneja el
capitán esta primera opción? En general, no muy bien. Simplemente, responde como un ser humano, sintiendo
empatía por el extraño, agradándole y confiando en él.

Por estos días, cuando existe tanto énfasis en la empatía y en loa inteligencia emocional, este
cuento brinda una visión no tradicional sobre el liderazgo.

La empatía es un impulso decente, incluso noble, del capitán, pero su rol implica otras obligaciones.
Necesita proteger a su barco, pero no existe ninguna señal de que esa obligación haya cruzado por la mente del
capitán. Si tomase la misma decisión después de haber luchado para determinar qué era lo correcto, podríamos
tener más confianza en su opinión. Pero no lo hace. Podemos darle el crédito de la empatía, pero parece haber
olvidado su nuevo rol como capitán del barco, cuando falta en considerar sus demás responsabilidades y las
consecuencias prácticas de aceptar y ocultar a un polizón.
Tal como lo llega a reconocer el capitán, la empatía es buena, pero no puede reemplazar a la
confrontación con los lados oscuros del propio yo. Conrad –quien de paso estuvo 20 años en el mar- sugiere
que asumir responsabilidad significa resignarse a su lado “secreto”, a su sombra, a su lado reflexivo. Existe
muchos “yo” sin explorar que usted tiene que integrar antes de que pueda convertirse en un líder. Esto no lo
transforma de Clark Kent en Superman. Pero en el proceso de asumir responsabilidad, el capitán aprende a
observarse y a desarrollarse. Esto lo logra no solo mediante la práctica de las destrezas de navegación o el
estudio de mapas, sino que mediante la auto-observación y pasos firmes y pacientes hacia el auto-dominio.

¿Por qué la asunción de responsabilidad debería ser un acto agresivo?


Conrad no tiene pelos en la lengua. Asumir responsabilidad es de verdad una cosa muy difícil de hacer.
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El mundo es un lugar recalcitrante. Otras personas opondrán resistencia y existen ciertos riesgos. En ocasiones,
los líderes deben asumir responsabilidad actuando directa y enérgicamente. Al final del cuento, cuando el
oficial de cubierta se rehúsa a seguir una orden, el capitán remece al tipo para que la siga. No lo golpea, pero
físicamente hace que el marinero ejecute la orden.
Desde luego, nadie está sugiriendo que los líderes de negocios usen la fuerza física para que sus
seguidores se incorporen a la fila. Y aún así, en ocasiones los CEO tienen que actuar agresivamente. Existen
momentos en que tienen que decir: “Ésta es la dirección en la que nos movemos y tú tienes que subirte a
bordo”. Bueno, ésa es una declaración agresiva. Y es eso lo que en ocasiones implica asumir responsabilidad,
en vez de tener una discusión y hacer una votación. Al final de El copartícipe secreto, el capitán dice, guste o
no, éste es mi barco. Ese es un acto, enérgico, riesgoso y en cierto sentido atemorizante.
Cuando los líderes asumen responsabilidad, ¿ya han cumplido con su tarea?
Asumir responsabilidad es una de las tareas pruebas para un líder. Uno de los desafíos más difíciles en
resistir el flujo del éxito. Ésa es la temática de I Come as a Thief, la novela de Louis Auchincloss sobre Tony
Lowder, un abogado de unos 40 años que comete un crimen brillantemente indetectable. A pesar de los
consejos y ruegos de quienes lo rodean, al final Tony se dirige a las autoridades y confiesa, lo cual destruye su
vida profesional y coloca a su familia en riesgo físico proveniente de la mafia. Los líderes persiguen el éxito,
no la autodestrucción, pero eso es exactamente lo que Tony hace planteando una de las temáticas más
desconcertantes en la literatura y el liderazgo: los peligros del éxito. Para muchos líderes y aspirantes a líderes,
el desalentador desafío que hay que superar no es la pobreza o la opresión o la falta de destreza u oportunidad.
Paradójicamente, es una vida y carrera exitosa y todo lo que le acompaña.
El crimen de Tony y su confesión plantean algunas preguntas difíciles: antes que nada, ¿por qué
cometió el delito y por qué luego decide acusarse a sí mismo, cuando tiene otras alternativas? Creo que Tony
actúa de esta forma porque siente que el éxito está arruinando su vida. Para los demás, pareciera que él tiene
una vida exigente, aunque completa, pero está en problemas y él lo sabe sutilmente. Como lo dijo en una
oportunidad Edgar Degas, “existe un tipo de éxito que es indistinguible del pánico”, y ello parece describir a
Tony.
La novela nos muestra que la vida puede verse muy bien, pero que en realidad eso es sólo una
apariencia. En el caso de Tony, siempre está ajetreado, trabajando muy duro, haciendo dinero, construyendo un
negocio y estableciendo una reputación. También trata a los demás con respeto, sensibilidad y consideración.
Pero sus incesantes esfuerzos por cumplir con los estándares de los demás y tener éxito liquidan su vida
emocional y sus instintos morales. Desde luego, Tony no es un robot y se da cuenta, de manera semiconsciente,
de que algo está mal, pero nunca tiene el tiempo o el ímpetu de descubrir qué es. Se siente muerto en su interior
hasta que confiesa el crimen; después Tony se siente entusiasmado. Para él, el crimen actúa como un
tratamiento de shock autoadministrado. Lo despierta y lo hace sentirse vivo. El delito está mal, desde luego,
pero su manera de pensar en él es perversamente correcto: su mente y su corazón están comprometidos. De una
extraña forma, la decisión de Tony de cometer un crimen es su primer acto moral.
24
¿Qué pueden aprender los líderes de Tony Lowder?

La historia de Tony plantea un desafío: ¿cómo pueden los hombres y las mujeres perseguir el éxito sin
verse arrastrados por corrientes poderosas y peligrosas que los abrumen? Una respuesta se encuentra en la
peculiar idea de que tenemos serias obligaciones morales, no só9lo hacia los demás sino que con nosotros
mismos.
La visión convencional sugiere que el egoísmo y el altruismo son opuestos. Mientras más egoísta es
una persona, menos se preocupa de los demás; mientras más altruista es una persona, está más dispuesta a
sacrificar sus propios intereses. La literatura seria sugiere una visión un poco más complicada. Las personas
más admirables, sean éstas líderes extraordinarios o individuos comunes, viven y trabajan para otros y para sí
mismos. Esto no es algo de lo cual sentirse culpable. No hay nada de malo con el deseo de Tony de tener éxito.
En una oportunidad, Maquiavelo escribió que un hombre sin una posición en la sociedad ni siquiera puede
conseguir un perro que le ladre. Los logros de Tony son reales y ello le da el poder de hacer contribuciones
genuinas a la sociedad. El problema es que Tony necesitaba aprender a no siempre desempeñarse tan bien.
Muchos ejecutivos también necesitan aprender lo mismo. Es demasiado riesgoso y autodestructivo
dar todo de sí en el trabajo y dejar demasiado poco para cualquier otra cosa. Recuerdo un artículo que leí
en una revista de negocios hace unos años, acerca de un CEO muy poderoso, que era descrito como un buen
hombre de familia. El artículo mostraba cómo el ejecutivo se aseguraba de cenar en casa cuando sus hijos
recibían sus informes de calificaciones. Uno puede calcular: cuatro hijos, cuatro informes de calificaciones
cada uno, 16 cenas al año, estupendo. Estoy seguro de que este CEO pasaba más de 16 días al año con su
familia, pero me pregunto cuántas más. Parece que debió haber estado pagando un alto precio por tener un
desempeño superior.
Creo que Auchincloss argumentaría que pagarlo –esto es, tener el mejor desempeño que uno puede
tener- deja a un líder en una posición muy precaria y expuesta. El éxito puede ser realmente seductor y, durante
mucho tiempo, las cosas marcharán bien en el trabajo y en casi todos los aspectos de la, vida de la persona de
alto desempeño. Por lo general, los chicos de oro en una organización no experimentan ninguno de los golpes,
errores o fracasos que les recuerdan que algunos de sus logros se deben a una extraordinaria buena suerte. No
todo se debe a su brillantez y trabajo duro. La ilusión del éxito es peligrosa. Cuando llegan momentos
realmente duros, como ocurre casi siempre, esos líderes quizás no tengan nada en que caer.

¿De modo que usted piensa que existe un gran elemento de suerte en el liderazgo?

Sí. Otro libro que enseño es acerca de un cacique nigueriano llamado Okonkwo. Él es el personaje
principal de Todo se desmorona, de Chinua Achebe, probablemente la novela africana más leída. En una
escena de la mitad del libro, Okonkwo y los ancianos de la aldea se reúnen para un funeral. En el apogeo de la

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ceremonia, en medio de golpes de tambores y disparos, el arma de Okonkwo explota repentinamente y una de
las piezas de metal golpea a un joven, matándolo. El baile cesa una vez que todos se percatan del destino que le
espera a Okonkwo. El destierro por siete años es la pena por matar accidentalmente a un miembro del clan. De
modo que Okonkwo y su esposa son obligados a abandonar la aldea. Luego, para expiar el pecado de
Okonkwo, los aldeanos derriban la residencia de éste.
Creo que Achebe está sugeriendo que los momentos de prueba llegan de maneras inesperadas. En El
copartícipe secreto, Conrad también está interesado en los accidentes del destino. En un punto, Conrad se
refiere al “capítulo de accidentes que da cuenta de tantas cosas en el libro del éxito.” Es significativo que
Conrad no le dé un nombre al capitán, lo cual sugiere que los accidentes del destino le pueden ocurrir a
cualquiera.
Muchos de los autores que estamos analizando les están diciendo a los líderes que no se engañen a sí
mismos. En cualquier momento, los desafíos pueden saltar sobre usted, poniendo a prueba si cuenta con lo que
es necesario para ser un líder. Nadie necesita buscar estos desafíos y nadie debería hacerlo. Los momentos de
crisis, como el del capitán en El copartícipe secreto, le llegarán a cualquiera que esté en una posición de
responsabilidad. El capitán de El copartícipe secreto enfrenta el desafío de asumir responsabilidad cuando
finalmente se le da el mando sobre un barco. Él está a cargo del buque esa noche, y el mar está perfectamente
calmo, de modo que espera que no ocurra nada. Luego, de manera repentina, tiene que tratar con un extraño
que nada hacia su nave y asegura haber sido acusado falsamente de asesinato, porque ha matado a un marino
cuyo fracaso en seguir órdenes ponía en peligro a su propio barco. Por lo tanto, ése puede ser otro elemento de
estas pruebas: ellas surgirán probablemente de la nada.
Muchos accidentes pueden desbaratar su carrera y su vida, incluyendo aquellos que involucran la
salud, la cual la mayoría de nosotros damos por garantizada. Considera el caso de Richard Gerstner. A
mediados de los años 80, él se encontraba en el apogeo de su carrera. Lo conocí cuando dirigía IBM Japón, y
muchos pensaban que sería el próximo presidente de IBM.
Pero luego se enfermó. Una serie de consultas a los mejores doctores del mundo no reveló el problema.
Su enfermedad se volvió tan debilitante que Gerstner se retiró de IBM. Al final, se le diagnosticó el mal de
Lyme. Recibió el tratamiento y estaba listo para volver al trabajo. Pero, para ese entonces, IBM había
seleccionado al hermano menor de Gerstner –quien nunca había trabajado en una empresa de computadoras-
para el alto puesto que Richard esperaba alcanzar. Llame a esto fortuna o accidente, pero existen tantas cosas
que están fuera de nuestro control.

Los escándalos de negocios han avivado un montón de escepticismo y desconfianza en la


comunidad. ¿Qué puede enseñarnos la literatura acerca de cómo debe ser un buen código moral?

De alguna forma u otra, la moralidad es la temática de las más grandes obras de ficción. Pero la
literatura seria rara vez aboga por una moralidad de tipo blanco o negro. Volvamos a Todo se desmorona. En
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esencia, la historia trata de la lucha de Okonkwo por acomodarse a los misioneros coloniales que se trasladan a
su mundo y cuestionan su forma de vida y sus creencias más profundas. Okonkwo es una persona de empuje,
enfocada y talentosa; en otras palabras, es la contraparte psicológica y emocional de las personas fuertes y
determinadas que dirigen a la mayoría de las organizaciones en la actualidad. Pero a medida que la historia se
despliega, él pierde a sus seguidores, cae en la desesperación y se mata.
Entonces, ¿qué es lo que le ha sucedido a este otrora exitoso cacique africano que no puede luchar en
contra de los colonizadores? Lo que aprendemos de Okonkwo es el peligro de adherir ciegamente a códigos
morales rígidos en tiempos de cambio Okonkwo cree que el simple código moral de su infancia es todo lo que
necesita para liderar a su gente. Pero esta creencia errada convierte a su determinación y firmeza en pasivos, en
lugar de los activos que podrían ser, lo empujan aún más lejos por la senda equivocada. En ocasiones, para los
líderes, la moralidad no es tan simple como revisar las reglas y seguirlas. Okonkwo nunca lo comprendió.

¿De modo que la literatura seria insta a los líderes a romper las reglas?

La ficción sugiere que al encarar sus desafíos del día a día, lo líderes necesitan adoptar un código de
comportamiento ético más complejo que lo que pudieron haber aprendido de niños. La moralidad real no es
binaria, viene en diversos tonos de grises. Los líderes necesitan códigos morales que sean tan complejos,
variados y sutiles como las situaciones en las que se ven involucrados. Esto no significa abandonar valores
básicos o adoptar un relativismo moral. Lo que sí significa es que durante el curso de una carrera los líderes
deberían adoptar un conjunto amplio de valores humanos. Como Okonkwo, en ocasiones los ejecutivos no
comprenden esta idea. Creen erradamente que el simple código moral de su infancia es todo lo que necesitan
para ser líderes.
Por ejemplo, conozco a un exitoso ejecutivo que recientemente se unió a una pequeña empresa de
rápido crecimiento, dirigida por un amigo de toda la vida. Después de sólo un par de semanas en el trabajo, el
ejecutivo descubrió que la compañía había estado contabilizando ingresos por ventas que en realidad no
habían ocurrido. Confrontó a su amigo y al consejo de administración, y al final renunció. La empresa publicó
un comunicado de prensa que decía que el ejecutivo había renunciado porque las exigencias del puesto eran
mayores de los que había esperado. Pero los mercados vieron lo que había detrás de ese ardid. Bajaron a la
mitad a las acciones de la empresa y desbarataron una oferta de acciones planificada. La compañía pronto se
declaró en quiebra.
En la superficie, el ejecutivo pareció haber actuado con coraje y rectitud. Se rehusó a participar en una
deshonestidad contable y se enfrentó a su amigo y al consejo. Sin embargo, al seguir este claro código ético,
este ejecutivo desencadenó la destrucción de la empresa. Una senda más difícil pudo haber sido darle al
presidente y al consejo la opción de revelar los problemas y tomar de inmediato medidas drásticas. Esto le
habría dado a la empresa una oportunidad de pelear, pero el ejecutivo, creyendo que seguía a su conciencia y
que hacía lo correcto, aparentemente nunca lo consideró. La pregunta es si su código moral era simplemente
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demasiado rígido.

¿Sugiere la literatura que los líderes sean pragmáticos cuando se trata de moralidad?

El choque entre principios y pragmatismo es una de las pruebas más duras del carácter de un líder.
Desde luego, deseamos que nuestros líderes tengan principios y que sean pragmáticos. Los principios solo
califican a los hombres y mujeres para ser predicadores o santos. Los pragmáticos puros pueden abrir su caja
de herramientas y hacer el trabajo, pero su amoralidad los hace peligrosos. Como muchos líderes saben, en
ocasiones el peor conflicto es entre dos principios profundamente sostenidos. Navegar en ello puede ser más
difícil que tratar de mantener un equilibrio entre principios y pragmatismo.
En su obra Antígona, el antiguo dramaturgo griego Sófocles muestra lo que puede ocurrir cuando los
líderes están motivados sólo por principios. Aun cuando Antígona esté situado en una época distinta, es
relevante para los líderes que encaran el entorno de la alta presión de hoy en día. Esto se debe en parte a que
Sófocles adopta una visión muy amplia del liderazgo. Uno de los personajes principales, Creonte, es el
nuevo gobernante de Tebas. Él se ajusta a la definición clásica de líder, debido a su rol oficial y autoridad. El
otro personaje central es Antígona, la hija de Edipo, el ex rey de Tebas. Antígona no tiene un cargo formal,
pero representa a los líderes sociales y religiosos a lo largo de la historia que han movilizado a los demás,
mediante su profundo compromiso con ciertos valores morales fundamentales.
Antígona quiere sepultar a su hermano de acuerdo a la ley religiosa, pero Creonte ha declarado a su
hermano un traidor por haber iniciado una guerra civil. Creonte dicta un edicto para que el hermano de
Antígona permanezca insepulto y sea comido por perros y buitres. Cuando Antígona lo entierra, Creonte la
condena a muerte.
El principio fundamental de Antígona es la religión; el de Creonte es el país. Ambos personajes están
fuertemente comprometidos con sus visiones. Pero, en un nivel más profundo, los dos líderes son similares en
una forma desgraciada. Ambos adoptan un único e importante valor humano –la religión, en el caso de
Antígona, y la obligación cívica, en el de Creonte- y lo pervierten. Ambos lo hacen al adoptar ese único valor
como una guadaña para segar todas las demás consideraciones. Antígona y Creonte dejan que ese único valor
domine no sólo a su pensamiento, sino que también a sus personalidades. En la actualidad, vemos lo mismo en
las organizaciones cuando los líderes son incapaces de ver más allá de sus propias agendas sobre la verdad, el
cambio y el desarrollo humano.

Hablemos de los pocos protagonistas que en realidad son personas de negocios.

Usted dijo que Willy Loman, en la obra de Arthur Miller, Muerte de un vendedor viajero, tenía
los sueños equivocados. ¿Cuáles son los sueños correctos? ¿Se trata del tema de la visión?

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Miller nunca habría equiparado los sueños con las visiones corporativas En vez de ello, veía en los
sueños un recurso interior crucial para los líderes. Sugiere que los sueños nos impulsan a todos, pero los sueños
erróneos pueden ser venenos de acción lenta. La caída de Willy Loman ilustra el poder nocivo de ciertos
sueños. La obra plantea una pregunta difícil para los líderes: ¿cómo sabe usted cuándo sus sueños son tóxicos?
El sentido común acerca de Muerte de un vendedor viajero dice que Willy adopta una versión corrupta
sobre el sueño americano, la que define el éxito como dinero, estatus y celebridad. La obra fue escrita a fines
de los años 40, y algunos críticos la vieron como una acusación brillante en contra del moderno capitalismo
estadounidense.
Pero esa visión trata a Willy como un ícono anticapitalista y no como un ser humano. Otra
interpretación posible de la obra es que Willy no sueña con sus ojos muy abiertos. Esto suena paradójico: se
supone que los sueños deben resistirse al pragmatismo. Al mismo tiempo, es el realismo sin compromisos –
acerca del mundo y sobre uno mismo- el que separa a los sueños de las ilusiones. Los sueños de Willy son una
tela fina: frágil y extravagante. Es un optimista ingenuo y sus sueños carecen de la base en la realidad que es
necesaria para crecer y reconfigurarse con el tiempo. Los buenos sueños tienen raíces profundas en la vida
cotidiana, no en las seducciones de la sociedad que están a su alrededor. Alguien dijo que la prueba de una
vocación es el amor por el trabajo pesado que exige. Una carrera ejecutiva exitosa es desafiante y
recompensadora en tantas formas distintas que puede parecer extraño enfatizar el trabajo pesado. Pero Muerte
de un vendedor viajero sugiere que esto puede ser una mejor prueba de un sueño sano que la excitación o la
inspiración.

En los textos que usted analiza en sus clases, varios protagonistas cometen suicidio. Uno termina
en prisión. Otro personaje es sentenciado a morir. ¿Les hace sentido a todo este desaliento a los
ejecutivos?

No traté de escoger deliberadamente literatura desalentadora. Ciertamente, no quise sugerir que los
negocios son una empresa desalentadora. Si lo pensara, Instaría a los estudiante de MBA que buscaran otras
líneas de trabajo. El hecho es que en los negocios usted tiene que tener confianza y creer que la mayor parte del
tiempo va a tener éxito. Esto es lo contrario al desaliento.
Al mismo tiempo, a diferencia de la literatura de management contemporánea, la cual es
implacablemente optimista, la literatura seria es implacablemente realista. En ella, no encontramos ningún
rápido golpe de inspiración, ninguna historia de éxito completo o programas para la felicidad de cinco
pasos. Los líderes retratados en la literatura en ocasiones fracasan y con frecuencia luchan. La presión
está presente porque es mucho lo que está en juego. Cuando los líderes de negocios leen acerca de las luchas de
los personajes literarios, pueden comprender de mejor forma a sus propios conflictos. Aun así, las historias de
ficción no conducen al cinismo, la pasividad o a la desesperación. La literatura puede ser esperanzadora e
incluso inspiradora porque sus preguntas y lecciones se ganan con esfuerzo y son reales. Este enfoque realista
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brinda un tipo de aliento más profundo y duradero.
A lo largo de esta conversación, usted ha enfatizado la necesidad de que los líderes reflexionen. ¿Por
qué es tan importante?
Le prestamos muy poca atención a las vidas interiores de los líderes. Mucho de lo que usted aprende en
las escuelas de negocios parece sugerir que puede tratar a los ejecutivos como animales de laboratorio, cuyo
comportamiento puede ser controlado si se obtiene un entorno correcto. Los sistemas de paga por desempeño,
por ejemplo, asumen que los dulces adecuados, como las opciones de compra de acciones, producirán el
comportamiento adecuado. Y la ley Sarbanes-Oxley realmente está por darles shocks más grandes a las ratas
que se comportan mal y alumbrarlas con luces más brillantes.
Este tipo de conductismo no es suficiente. La ficción sugiere que los líderes deberían aprender más
acerca de sí mismos si quieren tener éxito. En otras palabras, antes de que usted salga a cambiar el mundo y a
manejar a otras personas, debería mirar en su interior y ver si está listo para ser un líder. Usted debería
reflexionar en lo bien que puede manejarse a sí mismo. Eso toma tiempo, y no es una acción natural para las
personas orientadas a la acción. Además, puede que no le guste lo que ve. Aunque Sófocles nos enseña que los
líderes nos pueden eludir su humanidad imperfecta, también sugiere que podemos aminorar los riesgos del
error y la tragedia mediante la reflexión sensata. La deliberación productiva es un proceso caótico de ir hacia
atrás y adelante, zigzagueando entre sentimientos, pensamientos, hechos y análisis. Ella resiste la tentación de
aferrarse a un único principio importante y permitirle que tiranice todas las demás consideraciones. Como lo
sugiere profundamente Antígona, la mejor reflexión involucra el diálogo con otros. Los genios solitarios y
autodesignados son una receta para el desastre.

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EL CUENTO LATINOAMERICANO: UN PÁJARO BARROCO EN UNA
JAULA GEOMÉTRICA3

Por: Fernando Aínsa

Advertencia preliminar

La imagen nos tienta y persigue desde hace tiempo: un vistoso pájaro,


digamos un pájaro barroco, encerrado en una jaula de forma geométrica.
Lo soñamos una vez: la alegría del pájaro espontáneo y de variados trinos y
la hermosa jaula de riguroso diseño que lo encierra, estaban ahí como un topo
alegórico, como una metáfora en la que podría sintetizarse una rica historia
literaria.
Así proyectamos desde entonces al cuento latinoamericano: espléndido en
su plumaje multicolor, traspasando los barrotes con su canto; ceñido, sin embargo,
su libre vuelo potencial, su cuerpo vivaz e inquieto, por la forma de la jaula que lo
encierra.
Ahí está la paradoja.
La jaula, en tanto forma que lo limita, rigurosa geometría dictada por
artistas del género, es prisión, ausencia de libertad aunque, gracias a ella, los trinos se afinan y las variadas
tonalidades de los colores de su vistoso plumaje se aprecian en el mundo entero.
Es cierto, la jaula de la forma fija el límite de su salto, por imaginativo que sea. De ser totalmente libre,
el pájaro se dispersaría en vuelo errático y no se obligaría a este canto pertinaz. Menos aun se reproduciría con
la asombrosa fertilidad con que lo hace a lo largo y lo ancho del vasto continente donde ha nacido.
Un modo de decir que el cuento latinoamericano —como el pájaro en su jaula— se caracteriza por una
apasionante polivalencia de significados en el marco de una rigurosa preocupación formal.
Un cuento que es, al mismo tiempo, variado en sus temas y único en su estructura, enraizado y
universal, cambiante y permanente, original y reconocible.
De ahí que sea tan apasionante su estudio.
Ninguna otra cosa queremos justificar en estas páginas.
Hoy en día puede afirmarse sin mayor oposición que un buen cuento debe ser redondo (por lo tanto
cerrado en sí mismo) y que su estructura no puede distraerse ni diversificarse, porque está hecha de una
rigurosa disciplina y un sentido de lo esencial que lo ha ido depurando como género a través de los siglos. Si se
puede añadir que su escritura está hecha más de despojamiento que de acumulación, porque el cuento debe ser
—antes que nada— autárquico y autojustificado, en la medida en que las referencias personales e históricas del

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exterior han pasado a formar parte de su textura y están gobernadas por las leyes internas del género, es porque
no sólo hay buenos cuentos, sino porque la crítica y los propios cuentistas han venido definiendo con precisión
los elementos que individualizan su originalidad. Decálogos, consejos, ingeniosos aforismos sobre como “debe
ser” un cuento, reglas de la cuentística respaldan una intensa reflexión teórica, mientras los temas son cada vez
más variados y originales y ahondan tanto en las raíces de un rico pasado americano hecho de leyendas, mitos
y tradiciones, como en la “diversión”, la irrisión o la parodia en las que se solaza.
Ahí continúan las paradojas. A diferencia de la novela, cuyo origen puede precisarse en el tiempo y en
el espacio sin mayores dificultades, el del cuento se pierde en los inicios de la historia de la humanidad y tiene
expresiones simultáneas en casi todas las literaturas de Europa, Asia, África, e Hispanoamérica. Pero mientras
la novela, pese a su modernidad, se ha ido liberando de reglas y es hoy una polisémica caja de resonancia,
hecha de retazos de formas cada vez más diversas, el cuento, aun teniendo una larga historia propia y una
reconocida universalidad en sus mejores creaciones, válida para todas las culturas, es un género ceñido por
rigurosas y unívocas constantes y una serie de ajustadas reglas presentes tanto en los cuentos de las “mil y una
noches” como en los ajustados mecanismos de relojería de los relatos breves de Jorge Luis Borges.
Al mismo tiempo hay que subrayar que, si bien el cuento ha perdido intensidad como género desde
fines del siglo XIX en Europa y, más recientemente, en países donde gozara de una gran popularidad como
España y Estados Unidos, sigue estando vigente en América Latina, donde se ha convertido en modelo por
excelencia de expresión literaria. Su desarrollo corresponde al gradual autodescubrimiento de la realidad del
continente, desde el “bautizo” descriptivo con que se nomina el Nuevo Mundo recién descubierto, hasta el
reconocimiento de la complejidad contemporánea, sin olvidar las fronteras transgredidas de lo real en nombre
del absurdo y lo fantástico.

La voraz lectura del mundo

En este modelo latinoamericano se reconoce sin dificultad la ávida asimilación de todo tipo de
influencias literarias que han podido considerarse válidas o de interés, desde el cuento ruso al norteamericano,
pasando por los maestros españoles y franceses del género, sin olvidar a los heterodoxos, “raros” y
transgresores del mundo entero. Y —siguen las paradojas— el resultado es de una absoluta originalidad.
Un estudio de “los agentes del cosmopolitismo literario”, como llama M. F. Guyard en su propuesta
metodológica de literatura comparada a “los libros y los hombres” que influyen y marcan las relaciones
internacionales de la literatura, resulta de un particular interés en América Latina, donde los escritores
incorporan a su propia tradición una voraz lectura del mundo.
Así Horacio Quiroga proclama sin complejos en el “Primer mandamiento” de su Decálogo del perfecto
cuentista: “Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo”, una regla que
sabiamente han respetado Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar o Enrique Anderson Imbert. La atenta lectura de la

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cuentística universal por parte de los escritores hispanoamericanos permite las referencias cruzadas de un Dino
Buzzati con Julio Cortázar, de un Italo Calvino con Adolfo Bioy Casares, de un Ambrose Bierce o un Jonathan
Swift con Juan José Arreola. En esta asimilación de todo tipo de influencias literarias, deben también incluirse
las provenientes de otras tradiciones como las sagas escandinavas, las leyendas celtas, los apólogos orientales,
los cuentos chinos y todas las narraciones cortas manejados con sospechosa erudición por escritores como
Jorge Luis Borges o José Lezama Lima (basta pensar, para este último, en El juego de las decapitaciones o en
El patio morado). En todo caso, ninguno de ellos parece haber padecido la “angustia de las influencias” de que
hablara Harold Bloom.
En efecto, en Latinoamérica se han recuperado, a través de nuevas formulaciones estéticas, las raíces
anteriores del género, tales como la oralidad, el imaginario popular y colectivo presente en mitos y
tradiciones y las formas arcaicas de subgéneros que están en el origen del cuento (parábolas, crónicas, baladas,
leyendas, “caracteres”, etc.), muchas de las cuales no habían tenido expresiones americanas en su momento
histórico.
De algunas de estas tradiciones surgen también los seres, arquetipos y mitos constitutivos del
imaginario de la literatura fantástica del continente. Desde fantasmas, aparecidos y otras “criaturas de la
noche”, hasta los maleficios y encantamientos, pasando por el “bestiario mágico” al que ha sido tan adicto
Jorge Luis Borges en su Manual de zoología fantástica o Juan José Arreola en su Bestiario, la literatura
contemporánea se nutre de estos tópicos, cuyas variantes americanas no son tan diferentes como pretenden
algunos, aunque su inventario está todavía por hacerse.

La poderosa función integradora retroactiva

América Latina ha integrado con fuerte intensidad acaparadora series culturales vecinas, merced a la
utilización sincrética de géneros conexos (periodismo, cuadros de costumbres, “casos” y hasta la propia poesía)
y de áreas propias de otras disciplinas (sociología, antropología cultural, sicología, historia, etc.)
Se puede hablar así de una poderosa función integradora retroactiva y de una amplia visión
antropológica cultural de raíz intensamente americana, combinada en forma variable, según países y épocas,
para dar las expresiones más originales del género. Si unos se ejercitan gozosos en las modalidades anacrónicas
del género, otros recuperan mitos, leyendas populares y tradiciones orales amerindias o unen "en un trazo
elíptico la palabra mítica popular con los mitos más personales", como sugiere Rubén Bareiro Saguier. En
buena parte lo hacen retomando en forma escrita (en la llamada oralidad literaria) la retórica y la intensidad del
cuento contado, donde el único impulso, la unidad de impresión temática y de tensión narrativa, deben captar al
lector.
El cuento forma parte de la aventura en que está embarcada la narrativa contemporánea a través de esta
doble integración de influencias y recuperación de raíces. De allí la importancia de mencionar los referentes

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históricos del género, no tanto para recordar lo que podrían ser simples antecedentes superados del cuento
contemporáneo, sino para subrayar la actualidad y vigencia formal de estos elementos originarios. Porque, en
principio, la morfología del cuento contemporáneo no es sustancialmente diferente a la del cuento tradicional.
Es más, en muchos casos —por ejemplo, al utilizar la oralidad estética escrita— los autores del llamado cuento
moderno hacen alarde de los posibles anacronismos de forma de los cuales, por otra parte, provienen buena
parte de los recursos narrativos que utilizan. Su forma escrita sigue garantizando que el más antiguo de los
géneros sigue siendo el más moderno.

Apertura y cierre de un género

En América Latina no tenemos por qué repetir la reserva metodológica de Vladimir Propp, cuando
afirmaba “es evidente que antes de contestar a la pregunta ‘¿dónde vienen los cuentos?’, debemos responder a
esta otra: ‘¿qué es un cuento?’ ” En el origen del cuento latinoamericano (“de dónde viene”) está implícita su
definición (“qué es” el cuento). Uno no puede explicarse sin la otra a causa del proceso de intenso
“aluvionismo cultural” operado en la región, según el cual hemos padecido una sucesión de influencias
culturales determinadas en buena parte externamente (en forma exógena y no endógena) y, por lo tanto, en
forma secuencial e imitativa. Si unos ven lo falso y poco auténtico del proceso, la discontinuidad que ha
sacudido el desarrollo histórico y cultural americano, debida a la superposición sin superación, otros saludan la
intensa transculturación e hibridación que en definitiva conlleva.
La diversificación reconocida en los orígenes del cuento (su causalidad múltiple y la variedad de sus
fuentes), los diferentes géneros literarios conexos que inciden en las raíces de su formulación contemporánea,
los componentes originados en disciplinas y preocupaciones variadas, esta apertura al exterior, capaz de
acaparar temas, situaciones y estilos múltiples, cristalizan en una estructura básica, cuyas reglas formales y
estéticas pueden parecer rígidas y cerradas, pero cuyo estudio teórico resulta indiscutible.
En la aparente contradicción de esta apertura y cierre del género radica la clave de su definición y de su
capacidad para transmitirse como forma expresiva inalterada a través de una estructura que le impone “los
elementos invariables” (de los que hablaba Julio Cortázar) en el interior de un modelo que le garantiza su
supervivencia como género, necesita igualmente abrirse al exterior para ser capaz de reflejar, interpretar y
recrear un mundo en permanente cambio y evolución, aunque en esa materia prima renovada se descubran
constantes y tópicos.
Es necesario insistir en esta doble condición del género, gracias a la cual puede integrar todo lo útil a
sus fines, sin perder la estructura que lo caracteriza. De allí la necesidad de un equilibrio sutil y
permanentemente restablecido entre apertura temática y cierre formal.
En efecto, si el cuento no tuviera una estructura formal habría evolucionado hacia nuevos géneros,
como sucedió con las formas narrativas del pasado que derivaron en el prototipo de la novela. Al mismo

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tiempo, si la forma cerrada del cuento no hubiera estado temáticamente abierta, se habría esterilizado y agotado
en sí misma, como sucedió con otros géneros o subgéneros rígidamente estructurados y que han terminado por
desaparecer devorados en nombre de su propia retórica y las leyes de preceptiva que los regían, como sucedió
con las llamadas “novelas bizantinas” o las “pastoriles".
De allí la importancia de recordar que en su “brevedad dirigida”, en el estilo conciso, en la unidad de
acción del suceso concentrado que relata (Borges diría “situación”), en la de la impresión o efecto que provoca,
tensión interna y condensación vital, ritmo y pulsación que lo conducen desde el principio al final que lo cierra
oclusivamente, el cuento se erige como una forma autónoma y autoexplicativa que no puede distraerse ni
diversificarse. “Se trata de presentar una obra en cada caso”, sugiere Antonio Skármeta, “un momento intenso
de humanidad”. En su difícil sencillez y provisto de un ritmo ajustado conduce imperiosamente al lector a una
especie de contagio emotivo.

Una esfera transparente y porosa

Entonces, el cuento ¿es un género dictatorial?


Juan Bosch lo insinúa. “El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le
rebelan al autor, mientras que el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador
de sus criaturas”. La necesaria brevedad del cuento es el “fruto de la voluntad sostenida con que el
cuentista trabaja su obra”. Enrique Anderson Imbert parece compartir esta idea cuando analiza cómo “el
cuentista aprieta la materia narrativa hasta darle una intensa unidad tonal”. El cuento —concluye— es
como "un fruto redondo, concentrado en su semilla”. Por su parte, Cortázar proyecta el cuento “como una
esfera”.
Sin embargo, aunque el cuento escoge y limita un acontecimiento banal o significativo, recorta su
espacio propio (“como una fotografía”, diría el mismo Cortázar) y aunque se aparezca como una forma literaria
apta para asumir la autonomía de la ficción y ser ente generador de sus propias leyes de funcionamiento, el
cuento propicia en el lector una apertura, un fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad más allá de
la anécdota literaria. De ahí que creamos que el “fruto” o la “esfera” debe ser —sobre todo— transparente y
porosa. De allí —una vez más— la aparente contradicción de una forma redonda abierta a temas,
preocupaciones y estilos, y cerrada en la forma de su expresión.
El esfuerzo por condensar el foco de energía colectiva en diálogos poco disgresivos y en una visión
unitaria siendo propia de cada autor y de cada obra, multiplica —y no restringe— los modos de percepción de
la realidad. Paradójicamente, lo más importante es que no hay reglas retóricas y definitivas para algo que fluye
y cambia sin cesar, por lo cual los elementos que estructuran al cuento deben surgir desde adentro de la propia
obra y no aparecer impuestos como un código del deber ser de la buena narrativa. Esta ya era —bueno es
recordarlo— una ambición de Gustavo Flaubert en los umbrales del relato moderno: edificar algo partiendo de
la nada, pero a lo cual añadiríamos nosotros, capaz de contener el todo.
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Se trata de inventar un mundo, un mundo cerrado con sus propias leyes del juego, instauradas desde el
momento en que se ha apropiado de un fragmento de la realidad que ha hecho suya. Mundo cerrado, pero al
mismo tiempo, obra abierta a las múltiples sugerencias de la ambigüedad, capaz de cuestionar la realidad a
través de la palabra desgravada de sus significados más obvios y directos.
Una vez más: polifonía y polivalencia de significados en el marco de una rigurosa preocupación
formal.
Y para volver a la metáfora inicial: un vistoso pájaro barroco de variopinto plumaje cantando en una
jaula de riguroso diseño geométrico.
Todo un programa, como se ve.

evenements.univ-lille3.fr/hommage-fernando-ainsa.../Cuento-n8.pdf

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EL CUENTO LATINOAMERICANO4

Por: Germán Cáceres

Se sabe que el cuento es una narración breve y concisa, cuyo sentido


circular está presidido por la unidad de acción y por un proceso de concentración de
todos sus elementos. Según Anderson Imbert su historia puede rastrearse hasta
cuatro mil años atrás, pero a partir del siglo XIX adquiere un desarrollo y un afán de
perfección en su construcción –sobre todo de la mano de Poe- que lo erigen en uno
de los géneros más bellos y renovadores de la literatura universal.
En ese crecimiento conceptual y formal, el cuento latinoamericano ocupa tal
lugar de privilegio que podría afirmarse -sin caer en ninguna exageración- que sus
fulgores de creatividad y belleza iluminan el panorama literario internacional, y
resultaría una tarea inabarcable mencionar en esta ponencia los innumerables
cuentistas que enorgullecen las letras de nuestros países.
Fernando Aínsa ha dado de él una definición hermosa: “un vistoso pájaro, digamos un pájaro barroco,
encerrado en una jaula de forma geométrica (...) espléndido en su plumaje multicolor, traspasando los barrotes
con su canto; ceñido, sin embargo, su libre vuelo potencial, su cuerpo vivaz e inquieto, por la forma de la jaula
que lo encierra”.
Hace décadas que la crítica no duda acerca de que las etiquetas de “ismos” sólo sirven para orientar
una exposición, pues las grandes obras están más allá de los encasillamientos: son mundos con vida y leyes
propias que se nutren de múltiples movimientos. Por ello sólo se apelará a las escuelas literarias para
sistematizar los textos citados.

Realismo y romanticismo

En “Teoría del figurón” (1882), el brasileño Machado de Assis deslumbra con un cuento totalmente
dialogado, anticipándose formalmente a lo que explorarían en el siglo XX Ernest Hemingway en “Los
asesinos” (1927) y Ross MacDonald en “Tratamiento de shock” (1953). A través de los consejos que un padre
da a su hijo, revela un feroz sarcasmo contra las ridículas convenciones y la vulgaridad de la época (entre
aquellos sorprende: “el adjetivo es el alma del idioma, su elemento idealista y metafísico. El sustantivo es la
realidad cruda y desnuda, es el naturalismo del vocabulario”). O sea, el cuento puede enmarcarse dentro del
realismo que inició el argentino Esteban Echeverría con su descripción cruda y minuciosa de las faenas en “El
matadero” (escrito en 1838 y publicado en 1871), aunque algunos críticos lo encuadran dentro del movimiento
romántico por su fervor expresivo. Otro aporte lo da el colombiano Tomás Carrasquilla con “San Antoñito”

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(escrito en 1899 y publicado en 1914), un cuadro de costumbres vivaz y gracioso, cuyo sorpresivo final linda
con la picaresca.

Naturalismo

El realismo dio paso al naturalismo, un movimiento que presentaba los casos clínicos de personajes
sumergidos en el submundo de los vicios, sobre todo del alcohol, de la prostitución y de otros padecimientos de
las clases bajas. La influencia vino de Francia, más precisamente de Emilio Zola, cuya saga de veinte novelas
que concluyó en 1893 (los “Rougon-Macquart”) intentó realizar un fresco de la sociedad a través de lo que
llamó la novela fisiológica, en la que señala la ascendencia de la herencia y el medio ambiente sobre el
individuo. Sin embargo, esta escuela no dejaba de bregar por el mejoramiento de las precarias condiciones en
que vivía la clase obrera. En “Los amores de Bentos Sagrera” (1896), el uruguayo Javier de Viana describe la
barbarie escabrosa de unos hombres de campo que conversan en el transcurso de una implacable noche de
tormenta.
Este alegato por los desamparados remite a los textos provenientes del grupo Boedo, que actuó en
Buenos Aires entre 1920 y 1930, y del que Elías Castelnuovo –uno de sus mayores representantes junto a
Álvaro Yunque, Nicolás Olivari, Leonidas Barletta, César Tiempo y Roberto Mariani-, dice que tomar “como
materia prima de sus inquietudes espirituales a la clase trabajadora, no se debió puramente a una determinación
estética, sino a que la mayoría de sus componentes procedían de esa clase”. Los cuentos de la oficina (1925),
de Roberto Mariani, en los que pululan empleados fracasados y aplastados por una tarea tan monótona como
embrutecedora, constituyen un clásico de esta literatura comprometida. Junto a los nombrados escritores, se
suele incluir a Roberto Arlt, pero él nunca se identificó con esta agrupación, aunque su temática de la ciudad y
su estética indudablemente lo emparientan con ella. En “El jorobadito” (1933) registra las condiciones salvajes
de la vida urbana, semillero de relaciones conflictivas, de torturas psicológicas, de humillaciones y de seres
frustrados y sin salida. Para David Viñas, los personajes de Arlt anhelan “Irse, eludir mágicamente el
trabajo y las miradas humillantes para remontar el vuelo heroico, solitario y asombroso (...) amar, liberarse,
dejarse volar. Y caer, que es donde reside el peligro”.
En 1910 el escritor brasileño João do Rio da a conocer Dentro da noite, en el que figura el cuento “El
bebé de gasa rosa”, cuyos componentes de sensualidad y lujuria están protagonizado por una calavera
fantasmal que festeja el carnaval. Pero esta literatura fantástica es propia del siglo XIX y se diferencia del
cosmopolitismo, que, según Seymour Menton, bucea en los aspectos filosóficos y metafísicos.

El modernismo

Por ello se debe proseguir con el modernismo, que fue una reacción contra el realismo y el naturalismo,

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y aunque rechazaban la exaltación de los románticos, los unía a ellos el desprecio hacia los valores de la
sociedad burguesa. Defendían la belleza estética y el refinamiento del estilo, sus modelos eran la antigüedad
clásica griega y el exotismo oriental. Fue un aporte renovador de lenguaje y estilo. Así, el mexicano Manuel
Gutiérrez Nájera en “Después de las carreras” (1883) despliega una prosa primorosa impregnada de
resplandecientes imágenes que apelan a la sinestesia, y que hacen exclamar a una de las protagonistas “¡Qué
hermosa es la vida!”.
En “El rubí” (1888), Rubén Darío (Nicaragua) utiliza un lenguaje maravilloso y poético, en el cual la
metáfora, la aliteración y el símil no excluyen la concisión, que adhiere plenamente a la estética modernista y,
al incluir gnomos, se introduce en el género fantástico.
Leopoldo Lugones –de quien dijo Borges que su literatura es una de las máximas aventuras del
castellano- en “Los caballos de Abdera”, que forma parte de sus famosos cuentos Las fuerzas extrañas (1906),
refiere una leyenda de una ciudad tracia del Egeo, cuyos habitantes sienten admiración por la raza
equina, de la que poseen los más bellos ejemplares, hasta que los caballos adquieren hábitos y costumbres
humanas y finalmente se transforman en asesinos feroces que matan a sus dueños.
“Justicia india” (1906), del boliviano Ricardo Jaimes Freyre, es un cuento ajustado, potente en su
despojamiento. El vínculo con el modernismo se limita a la armonía del estilo, ya que su historia de violencia y
justicia despiadada está más cerca del indigenismo.
El mexicano Amado Nervo, aunque transmite devoción religiosa en “El ángel caído” (1921), se vuelca
con lirismo al misterio y al ámbito fantástico.
A veces el fervor estético da lugar a una actitud barroca, como lo testimonia “La signatura de la
esfinge” (1933), del guatemalteco Rafael Arévalo Martínez, fuertemente inspirado por la poesía parnasiana. El
cuento es una idealización a ultranza de la belleza femenina, que se torna fatal a los ojos del amante: “La mujer
guarda el sagrado tesoro de la especie y posee artes mágicas para encadenar al hombre”. Como su escritura
apela a comparaciones de los personajes con las fieras para fijar su carácter, sus cuentos se denominan
psicozoológicos.

Regionalismo

Comprende el indigenismo, el indianismo y el criollismo. La intención del escritor era conocerse a sí


mismo y a su tierra natal: ya no se miraba la Europa convulsionada por las crisis políticas y económicas y
desgarrada por la Primera Guerra Mundial. La protesta social y la afirmación de la conciencia nacional
formaron parte de esta corriente, que anhelaba por encima de todo captar el alma de América.
En Brasil, “Contrabandista” (1912), de José Simões Lopes Neto, muestra con sumo vigor un hecho
violento en la frontera sur y aprovecha para reivindicar al gaucho: “¡Y fue un tiempo en que el guacho, su
caballo y su facón, solos, conquistaron y defendieron estos pagos!”.
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Ricardo Güiraldes aporta con “Trenzador” (1915) un canto al artista, encarnado en esta historia no por
un pintor o un escultor, sino simplemente por un Trenzador de riendas que vive en el campo argentino y cuya
tarea lo ha conducido a una irrecuperable soledad.
“La nueva California” (1916), del brasileño Lima Barreto, sitúa la acción en la pequeña ciudad de
Tubiacanga, a la que arriba un alquimista que logra obtener oro realizando una insólita experimentación con
cadáveres. Un clima gótico anida en esta parábola sobre la codicia humana y la obsesión por la muerte: “La
religión de la muerte precede a todas y, ciertamente, será la última en morir en las conciencias”.
El rioplatense Horacio Quiroga (nació en Uruguay pero desarrolló su carrera literaria en la Argentina)
produjo, de acuerdo a Beatriz Sarlo, el primer gran viraje de la cuentística nacional por el carácter moderno de
su producción, de su unidad y precisión, en la que late, como diría Unamuno, un sentimiento trágico, derivado
de su vida signada por el suicidio. “El hombre muerto” (1920) desarrolla una tensión existencial, analiza el
miedo elemental del ser humano (“su eliminación del escenario humano”), y enfrenta a los personajes con los
peligros de la selva misionera.
El hambre es el protagonista indiscutible del cuento “El vaso de leche” (1929), del chileno nacido en
Buenos Aires Manuel Rojas. Escenas contundentes testimonian la atroz realidad de un hombre sin destino,
alejándose del criterio de señalar las peculiaridades regionales.
El dominicano Juan Bosch, que llegó a ser presidente de su país, pinta en “La mujer” (1933), un
paisaje desolado y abrumador que aplasta a los personajes, sumergidos en un brutal salvajismo y devorados por
la pobreza, el sol abrasador y el ámbito desértico.
“El pozo” (1936), de Augusto Céspedes (Bolivia), refiere un suceso que tiene lugar durante la Guerra
del Chaco (entre paraguayos y bolivianos), en el cual el calor y la falta de agua motiva que los soldados
padezcan un verdadero infierno. Una prosa de agenda se adapta plenamente a este diario de campaña que
testimonia la lucha contra la sed: “un destino de aniquilación que me estrangula con las manos impalpables de
la nada”.

Cosmopolitismo

El cosmopolitismo se aleja de la temática social propuesta por el regionalismo y se adentra en los


conflictos interiores del individuo, en los problemas que planteaba la vida en las ciudades y en cuestiones
filosóficas. Dentro de este concepto integrador cabe comprender el surrealismo, el existencialismo y el
realismo mágico. Como señala Beatriz Sarlo, por intermedio de la figura señera de Jorge Luis Borges, en este
período se produce el otro gran viraje de la literatura argentina: “A partir de él es posible concebir un relato
cuya verosimilitud radica esencialmente en su calidad lingüística, en su textura verbal y en los juegos –
paralelismos, duplicaciones, simetrías, anticipaciones- cuya retórica constituye lo esencial de la trama”.

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Borges confesó que quería desarrollar literariamente algunos sistemas filosóficos. “El jardín de
senderos que se bifurcan” (1941) introduce –como es habitual en el autor- una inquietud metafísica.
“Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y
que implicara de algún modo los astros.” Y expone la idea del tiempo cíclico y circular, jamás lineal.
“La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya como huesos; se
sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba a los hombres”, comenta el venezolano Arturo
Uslar Pietri en “Lluvia” (1935), en un estilo áspero y descarnado que se aleja del regionalismo al asimilar la
aridez de la zona al estado anímico de un matrimonio que languidece.
En 1936, el argentino Eduardo Mallea sacude con un cuento que se puede tildar de existencialista:
“Conversación”. Con técnica depurada, presenta a una pareja que en su diálogo refleja el desaliento y el
cansancio de no esperar ninguna sorpresa importante en su relación ni tampoco de la vida. Leyendo un diario
de la tarde que trae noticias sobre una guerra inminente él dice: “Nadie se entiende. Tampoco se entiende nada”
(...) “Ninguna cantidad de odio saciará el odio del hombre por el hombre”, y ella se pregunta: “Si uno pudiera
dar a su vida un fin”.
En 1939 la chilena María Luisa Bombal presenta “El árbol”, cuya honda emoción refleja un espíritu
femenino que no tolera la medianía de su entorno porque le impide verter sus sentimientos y la lleva a
confesar con amargura: “Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido
irremediablemente la felicidad”. El cuento –de exquisita musicalidad- prorrumpe en una cascada de imágenes
que comparan la crisis de la protagonista con la de un árbol que da a la ventana de su cuarto y que finalmente
es derribado de un hachazo.
Juan Carlos Onetti, de Uruguay, es uno de los más importantes escritores latinoamericanos, cuya obra
puede considerarse una pesadilla de sexo, depresión, desvarío y condena metafísica, cincelada por un oficio
deslumbrante y la influencia indudable del maestro William Faulkner. “Un sueño realizado” (1941) menciona
constantemente la vejez
y la muerte, que acechan sin pausa. Y en una actitud amarga y pesimista alude a un personaje citando su
“juventud impura que estaba a punto de deshacerse podrida”. La escritura magnífica anuncia que algo terrible
está por suceder y hace referencia constante al fracaso.
El cubano Lino Novás Calvo (que nació en Galicia) es conocido por su novela El negrero (1933). El
cuento “La noche de Ramón Yendía” (escrito en 1933 y publicado en 1942) propone, a través de una prosa
nerviosa y un ritmo cinematográfico colmado de suspenso, narrar el acoso que sufre el protagonista, un
fugitivo acorralado en medio de caóticas luchas políticas, y que no cesa de bucear en su desasosiego: “sabía
que en alguna parte y a alguna hora, ojos que acaso no hubiese visto lo buscaban”.
“El pavo navideño” (1947), del brasileño Mario de Andrade, refleja a la vez el conflicto generacional
entre un padre muerto y su hijo y las transformaciones de costumbres que estaban sacudiendo la sociedad de su
país después de la Segunda Guerra Mundial. María Antonieta Pereira opina sobre este relato que “Tensionada

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entre luto, alegría, llanto y placer, la familia acepta el combate entre la vida y la muerte, en el que devorar el
pavo funciona como un canibalismo metafórico...”
“Mi primer concierto” (1947), del uruguayo Felisberto Hernández, propone con un humorismo
personal, de tintes surreales y absurdos, cómo un dubitativo y tímido músico se prepara, en un teatro, para tocar
“un piano viejo, negro”, y al mismo tiempo ironiza sobre la mediocre sociedad de la época.
En “El centavo” (1948), el gran poeta dominicano Manuel del Cabral presenta un cuento breve con una
moraleja: la condena del usurero Sequía, cuyo nombre denuncia su sed insaciable de dinero y, además, la
aridez de su alma. De paso, subraya el mercantilismo que domina la sociedad contemporánea.
Adolfo Bioy Casares, esposo de Silvina Ocampo y compañero de Borges en numerosas aventuras
literarias, pergeña con concisión y ritmo trepidante un cuento fantástico de final abierto, “Las vísperas de
Fausto” (1949), impregnado de alusiones literarias que indican que la tan anhelada inmortalidad es una suerte
de infierno.
Confabulario (1952) contiene “El guardagujas”, del mexicano Juan José Arreola, portador de una veta
de humor absurdo que sugiere una locura planetaria basada en el transporte ferroviario. Este cuento de tintes
fantásticos puede entenderse como una palpable alusión a la desquiciada sociedad de su país.
Un lenguaje sobrio, como distante, transmite los últimos momentos de la vida de Juvencio Nava en
“¡Diles que no me maten!”, que forma parte del clásico El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo, un escritor
atormentado por la idea de la muerte -o de los muertos- y de la desolación de las tierras yermas.
El relato es de un realismo desgarrador y su espíritu, que describe el soplar del viento sobre campos
áridos, logra despegarse del regionalismo por su óptica moderna que transfigura al protagonista en un hombre
universal.
Carlos Fuentes (México) siempre ha afirmado que la visión de su país es a la vez internacional.
Uno de sus tantos rasgos notables es su manejo fascinante de la forma del cuento. En “El que inventó la
pólvora” (1954) pronostica un futuro apocalíptico derivado del consumismo y de la obsolescencia planificada –
efecto y causa de aquél-, dos principios que rigen esta economía de mercado que asegura que aportará bienestar
y felicidad. El lema que provocará la destrucción del planeta es: “Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo,
todo!”.
“Cartas de mamá” (1959), de Julio Cortázar, argentino (nacido en Bélgica), es indudablemente una
joya literaria. En ella el autor realiza una escritura impecable, pletórica de creativas imágenes trabajadas al
máximo, y busca una literatura excepcional, es decir fuera de la normalidad. Una expresión de Luis da sentido
al tono melancólico del cuento: “Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un
libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro”. Su
construcción perfecta paulatinamente va urdiendo el costado oculto de la historia. Sucede en París, pero el
matrimonio de Luis y Laura evocan con nostalgia Buenos Aires, especialmente el barrio de Flores. No puede
dejarse de mencionar el estupendo filme La cifra impar (1962), de Manuel Antín, basado en este cuento.

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Con su primer libro, Los jefes (1959), el peruano Mario Vargas Llosa ganó el premio Leopoldo Alas.
De él forma parte “El abuelo”, de gran sencillez pero prolija ejecución, en el que se relata cómo un anciano
rebelde marginado por su familia comete una travesura macabra, que da lugar a la presencia de la muerte. Son
característicos en Vargas Llosa su poder de observación, su profesionalismo y su talento para forjar estructuras
literarias.
Silvina Ocampo, una de las mejores cuentistas argentinas, en “El vástago” (1959), un cuento de rara
perfección, se exhiben las sórdidas relaciones familiares alimentadas por el odio, que, inevitablemente, llevan
al incesto y al crimen.
La escritora brasileña (nacida en Ucrania) Clarise Lispector propone una narrativa de sugerencias,
tonalidades y experimentos lingüísticos para indagar en la subjetividad femenina y en los atolladeros
psicológicos del individuo contemporáneo. En “Amor” (1960) es rotundamente introspectiva y con una prosa
bella y armoniosa se sumerge en ese mar incomprensible, a tramos aterrador, del alma humana.
El cultivo del cuerpo como objeto de goce aparece en “La fuerza humana” (1965), del brasileño Rubem
Fonseca, ya sea a través de relaciones sexuales frenéticas o de las intensas prácticas gimnásticas. Además,
refleja la soledad de los habitantes de las grandes urbes y capta el mundo de los desclasados: el
protagonista trabaja en un gimnasio y su novia en una casa de citas.
Andrés Rivera (Argentina) en “La suerte de un hombre viejo” (1965) expone –con una escritura
desapasionada y objetiva- una suerte de tregua inesperada en la vida de un hombre de negocios acosado por
una desamparada soledad. De improviso, una mujer que trabaja en un local nocturno, consigue que alcance
unos momentos de felicidad.
“Esa mujer” (1965), del desaparecido escritor Rodoldo Walsh, está considerado como una de las
cuentos cumbres de la literatura argentina del siglo XX, y tan importante como “El matadero”, de Echeverría.
Centrado en el caso del cadáver de Eva Perón, Walsh articula un relato que abreva en la historia, en la técnica
periodística y en el género policial.
En “Los indios” (1968), del argentino Héctor Tizón, un adolescente de catorce años lee con ahínco
Cartas de la conquista y al mismo tiempo contempla a unos chicos que juegan a los indios y caras pálidas,
hasta que la diversión se transforma en una cruenta batalla con disparos de artillería. Queda en la ambigüedad
si lo acontecido fue una pesadilla del muchacho o si misteriosamente se trastocó la realidad.

El realismo mágico

El concepto de realismo mágico lo dio el crítico de arte alemán Franz Roh en 1925, cuando presentaba
una nueva corriente pictórica que reaccionaba contra el expresionismo y proponía “reconstruir el objeto
partiendo exclusivamente de nuestra interioridad” y agregaba que “La humanidad parece indefectiblemente
destinada a oscilar de continuo entre la devoción al mundo de la realidad y a un mundo imaginado, y en verdad

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que, si alguna vez se detiene este ritmo respiratorio de la historia, no parece quedar otra cosa que la
muerte del espíritu”.
Respecto al realismo mágico en su vertiente latinoamericana, se lo puede intentar describir como el
relato de un hecho inexplicable que asoma dentro de la cotidianeidad y que no causa mayor sorpresa en los
personajes, pero sí en el lector. Asimismo, el tiempo transcurre cíclicamente y no en forma lineal. Hay en sus
narraciones un ámbito como de inasible sortilegio. Según Anderson Imbert, “La estrategia del escritor consiste
en sugerir un clima sobrenatural sin apartarse de la naturaleza”. Y para Luis Harss: “En Latinoamérica todo es
desmesurado: montañas y cascadas gigantescas, llanuras infinitas, selvas impenetrables. La anarquía urbana
echa tentáculos tierra adentro, donde soplan los vendavales. Lo antiguo se codea con lo moderno, lo arcaico
con lo futurístico, lo tecnológico con lo feudal, lo prehistórico con lo utópico”. Entre sus mayores exponentes
figuran Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri y Juan Rulfo,
pero corresponde incluir entre ellos a João Guimarães Rosa. No hay que confundir el realismo mágico con lo
maravilloso, pues según Todorov este género requiere “admitir nuevas leyes de la naturaleza mediante las
cuales el fenómeno pueda ser explicado”, y tampoco con la noción propuesta por Carpentier de “real
maravilloso”, dado que éste se enlaza con los mitos indígenas de Latinoamérica.
En “Leyenda del sombrerón” (1930), el premio Nóbel guatemalteco Miguel Ángel Asturias ofrece un
poético aluvión de imágenes para describir un juego de pelota, que según el autor “simboliza a veces las
luchas, las victorias y las derrotas de la vida terrestre, celeste, astronómica, subterrestre”. El cuento respira
calidez y alegría y registra un paisaje exuberante y vital. Este cuento forma parte de las Leyendas de
Guatemala, fruto de los estudios sobre la cultura maya realizados por Asturias en París.
“El prisionero” (1953) plantea acontecimientos que fluctúan entre lo cíclico y lo eterno porque con un
estilo medido y a la vez brillante presenta temas caros al paraguayo Augusto Roa Bastos: la lucha política y la
guerra en la selva, que recorren toda la historia de su país como si se repitieran desde el principio de los
tiempos.
Una prosa llana y límpida que discurre como agua de manantial es la que utiliza el Premio Nóbel
colombiano García Márquez para su cuento “La prodigiosa tarde de Baltazar” (1962), que capta un ámbito
diáfano en torno a la jaula que fabrica el protagonista: una atmósfera de encantamiento permite que el cuento
se abra a múltiples interpretaciones. Es como si el pueblo de Macondo y el paisaje que lo circunda tuvieran una
inasible vida interior.
En “La tercera orilla del río” (1962), de Guimarães Rosa, uno de los grandes de la literatura brasileña
junto a Euclides da Cunha y Clarice Lispector, el narrador comenta que “Nuestro padre no volvió. No iba a
ninguna parte”, y refleja, así, que la problemática metafísica carece de respuestas: es la tercera orilla del río a la
que jamás se arriba. “Para llegar allí sólo se necesita rasgar el velo, o dar el traspié”, afirma Luis Harss. Se
desliza la incertidumbre de si el padre, que permanece en una canoa en medio del río, podría haberse
convertido en un fantasma después de morir, y el hijo haber ocupado su lugar como una alegoría del eterno
retorno.
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Para Ricardo Piglia, Juan José Saer no sólo es el más grande escritor argentino actual, sino uno de los
mejores en cualquier lengua. En “Sombras sobre un vidrio esmerilado” (1966), registra el fluir de conciencia
de una mujer que, hamacándose en un living, observa con detenimiento a su alrededor –entre otras cosas la
sombra de la silueta de su cuñado duchándose en el baño- y recuerda con ritmo moroso y pausado sucesos del
pasado que la marcaron para siempre. En ese tiempo detenido respira su hastío y su tormento: “Odiamos la
vida porque no pudo vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a morir”, medita.
En “Los advertidos” (1967), del cubano Alejo Carpentier, un lenguaje exultante y barroco, tributario
del indigenismo, narra la historia del diluvio universal en un contexto circular que descansa en mitos y
leyendas. Para Gregory Zambrano “interactúan bajo el mismo rol actancial de ser ´salvadores de la
humanidad´, figuras como Noe, El hombre de Sin, Deucalión, Out-Napishtim y Amalivaca”. No obstante, en el
relato de Carpentier hay una cosmovisión sombría sobre el destino de la humanidad, pues “en eso, una oscura
historia de rapto de hembra, dividió a la multitud en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó
rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros”.
Se debe aclarar que la célebre década del “Boom” (1960-1970) fue marcada por la novela. Entre ellas
se destacan Hijo de Hombre (1960), de Roa Bastos, Rayuela (1963), de Cortázar, La casa verde (1967), de
Mario Vargas Llosa y Cien años de soledad (1967), de García Márquez. Sólo esta última puede enrolarse
dentro del realismo mágico, del que es sin duda su máxima expresión. Más tarde, en 1975, Carlos Fuentes
publica Terra Nostra, otra cumbre de la novelística latinoamericana.

Desde 1970

Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo apuntan que: “A partir de los 70, los grandes relatos
apoyados en el mito, las ideologías, la promesa o amenaza del avance tecnológico, ceden paso a los pequeños
relatos de la cotidianeidad, la exploración de los repliegues íntimos de la existencia individual o grupal, el
costado privado o menos conocido de la Historia y sus personajes”.
“Tarde en la noche” (1970), del brasileño Luiz Vilela, retrata con oficio y pericia técnica a un hombre
harto de su matrimonio que espera un milagro para liberarse. En una casual conversación telefónica mantenida
a las dos de la mañana entre él y una joven que no conoce se refleja la melancolía y soledad de los habitantes
de las metrópolis. Y la joven que está al borde de suicidarse rememora la frase que Vincent Van Gogh dijo a su
hermano Theo: “La tristeza jamás me abandonaría”.
Según Claudia Morero y Mariela Grosso, Virgilio Piñera (Cuba) presenta “una visión extrañada del
mundo que permite develar el carácter ilógico de las leyes humanas”, característica que se muestra en la
brevedad del cuento “La boda” (1970), en el cual –a la manera del objetivismo- registra ese estar ahí de las
cosas al describir las ondulaciones del vestido y los movimientos del cuerpo de la novia.
Un lugar especial por su originalidad y su sentido lúdico lo representa el guatemalteco Augusto

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Monterroso con sus minicuentos, esa narrativa que se nutre de la poesía y asombra con sus epifanías.
Para Graciela Bucci “Con agudeza acude en sus textos a la ironía, la cual es en su obra no un recurso del
lenguaje sino una astuta forma de intertexto que surge en el proceso de la asimilación lectora”. Un ejemplo es
“El paraíso imperfecto” (1969), que afirma lo siguiente: “-Es cierto –dijo mecánicamente el hombre, sin
quitar la vista de las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-; en el Paraíso hay amigos,
música, algunos libros; lo único malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve”.
“Muerte de un rebelde” pertenece a Rajatabla (1970), de Luis Britto García, de Venezuela, libro con el
cual obtuvo la fama y el Premio Casa de las Américas. Es un cuento que relata con distanciamiento cómo un
combatiente enfermo muere en la casa de un compañero, que no sabe quién era ni qué tareas realizaba. Nadie
comunica ese fallecimiento, ni la guerrilla ni las fuentes del gobierno. Así, señala cómo estas guerras internas
ocasionan la clausura obligada de los sentimientos.
En 1972, el argentino Daniel Moyano publica “La fábrica”, en la que imperan una atmósfera enrarecida
y una sensación de irrealidad: pareciera que todo fue un sueño, que la fábrica sólo existió en la fantasía de los
habitantes insatisfechos de un lejano pueblo de provincia.
El brasileño Murilo Rubião imprime un clima opresivo en “El bloqueo” (1974), cuento de sentido
abierto que oscila entre el absurdo y lo fantástico y evoca “Casa tomada”, de Cortázar. Para María Antonia
Pereira “es una buena imagen del ciudadano brasileño perseguido en los años del autoritarismo”.
La argentina Luisa Valenzuela ensaya en tono chispeante un cuento entre absurdo y onírico en “Aquí
pasan cosas raras” (1975), en el que demuestra dominar la prosa a su antojo. El lector queda perplejo porque
duda si todo lo acontecido no fue otra cosa que un sueño de Mario, uno de los protagonistas. El terror de la
represión policial como parte de la vida cotidiana bajo un régimen militar está continuamente recalcado.
Con un lenguaje soberbio, Abelardo Castillo, de Argentina, cincela un cuento circular de raíz borgiana,
“Las panteras y el templo” (1976), aunque con indudable voz propia al exponer una rara circunstancia acerca
de un escritor que urde un relato sobre alguien que está a punto de asesinar a su esposa con un hacha y, a la
vez, repite ese hecho como un sonámbulo con su mujer al lado.
Un mismo protagonista desfila en los cuentos de Trafalgar (1979), de Angélica Gorodischer: se trata
de Trafalgar Medrano, que se reúne con la autora en el bar Burgundy, de la ciudad argentina Rosario, para
contarle a ella –mientras toma litros de café y fuma cigarrillos negros sin filtro- los viajes que realiza a bordo
de su cacharro a Veroboar, Seskundrea, Karperp, Belanius III y demás mundos de extrañas y lejanas galaxias,
con el fin de concretar insólitos negocios. Es un tipo de ciencia ficción a la latinoamericana, en los cuales no
hay supertecnologías, sino simples charlas repletas de humor.
1980 es el año de “Algo urgentemente”, de João Gilberto Noll, que alude con trazo duro y descarnado
a una realidad despiadada: la de los marginados sociales brasileños.
María Amélia Mello (brasileña) en “Flor de desierto” (1984) desarrolla una relación sadomasoquista
que nace entre una mujer adulta y un jovencito mientras éste la asalta. Pese al lenguaje desinhibido y crudo que

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utiliza, la autora forja bellas e inesperadas imágenes. Él es un delincuente menor, un perdedor, y ella una
burguesa descontenta. María Antonieta Pereira opina que este tipo de narrativa aborda “la desintegración de la
vida urbana”.
“Un discurso sobre el método” (1989), de Sérgio Sant´Anna, de Brasil, expone un desgarramiento
social patético, en el cual todos los valores tambalean. El limpiador de vidrios que protagoniza el cuento está
acuciado por un desasosiego que lo induce a pensar en el suicidio como camino para “no sufrir”. El autor lo
describe de esta manera: “Él era un hombre que vivía en las inmediaciones del presente, ya que el pasado no le
traía ningún recuerdo agradable en especial, y el futuro era mejor no preverlo, de tan previsible”.
“La pregunta” (1998), del panameño Justo Arroyo, es un breve cuento que refiere la voluntad de un
viejo que se impone a los parroquianos de un restaurante en un final impactante. Logra su tensión mediante un
estilo suelto y fluido, de frases cortas.
Guillermo Cabrera Infante (Cuba) ganó el Premio Cervantes en 1997 y, aunque es muy conocido por
sus novelas y ensayos, también dio en 1999 su Todo está con espejos, que lo subtituló Cuentos casi completos,
en los que vuelve a deleitar con sus juegos de palabras y giros idiomáticos, que sugieren el swing del jazz.
En estos años se puso de moda la novela histórica, y tuvo su repercusión en el cuento. “El conde de
Ovando” (2000), del puertorriqueño José López Nieves, titular de la famosa página ciudadseva.com, compone
una obra cercana a una nouvelle, en la que flota un aura de misterio. El autor registra el horror de la tortura y
las arbitrariedades del poder, tanto por parte de la Iglesia como de las autoridades civiles. En ambos bandos
confrontados reina el oscurantismo y la ignorancia. El relato se desarrolla en Puerto Rico y en la segunda mitad
del siglo XVI.
“Borrón” (2002), de Silviano Santiago, proclama una impactante definición (“Un buen cuento es un
campo minado”) para rememorar en tono melancólico un hecho traumático olvidado que fue protagonizado por
un brasileño en los EE.UU., y establece un paralelo entre ambos países respecto a los padecimientos sufridos
por el flagelo de la esclavitud.
“La soledad de Fidel Castro” (2004), de Andrés Sant´Anna (Brasil), marca las vacilaciones ideológicas
y la confusión que sufre un individuo nacido en 1964 que presenció la dictadura militar brasileña, la caída del
muro de Berlín, la descomposición de la URSS, la trayectoria del “Che” Guevara y los discursos de Fidel
Castro. La decepción se apodera de este personaje que carece de conciencia política y sólo absorbe datos de los
diarios y de la TV.

Bibliografía

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VISIÓN DE LA POESÍA LATINOAMERICANA ACTUAL5
Por: Eduardo Milán

Las dos líneas dominantes en la poesía latinoamericana que se produce hoy


son una inventiva y otra restitutiva, una que sigue el espíritu de búsqueda de las
vanguardias históricas y una que intenta un entronque con lo que llamé una poesía
de la lengua

A la luz de Gina Soto;


A Gabriela, mi mujer;
A Leonora, Andrés y Alejandro;
A José Miguel Ullán

Detrás de la fachada caótica hay dos manifestaciones de la poesía latinoamericana actual: la que
desciende de la incidencia que en América Latina tuvieron las vanguardias históricas mediante una lectura
muy precisa, fundada en el juego del lenguaje; y otra, la que supone una vuelta al pasado poético y busca, de
una manera no muy crítica, instalarse en un territorio que mediante una ilusión óptica, casi temporal, promete
una estabilidad frente al caos dominante no sólo en la poesía sino en el aparato de valores del mundo
contemporáneo. Son dos manifestaciones que, con suerte, podrían alimentarse mutuamente si lograran sortear
la paradoja que arrastran de un modo no siempre consciente: el hecho de provenir ambas de ese fenómeno
irrefutable llamado vanguardia, el cual me parece un catalizador sin cuestión dentro del marco de nuestra
poesía. Creo que es imposible, pese al empecinamiento de cierto pensamiento acrítico, considerar no sólo a la
poesía latinoamericana sino también a la poesía del siglo XX al margen de las repercusiones del vanguardismo
histórico.
La primera de las evidencias posicionales de nuestra poesía desciende de la línea esbozada por
Vicente Huidobro con Altazor (1919) y el creacionismo, por César Vallejo y Tricle (1922), Pablo Neruda y las
Primera y Segunda residencia (1929), y Oliverio Girondo con su libro En la masmédula (1954).
Ese esbozo de lineamiento más o menos consciente –muy programático en Huidobro, por
ejemplo– será reelaborado luego por la generación que llamo maestros herederos de las vanguardias y que
integrarán, entre otros, José Lezama Lima (1910), Nicanor Parra (1914) y Octavio Paz (1914). Con estos tres
poetas, la herencia de la vanguardia se ramifica pero ya con posiciones muy claras: la primacía de la visión por
la imagen, en el caso de Lezama Lima; el cuestionamiento radical del quehacer poético en Nicanor Parra

49
mediante la puesta en duda del habla poética y de la figuración del hablante lírico; y, en Octavio Paz, la
conciencia crítica del lenguaje.
Llamó la atención sobre la diferencia entre habla poética, en el caso de Parra, y lenguaje poético en el
de Octavio Paz, por lo que significa considerar a la poesía como proveniente de un habla cotidiana radicalizada
hasta el límite, en el caso del poeta chileno, y a la poesía como una forma finalmente aurática del lenguaje,
producto de la invención, en el caso del poeta mexicano. Ambas visiones del lenguaje serían, por decirlo así,
materiales en comparación con la visión sustancial del lenguaje poético en Lezama Lima.
La segunda manifestación clara de la poesía latinoamericana se sostiene en la confirmación en nuestro
presente de un pasado poético: el pasado de la lengua que abarcaría, más que una idea precisa de la tradición,
una historia de la literatura en lengua española en su relación con América Latina, donde cabrían ejemplos tales
como las Crónicas de Indias, el Primer sueño de sor Juana Inés de la Cruz o Purgatorio y Anteparaíso del
poeta chileno Raúl Zurita., nacido en 1951. En contraste con la posición contestataria respecto de la historia de
la lengua de los poetas anteriormente mencionados –Parra y Lezama, especialmente– y que todavía inciden de
manera individual, identificándose ante el lector con sus poéticas, la segunda manifestación se ampara en la
historia de la lengua y de la literatura, de ahí que su relación con el lector, desde un punto de vista autoral, sufra
un desplazamiento y remita siempre a otros textos ubicados en el pasado de la literatura. Grosso modo: quizás
el enfrentamiento se produce, de nuevo, por la confrontación y reconocimiento del fenómeno histórico de las
vanguardias por parte de Parra, Lezama Lima y Paz y del concepto de la poesía como lenguaje que de ahí se
extrae y por el soslayamiento, no tanto la refutación o la crítica, de la vanguardia por parte de los cultores del
pasado que ven en la lengua el único cobijo seguro ante la inestabilidad formal del presente.
El problema tiene un nivel de resonancia más general y me gustaría intentar ubicarlo en la dimensión
que alcanzo a ver, ya que la bifurcación de la poesía latinoamericana se plantea en forma nítida a partir de 1970
con el libro Contra natura de Rodolfo Hinostroza (1941). En términos formales hay una ruptura muy evidente
entre la práctica de una estética del fragmento y el comienzo de una poesía narrativa que no me parece casual
ni considerable en el mero nivel de la superficie. Tienen que ver con el momento histórico y con una
interpretación de ese momento histórico. Puesto a elegir la forma idónea del repertorio formal de las
vanguardias, no dudaría en identificar el fragmento como la más característica, no sólo por ser un momento
clave dentro del sueño de la obra de arte total del romanticismo alemán.
Tampoco porque el fragmento sea el destilado formal perfecto –valga la paradoja– del sentido
desintegrador de las vanguardias, coletazo a la izquierda de la epifanía hegeliana. Menos aún por considerar el
fragmento como el último residuo de una imposibilidad, la de escribir, practicada en este siglo de manera
maestra por Samuel Beckett y del mismo modo teorizada por Blanchot. No. Mucho más pragmática: la forma
del fragmento se vuelve idónea en nuestro siglo por ser la representación de la idea de un derrumbamiento (en
realidad: de un arruinamiento) del mundo. Si se quiere correr el riesgo de ir más allá todavía, el fragmento es la
representación cabal en términos estéticos de la relatividad einsteniana, una respuesta formal a la sustitución
del concepto de tiempo por el espacio-tiempo.
50
Es posible que el fragmento comience a ceder frente a la poesía narrativa por agotamiento perceptivo.
Pero, de cara a la historia, la llamada posmodernidad en lo relativo al también llamado "fin de la historia", al
también llamado "fin de las utopías", a la clausura de los discursos legitimadores y totalizantes y a toda la
pragmática desencantada que habita las páginas de Jean-François Lyotard y de Francis Fukuyama, en
apariencia opuestos, cuya desembocadura fácil son los últimos trabajos de Gilles Lipovetsky.
Simplificando: la narratividad en poesía ocuparía un costado marginal del fragmento, considerado
como piedra de toque del repertorio formal de la vanguardia. Sin embargo, creo que hay que ver cómo la
narratividad puede ser un recurso ideológicamente usado en el marco de una negación de la historia. La
narratividad pasa a ser el sentido de la historia, como si dijéramos: "la historia vista como transformación,
como cambio o motor de cambio, continúa en la narratividad, en el discurso, ya que en la vida es imposible".
Por su parte, la historia soporta ya un vaciamiento de significado (vaciamiento de la idea de cambio, de
la idea de transformación): ya no se hace historia, hay hechos y, luego, versión de los hechos. ¿Cómo se ha
llegado a esto? En lo que a estética se refiere, la política de la posmodernidad absorbe la conciencia de que los
lazos con el pasado están rotos definitivamente. En este terreno juega bien la frase: "Todas las formas y todos
los tiempos están aquí".
El pensamiento desencantado, el pensamiento del presente sin salida, legitima la consideración del fin
de la historia pero autoriza volver al pasado en busca de las crestas eufóricas de ese tiempo, de los momentos
de mayor prestigio y, en un efecto de mimesis atemporal, autoriza "recuperar" para el presente momentos
lujosos de un tiempo que ya nada tiene que ver con el pasado y presente mediante la instalación de un canon
que "brillantiza" el pasado por considerar clausurado el futuro. El futuro, para este planteamiento,
correspondería a la ya probada imposibilidad de un cambio en lo social. Pero –y esto hay que destacarlo
especialmente en el contexto en el que estamos hablando– el futuro también correspondería, por devenir
histórico, al silencio de la escritura.
Desde esta perspectiva, la narratividad poética corre el riesgo de ser legitimadora, también ella, de un
discurso histórico vacío ya que la poesía, al contrario de la narrativa, se propone como transformación en sí
misma: es una utopía del aquí. Siguiendo la línea de pensamiento, el ideal de cambio histórico, bloqueado en la
práctica, se llevaría a cabo como representación en la poesía narrativa, es una especie de épica fundacional
pero, hasta ahora, sin un héroe, sin un Nadie, sin un Here comes everybody. América Latina tiene una tradición
narrativa interrumpida por el modernismo finisecular de Darío, que abrió las puertas a la vanguardia.
La manipulación narrativa de la poesía considerada como
un fenómeno a discutir excede, me temo, el marco poético latinoamericano. La ruptura genérica, la
desidentificación funcional entre poesía y prosa, característica del último tramo de la modernidad y en especial
de este siglo, afectó, más que a la función, al género. La caracterización de la función poética de la
palabra ("cosa" para Sartre, "trocadillo" para nosotros, "paranomasia" para Roman Jakobson) identificó el
problema de la palabra poética en cuanto a su función pero, caída la pretensión ontológica de la palabra poética

51
(esto es: la palabra y su relación con la idea, característica de la poesía prevanguardista), sirvió para
des-generizar, o, en términos de una consideración macrológica del problema, para des-formalizar.
La narratividad poética combatiría el concepto de poesía lírica heredado de la tradición y retrotraería a
la poesía latinoamericana a las funciones épicas de la lengua. Siguiendo este razonamiento casi irónico, en este
momento estaríamos en la escritura del Cantar del Mío Cid o en los Cantos de Nezahualcóyotl pero
seguramente ya pasamos a sor Juana Inés y a San Juan de la Cruz.
Llegado a este punto, defino: las dos líneas dominantes en la poesía latinoamericana que se produce
hoy son una inventiva y otra restitutiva, una que sigue el espíritu de búsqueda de las vanguardias históricas y
una que intenta un entronque con lo que llamé una poesía de la lengua que, por su obediencia a ciertos cánones
muy marcados, no me atrevería a llamar una poesía de la tradición. La poesía inventiva estaría bien
representada por los poetas alineados como neobarrocos: José Kozer (1940), Roberto Echavarren (1944),
Néstor Perlongher (1948), David Huerta (1949), a quienes Perlongher, en una antología publicada en Sao
Paulo, Brasil, en 1992, agrupó con el nombre de "transplatinos".
La antología se llama Caribe transplatino e incluye, en un gesto sincrónico-antológico inusitado en
América Latina, una amplia divisoria de poetas que se desplazan del Río de la Plata, río que separa Uruguay y
Argentina, a La Habana; desde el joven poeta Wilson Bueno hasta el legendario José Lezama Lima, pasando
por Severo Sarduy. La publicación en Sao Paulo de la antología de Néstor Perlongher no es gratuita. No se
trata de un mero ademán de difusión en la otra gran lengua latinoamericana, el portugués, de una serie de
poetas hispanoamericanos vinculados retóricamente entre sí. Es también un homenaje a quienes fueron
pioneros teóricos de una poesía inventiva en América Latina, los poetas concretos de Sao Paulo: Augusto de
Campos, Haroldo de Campos y Décio Pignatari.
Para el grupo de poetas neos o transplatinos, el vínculo con la poesía concreta es muy importante,
sobre todo con Haroldo de Campos. La ensayística de Haroldo de Campos, no sólo la escrita en apoyo de la
práctica poética del grupo concreto en las décadas de los cincuenta y sesenta, sino más precisamente en su
última fase, la de O secuestro do barroco na formaçao da literatura brasileira (1989), en donde fundamenta la
posición neobarroca como característica no exclusiva de una línea de constante emergencia en la poesía
latinoamericana sino del arte contemporáneo en general. Si se toma en cuenta la presencia de Haroldo de
Campos en relación a la escritura de Blanco (1966) y de Topoemas (1968), se puede entender la importancia de
este escritor brasileño, un verdadero puente inventivo entre distintos momentos de la herencia vanguardista en
América Latina.
Y, en efecto, la ensayística haroldiana corre en apoyo del poema neobarroco (o neobarroso, como lo
denominó el mismo Néstor Perlongher, al parodiar también al neobarroco desde el punto de vista del lamento
de Jorge Luis Borges, quien revela el bajo nivel del río por el cual lo fundaron: barro hay debajo del Río de la
Plata). Podría describirse un poema neobarroco como un texto proliferante donde el poeta hace énfasis en la
no-identidad del que habla y lo ubica en una lógica deleuziana de devenires. Pero ahora ya no, como ocurre en

52
los textos canónicos de la vanguardia latinoamericana, para resaltar una orfandad autoral o para proclamar que
"el sujeto es el lenguaje".
El texto neobarroco es un texto minado que nunca estalla porque el estallido sería la condición de su
final. Propuesto como interminable, sin final, su sentido es continuamente diferido por el juego de palabras.
Una nueva impronta, en relación a la vanguardia, adquiere el poema en manos, por ejemplo, de Perlongher: la
entrada de una subjetividad implacable que critica desde el margen, desde el no-sujeto, al estatuto objetivo del
poema. Si el sujeto está en discusión, ahora también el objeto poema lo está: Perlongher no permite la
posibilidad de un sublime objetual que sustituya al sujeto ausente. Entre los poemas neobarrocos, Néstor
Perlongher, fallecido en 1993, alcanza el mayor nivel de fidelidad a una propuesta cuestionante del hablante,
del poema y del mundo. Síntesis de la crítica del hablante (Nicanor Parra), de la crítica del lenguaje (Octavio
Paz) y de la imaginación sintáctica del surrealismo (Lezama Lima), la poesía de Perlongher es un acto
revulsivo aun contra el lector. El amaneramiento retórico, a veces limitando con el rococó, a punto de legalizar
una aformalidad definitiva y una anormalidad pansexualizante como tema obsesivo, chocan contra el lector
tradicionalmente preparado para la poesía lírica entendida como manifestación sublimada de un yo
profundo. La resistencia a la belleza es característica también de Roberto Echavarren y de José Kozer, una
resistencia ejercida como por programación. Lo que mantiene vivo al poema es el juego, el lenguaje en estado
de alerta continuo en donde muy poco está encargado a la memoria poética del lector. Una belleza que se
sacrifica siempre es un eco tardío del estallido de la vanguardia.
Ahora bien, no debe confundirse una poesía de la manipulación narrativa con una parte sustancial de la
obra del nicaragüense Ernesto Cardenal (1925). Me refiero a El estrecho dudoso (1966), libro que apunta más a
una conmemoración, a la ratificación de una memoria, que a una práctica poética en lugar de un escamoteo del
futuro. El texto de Cardenal no corresponde a una desesperanza ni a una pérdida de fe ni a la actualización de
un fracaso sino a una presentificación. Lo mismo ocurre con la poesía de Álvaro Mutis (1923) posterior a
Caravansary (1981) y Los emisarios (1984). No hay más desencanto presente que desencanto pasado en Mutis:
hay una búsqueda de legitimación producto de una conciencia que ve en América Latina la lógica del desastre,
un desastre que lo lleva a conceptualizar –esta es una diferencia importante– a la lengua española, al castellano
precisamente, como un lugar poético no contaminado por la hybris del habla latinoamericana. Pero no hay
todavía una vivencia poética de la lengua materna desde su interior: hay una celebración, un homenaje o un
pedido de rescate pero no todavía un diálogo.
Identificando las narrativas de los dos poetas anteriores para evitar cualquier confusión, habría que
situar al grupo de poetas de la lengua al margen de cualquier pretensión lingüística experimental por
considerarla una forma de corrupción no sólo de la lengua: también del mundo y, sobre todo, de la palabra,
dicha así esencializada. Sin embargo, tampoco hay que confundir esta nostalgia por la esencialidad con una
poética, digámoslo así, de lo sagrado. Lo sagrado implica una restricción límite y una ofrenda a ese equilibrio:
implica una preservación de una teogonía o de una cosmología, no un lamento. El lamento por la pérdida del

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aura tiene una clara filiación secular: en general es frío, no restringe ni esconde. Sin conciencia clara o con
conciencia de ello, los poetas de la lengua viven la misma contradicción de Heidegger en cuanto a la
esencialidad de la palabra.
Ya no se trata aquí de la desconfianza en la metáfora como alejamiento del origen. Se trata de la
capacidad de alejamiento del modelo, del tiempo del paradigma, para decirlo así. En efecto, ¿por qué el
Hölderlin elegido es el neoclásico armónico y no el loco que alteró su sintaxis?, ¿por qué desoye Heidegger la
filiación presocrática del poeta y del adivino, su asimilación con una función mántica? La locura de Hölderlin
aparece para Heidegger como aliada de la historia, no se llama Goethe ni Schiller sino historia y derrumba la
armonía y la encarnación de la palabra. La pregunta a formular sería: ¿Dónde acusa el lenguaje el olvido del
ser? ¿Dónde está esa zona del lenguaje donde no hay lenguaje y no se autoriza un vacío que actúe como
memoria de lo que fue? ¿Dónde hay nada y por qué no se la permite? Desde Gadamer a Vattimo hay el pedido
de no des-historizar a Heidegger. ¿Pero acaso no hay una deshistorización del lenguaje en Heidegger? ¿Dónde
está lo que no está, el enigma ("la huella de lo indecible" en el lenguaje, como lo llama Colli), en la visión de lo
poético?
Si la historia es el derrumbamiento, cualquier retiro del concepto del escenario es favorable, cualquier
retorno legítimo. Sin embargo, detrás de la negación de la historia concebida en los términos de no-reino, de
no-paraíso hay poco más que una positivación de lo trágico: hay el intento de abrigarse en las formas de la
fachada y el no reconocimiento del carácter histórico de las formas.
Del no reconocimiento de la historicidad de las formas se pasa a una formalización de la lengua.
Volver a la lengua es un retorno que corresponde a un repertorio de formas implícitas. No es solo horror el
horror a la vanguardia: es un horror al siglo, un horror al tiempo, un horror a la historia y una renuncia al
futuro. Francisco Cervantes (1938), Giovanni Quessep (1939), Francisco Hernández (1944), Enrique
Verástegui (1950) son ejemplos de una postura que defiende de manera pronunciada o de manera oculta un
alejamiento y rechaza cualquier proyección.
Una variante del movimiento de retorno es la variante temática. La tematización de la infancia como
tiempo paradisíaco adquiere una presencia rectora en José Luis Rivas (1950), la infancia como lugar al margen
de la urbanización tomada como metáfora de la prosa. La postura neorromántica de la asociación libre con la
naturaleza remite nuevamente al tópico del coin intime pero ahora con un modelo pasional, abarcador, enérgico
e insuperable: Saint John Perse. Una tematización más aguda de la infancia es planteada por Arturo Carrera
(1948), aunque aquí el sujeto no es el niño: es el habla del niño en un intento de arremeter contra la
etimología infans ("lo que no habla"). Carrera asume la ficción de hacer hablar lo que no habló y corre con el
riesgo de la identidad, ya planteada en uno de sus libros más significativos: Arturo y yo (1948). Más que la
aplicación de la lógica del heterónimo hay en Arturo Carrera la convicción de que, efectivamente, el niño es
otro, que en nosotros hubo otro antes, ahora extraño, más cerca no del origen sino del nacimiento y sólo en ese
sentido más puro.

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En el doblaje infantil Carrera encontró una mina difícil de explorar en territorio enemigo. Descendiente
de la vanguardia vía la poética de Haroldo de Campos y de la prosa de Severo Sarduy, Carrera invierte
la propuesta inventiva que exaltó la vanguardia latinoamericana al considerar al juego lingüístico como
generador de sentido. Por el contrario, la identificación de un sentido primario, callado, extrañamente común a
los adultos, muestra que los temas en poesía pueden ser resignificados con auxilio, justamente, del tiempo.
Quizás en la poesía de Carrera no hay historia pero hay edad.

Ahora podemos preguntarnos: ¿dónde está la evidencia, el rasgo de estilo de una poética considerada
globalmente?, ¿dónde está la fidelidad que debe cumplir para seguir siendo lo que es? La diferencia está,
cuando es asumida como coincidencia, en la necesidad de transgresión de la poesía latinoamericana respecto
de todo modelo e incluso el hispánico. Ya fue planteada en Rubén Darío y confirmada en los momentos de la
cúspide de las vanguardias latinoamericanas, esto es, en los poetas que, en América Latina, asumen un
compromiso poético con el espíritu de la vanguardia y lo traducen en sus textos.
Esto es importante en una poesía donde durante mucho tiempo se asumía una actitud que contrastaba
con la realidad. La vanguardia latinoamericana son poetas, nombres, emergencias: Huidobro, Neruda, Vallejo,
Girondo, son puntos luminosos y competentes, pero sólo Huidobro logró formular con cierta claridad lo que de
veras quería hacer poéticamente a un nivel teórico. Y hablar de vanguardia en el siglo XX –digo en el XX
porque resulta también notable la consideración de Joseph Beuys de la vanguardia como fenómeno
transhistórico– es hablar de formulaciones teóricas que apoyan la práctica poética.
En América Latina hay que esperar una segunda vuelta, lo que llamé maestros herederos de la
vanguardia, ya que su deuda con el repertorio de la vanguardia es manifiesta (Octavio Paz, Nicanor Parra, José
Lezama Lima, Emilio Adolfo Westphalen son algunos ejemplos), para lograr una simulación teórica de lo que
ocurrió o pudo haber ocurrido durante el periodo marcante de las primeras tres décadas del siglo. Sin embargo,
pese a la relatividad con que debe ser tomada la vanguardia, pese a la particularización que exige vista de este
lado –una particularización que es casi una individuación––, en los poetas de vanguardia latinoamericana, en
sus obras, está la legtimación del nacimiento de nuestra poesía, cosa que permite hablar de una paradoja. En
efecto, es sintomático, si se considera a las vanguardias históricas como un proyecto desintegrador de las artes
en este siglo –por más deudas que pueda tener con la reflexión teórica del romanticismo además, por
ejemplo–, que ese momento de desintegración coincida, para nosotros, con una toma de conciencia de nuestra
posibilidad de ser poética. La internacional vanguardista, con su pretensión de formular una koiné o lengua
única, fue la promesa de existencia para una poesía que, por razones obvias de carácter histórico
(descubrimiento y conquista de América), tuvo siempre problemas de identidad o, al menos, una identidad
difícil.

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El descentramiento que produjo la vanguardia en las artes coincidió con una realidad descentrada que,
en lo que respecta a la poesía, resulta una confirmación: la toma de conciencia de que nuestra poesía es, en
realidad, descentrada respecto de cualquier hegemonía. Ya que el fenómeno de la vanguardia es expansivo,
permisivo y totalizador, una poética en estado de emergencia constante no podía sentirse mal. No hay
equívoco, creo, en denominar estas emergencias poéticas más que como una clara, reflexiva y asumida
posición poética, como una verdadera condición de sobrevivencia. Con la misma conciencia de su inestabilidad
fue teorizado el Manifiesto antropofágico del brasileño Oswald de Andrade (1922), con la misma conciencia
de inestabilidad fue concebida la Teoría de la Poesía Concreta por los poetas de Sao Paulo (1965). Los
esbozos de una conciencia ya estaban en Darío, en sus famosas ‘Palabras liminares’ de Prosas Profanas (1896
– 1901): "Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas...", dice Darío, remitiendo el presente
poético al pasado y, al mismo tiempo, confesando su devoción por el Siglo de Oro español, por el
decadentismo francés y por el cosmopolitismo whitmaniano.
Es probable que Darío no tuviera muy claras las cosas en relación a nuestra posición continental –"No
es el poeta de América", comienza diciendo el pensador uruguayo José Enrique Rodó, en un texto que sería el
más limpio apoyo que tuvo Darío– pero sí tenía muy clara la inestabilidad cultural de una poesía cruzada por la
ansiedad de las influencias. La remisión al pasado de la poesía latinoamericana sienta las bases de un no-lugar
presente para la poesía de América Latina y estimula un compás de espera.
La ubicación de Darío sirve, retrocediendo un poco más, para situar a sor Juana Inés de la Cruz como
una escritora en relación dialógica con la poética de la lengua hispana (aunque con una extrema salvedad: por
venir del barroco se trata de una relación barroca, fuera del marco de la lengua), no como una manifestación
transgresora. Aquí no hay equívoco: la misma sor Juana reconoce su filiación gongorina. El problema
en la poesía latinoamericana es cuando no se reconocen los modelos y se los asume "naturalmente", como si
el modelo fuera ya la identidad a seguir y no lo que es: la posibilidad para una identidad. Pero sor Juana, a
diferencia de Darío, tiene un lugar poético: el lugar de la Nueva España, denominación donde el adjetivo
precisa un "segundo lugar" pero no deja claro si es un lugar positivo o negativo –"se entiende" que positivo–,
porque el calificativo que indica la novedad es el enemigo de la idea misma de tradición.
Para reiterar: Rubén Darío y sor Juana, siempre desde el punto de vista de la posición, ocupan lugares
diferentes en relación a la tradición hispánica. Sor Juana no está imbuida de crisis territorial, está en su lugar y
por lo tanto su diálogo con el Siglo de Oro es natural: es el seguimiento del linaje posible aunque, hay que
decirlo de nuevo, no se trata de cualquier linaje sino del linaje extremo.
Para el ojo poético-transgresor latinoamericano, sor Juana resulta "salvada" por una obediencia feliz: la
obediencia a una poética más allá de la lengua, como es la del barroco. En Darío ya es clara la pregunta por el
lugar poético latinoamericano y esto porque el positivismo decimonónico obliga a la confrontación con un
pasado fundador. Con el mismo carácter errante, transitorio, se coloca a Darío como poeta en su presente. Se
encomienda al pasado y, en espera de un renacimiento poético, prepara un hueco para las vanguardias.

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Preguntarse entonces, reconocer la poesía latinoamericana actual es preguntarse por la tradición
latinoamericana de la poesía, brevísima, y reconocer en ella la importancia decisiva del impacto de las
vanguardias. Si no se reconoce ese momento decisivo, si se considera a las vanguardias como "un momento
más" de la poesía latinoamericana no estaremos hablando de lo mismo. Si no se toma conciencia de que la
confirmación de nuestro nacimiento es para otros una "promesa de ruina", si no se presiente en esa encrucijada
una manera de la escatología, aunque citemos un catálogo de autores que certifiquen un más que sospechoso
"dato de hecho", no estaremos hablando de poesía latinoamericana.
Siempre me sorprendió el descubrimiento de la sinceridad de Vicente Huidobro cuando escribe a su
amigo, el poeta español Juan Larrea, en 1948, poco antes de morir, estas palabras: "Nosotros somos los últimos
representantes irresignados de un sublime cadáver. Esto lo sabe un duendecillo al fondo de nuestra conciencia
y nos los dice en voz baja todos los días. De ahí la exasperación de nuestro pecho y de nuestra cabeza.
Queremos resucitar el cadáver sublime en vez de engendrar un nuevo ser que venga a ocupar su sitio. Todo lo
que hacemos es ponerle cascabeles al cadáver, amarrarle cintitas de colores, proyectarle diferentes luces a ver
si da apariencias de vida y hace ruido. Todo es vano. El nuevo ser nacerá, aparecerá la nueva poesía, soplará en
un gran huracán y entonces se verá cuán muerto estaba el muerto. El mundo abrirá los ojos y los hombres
nacerán por segunda vez o por tercera o cuarta."

México, julio de 1995

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LEER NOVELAS FORTALECE EL APARATO IMAGINARIO6
Por: Juan José Millás

Ahora bien, añado, todos estamos de acuerdo en que lo que llamamos


realidad es algo muy defectuoso. No hay más que asomarse a la ventana o leer el
periódico para advertir que la realidad es una porquería. Todos estamos de acuerdo
en que conviene mejorarla, pero cómo mejorar algo cuya matriz está repleta de
defectos. ¿No sería más sensato trabajar en la matriz que en la realidad que esa
matriz genera? Pongamos un ejemplo más claro, les digo. Pensemos en la sala de
proyección de un cine. A veces, la imagen sale distorsionada, pero a nadie se le
ocurre pensar que el problema está en la pantalla, que no es más que una sábana,
sino en el proyector. Hay que actuar, por tanto, sobre el proyector. En la realidad,
sin embargo, nos pasamos la vida intentando arreglar la pantalla, cuando lo que
está mal es nuestra cabeza. Si fuéramos capaces de amueblar bien nuestra cabeza,
la realidad extramental mejoraría en seguida como efecto secundario. Hay que
actuar, pues, sobre el Aparato Imaginario, pero cómo actuar sobre algo cuya existencia no está reconocida.
Tendríamos que aceptar que existe para, en un paso posterior, mejorar su funcionamiento.
Como no hay ninguna esperanza de que eso vaya a suceder (al contrario, la enseñanza está cada vez
más dirigida al conocimiento de lo meramente cuantificable), termino recomendando a los alumnos que lean
novelas, pues ése es el modo más eficaz de fortalecer tal aparato. Cuando uno lee una buena novela, les
aseguro, es más sabio que antes de haberla leído, aunque no sea capaz de explicar por qué. El problema es que
vivimos en un mundo donde aquello que no se puede cuantificar no existe. Todas las campañas de promoción
de la lectura caen sin excepción en la trampa de asociar la lectura a la adquisición de conocimientos
prácticos. Si lees, te dicen, sabrás dónde se encuentra el Polo Norte. Y no es eso, no es eso. Si yo aprendiera
hoy a dividir, podría irme a la cama asegurando que sé una cosa más. Pero si leo Madame Bovary habré
aprendido también infinidad de cosas que no sabía antes, aunque desgraciadamente no se puedan enumerar ni
cuantificar. Es más, hay un tipo de conocimiento sobre la realidad que solo se puede adquirir a través de la
literatura. Si ustedes me lo permiten, les diré que todas las campañas que he conocido a favor de la lectura
desde que tengo uso de razón no tenían otro objeto que ser la apariencia de una campaña a favor de la lectura.
Me recuerdan las que se hacen a favor del transporte público, cuyo objetivo no es otro que el de aparentar una
preocupación por el tráfico que ningún representante municipal tiene.
Quienes usamos el metro, el autobús o el taxi de forma regular sabemos que si de verdad hubiera
habido un empeño en crear una cultura del transporte público, las ciudades no serían lo que son. Pero
continuamos gastando cifras increíbles en hacer túneles que cuando se inauguran se han quedado pequeños. No
es cierta, pues, esa preocupación de la que hablan nuestros representantes municipales, porque si un día, de la

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noche a la mañana, la gente decidiera dejar el automóvil en casa, la situación sería tan extraordinaria como si
desaparecieran los delincuentes. Hay que consumir gasolina, hay que consumir túneles, hay que cambiar de
coche cada cuatro años.
Para que la gente lea es preciso crear la atmósfera en la que eso sea posible. No se le puede decir al
ciudadano que deje el coche en casa al mismo tiempo de que se le informa de la construcción de un nuevo
túnel. No se puede decir que uno está preocupado por la lectura cuando a ninguno de nuestros representantes se
les ve jamás con un libro en la mano. Vayamos a las edades en las que, según dice todo el mundo, se hace un
lector. ¿Cuál es la situación de nuestra literatura infantil o juvenil? ¿Cuántos debates sobre este asunto
trascendental se han llevado a cabo en los últimos diez años, por ejemplo? ¿Conocen ustedes un solo
suplemento literario de la prensa diaria que dedique una sola página a la literatura infantil o juvenil de forma
regular? ¿No será nuestra preocupación por la lectura tan aparente como la que los representantes municipales
muestran por la situación del tráfico?
No profundizaré más en estas contradicciones, pero permítanme añadir que hubo, desde mi punto de
vista, en algún momento de la historia de la enseñanza, un suceso catastrófico a partir del cual se jodió todo.
Me refiero a ese instante en el que se comenzó a pensar que bastaba, para conocer el mundo, con los
contenidos de la ciencia y del pensamiento racional. A partir de ese instante se nos empezó a hurtar toda
aquella información sobre la realidad de la que había sido proveedora el mito, la literatura de viajes, los libros
de aventuras. El mito se dirige a una parte de nuestro ser a la que no se puede acceder de otro modo. Sin el
cultivo de esa parte estamos incompletos. Peor aún, estamos inválidos y a merced de quien nos quiera
manipular.
Hace unos años, cuando recibí precisamente un premio a la promoción de la lectura por un artículo
publicado en EL PAÍS, afirmé que no se escribe para ser escritor ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee
para comprender el mundo. Nadie —dije entonces y aseguro siempre en los institutos y colegios— debería salir
a la vida sin haber adquirido estas habilidades básicas. De otro modo se dependerá de quien las posea del
mismo modo que aquel que no sabe hacer una tortilla o coser un botón depende de quien le hace la tortilla o le
cose el botón. Por lo que se refiere a las tortillas, ya dependemos de las industrias especializadas en platos
preparados, precocinados, predigeridos y previsibles. En cuanto a la lectura, se da el caso de que a medida que
aumenta el número de personas alfabetizadas, aumenta también el número de las que no entienden lo que leen.
Llamamos a esto analfabetismo funcional, si me permiten el juego de palabras, porque funciona muy bien:
cada día estamos más torpes y dependemos más en consecuencia de las lecturas de la realidad que nos hacen
los otros.
Con frecuencia se nos pregunta a los escritores por qué escribimos, pero no se pregunta a los lectores
por qué leen. La respuesta sería idéntica, ya que, como señalé al principio, la escritura es un espejo de dos
caras. En una de esas caras se mira el escritor y en la otra el lector, ambos a la búsqueda de una imagen
articulada de sí mismos, del mundo. Saber leer, pues, es saber leer la realidad y encontrarse en disposición de

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estar o no estar de acuerdo con ella. Saber leer es saber leerse, construirse, cocinarse uno mismo, en lugar de
tomar la versión precongelada, precocinada, predigerida y previsible de sí que ofrece el mercado de la
autoimagen.
Curiosamente, el desarrollo de los alimentos precocinados ha sido paralelo al de la industria editorial
de la autoayuda. En el primer caso se trata de hacer unas albóndigas sin pasar por la complejidad del sofrito y,
en el segundo, de crearse una identidad sin aprender latín. Ambas cosas son posibles, desde luego, pero al
precio de perderse lo mejor de la comida y de la vida. Aprender a leer es la premisa indispensable para
interpretar la realidad, que es también el único modo de modificarla.
Cuando llego a este punto de mi charla en los institutos o colegios, suele producirse una caída en el
estado de ánimo del auditorio. Es normal, quizá ustedes hayan empezado a fatigarse también, pues hemos
perdido la costumbre de mantener fijada la atención durante mucho tiempo en alguien que habla sin
interrupciones comerciales. Entonces saco un conejo de la chistera. El secreto es que lo saco limpiamente, sin
trampa ni cartón. Les digo a los chicos y a las chicas que, de todas formas, en fin, si no leen para comprender el
mundo, ni para modificar la realidad, ni para no ser manipulados, etc., lean al menos por dinero.

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LA NOVELA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XX7
Por: Fernando Alegría

Introducción

En siglo y medio de vida la novela hispanoamericana ha evolucionado


desde el costumbrismo moralizante de José J. Fernández Lizardi (1776-1827) hasta
los profundos escarseos sociales, psicológicos y filosóficos que caracterizan a la
producción novelística del período actual, experimentando así en un lapso
relativamente corto cambios de orientación literaria que tardaron siglos en madurar
y cristalizarse en otras literaturas. La tradición picaresca sustentada por Fernández
de Lizardi en El Periquillo Sarniento (1816) pudo prestarle a nuestra novela un
curioso matiz en sus comienzos pues no era moda ocuparse entonces de pícaros y aventuras moralizantes, sin
embargo, este hecho fue el nexo natural que la entroncó, por medio de la tradición española, a la novela
europea.
Aún no había desaparecido los ecos de las campañas de Lizardi cuando la novela hispanoamericana se
encauza ya en el marco típico de la novela romántica francesa. El mismo Lizardi pasa, sin transición, de la
picaresca al más recalcitrante romanticismo en Noches Tristes (1818). Del romanticismo, ya sea anecdótico,
sentimental, histórico o político de escritores como José Mármol (1817-1871), Jorge Isaacs (1837-1895),
Alberto Blest Gana (1830-1920), Ignacio M. Altamirano (1835-1893) y Heriberto Frías (1870-1925), la novela
hispanoamericana evoluciona hacia el realismo y el naturalismo de Paul Grussac (1848-1929), Eugenio
Cambaceres (1843-1888), Federico Gamboa (1864-1939), Tomás Carrasquillo (1858-1940), Luis Orrego Lucio
(1866-1949) y Manuel Gálvez (1882-1962). Algunas obras memorables quedaron para marcar esta época
inicial: Amalia (1851-5) de Mármol, María (1867) de Isaacs, Martín Rivas (1862) de Blest Gana, Fruto vedado
(1884) de Groussac, Santa (1903) de Gamboa, La maestra normal (1914) de Gálvez.
La regularidad de este proceso se interrumpe en los últimos veinte años del siglo XIX. Un extraño
fenómeno ocurre en nuestra literatura. Sabido es que la revolución modernista de Rubén Darío, que comienza
alrededor de 1888 y se prolonga hasta 1920 más o menos, cambió drásticamente el fondo y la forma de la
poesía hispanoamericana y española. Esta revolución también repercute en la obra de nuestros novelistas,
pero asume consecuencias inesperadas; no se limita al mundo de la forma o, más bien dicho, provoca en la
mentalidad del novelista de fines del siglo una tendencia a transmutar las formas en símbolos. En su origen este
fenómeno es de carácter estilístico; el novelista postdariano le da al lenguaje una función creativa,
independiente de su contenido circunstancial. De la descripción rigurosamente objetiva de un Blest Gana o del
detalle clínico de un Federico Gamboa, en que la palabra representa geométricamente un objeto y el

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vocabulario es, en verdad, el amoblado de la novela, se llega al vocabulario mitológico de Rafael Arévalo
Martínez, al pictórico de Reyles y Larreta, al filosófico de Pedro Prado, al alegórico de Rómulo Gallegos. El
novelista, consciente del nuevo poder que tiene en sus manos, olvida a menudo las condiciones tradicionales
del relato, desdeña argumentos, creación de caracteres, ambiente local, y se ensimisma en el proceso de
vitalizar imágenes aisladas por medio de un original y audaz uso del lenguaje. Tal momento de euforia
lingüística dura poco. De la palabra se asciende al símbolo. Ciertos modelos, cuya vigencia era indiscutible en
las postrimerías del siglo XIX –para ser más exactos, los regionalistas españoles- son rápidamente desplazados
por autores extraños, héroes de una literatura de ensoñación, exótica y misteriosa, entre los cuales predominan
los rusos y algunos escritores de países nórdicos.
La novela hispanoamericana que en sus comienzos fue picaresca y, en su mocedad romántica y
realista, entra al siglo XX dividida en dos direcciones agudamente contradictorias: es, por una parte, altamente
idealista y subjetiva, “europeizante”, artística, dirá la crítica, por la predominancia del interés estético sobre el
interés moral; y, por otra parte, heredera como es el realismo español, asume una estricta actitud regionalista y
social en la observación del mundo americano y la interpretación de sus problemas. Estas dos tendencias se
presentan simultáneamente y son como el anverso y reverso de una misma moneda.
No puede descartarse, a este respecto, la significación literaria que adquieren ciertos hechos
históricos. Hispanoamérica vive, a comienzos de siglo, la decadencia del latifundismo económico y el
despertar de una revolución industrial que va a alterar su fisonomía política. La clase media conquista el
poder gubernativo desplazando a las viejas oligarquías. Las clases obreras se organizan sindicalmente y
exigen un sitio de responsabilidad en el gobierno. Afirman su conciencia de clase en un período de ásperas
campañas políticas y dan base ideológica a sus actividades revolucionarias. La literatura hispanoamericana –y
en forma muy especial la novela- da testimonio de este proceso de formas sociales y refleja, estéticamente, el
cambio de sensibilidad y de estilo de vida que se opera en las masas del campo y de la ciudad. Los maestros del
humanismo socialista europeo ejercen cierta hegemonía sobre los escritores de fin de siglo, pero no logran
aminorar el impacto esteticista del modernismo con su filosofía política.
Los novelistas hispanoamericanos, representantes de una época de transición, parecen debatirse en un
conflicto interior de ardua solución: ¿dónde se halla el motivo esencial de la creación artística americana? ¿en
una fuga hacia la vieja cultura occidental, en un constante proceso de desarraigo? ¿o es una conciencia
individual de la realidad americana y una creación de nuevas formas estéticas que la expresen? El conflicto que
Sarmiento planteara en Facundo (1845) y que en un instante de nuestra historia cultural llega a ser
decisivamente característico del mundo hispanoamericano, compromete también al novelista: civilización y
barbarie –en realidad, dos conceptos de vida, pues en el término “barbarie”, según lo usa Sarmiento, se
encierra una positiva identificación de factores vitales para el mundo americano- desgarran la conciencia del
novelista y le llevan a pronunciamientos drásticos. Pasado el período de transición en que las corrientes
modernista y regionalistas se dividen por igual el campo de la novela y coincidiendo con una reacción general

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contra el preciosismo de los discípulos de Darío, surge una impetuosa necesidad de afrontar la condición del
hombre hispanoamericano y de definirle en relación al medio ambiente inmediato y a sus posibilidades de
evolución.
Es entonces cuando poesía y novela se apartan decisivamente: la poesía se europeiza aún más, se
entrega de lleno al mundo de las abstracciones y a una concepción neobarroca de la belleza. La novela, por el
contrario, abandona sin vacilaciones el mundo del simbolismo y de la fantasía pura, recoge la antinomia de
Sarmiento y la profundiza en todas sus consecuencias sociales, políticas y económicas. Esta forma de
expresión novelesca lleva como sello característico, además de su realismo castizo, un lenguaje que es la
herencia del modernismo y que representa una expresión del arte narrativo costumbrista del siglo XIX.
Dentro de su aparente sencillez esconde una variada gama de matices estéticos: va desde el decorativismo de
las obras esencialmente paisajistas en que la realidad ambiente aplasta al hombres, hasta la fría y descarnada
presentación de conflictos sociales y psicológicos en que la figura humana se redime luchando por dominar las
fuerzas de la naturaleza.
Empujada por estas corrientes la novela hispanoamericana se independiza, a pesar de recurrir
frecuentemente a modelos europeos, adquiere una fisonomía propia, un estilo original, un ritmo típico, que la
distinguen en la literatura contemporánea.
Para comprender en toda su significación este proceso que, a partir de 1920 aproximadamente,
representa la transición del regionalismo de raíz española al neorrealismo y trascendentalismo de la época
actual, es necesario referirse a la obra de una veintena de autores cuyo prestigio ha sido sólidamente
establecido por la crítica y que muy bien pueden considerarse en tres grupos diferentes: uno que representa la
dualidad modernista-realista; otro que marca el triunfo de un realismo mundonovista, y un tercero que, a su
vez, reacciona contra los excesos localistas de tal realismo y se esfuerza por entroncar nuevamente a la novela
hispanoamericana con la europea en un plano de universalidad tanto estética como filosófica. Ninguna
separación drástica existe entre estos tres grupos, así como tampoco existen lagunas ni abismos que señalen el
paso de un movimiento literario a otro en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

1. La novela modernista

Cuando el venezolano Manuel Díaz Rodríguez (1868-1927), bajo la influencia de Rodó y Darío, luce la
filigrana modernista de su estilo en narraciones, discursos y ensayos como Cuentos de color (1899) y
Peregrina o el pozo encantado (1922), el mexicano Federico Gamboa (1864-1939) mantiene aún incólume su
posición naturalista en Suprema ley (1896) y Santa. El mismo Díaz Rodríguez siente en la madurez de su
carrera literaria la demanda irresistible de afrontar los problemas de su tierra y en Ídolos rotos (1901) y
Sangre patricia (1902) da testimonio de este choque de un estilo literario formado en medio de exquisiteces
decadentes contra la dura y primitiva realidad que constituye el marco de sus historias.

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Igual dilema y contraste, aunque tal vez con menos relieves dramáticos, se nos ofrece en la obra del
uruguayo Carlos Reyles (1868-1938), quien pasa del regionalismo de Beba (1894) a la interpretación de la
decadencia social de las clases privilegiadas en su ambiente de gran ciudad en La raza de Caín (1900) y A
batallas de amor campos de pluma (1939). En 1922 Reyles evocará la España pintoresca en El embrujo de
Sevilla para volver, ya hacia el final de su vida, al tema regionalista en El gaucho florido (1932).
El argentino Enrique Rodríguez Larreta (1873), otro de los nombres egregios de la novela
modernista, oscila igualmente entre los extremos característicos de la época de transición: exótico, preciosista
en su evocación histórica de la España del siglo de oro en La gloria de don Ramiro (1908), busca luego el alma
de su pueblo en novelas como Zogoibi (1926) y En la pampa (1955), en las que predomina el afán criollista.
El guatemalteco Rafael Arévalo Martínez (1884), maestro indiscutible entre los prosistas del
modernismo, fue también un sostenedor de refinados procedimientos simbolistas a pesar de sus ocasionales
incursiones por las zonas pintorescas de la política de su país. Representa un nexo genuino entre la novela
fantasista de fines del siglo y la novela psicológica del siglo XX. Es su obra un intenso accionar de símbolos y
mitos, un complejo mecanismo en que las sutilezas de una literatura de invernadero se mezclan a subterráneas
corrientes indígenas. Dinámico, en un sentido especial que raya en lo morboso, hay en sus fantasías cierta
diabólica condición que proviene acaso de su hábil manejo de las zonas subconscientes de su pueblo. En
narraciones como El hombre que parecía un caballo (1915), El trovador colombiano (1915), El señor Monitot
(1922), El mundo de los maharachías (1938), la función alegórica resulta del movimiento natural de los
personajes y de la trama.
En las obras de Augusto D´Halmar (1882-1950) y Pedro Prado (1886-1952), figuras señeras de la
literatura chilena, como en la de algunos poetas de su generación, se gesta, por otra parte, una filosofía social
de matices anarquistas, en cuyos orígenes habrá de advertirse una clara influencia de los novelistas rusos
prerrevolucionarios. Apostólicos en la concepción de su obra predican, a la par que experimentan con formas
literarias desconocidas en Chile. Organizan una colonia tolstoyana, dictan conferencias, polemizan, fundan
revistas y empresas editoriales. Dan a conocer el apólogo literario mezclando el tono bíblico al estilo de los
libros sagrados de la India y coronan esta exótica mezcla con el preciosismo aristocrático de los ensayistas y
dramaturgos sajones. Ninguno de los dos llega a ser un novelista en el sentido tradicional de la palabra. Se
valen de la novela como pueden valerse de la parábola o del poema para dilucidar problemas de índole
filosófica o religiosa. Sin embargo, saben apartarse en el momento oportuno de su misión especulativa y
fantasista para intentar una caracterización del hombre hispanoamericano en novelas cuya raíz regionalista
adquiere una innegable categoría artística. D´Halmar, que fue profundo analizador de equívocas pasiones en
Pasión y muerte del cura Deust (1924) y La sombra del humo en el espejo (1924), penetró con la audacia de
un convencido naturalista en los vicios de la sociedad chilena y los expuso sin temores en Juana Lucero
(1902). Pero su vocación genuina no era la del cruzado social ni la del propagandista político. Como Horacio
Quiroga, con Arévalo Martínez y el mismo Prado, era un defensor tácito del arte puro, de la fantasía exotista,

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del malabarismo lingüístico y, por tales cosas, llegado el momento oportuno, echóse llave sin remordimientos
en su torre de marfil.
Mientras D´Halmar cultiva la veta naturalista en Juana Lucero, Pedro Prado, anuncia ya en temprana
edad la orientación que iba a asumir en su madurez, hace de su primera novela un relato de fantásticas y
exóticas aventuras: La reina de Rapa Nui (1914). En ella describe un lugar que nunca vio y costumbres, hechos
legendarios e incidentes que son en gran parte el producto de su imaginación. No obstante, en la sencillez sutil
de la trama, en la calidad de ensueño que envuelve como una atmósfera poética a los caracteres, en la
estilización refinada del paisaje, flotan los símbolos de una civilización desaparecida y la huella confusa e
inquietante que ellos dejan en la mente del hombre moderno. No es pues una creación de preciosismo inútil.
Prado se ocupa de problemas fundamentales, busca en zonas abstractas el destino de su generación, dentro del
mecanismo no siempre racional de una civilización que ante él aparece preñada de contradicciones. Dos
novelas encierran principalmente su pensamiento filosófico: Alsino (1920), una de las más excelsas
concepciones alegóricas de la literatura hispanoamericana, y Un juez rural (1924), menos ambiciosa,
pero efectiva aun en sus limitaciones. Alsino es la adaptación del mito de Ícaro a un ambiente campesino
chileno. Su fuerza radica en la aleación perfecta del contenido mitológico y las circunstancias temporales. Con
un vuelo poético sostenido y una honda comprensión del alma campesina, Prado va exponiendo sus temas: la
aventura del hombre hacia lo desconocido, la exaltación de la soberbia sublime y el fuego de la muerte con
recompensa final.
En la obra de los novelistas mencionados, representantes del período que se extiende desde 1890, más
o menos, hasta los comienzos del siglo XX, existe, como se ha indicado, un hecho de naturaleza estética que
les imprime su sello característico: la irresolución del conflicto entre imaginismo y realismo o, expresado de
otro modo, la falta de un estilo que incorporando las formas literarias del simbolismo pueda, a la vez, superar
las limitaciones del costumbrismo en la interpretación de la realidad americana. Divididos en sus intereses
literarios, ya sea emulando a Zola y aplicando sus teorías naturalistas, o imitando al humanismo y la piedad de
Tolstoy y Dostoievsky, o fascinando por el exotismo de Pierre Loti y Joseph Conrad, por el misticismo de
Rabindranath Tagore y el sonambulismo de Edgar Allan Poe, estos novelistas realizan una creación híbrida y
llegan al final de su obra sin abandonar jamás un sentido de experimentación. Se inclinarán hacia uno u otro
extremo, pero no conseguirán definirse. En esta indecisión se halla precisamente su peculiaridad.

2. El regionalismo mundonovista

No obstante, en el último decenio del siglo XX trabaja ya una nueva promoción en cuyas obras se va a
estructurar claramente la novela hispanoamericana moderna. Con ella se afianza el triunfo de las corrientes
regionalistas. Con un lenguaje heredado del modernismo y afinado en el contacto con las revoluciones poéticas
de la época de la Primera Guerra Mundial los novelistas de los primeros treinta años del siglo XX poseen,

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desde luego, una conciencia más clara de su americanismo y se esfuerzan por enfocar la realidad sin hacer
abstracción de los problemas sociales. Revelan, asimismo, una noción más nítida de la técnica novelesca y
procuran desenvolver sus tramas en ambientes típicos que describen, no ya con el detallismo de los
costumbristas del siglo XIX; sino más bien con una visión de conjunto, el esquematismo de una época, cuya
revolución industrial impone en la vida diaria un ritmo de aceleración cinematográfica. Más que en el hombre
y en el ambiente, se interesan en el paisaje o, mejor dicho, parecen sentir por primera vez la acción monstruosa
de la naturaleza salvaje frente a los conatos civilizadores del hombre. La crítica se apresura a señalar esta
característica. Se les acusar de dar excesiva importancia al paisaje, de sucumbir con facilidad a la tentación
descriptiva, de no llegar hasta el hombre, ocupados en la tarea de desbrozar la naturaleza virgen que le rodea.
Pero la crítica reconoce que en tal actitud literaria hay una diferencia de grados y que tales excesos se notan
más en algunos novelistas, como José Eustasio Rivera, por ejemplo, que en otros, como Mariano Azuela o
Eduardo Barrios. En todo caso esta supervaloración del paisaje poco tiene de idealización romántica: no es una
naturaleza sublime la que surge de esta épica tierra americana: es, por el contrario, una fuerza tentacular,
descontrolada, que parece desbordarse brutalmente al sentir el contacto del hombre.
No obstante, de esta generación de novelistas va a nacer un impulso hacia la integración del hombre y
del ambiente como elementos de una estructura artística, y el hecho de que tal corriente no constituya sino un
impulso inicial la marcará, a su vez, como una generación más de transición.
Un hecho histórico y una novela señalan el primer epicentro de la actividad literaria de la generación a
que nos referimos: ese hecho es la Revolución Mexicana de 1910 y esa novela Los de debajo de Mariano
Azuela (1873-1952). México vive durante el período revolucionario un proceso de dramática transformación
que compromete no solo su vida económica sino hasta las bases mismas de su cultura y su organización social.
El novelista se ve envuelto en una cadena de incidentes que demandan su testimonio y, al escribir sobre ellos,
pone sobre la balanza su sentido de responsabilidad cívica así como su concepción del arte y la solidez de los
valores que hasta entonces ha aceptado como tradicionales. No especula ni se define en términos teóricos.
Absorbe y narra fascinado por la violencia de los acontecimientos que va marcando el curso de la revolución.
Ciertos principios básicos de carácter político y económico se identifican a través de páginas dedicadas a
exaltar las figuras de los líderes revolucionarios: sabemos que las masas campesinas luchan por una
redistribución más justa de la tierra, que el país ansía la nacionalización de las riquezas del subsuelo, que el
indio demanda una auténtica ciudadanía en el nuevo orden de cosas, que la nación entera demuestra una
intensa resistencia frente a la invasión económica extranjera y, por último, que existe un conflicto político-
religioso. Pero estos hechos no aparecen en las novelas a través de prédicas ni mensajes; son como estandartes
que flotan libremente en medio del caudal de anécdotas. El análisis profundo de causas y consecuencias de la
revolución será faena de profesores y ensayistas.
El novelista de la Revolución Mexicana es antiteórico, antiintelectualista, es episódico, amigo
sentimental del pueblo, del campesino tanto como del indio, admirador del caudillaje, pero no ciego ante sus

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abusos, es pesimista, desilusionado y en muchos casos amargo. No obstante, puede notarse en su crítica y
autocrítica un tácito horror de volver a las condiciones de la época prerrevolucionaria.
Mariano Azuela había escrito varias novelas de índole naturalista antes de Los de abajo (1916). Esas
novelas –María Luisa (1907), Los fracasados (1908), Mala Yerba (1909), etc.-, de mérito literario
incuestionable, no ejercieron, sin embargo, mayor ascendencia en la revolución del género novelesco que se
venía gestando desde fines del siglo. Los de abajo pasó también inadvertida durante varios años y no fue sino
hasta 1925, año en que El universal ilustrado la publicó como folletín, que el público y la crítica sintieron su
verdadero impacto.
Los de abajo no es una novela política. Poco o nada tiene de circunstancial. No es un reportaje de
hechos bélicos. Es más bien la estilizada imagen de un pueblo en el doloroso trance de su nacimiento a la
madurez social. A pesar de su dinamismo exterior la distingue cierta extraña corporeidad estática, algo
del eterno distanciamiento de los mitos. Es, como el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, la
consumación de un largo y calmo pensar sobre el destino de una raza, sobre las fuerzas de un pueblo, sus
posibilidades de supervivencia, su estoicismo ante la derrota y ante el asalto de fuerzas que no comprende del
todo ni logra identificar.
Todo el detalle horrendo de la revolución desatada con ferocidad primitiva cede ante las sugerencias
de un drama de diverso carácter, de mayores proporciones, de consecuencias lejanas.
¿Se reconoce México en la glorificación de la violencia, en el ritual del caciquismo, en la
humanización de la tierra, cuya posesión el hombre busca con instinto religioso y, a la vez, sexual?
¿Destruye el pueblo la cabeza del monstruo ancestral para renacer purificado en una civilización en que se
racionaliza la magia? ¿O destruye su propio ser en una suprema intoxicación final con los filtros del viejo culto
de la muerte? A lo largo de toda la historia, narrada en estilo viril, áspero, corre un hilo de amarga
desesperanza que es como el reconocimiento de un fracaso; fracaso heroico, sublime, irremediable.
Azuela llena con las proyecciones de su obra una primera etapa de la Revolución Mexicana. Después
de la apreciación que la crítica hiciera de Los de abajo se estructuró un verdadero movimiento literario
destinado a evocar semihistóricamente los hechos de la revolución. Martín Luis Guzmán (1887) encabeza
cronológicamente la nueva falange de novelistas. Sus obras –El águila y la serpiente (1928), La sombra del
caudillo (1929) y Memorias de Pancho Villa (1938)- contienen gran ímpetu épico y vuelo histórico.
José Rubén Romero (1890-1952) representa el reverso de la epopeya que obsesiona a Guzmán. Más
que un novelista de la Revolución, a la que no describe directamente, sino de pasada, es un novelista de la
retaguardia revolucionaria. Maestro de un estilo sentimental y nostálgico, intérprete luminoso de la vida
provinciana, humorista de grueso calibre, experto en los trucos de la narración picaresca, Romero capta en su
obra una zona del alma mexicana que nadie, antes ni después de él, ha descrito con tanta riqueza de matices.
Heredero de Lizardi, luce demasiado ingenio para creer en prédicas y sermones. Su obra se salva por su calidad
panorámica, en la que la sátira ayuda a reflejar una época y el detalle histórico a darle una base de realidad.

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Frente al estoicismo de Azuela, Romero aparece como un sentimental, un humorista a la española que
sufre con sus antihéroes y al compadecerlos se compadece de sí mismo.
Sus reminiscencias provincianas, El pueblo inocente (1934), Apuntes de un lugareño (1932), así como
sus novelas de sátira social, La vida inútil de Pito Pérez (1938), Una vez fui rico ¿1942?, Anticipación de la
muerte (1939), constituyen una extensa y agradable melopea, llena de florilegios pueblerinos, matizada por una
dulce filosofía humanista.
Otros novelistas que evocaron la Revolución después de Azuela son: Xavier Icaza (1902-1969) en
Panchito Chapopota (1928); José Mancisidor Díaz (1895-1955) en La asonada (1931), La ciudad roja (1932)
y Frontera junto al mar (1953); Fernando Robles (1897) de tendencia antirrevolucionaria en La virgen de
los Cristeros (1934); Rafael F. Muñoz (1899), autor de El feroz cabecilla (1928), Vámonos con Pancho Villa
(1931), Si me han de matar mañana (1934), Se llevaron el cañón para Bachimba (1941), narraciones de corte
rápido y popular, de agudo efecto dramático, que reproducen el ritmo de la Revolución y la montonera; Jorge
Ferretis (1902-1962), teorizante, satírico, analista despiadado de los males de su país en: Tierra caliente, Los
que solo saben pensar (1935) y El sur quema (1937); Mauricio Magdaleno (1906) representante de un realismo
social y político en El resplandor (1937), Sonata (1941) y La tierra grande (1949); y un escritor de
nacionalidad desconocida quien, bajo el nombre de Bruno Traven, ha lanzado en español y en inglés una serie
de novelas sobre el México revolucionario: Un puente en la selva (1936), La rebelión de los colgados (1938),
La rosa blanca (1940), todas ellas de insigne mérito literario.
Más humanas son sus novela políticas, Mi general (1934) y Acomodaticio (1943), en que satiriza el
mundo derrotado y picaresco de la época postrevolucionaria, y Huasteca (1939) en que se ocupa de la
influencia económica extranjera en la vida familiar mexicana.
Las dos obras de mayor resonancia de Gregorio López y Fuentes (1895-1966) son El indio (1935) y
Los peregrinos inmóviles (1944). En ellas. Especialmente en esta última, culmina su arte literario. Sin héroes
individuales, narrando en una especie de presente eterno, el autor enfoca algunos temas característicos de la
historia mexicana y los sigue a través de sus instantes de crisis, destacándolos, profundizando en ellos, hasta
convertirlos en símbolos.
Esta tonalidad política de la novela mexicana y su estilización goyesca de una realidad retratada en
luces y sombras, no son características del regionalismo del resto de Hispanoamérica. Por eso la novela de la
Revolución Mexicana constituye un capítulo aparte en todas nuestras historias literarias.
En Chile después de los patéticos relatos de Baldomero Lillo, la novela busca un cauce de
inofensivo regionalismo, nutrida de pintorescas costumbres campesinas, y solo por excepción se arriesga
a confrontar problemas de trascendencia inmediata, ya sea en el campo psicológico o social. Eduardo Barrios
(1882-1963) representa mejor que nadie los ideales literarios de esta escuela, forjados bajo el modelo de la
novela española del 98. Barrios es un escritor de amplio registro estilístico. En Un perdido (1917) aparece
mesurado, concreto, dueño de un caudal de observaciones ambientales y de una perspicaz comprensión de la

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psicología media del chileno. Es esta una novela clásica del realismo de fin de siglo. Más tarde, Barrios
concibe dos novelas escritas en la más pura tradición del modernismo, novelas de audaz realización, de estilo
refinado, más acordes con la avanzada española del 98 –en Pérez de Ayala, con Miró, con Valle Inclán- que
son la retaguardia costumbrista. Estas novelas, El niño que enloqueció de amor (1915) y El hermano asno
(1922) mantienen apenas un fondo lejano de nativismo. Barrios se interesa, como Prado en Alsino, por asociar
la universalidad del tema con el ambiente criollo. Va por encima de toda superficialidad a la médula de un
conflicto fundamental.
Barrios escribió después muchas obras, entre ellas una especie de epopeya del latifundista chileno,
Gran señor y rajadiablos (1950), pero no parece haber superado las grandes creaciones de su juventud.
Barrios es el maestro indiscutible de la generación chilena que, emergiendo del Modernismo, se orientó
más tarde, alrededor de 1920, hacia la interpretación realista del paisaje y de la gente de América. Su agudo
poder de observación, su sentido innato de selección, la humanidad con que se acerca a sus personajes y con la
cual sabe darles vida, vida compleja, auténtica, son virtudes que le permitieron forjar un estilo personal,
vigoroso y sutil a la vez, acaso el de mayor perfección en la literatura chilena contemporánea.
Junto a D´Halmar y a Barrios existe en Chile un numeroso grupo de narradores regionalistas, tan
numeroso y homogéneo que no tarda en constituir escuela literaria: El Criollismo. Sus más importantes figuras
son: Mariano Latorre (1886-1955), discípulo entusiasta del regionalismo español, autor de cuentos y novelas
como Cuna de cóndores (1918), Chilenos del mar (1929), Zurzulita (1920) y Hombres y zorros (1937), que
describen con admirable detallismo y no escasa inspiración poética los paisajes del sur de Chile y las faenas de
campesinos, colonos y cazadores; Fernando Santiván (1886) intérprete de la clase media y de la provincia en
novelas como La hechizada (1916); Rafael Maluenda (1885-1963) uno de los talentos más originales de su
generación, novelista de acabada factura, cuya técnica le permite abordar los temas más difíciles –
Confesiones de una profesora (s. a.), La Pachacha, Armiño Negro (1942)- y fascinar luego al lector con su
desarrollo ágil, neto, brillante; Edgardo Garrido Marino (1888), escritor que ha vivido la mayor parte de su
vida en España donde ha publicado sus novelas, entre las cuales destaca El hombre en la montaña (1933);
y Luis Durand (1895-1954), autor de cuentos y novelas, como Cielos del sur (1933), Mercedes Urízar (1934),
Frontera (1949), que en sus más álgidos momentos ofrecen gráficas descripciones del campo chileno y una
evocación vigorosa de la época de los pioneros en la frontera araucana.
Menos atraído por lo pintoresco del ambiente campesino que los autores nombrados, otros novelistas
chilenos contribuyeron al desarrollo del neorrealismo con obras cuyos problemas son, por lo común,
característicos de la gran ciudad y cuyos héroes representan más o menos típicamente las clases sociales en que
se divide la nación chilena. Entre ellos sobresalen Joaquín Edwards Bello (1886) quien evolucionó del
naturalismo de El roto (1918) a la crónica animada, satírica, metafórica de El chileno en Madrid (1928),
Criollos en París (1933) y La chica del Crillón (1935); Jenaro Prieto (1889-1946), humorista de alta jerarquía,
discípulo de los fantasistas ingleses, autor de una novela sorprendente por su fina ironía y su hábil

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caracterización: El socio (1929) y Alberto Romero (1896), quien dedicó su obra novelística –La tragedia de
Miguel Orozco (1929), La viuda del conventillo (1930)- a una observación minuciosa y melancólica de los
arrabales chilenos, del hogar de la clase media tanto como del conventillo proletario, y supo animar a sus
personajes con un vago aire de excentricismo que les confiere una especial fascinación.
En 1924 apareció en Colombia una novela que es sin duda, la expresión más característica del super-
regionalismo hispanoamericano en sus bondades como sus defectos, me refiero a La Vorágine de José Eustasio
Rivera (1888-1940). Escrita con emoción romántica y con vocabulario poético de fibra impresionista, La
Vorágine es la epopeya del mundo tropical hispanoamericano y es, al mismo tiempo, un documento social, una
especie de testamento velado de la bancarrota del sentimentalismo burgués ante la realidad brutal del nuevo
mundo. Rivera, comisionado para llevar a cabo una función gubernativa en las selvas del Amazonas,
desdeñando la objetividad del funcionario, se entregó a vivir y descubrir, sin medida, esa pesadilla de opulencia
vegetal y de corrupción humana que inesperadamente apareció ante sus ojos. Tuvo a su alcance una fabulosa
riqueza de elementos poéticos pero, al manejarlos, olvidó la poesía y escribió a prisa, angustiado, esa vasta
novela, ampulosa, melodramática, compleja.
En La Vorágine tiene sus comienzos un fenómeno que llegará a ser típico en la novela
hispanoamericana: la anulación del hombre bajo el peso de la naturaleza, anulación tan completa que la novela
se ha de convertir en un monumental registro de paisajes, a cual más despiadado en su faena de presentar la
destrucción del espíritu humano. Cada zona llegará a contar con su epopeya del hombre en lucha feroz contra
la naturaleza y cada una de estas epopeyas, sea que ocurra en Brasil, en Venezuela, en el Paraguay, en
Guatemala, en Costa Rica, en Cuba o en México, llevará en sí la historia de una derrota. Las circunstancias
varían, pero en el fondo es inalterable: la naturaleza salvaje se impone al hombre y éste contribuye a su propia
perdición refinando los medios de explotación y homicidio en los parajes que se propone conquistar. A la larga
tendremos un mapa, el mapa de la infamia, donde toda selva, mar, desierto, sierra, estará marcado por una
novela en la que los hombres se desintegran como gusanos y la naturaleza se cierra sobre ellos
implacablemente. Antes de La Vorágine existen ensayos de literatura super-regionalista, pero esos ensayos
carecen de la autenticidad de la novela de Rivera, no tienen una atmósfera de colectiva locura, de contacto
directo con los poderes de destrucción y de compromiso personal en la hecatombe.
Argentina descubre este período una rica veta novelesca de matices naturalistas, regionalistas,
sociológicas y psicológicas. Los novelistas argentinos superaron deliberadamente las limitaciones del
costumbrismo y reaccionaron contra la excesiva europeización modernista. La tradición costumbrista, de raíz
picaresca, evolucionaba ya hacia una seria evaluación de la realidad social argentina en la obra de Roberto J.
Payró (1867-1928), quien, del simple anecdotismo criollista de El casamiento de Laucha (1906) y Pago Chico
(1908), asciende a un tema de trascendencia histórica en sus Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
(1910). Pero es, en realidad, Manuel Gálvez (1882-1962) quien usa la novela para despertar en su patria una
conciencia de americanidad y un fervor humanitario equivalente al de Azuela, Barrios, Rivera y Díaz

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Rodríguez. La significación especial de Gálvez radica en esta cualidad suya de promover debates que, en sus
proyecciones más vastas, van a obligar a las nuevas generaciones argentinas a descubrirse una misión,
reconociendo la gravedad del proceso de materialización y extranjerización que detiene, en un momento dado,
el vuelo cultural del país. Literariamente, el realismo de Gálvez es de significación limitada; pero, desde un
punto de vista ideológico, la parte más idealista y combativa de su obra sobrevive porque introduce ese
tipo de especulación sobre la argentinidad que procurará a novelistas como Eduardo Mallea y a otros
de su misma generación. Sus novelas, La maestra normal (1914) y El mal metafísico (1916), en especial
esta última, se han perdido del todo su actualidad porque precisamente porque, más que novelas, son
documentos del impacto psicológico que sufrió el intelectual hispanoamericano ante los cambios políticos y
sociales de comienzos de este siglo. Gálvez perdura en su sentido de autocrítica, en esa tendencia a enfocarse y
analizarse en su propia generación para, luego, proyectarse hacia el futuro.
La misma ansia de forjar una conciencia de auténtica nacionalidad inspira la obra de otro novelista
argentino, Ricardo Güiraldes(1886-1927), pero mientras Gálvez va en busca de la tara social que le permitirá
aplicar sus teorías en forma especulativa y polémica, Güiraldes, con seguro instinto de artista, busca las
esencias espirituales de su pueblo en lo más vital de la tradición campesina, en las faenas, en las luchas, las
esperanzas, las amarguras, los amores, las supersticiones del resero, solitario habitante de las pampas.
Güiraldes estiliza la realidad que sus contemporáneos fotografiaron. Llega a la novela provista de un
lenguaje forjado en el contacto con la vanguardia poética europea, con una varonil ternura, una amble sabiduría
de tipo popular, un delicado escepticismo. Don Segundo Sombra (1926), su obra maestra, da categoría literaria
a un mito: el gaucho estoico, noble, valeroso, fieramente libre. En su vagabundeo por la pampa se encierra una
concepción de la vida, concepción que no comparten otros pobladores del campo hispanoamericano y que, en
cierto modo, es una versión idealizada pero de base real, de la “barbarie” a que aludió Sarmiento. Es esa misma
“barbarie” pero sin el primitivo salvajismo de la guerra fronteriza; es la sublimación de una postura anárquica
que en el siglo XIX Sarmiento identificó con el reinado de la selva y que Güiraldes, con un entendimiento
intuitivo del alma campesina, transforma en sentimiento de soledad en medio de la civilización moderna. El
personaje de Güiraldes es un solitario. No va por los llanos a deshacer ningún entuerto, va buscándose a sí
mismo, a sabiendas de que en la tierra está el secreto de su armonía íntima. Entre él y su paje de 14 años hay
una relación de ternura primitiva y elemental. No están juntos: van juntos, pero están solos.
A la novela argentina Güiraldes aporta un concepto de elaboración artística, de concienzudo manejo
del oficio literario que predispone contra todo involuntario sentimentalismo. El “aire de tonada” se hace poesía
creacionista en Güiraldes, el colorido de la vida criolla es color subjetivo, impresionista, que va, trasmutado,
de los personajes al mundo que les rodea. De allí la unidad admirable de la obra, su consistencia y su vuelo
poético. Güiraldes, escritor de disciplinado aprendizaje, como lo demuestran sus libros iniciales, Cuentos de
muerte y sangre (1915), Raucho (1917), Rosaura (1922), Xaimaca (1923), le dio a la novela regionalista de su
patria un hálito de belleza universal.

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Quienes explotaron el tema campesino en Argentina después de Güiraldes, sabiamente acaso, se
desentendieron del mito gauchesco y volvieron a ocuparse de seres, problemas y situaciones en un plano de
realidad inmediata. Benito Lynch (1885-1951) sobresale especialmente por la profundidad de sus
caracterizaciones en Los caranchos de la Florida (1916), Raquela (1918), La evasión (1922), Las mal
calladas (1923), El inglés de los güesos (1924), y por su absoluto dominio del dialecto gauchesco en El
romance de un gaucho (1930).
No toda la novela argentina de este período se ocupa exclusivamente del campo ni se encierra en el
marco estrecho del regionalismo. Escritores como Alberto Gerchunoff (1884-1951). Carlos B. Quiroga (1890),
Bernardo González Arrili (1892), Arturo Cancela (1892), ÁlvaroYunque (1893), Elías Castelnuovo (1893),
Alcides Greca (1889) y Pablo Rojas Paz (1896), ponen de relieve aspectos diversos del problema social
argentino utilizando la sátira, la denuncia o el planteamiento político de carácter militante.
De Venezuela sale otra de las contribuciones decisivas al regionalismo de la novela hispanoamericana:
es la obra de Rómulo Gallegos (1884), sin duda, el novelista más importante de su generación. Así como Darío
personificó durante una época la crisis cultural de Hispanoamérica a fines del siglo XIX, así Gallegos encarna
en sus novelas el proceso espiritual y social de nuestro continente en los años de su revolución industrial y de
emancipación económica. Gallegos se mueve entre lo social y lo individual sin artificio y asciende a lo
universal sin perder –en sus mejores momentos- la autenticidad de sus personajes y sin caer en los efectos
forzados que, por lo común, desvirtúan el propósito alegórico. Sus novelas- El último Solar (1920), La
Trepadora (1925), Doña Bárbara (1929), Cantaclaro (1934), Canaima (1935), Pobre negro (1937), El
forastero (1945), Sobre la misma tierra (1947), La brizna de paja en el viento (1952)- muestran una galería
completa de tipos que representan a la sociedad hispanoamericana actual en todos sus múltiples matices y
condiciones. Con este conocimiento de su pueblo, con su justa y alerta evaluación de la historia y su sobria
visión del futuro, Gallegos llega a dar respuesta en su obra a algunas de las preguntas más importantes del
pensamiento político y filosófico hispanoamericano. Estas respuestas, en su mayoría, no entrañan
soluciones, sino que son afirmaciones de una actitud crítica, dramatizadas en apasionantes argumentos y
encarnadas en personajes de sólida condición humana.
He aquí, entonces, el mérito fundamental de una obra como Doña Bárbara: aun cuando literariamente
se le puede hacer reparos señalando lo elemental de sus símbolos y lo premeditado de su tesis, la novela se
salva por su nítida comprensión de un conflicto esencialmente americano que Gallegos extrae del drama
personal de sus caracteres. Gallegos habla de ciudad y campo, de civilización y barbarie, de espíritu y materia
pero, en el fondo, lo que hace es dignificar lo autóctono americano con su fe absoluta en las reservas heroicas
del campesino, del indio y del intelectual de su tierra.
Puede decirse que Rómulo Gallegos es el novelista más representativo de su época porque además de
saberla expresar en sus problemas fundamentales, ha logrado forjar un estilo que constituye la culminación del
modernismo y del realismo, no ya separados artificialmente, sino unidos en sobria armonía artística.
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Entre Gallegos y las generaciones venezolanas más recientes puede señalarse la producción escasa,
pero de alta calidad, de Teresa de la Parra (1891-1936), autora de dos novelas autobiográficas, Ifigenia (1924)
y Las memorias de Mamá Blanca (1929).
Ajena al fárrago de las contiendas sociales, alerta únicamente a la huella que deja en su sensibilidad el
paso de familiares y amistades, preocupada de captar en su esencia los ambientes y paisajes que proporcionan
el marco a una vida de recato elegante y de pasiones a la sordina, no hay en su obra sino medios tonos, suave
ironía, ternura e imaginación controladas. Teresa de la Parra anuncia el advenimiento de una novelística
femenina de gran riqueza psicológica que dará sus frutos más tarde en la Argentina y en Chile, novelística que
en la escritora venezolana representa ya una liberación de los moldes modernistas, a pesar de su subjetivismo, y
un parentesco más cercano con la novela post-simbolista francesa.
Para completar el panorama de esta época regionalista se hace necesario repasar los nombres de
algunos escritores que, relativamente olvidados hoy, contribuyeron, sin embargo, de modo importante al
desarrollo de la novela en sus propios países. Alcides Arguedas (1876-1946) es uno de ellos. En su novela
Raza de bronce (1919) se esconden los gérmenes de la literatura indianista de tendencia social y comienza el
fin de la idealización romántica del indio. Arguedas se documenta y reflexiona; con tensa y sombría emoción
expone un ambiente de lacras sociales y deja, luego, en el aire la protesta y la semilla revolucionaria que
recogerán más tarde escritores como Augusto Céspedes (1904), autor de Sangre de mestizos (1936) y de Metal
del diablo (1946), vibrante acusación contra los magnates del estaño; y Oscar Cerruto (1907) quien también
interpreta la guerra del Chaco en Aluvión de fuego (1935).
La zona del Caribe comienza a ser descrita por escritores de tendencia regionalista que se rebelan
contra el melodramatismo y el costumbrismo del siglo XIX; entre ellos es preciso señalar al cubano Carlos
Loveira (1882-1928), escritor propagandístico, autobiográfico, revolucionario, cuyas novelas, en particular
Juan Criollo (1927), son documentos de encendida crítica social; y a Alfonso Hernández Catá (1885-1940),
también cubano, más amoldado al gusto español de principios de siglo, autor de novelas psicológicas con El
bebedor de lágrimas (1926) y de cuentos de fuerte raigambre regional.

3. El neorrealismo

En los años que cierra la primera mitad del siglo XX la novela hispanoamericana ha
experimentado una evolución que resulta difícil de definir con exactitud. Dos hechos fundamentales deben
tomarse en cuenta a este respecto: primero, la época del super-regionalismo –a la manera de Rivera, Gallegos,
Latorre-, ha concluido definitivamente; y segundo, el estilo de los regionalistas de principios de siglo, forjado
en el modernismo de Darío, no interesa ya a las nuevas generaciones ni les sirve en su búsqueda de una
expresión más auténticamente relacionada con el mundo que les preocupa. De modo que la novedad no ha de
buscarse en las circunstancias anecdóticas o temáticas, sino en un nuevo estilo de escribir novelas que
corresponde, en verdad, a un nuevo estilo de vivir.
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Sería erróneo tratar del regionalismo, en que domina la descripción ambiental, el neorrealismo en que
se busca al hombre proyectado sobre la realidad inmediata. No puede hablarse de un cambio brusco, de una
modalidad que muere hoy y otra que comienza mañana. El desarrollo evolutivo es gradual, sin transiciones
claras, sin negociaciones ni afirmaciones violentas. Con propósito exclusivamente didáctico únicamente
pudiera afirmarse que el nuevo estilo de novelar se acentúa después de 1930, aproximadamente, pero que sus
raíces están ya en obras aparecidas en los primeros treinta años del siglo XX.
La relación de causa y efecto en este caso puede plantearse así: el super-regionalismo, después de
un período pleno de valores positivos–descubrimiento de zonas geográficas que escaparon a la novela del
siglo XIX, gérmenes de una conciencia social, afianzamiento de un estilo, el modernismo, que con su marcado
subjetivismo dio el golpe de muerte a la rutina costumbrista y preparó el terreno para la aceptación de formas
relacionadas con la subconsciencia- fracasó por la exageración misma, propia de una decadencia, de aquellos
factores que significaban su ventaja: sucumbió ante la fascinación de la naturaleza y, olvidando al hombre,
cayó en el pintoresquismo paisajista; dio a la conciencia social del escritor una orientación política sin base
estética; y del lenguaje modernista, rico en metáforas, descendió a un ampuloso amaneramiento descriptivo y a
un abuso de las formas dialectales. Tal fue la causa de su reacción que se hizo sentir lentamente. Veamos
cómo afecta a cada una de las zonas más importantes de la novela hispanoamericana contemporánea.
Desde luego, la llamada “novela de la tierra” ha perdido su énfasis paisajista, enfoca ahora al hombre
del campo no como un elemento decorativo, estereotipado, sino como un ser humano envuelto en toda clase de
complejos pasionales. Su primitivismo es auténtico, no idealizado; su condición aparece descrita con un
realismo crudo que alude sin escrúpulos a su vida sexual, como a su vida económica y social y a sus conflictos
religiosos. Alude también a la oscura necesidad del hombre hispanoamericano de resolver en su vida interior
los problemas de su inadaptabilidad a un tipo de civilización que se le impone desde afuera. Tal necesidad, por
lo demás, se revela también en novelas de fondo urbano y de tendencias psicológicas o filosóficas.
Paulatinamente, esta forma de narración campesina en que se acumulan detalles concretos, va cediendo a otra
forma de novela cuyo objetivo es organizar vastos sistemas de símbolos sociales de contenido universal. En
este sentido, la influencia de novelistas norteamericanos como William Faulkner y John Steinbeck es evidente.
La novela del campo ha debido enfrentarse, asimismo al problema del indio y lo ha tratado alrededor
de los siguientes temas primordiales: la propiedad indígena comunal, el desarrollo del capitalismo agrario
criollo, la explotación del indio, no como individuo racial, sino como trabajador del campo y de las minas, la
maquinaria del gobierno centralista que destruye al indio para apoderarse de su propiedad o vendérsela al
extranjero; la influencia política de la iglesia; y el papel de los intelectuales en las reformas políticas y
económicas destinadas a reivindicar al indio.
Analizando la lucha de intereses en torno a la propiedad de la tierra, los nuevos novelistas abarcan el
problema de la influencia imperialista e, inevitablemente, se ven obligados a ocuparse de fuerzas culturales
foráneas. Aparece, entonces, el extranjero como personaje y su frente económico como un mito no solo de
carácter social, sino también psicológico.
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Pero por encima de asuntos de índole circunstancial y en un plano de realización puramente artística la
novela del campo implica una superación del viejo regionalismo porque busca en zonas del espíritu las raíces
de nuestro desconcierto contemporáneo y porque llega a sugerir un retorno a ciertos valores fundamentales que
pertenecen a la esencia de nuestro pasado autóctono y rural. Estas preocupaciones no son exclusivas de la
literatura de un solo país. Ni son tampoco particulares de un tipo de novela, campesina o indianista, sino que
atañen también a la novela psicológica o social de ambiente urbano este hecho asume decisiva importancia. En
tales corrientes ideológicas, amplias y profundas, y en estos sondeos de los conflictos vitales que afectan al
mundo hispanoamericano en general, se tocan todas las expresiones literarias de hoy, hasta el punto de que
llega a ser inútil insistir en las viejas clasificaciones académicas, pues la “ciudad” ha invadido definitivamente
al “campo” y el “campo” no cesa de fecundar a la “ciudad ” enriqueciéndola con sabia tradicional de una
pureza y de una resistencia, a prueba de todo pragmatismo de última hora.
El conflicto de algunas novelas claves del criollismo, analizado desde este punto de vista, pierde
realidad en un campo cruzado de tractores, de camiones y maquinaria agrícola, cuya propiedad pertenece a una
sociedad anónima que juega sus valores en la Bolsa de Caracas, tanto como en la de Nueva York.
La antinomia de Sarmiento en Facundo sufre un trastrueque cuando los argentinos, por ejemplo,
buscan en la vuelta a la tierra la reconquista de una integridad, de un estoicismo, de una actitud civilizada, que
se perdió en el triunfo del comercio y la crisis del positivismo.
Es artificial, entonces, hablar hoy de una “novela de la tierra” y de una “novela de la ciudad” y más
artificial aún creer que la “novela de la tierra” es la expresión típica del novelista hispanoamericano.
Eliminadas estas viejas fórmulas, el lector común y el crítico buscan en la novela hispanoamericana, cualquiera
que sea su tema, su ambiente y sus personajes, un común denominador de excelencia artística y un
equivalente esfuerzo de comunicación universal.
El ambiente hispanoamericano requiere actualmente la interpretación del novelista que supera todo
localismo, que conoce íntimamente las técnicas y procedimientos de la literatura moderna. No se
puede ya escribir improvisados poemas en prosa sobre colosos como México, Buenos Aires, Lima o
Santiago. El cantor sentimental de los barrios ha perdido su puesto en la literatura. El drama de nuestras
ciudades es más intenso y profundo. Nuestra gran ciudad busca angustiosamente su expresión y cree definirse
en el choque brutal de clase contra clase, en la agonía del solitario acorralado por el mercantilismo extranjero y
la claudicación de los nacionales, en el derrumbe del edificio colonial y en el rascacielos que lo suplanta, en las
grúas y tractores que socavan implacablemente las entrañas del pasado criollo.
El énfasis político en la crítica social ha cedido ante las proyecciones éticas de los conflictos que se
narran. El novelista reacciona como individuo ante las contradicciones sociales, se responsabiliza
personalmente y, antes que buscar la solución hecha de los partidos, quiere arrancarse la verdad desde el fondo
mismo de su conciencia- este trágico compromiso lleva consigo un pesimismo genuino que varía en grados
pero que nunca se falsea pues se trata de un reflejo sincero de la decadencia social en el ánimo abierto del

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escritor; lleva, además, una dureza y un desenfado, casi un cinismo que, recogidos también del ambiente,
ascienden a una categoría artística, en muchos casos poética, en manos del novelista mejor dotado. La gráfica
fórmula del viejo realismo debe experimentar hoy un cambio: ya no es la novela un simple espejo que recorre
los caminos, es un alma la que refleja esos caminos y al reflejarlos absorbe toda la escoria, todo el
sufrimiento, el desconcierto, la sinrazón, y se purga en la confesión desnuda. En esta zona de la novela
hispanoamericana contemporánea, -explotada particularmente por los novelistas de la generación de 1940- el
existencialismo francés, alemán y norteamericano ha dejado una profunda huella. Persiguiendo la línea
existencialista nuestros escritores desembocan en la obra de los grandes maestros de la alegoría moderna.
Si hubiese necesidad de definir esta novelística, cuya mejor época empieza alrededor de 1930 y se
extiende pasado el medio siglo, podría decirse que en ella el hombre de Hispanoamérica ocupa el primer plano,
ya no el ambiente, ya no ocupa el centro de su atención, el hombre angustiosamente afanado en definir su
individualidad y armonizarla con el mundo que le rodea, ásperamente dividido en sus relaciones sociales y
económicas, buscando en medio de trágicas situaciones da respuesta a su necesidad de organizar la vida sobre
bases de justicia social y dignidad humana. Rica en tendencias –realista, psicológica, fantástica- y en
tonalidades- dramática, satírica, evocativa- esta novelística, que responde a un estilo particular de vida,
comienza también a integrarse en un estilo literario propio e inconfundible.
Nombremos a algunos de sus representantes más destacados. Manuel Rojas (1896) representa en Chile
el nexo entre el criollismo y las nuevas formas de novelar. Sus tres obras más importantes, El delincuente
(1929), Hijo de ladrón (1951) y Mejor que el vino (1958), se caracterizan por un profundo poder de intuición
psicológica y por un estilo de sustancia poética con el que se aproxima a los últimos fondos de la miseria y los
hace relucir en una especie de halo místico. Impulsado en sus comienzos por la literatura rusa
prerrevolucionaria y por los ideólogos del anarquismo, conserva intacto un sentimiento de camaradería
proletaria, de excéntrica fraternidad en la miseria, que da a sus relatos una extraña riqueza de sugerencias. Del
sentimiento humanitario Rojas avanza, en sus últimas producciones, a una densa y sólida consideración
filosófica del hombre moderno, de su desorientada angustia, de su búsqueda de expresión y armonía a través de
una responsabilidad social que, en el fondo, encierra el concepto de libertad individual inquebrantable. Junto a
él se destacan también: José S. González Vera (1897), suave y fino humorista, evocador del costumbres
provincianas; agudo, ácido, en sus pequeños cuadros del conventillo chileno; reacio a teorizar, animador
admirable de personajes criollos en Alhué (1928), Vidas mínimas (1923) y Cuando era muchacho (1951);
Salvador Reyes (1899), novelista apreciado particularmente por sus descripciones de Valparaíso y sus historias
marítimas: Tres novelas de la costa (1934), Piel nocturna (1936), Mónica Sanders (1951); Juan Marín (1900-
1963), dinámico narrador de aventuras y fantasías científicas, exponente de un realismo social que supera los
límites del criollismo en Infierno azul y blanco, Paralelo 53, Sur (1936) y Viento negro (1944); Carlos
Sepúlveda Legton (1900-1941), escritor de vena picaresca y sentimental, autor de Hijuna (1934), conmovedora
novela del suburbio santiaguino, La Fábrica (1935) y Camarada (1938); María Flora Yáñez (1901), escritora

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sobria y delicada, cuyo poder de evocación alumbra de misterioso significado el mundo sureño que describe en
obras como El abrazo de la tierra (1933), Espejo sin imagen (1936), La cenizas (1942), Juan Estrella (1955);
Lautaro Yankas (1901), novelista de raigambre popular quien, en prosa de recios valores pictóricos, pinta las
regiones sureñas de Chile, sus indios, sus campesinos, sus cazadores: Flor Lumao (132), La ciudad dormida
(1943), El vado de la noche (1955); Rubén Azócar (1901-1966), intérprete de la vida de los chilotes en una
novela de valores poéticos y de rico fondo folclórico: Gente en la isla (1939); Marta Brunet (1901), renovadora
del criollismo en sus primeras obras, afirma hoy su prestigio en novelas de audaz interpretación psicológica y
resonancias líricas: Humo hacia el sur (1946), María Nadie (1957); Daniel Belmar (1906) en cuya novela
Coirón (1952) se combina un nostálgico impresionismo del paisaje con la aguda caracterización de los chilenos
que viven en la Argentina; Benjamín Subercaseaux (1902) ensayista y narrador de gran vuelo en Jemmy
Butron (1950); Luis Enrique Délano (1907), dedicado a los temas del mar, fantásticos y legendarios en Viejos
relatos (1941), y Gonzalo Diego (1906), autor de una vigorosa novela sobre la vida en cuarteles: Purgatorio
(1951). Completan el cuadro de esta generación: Jacobo Danke (1905), Nicasio Tangol (1906), Leoncio
Guerrero (1910), Francisco Coloane (1910), Oscar Castro (1910), Enrique Araya (1910) Alejandro Gaete
(1918).
Una generación posterior, a la cual me siento íntimamente ligado con mi propia obra de creación,
imprime nuevos rumbos a la novela chilena. Los novelistas de la llamada generación del 38 acentúan la
tendencia social y muestran homogeneidad tanto en los asuntos que le interesan, como en técnica y estilo: el
neorrealismo adquiere una tonalidad lírica y sentimental en la obra de Nicomedes Guzmán (1914-1966) y es
épico en Reynaldo Lomboy (1910), fundamentalmente político en Volodia Teitelboim (1916) y Baltasar
Castro (1919), psicológico en Luis Merino Reyes (19123) y en Guillermo Atías (1917), y lírico, experimental,
en Luis Doguewrt (1915). La promoción que sigue a la del 38 reacciona contra este funcionalismo social y se
inclina hacia un esteticismo trascendente de base mitológica. José Donoso (1925), Enrique Lafourcade (1927),
José Manuel Vergara (1929), Jorge Edwards (1930), representan mejor que otros la multiplicidad y
complejidad de orientaciones de la generación del 50.
El guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899) es otro de los novelistas de tendencia social cuya obra
se destaca nítidamente en la literatura hispanoamericana posterior a 1930. Su posición consistentemente
analítica le ha salvado hasta ahora de caer en la propaganda a pesar de sus fuertes tendencias políticas. El señor
Presidente (1937), cuadro clínico del caudillismo centroamericano, no es un panfleto; por el contrario, su
significación radica en la elaboración artística que ha hecho el autor para dar cuerpo a un símbolo valiéndose
de un hecho que en sí no pasa de ser un fenómeno local. Los caracteres de Asturias viven en varios planos:
representan figuras verdaderas de la política de su tiempo, o pueden ser considerados como prototipo y, en
última instancia, suelen asumir el complejo y misterioso poder del mito que no ha perdido, en el fondo, su
dramática humanidad. En este último sentido se mueven hacia la consecución de un destino que no pueden
cumplir sino por medio de la transfiguración mitológica. La mayor parte de los caracteres en El Señor

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Presidente son seres de un primitivismo esencial y básico en el cual Asturias parece ver la condición
indispensable de la salvación individual en un sentido metafísico. Arévalo Martínez le preparó el camino y por
esa huella de desenfrenada fantasía, de pesadillesco realismo, con la perspectiva de una cultura europea y la
intuición de un ojo maya, Asturias añade un elemento más, desdeñado por el modernista: la conciencia de
nacionalidad.
Esta conciencia se va a transformar, en obras posteriores de Asturias, en identificación con el mundo
mitológico de los mayas. Hombres de maíz (1949) es, en este sentido, su obra de mayor envergadura, aunque
no la más lograda; novela o, mejor dicho, poema en prosa, de compleja estructura, de estilo difícil,
recargado de símbolos, sujeto a variadas y contradictorias interpretaciones. Sus grandes temas son la venganza,
la fertilidad, la muerte y el naturalismo. Alrededor de estos temas Asturias teje episodios que abarcan la
historia económica, política y social de Centroamérica. Sus novelas antiimperialistas – Viento fuerte (1950), El
papa verde (1954)- poseen mayor significación histórica que literaria.
Sus símbolos se tornan artificiales, su lenguaje aparece como una nebulosa de metáforas surrealistas,
sus personajes –en especial los norteamericanos- carecen de dimensiones humanas, son simples vehículos que
el autor maneja para ilustrar sus ideas.
El aporte de Asturias a la novela hispanoamericana está en el realismo febril con que dramatiza una
época de decadencia social y en la espléndida arquitectura barroca de sus mitos mayas encarnados en la actual
población campesina de Guatemala.
Entre los novelistas surgidos durante los años de gobierno revolucionario en Guatemala es necesario
destacar a Mario Monteforte Toledo (1911), cuya obra, por su realismo directo y su nítida estructura, ofrece un
claro contraste frente a la de Asturias. Sus novelas –Anaité (1940), Entre la piedra y la cruz (1948), Donde
acaban los caminos (1953)- encierran una obstinada y amarga verificación de los males de su patria y, en
particular, de la condición explotada de las masas rurales.
Otros novelistas centroamericanos han descrito también con descarnado realismo y técnicas narrativas
de avanzada los problemas sociales y económicos de sus respectivos países. Unos se inclinan hacia la literatura
de significado político como el nicaragüense Hernán Robledo (1895); el dominicano Andrés Requena (1908-
1952), y el costarricense Carlos Luis Fallas (1911-1966). Otros buscan el turbulento fondo tropical para
sutiles historias pasionales, audaces aunque veladas críticas de carácter social, como el panameño Rogelio
Sinán (1904). Dentro del escaso desarrollo que ha tenido la novela en Puerto Rico, tres obras de Enrique
Laguerre son dignas de señalar: La llamarada (1935), Solar Montoya (1941) y La resaca (1949).
El uruguayo Enrique Amorim (1900-1960) forma parte de un grupo de novelistas que, partiendo de la
tradición líricamente gauchesca de Güiraldes, se propone descubrir bajo la contextura del mito una armazón de
carne y hueso. En cierto modo, deshacen el camino de Güiraldes quien, acaso sin proponérselo, debió seguir la
ruta del gaucho desde los tiempos de la mazorca y las páginas candentes de Facundo y Amalia, a través de la
copas de Martín Fierro, para encontrarse al final con su sombra hecha de misterioso estoicismo y que, en

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verdad, es una abstracción poética. Amorim busca esa abstracción en su propio ser y no la encuentra. En su
lugar, descubre a un hombre atado por toda clase de lazos a un falso concepto de civilización que, por rutina,
identifica con las normas de vida ciudadana en oposición a la vida del campo. Pero ese hombre siente en las
entrañas de su ser el impulso de descubrir su destino en una conjugación total con las fuerzas de la naturaleza.
Para Amorim y otros escritores uruguayos y argentinos de su generación y de una generación posterior, el
pensamiento de D.H. Lawrence asume carácter de axioma: el hombre no encuentra la felicidad sino al
descubrir su armonía con la mujer y la naturaleza. En las novelas de Amorim una y otra vez –a manera de leit
motiv- confunden su acción y su sentido el amor sexual y el amor de la tierra. Cuando el hombre, conquistado
por los elementos desatados de la naturaleza, sale a combatirla a sabiendas que en ese combate, en la eternidad
de ese combate, se halla la razón misma y el equilibrio de su vida, ese hombre ha sucumbido ya a la mujer, al
ritmo del amor que lo dobla y lo domina a la vez que le proporciona la satisfacción del triunfo. Hay en las
novelas de Enrique Amorium –La carreta (1932), El paisano Aguilar (1934), El caballo y su sobra (1941)-
una concepción sensual de la tierra, un ennoblecimiento de lo más puro y simplemente vegetativo de la
existencia del hombre en el campo, todo lo cual alcanza, en su culminación, relieve panteístas. Cuando
Amorium teoriza y trata de propagar ideas políticas en forma de alegoría no convence. Sus críticas pierden
corporeidad. El mundo que les corresponde es el de la penumbra provinciana, su lenguaje es el del instinto, no
el diálogo de las asambleas.
Dos novelistas han revolucionado la novela uruguaya en los últimos años: Carlos Martínez Moreno
(1917) y Mario Benedetti (1920). En sus obras está perdida definitivamente la marca sentimental del
criollismo campesino. Muévense en un mundo de excéntricas contradicciones siempre iluminado interiormente
por una llama de ironía; aunque no abandonan del todo las normas del relato tradicional, se advierten el
lenguaje de ambos la familiaridad con la novela experimental europea y norteamericana.
El novelista argentino Eduardo Mallea (1903) participa también de la concepción lawrenciana del
hombre en sus relaciones con la naturaleza. Con Mallea la novela argentina del campo asciende de una simple
descripción de la vida rural a la interpretación de ciclos históricos, en este caso del latifundismo con su
renuncia ante las fuerzas que, naciendo de la tierra misma, se encarnan en la imagen de un agricultor
consciente de su destino y del de su país. Sin embargo, no todo en la novela de Mallea es positiva respuesta a la
pregunta del argentino contemporáneo. Todo verdor perecerá (1941), por ejemplo, es más bien lo contrario.
Esta novela debe su consistencia a la imagen que presenta de la fusión del ser humano y de la naturaleza en un
proceso crítico de fuerzas en derrota, de voluntades en violento choque destructivo. Para Mallea el conflicto
básico de sus personajes es el de una sequedad espiritual que se relaciona con una falta o incapacidad de
comunicación provocando la quiebra de todos los valores. Este aislamiento fatal, disimulado bajo la capa
espléndida del progreso materialista, conduce al individuo a la pérdida de su fe y a la aceptación instintiva de
un simulacro de bienestar. Los caracteres de Mallea vagan por las calles de las grandes ciudades especulando
sobre su desamparo –La bahía de silencio (1940)- buscando sus raíces perdidas, definiendo la “argentinidad”,

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luchando por conquistar el ritmo de un avance personal y colectivo, encarándose a otros seres para compartir
así su grado de responsabilidad en la derrota, sin llegar jamás a una solución final y decisiva. A este
desgarramiento moral corresponde la aridez trágica de la tierra donde se desarrolla Todo verdor perecerá. La
esterilidad del hombre y de la mujer en su febril distanciamiento adquiere forma en la costra gris de la planicie
que los ahoga enloqueciéndoles. La muerte les toca por igual, matando a uno, anulando al otro; no sin que
antes se haya vislumbrado, a través de la miseria angustiosa del espíritu y de la tortura de la carne, la luz de una
posible salvación. Mallea no posee una concepción clara del arte de novelar. Como Manuel Gálvez, su
precursor, impresiona más por las preguntas que plantea que por el camino recorrido hasta plantearlas. Su obra
es, así, una imponente masa analítica, o bien, una densa disección psicológica.
Ernesto Sábato (1911) es uno de los novelistas de mayor actualidad en Argentina. En El túnel (1948),
Sábato comenzó su incursión por zonas oscuras de la conducta del hombre moderno, aludiendo a
misteriosas culpas y a impulsos racionales que lo llevan ineludiblemente a una especie de trampa filosófica.
Descarnado y violento, en esa primera novela, Sábato se dirigía al lector no para invitarlo a especular, sino para
empujarlo, remecerlo y acabar en frenética polémica con él. Sobre héroes y tumbas (1962) representa la
madurez de su arte literario. Sábato aparece como un neorromántico, manejando símbolos y mitos que
van más allá de una significación puramente nacional, ya que aluden a los problemas éticos y sociales de
toda la humanidad contemporánea. Del romanticismo gótico europeo parece haber heredado una predilección
por la literatura maldita expresada en estilo barroco. Un episodio de su novela, “Informe sobre ciegos”, llega a
una altura de alucinación y desvarío poético solo comparable a Los cantos de Maldoror. Escritor de fantasía
desorbitada, de imponente fuerza argumentativa, ingenioso, irónico, pero tierno y sobriamente sentimental
también, Sábato es, pasada la mitad del siglo XX, una fuerza intelectual de amplia y profunda influencia en
toda Hispanoamérica.
Aunque no sea sino brevemente es imprescindible aludir aquí a la obra de un escritor argentino que se
ha destacado especialmente en el campo del relato breve y del ensayo: Jorge Luis Borges (1899), autor de
Ficciones (1944) y La muerte y la brújula (1951). Su curiosidad sin límites, su imaginación brillante y su
familiaridad con lo más excelso de la literatura fantasista y psicológica europea, le llevaron a descubrir
caminos que las jóvenes generaciones de narradores argentinos siguen con evidente provecho.
Apartándose de la tendencia analítica pero sin amenguar la intensidad de su preocupación por el
significado ético del concepto de “argentinidad”, Juan Goyanarte (1900) ha realizado dos intentos épicos en el
campo de la novela: Lago argentino (1946) y Lunes de carnaval (1952). Juan Carlos Onetti (1909), uruguayo,
autor de Tierra de nadie (1939) y La vida breve (1950), da forma a una narrativa densa, turbulenta de
amargura, construida en múltiples planos que se integran en una visión vertical de la realidad.
Paralelamente a la tendencia especulativa de estos escritores se desarrolla en la Argentina una literatura
neorrealista de vigorosa crítica social. Dos nombres sobresalen: Ernesto L. Castro (1902) y Alfredo Varela
(1912-1984). Los isleros (1943) de Castro es una épica narración de la vida de los colonizadores en las islas

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del río Paraná; Desde el fondo de la tierra (1947), por otra parte, describe la afanosa aventura de un antihéroe
que llega hasta el Chaco a participar en un programa de colonización y regresa derrotado. En Campo arado
(1953) Castro trata un tema que preocupó también a Mallea: es la historia de tres generaciones y de su
actitud frente a la tierra. Varela da a conocer en Río oscuro (1946) la explotación de que son víctimas los
mensús en los campos de yerba-mate del Paraná.
Con la publicación de Los premios (1960) y Rayuela (1963) Julio Cortázar (1914) se ha
convertido en uno de los más sólidos valores de la novela argentina contemporánea. Audaz experimentador de
técnicas literarias, Cortázar llamó la atención primero por la pureza y nitidez de sus cuentos: Bestiario (1951),
Las armas secretas (1959), Historia de cronopios y de famas (1962). Los premios es un libro atravesado por
una ironía subterránea, devastadora, que anuncia el desgarramiento interior que forma la médula de Rayuela:
documento cruel, feroz, de una generación que flota en las aguas negras de una decadencia sin fronteras.
Frenético, desesperado, Cortázar evoca el mundo de una juventud nacida para crear bellas imágenes y ocupada,
por el momento, en abrirse paso por una ciudad de alcantarillas. Su arte está marcado por un tono de personal
angustia, inconfundible, voz de guardabosque perdido entre sombras que ama pero que no reconoce, o que ama
y castiga, voz que busca insistentemente, gravemente, algunos ecos, dispuestos ya en los muros de la ciudad de
origen. Es posible que Marechal, Borges y Sábato hayan señalado este camino de Cortázar en la literatura
argentina. El otro, el camino que avanza de cuadro en cuadro en su sangriento juego de Rayuela, ése lo sigue
solo, sin guía y, posiblemente, sin meta.
En los últimos años, dicho sea de paso, se ha revalorado la obra de Leopoldo Marechal (1898). En su
novela Adán Buenosayres (1948), Marechal crea un mural de complejo diseño cruzando con fuerza mítica los
sueños, esperanzas, revelaciones y caídas de una generación heroica.
En otro plano señalar también la significación de Marco Denevi (1922). Hay mucho de magia en sus
novelas, Rosaura a las diez (1955), Ceremonia secreta (1960), en sus fábulas y obras de teatro. Denevi ve el
mundo y las gentes no en la dimensiones que todos conocemos, sino por debajo de esas dimensiones, allí
donde los objetos reales adquieren presencia humana, mientras los hombres se desdoblan. Pinta con trazo
caprichoso. Ve la poesía que irradia el ser humano en sus ratos de tranquila angustia. Cualquiera cosa le basta
para que, mirando a través del hombre como si el hombre fuera una grieta en alguna pared del mundo, ve a la
vida vibrando a veces con honda y seria ternura.
Son numerosos los novelistas argentinos contemporáneos que merecen la atención de la crítica y del
lector; en una visión panorámica no cabe sino señalar algunos otros nombres: José Bianco, Adolfo Bioy
Casares, Bernardo Kordon, Bernardo Verbitsky, Beatriz Guido, David Viñas y José Chudnovsky.
Augusto Roa Bastos (1917) se ha consagrado como el escritor más importante de Paraguay en la
actualidad. Novelista, cuentista y poeta, refleja en su obra el profundo drama social de su país. Vive en la
argentina, donde su obra ha obtenido amplio reconocimiento. Su novela Hijo de hombre (1959) encierra un
mensaje de vasto contenido humanitario. Concebida como un retablo que, de panel en panel, despliega los

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sacrificios de la nación paraguaya, primero en un plano, luego en otro y en otro, como si la visión objetiva del
pueblo rectificara obstinadamente la visión subjetiva, distorsionada a través del recuerdo, del narrador, Hijo de
hombre es una épica defensa de los valores humanos ante la carga implacable de la explosión económica, los
prejuicios sociales y la persecución política que constituyen la marca de los regímenes dictatoriales. Puede
decirse también que hay en esta novela un factor lírico de primaria importancia y una sublimación de la materia
anecdótica a través del símbolo de la Pasión de Cristo hecho hombre.
Sencillo y profundo en su arte de narrar, Roa Bastos nos revela la acción oculta que ejercitan el
hombre y la naturaleza y que se resuelve en su novela en una cópula de misteriosa grandeza dramática. En ello
reside el dinamismo de su creación literaria y el amplio movimiento de su narrativa. De gran significación es,
también, el uso del idioma guaraní que Roa Bastos combina en forma maestra en los diálogos de su novela.
En 1934 apareció en el Ecuador una novela que marca el fin de la tradición indianista romántica y la
culminación de una nueva tendencia indigenista caracterizada por un lenguaje de brutal realismo, por un
propósito de intensa crítica social y una ideología revolucionaria cercana al marxismo. Esta novela, titulada
Huasipungo (1934), fue la segunda obra de Jorge Icaza (1906). En su primer libro, Barrio de la sierra (1933),
colección de cuentos, Icaza había experimentado ya con algunos de los temas que serán preponderantes en su
obra futura: la explotación del indio a manos de latifundistas, clérigos, autoridades gubernamentales y falsos
líderes de extracción popular. En Huasipungo surgen como siluetas recortadas en piedra, sin perspectiva ni
complejidad psicológica alguna, las figuras típicas de este horroroso mundo que describe Icaza. Un camino en
construcción asume paulatinamente la fuerza de un mito. Es el eje en torno al cual gira la tragedia del indio.
Otros objetos se transmutan igualmente: el agua, el trigo, los diezmos, la pequeña tierra del campesino, su
hogar, el huasipungo. En medio de ellos se mueve la familia indígena con mecánica inconsciencia, con patética
aceptación de su destino, Icaza narra una simple historia: el indio es despojado de sus tierras por una fuerza
enemiga que no comprende y a la que no puede oponerse sin acarrear sobre sí y sobre los suyos un
castigo salvaje. Para ilustrar la impotencia y el desamparo del indio, así como la crueldad de los explotadores,
Icaza acumula incidentes de extrema morbosidad. Es obvia su intención: sacudir al lector con imágenes
directas, no discutir con él ni predicarle; romper, en cambio, su apatía a golpes y conmoverlo hasta la
desesperación. Tal procedimiento encierra un arma de dos filos: la exageración de sus descripciones repugna,
de la piedad se pasa al desconcierto y al disgusto; se pierde de vista la razón de su rebeldía.
El propósito de convencer por el horror se agudiza en sus libros siguientes –En las calles (1936),
Media vida deslumbrados (1942), Huairapamushcas (1948)-, la trama se convencionaliza, los personajes se
aplastan y endurecen, ya no son sino figuras de barro en trágicos ademanes. Con excepción de Cholos (1938),
novela en que Icaza presenta a sus personajes en más de una dimensión psicológica, todas sus novelas y
cuentos revelan un misterioso vacío allí donde puede estar el alma del indio. Las emociones básicas del amor,
la ternura, el dolor, son estallidos animales en el mundo primitivo de Icaza, formas de expresión exclamativas
propias de un coro trágico, exhalaciones colectivas que rara vez alcanzan la cualidad del sentimiento
individual.
82
Consciente, al parecer, de estas limitaciones, Icaza trató de resolverlas y superarlas en Cholos (1938) y
en El chulla Romero y Flores (1958). Con la armazón de una parábola Icaza usa los mitos que antes flotaban
como fuerzas desatadas: el latifundista aristócrata arruinado, el capitalismo de origen popular, el intelectual
revolucionario, el cholo y el indio, funcionan de acuerdo con una idea preconcebida que no perjudica la
humana condición del drama en que participan. Icaza ve el camino de la salvación para su patria en una
trinidad de fe, pasión y heroísmo, representada por el intelectual, el cholo y el indio. Lo importante es que el
proceso de salvación del indio y el despertar del cholo asumen ahora un carácter profundamente espiritual. El
mérito artístico de las novelas de Icaza seguirá discutiéndose, pero no su valor de documento social, su fuerza
propagandística ni su trascendencia histórica como alegato revolucionario.
La obra de Jorge Icaza es parte de un vasto movimiento novelístico ecuatoriano iniciado en 1930 con la
publicación del volumen antológico Los que se van. En los cuentos que contiene este libro y cuyos autores
fueron Joaquín Gallegos Lara (1911-1946), Enrique Gil Gilbert (1912) y Demetrio Aguilera Malta (1905) se
observan ya los gérmenes del realismo social de Icaza. Preocupados intensamente por los problemas del
Ecuador los jóvenes cuentistas salieron a romper lanzas contra el costumbrismo inofensivo de la generación
pasada. Los motivos y temas básicos, sin embargo, venían estereotipados desde su incubación: la lucha del
indio no resulta de una crisis individual desarrollada con profundidad psicológica que complemente la
descripción precisa del ambiente; es una condición fijada a priori en la cual los personajes también juegan un
papel asignado de antemano.
Nuevos escritores se unieron al grupo de Guayaquil y todos en conjunto contribuyeron, a la postre, a
darle a Ecuador una nueva novela estructurada sobre bases modernas, más humanas, más variada, menos rígida
y cuyo objetivo fundamental fue el de interpretar la realidad del país –costumbres, paisaje, lenguaje- con un
arte esencialmente dinámico y social, en el que se ven las huellas de la novelística rusa y norteamericana del
siglo XX. Dos de los autores de Los que se van ensayaron con éxito la novela: Aguilera Malta en Don Goyo
(1933), Canal Zone (1935) y La isla virgen (1942), y Gil Pareja Diez-Canseco (1908) quien se acercó más a un
ideal de novela en que los fundamentos sociales no dañen la expresión artística ni la limiten en marcos locales.
Pareja demuestra un amplio dominio del lenguaje; su prosa es gráfica y, a ratos impresionista, sin perder la
sombría cualidad de su sentido lírico. Su sensibilidad le permite calar hondo en sus personajes dando especial
relieve a las figuras femeninas –El muelle (1933), Las tres ratas (1944)-, sin perder un equilibrio básico que es
la característica de su arte realista.
A su lado deben citarse los nombres de José de la Cuadra (1903-1941), autor de una vigorosa novela
regional, Los Sangurimas (1938); Humberto Salvador (1907), escritor de temas sociales en Camarada 1933),
Trabajadores (1935) y Noviembre (1939); Jorge Fernández (1912) autor de Los que viven por sus manos
(1951), y Adalberto Ortiz (1914), cuyas obras Juyungo (1943) y La mala espalda (1952) combinan el realismo
social y una novedosa técnica narrativa.

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Un año después de la aparición de Huasipungo publicó su primera novela Ciro Alegría (1909-1967),
una de las figuras dominantes en la literatura peruana contemporánea. Frente al realismo descarnado de los
ecuatorianos la novela de Ciro Alegría, La serpiente de oro (1935), sorprendió por su placidez lírica, su
recatado sentimentalismo y su deliberada sobriedad. sin un argumento definido, ni caracteres memorables, el
autor echa mano de leyendas y cuadros costumbristas para dar un marco al verdadero héroe de su historia: el
río Marañón. Como en las obras de Gallegos, el hombre sucumbe en la búsqueda de su unidad con la
naturaleza. Lo sorprendente en la novela de Ciro Alegría es la calidad humana de sus indios: estoicos,
reflexivos, dignos, ofrecen un agudo contraste con los indios de la novela ecuatoriana. Este hecho se hace
aún más notable en su siguiente libro: Los perros hambrientos (1938), narraciones sobre campesinos de
la sierra peruana en una época de mortal sequía. La falta de unidad en la obra no la perjudica, por el contrario,
aumenta su misteriosa fascinación, su calidad sinfónica, en que los movimientos se marcan sutilmente por
medio de minúsculos dramas y aventuras. Ciro Alegría consigue aquí una perfecta identificación del ser
humano con el paisaje, un equilibrio de valores pictóricos y psicológicos que alza la narración a un plano de
clásica belleza. En su lenguaje se acentúa las tendencias líricas. Mientras los ecuatorianos abusan de la
violencia del primitivismo psicológico y del dialectismo local, Ciro Alegría describe líricamente y narra sin
prisa, acumulando riquezas folklóricas, tradiciones, cuentos, iluminando el alma de los indios, sus acciones y
sus palabras con una dimensión filosófica inesperada.
Los ecuatorianos le superan en fuerza expresiva, él les supera en profundidad y en lirismo, cualidades
éstas de significación universal.
En 1941 aparece su novela más importante, El mundo es ancho y ajeno. Utilizando un tema ya
esbozado en Los perros hambrientos, Ciro Alegría concibió una novela como un mensaje de reivindicación
indígena envuelto en una historia densa, sólida, épica, de opulento fondo folklórico y costumbrista, con la idea
de libertad resonando a manera de un solo patético y desesperado. La pequeña comunidad indígena, que es el
núcleo de la narración, es representativa de los indios del Perú y símbolo de las razas oprimidas del mundo
contemporáneo. La técnica literaria deriva de La montaña mágica de Thomas Mann. Ciro Alegría parafrasea a
Mann en sus divagaciones sobre la relatividad del tiempo y sobre la necesidad de narrar en tempo lento, pero
reemplaza las extensas elucubraciones filosóficas del novelista alemán con apartes anecdóticos de variado
carácter. El ritmo fundamental se rompe a menudo en El mundo es ancho y ajeno para dar entrada a personajes
secundarios y permitir que el autor intercale episodios sin relación directa con la trama principal. En general, la
novela muestra una superabundancia de caracteres, no todos debidamente individualizados, y un recargo de
material narrativo que no siempre ayuda a mantener la atención del lector. Este ímpetu narrativo de Ciro
Alegría, aún dentro de su desorganización, crea, a la larga, un curioso efecto dramático y da a la novela un peso
de masa en movimiento que complementa la trascendencia del mensaje, Ciro Alegría es, fundamentalmente, un
poeta que escribe en prosa, de ahí sus momentos de extraordinario lirismo en que da vida alucinante a una
anécdota, a un paisaje o a una figura humana. Su obra se mueve, así, a golpes de inspiración; se desplaza entre

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mares de gentes y lugares, como un cuerpo lento, plácido, sentimental. La fuerza de su mensaje está, quizás, en
esa especie de primitiva insistencia, profundamente sincera, con que sus personajes constatan a diario su
desamparo y rehúsan entregarse a la desesperación.
El novelista más importante del Perú en la actualidad es José María Arguedas (1911-1969), nacido en
el corazón mismo del mundo quechua, humanitario y fabulista como Ciro Alegría, mágico, primitivo en la
interpretación del mundo misterioso de las sierras andinas. Arguedas describe sus ambientes con prolija
objetividad y economía de elementos; no se desborda jamás; una impresión superficial pudiera confundir su
lenguaje con el de un etnólogo y arqueólogo. Y, de pronto, eso que pudiera ser un catálogo de iglesias, de
plazas, muros, artesanados y ruinas, se pone a vivir independientemente. No es un ardid literario, no es un afán
de estilo ni la acción de trasponerse para sumergirse en el fondo subconsciente de un pueblo. Arguedas ve así
el mundo de sus antepasados y así lo expresa. Su magia es esencialmente la magia de una mentalidad primitiva,
iluminado por los ornamentos regios de un humanismo español y cristiano. Arguedas habló primero quechua y,
más tarde, crecido ya, aprendió el español, algo extraño, fascinante en su complejo significado estético y
lingüístico, aconteció en el proceso: como si su idioma español viniera poblado de vocablos fantasmas,
duendes que, al tocar las palabras, despertaran toda clase de mágicas reverberaciones. Arguedas, el autor de
Los ríos profundos (1958), es el representante máximo del nuevo realismo mágico hispanoamericano. Hoy
leemos a Arguedas pensando que así deben haber leído en España al Inca Garcilaso en el siglo XVII.
En años recientes, después de 1960, se ha destacado con notable rapidez otro novelista peruano: Mario
Vargas Llosa (1936). En La ciudad y los perros (1963) y La casa verde (1966) Vargas Llosa narra con
realismo directo, en muchas ocasiones brutal. Tiene la visión feroz, secreta, intensa, pero seca, de cierta novela
francesa contemporánea: la distorsión metafórica que resulta de sus ambientes y personajes desconcierta, nos
hace mirar y reconsiderar los hechos hasta convencernos de que allí se encierra una profunda experiencia
humana.
La novela mexicana, mientras tanto, ha cerrado ya su ciclo histórico de la revolución, deja de ser
testimonio presencial para convertirse en crónica evocativa o en densa argumentación acerca de un
proceso social cuyas consecuencias han dejado ya su sello definitivo en la fisonomía del país. La anécdota
revolucionaria ha perdido su dinamismo. La idea de la Revolución, extendida y profundizada hacia múltiples
zonas, prende, en cambio, fuegos inesperados. La novela mexicana analiza ahora un estado de conciencia en
planos colectivos e individuales; caracterizados de pensar y de actuar, no ofrece respuestas. ¨Pone el diseño de
la revolución bajo un vidrio de aumento y lo diseca paciente y concienzudamente, con un ojo puesto en la
angustia desolada de las nuevas generaciones. Identificada con un país de admirable ímpetu progresista, la
novela mexicana actual no es, sin embargo, ni una novela optimista ni una novela revolucionaria. La novela de
hoy es producto de una clase media intelectual firmemente adherida a las conjeturas filosóficas y metafísicas
de la Europa de postguerra es joyceana, kafkiana, faulkeriana y existencialista, sin perder sus raíces
vernaculares, ni desentenderse completamente del complejo de la Revolución de 1910, que la persigue como

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una sombra, asediándola y provocándola. Superadas las circunstancias ideológicas que fueron el complemento
de la revolución, la literatura mexicana –no sola la novela, sino también la poesía y el ensayo-, se aparta del
regionalismo superficial, desdeña los falsos conflictos del oportunismo político y se enfrenta con algo de
desesperación ritualística a las dos cabezas que le dan su ser: la indígena y la occidental. Esta confrontación
acontece en un clima de remordimientos, de ansias, de recelos, de violencia sofocada. Ella impone un estilo
literario que poca relación guarda con el estilo de Azuela, Guzmán o Romero. Es el estilo denso de la carga
metafísica, en contraste con el estilo esquemático de la carga política; es un estilo literario aplicado a un
mundo de seres que han perdido conciencia de su organización a través de la historia y que, bajo el acicate de
un confuso sentido de condenación, la buscan y la rehúyen al mismo tiempo. Pudiera decirse que, en cierto
modo, esta novela mexicana, como la argentina, la peruana, la chilena y la novela del Caribe, de pronto viene a
toparse cara a cara con la vieja antinomia romántica, la discordia que nos persigue desde la Colonia, el duelo
entre la civilización occidental y el primitivismo americano, que ahora asume un grado de profundidad
inusitada, pues el combate se libra en la conciencia individual y el desenlace no es de naturaleza política, sino
de salvación o desesperación individual.
Un análisis detallado de la novela mexicana posterior a 1930 debe enfocar especialmente la obra de
Agustín Yáñez (1904), en cuya novela Al filo del agua (1947) se compendian las nuevas tendencias y se perfila
el estilo poético de la época postrevolucionaria; debe detenerse asimismo en las novelas de escritores más
jóvenes como José Revueltas (1914), narrador poderoso, angustiosamente interesado en arrancar un sentido
de secreta adversidad a los hechos comunes, Los días terrenales (1949), y en observar las tenebrosas honduras
del subconsciente indígena para definir su concepción de la violencia y de la muerte en El luto humano (1943);
Juan Rulfo (1918), cuentista y novelista alucinado por corrientes de violencia, sensualismo y mitología, que se
encarnan en imágenes comunes del campo mexicano y se reencarnan en símbolos de una superrealidad ilógica,
enemiga y trágica. Su novela Pedro Páramo (1955) marca una nueva etapa en la obra de su generación.
Después de 1950 es Carlos Fuentes (1929) quien contribuye de modo más dinámico al desarrollo de la
novela mexicana. Su primera novela, La región más transparente (1958), se caracteriza por un marcado intento
de experimentación técnica a través del cual, sin embargo, consigue fijar imágenes realistas y gráficas de los
diversos sectores sociales del mundo mexicano contemporáneo. En Las buenas conciencias (1959) abandona la
técnica del contrapunto y de la asociación libre de ideas para narrar ceñido a normas de objetividad intachable;
el resultado es un ataque profundo a la hipocresía y al oportunismo de la vieja burguesía provinciana. La
muerte de Artemio Cruz (1962) es su novela más madura. La visión del pasado revolucionario de México a
través de un moribundo aparece rigurosamente delineada por la tensión de un lenguaje poético cargado de
símbolos y de experiencia directa de la vida. Los límites de la técnica y las proyecciones de su pensamiento
social alcanzan en esta obra un sólido equilibrio.
Con Luis Spota (1925) revive la tradición realista y picaresca, pero hoy vitalizada por una técnica
narrativa rápida y efectista y por una crítica directa de costumbres sociales en novelas como Murieron en mitad
del río (1948) y Más cornadas da el hambre (1932).
86
Pero no son solo el Ecuador, el Perú y México quienes reaccionan contra el regionalismo; similares
tendencias de renovación neorrealista aparecen en Colombia, Venezuela y Cuba. En Colombia sobresalen
durante este período: César Uribe Piedrahita (1897-1953), novelista de crítica social en Mancha de aceite
(1935) y Toa (1934); Eduardo Zalamea (1907), cuya novela Cuatro años a bordo de mí mismo (1934) se
destaca por su novedoso uso de la fantasía en un tema típicamente regional; Eduardo Caballero Calderón, autor
de El Cristo de espaldas (1952), libro airado, tenso de cólera, hecho de luces y sombras en una realidad
goyesca; la violencia es aquí más que un factor dramático: es la marca de una época que empuja al hombre a
un reexamen de sus valores éticos fundamentales; Manuel Mujica Vallejo (1924), creador de patéticas
imágenes en una “villa miseria”, Al pie de la ciudad; y Gabriel García Márquez (1928), en cuya novela El
coronel no tiene quien le escriba (1957) estiliza la narrativa de la violencia hasta conseguir una dura y honda
semblanza de los jubilados del mundo y de la desesperación provinciana. La angustia de García Márquez tiene
mucho de improperio y de furia interior.
Cuba empieza a renovar su tradición novelística en los años que anteceden a la Revolución del 26 de
julio, pero este proceso no ha dado aún su fruto definitivo. Su novelista más significativo, Alejo Carpentier
(1904), es barroco, alegórico, obsesionado por las limitaciones físicas y metafísicas del tiempo, preocupado por
descubrir su lugar de origen a través de parábolas históricas que aluden tanto a América como a Europa. En
sus mejores novelas –Los pasos perdidos (1953), El ocaso (1957) y El siglo de las luces (1963)- Carpentier ha
llegado a plasmar nítidamente un estilo en el cual se funda la magia de las culturas primitivas de América con
la belleza formal de la tradición barroca europea. Desde adentro de la Revolución Cubana hay fuerzas
narrativas que empiezan a tomar forma definida: el lector advierte contradicciones, tanteos, experimentos
técnicos, todo en un plano de incuestionable honestidad estética. Habrá que darle tiempo al tiempo y esperaré
la novela que sintetice este período de épica grandeza. La nueva crítica, mientras tanto, exalta los méritos de
Paradiso (1967), obra de José Lezama Lima (1912), poeta y, ahora, novelista.

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EL TEATRO PERUANO8
Por: Duller M. Vásquez Gonzales

1. Sus inicios. El teatro incaico

La expresión dramática, ha sido una de las artes más representativas de los


sentimientos religiosos de todos los pueblos de la antigüedad. En las rocas de
Qelqatani, Mazo Cruz o Toro Muerto en Puno, están graficadas escenas rituales que
serían las primeras manifestaciones de teatro y danza de los antiguos pobladores del
Perú. En las culturas preinca e incaica, también se ha manifestado esta teatralidad en
sus fiestas religiosas, en las celebraciones del agro y otras festividades de su mundo
cultural.
En las grandes festividades se ejecutaban danzas y cánticos, en los que la
representación simbólica de batallas, faenas del campo y otras actividades y sucesos
considerados importantes, constituían en sí acciones de tipo dramático.
Algunos estudiosos afirman la existencia de un teatro y señalan a la obra Ollantay como ejemplo de
este arte, argumentando que los Amautas, además de su función de asesorar elaboraban también cuentos y
leyendas, en los que referían a sucesos y hechos históricos del Imperio. Lo Haravicos, por su parte, componían
versos en los que conservaban la historia de sucesos importantes. Cieza de León, cronista español de la
conquista, señaló del Inti Raimi: “dentro de la Fiesta del Sol, la función de los coros que entonaban villancicos
y romances y luego, la representación de u teatro grande…”, pero; es Garcilaso de la Vega (El Inca), quien
dice en sus Comentarios reales de los incas: “No les faltó habilidad a los Amautas que eran los filósofos, para
componer comedias y tragedias, que en días de fiestas solemnes representaban delante de los reyes y de los
señores que asistían a la corte. Los representantes no eran viles sino incas y gente noble, hijos de los curacas y
los mismos curacas y capitanes, hasta maestros de campo…”
Algunos autores opinan que el drama Ollantay, el más importante testimonio de la literatura dramática
incaica, se ha generado en la época colonial, pero la tradición indica que el drama contiene elementos
netamente indígenas. La primera noticia del drama incaico se debe al sacerdote de Sicuani, Cuzco, padre
Antonio Valdez, quien le habría rescatado de la forma oral y lo presentó manuscrito en quechua en versos
octosílabos, por lo que se le atribuyó autoría.
No es el drama Ollantay el único que se conoce, otros también se refieren a los amores de Quilacu con
Cusi Coillur (Estrella de la alegría). El quechuista Fray Martín de Morúa, indicó en 1585, ancianos amautas les
relataron los amores de la princesa Chuqui-Llantu, ñusta hija del Sol, con el pastor Acoya-Napa, drama
conservado por la tradición oral y las crónicas de soldados, sacerdotes españoles y mestizos que las
describieron.
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2. El teatro colonial

Luego de la conquista del Tahuantinsuyo y a pesar de la imposición de una nueva religión, una nueva
lengua y una diferente filosofía, en la cultura andina perviven sus tradiciones, en su literatura oral y en sus
manifestaciones artísticas durante toda la Colonia. En el transcurso de esta etapa histórica nuevos motivos
políticos, religiosos y culturales se suman a su rico acervo, conformando una simbiosis, que hasta el presente,
constituye la base de la actual cultura peruana.
Sosegado un tanto los acontecimientos de la conquista, un arte dramático surge a mediados del siglo
XVI, expresado en español y quechua, representado en las fiestas religiosas, en procesiones de Vírgenes
Patronas, protectoras de indígenas y en las comparsas, loas y representaciones teatrales de homenaje a
conquistadores y autoridades de la Corona, que significarían el inicio de un arte dramático mestizo.
En el Alto Perú que corresponde a la actual Bolivia, en la Villa Imperial de Potosí, comunidad minera
argentífera, se efectuaban espléndidas fiestas religiosas y públicas, en las que figuraban espectáculos teatrales,
según manifiesta don Nicolás de Martínez Aranz y Vela, escritor potosino de 1705, en Historia de la Villa
Imperial de Potosí. En la celebración del Cristo sacramentado, la Virgen María y el apóstol Santiago, Patrones
de la Villa Imperial, efectuada en 1555, se realizaron montajes de “ocho comedias”, de las que informa solo
cuatro y de las que asevera “fueron piezas con mayor estructura escénica y hay no meras representaciones de
personas como las manifestaciones histriónicas precedentes… La primera comedia se refirió al origen de los
incas, al reinado de Manco Cápac y a la fiesta de agradecimiento que éstos ofreció al Sol, después de sus
triunfales conquistas. La segunda trató de las victorias de Huayna Cápac con la escena del hondazo real que
hirió de muerte al Señor de los Collas. La tercera representó los principales sucesos del reinado de Huáscar,
tales como las fiestas de su coronación, las luchas con su hermano Atahuallpa y su prisión y muerte. La cuarta
tuvo por asunto la ruina del imperio Incaico con la llegada de los españoles y la captura y muerte de
Atahuallpa”1.
En Lima, la capital del virreinato, también se realizó por aquellos años, teatralizaciones en español y
en quechua. Descendientes de incas representaron La tragedia de Atahuallpa, como una censura a los
españoles y suscitó escándalo en la nobleza. El virrey Toledo prohibió las representaciones incaicas y éstas
fueron olvidándose en el tiempo, salvo algunas famosas como Ollantay. Esta obra y La tragedia de Atahuallpa,
hasta ahora se escenifican a nivel nacional. En algunas fiesta religiosas como las del Corpus Christi. Las obras
más destacadas de aquellos tiempos fueron: Yauri Tito Inca o El pobre más rico, escrito en quechua en forma
de auto sacramental, por Gabriel Centeno de Osma.Yauri Tito, descendiente de los incas y orgulloso de su raza,
prefiere morir en la miseria que vivir sojuzgado bajo la autoridad de los conquistadores. Usca Paucar, es un
auto sacramental de autor desconocido, escrito en quechua en homenaje a la Virgen de Copacabana, una
comunidad nativa frente al lago Titicaca. El hijo pródigo, es una obra que pertenece al siglo XVII, escrito por
Juan Espinoza Medrano, sacerdote apodado “El Lunarejo”, quien tomó como referencia una parábola cristiana
del mismo nombre.
90
Desde 1565, los jesuitas desarrollaron una importante actividad teatral durante su permanencia en la
Colonia, en las escuelas y universidades para instruir y entretener a los niños y jóvenes estudiantes, y en su
labor evangelizadora para la propagación de la fe cristiana.
El teatro laico por su parte, comenzó a difundirse en Lima en la segunda mitad del siglo XVI, con
montajes de obras de Lope de Rueda, Torres Naharro, Juan Timoneda y otros, siendo el primero de
los nombrados el autor más representado. Posteriormente, se representaron obras de dramaturgos del Siglo de
Oro español, como Lope de Vega, Calderón de la Barca, y del teatro clásico, como Terencio, entre otros. El
comediante Francisco de Morales, construyó en 1582, el primer corral de comedias cerca del Convento Santo
Domingo, donde se escenificaban las obras de los autores mencionados. En 1600 se funda el primer local
teatral en el Liceo de San Agustín y desde entonces se hicieron frecuentes las representaciones teatrales,
como distracción en una ciudad carente de actividades recreativas. De esta manera desde fines del siglo XVI y
principios del XVII, el teatro adquiere importancia por el apoyo que recibe de algunos Virreyes. En el gobierno
del Conde de Lemos, con motivo de la fiesta jubilar por la entronización a los altares de Isabel Flores de Oliva,
como Santa Rosa, se realzó el 13 de noviembre de 1669, el montaje de la obra dramática: Rosa de Lima. Al
siguiente año, se escenificó una comedia laica con tema de Santa Rosa: Amar en Lima es azar, escrita por el
licenciado, Juan de Urdiade. Igualmente, en el gobierno de este Virrey, se celebró la canonización de San
Francisco de Borja, representándose en el Palacio Virreinal la comedia: El arca de Noé. Desde entonces
empieza a manifestarse un teatro peruano, con autores que dan más frecuencia a las funciones como: Juan del
Valle Caviedes, creador de entremeses y juguetes cómicos, Pedro de Peralta y Barnuevo, quien hizo
adaptaciones de obras del teatro clásico francés, en especial de Corneille y también estrenó sus obras: Triunfos
de amor y poder, con trama mitológico, sobre la batalla de Villaviciosa y, Afectos vencen finezas.
En la segunda mitad del siglo XVIII, se produjo un inusitado auge del teatro, sobre todo del teatro
ligero, propiciado por el Virrey Amat y Micaela Villegas, “La Perricholi”, debido a las relaciones mundano-
artísticas entre la cantatriz y el Virrey. Otro de los autores que destaca en el ambiente teatral además de Pedro
de Peralta (1663-1743), es Francisco del Castillo (1716-1770), sacerdote de la Iglesia de la Merced, “El ciego
de la Merced”, cuyas obras son: Mitrídates rey del Ponto (drama), Justicia y litigantes (entremés), Todo el
ingenio lo allana (comedia), La conquista del Perú (drama) y Guerra es la vida del hombre (auto sacramental).
Francisco del Castillo es el primer autor de vasta producción registrada. La expulsión de los jesuitas en 1767,
significó una merma en la actividad teatral, tanto en las aulas estudiantiles como en lo social. No se sabe
de la aparición de otros autores en el ambiente de América y del virreinato del Perú, haciendo difícil una mejor
producción teatral. Las piezas que se representan son de un solo día, el de su estreno.

2. El teatro en la República

Al inicio de la República en 1821, el teatro también participa en la celebración de esta gesta

91
emancipadora, con la representación de varias obras de autores nacionales. Tres días después de la proclama
libertaria del General San Martín, se presentó el drama: Los patriotas de Lima en la noche feliz2. Este drama
patriótico, escrito en verso y en dos actos, fue representado en el Coliseo de Lima, luego de una declamación
de una loa, referente al suceso independentista, su autoría es atribuida a Miguel del Carpio.
Después de consumada la emancipación nacional, el teatro siguió siendo un lugar importante de
reunión de la sociedad limeña, por la escenificación de numerosas obras de autores nacionales y extranjeros,
generalmente de contenido trascendente; pero dos autores contemporáneos de la independencia son los que
destacan en este siglo: Manuel Ascencio Segura (1805-1871), comediógrafo, es el primero que expresa en sus
obras aspectos de la sociedad de su época. De sus catorce obras se le conocen, tres de ellas destacadas por
méritos propios: El Sargento Canuto (1839), una crítica al militarismo de su tiempo; La saya y el manto
(1842), sobre estos atuendos en el encanto femenino y Ña Catita (1856). Como observador sagaz de su época,
recoge los hechos y el espíritu de personajes singulares y lo expresa en forma satírica. Felipe Pardo y Aliaga
(1806-1868), político, poeta y autor costumbrista, luego de estar una temporada en España donde recibió una
esmerada instrucción, regresa a Lima en 1828 y estrena su primera comedia: Frutos de la educación,
considerada por muchos como la primera obra teatral representada después de la proclama independentista.
Don Leucadio y la batalla de Ayacucho (1834), en la que participaron como actores ex combatientes de esta
contienda, Elegía a Joaquina (1839) y tiempo después, Una huérfana en Chorrillos, comedia costumbrista y
sentimental.

4. El teatro peruano en el siglo XX

Desde principios del siglo XX, aunque Lima constituía el centro cultural del país, la actividad teatral se
manifestaba pobre e incipiente. Compañías extranjeras en gira, presentaban repertorios de comedias, operetas o
sainetes, generalmente de la producción española o argentina y algunas obras francesas. El arte teatral en el
Perú languidecía, mientras en otros países como Argentina, florecía. La situación de inopia teatral en el país se
mantuvo por más de tres décadas; hubo algunos intentos de expresión teatral pero éstas, eran representativas de
la situación coyuntural en que se encontraba el teatro. Algunos de sus representantes son: Leonidas N. Yerovi
Douat (1881-1917), periodista, poeta y dramaturgo, creó piezas cortas, festivas y costumbristas: Tarjetas
postales, sobre las costumbres de la población de la clase media, de intercambiar tarjetas impresas con
imágenes y mensajes en determinadas fechas; La de cuatro mil, presenta los sucesos que ocasiona la
obtención del premio de la lotería en un hogar de clase media. En Domingo siete, satiriza la superstición
popular sobre el signo nefasto del indicado día. En La casa de tantos, Gente loca y La pícara suerte, combina
con cierta maestría el buen humor con la ternura, al exponer personajes melodramáticos, sarcásticos, amargos,
desenfadados o tímidos. Cuando estaba llegando a la plenitud de su arte, murió asesinado.
Julio Baudoin, autodenominado “Julio de la paz”; ´periodista que adquirió fama momentánea al poner

92
en escena una zarzuela con tema vernáculo, basada en la composición musical de Daniel Alomías Robles: El
cóndor pasa. Fue la obra con mayor número de representación es desde su creación en 1912, otra zarzuela
escrita con José Carlos Mariátegui, fue Las tapadas, de ambiente colonial y estrenada en el Teatro Colonial en
1916, pero no tuvo el éxito esperado. Felipe Sazone (1884-1959), escritor peruano el que más obras creó: El
miedo de los felices, El intérprete de Hamlet, Lo que se llevaron las horas, Calla corazón, A campo traviesa,
La noche en el alma, Hidalgo hermanos y compañía, La entretenida, La señorita está loca, La vida sigue, etc.
Este bagaje de piezas a pesar de su variedad, no posee grandes temas. Sazone al igual que el mexicano Juan
Ruiz de Alarcón, pasó gran parte de su vida en España, donde produjo la mayoría de sus obras.
A partir de los años cuarenta, el teatro peruano empieza a tener una renovada actividad, mediante
la acción combinada de jóvenes actores, peruanos y extranjeros. Algunos de ellos, como la famosa Sarah
Bernhardt y Louis Jouvet, franceses, Pedro López Lagar argentino, Margarita Xirgú y Edmundo Barberi
españoles y otros, dieron muestras de su arte excelso y dejaron valiosas enseñanzas del arte escénico europeo y
americano. Los autores más desatracados de la época fueron:
Juan Ríos Rey (1914-1991)), poeta y escritor. Su primera obra Don Quijote (1948), provocó una fuerte
reacción de la censura,. Que dificultó su estreno a pesar de haber sido ganadora del Primer Concurso de Obras
de Teatro. Con gran conocimiento de la lengua, expuso en su obra un lenguaje exquisito y metafórico
alternando con giros y palabras vulgares. Otras obras del autor son: Medea (1945) y Prometeo, desarrolladas en
base a mitos griegos y, Ayar Manco (1959), sobre una etapa de la historia Inca.
Enrique Solari Swayne (1915-1997), dramaturgo, de escasa producción, una sola de ellas le otorgó
notoriedad, Collacocha (1956), la lucha del hombre contra las fuerzas de la naturaleza andina, es una obra que
tuvo más representaciones y aún en la actualidad es puesta en escena. La Mazorca (1966), muestra la lucha de
un colono contra la impenetrable selva.
Sebastián Salazar Bondy (1924-1965), su trayectoria artística tuvo varias facetas: poeta, dramaturgo,
escritor, crítico literario.- Fue el primero que emprende la tarea de renovar la escena limeña, ocupada
preferentemente por obras extranjeras. Su producción está compuesta por seis comedias, juguetes y dramas.
Entre ellas se mencionan: Amor, gran laberinto (1947), farsa de tipo barroco español, en dos actos, con el
que generó el Primer Premio Nacional de Teatro. Los novios (1947), farsa; Como vienen, se van (1951),
comedia en tres actos y de formas francesas; Rodil (1952), drama histórico en un acto, sobre un suceso en la
guerra de la independencia; El hombre de la vida (1952), juguete de fina ironía; No hay isla feliz (1954), drama
realista en tres actos; En el cielo no hay petróleo (1954), sátira en un acto sobre el problema de la compañía
petrolera Standard Oil; Algo quiere morir (1956), drama realista; Un cierto tric-tac (1956), juguete; Flora
Tristán (1959), estampa dramática en tres actos; Dos viejas van por la calle (1959), comedia en tres actos; El
fabricante de deudas (1962), comedia en dos actos.
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), escritor de reconocida capacidad creativa, estrenó en 1960, su pieza
teatral en seis cuadros: Santiago el pajarero, comedia ambientada en la época de la colonia, en el siglo XVIII.

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La década del sesenta, constituye una etapa significativa para el teatro peruano, inicia su recorrido
hacia un teatro moderno. Los autores y directores empiezan a buscar argumentos en la realidad del interior del
país y estaban atentos al último avance del teatro universal. Empieza a emerger el teatro en las provincias.

_____
1.
“Las primeras representaciones en el Alto Perú”, Guillermo Ugarte Chamorro. Estudios de teatro
latinoamericano. Serie V. N° 13. Teatro universitario. Servicio de publicaciones. UNMSM.
2
“Las primeras representaciones en el Alto Perú”, Guillermo Ugarte Chamorro. Estudios de teatro
latinoamericano. Serie V. N° 13. Teatro universitario. Servicio de publicaciones. UNMSM.
3
La primera comedia del Perú independiente. Guillermo Ugarte Chamorro. Teatro universitario. UNMSM.

94
TEATRO LATINOAMERICANO9
Por: www.ecured.cu/index.php

Teatro latinoamericano.

Muestran las manifestaciones teatrales de los pueblos de América


Latina y su evolución desde la etapa precolombina hasta la actualidad.
Exponiendo su realidad particular y buscando sus propias técnicas de
expresión.

1. Introducción

La existencia de un teatro prehispánico ha sido muy discutida, ya que se poseen escasos datos sobre
cómo pudieron haber sido las manifestaciones teatrales de los pueblos precolombinos, pues la mayor parte de
ellas tenían carácter ritual; por lo tanto, más que espectáculos en sí, eran formas de comunión que se
celebraban durante las festividades religiosas. Las representaciones rituales precolombinas consistían
básicamente en diálogos entre varios personajes, algunos de origen divino y otros representantes del plano
humano.
Existe, un único texto dramático Maya, descubierto en 1850, el Rabinal Achí, que narra el combate de
dos guerreros legendarios que se enfrentan a muerte en una batalla ceremonial. Su representación depende de
elementos espectaculares, como el vestuario, la música, la danza y la expresión corporal, sin ninguna influencia
de origen Europeo. El resto de las tradiciones rituales sobreviven debido al sincretismo derivado de la fusión de
las culturas autóctonas con la europea, con lo cual muestran hasta hoy un aspecto singular que no corresponde
ni al indígena ni al español. Tal es el caso de las celebraciones religiosas populares mexicanas de Semana Santa
en Iztapalapa y en Taxco o la Celebración del Día de los Muertos.
Los esfuerzos de evangelización de los misioneros españoles se apoyaron en el teatro, que constituyó el
instrumento básico para formar una mentalidad distinta a la cosmovisión indígena, así como para informar de
la concepción europea. Las representaciones de los autos sacramentales se apoyaban básicamente en la
música, los trajes, los cantos, los bailes y las pantomimas, que facilitaban la comunicación con un público que
aún no dominaba el Castellano. De este tipo de teatro sobreviven las 'pastorelas', obras de carácter
tragicómico representadas aún en México durante las festividades navideñas. La acción de todas ellas muestra
las tentaciones impuestas por una serie de diablos cómicos, que deben ser superadas por los pastores en el
camino hacia el portal de Belén para adorar al Niño Dios. Estas obras son un símbolo del camino de la vida que
tiene como meta la contemplación de Dios. En general la producción latinoamericana hasta la emancipación, a
principios del Siglo XIX, estuvo influida en gran medida por el Teatro español.
95
A partir de finales de ese mismo siglo tal influencia se vio acrecentada especialmente por autores como
Leandro Fernández de Moratín, José Zorrilla y José Echegaray, cuya influencia, junto con la de Jacinto
Benavente, avalados ambos por el Premio Nobel, definió un modelo de teatro bastante antiguo en su
concepción para ese momento. En el Siglo XX, con la llegada de las vanguardias europeas, ese teatro
latinoamericano comenzó a ocuparse de su realidad particular y a buscar sus propias técnicas de expresión. El
advenimiento de las teorías de Bertolt Brecht encontró un buen campo de cultivo en Latinoamérica, aquejada
por problemas políticos y con la necesidad de concienciar a su población. De aquí han surgido teóricos y
dramaturgos importantes, como el colombiano Enrique Buenaventura y su trabajo en el TEC (Teatro
Experimental de Cali), o Augusto Boal, en Brasil, quien ha desarrollado técnicas de teatro callejero y para
obreros en su libro Teatro del oprimido (1975).
Grupos como Rajatabla y La Candelaria se han preocupado por hacer del teatro un instrumento de
discusión de la realidad social sin dejar a un lado el aspecto espectacular y estético del mismo.

2. Principales centros

Los países cuya trayectoria teatral es más rica, no tanto desde el punto de vista de los textos literarios,
aspecto en el cual existe una amplia
representación a lo largo de toda la geografía latinoamericana, sino por cuestiones de puesta en escena,
dirección, interpretación y demás elementos asociados al teatro como un arte escénico, son: México, Argentina,
Uruguay, Chile, Perú, Colombia, Venezuela y Cuba.

2.1 México

A partir de la época colonial, el teatro se basó completamente en los modelos europeos. A finales del
siglo XVII, destacó en México Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), autora de Los Empeños de una Casa
(1683), comedia de enredo con influencia de Calderón de la Barca, cuya acción transcurre en Madrid y con
personajes típicos de las comedias de la época; Amor es más laberinto, en la cual recurre a personajes de la
Mitología griega, y El cetro de José (1692) y El Divino Narciso (1688), autos sacramentales en los cuales
intervienen personajes mexicanos.
Aunque nacido en Taxco de Alarcón, Juan Ruiz de Alarcón realizó sus estudios y su trabajo en España.
Escrita bajo una concepción moral a la manera griega clásica, su obra se diferencia de la de sus
contemporáneos en una mayor meticulosidad en la preparación de la trama y los versos, así como en la aguda
observación psicológica del carácter. En sus obras los vicios son condenados, a diferencia de las comedias de
Lope de Vega, en las cuales el final feliz, a toda costa, es el fin perseguido. Sus personajes no son como los de
Lope, derivados de las necesidades de la trama, o simbólicos como los de Calderón de la Barca. Ruiz de

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Alarcón construye la acción a partir del carácter de los personajes, que sirve de impulso para proyectar
el mundo interior y el mecanismo de cada obra. Entre sus textos más importantes están: Las paredes oyen
(1628) y Ganar amigos (1634).
Varios años después de la independencia se reanuda una producción dramática digna de mención.
Autores importantes de este periodo son Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-11851), con su obra Contigo pan
y cebolla (1833), comedia en la que satiriza el sentimentalismo de los románticos, y Fernando Calderón (1809-
1845) con A ninguna de las tres (1849), obra muy influida por el espíritu romántico del dramaturgo español
Bretón de los Herreros. De tal influencia, aunque trasladada a escenarios y personajes mexicanos, surgieron
autores como José Joaquín Gamboa, quien en la década de 1920 escribió La venganza de la gleba, obra de
temática social en la que se trata la desigualdad, la opresión entre clases y el derecho de pernada como uno de
tantos abusos y formas de explotación que los latifundistas ejercían sobre los campesinos. En 1902 fue fundada
la Sociedad de Autores Dramáticos que se interesó por organizar lecturas de obras de autores mexicanos.
Tal circunstancia fomentó la aparición de dramaturgos que, sin embargo, tenían que competir con el
teatro llegado de España. Fue en 1928, con la formación del grupo teatral Ulises, cuando se inició un
movimiento de vanguardia y renovación teatral encabezado por Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, quienes,
junto con Rodolfo Usigli, se dedicaron a la traducción de obras de importantes autores contemporáneos
como Henrik Ibsen, August Strindberg, Luigi Pirandello, Henri Lenormand, Bernard Shaw, Antón Chéjov,
Eugene O'Neill y otros muchos. Más tarde, en 1932, se formó el grupo del Teatro de Orientación, fundado por
el dramaturgo Celestino Gorostiza, preocupado por las innovaciones escénicas. Fue este grupo el que introdujo
las técnicas de directores teatrales como Gordon Craig, Max Reinhardt y Erwin Piscator. En la década de 1950,
Salvador Novo funda el Teatro la Capilla y presenta las obras de Samuel Beckett y Eugène Ionesco.
De los trabajos de Villaurrutia, Novo y Usigli surgió más tarde el teatro universitario y la carrera de
Literatura Dramática y Teatro de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de
México. Los tres, junto con Celestino Gorostiza, formaron importantes generaciones de actores, directores y
dramaturgos y gracias a ellos el teatro mexicano comenzó a adquirir personalidad y a tratar problemas propios
tomando como punto de partida la realidad del espectador a quien va dirigido. El primer gran dramaturgo
mexicano es, sin lugar a dudas, Rodolfo Usigli (1905-1979), autor de una gran producción rica en matices.
Entre sus obras destacan: El gesticulador (1937), Corona de sombras (1943), Corona de fuego (1960), Corona
de luz (1963) y Los viejos (1970). La llegada a México del director teatral japonés Seki Sano, alumno de
Stanislavski, supuso una influencia de primera mano del realismo como técnica de dirección y actuación.
Fue su montaje de Un tranvía llamado deseo, del autor estadounidense Tennessee Williams, lo que
influyó definitivamente en la formación de una generación de dramaturgos con un sólido conocimiento y
dominio de la técnica teatral: Emilio Carballido (1925-2008), con Rosalba y los llaveros (1950) o Rosa de dos
aromas (1985), que en la década de 1980 alcanzó cinco años de temporada y más de 2.500 representaciones;
Luisa Josefina Hernández (1928), Los frutos caídos (1957); Héctor Mendoza, La danza del urogallo múltiple

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(1970), Oriflama y Zona templada (1991) son sólo algunas de las obras importantes de su extensa producción,
y Sergio Magaña con Los signos del zodíaco (1951) y Moctezuma II (1954), cuyas obras inauguraron un nuevo
ciclo en el teatro mexicano y el conjunto de su producción es hoy modelo de creación, debido a su perfección
técnica, libertad estructural, diversidad temática y profunda observación de su sociedad.
Esta generación de autores creó la necesidad de unos directores capaces de comprender y asimilar el
universo planteado en las nuevas obras. Surgen también directores innovadores y preocupados por la
experimentación y el manejo de nuevos recursos escénicos, entre los que destacan: Héctor Mendoza, Luis de
Tavira, Julio Castillo, Ludwick Margules, José Luis Ibáñez y Juan José Gurrola. También destacan en el
panorama teatral mexicano Luis G. Basurto (1920-1990), con El candidato de Dios (1987); Héctor Azar, Hugo
Argüelles y Vicente Leñero, cuya obra Los albañiles (1963) está basada en las técnicas del teatro documento
apoyado en sucesos sensacionalistas extraídos de los diarios o de la historia del país que luego recrea
eficazmente en escena.
Son importantes también los nombres de Óscar Villegas, hábil autor cuyas obras poseen una fuerza
dramática impresionante; Willebaldo López, Pilar Campesino, Hugo Iriart, Jesús González Dávila, Óscar Liera,
Juan Tovar, Víctor Hugo Rascón Banda, Sabina Berman y, recientemente, Hugo Salcedo, ganador en 1989 del
Premio Tirso de Molina por El viaje de los cantores. Cada año se celebran en México dos importantes
festivales artísticos internacionales en los cuales el teatro tiene un papel preponderante, el Festival Cervantino
de Guanajuato y el Festival de la Ciudad de México. Es digno de mencionar el movimiento de teatro
campesino surgido en un esfuerzo por acercar al teatro a los indígenas residentes en la selva de Tabasco. En un
principio se trabajó con obras de la literatura universal. Su espectáculo más conocido ha sido Bodas de sangre
(1933), de Federico García Lorca en el cual participó la comunidad entera en el montaje de un espectáculo en
el que todos eran actores y el mismo pueblo la escenografía. Más tarde, autores reconocidos han escrito obras
más cercanas a su realidad.

2.2 Argentina
Como en el resto de los países latinoamericanos, el teatro Argentino acusó una gran dependencia del
teatro europeo (español, italiano y francés) hasta finales del Siglo XIX. En 1886, el Circo de los hermanos
Carlo encargó a Eduardo Gutiérrez la adaptación de su novela Juan Moreira (1879) para ser presentada como
espectáculo ecuestre-gauchesco-circense. El papel principal estuvo a cargo del actor José Podestá, quien más
tarde perfeccionó la adaptación de Gutiérrez; con esta obra se inicia el teatro argentino basado en temas de
espíritu nacional apoyados en la figura del gaucho, que conforma todo un ciclo en la literatura no sólo
argentina, sino también uruguaya.
Las obras del ciclo gauchesco sitúan su acción en La Pampa y tratan de los abusos e injusticias sufridos
por los gauchos, la defensa de valores sociales y los conflictos con las autoridades debidos a la desigualdad
social. El realismo se estableció con Florencio Sánchez (1875-1910), que, aunque nacido en Uruguay, ganó su

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prestigio internacional en Argentina con obras como Barranca abajo (1905). Samuel Eichelbaum (1894-1967)
es uno de los autores de más fuerte personalidad en el teatro argentino de principios del Siglo XX. Llevó la
crudeza del naturalismo al teatro con una fuerza dramática excepcional como puede apreciarse en La mala sed
(1920), Un guapo del novecientos (1940) y Dos brasas (1955). En contraposición con el realismo se sitúa el
teatro de Conrado Nalé Roxlo (1898-1971) con comedias como El pacto de Cristina (1943) o La cola de la
sirena (1944), dramas de vuelo poético y más cercanos al simbolismo.
Durante la década de 1930 se formó el Teatro del Pueblo, grupo teatral que mostró gran interés por la
experimentación y la búsqueda de nuevas técnicas escénicas que dejaron a un lado el teatro de autor para
centrarse en la figura del director. Esto tuvo como consecuencia la formación de un nuevo público, más
intelectual y menos popular, interesado por la renovación vanguardista. Surgieron entonces una serie de
dramaturgos importantes como Roberto Arlt (1900-1942) con La isla desierta (1937), obra inquietante acerca
de la burocracia atrapada entre sus deseos y ansiedades y el mundo cotidiano e inmóvil en que se desarrolla su
actividad. Otros dramaturgos importantes son Carlos Gorostiza (1920-2016), con El puente (1949), Agustín
Cuzzani y Andrés Lizárraga.
Oswaldo Dragún (1929-1999), muy atento a la problemática socioeconómica, utiliza una vigorosa
técnica expresionista y recursos brechtianos en obras como La peste viene de Melos (1956) e Historia de mi
esquina (1959). Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovski representan la renovación vanguardista surgida a partir
de la década de 1960, en la cual se alcanzó una gran libertad de expresión respecto a los problemas
sociopolíticos. Ricardo Monti (1944) es otro de los autores tardíos destacados de este movimiento, con obras
como Los siameses (1967), El campo (1968), Una noche con el señor Magnus e hijos (1970) e Historia
tendenciosa de la clase media argentina (1971).
El régimen militar y su censura dieron paso a obras grotescas y simbólicas alusivas a la situación
social; a este ciclo pertenecen La nona (1977), de Roberto Cosa, y Telarañas (1977), de Pavlovski. Otros
esfuerzos de protesta contra el régimen fueron los realizados por el Teatro Abierto, fundado en 1981, dedicado
a representar obras de autores reconocidos y de jóvenes valores, entre los que destaca Eugenio Griffero
(1936) con El príncipe azul (1982), que trata sobre los roles sociales rígidos que llevan a la traición de los más
auténticos y vivos sentimientos. Con el restablecimiento de la democracia, la fórmula teatral imperante perdió
su sentido y la escena volvió a ser ocupada por los autores ya consagrados, como Gambaro, La mala sangre
(1982); Pavlovski, con Potestad (1985), y Roberto Cosa con Los compadritos. A partir de 1983 han surgido
nuevos nombres como Juan Carlos Badillo, Daniel Dátola, Nelly Fernández Tiscornia, Emeterio Fierro y
Carlos Viturelo.

2.3 Uruguay
Durante las décadas de 1970y 1980 destacó la actividad de El Galpón, grupo que se caracterizaba por
el cuidadoso trabajo de dirección y la preparación de actores. Al desintegrarse, a mediados de 1980, varios de
sus miembros afincados en México fundaron Contigo América, dirigidos por Blas Braidot.
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El régimen militar instaurado a partir de 1973lanzó al exilio a los dramaturgos más importantes
comprometidos con la situación político-social. Tal situación paralizó casi completamente la actividad teatral
del país. Autores importantes son Jacobo Langsner, con obras como La gotera (1973), Esperando la carroza
(1974) y La planta (1981); y Víctor Manuel Leites, con Doña Ramona (1974), que alcanzó gran éxito en
México representada por el grupo Contigo América, que realizó una interesante propuesta escénica llevada a
cabo en la planta baja de una vivienda.
Durante la representación los espectadores se situaban en butacas apoyadas en los muros, de tal manera que
ninguno poseía el mismo punto de visión, lo cual daba la impresión de estar asistiendo como espectador
accidental a la actividad cotidiana de los personajes. Las dictaduras militares han afectado de diversos modos a
la producción teatral en Sudamérica: en algunas ocasiones la han hecho desaparecer; sin embargo, en otras, su
censura ha estimulado la búsqueda de nuevos recursos dramáticos y escénicos.

2.4 Chile
Dentro del panorama teatral chileno destacan Egon Raúl Wolf Grobler (1926-2016) con su obra Los
invasores (1964), que, escrita bajo la concepción del teatro del absurdo, resulta ser una violenta farsa en la
cual enfrenta a representantes de la clase burguesa con la 'turba de desarrapados', carente incluso de los
recursos más elementales, que invaden sus casas. Otro de los autores consagrados es Jorge Díaz Gutiérrez
(Buenos Aires, 1930- Santiago de Chile, 2007), inscrito también en la corriente del absurdo muy en la línea de
Eugène Ionesco con La paloma y el espino (1967), Manuel Rodríguez (1958).
Además, El cepillo de dientes (1960) y Réquiem por un girasol (1961) son sus dos obras más
conocidas e importantes. A principios de la década de 1970 la creciente actividad de creación colectiva minó la
creación dramática hasta que el golpe de Estado censuró toda referencia a la realidad socio-política chilena.
Surgieron entonces varios grupos que se encargaron de la renovación teatral. Entre los más destacados se
cuentan el Teatro Imagen y el Taller de Investigación Teatral, además de los dramaturgos Luis Rivano, Jaime
Miranda y Marco Antonio Miranda.

2.5 Perú
Es importante resaltar el trabajo del dramaturgo Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) con El
fabricante de deudas (1962) y Rabdomante (1965). En todas ellas aborda temas de la realidad social de su país
en tono de farsa y basado en técnicas brechtianas.

2.6 Colombia
Es uno de los países donde la actividad teatral a nivel de propuestas escénicas de creación colectiva
se ha desarrollado con más fuerza. Destacan los trabajos experimentales de Enrique Buenaventura (La tragedia

101
de Henri Christophe, 1963) a la cabeza del Teatro experimental de Cali (TEC). Otros grupos importantes son
La Candelaria y El Búho. Tiene gran importancia a nivel internacional el Festival Teatral de Manizales.

2.7 Venezuela
En este país destaca la actividad del grupo Rajatabla, así como la labor del autor Román Chalbaud
Quintero (1931); su obra Los adolescentes (1961) es ganadora del Premio Ateneo de Caracas; también destacan
Caín adolescente (1955), Réquiem para un eclipse (1957) y Sagrado y obsceno (1961), que constituyen todas
ellas una crítica contundente a la realidad sociopolítica venezolana.
Isaac Chocrón Seraty (1930-2011), quien además de dramaturgo ha destacado como empresario
teatral y como profesor universitario, formó parte, junto con Cabrujas y Chalbaud, del Nuevo Grupo, creado a
partir de 1967.
Este grupo consideraba primordial la figura del autor y la consideración al texto dramático. Chocrón es
uno de los renovadores del teatro venezolano con obras como Mónica y el florentino (1959), Animales feroces
(1963) y La revolución (1972). Entre sus ensayos sobre teatro destacan: El nuevo teatro venezolano (1966),
Tendencias del teatro contemporáneo (1968) y Sueño y tragedia en el teatro norteamericano (1984). La
creación del Nuevo Grupo fomentó la aparición de nuevos autores, como Elisa Lerner, José Antonio Rial,
Edilio Peña y Néstor Caballero.

2.8 Cuba
Artículo principal: Teatro cubano.
En Cuba destaca la labor de Virgilio Piñera (1912-1979), que con Electra Garrigó (1948) se convirtió
en el autor más importante de su país. A estas siguieron varias obras grotescas, a la manera del teatro del
absurdo, estilo que dominó toda su primera producción y que abandonó más tarde para lograr un realismo
profundo y conmovedor a la manera de Chéjov con Aire frío (1959). Otros autores cubanos de renombre
internacional son Abelardo Estorino López (1925-2013), con El robo del cochino (1961), y José Triana (1931-
2018), con La noche de los asesinos (1966), farsa violenta y catártica en consonancia con el teatro del
absurdo. En 1968 fue fundado el grupo de Teatro Escambray, que basaba su trabajo en técnicas brechtianas y
cuya meta era lograr espectáculos de creación colectiva con gran carga ideológica. El gran logro del teatro
latinoamericano puede ser sintetizado en la superación de las influencias culturales a las que se ha visto
expuesto constantemente, pero, sobre todo, a la adecuación con su realidad social, para cuya transformación ha
sido instrumento puntual y constante.

3. Festivales
 Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá (en Colombia)

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 Festival Internacional Santiago a Mil (en Chile)
 Fiesta internacional de teatro en calles abiertas (en Perú)
 Temporales Teatrales (en Chile)
 Encuentro Iberoamericano de Teatro Ovalle (en Chile)
 Festival de Teatro Ciudad de Itagüí (en Colombia)
 Festival Internacional de Teatro del Caribe (en Colombia)
 Mayo teatral (en Cuba)
 Festival Internacional de Artes Escénicas Guayaquil (FIARTES-G) con XVIII ediciones(en
Ecuador)
 Festival Cervantino de Guanajuato y el
 Festival de la Ciudad de México

4. Premios
 Premios Carlos
 Premios Estrella de Mar
 Premio Florencio
 Premio APES
 Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales de Chile
 Premio Casa de las Américas
 Premios Clarín
Fuentes
 http://www.santiagoserranoteatro.com/histlatino.htm.
 http://es.wikipedia.org/wiki/Teatro_de_Am%C3%A9rica_Latina
 http://www.fiartes-g.blogspot.com
www.ecured.cu/index.php/Teatro_latinoamericano

103
LA TEORÍA LITERARIA EN EL SIGLO XX10
Por: José María Pozuelo Yvancos

Durante la segunda mitad del siglo XIX los estudios literarios estuvieron
dominados por el positivismo que, apoyado en la filosofía de A. Comte, venía a
establecer los textos literarios como hechos positivos con valor de documentos que
reenviaban para su sentido a la propia historia literaria y se interpretaban en
relación con la biografía de su autor. H. Taine entendía que el hombre que había
emitido un texto, su autor, figuraba como el objeto último del estudio de sus obras,
junto a su época, y así lo deja escrito en el Prólogo en su importante Historia de la
literatura inglesa (1863: vol. I, pág. IV). El método positivista aunó diferentes
dominios humanísticos en torno al dato en el suceder histórico como reflejo del
hombre y de su cultura. Su ambición era, por otra parte, la de evitar el juicio
subjetivo del intérprete o crítico y acercar la investigación a los métodos imperantes en las ciencias naturales
ocupadas en la empiricidad demostrable del dato positivo. Los estudios literarios en las universidades europeas
vieron la hegemonía del método histórico-literario, que en el programa de G. Lanson quería evitar cualquier
perjuicio estético y postulaba un método de investigación empírica de las individualidades. El punto de vista
era fundamentalmente genético-individual y la Historia de la literatura un sucederse de autores agrupados en
grandes períodos históricos.
El siglo XX se inicia con un profundo cambio que, en las llamadas por W. Dilthey “ciencias del
espíritu”, supondría la quiebra del positivismo y que para la teoría literaria significó la ambición por conseguir
un estatuto científico propio. Los formalistas rusos, movimiento de jóvenes filólogos en quienes fraguan esas
inquietudes de renovación metodológica, plantearon hacia 1915 la posibilidad y la necesidad de contemplar la
literatura y sus textos, no como documentos individuales para el uso histórico, psicológico o sociológico, sino
como objeto de una ciencia –que algunos de ellos llamaron “poética”-, recuperando así el viejo brote
aristotélico susceptible de delimitar un objeto y un método propios, específicos. Tal ciencia indagaría desde
un punto de vista general y con ambición universalizadora no éste o aquel texto particular, sino las propiedades
comunes a todas las manifestaciones literarias. ¿Por qué llamamos literarios a determinados textos? ¿Qué
contienen o qué rasgos sirven para agruparlos y distinguirlos de otras manifestaciones verbales no literarias? La
gran fortuna de los formalistas y su proyección sobre toda la teoría del siglo XX obedece a que fueron, junto
con la estilística, quienes mejor formularon la necesidad de una teoría, de una ciencia de la literatura.
Pero, los formalistas rusos no fueron conocidos en Occidente hasta mucho después. Fue la publicación
del fundamental libro de V. Erlich (1955)1 y de las antologías de T. Todorov (1965)2 y de I. Ambroggio, las
que dieron a conocer este movimiento en EE.UU. y en Europa, y fue el llamado neoformalismo francés,

104
estructuralista, el que proyectó y difundió sus ideas. Desde entonces la teoría literaria no solo ha conseguido un
perfil propio, sino que ha crecido notablemente en los ámbitos intelectuales. El siglo XX, por tanto, tiene para
la teoría literaria una importancia singular porque es el siglo de su constitución como ciencia autónoma,
desgajada del tronco de la estética, en que vivió albergada, y porque es el siglo en que se obtiene su mayor
desarrollo por el número ingente de libros y revistas especializadas dedicados a ella.
Previamente al estudio de las diferentes escuelas y movimientos de la teoría literaria conviene dibujar
un mapa más general de su contexto intelectual que pueda explicar al mismo tiempo algunas de las causas de lo
abigarrado de sus distintas tendencias y escuelas. Porque la teoría literaria del siglo XX nace en un amplio
contexto epistemológico que permitió el desarrollo especializado de diferentes saberes humanísticos,
vinculándose cada uno de ellos a un discurso científico particular. El nacimiento de la literatura como objeto
que se pretende de una teoría y una ciencia propias discurre paralelo a la constitución de la lingüística, de la
sociología, del psicoanálisis, de la antropología, la semiótica, etc. Y cada uno de estos dominios ha influido
notablemente sobre la teoría literaria, de modo que el constante sucederse de escuelas teóricas y corrientes
críticas muchas veces ha obedecido al predominio o punto de gravitación mayor que cualquiera de esas
ciencias ha ejercido en un momento dado. Tanto es así que no se podría entender con claridad la historia de la
teoría literaria de nuestro siglo sin su relación con, al menos, cuatro grandes sistemas de pensamiento: la
fenomenología (que a su vez se proyecta sobre la lingüística), la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis.
Por ello la historia de esta disciplina en nuestro siglo ha sido una constante ambición de especificidad
teórica y la comprobación, también constante, de la imposibilidad de constituir un objeto –el literario- que
fuese independiente del discurso teórico que lo reclama, evoca o define.
Sería vano buscar una evolución lineal y en series evolutivas de la teoría literaria de nuestro siglo. Su
perfil es quebrado, ha sufrido vaivenes, recuperaciones de teóricos olvidados que se han reivindicado muy
posteriormente (como el caso de Mukarovsky, de Bajtín o de los propios formalistas rusos). No es posible, por
consiguiente, escribir una historia lineal y sucesiva de nuestro siglo por pasos sólo cronológicos, sino más bien
por movimientos, tendencias o corrientes, muy relacionados y muchas veces deudores de los cambios de
puntos de mira sufridos por las diferentes epistemologías y fundamentos filosóficos de cada escuela.
El perfil quebrado y lleno de rupturas de la evolución histórica de la teoría en nuestro siglo obedece,
además, al desarrollo de una doble tensión dialéctica. Primeramente, la dialéctica especificidad/universalidad
que vienen sufriendo todas las ciencias humanas y que afecta a la legitimidad del propio discurso. ¿Es posible
una teoría literaria, una ciencia específica, diferente y separada de la sociología, el psicoanálisis, la semiótica,
la antropología, etc.? Cada uno de estos saberes, en su propio desarrollo, ha ido tendiendo puentes hacia los
demás a medida que emergían las insuficiencias explicativas de cada disciplina, necesitada de constantes
apoyos. Cuando la teoría literaria, aliada al tronco de la lingüística, creyó encontrar seguros asideros en una
poética formal, vivió una crisis especialmente cruenta de especialización, que afectó a su terminología, a
menudo críptica, y hubo de reconocerse finalmente rebasada por la realidad misma de la interpretación y los

105
problemas del significado. El espejismo de una sola ciencia, ligada a un método único para un objeto verbal,
había sido necesario en su momento; pero, insuficiente para explicar la compleja naturaleza de los textos
literarios, vinculado a diversos y múltiples códigos. Hoy todos reconocen que la teoría literaria es un campo de
estudios necesariamente pluralista y con vocación interdisciplinaria (Booth, 1979; Villanueva, 1991: 32-36).3 .
Conseguir saberlo ha costado sucesivas crisis que ahora veremos.
Hay una segunda tensión dialéctica que ha propinado a la teoría literaria del siglo XX constantes
vaivenes: la lucha entre el esencialismo metafísico y el funcionalismo pragmatista. Enfrenta constantemente a
quienes no cuestionan la literatura como un objeto y pretenden que sea lo literario una cualidad inherente,
superior, que posee un tipo de obras. De lo que se trata, para éstos, es de definir la esencia de eso que es
literatura y que una teoría analiza, describe y discrimina. Los esencialistas continúan ligados a la cuestión
metafísica que se formula con la pregunta:¿Qué es literatura? ¿Qué cualidades poseen las obras literarias?
Frente a ellos, los que hemos convenido en llamar pragmatistas se resisten a admitir la existencia de la
literatura como una esencia, un hecho, y prefieren vincularla al discurso teórico que la define y nombra. La
pregunta que estos segundos formula es: ¿A qué llamamos literatura?, y su respuesta tiende a dirimir la
cuestión no en las pretendidas propiedades intrínsecas o inherentes de los textos literarios, sino en el modo
cómo la sociedad y las gentes se relacionan con lo escrito. Para estos últimos la literatura es una práctica social
cuya delimitación misma de otras prácticas de escritura y/o lectura no depende de categorizaciones metafísicas
ni ontológicas, sino históricas, funcionales, ideológicas y axiológicas. Plantean que la respuesta a la pregunta
¿a qué llamamos literatura?, no ha sido uniforme a lo largo de la historia, ni siquiera lo ha sido la
conceptualización y actual término de “literatura”, que apenas tiene un par de siglos de vigencia en este
sentido, los últimos movimientos teóricos literarios han desarrollado hasta el extremo tal relativización de lo
literario. Tanto la “desconstrucción” como una buena parte de la teoría literaria feminista sitúan sus análisis
sobre textos de difícil validación ontológica: se suponen prácticas escriturales que comparten ámbitos y rasgos
con otros discursos (como el filosófico) y su gusto por lo fronterizo y la reivindicación de las vanguardias (y de
los textos de la cultura de masas) tiene mucho que ver con el desplome de las seguridades que la metafísica
ontológica del estructuralismo habría construido.
Las dos tensiones dialécticas a que nos hemos referido se han ofrecido en un contexto intelectual y
filosófico que conviene tener en cuenta para la cabal comprensión del sucederse de corrientes y movimientos
crítico-literarios. En ese contexto intelectual han operado también resistencias de naturaleza académico-
institucional. La polémica habida entre R. Picard (1965)4 y R. Barthes (1966)5 enfrentaba a este último,
representante de la “nouvelle critique”, con los medios académicos tradicionales dominantes en la universidad
francesa. Éstos eran fundamentalmente esencialistas y sostenían a la vez la exclusividad de la crítica literaria
ligada al método histórico, mientras que R. Barthes (1964)6 había defendido una posición teórica en el enclave,
por el concepto de “escritura”, de diferentes aportes: el existencialismo, el estructuralismo, el psicoanálisis, el
marxismo. También en medios intelectuales norteamericanos se ha repetido esta polémica. Los “new

106
critics” con la crítica anterior. Abrams con la desconstrucción, Booth con los estructuralistas, etc. (Lentrichia,
1980; T. Eagleton, 1983, cap. I)7.
La teoría literaria de Occidente en este siglo no podría entenderse sin tales polémicas intelectuales que
en definitiva, al tiempo que darle una gran vitalidad y perfil movedizo, han devenido sintomáticamente de la
difícil asimilación de la profunda quiebra epistemológica vivida desde los albores de este siglo, y a la que
quiero referirme brevemente para situar el marco general donde se inscribirán los debates teóricos literarios.
Antes mencioné el concurso necesario de la fenomenología y la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis,
para el discurrir teórico literario. En efecto, los movimientos que luego recorreremos en sus trazos más
sobresalientes, son deudores de la profunda fisura que durante este siglo se produce en el pensamiento
occidental merced al intento de superación del idealismo, R. Rorthy (1983) 8 ha hablado del “giro lingüístico”
de la filosofía contemporánea. En efecto, toda ella se articula sobre el eje de la superación de la metafísica por
el expediente de poner en cuestión la supuesta transparencia del lenguaje, su capacidad para decir el ser. Tanto
la filosofía de la ciencia como el marxismo y el psicoanálisis nos han hecho sospechar de los lenguajes
naturales con que nombramos las cosas. El marxismo y el psicoanálisis ayudándonos a desenvolver el carácter
artificioso, ideológico, psíquico y socialmente condicionado de todo discurso. Los filósofos analíticos
recogiendo los postulados de Wittgenstein sobre el valor pragmático del uso lingüístico. No es posible asaltar
el significado sin la situación de habla en que se origina. El valor de la palabra es su “uso” en un contexto de
situación, en un “juego lingüístico”.
A partir de Husserl, de Freud, de Marx, de Wittgenstein, se consolidó la idea de que el objeto del que
se habla no es independiente del sujeto. Los actuales debates en la ciencia teórico-literaria que
representan posiciones como las de la “estética de la recepción” o la “teoría empírica de la literatura” veremos
que recogen una tradición que se vierte a la teoría literaria de la mano de la fenomenología y de su
continuación hermenéutica. Las teorías de Husserl son especialmente importantes para las literaturas de este
siglo porque han estado en la base tanto del brote formalista-estructuralista como de su crisis posterior en la
“estética de la recepción” y también influyeron sobre la estilística de Amado Alonso, Alfonso Reyes, etc.
(Portolés, 1986)9. El empeño de Husserl por develar a la filosofía su carácter de ciencia estricta lo llevó a
plantear una filosofía libre de supuestos, de prejuicios metafísicos, por lo que acude a una suspensión del juicio
o “epoché” como punto de partida. Pretende atenerse a lo dado, al fenómeno, a lo que de forma intuitiva y
originaria se presenta ante la conciencia. No a lo dado en el sentido empirista u objetivista, sino a su reducción
a su contenido intuicional, experimentado en la conciencia. No hay conciencia si no es conciencia de algo, si
no se muestra en ella un determinado fenómeno. Pero la conciencia no es una sustancia, es siempre una
conciencia intencional, proyectada desde el fenómeno, y es en el sujeto que lo experimenta donde el fenómeno
obtiene su sola posibilidad de existencia y sentido. Esta filosofía influyó mucho sobre los primeros formalistas
(Erlich, 1955, 89)10, pero también sobre todo el estructuralismo lingüístico (Coseriu, 1981) 11. Pero donde la
fenomenología ha influido más poderosamente, a través del discípulo de Husserl, Roman Ingarden, fue en

107
Mukarovsky y posteriormente en la “estética de la recepción” (Fokkema/-Ibsch, 1977: 173; Acosta, 1989, y
Villanueva, 1991: 38-45)12. Esto fue posible porque la fenomenología, al mismo tiempo que imponía una
aproximación al fenómeno como estructura de realidad, revelaba que sin la conciencia del sujeto y la
experiencia del receptor, tal fenómeno no se daría.
También ha sido importante para la teoría literaria del siglo XX, sobre todo para el desarrollo de las
corrientes pragmatista, la evolución posterior de la fenomenología y, sobre todo, el camino que va de
Heidegger a Gadamer, un camino por el que se convierte en hermenéutica. Una vez logrado el supuesto
fenomenológico de que el mundo no adquiere objetividad sino para la conciencia y que ésta no se da sino
como conciencia de un mundo, la hermenéutica da un paso más allá al mostrar que la relación de significación
sólo es posible en el seno del lenguaje y éste a su vez es un fenómeno de relación intersubjetiva, de
comunicación e interpretación. La mediación lingüística, además, está históricamente determinada, es
recreada en cada momento de la historia que actualiza, reinterpreta, “presentifica el pasado” (Campillo, 1989:
316; Eagleton, 1983: 92-94)13. Ésta es la gran incorporación de la relación hermenéutica, tal como la describe
Gadamer en Verdad y Método (1960): “los valores son cambiantes y están sujetos a múltiples determinaciones
que actúan intersubjetivamente como mediación ética entre los sujetos, como encuentro de ellos en una
tradición, en un “mundo de vida”.
Para acceder desde estos mínimos presupuestos de un contexto filosófico a la evolución concreta de
las corrientes teórico-literarias en nuestro siglo es preciso establecer, como dijimos, grandes agrupaciones
conceptuales porque el simple trazado cronológico resulta engañoso. Los saltos, anticipaciones, reencuentros,
etc., van imponiendo un ritmo a esta historia que no coincide con el suceder meramente cronológico. Tampoco
los autores se dejan agrupar fácilmente sin ciertas fisuras necesarias. Por ejemplo: Bajtin es un teórico
marxista, pero su estudio es menos útil en el campo en el que se han desarrollado preferentemente las teorías
marxistas: la sociología de la literatura. Cabe mejor, así lo entiendo, en el marco de la crisis de los
estructuralismos porque así se le ha percibido además en Occidente. En otro lugar argumenté que el llamado,
“postestructuralismo”, donde entra la desconstrucción de Derrida es cronológicamente simultáneo al
estructuralismo francés (Pozuelo, 1992)14. Los saltos, vaivenes y perfil quebrado de la línea cronológica y la
convivencia simultánea de autores que participan de distintos tonos y contenidos, como es el caso proverbial de
R. Barthes, obliga a una agrupación de grandes trazos en grandes corrientes que hasta finales de la década de
los setenta pueden presentarse así: I. Poética formal y estructuralista. II. Crisis de la poética formal:
pragmática. Semiótica eslava. Bajtin. III. Estética de la recepción y poética de la lectura. IV. Sociología
literaria y V. Literatura y psicoanálisis.
En los tres primeros apartados es posible entender la teoría literaria del siglo XX como alternativa de
dos grandes paradigmas teóricos. El primero, que he llamado formal-estructuralista, gravita sobre la influencia
de la lingüística saussureana y se centra en el texto como objeto para la búsqueda en su estructura lingüística y
en su especial organización formal de los rasgos que otorgaban especificidad frente a otros tipos de lenguaje.

107
Este primer paradigma, que había sustituido la poética del emisor-autor del siglo XIX por una poética
del mensaje-texto, hace crisis y se ve enfrentado al segundo gran paradigma teórico, el de la poética de la
recepción, que convierte al lector y su descodificación del texto en el nuevo objeto de la teoría literaria. Esa
crisis de la poética del mensaje, al tiempo que da paso a las teorías de la recepción en una de sus direcciones,
en otra busca romper la estricta separación entre crítica inmanente (textual) y no inmanente (socioideológica).
La literatura no es un conjunto de textos ya definidos sino una comunicación social en el seno de una cultura
donde se entrecruzan diversos códigos de naturaleza no siempre formal: ideológicos, éticos, institucionales. De
una teoría de la lengua literaria se pasa a una teoría de la comunicación literaria como práctica social. Lo
literario no se entiende, pues, como un modo de ser del lenguaje, sino un modo de producirse el lenguaje,
de recibirse, de actuar en el seno de una cultura. El contexto de producción y el de recepción han dejado de
considerarse accesos “extrínsecos” al hecho literario.
Los primeros 40 años de este siglo vivieron una fuerte comunicación en los estudios literarios. Desde
el punto de vista de la creación aparecieron las vanguardias poéticas (el futurismo, el surrealismo), la gran
dislocación del modo de narrar que supuso el monólogo interior y la remoción de estructuras narrativas en
Proust, Joyce, los nuevos experimentos teatrales de Brecht, de Valle-Inclán, etc. sin embargo, los estudios
literarios estaban a comienzos de siglo viviendo todavía la continuación depauperada del método histórico-
positivo. Las historias de la literatura, según sentencia de Jakobson en 1919, eran “tierra de nadie” por haberse
convertido en tierra de todos. Había en ellas, junto a una serie de datos biográficos y externos (los que Dámaso
Alonso [1952]15 llamó “vastas necrópolis de datos”) unas notas de psicología del autor, vagas referencias a la
sociedad de la época, una posición de valoración subjetiva del historiador, cuando no de juicio moral, una
preponderancia de la temática con relaciones de temas entre las distintas obras. Apenas se estudiaba lo que
Paul Valéry [1938]16 llamaría “la obra en sí”, esto es, la obra literaria considerada en sí misma, como
construcción de sentido autónomo y propio.
Los tres movimientos que, por separado, constituyen los cimientos de la teoría literaria del siglo XX, a
saber, el formalismo ruso, el New Criticism norteamericano y la estilística, convergen en un punto
fundamental: la constitución de una nueva manera de entender los estudios literarios que privilegiará, los
aspectos formales sobre los contenidistas en sus análisis literarios, como un intento consciente de
fundamentar una ciencia de la literatura con carácter autónomo. Para los tres movimientos mencionados, que se
desarrollan independientes los unos de los otros en los primeros cincuenta años de este siglo, la tesis
fundamental era que la obra literaria no es un documento o vehículo para un valor trascendental a ella: les
interesaba la literatura en tanto literatura como construcción particular y vía de conocimiento específico, como
arte formado de un modo peculiar. Por ello, los tres movimientos citados coinciden en un doble intento: a)
dotar de autonomía a la ciencia literaria respecto de otras ciencias o saberes humanos y b) definir los textos
literarios en su inmanencia, en su funcionamiento específico, como objeto de esa nueva ciencia. Para esa
definición siguieron un instrumental metodológico fundamentalmente formalista: el análisis de cómo funciona,
se organiza y construye el lenguaje de los textos literarios.
108
La hipótesis que está en la base de la estilística, en su vertiente de estilística literaria (pues hay una
estilística de la lengua, cuyo mentor es Ch. Bally [1909]17 discípulo de De Saussure), es la de que el lenguaje
literario es un lenguaje especial, desviado respecto al normal. Esta tesis, de amplia tradición en Occidente
(Pozuelo, 19898: 11-39)18, tiene su origen en la propia tradición retórica que había clasificado toda una serie
de recursos, tropos y figuras que el lenguaje literario emplea con gran prodigalidad. La estilística genética o
literatura intenta explicar la génesis, el porqué de esos rasgos que presumiblemente desviaban o separaban la
lengua literaria del lenguaje común. La tesis estilística es que tales desviaciones o “particularidades idiomática”
se corresponden y explican por las particularidades psíquicas que revelan. La lengua literaria es “desvío”
porque traduce una originalidad espiritual, un contenido anímico individualizado. Los datos lingüísticos
objetivan una individualización de la experiencia que excede y precede a su naturaleza puramente formal. Este
desvío es siempre, por tanto, consecuencia de una intuición original, una capacidad creadora e
individualizadora que es la que el método crítico debe descubrir.
Tal presupuesto es común a Leo Spitzer, Amado Alonso, Dámaso Alonso, H. Hatzfeld, Carlos
Bousoño, etc. y reproduce toda una concepción del lenguaje que nace del poderoso árbol de la lingüística
idealista del que la estilística se declara una rama. Conceptos como los de intuición, unicidad se entienden si se
relacionan con el modo dinámico y a la vez ampliamente individualista con que la estilística retorna la
tradición de W. von Humboldt, las tesis estéticas de B. Croce y la perspectiva filológica de K. Vossler
[Terracini, 1966: 72-81; Lázaro, 1980; Alvar, 1977]. B. Croce, en su estética [1902]19, identificaba los
conceptos de arte y expresión y, por tanto, estética y lingüística. El lenguaje, para Croce, nace espontáneamente
con la representación que expresa; intuición y expresión son una misma cosa y no hay distinción empírica entre
el homo loquens y el homo poeticus. Ello convierte el lenguaje en un acto individual y concreto, irrepetido e
irrepetible. El idealismo alemán, por otra parte, acentuó la idea presente en Humboldt del lenguaje como
proceso, energeia, creación. K. Vossler insistiría luego en que la lengua es expresión de una voluntad y de una
cultura que se manifiesta a su través. También converge en la estilística la poderosa influencia de la
fenomenología de Husserl, sobre todo en Amado Alonso y en particular para la idea de la conciencia como
estructura del dato fenoménico; la forma lo es de una intuición y ésta sólo es apresada por la vía del espíritu
reflejado en la lengua [Portolés, 1986: 170]20.
El más conspicuo representante de la estilística literaria es Leo Spitzer, filólogo romanista alemán,
autor de un método estilístico que él mismo ha explicado con magistral detalle [Spitzer, 1948: 21 y ss.: 1960, y
Lázaro, 1980]21. Tal método intenta trazar ese punto entre desvío idiomático y raíz psicológica o etymon
espiritual, en el que encuentran sentido e interpretación unitaria los particulares rasgos de la lengua de un
escritor. La comprensión de la estructura, del conjunto de una obra, ha de ser para Spitzer unitaria y realizarse a
partir de una intuición totalizadora, punto de partida de su famoso método filológico circular que va trazando
círculos de aproximación desde los datos lingüísticos externos a su interpretación global, de naturaleza
intencional. Por ejemplo, el ser Quevedo un hombre angustiado, fruto de dialécticas, tensiones y

109
desengaños, en una época, en el barroco, particularmente agónica, explica los constantes contrastes de su estilo,
la dialéctica del ser-parecer tras la que se oculta una visión desengañada de la realidad. Unicidad, pues, entre
sujeto y objeto de la creación lingüístico-literaria, entre poeta y peculiaridad estilística e intuición totalizadora
capaz de aprehender el centro (psíquico) a partir del detalle filológico (la desviación o forma llamativa), y todo
ello servido por un método estricto por el que llegar al centro del círculo desde la periferia de los datos.
Amado Alonso y Dámaso Alonso coinciden en lo esencial con esta tesis de la intuición totalizadora
como vehículo hacia la génesis de la forma artística en el alma creadora del artista. Amado Alonso incorpora
un rasgo peculiar: su insistencia en el carácter integrador y unitario de la forma artística en que se aúnan y son
indivisibles del sistema expresivo los elementos sustanciales (psíquicos, temáticos, filosóficos) y materiales
(recursos verbales). Toma también de la fenomenología el tópico de la forma intencional como unidad superior
objetivadora [A. Alonso, 1969: 87-107]22. Dámaso Alonso incorpora una inteligente discusión a la teoría del
signo lingüístico de De Saussure, proponiendo frente a ella un significante y un significado complejos donde se
aúnan elementos no únicamente materiales ni únicamente conceptuales respectivamente, sino valores
conceptuales, afectivos e imaginativos de los individuos hablantes. El lenguaje para Dámaso no es sólo hechura
colectiva: la literatura precisamente muestra cómo el signo verbal es complejo y se nutre de valores y
elementos sensoriales, afectivos e imaginativos que añadir a los conceptuales [D. Alonso, 1952]23.
El New Criticism muestra un sentido más débil de la poética formal y una mayor disposición
metodológica, en gran parte por la heterogeneidad de sus miembros, un grupo de profesores y escritores que
no cabe considerar como una escuela con programa y métodos definidos. R. Wellek ha mostrado recientemente
que los “new critics” son poderosas individualidades sin unidad posible [Wellek, 1986: 220] 24. Pero su
aportación es convergente con la estilística y el formalismo ruso en el doble empeño de proponer una
renovación de los estudios literarios tradicionales y de hacerlo en el sentido de una poética inmanente, de
una ciencia de la literatura autónoma. Son algunos de sus miembros I. A. Richards, A. Tate, Y. Winters, P.
Ramson, C. Brooks, R. P. Warren. Se cita a T. S. Eliot y a Ezra Pound como dos creadores-críticos muy
próximos a esta corriente. En lo relativo a su aportación general a la teoría literaria del siglo XX, la primera
sería la de suponer que ninguna construcción teórica externa, ya sea histórica, sociológica, psicológica
puede sustituir la “lectura atenta” (close Reading) como fundamento de una crítica literaria. T. A. Eagleton
[1983: 61]25 ha llamado “cosificación” al tratamiento de un texto en sí mismo, aislado de su contexto y como
fuente principal de la lectura interpretativa (llamada “practical criticism”, título de un famoso libro de I. A.
Richards [1929]26; pero sin duda alguna esa primera reducción metodológica al texto como fuente de toda
lectura crítica, intentando con ello evitar gran cantidad de prejuicios de naturaleza valorativo-psicológica o de
la moral del intérprete, fue necesaria y actuó de base para un profundo cambio en el modo de ser mirada y
enseñada –y la pedagogía literaria siempre fue un punto de interés en la tradición crítica anglonorteamericana-
la literatura.
En este sentido, K. Cohen [1972]27 ha hablado de la oposición del new criticism, con esta lectura

110
minuciosa defendida por Books y Warren en su libro Understandig Poetry [1938], frente a las falacias que
dominaban el acto crítico tradicional: fundamentalmente contra la “falacia biográfica” según la cual el texto es
un documento que se ve explicado y explica a su vez parcelas de la biografía de su autor, y también la “falacia
intencional”, que identificaba el sentido de un texto con la intención del escritor al escribirlo (“el autor ha
querido decir…” es frase crítica aborrecible para el new criticism).
El objetivo y el carácter “impersonal” buscados por estos nuevos críticos se apoyaba en el
convencimiento de que la poesía era una construcción particular, en sí misma válida y autosuficiente, dotada de
lo que Richars llamó “verdad interna”, independiente de su valor referencial.. Ella proporcionó una serie de
estudios sobre el modo de estar organizado el texto literario, de su “retórica especial”, como son los análisis
de complejidad de puntos de vista, estudios de tonalidad poética, una atención muy detallada a los
procedimientos metafóricos, a la ambigüedad e ironía poéticas, etc., que han proporcionado a la tradición
crítica occidental un formidable bagaje y a la crítica literaria norteamericana conceptos claves para el análisis
narrativo y de la retórica de la poesía.
En 1916 se crea en San Petersburgo la sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético (OPOJAZ), que,
junto al reciente Círculo Lingüístico de Moscú, creado en 1915, reuniría a los miembros del grupo que luego
sus detractores llamaron peyorativamente “formalistas rusos”. Ambas sociedades estaban formadas por jóvenes
lingüistas, artistas y estudiosos de la literatura vinculados a la renovación vanguardista del arte y a una
exigencia de rigor metodológico en los estudios lingüísticos y literarios que en las universidades del momento
estaban dominados por el positivismo de los neogramáticos y el idealismo temático-simbolista, contra los que
los jóvenes formalistas reaccionaron radicalmente. V. Erlich [1955: 86] 28, autor de la más importante
monografía sobre esta escuela, marca ya influencia indirecta Husserl, lo que pudo influir por su vocación
inmanentista simultaneada por su interés por los elementos perceptivos del oyente-lector. Erlich también
analiza en la primera parte de su libro la historia externa del movimiento, su relación con el futurismo
poético, sus dificultades con el estalinismo, la fuerte crítica de L. Trosky y su Literatura y Revolución, los dos
exilios con que acabó la escuela del método formal; el exterior; porque algunos de sus miembros, como R.
Jakobson, huyeron a Checoslovaquia, fundando allí el Círculo Lingüístico de Praga; y el interior, porque otros
significados teóricos se silenciaron voluntariamente, como Tinianov o Tomachevski, o hubieron de renunciar a
sus postulados formalistas, como V. Skolovsky.
Cuando un formalista ruso como B. Eijembaum realiza su excelente presentación de la tesis del grupo
en su artículo “La teoría del método formal” [1927] 29, destaca como aglutinante del mismo su interés por los
aspectos generales y teóricos de la literatura, con una metodología fundamentada en el acceso a la “obra en sí”,
pero buscando en ella sobre cualquier otro aspecto lo que la obra literaria enseñaban sobre el modo de ser la
literatura como lenguaje. Rechaza Eijembaum el calificativo de “formalistas” y prefiere la autodefinición de
“especificadores”: esto es, investigadores de las cualidades específicas de la expresión literaria [Eijembaum,
1927: 25]30. R. Jakobson acuña el término de literariedad (literaturnost): “El objeto de la ciencia literaria no es

111
la literatura, sino la literariedad, es decir, lo que hace de una obra dada una obra literaria” [Jakobson, 1921:
46]31. Si definieron con la literariedad un objeto nuevo para la ciencia literaria, quisieron también definir un
método que Eijembaum llama “morfológico”: los rasgos distintivos de la literatura se obtienen mediante el
análisis de los procedimientos de su contribución formal, de su especial modo de ser lenguaje. Incluso los
contenidos, temática, personajes, etc., se subordinan a esa perspectiva unificadora de un concepto de forma
que explica la función de los mecanismos (rima, aliteración, metáfora, personajes, etc.), según el principio
constructivo que actúa como principio dominante. La estructura literaria se ordena, para ellos, según el
principio ordenador de la perceptibilidad de la forma, de la palabra. La literariedad es el resultado de una
revelación de la palabra, de su sonido, de su valor en sí misma y por sí misma, más allá de su referencia. La
literatura es el modo como el lenguaje se estructura para ser percibido como lenguaje nuevo, creativo,
revitalizador del signo.
V. Sklovsky ha explicado este fenómeno denominándolo “extrañamiento” (ampliado luego a
“desautomatización” y “actualización”), como clave explicativa del lenguaje literario. Frente a la lengua
cotidiana, que apenas concede atención a las palabras que proferimos y que nos da una percepción del
mundo desvanecida y automatizada, en el que el signo es un simple sustituto del objeto o cosa nombrada, sin
relieve alguno, la lengua literaria está llena de recursos, artificios y procedimientos para aumentar la dificultad
de la percepción y conseguir de ese modo que el receptor se fije en la forma del mensaje, en la palabra. Es el
volumen superior cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente de “artificio” lo que hace que la literatura nos
ofrezca una visión del lenguaje y no un mero reconocimiento pasivo de su contenido; es el artificio de sus
retardamientos, de sus imágenes, metáforas, de su ritmo poético, de su “desorden” estructural, etc., el que
permite una visión desautomatizada del mundo, como si lo viésemos por vez primera [Sklovsky, 1925;
Pozuelo, 1988: 32-33]32. Roman Jakobson, por esos mismos años, establece ya que la poesía es un arte que
pone al mensaje en cuanto tal, a la forma del signo, en primer orden de importancia, realizando así la que se
llamó función estética (poética dirá luego) del lenguaje.
Si el modo de presentación o recurso, artificio, fue una primera divisa del formalismo, lo fue en el
horizonte metodológico de la confrontación “lengua cotidiana/lengua literaria”, que reflejó una concepción
de poética lingüística sobre la que se construiría todo el desarrollo de las teorías posteriores de la lengua
literaria. Tal perspectiva les llevó a indagar sistemáticamente los procedimientos constructivos del lenguaje
lírico y de la prosa artística, sobre todo del lenguaje narrativo. Fueron los formalistas los que de ese modo
contribuyeron al desarrollo de una moderna concepción de la métrica y los que sentaron las bases de la que
después se llamaría narratología.
Como se verá, debemos a los formalistas una profunda remoción de los hábitos y conceptos del análisis
rítmico, con nociones como la de “impulso rítmico” y “patrón rítmico”, por las que abandonaban una
concepción cuantitativa y aislada de la métrica, para unificar en torno al verso los elementos constructivos de
su forma y la función de la rima, las series aliterativas, en relación con la sintaxis y con la semántica del
poema.
112
En narratología, aparte de la influencia capital que luego tendría el libro Morfología del cuento del
postformalista V. Propp, a quien se le considera la base de los estudios actuales del relato, han sido también
capitales los conceptos de motivación de Tomachevski, que se interesa por el modo cómo se conectan
los distintos episodios o motivos elementales que conforman una historia, concibiendo todo relato como una
composición de estos motivos que son su red temática; pero que se subordinan funcionalmente al principio
constructivo del interés o trama. En toda narración hay una fábula, orden cronológico, lógico-causal, en que
puede traducirse la estructura semántica básica de una historia y un argumento (syuzet) o estructura narrativa,
que es el modo como aquel material semántico se organiza artísticamente.
Si la primera etapa del formalismo ruso, con casi exclusiva dedicación a los mecanismos de
composición líricos y narrativos, renovó los estudios en estas áreas, la segunda etapa vio el planteamiento,
siquiera programático, de una serie de cuestiones como las de evolución literaria, relación de la literatura con
las series no literarias y el funcionamiento de ésta como sistema. Destaca en este campo la obra de I. Tinianov
con su idea de que la evolución literaria no es una sucesión cronológica de datos o acontecimientos externos.
Se debe estudiar la evolución literaria como sustitución de sistemas. Para ello era preciso aclarar que la obra
literaria misma y sus formas constituyen un sistema en el que cada elemento se define por su función –el lugar
que ocupa en ese sistema- y no por su esencia. Tal visión estructuralista se combinó en Tinianov y en las
famosas tesis de Jakobson-Tinianov de 1928, con una consideración dinámica del funcionamiento de los
sistemas culturales. No sólo una obra particular, por ejemplo El Quijote, funciona como un sistema
jerárquico de dependencias internas en el que hay elementos que son dominantes como la contraposición serio-
cómico, realidad-ficción, sino que la literatura en su conjunto es un sistema, pero dinámico, cuyos cambios
obedecen a la sustitución de los principios dominantes por otros, cuando aquéllos se han lexicalizado o
automatizado.
Con estas teorías, el último formalismo supo relacionar la poética con la historia y adelantar intereses
propuestas sobre fenómenos no unilaterales como la parodia, el arcaísmo, la función del cliché o del argot, la
metáfora gastada, etc. No pudo el formalismo ruso desarrollar tales tesis programáticas que paulatinamente se
abrían desde su inicial interés formal-composicional hacia el estudio de cómo la obra literaria, siendo sistema,
lo es en el seno de conjuntos más amplios, que también son susceptible de ser considerados sistemas: el
literario, el histórico, el de la vida social, etc. Actualmente se está revelando una imagen del formalismo cada
vez más entroncado con preocupaciones recientes de la teoría.
Exiliado de Rusia, R. Jakobson funda en 1926, junto con Trubetzskoy, Mukarovsky y otros filólogos,
el Círculo Lingüístico de Praga, donde se dieron las bases de la fonología estructuralista y donde se insistió en
la tesis de la literatura como cumplimiento de la función estética del lenguaje (tesis 3c de las conocidas como
“tesis de 1929”).Un nuevo exilio, a causa de su origen judío, llevó a Jakobson desde Praga a Estados Unidos,
donde coincidió con un antropólogo francés, también huido de la invasión nazi, C. Lévi-Strauss, relación que
sería muy importante para la difusión del método estructuralista y su extensión a distintos saberes
humanísticos.
113
Los años sesentas fueron para la teoría literaria, la psicología, la antropología, etc., los años del
dominio de las tesis estructuralistas. La lingüística, nacida a partir del Cours de F. De Saussure, y en especial el
desarrollo de un sistema fonológico que descubría ciertas invariantes universales –rasgos de oposición binaria
comunes a todas las lenguas- hizo que el estructuralismo se acomodara en la lingüística como el proyecto
central que definía el método analítico de las ciencias humanas. También de las literarias, mucho más cuando
los principales mentores, R. Jakobson, Lévi-Strauss, A. J. Greimas, se ocuparon de los textos literarios
observándolos desde las categorías, distinciones e hipótesis de la lingüística como sostuvo con una gráfica
metáfora F. Jamesos, todo se repensó desde la “cárcel del lenguaje”. Un mito, un cuento, un poema, un sistema
de parentesco, los vestidos de la moda “pret-à-porter” eran objetos tras los que se buscaba el sistema o
estructura que informaba las relaciones que entre sí establecían sus unidades –mitemas, funciones, actantes-
revelándose pronto que esa estructura o sistema de relaciones respondía con sus paralelismos, equivalencias y
oposiciones binarias a ciertas constantes universales, a un “langue” que subyace y otorga su lugar –función- y
su valor a los hechos particulares.
Aunque algunos detractores menos inteligentes pretendan reducir el estructuralismo a un ciego
mecanismo analítico, la lectura atenta de Lévi-Strauss, de Jakobson, de Greimas, muestra que el
estructuralismo fue un proyecto intelectual de amplio alcance, radicalmente antipositivista, que pretendían
descubrir en las distintas facetas del comportamiento humano –los diferentes textos- principios universales, un
código explicativo, una gramática proyectiva común y superior a ellos, que, de modo implícito o subyacente,
regía su construcción, su forma. El significado de un elemento es el lugar que ocupa en sus relaciones
opositivas con los otros elementos dentro del sistema del que forma parte. Los estructuralistas analizaron la
poesía y los relatos buscando en ella y ellos una estructura y un funcionamiento análogo a la estructura que en
las lenguas había revelado la lingüística estructural.
Para la teoría de la poesía fueron muy importantes las actualizaciones que R. Jakobson hizo de las
viejas tesis formalistas y del círculo de Praga sobre la dinamización desautomatizadora de la palabra por el
expediente de volcar la atención del oyente sobre la propia forma del signo. En 1958 Jakobson cierra un
simposio sobre Estilo del lenguaje con una ponencia titulada “Lingüística y poética”. Allí vuelve a recordar la
tesis 3c de 1929 y sus teorías sobre la dominante estructuradora de la poeticidad expuestas ya en su estudio
sobre Xlebnikov de 1919, para subrayar que en la poesía el relieve del signo, el hacer patente la forma del
mensaje, es el principio constructivo dominante de la que se denomina en 1958 “función poética”. Para
lograrlo, el lenguaje poético se llena de recurrencia, reiteraciones de lo ya dicho (verso, rima, aliteraciones,
paralelismos, etc.) Toda esta construcción recuerda el principio gramatical por el que un paradigma –por
ejemplo, los verbos en las conjugaciones- se hace memorable, repite estructuras idénticas. La poesía proyecta
en la cadena sintagmática el principio constructivo de la semejanza paradigmática. Para Jakobson la poesía de
todas las lenguas y épicas responde a este principio universal de organización recurrente que hace a la palabra
poética memorable, fácil de recordar, y ese principio responde al mismo tiempo a un fundamento

114
gramatical que rige las series metafóricas –que proceden por semejanza-, los paradigmas verbales, etc. El
principio gramatical de toda poesía es que la contigüidad, la cadena, la sucesión de sonidos, frases, etc., se
llena de semejanzas, de paralelismos, de recurrencias. Como recordará S.R. Levin luego con el término de
coupling, el lenguaje poético posee una estructura acoplada: sus versos son repeticiones de esquemas
semejantes en lugares también semejantes, lo que facilita la perdurabilidad y permanencia del mensaje poético
[Pozuelo, 1988: cap. 3].
El amplio debate que se originó a partir de la tesis de Jakobson y del análisis conjunto que con Lévi-
Strauss hizo del soneto “Les Chats” de Baudelaire, supuso un punto de reflexión importante sobre lo que
acertadamente llamó Vidal Beneyto, al antologar los principales ensayos de ese debate, las Posibilidades y
límites del análisis estructural (1981). Algunos participantes en ese debate mostraron el carácter reduccionista
del análisis de los dos grandes maestros estructuralistas, que se habían fijado en esquemas de inmanencia y de
composición paralelística, dejando fuera otras cuestiones muy importantes para comprender la lengua poética
de Baudelaire, pero también es cierto que ofreció la teoría literaria, aparte de una tesis general de amplio
rendimiento analítico en muchos y diferentes textos, un proyecto de lectura tabular, vertical, de la estructura de
un texto, de modo que en las controversias sobre interpretaciones semánticas –en las que Jakobson y Lévi-
Strauss no entraron deliberadamente- pagaba su tributo rigurosamente acontenidista, propio del formalismo
estricto, pero también obtenía una ganancia: los textos poéticos también se dejan analizar como poseedores de
una poderosa estructura formal que conviene tener en cuenta y que ha modificado la crítica literaria de
Occidente al propiciar que los poemas sean investigados por las relaciones que sus versos, figuras, esquemas
sintáctico-poéticos, establecen entre sí en el seno de esa estructura que es todo texto. La noción de isotopía
semántica que trajo a la crítica A. J. Greimas y que ha demostrado ser una noción rentable incluso para las
interpretaciones, se construyó sobre ese mismo principio jakobsoniano. A. J. Geimas y su discípulo F. Rastier
establecían que la lectura misma es el trazado de una serie de isotopías, de convergencias (ése es término que
también utilizó Riffaterre), de modo que la relación de recurrencia de determinados semas permitiría objetivar
lo que la crítica impresionista llamaba el tema de un texto, solamente que ahora se posibilitaba que esa lectura
explicitara las bases semánticas de su propia interpretación.
Donde más desarrollo obtuvo el proyecto textual estructuralista fue en el análisis de relato, cuando el
estructuralismo francés, manejando a un mismo tiempo las tesis posformalistas de Propp y las estructuralistas
de Lèvi-Strauss, pudo fundamentar una Narratología como teoría general de los relatos. R. Barthes, A. J.
Greimas, T. Todorov, C. Brémond, G. Genette revolucionaron los estudios tradicionales de narrativa literaria y
no literaria. La hipótesis de partida es la misma que la de la fonología y la explica bien R. Barthes en su
“Introducción al análisis estructural del relato” [1966]33; no existen los relatos sólo en su efímera
individualidad; al contrario, los relatos de todos los tiempos y de todas sus manifestaciones (mito, cuento,
novela, film, chiste, etc.) tienen una estructura en gran parte semejante, son “parole” de una “langue” o
ejemplos de una gramática que actúa revelando su estructura profunda o subyacente, invariante, a través

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de manifestaciones superficiales aparentemente muy distintas. Una misma función, “por ejemplo, búsqueda
del objeto deseado”, puede cubrirse temáticamente de muy distintas maneras. Igual para los personajes que
reproducen ciertos lugares universales de la acción, son actantes de un modelo general que posee una nómina
muy reducida de invariantes para gran cantidad de caracteres variables, según, otra vez, el modelo de economía
gramatical.
Para la teoría literaria en general, y por encima del rendimiento operativo de los análisis poéticos y
narrativos, el proyecto estructuralista sometía la literatura a un desafío: enfrentarse a la posibilidad de una
estructura teórica donde el valor de la crítica se subordinase al rigor del método y a su capacidad explicadora
de esquemas subyacentes no visibles en la apariencia exterior de los textos. En ese sentido el estructuralismo
extremó –por la exigencia del método y por las exigencias de una terminología a veces demasiado forzada o
críptica- el afán de constituir la teoría literaria como ciencia de la literatura, pero cuyo objeto dejaran de ser los
textos, las obras literarias en su historia y su valor, para crear en su lugar un nuevo objeto, adecuado al método:
la literatura como construcción del lenguaje, olvidando con ello –por la exigencias de ese método inmanentista
y sincrónico- que todo signo, y el literario muy en especial, es inseparable no sólo de su historia, sino también
de su valor de uso en complejos sistemas de codificación y descodificación donde interviene el contexto
pragmático, la ideología, la cultura, etc. El estructuralismo realizó una reducción metodológica del signo a su
forma verbal autónoma y sincrónica, lo que sirvió de talón de Aquiles. La pragmática, la semiótica de la
cultura, etc., vinieron a cuestionar desde sus lugares el ideal inmanentista y supusieron la crisis definitiva de la
poética formal-estructuralista.
______
1. V. Erlich. El formalismo ruso. Barcelona, Edit. Seix Barral, 1974.
2. T. Todorov. Théorie de la littérature. París, Edit. Seuil, 1965.
3. Booth, W. Critical Understanding. The Powers and Limits of Pluralism. Chicago and London, University of
Chicago Press, 1979; Villanueva, D. El polen de ideas. Barcelona, PPU, 1991.
4. R. Picard. Nouvelle critique ou nouvelle imposture. París, J. J. Pavet. 1965.
5. R. Barthes. Crítica y Verdad. México, Siglo XXI, 1971 (1966).
6. R. Barthes. Ensayos críticos. Barcelona, Seix Barral, 1967 (1964).
7. Lentrichia. F. Después de la “Nueva críticas”. Madrid, Visor, 1990 (1980).
8. R. Rorthy. La filosofía y el espejo de la naturaleza. Madrid, Cátedra, 1983.
9. Portolés, J. Medio siglo de filología española (1896-1952). Madrid, Cátedra, 1986.
10. Erlich, V. El formalismo ruso. Barcelona, Seix Barral, 1974 (1955).
11. Coseriu, E. Lecciones de Lingüística General. Madrid, Gredos, 1981.
12. Fokkema/Ibsch. Teorías de la literatura del siglo XX. Madrid, Cátedra, 1977: 170-173; Acosta, L., El
lector y la obra. Teoría de la recepción literaria. Madrid, Gredos, 1989, y Villanueva, D. El polen de ideas.
Barcelona, PPU, 1991.

116
13. Campillo, A. “La filosofía, hoy”. En: AA. VV. Historia de la filosofía. Universidad de Murcia, 1988: 316;
Eagleton, T. Una introducción s la teoría literaria. México, FCE, 1988 (1983).
14. Pozuelo Yvancos, J. M. “Una crisis descentrada”. En Anthropos, 129, febrero, 1988.
15. Dámaso Alonso. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, Gredos, 1971.
16. Paul Válery. Introducción a la poética. Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1975.
17. Ch. Bally. Traité de stylistique francaise. París, Kliencsieck,1951 (1909).
18. Pozuelo, J. M. Teoría del lenguaje literario. Madrid, Cátedra, 1988.
19. Terracini, B. Análisis estilística. Teoria, storia, problemI. Milan, Feltrinelli, 1966: 72-81; Lázaro, F. “Leo
Spitzer o el honor de la filología”. En: Leo Sptzer. Estilo y estructura en la literatura española. Barcelona,
Crítica, 1980; Alvar, M. La estilística de Dámaso Alonso. Universidad de Salamanca, 1977.
20. Portolés. Ob. Cit.
21. Spitzer, L. Lingüística e Historia Literaria. Madrid, Gredos, (1948): 21 y ee.: Lázaro, F. Ob. Cit.
22. A. Alonso. Materia y forma en poesía. Madrid, Gredos, 1969.
23. D. Alonso. Ob. Cit.
24. Wellek, R. Historia de la crítica moderna. VI. Crítica americana (1900-1950). Madrid, Gredos, 1986: 220.
25. T. A. Eagleton. Ob. Cit.
26. I. A. Richards. Literatura y crítica. Barcelona, Seix Barral, 1967 (1929).
27. K. Cohn. “Le New criticism aux Etats Unis (1935-1950)”. En: Poétique, 3.
28. V. Erlich. Ob. Cit.
29. Eijembaum, B. “La théorie du méthode formel” (1927). En: T. Todorov (ed.) Théorie de la littérature.
París, Seuil, 1965.
30. Eijembaum, B. Ob. Cit.
31. Jokobson, R. Questions de poétique. París, Seuil, 1973 (1921).
32. Sklovsky, 1925. En: Todorov, Ob. Cit.; Pozuelo, Ob. Cit..
33. Barthes, R. Ob. Cit.

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NOTAS

1. VARGAS LLOSA, Mario: “La Literatura y la Vida”. Discurso pronunciado con motivo de la entrega del
título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Pau et des Pays de l´Adour, Pau, Francia, 23 de
octubre de 2001.
2. BADARACCO Jr., Joseph L. “El liderazgo en la literatura. Una conversación con el especialista en ética de
los negocios.”, en Otra voz, Harvard Bussiness Review, marzo de 2006, pp. 36-42.
3. AÍNSA, Fernando. “El cuento latinoamericano: Un pájaro barroco en una jaula geométrica.”, en
bidi.xoc.uam.mx/resumen-articulo.
4. CACERES, Germán: “El cuento latinoamericano”. Ponencia pronunciada el 30 de setiembre de 2007 en el
Congreso Literario denominado FIPORTO, que tuvo lugar en Porto de Galinhías, Pernambuco, Brasil.
Publicado en letras-uruguay. espaciolatino. com/aaa/.../cuento_latinoamericano.htm.
De nacionalidad argentina, economista, de formación autodidacta en base a la intensa lectura en la
literatura.
5. MILÁN, Eduardo Félix. “Visión de la poesía latinoamericana actual”. Conferencia dictada en la Biblioteca
General de Madrid en julio de 1995. El texto ha sido cedido por el autor para Insomnia, que lo publicó
en su Nº 59.
Escritor, poeta y crítico literario de nacido en Uruguay, colabora en varias revista.
6. MILLÁS, Junan José. “Leer novelas fortalece el aparato imaginario. Artículo periodístico publicado en
revista de agosto del diario El País del martes 23 de agosto de 2016, pp. 26.
7. ALEGRÍA, Fernando. La novela hispanoamericana siglo XX. Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1° ed., 1967.
Escritor, crítico literario y diplomático chileno.
8. VÁSQUEZ GONZALES, Duller Manuel. “El teatro peruano”, en Sinopsis del teatro occidental y peruano.
Lima, Edit. San Marcos, 1° ed., 2004. El autor es profesor de educación secundaria en la especialidad
de Ciencias Sociales y Educación por el Arte. Autor de diferentes obras teatrales de carácter regional
amazónica, tal vez el único autor teatral en nuestros días en esta vasta región, formó el grupo de teatro
TINAJA. En la actualidad investiga temas relacionados con el teatro en nuestra Región.
9. www.ecured.cu/index.php. Teatro latinoamericano. En internet, 12-06-2018.
10. POZUELO YVANCOS, José María: “La teoría literaria en el siglo XX”.
Texto que forma parte de Teoría del lenguaje literario. Madrid, Edit. Cátedra, 1988 de José María
Pozuelo Yvancos.
Teórico y crítico español, colabora en el suplemento cultural del período ABC.

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Esta obra se terminó de imprimir en el
mes de agosto de 2018, por encargo de la Edit. Armay en los talleres
gráficos de CREATR Imprenta S.R.L. Yavarí 840, Telef. 065-234568
Iquitos – Perú

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