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El Cristo chino de Gastón Soublette

Jesús de Nazaret predicó y practicó una sabiduría ética que era desconocida para su pueblo, pero
no para los padres espirituales de la China, Confucio y Lao Tse, quienes cinco siglos antes habían
proclamado un modelo de hombre justo y sabio sorprendentemente similar. Es lo que Gastón
Soublette (89) intenta demostrar en “El Cristo preexistente”, su nuevo libro. Pero su hipótesis va
más allá: la coincidencia se explicaría porque tanto Jesús como los maestros chinos, críticos del
nuevo orden civilizado, quisieron devolverle al mundo una sabiduría más armónica que había sido
olvidada. Si Soublette tiene razón, los pastores de las etnias trashumantes entendían este universo
mucho mejor que nosotros.

Cuando Jesús predica las Bienaventuranzas en el Sermón del Monte (el primero del Nuevo
Testamento), comienza a dispersarse por Medio Oriente un extraño mensaje que parece ajeno a la
cultura de sus pueblos: en lugar de castigar al que nos ofende, hay que apiadarse de él, y antes de
imponernos a los otros, conviene saber que los últimos serán los primeros. El predicador en
cuestión se decía hijo de Dios, pero ni sus propios discípulos entendían por qué se rebajaba a
lavarles los pies, o les advertía que para aspirar a ser el primero de ellos debían ubicarse en el
último puesto y servir a todos los demás. Nadie, mucho menos un rey, se había comportado así.
Nadie, tampoco, podía saber que ese modelo de conducta había sido perfilado en la lejana China
hacía más de quinientos años.

“Si el sabio quiere ser el señor de su pueblo, debe tratarlo como su servidor. Si quiere ser cabeza
de su pueblo, debe ubicarse al último”. “A los hombres que no son buenos, ¿por qué habría que
rechazarlos?”. Ya no son citas de los evangelios, sino del Tao Teh King de Lao Tse. Y son apenas dos
de las innumerables similitudes que Gastón Soublette reporta entre ambos textos –además del I
Ching y otros clásicos confucianos– en “El Cristo preexistente” (Ediciones UC), quizás la mayor
síntesis de sus indagaciones en la historia espiritual del ser humano. No en vano Soublette,
católico desde niño, iba en camino de volverse ateo hasta que la sabiduría oriental lo llevó de
regreso a Cristo. Desentrañar esos vínculos, dice, es todavía una tarea pendiente.

A eso se aboca en este ensayo que, con una claridad al alcance de cualquiera, busca los indicios de
una sabiduría remota que puso las virtudes del amor y del desasimiento por sobre toda voluntad
de construir y dominar el mundo.

Porque al situar ese duelo de linajes espirituales en una perspectiva histórica y mística (rebasando
su dimensión filosófica), Soublette retrotrae las coincidencias entre Cristo y los pensadores chinos
a una hipótesis arriesgada que en él parece una convicción: existió, antes de las grandes culturas,
una sabiduría superior a la actual que extraía sus virtudes éticas de la observación cósmica, y que
resultaba de la experiencia de vivir en comunidades insertas en un orden natural. Eso hasta la
irrupción del orden civilizado, creado por el hombre racional que ya no observaba el cosmos para
estar en sincronía con él, sino para someterlo a su voluntad; que ya no concebía el equilibrio de
fuerzas, sino el crecimiento ilimitado de la suya.
Esto equivale a decir que Dios –o el Cielo, en la nomenclatura china– nos dio el conocimiento para
reformar y arbitrar el mundo, pero en ese mismo acto nos quitó la virtud de comprender su
sentido, que sí poseían –por pura experiencia– nuestros ancestros. Chinos y hebreos, dice
Soublette, compartían la conciencia de esa virtud perdida, y eso explica que los libros sapiensales
chinos describieran a un hombre “sabio” o “perfecto” tan parecido al salvador que nacería en
Israel.

CAÍDA Y SALVACIÓN

Para seguir ese traumático paso de la tribu a la civilización, el autor emprende un cautivante
recorrido por las historias del pueblo judío y del Imperio chino, pesquisando sus mitos en común.
El más importante, la Caída original, provocada por la aparición del saber. “Cuando los hombres
conocen lo bello como bello, entonces surge lo feo. Cuando los hombres conocen el bien como
bien, entonces surge el mal”, dice el Tao Teh King. La serpiente que tienta a Eva a morder el fruto
del conocimiento, lo mismo que Caín, el emprendedor que mata a su hermano por orgullo,
representan la barbarie civilizadora: la ruptura de las tribus de Israel con el orden natural, su
expulsión del paraíso y el calvario de construir un mundo que perdió su divinidad.

Las fuentes chinas intrigan aún más a Soublette porque relatan esa caída como una sucesión de
etapas históricas concretas (las “diez edades”). Así la conciencia de esa pérdida cree basarse en un
recuerdo, no en un simple mito. Recordemos que Confucio y Lao Tse no fueron el brazo espiritual
de un imperio naciente, sino los grandes críticos de uno en decadencia –el de la dinastía Tchou–
que había invertido la escala de valores hasta volverse ciego a todo lo que no fuera poderoso y
triunfal. Desde su puesto en la biblioteca del palacio imperial, Lao Tse era testigo de una casta
gobernante formada por moralistas codiciosos y frívolos, muy similar a la que desafió Jesús.
Ambos maldijeron también, con una irritación inusual en ellos, la avidez por acumular riquezas.

En todo caso, lo central para Soublette no es que Jesús y Lao Tse anuncien el mismo extravío, sino
el mismo camino de regreso a la verdad de Dios o la virtud del Tao, o sea, a la sabiduría que da
sentido al conocimiento. Mientras la razón civilizadora tiende a la hipertrofia que anula las
medidas de su entorno y nos deja sin punto de equilibrio, el taoísmo busca arraigo en la trama
vital del universo y comprende que sus movimientos surgen de la interacción entre lo creativo (el
yang) y lo receptivo (el ying), entre el Cielo paterno y la Tierra materna que “se atraen
mutuamente”, según el I Ching. Quien acepta estar regido por estas leyes, busca “equilibrar su
temeridad con la fuerza amansadora de la receptividad” (Soublette) y llevar su energía creativa a
su justa intensidad. O en palabras de Lao Tse: “El que conoce su fuerza masculina pero se atiene a
su fuerza femenina, se vuelve como el profundo cauce del mundo”.

Cristo no enseña armonías cósmicas, pero su mensaje traería implícito el retorno a un orden
primordial y por eso no es casual que el taoísmo y el cristianismo, en el plano ético y social, se
transformen en doctrinas muy similares cuyo común denominador es el amor. “Cuando el Cielo
quiere salvarnos, nos salva con el amor”, dijo Lao Tse, y el salvador que mandó Dios no venía a
otra cosa. Soublette lleva los paralelos hasta las últimas consecuencias y realmente sorprende la
redacción casi idéntica de muchas sentencias en los textos mencionados. Se entiende que aquí
“amor” resume una larga lista de cualidades que finalmente describen un modelo de hombre
justo, comprensivo, desprendido. Se trata de oponer a la potencia depredadora lo que Lao Tse
llama “la fuerza que no lucha”, la suavidad del agua vence a la dureza de la piedra. Por eso la
pasividad de Jesús frente a sus verdugos, su serenidad en el martirio, resuenan en muchos pasajes
del Tao Teh King. Se trata de oponer también, al orgullo del ganador, la humildad que es su propio
triunfo. Si Jesús asegura que “aquel que se humilla será ensalzado”, Lao Tse afirma que el sabio
“no se exalta, y por eso es exaltado”. Y su tiro de gracia a la egolatría: “Si el Cielo y la Tierra duran
desde siempre, es porque no viven para sí mismos”.

SABER Y NO SABER

No es un detalle menor que Confucio y Jesús se demoraran tres siglos en alzarse como pilares
espirituales de sus respectivas culturas. Jesús murió confiado en ello porque hasta la cruz era parte
del plan, pero Confucio concluyó con amargura que los nuevos tiempos no estaban para viejas
virtudes. Es inevitable advertir que Soublette se identifica con ese pesimismo respecto de la época
actual, pero él pone énfasis en la pregunta optimista: ¿por qué vías misteriosas, inconscientes, los
hombres movidos sólo por el espíritu terminan incubando las transformaciones culturales más
poderosas? Aquí despierta su sospecha sobre una sabiduría primigenia que se resiste a
desaparecer.

El buen guía de un pueblo, para Lao Tse, es el hombre capaz de influir por su ser y no por su hacer
(la fuerza que no lucha); el que atrae a los demás sólo porque conserva en sí la “gran imagen” de
las virtudes espirituales que están ausentes del mundo. Soublette sugiere que el viejo chino, al
decir esto, parece estar viendo a las multitudes que rodearían a Jesús en busca del poder que
veían actuar en él. Confucio, sin ir más lejos, llegó a presagiar la figura de un redentor (“un santo
esperado desde hace largos siglos”, al decir de otro maestro de su escuela) que vendría a
restablecer el sentido perdido.
Pero Lao Tse no define a ese hombre sabio adivinando el futuro, sino evocando el pasado. Se
refiere a los más antiguos soberanos de los territorios chinos. Ellos originaron la sabiduría que él
transmite en el libro del Tao, y son sus modelos de perfección por no haber interferido en la vida
de sus pueblos con proyectos constructores que alejaran al orden social del natural (“¿Quién
entiende que el orden no se alcanza tratando de poner orden?”). También Confucio se asume
difusor de esa sabiduría arcaica que no debía perderse, pues fue la que los soberanos santos
recibieron del Cielo. Pero no estamos hablando de grandes emperadores, sino de pastores y guías
de pequeñas etnias, y ahí estaría la clave del asunto: los dos mayores sabios chinos remitieron lo
que sabían a hombres que, entre el cuarto y el segundo milenio a. de C., pensaron y actuaron muy
parecido a Jesús de Nazaret, quien asimismo se comportó como un primitivo cuya misión era
recordarle a la civilización cuál era el sentido original del mundo. Entonces, pregunta Soublette,
¿hay indicios para pensar que existió una primera humanidad virtuosa y sabia, íntegra en su
desnudez, antes de desviar su conciencia hacia la voluntad de someter el mundo a su propia
razón?
Intentar una respuesta es pedirle a la razón que haga memoria de su propia inexistencia. Soublette
presenta evidencias persuasivas, muchas más de las que caben aquí, pero complementadas por
una dosis de fe que le permite no racionalizar del todo los textos bíblicos y sapiensales (y acá
hemos respetado la manera en que él los presenta). Sólo a falta de esa fe, quizás faltaría confirmar
si en ese pasado tribal, libre de leyes antropocéntricas, reinó la armonía de la ley natural y no el
rigor de la ley de la selva, sólo que a menor escala y con menos poder destructivo; si
efectivamente los primeros patriarcas fundaron algo muy distinto a lo que hoy entendemos por
patriarcado; si aquella inocencia edénica, entonces, brilla al fondo de una memoria sobreviviente y
no en la mitología retroactiva de una especie que desarrolló su razón y su romanticismo al mismo
tiempo. Lo segundo no objetaría en nada la profundidad de una sabiduría cósmica ancestral (que
Soublette refuerza con ejemplos de la cosmología mapuche), aunque sí los alcances de su
correlato ético. Y desde el extremo opuesto, no le vendría nada de mal a la teología católica –tan
reducida a la moral– incorporar esta dimensión cósmica que “El Cristo preexistente” recupera de
los evangelios, lo cual fue observado por el cura jesuita Jorge Costadoat en la presentación del
libro.

Soublette encara hacia el final, de manera tentativa, la pregunta más sensible: si acaso la
civilización actual, su desmesura inevitable, su necesidad de orden y cálculo, son compatibles con
los modelos de pensamiento y de conducta que enseñaron los protagonistas de su ensayo.
Confucio se resignaba a ese crecimiento irremediable, pero no perdía todas las esperanzas. Lao
Tse no admitía adecuación posible, y por eso se complacía en su aislamiento: “La grandeza de mi
doctrina es conocida, pero en el mundo se la considera en algún sentido inoperante. Y es
justamente porque es grande que en algún sentido se vuelve inoperante”. Soublette se cuestiona
si esa incompatibilidad nos obligaría a considerar todo el patrimonio cultural creado en los últimos
cinco mil años como un lastre que, dicho en simple, nos aleja de lo que es bueno. Para
responderse cita lo que alguna vez le confidenció Enrique Lihn: “Yo no vivo, y es el hecho de no
vivir el que genera en mí la poesía”. Esto sintetiza su intuición de que las mayores creaciones de la
cultura han sido sólo una labor compensatoria de ese mundo más vital que, tal vez, la misma
cultura nos esconde.

Entonces Soublette cede la palabra, porque él tiene fe y continuar ese razonamiento sería concluir
que ya quedamos atrapados en la burbuja. Dentro de la cual todos sabemos que la “fuerza que no
lucha” vale más que las pasiones y posesiones que nos ocupan el día, pero casi nadie sabe vivir
como si lo supiera porque Cristo nos salvó de la soberbia pero no de la serpiente. Menos mal que
la razón siempre deja un flanco abierto. Lo advirtió Lao Tse, que después de escribir el Tao Teh
King se fue a vivir con las tribus bárbaras de la frontera y nunca más se supo de él.

“El Cristo Preexistente”

En este extracto del libro "El Cristo Preexistente" de Gastón Soublette, el filósofo, musicólogo y
esteta chileno estudia la antigua sabiduría del extremo oriente y la virtud del hombre ante el
análisis de Cristo como modelo de sabiduría y pensamiento.
La sabiduría cósmica china, heredada de un pasado remoto, como doctrina y enseñanza se
desarrolla en el crecimiento de la cultura.

Su paradigma fundante es el orden natural, aun en el sistema confuciano, el cual, no obstante, se


define como una sabiduría de la cultura.

De la sabiduría se sigue necesariamente el concepto de "cultivo de sí mismo", a la manera de un


proceso constante de rectificación y purificación de la vida, por el que el hombre pasa a raíz de
una decisión fundamental de trabajar sobre sí mismo para seguir un comportamiento sensato,
esto es, conforme al sentido.

Sobre esa base, la mente del hombre natural distingue intuitivamente dos modalidades
fundamentales de comportamiento de las cosas y los seres vivos.

Una de carácter creativo, fuerte, y otra de carácter receptivo, suave. Esta bipolaridad lo cubre
todo, y es la base del discernimiento por analogía.

Nada hay en el universo que no pueda ser clasificado conforme a esta dialéctica cósmica, la cual
determina la naturaleza de todas las cosas.

Así todo lo que es creativo y fuerte tiende a asemejarse por su modo de comportamiento, aunque
se trate de objetos muy disímiles en su apariencia.

Se trata de una intuición que determina el lenguaje en sus formas originarias. Todo discurso
humano dirigido al entendimiento mediante metáforas tomadas de las cosas, seres o fenómenos
naturales se aproxima a lo que ha debido ser el habla de la prehistoria. (…)

Cabe preguntarse cómo surgió la sabiduría cósmica, es decir, el conocimiento del sentido desde el
orden natural.

Para eso es preciso superar la racionalidad occidental cuya tendencia discriminadora busca
siempre definir taxativamente los diversos aspectos de la realidad, llevada por un impulso original
hacia la consistencia del ser, lo cual determina la compacta solidez y verticalidad de sus conceptos,
dejando en evidencia el carácter de ese conocimiento como un saber de dominio.

Esta tendencia debilita al extremo la noción de unidad, y corresponde al pensamiento solidificado


y mecánico del orden urbano.

De ahí surge una oposición entre el orden construido y el orden dado, vigente hoy como el rasgo
más determinante de nuestro modelo de civilización.

Para entender qué se quiere decir y hacia dónde se dirige esta reflexión es preciso partir de la base
de que todo pueblo cuya cultura esté asentada en el orden natural genera una sabiduría en la que
prima el concepto de mutación sobre el concepto de ser o esencia.
Se entiende por mutación, en este caso, el modo de comportarse de las cosas en el concierto del
movimiento global, y distinguiendo en ese comportamiento los aspectos favorables o
desfavorables, fastos o nefastos para la comunidad. (…)

Esta visión del mundo basada en el cambio más que en el ser de las cosas es la que conlleva
necesariamente la noción y el sentimiento de la unidad del mundo.

Esto es, el mundo como un organismo o macrosistema en el que todo está interrelacionado, y no
como un conjunto de cosas que se suman y superponen.

De esta visión de mundo surge un saber basado en la organicidad del espacio tiempo.

Todos los pueblos en su origen han vivido insertos en el orden natural y han concebido el mundo
como un organismo en constante mutación.

Y todos los que han pasado de ahí a su fase civilizada han tendido a alejarse de esa cosmovisión en
favor de un saber discriminador cuyo desarrollo, en el grado en que hoy se halla, ha terminado por
anular la noción de unidad.

Asimismo la atrofia de la intuición que percibe la unidad se ha desarrollado paralelamente a una


separación creciente ocurrida entre el hombre y el mundo, hasta constituir el clásico par de
opuestos del sujeto y el objeto.

Porque el objeto, en este par de opuestos, es revestido de una consistencia que lo extrapola del
hecho real de hallarse inmerso en el tiempo y sujeto a un cambio permanente.

El mismo principio que constituye esta polaridad contiene, como concepto, el supuesto de que el
objeto como tal es algo fijo, como fijas son las magnitudes mensurables del espacio-tiempo.

Lo que no puede imaginar la mente del hombre que se concibe a sí mismo solo como un sujeto
que está frente al mundo como objeto es que, en una concepción del mundo como mutación, la
mente humana no puede extrapolarse del total, porque toda mutación ocurre en simultaneidad
con el acontecer psíquico humano. (…)

El inconsciente siempre está ahí expresándose para cualquier observador que sepa escrutar su
comportamiento y el de otros, pero sus fuerzas subterráneas el sujeto no puede hacerlas
conscientes mientras viva en la creencia de que los móviles de sus actos son decisiones libres
generadas en el discurrir autónomo del instante.

El acontecer objetivo es un correlato analógico del acontecer psíquico justamente por la base
inconsciente sobre la que actúa la mente consciente.

En esa base inconsciente reside la memoria genética de la especie en forma de arquetipos, que
son patrones de pensamiento y acción que desde la trastienda fijan límites simbólicos a la acción
de los individuos y las comunidades.
También en el espacio inconsciente de la mente se acumula la experiencia individual del sujeto y
actúa sobre él aunque este no lo perciba.

Desde el punto de vista de la sabiduría, el hombre accede a un comportamiento sensato solo


cuando es capaz de hacer consciente las pulsiones inconscientes que ordinariamente condicionan
sus actos.

Tal resulta ser la vía central del trabajo sobre sí que el hombre debe hacer.

Confucio, en su tratado denominado Ta Hio ("El gran estudio"), se refiere a este aspecto del
comportamiento sensato de los hombres sabios, describiendo el proceso interior que precede a la
toma de decisiones de un buen gobernante.

Según Confucio, cuando un sabio soberano de la antigüedad quería poner orden en el imperio
empezaba por poner orden en su casa.

Para poner orden en su casa ordenaba sus pensamientos, y para ordenar sus pensamientos ponía
orden en su corazón (centro de la conciencia y asiento de la mente). Para poner orden en su
corazón, él escrutaba los móviles ocultos de sus propios actos.

En este lenguaje, con la palabra oculto se alude a lo que no es inmediatamente manifiesto para el
yo consciente.

Se supone que el esfuerzo de hacer consciente lo que está en uno, pero que por alguna razón el
sujeto no repara en ello, exige un temple moral que no es común, porque significa que en ese acto
extraordinario de autoconocimiento, el sujeto está dispuesto a mirar cara a cara sin atenuantes ni
autocomplacencia lo que en él no está conforme a la ética ni se corresponde con su dignidad.

Se trata de lo que en el tratado Ta Hio se designa con la expresión "perfeccionar los conocimientos
morales", o escrutar el "principio de las acciones".

El hombre sabio, conforme a esta enseñanza de Confucio, es aquel que tiene la calidad ética para
enfrentarse a sí mismo y mantiene una relación fluida y alerta frente a su interioridad más
profunda.

En esa relación no solo se trata de tener el coraje de asumir lo que Jung llama la "sombra" de la
psique (ver capítulo II del libro Aion, contribución a los simbolismos del sí-mismo de Carl Gustav
Jung), esto es, el aspecto oscuro que cada cual tiene dentro de sí en estado potencial, sino la
capacidad más sutil de percibir las proyecciones que el inconsciente realiza en el acontecer
objetivo, tanto a nivel individual como a nivel social.

(…)

Pues está comprobado científicamente que las delimitaciones taxativas de las cosas que
caracterizan el discurso humano civilizado, como las magnitudes de espacio y tiempo, que para la
ciencia son y deben ser fijas, influidas por una función psíquica, todo puede relativizarse, y las
magnitudes fijas devenir elásticas y hasta ser reducidas a cero (ver el libro Interpretación de la
naturaleza y la psique. C. G. Jung, donde desarrolla la teoría de la "sincronicidad" y el contenido
psíquico de las coincidencias significativas).

Asimismo, está comprobado que una buena parte de los hechos que a los hombres les toca vivir
personalmente u observar ocurren en coincidencias significativas con sus contenidos
inconscientes.

Por lo que queda en evidencia que el acontecer así llamado objetivo no es tal en el sentido que el
intelecto lo concibe, sino que es un correlato analógico del acontecer psíquico más profundo.

Por eso puede afirmarse también que la realidad asume frecuentemente, para un sujeto
determinado, un comportamiento simbólico capaz de reflejar su interioridad.

Con estos antecedentes provenientes de la psicología analítica y coincidentes con la cosmovisión


del Libro de las Mutaciones, estudiado por Jung, se pueden entender aspectos de la historia de la
antigüedad que el positivismo científico había relegado al ámbito de las ficciones imaginativas de
los tiempos precientíficos y prefilosóficos.

De lo que podemos concluir que la realidad –al ser conocida no solo desde la parcela consciente
de la mente, sino por una psique integrada que incluye la actividad inconsciente– deja de ser
racional a la manera como lo pretende el intelecto, aunque no irracional.

Así todo el conocimiento que hemos elaborado desde la razón, entendiendo por tal la facultad
discriminadora de la mente que divide la realidad para distinguir aspectos, ámbitos, causas,
efectos, semejanzas y diferencias, ha estado fuertemente influida por intereses y aspiraciones
cuya satisfacción solo se logra encuadrando la realidad en denominaciones y magnitudes fijas, y
rechazando todo lo que pueda desafiar ese modelo de representación y la actitud misma que lo ha
generado.

La sabiduría o conocimiento del sentido, pues, nace del conocimiento de las mismas expresiones
del sentido.

Y si la palabra sentido indica dirección y supone el movimiento y el cambio, las expresiones del
sentido se hallan en la totalidad del mundo, considerado antes que nada como un
macroorganismo en perpetuo cambio, lo cual va desde el ciclo de las estaciones y la floración
vegetal, hasta los cambios más sutiles que operan en el organismo y la psique humana.

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