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A través de la Edad Media

P el siglo II d.C., durante e] apogeo de] Imperio Romano, en una época en ]a


tolomea
cual fue el alejandrina
]a cultura último de los grandesenastrónomos
se hallaba de la antigliedad.
plena decadencia. Vivió en
Luego sobrevendría
el derrumbe del Imperio Occidental. Entre los siglos V y VI d.C. su homogeneidad
fue destruida por ]a migración, muchas veces violenta, de los pueblos "bárbaros"
(extranjeros). La descomposición política y administrativa del orden romano trajo co-
mo consecuencia que el hambre, la enfermedad y la miseria se extendieran por Eu-
ropa. E] proceso fue hasta tal punto irreversible que de sus cenizas surgió un nue-
vo modelo de sociedad: la sociedad feudal. La actividad cultura] se redujo, en los
primeros siglos de la Edad Media, a la tarea de salvar unos pocos restos del nau-
fragio en los monasterios, pues ]a mayoría de los antiguos textos griegos y alejan-
drinos eran inhallab]es. Los eruditos de ]a época, vinculados a la cada vez más in-
fluyente Iglesia, quedaron aislados de aquel imponente fondo documental y se redu-
jeron a redactar resúmenes de segunda mano, imprecisos y carentes del espíritu crí-
tico de sus referentes originales. Así, por ejemplo, el magno tratado geométrico de
Euclides, los Elementos, quedó reducido a una serie de enunciados de los que no se
ofrecía demostración alguna. -
Los grandes problemas cosmológicos y astronómico s que habían abordado grie-
gos y alejandrinos cayeron en e] olvido. Ptolomeo era desconocido. De Aristóte]es
habían sobrevivido apenas algunos textos de lógica. El cristianismo, por entonces,
menospreciaba el estudio de los fenómenos naturales, pues la meta del cristiano, se
afirmaba, ha de ser exclusivamente su salvación personal. Las visiones cosmológicas
de ]a antigliedad fueron sustituidas por otras de carácter ingenuo elaboradas a par-
tir de referencias bíblicas. Pero en 570, lejos de la cuenca mediterránea, nació Ma-
homa y con él cambiaría la historia de Occidente. A partir del siglo VII los conquis-
tadores musulmanes invadieron Egipto y todo el norte africano, hasta penetrar en
España. (El poderoso imperio franco impidió que se extendieran más allá de los Pi-
rineos.) Hacia el este, la dominación árabe alcanzó a la India.
Fueron los árabes quienes recuperaron para Europa la así llamada "sabiduría an-
tigua". Si bien Mahoma había predicado una guerra santa de conquista y adoctrina-
miento religioso, también ordenaba cultivar y enseñar la ciencia y la filosofía. La tin-
ta del sabio, se lee en el Corán, es tan preciosa como la sangre del mártir. Al ocu-
par los territorios conquistados, los árabes tomaron contacto con los manuscritos
antiguos que, en su mayoría, habían sido transportados a Oriente por estudiosos
emigrados de Alejandría. Tradujeron, entre tantas otras, las grandes obras de Aris-

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tóteles, Ptolomeo, Euclides y Arquímedes, con lo cual, al mismo tiempo, debieron
crear los matices de su propia lengua. Su tarea de conservación y difusión de la tra-
dición clásica, basada en el respeto hacia la cultura de los pueblos conquistados, im-
pidió la pérdida definitiva del saber griego y alejandrino. Una anécdota es ilustrati-
va: el conquistador Al-Mamun obligó al emperador bizantino Miguel I1I, a quien ha-
bía derrotado en batalla, a concertar la paz a cambio de un tributo de libros grie-
gos; éstos enriquecieron la "Casa de la sabiduría", suerte de academia fundada por
Al-Mamun en Bagdad. Al asumir como propia aquella herencia cultural, los estudio-
sos árabes, en los siglos más oscuros del medioevo europeo, reiniciaron el debate
de los problemas científicos que habían abordado sus antecesores en materias tales
como astronomía, óptica y matemática.
A partir del siglo X, consolidada la cristiandad europea, la gradual recuperación
de los territorios ocupados por los árabes permitió el reingreso de los antiguos tex-
tos a la Europa mediterránea. La caída de Toledo en 1085 y de Sicilia en 1091 fue-
ron episodios trascendentes. Una Europa dinámica, cuya actividad económica y co-
mercial se expandía en grado creciente, tomaba a la vez posesión de los grandes
centros de cultura musulmana, en particular en España. Traductores célebres de la
época, como Gerardo de Cremona y Adelardo de Bath, empeñaron su vida en ver-
ter al latín la "sabiduría antigua" atesorada por los árabes. Toledo fue el epicentro
de esta empresa, que requería del conocimiento de múltiples lenguas: no sólo el la-
tín y el árabe, sino también el castellano, el hebreo, el griego, el siríaco. Bien pue-
de afirmarse que la obra de un solo traductor, el lombarda Gerardo de Cremona,
pudo por sí sola alterar el curso de la cultura científica europea, pues, entre muchos
otros textos, tradujo el Almagesto, los Elementos, el Algebra del árabe Al-Khuwarizmi
(con aportes de la matemática hindú desconocidos por los griegos), el Arte médico
de Galeno, los Analíticos posteriores, obra metodológica fundamental de Aristóteles,
y cuatro libros en los que el gran filósofo expone su cosmología: la Física, Sobre el
Cielo, Sobre la generación y la corrnpción y la Meteorología. La tarea de estos heroi-
cos grupos de traductores, realizada a partir del siglo XII, fue ardua y compleja. No
existía la imprenta. Los copistas no siempre comprendían qué estaban copiando y
carecían de términos adecuados en latín para realizar la traducción. Trabajaban con
fragmentos desordenados, y debían a veces determinar la secuencia correcta por su
cuenta y riesgo. El volumen de este fondo documental era formidable y el proceso
de revisión, corrección y análisis insumió varios siglos. Para ello los eruditos se
agruparon y crearon a fines del siglo XII, en ciudades como Bolonia, París y Oxford,
una institución desconocida hasta entonces: la universidad.
En un principio sobrevino entre los abrumados estudiosos medievales la certi-
dumbre de que "los antiguos" habían dicho, en toda disciplina imaginable, cuanto hu-
manamente podía decirse. Debemos recordar, para comprenderlos, la orfandad de la
cultura científica medieval con anterioridad a este redescubrimiento del fondo docu-
mental grecolatino y sus reelaboraciones de origen árabe. A fines del siglo X, el ilus-
trado Gerberto de Aurillac (quien luego sería el papa Silvestre II) examinaba algunas
proposiciones de Euclides e identificaba "ángulo exterior de un triángulo" con "ángu-
lo obtuso", así cómo "ángulo interior" con "ángulo agudo". Se manifestaba por tanto
sorprendido de que Euclides tuviese que demostrar que el ángulo exterior de un
triángulo es mayor que cualquiera de los interiores no adyacentes, pues, para Ger-
berto, el enunciado constituía una simple tautología. Poco después, dos egresados de

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escuelas catedralicias, Ragimboldo de Colonia y Radolfo de Lieja, mantuvieron una
suerte de torneo científico en el que se discutieron, entre otras, cuestiones geométri-
caso En el curso del debate se advierte que carecían por completo de la noción de
demostración e ignoraban que el lado de un cuadrado y su diagonal son inconmen-
surables; de hecho, parte de la polémica giraba acerca de cuál habria de ser el nú-
mero fraccionario que mejor expresaría la razón entre ambos segmentos. Se com-
prende entonces que el redescubrimiento de los Elementos, con sus definiciones, sus
axiomas, sus teoremas y la extraordinaria belleza de la arquitectura geométrica que
surge de tal sistema deductivo, debió provocar inicialmente en los eruditos medieva-
les el sentimiento, rayano en la adoración, expresado por un anónimo autor del siglo
XII a propósito de los antiguos: "No puedo igualarlos en el estudio, pero sería torpe
si desdeñara imitarlos". La asimilación de Aristóteles fue temprana, entre los siglos
XII y XIII, a diferencia de lo que ocurrió con la obra de Ptolomeo. Sin embargo, Oc-
cidente pudo disponer hacia fines del siglo XIV del bagaje cultural antiguo y de ori-
gen árabe en materia de astronomía, y ofrecer a partir de allí contribuciones origina-
les a esta disciplina. Los grandes problemas que habían desvelado a Eudoxo, Aristar-
co, Hiparco y Ptolomeo eran nuevamente debatidos, esta vez en el seno de una so-
ciedad y una cultura radicalmente distintas de aquéllas en las que habían surgido.

Ciencia e Iglesia
La actitud de la Iglesia ante la investigación científica de la naturaleza tuvo ma-
tices dispares a lo largo de la historia. Como hemos señalado, la autoridad espiritual
y política de la institución sólo se consolidó en Europa hacia el siglo X. Hasta ese
momento, el pensamiento cristiano fue prevalentemente hostil a la ciencia y la filo-
sofía natural, identificadas con el paganismo de los antiguos. La Biblioteca de Ale-
jandría fue victima de tal hostilidad, pues el obispo Teófilo ordenó su destrucción a
fines del siglo IV. La narración que atribuye al califa Ornar idéntica acción cuando
los musulmanes tomaron Alejandría en el siglo VII no tiene consistencia histórica,
pues de la biblioteca primitiva poco quedaba por destruir. En el siglo II, Tertuliano,
apólogo del cristianismo, había expuesto con claridad el fundamento doctrinal del re-
chazo a la filosofía antigua:

¿Qué tienen que ver Jerusalén con Atenas, la Iglesia con la Academia [de Platón], el
cristiano con el herético? Nuestra doctrina proviene de la casa de Salomón, y éste nos
ha enseñado: debemos buscar al Señor en la simplicidad de nuestro corazón. (...) To-
da curiosidad termina en Jesús y toda investigación en el Evangelio. Debemos tener fe
y no desear nada más.

Como analizaremos seguidamente, el más importante teólogo de la temprana


Edad Media, san Agustín, quien vivió entre los siglos IV y V, intentó fonnular una
filosofía de raíz cristiana a partir de la obra de Platón, esta última muy poco rele-
vante en lo referente a cuestiones naturales. San Agustín conocía bien (y de hecho
había admirado en su juventud) la obra de los filósofos naturales grecolatinos, pero
consideraba que sería pernicioso para el buen cristiano ocupar su tiempo en tales
asuntos. Mas, a partir del siglo X, en una Europa ideológicamente hegemonizada

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por una Iglesia altamente organizada, una parte del clero adquirió para sí el privile-
gio del ocio necesario para interesarse en cuestiones naturales y volver a discutir
acerca de ellas. En particular, el reingreso de la obra cosmológica de Aristóteles en
traducciones árabes, en la segunda mitad del siglo XlI, produjo un formidable impac-
to intelectual y doctrinario. Por una parte, no era posible ignorar la coherencia y
persuación del gran filósofo; por otra, no podían violentarse las afirmaciones de la
Escritura en aquellos puntos en que la opinión de Aristóteles entra en conflicto con
ella. A diferencia del universo cristiano, el aristotélico es increado y eterno, y en él
no caben los milagros. El dogma de la Eucaristía exige la presencia real del cuerpo
de Cristo en la hostia consagrada, pero, como es manifiesto, en ella se conservan
los accidentes del pan, y no es posible imaginar, según Aristóteles, que estén incor-
porados a una sustancia distinta. Era pues necesaria la intervención de la teología
para conciliar ambos sistemas de creencias en un sólido corpus doctrinario en el que
se dieran cita, a la vez, el prestigio de la filosofía aristotélica y la autoridad bíblica.
Por fundarse en verdades reveladas, el cristianismo es una religión y no una fi-
losofía, pero su tremenda influencia en la Europa mediterránea, ya manifestada cuan-
do aún subsistía el poder imperial romano, alcanzó también a la investigación filosó-
fica. Cabe por tanto hablar de una filosofía cristiana, que expresa una influencia par-
cial de la religión sobre la filosofía, esto es, la posibilidad de tratar una amplia di-
versidad de cuestiones filosóficas dentro del marco de ciertos dogmas fundamenta-
les que en principio no se cuestionan. Entre los siglos I y IV, mientras algunos eru-
ditos cristianos consideraban insensata la antigua filosofía, otros la entendían como
digna de consideración y antesala de la fe cristiana. Estos últimos inauguraron con
el tiempo dos tendencias filosóficas sucesivas en el seno del cristianismo. La prime-
ra, de carácter místico, pone el acento en el vínculo del alma en gracia con Dios,
privilegia la contemplación de un mundo trascendente y divino, se desentiende de
las cuestiones naturales y halla su referente en la filosofía platónica: es la patrística,
cuyo mayor exponente fue san Agustín. La segunda se desarrollará luego, una vez
establecidos con precisión los dogmas cristianos, y querrá hallar las fuentes de la
verdad y la salvación en el mundo concreto creado por Dios, en las manifestaciones
del poder divino que se expresan en el dinamismo y el orden de los fenómenos na-
turales. De tendencia racionalista, su referente será Aristóteles y dará lugar a partir
del siglo XlI a la escolástica, cuyos expositores más relevantes serán san Alberto
Magno y sobre todo su discípulo, santo Tomás de Aquino. Declinante en la segun-
da mitad del siglo XlV, experimentará un nuevo auge a partir de mediados del siglo
XVI, durante la Contrarreforma, período en el cual la Iglesia romana tratará de re-
conquistar para el catolicismo los territorios europeos en los cuales habían arraiga-
do las doctrinas protestantes.
Para santo Tomás, según lo testimonian los densos volúmenes de su Summa
theologica, la razón humana llega al límite en el que confluyen el orden natural y el
sobrenatural; muchas verdades reveladas son también cognoscibles por vía racional,
y ello se aplica incluso a la existencia de Dios. La Escritura está destinada a la sal-
vación de todos los hombres, doctos o no, pero en sentido estricto la filosofía susti-
tuye a la teologia en aquellas cuestiones de fe que puede poner en evidencia. Sin
embargo, algunas de las verdades reveladas por los textos sagrados son inaccesibles
a la razón, y de allí que no puedan ser totalmente reemplazados por la reflexión fi-
losófica. Santo Tomás utiliza el sofisticado andamiaje de la metafísica de Aristóteles

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Figura 5. Reconstrucción del universo me-
dieval de la Divina Comedia, la "manzana
dorada con el centro podrido", en el que se
dan cita la cosmología aristotélica y el sim-
bolismo cristiano.

y sus nociones de causalidad, potencia


y acto, necesidad y contingencia, para
demostrar la existencia de Dios. El
causalismo le permite hallar una causa
primera que identifica con Dios, el
"motor inmóvil" de Aristóteles; el or-
den y la perfección del universo, una
inteligencia soberana, responsable de
ellos, Dios mismo. Si bien el tomismo
no fue la única respuesta a la mencio-
nada necesidad de síntesis, resultó a la
postre la más completa, original y sóli-
da, y de hecho constituye aún hoy la
filosofía esencial del catolicismo. Aun-
que con prudencia, Tomás de Aquino no vacila en recurrir al amparo de la interpre-
tación metafórica allí donde sea necesario. Señala por ejemplo que Moisés se dirigía
a gentes ignorantes y que por tanto algunas de sus afirmaciones no pueden ser en-
tendidas literalmente. De este modo Aristóteles ingresó en la más autorizada ortodo-
xia cristiana y su cosmología fue a partir de allí libremente discutida en los medios
eclesiásticos y académicos. La alianza santificada por Tomás de Aquino resultó a la
larga, sin embargo, una arma temible para el futuro de la cosmología aristotélica,
pues la posibilidad de su libre análisis mostró rápidamente contradicciones en el se-
no de la misma. Que Aristóteles estuviese errado en materia de mecánica terrestre
no parece en principio afectar cuestiones de doctrina cristiana, pero ya hemos seña-
lado la imposibilidad de cuestionar un aspecto particular de la cosmología aristotéli-
ca sin afectar al corpus entero. Esto fue lo que efectivamente ocurrió.
La asimilación del cosmos aristotélico por el pensamiento cristiano adquiere su
expresión laica más poderosa en el poema medieval por antonomasia, la Divina Co-
media, escrita entre 1300 y 1318. (Véase la Figura 5.) El universo de santo Tomás
es un espectro organizado de seres, la gran cadena del ser, que expresa la perfec-
ción y jerarquía del orden creado. De él se sirve Dante a manera de hoja de ruta:
parte de la superficie terrestre desde Jerusalén hacia los círculos sucesivos del In-
fierno (simétricos de los círculos celestes que recorrerá luego) para encontrar al fi-
nal de su descenso el corrupto centro en el que moran el Demonio y sus secuaces.
Luego regresa a la superficie y asciende la montaña del Purgatorio, cuya cima le
permite acceder a los círculos celestes. Finalmente, logra contemplar el círculo más
elevado, el Empíreo, donde se halla el trono de Dios. Tal es la estructura del uni-
verso dantesco, que ha sido llamado "una manzana dorada con el centro podrido".

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Pero sería ingenuo suponer que Dante ha adaptado a sus necesidades literarias
tal universo a modo de mera escenografía, pues el simbolismo cristiano presente en
la obra es evidente. La Divina Comedia es en particular una gran metáfora acerca
del drama cristiano por excelencia: el del pecado y la salvación. Situado a mitad de
camino entre el Infierno y el Cielo, en el hombre conviven en cotidiana pugna un
cuerpo material y un alma espiritual. Su naturaleza corporal, terrestre, 10 compele al
pecado y, con él, a la caída hacia el lugar natural de quienes serán condenados, el
Infierno. Por el contrario, su naturaleza espiritual, la llama del alma, le exige la sal-
vación y el ascenso a los cielos para la contemplación de Dios. De allí que en el más
modesto sermón de un cura de provincias puede asomar todavía hoy una lección de
cosmología aristotélica. Para el simbolismo medieval, la naturaleza y el destino del
hombre se corresponden unívocamente con un plan del universo trazado por Dios y
revelado por la Escritura. Negar el geocentrismo, proponer una Tierra en movimien-
to, significará trastrocar profundamente esta correspondencia hombre-universo, y por
consiguiente mucho más que una mera cuestión astronómica estará en juego.

El nominalismo

Desde el siglo X se discutía entre los eruditos medievales una cuestión en mo-
do alguno ajena a la filosofía griega pero que presentaba particular importancia de-
bido a sus implicancias teológicas, el llamado "problema de los universales". En el
mundo hallamos rosas y nubes blancas, pero cuando hablamos de la blancura no
nos referimos a ningún objeto en particular, sino en lo que se ha dado en llamar un
universal: una propiedad que se ejemplifica idénticamente en distintos objetos y de
la cual abstraemos (por un proceso mental) el concepto correspondiente. Pero, ¿tie-
nen estos universales alguna clase de existencia? ¿Existe la blancura en las cosas
blancas? ¿Acaso existe en un mundo trascendente? ¿O la blancura no tiene existen-
cia alguna? Se pone en evidencia, nuevamente, la contraposición entre el mundo de
lo sensible y el de la razón. La mayoría de los filósofos antiguos no cuestionaban el
poder de ésta, y su problema era explicar racionalmente la variedad de los seres y
sus cambios. Por el contrario, sus colegas medievales, quizás abrumados por el res-
peto que les imponía una verdad revelada, parecían proceder a la inversa: ante la ex-
periencia inmediata de los sentidos, se preguntaban acerca de los alcances de la ra-
zón. Al problema de los universales, Platón hubiese respondido vigorosamente que
los universales tienen una existencia real en el mundo de las formas y sólo allí; su
posición filosófica es llamada realismo absoluto o trascendente. La cuestión había da-
do lugar a intensas polémicas entre diversos filósofos medievales, tales como san
Anselmo, Pedro Abelardo y san Bernardo, pues involucra cuestiones que atañen a la
justificación racional de ciertos dogmas como el de la Trinidad y el de la Eucaristía.
Santo Tomás resolvió el problema recurriendo al hilemorfismo de Aristóteles, la te-
sis de que materia y forma coparticipan de la sustancia, y adoptó a su propio pen-
samiento algunas ideas ya formuladas por el filósofo persa Avicena (Ibn Sina) , un
comentarista aristotélico del siglo X. Admitió que los universales existen en la men-
te de Dios (ante rem) , pero que el intelecto humano permite acceder a la forma, el
universal en las cosas (in re), y elabora el concepto, el universal en la mente (post
rem). El fundamento del concepto universal, que existe en la mente, es el universal

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en las cosas, la forma que Dios les ha impreso a éstas. Al afirmar que los universa-
les existen realmente en las cosas y no en un mundo trascendente ajeno a ellas, co-
mo hubiese sostenido Platón, la posición del aristotélico santo Tomás acerca de los
universales es llamada realismo moderado.
Existen otras posiciones ante este complejo problema filosófico, como el llamado
conceptualismo de Abelardo, que tiene puntos de contacto con el realismo moderado
y que influyó sobre santo Tomás. Sin embargo, bastará a nuestros propósitos refe-
rimos por último a la tesis que se opone a toda forma de realismo, la afirmación de
que los conceptos universales que elabora nuestra mente no se corresponden con
ninguna realidad externa: no existen fuera de ella. Los conceptos son simples nom-
bres, palabras vacías (flatus vocis) que nada designan. De allí que esta tendencia,
sostenida ya en el siglo XI por el canónigo Roscelino, se llame nominalismo. Su ex-
presión más estricta fue desarrollada por el franciscano Guillermo de Occam, quien
vivió en la primera mitad del siglo XIV. La difusión de su filosofía, que atacaba no-
ciones aristotélicas tales como la de sustancia y causalidad, representó una reacción
contra el escolasticismo, y de hecho contribuyó a la decadencia de éste en lo que
respecta a cuestiones de filosofía natural.
Occam pensaba que sólo podemos tener conocimiento de las cosas individuales,
que aprehendemos por medio de una cognición intuitiva, pero que el conocimiento
de una de ellas no nos permite inferir el de otra: no podemos correlacionar entre sí
entes existentes por separado ni por tanto poner en evidencia las conexiones causa-
les aristotélicas. ¿Cómo podríamos tener entonces tener conocimiento de lo univer-
sal y en particular de las leyes que rigen la naturaleza? La metafísica es una ilusión:
en cuanto pretendemos trascender la experiencia de los sentidos, ingresamos en un
territorio acerca del cual no tenemos ninguna certeza. La mayoría de las cuestiones
debatidas por los escolásticos son puramente verbales, afirma el nominalismo, y de-
bemos excluir de la filosofía las entidades metafísicas innecesarias por inaccesibles:
este presupuesto metodológico es la célebre "navaja de Occam". No es posible de-
mostrar que los "accidentes" son causados por alguna causa formal: la noción aris-
totélica de sustancia carece de sentido y debe ser cercenada con la navaja. Nada
más ridículo, pensaba Occam, que pretender demostrar la existencia de Dios a par-
tir de la evidencia sensorial y con el auxilio de la razón, como decía haberlo hecho
Tomás de Aquino. (El lector advertirá algunos matices de esta polémica en el con-
texto de la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco.) Lo observacional podría
en principio ser explicado por multitud de suposiciones, incluso contradictorias, sin
que debamos rendir cuentas por la presunta realidad de aquéllas, tarea inaccesible a
la filosofía. Bajo esta influencia, lindante con el escepticismo y de fuerte sesgo em-
pirista, se consolidó la tesis expuesta en el Capítulo 1 de que los modelos astronó-
micos están destinados a "salvar las apariencias" y no a indagar sobre la realidad de
los cielos. El nominalismo o empirismo radical de Occam (quien ha sido llamado el
"Bertrand Russell del siglo XIV") favoreció la separación de la filosofía y la teología,
a la vez que promovió también un episodio de gran importancia para la prehistoria
de la revolución científica: el desarrollo de la llamada "ciencia medieval".

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La ciencia medieval
Aunque el pensamiento de Aristóteles tuviese carácter "oficial" para la Iglesia a
partir de la síntesis tomista, su estudio detallado permitió que gradualmente se fue-
ran acumulando una serie de críticas dentro del propio ámbito eclesiástico, en parti-
cular en 10 referente a cuestiones que no parecían afectar la autoridad de la Biblia
pues no se las menciona en ella. Las ideas aristotélicas sobre el movimiento fueron,
en tal sentido, objeto de numerosas controversias, como resultado de las cuales sur-
gió en el siglo XN, bajo la influencia del nominalismo de Occam, una auténtica "me-
cánica medieval" que el filósofo griego hubiera enérgicamente repudiado.
La afirmación aristotélica de que todo movimiento forzado requiere la acción de
un agente externo para su ocurrencia se vuelve problemática cuando se aplica al mo-
vimiento de los proyectiles. Una piedra arrojada con la mano o una flecha lanzada
por medio de un arco describen movimientos forzados aun cuando hayan abandona-
do, respectivamente, la mano y el arco. ¿Cuál ha de ser entonces el agente externo
o causa eficiente que obliga a esos proyectiles a describir movimientos no naturales?
Aristóteles discutió el problema brevemente y nunca se pronunció definitivamente
acerca de la cuestión; ofreció, en distintas oportunidades, explicaciones contradicto-
rias. Una de ellas deriva de una teoría original de Platón, según la cual el aire cir-
cundante al proyectil se rarifica detrás de él y, para impedir allí la formación de un
vacío, presiona sobre su parte posterior y 10 obliga a realizar el movimiento forzado.
La crítica a esta explicación del movimiento de los proyectiles no demoró mucho
tiempo. Se conoce la de Hiparco (siglo II a.C.) mencionada por el erudito Filopón
(siglo VI) en un comentario sobre la Física de Aristóteles. Ambos sugieren que si
el aire fuese el agente externo responsable de la persistencia del movimiento basta-
ría soplar alrededor de un cuerpo para que éste comenzara a moverse. Filopón pro-
pone entonces una audaz idea, no aristotélica, la existencia de una "fuerza motriz in-
corpórea" interna en el cuerpo, transferida a éste durante el lanzamiento por la fuen-
te impulsora y responsable de la perduración de su movimiento no natural. En el si-
glo XN coexistieron distintas formulaciones de una mecánica basada en el mismo
presupuesto. Todas ellas coinciden en atribuir el movimiento del proyectil a un
agente interno, el impetus, entregado por el motor al móvil cuando éste es arrojado.
Nicole Oresme, erudito de la Universidad de París, pensaba que el impetus constitu-
ye un agregado no natural al cuerpo y que se esfuma con el tiempo como 10 hace
el calor de un objeto más caliente que el medio ambiente. Para su maestro lean Bu-
ridan, en cambio, el impetus se corrompe o destruye sólo en presencia de una resis-
tencia externa (como el rozamiento) o de la gravedad, entendido este último térmi-
no como la propensión natural de todo cuerpo intrínsecamente pesado ("grave") a
caer hacia el centro de la Tierra. En particular, señaló que ello volvía innecesario
atribuir la eterna rotación de los astros a ángeles o inteligencias divinas (como era
frecuente en la época), pues bastaba suponer que Dios, en el momento de la Crea-
ción, imprimió impetus convenientes a las esferas celestes "que no decrecieron ni se
corrompieron con el paso del tiempo, pues no existe ninguna inclinación por parte
de tales cuerpos a seguir otros movimientos distintos de los que Él les asignó, ni
tampoco hay resistencia alguna que pudiera corromper o reprimir dichos impetus".
Buridan rechaza la explicación aristotélica. Si el aire se desplazase hacia atrás pa-
ra empujar al proyectil, un objeto aguzado en ambos extremos avanzaría menos, a

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igualdad de las restantes condiciones, que otro cuya parte trasera fuera roma y pla-
na. Cuando el atleta salta, "no siente el aire que se mueve, sino que el aire frente a
él le resiste con fuerza". Para Buridan, el impetus no es un efecto o una medida del
movimiento, sino un agente responsable del mismo, y explica el movimiento de una
piedra lanzada a manera de proyectil diciendo que el motor

imprime un cierto impetus o fuerza motriz al cuerpo en movimiento, impulso que ac-
túa según la dirección en que ha sido lanzado el proyectil, ya sea hacia arriba o ha-
cia abajo, lateral o circularmente. (00.) Tal impetus es el que permite a la piedra con-
tinuar su movimiento una vez que ha dejado de actuar el motor. No obstante, dicho
impetus disminuye continuamente a causa de la resistencia presentada por el aire y
de la gravedad de la piedra, que tiende a moverse en dirección contraria hacia la que
se sentiría naturalmente predispuesto a mantenerla el impetus. Así, pues, el movimien-
to de la piedra va haciéndose cada vez más lento, hasta que llega el momento en que
el impetus disminuye o se corrompe de tal forma que la gravedad de la piedra se sa-
le con la suya y la hace descender hasta su lugar natural.

A continuación Buridan afirnÍa que los cuerpos más masivos reciben mayor can-
tidad de impetus, y ello explica por qué una misma fuerza impulsara (la mano) arro-
ja más lejos una piedra que una pluma. La gravedad y el roce destruyen rápidamen-
te el pequeño impetus de la pluma, lo cual no sucede con la piedra. Asimismo, Bu-
ridan reconoce el aumento de velocidad del movimiento de caída, y explica que ello
se debe a una propiedad de la gravedad: la capacidad de imprimir al cuerpo incre-
mentos de impetus. La gravedad actúa como un "motor primario" que origina un
empuje constante hacia abajo, al que se agrega sin cesar el del "motor secundario",
el impetus adquirido. El empuje total sobre el cuerpo aumenta, pues, instante a ins-
tante, y ello se traduce en un aumento gradual de velocidad del cuerpo. De estas
afirmaciones, que hemos traducido libremente a un lenguaje un tanto newtoniano, al-
gunos autores han pretendido que Buridan habría prefigurado la noción moderna de
cantidad de movimiento o impulso lineal, pues el impetus aumenta con la velocidad
y la masa del cuerpo. En la formulación de otros contemporáneos de Buridan, sin
embargo, el impetus recuerda más bien lo que hoy llamamos energía cinética. Uno
de ellos, Alberto de Sajonia, aplicó la teoría para explicar el movimiento de una ba-
la de cañón por medio de impetus compuestos, y analizó la trayectoria en tres etapas:
(1) movimiento violento: el impetus aniquila la gravedad natural; (2) movimiento
compuesto, a la vez natural y forzado, con destrucción gradual del impetus por la
gravedad; y (3) movimiento natural de caída debido a la gravedad. Adviértase que
de la mecánica aristotélica sólo pervive aquí la necesidad de ofrecer explicaciones
causales: no sólo es ajena a ella la noción de impetus, sino también la afirmación de
que un movimiento pueda ser a la vez natural y forzado, lo cual afecta sustancial-
mente la precisa distinción entre ambos que formulara Aristóteles.
Durante este período hubo también una singular preocupación por el modo en
que las cualidades varían su intensidad con el tiempo. Se prestó atención a los cam-
bios del color de los frutos o al calentamiento y el enfriamiento de los cuerpos, pe-
ro también a la ganancia o pérdida de la caridad, el placer, la ira o la gracia. (Las
palabras "cualidad" y "cualidad sensible", en la terminología medieval, se utilizan con
una significación distinta de la empleada por Aristóteles, pues éste diría que el pla-

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Pero tan sorprendente como la precisión de este argumento de "relatividad ópti-
ca" es, para un lector moderno, el hecho de que Oresme no extrae de aquí ningu-
na conclusión revolucionaria. Pretende someter al análisis ciertos enunciados de
Aristóteles para concluir, con escepticismo, que la observación y el razonamiento no
bastan para fundamentar enunciados verdaderos acerca de la realidad, y que para
ello es necesario recurrir a la Escritura. Oresme no duda de que la Tierra está in-
móvil, mas su nominalismo 10 vuelve escéptico con relación al alcance de las facul-
tades humanas para resolver estas cuestiones y 10 pone en evidencia. Estos argu-
mentos, así como los vinculados con la teoria del impetus y las consideraciones ci-
nemáticas de los calculistas mertonianos, se difundieron en las universidades italia-
nas en las que luego estudiarían Copérnico y Galileo. Entre 1480 y 1520, imprentas
establecidas en Venecia y París publicaron obras de los mertonianos y de Buridan,
aunque no de Oresme. ¿Las conocían Copérnico y Galileo? En caso afirmativo, y su-
poniendo que se hayan limitado a recrear y sintetizar una tarea ya cumplida por los
eruditos medievales del siglo XIV, el mérito que tradicionalmente se les ha atribui-
do debería ser, entonces, reivindicado para aquéllos. Esta tesis ha sido explícitamen-
te sostenida por ciertos historiadores, y más adelante nos ocuparemos de ella, pues
resulta del mayor interés para la historia de la revolución científica.

El neo platonismo renacentista


En 1453 cayó Constantinopla en manos de los turcos, pero, desde mucho antes
de que ello ocurriese, la emigración de eruditos griegos desde la capital del Impe-
rio Bizantino hacia Italia había sido constante. Ello permitió, a comienzos del siglo
XV, la asimilación de una nueva serie de textos antiguos desconocidos en Europa y
el contacto con otros, ya traducidos del árabe, pero ahora accesibles en su lengua
original. A diferencia de aquel sector del fondo documental antiguo recuperado en
los siglos XII y XIII, los nuevos textos, no traducidos por los árabes, versaban so-
bre cuestiones literarias, artísticas y arquitectónicas, y su influencia fue inmensa.
Modificó los cánones literarios y artísticos del medioevo y dio lugar al movimiento
humanista, enérgicamente antiaristotélico, que se halla en las fuentes mismas del
Renacimiento. El epicentro desde el cual se irradió el humanismo fue Italia, y en
particular Florencia. El autor clásico más venerado fue Platón, amén de sus comen-
taristas y seguidores, como los llamados neoplatónicos de principios de la era cris-
tiana, en particular Plotino, del siglo IU, cuya obra influyera sobre la filosofía de san
Agustín. Al fin, obras de Platón y de los neoplatónicos posteriores podían ahora leer-
se en su versión original, sin la intermediación de la filosofía cristiana. También se
difundieron tratados de Epicuro y de Lucrecio, con sus concepciones atomistas. Co-
simo de Medici fundó la Accademia florentina a principios del siglo XV y allí llevó
a cabo su labor el célebre erudito Marsilio Ficino, traductor y comentarista de Pla-
tón, Plotino y otros neoplatónicos. En la Accademia deliberaban libremente literatos,
artistas y filósofos, en coEdiciones muy distintas de las que imperaban en la rígida
universidad medieval.
Si los eruditos parisinos y los calculistas de Merton enfocaban cuestiones diná-
micas y cinemáticas desde perspectivas ajenas al pensamiento aristotélico, el neopla-
tonismo renacentista atacó otro flanco de la cosmología hegemónica: la finitud del

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universo. En el siglo XV, el cardenal Nicolás de Cusa (también llamado el Cusano)
cuestionó frontalmente el cuadro tradicional del universo afirmando la imposibilidad
de que la esfera de las estrellas fijas pudiese ser un límite a la materia y el espacio.
¿Cómo puede tener límites el espacio? Todo límite separa dos regiones espaciales.
¿Y qué sucedería si arrojásemos una flecha contra la última esfera, límite aristotéli-
co del espacio? ¿Rebotaría en ella, la atravesaría, desaparecería? La misma noción de
un espacio limitado, según el Cusano explica en su libro De docta ignorantia, con-
duce a contradicciones irresolubles. Mas si es así, carece de sentido hablar de un
centro del universo, pues éste no es más que un punto que equidista de los límites
del espacio. La omnipotencia creadora de Dios exige que el universo sea una esfera
infinita, de lo cual resulta la paradoja de que el centro coincide con todos los pun-
tos de su periferia. (El Cusano no esperaba resolver esta y otras paradojas, que ha-
brían de reconciliarse en la Divinidad.) Todo lo cual, matizado con complejas consi-
deraciones teológicas, llevaba al místico Nicolás de Cusa a admitir que no hay razón
para sostener la finitud aristotélica del universo. Otros neoplatónicos posteriores, co-
mo Thomas Digges y Giordano Bruno, lo afirmarán con mayor énfasis. Bruno no só-
lo nos dice que el universo es infinito, sino también que en él "hay innumerables
globos como éste en que vivimos y crecemos", una pluralidad de mundos, incluso
habitados, que derivan de la Plenitud de Dios. De allí que haya adoptado a su mo-
do el heliocentrismo copernicano, al que difundió como un evangelio por toda Euro-
pa y presentó como un ingrediente de su cosmología neoplatónica, hasta que Gali-
leo sacó a Copérnico de allí y lo vistió con un ropaje diferente. En una etapa poste-
rior, como hemos de analizar en los últimos capítulos de este libro, Bruno puso en
evidencia las ocultas afinidades entre el universo infinito de los neoplatónicos y el de
los atomistas, asunto de gran relevancia para el desarrollo de la revolución científi-
ca. Comprometido en un debate teológico con el que pretendía renovar el patrimo-
nio filosófico de la Iglesia, el errante y desdichado Bruno fue arrestado por la Inqui-
sición y procesado en Roma durante siete años, al cabo de los cuales se lo halló cul-
pable de herejía. Fue quemado en la hoguera en 1600.
El Renacimiento supuso una suerte de retorno a las fuentes del arte y la litera-
tura de la antiguedad grecolatina clásica, entregada a la exaltación de los valores te-
rrenales y contrapuesta a la rigidez de la patrística y la escolástica medievales. La di-
mensión religiosa de este movimiento de renovación de lo antiguo llevó a los neo-
platónicos a buscar en el paganismo las raíces de la doctrina cristiana. Tal como su-
cediera con aquellos antiguos maestros, pensaban que el hombre es creador porque
comparte la naturaleza divina. Los artistas prestaron atención a la formas humanas y
se incrementó el interés por el estudio de los fenómenos naturales. El mecenazgo
de artistas e ingenieros por eclesiásticos y gobernantes se convirtió en una institu-
ción: príncipes y papas protegían a eximios arquitectos, pintores y escultores para di-
señar, construir y decorar iglesias y palacios. Basta pensar que el florentino Miche-
langelo (1475-1564) fue disputado a los Medici, sus protectores naturales, por los pa-
pas Julio U, León X, Clemente VII y Paulo III, o que en 1514, además de aquél, en
Roma trabajaban Leonardo da Vinci y Raffaello. Mientras tanto, el ilustre Erasmo de
Rotterdam procuraba poner en evidencia los elementos más puros del cristianismo,
que a su juicio habían sido oscurecidos por el racionalismo escolástico. Pico della
Mirandola, miembro de la Accademia florentina, hacía decir a Dios que el hombre
ha sido instalado en el centro del universo para que desde allí pudiese ejercitar su

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libre albedrío como si fuese él mismo su hacedor. Maquiavelo desarrollaba una nue-
va teoría secular del Estado en la que exaltaba las bondades de la monarquía abso-
luta; el gobernante no debe ya acordar su conducta a la ética cristiana ni reconocer
una ley superior, como exigía santo Tomás, pero sí emplear la religión como instru-
mento para garantizar el orden público. La revitalización de la filosofía de origen pla-
tónico convivió durante el Renacimiento con un declinante escolasticismo, a la vez
que el desarrollo de las técnicas, el interés por la resolución de problemas prácticos
y el estudio de las máquinas daban lugar a nuevas visiones del mundo, de carácter
mecanicista, que también pugnaban por adquirir status filosófico. En este complejo
contexto histórico vivió y desarrolló su obra Nicolás Copérnico, el primero de los
grandes protagonistas de la revolución científica.

Las tres tradiciones científicas


Debemos ahora señalar de qué manera conviene enmarcar la obra de los artífi-
ces de la llamada "revolución científica", período de siglo y medio que se extiende
entre la publicación del trascendental y único libro de Copérnico, De revolutionibus
orbium caelestium (Sobre la revolución de las esferas celestes), en 1543, y la del li-
bro fundacional de una nueva cosmología, PhilosoPhiae naturalis principia mathema-
tica (Principios matemáticos de filosofía natural), de Isaac Newton, en 1687. (Aun-
que no todos los historiadores utilizan la expresión "revolución científica" con igual
significado, según comentaremos en el Capítulo 8, la caracterización anterior será
suficiente para los propósitos de este libro.) Si hemos de eludir las tentaciones de
la historiografía whig, es necesario considerar la presencia, en tiempos de Copérni-
co, de concepciones del mundo de muy diversa índole que se dan cita en el perío-
do y que hemos presentado brevemente en el apartado anterior. Tales concepciones
en pugna, cada una de ellas compartida por cierto número de adherentes, involucra-
ban presupuestos acerca de Dios, de la estructura del universo y de los procedi-
mientos que permiten acceder al conocimiento. Se trata de reelaboraciones concep-
tuales que tienen su origen en el pasado y por tanto pertenecen a tradiciones cultu-
rales determinadas. En un notable análisis debido al historiador escocés Hugh Kear-
ney, que adoptaremos aquí, se las llama organicista, neoplatónica y mecanicista.

El organicismo

La tradición organicista, que tiene su origen en Aristóteles e incluye entre sus


representantes más destacados a Ptolomeo y al médico Galeno, su contemporáneo,
se expresa en el Renacimiento por la pervivencia de la escolástica medieval. Hemos
ya hecho referencia a sus aspectos esenciales. Supone que hay una intencionalidad
en el cosmos, un desarrollo hacia una meta que se manifiesta en el cambio, concep-
ción que los teólogos medievales hallaron muy adecuada, pues identificaron la fina-
lidad de la vida con la salvación personal. El Dios de los organicistas es una divini-
dad cuya inteligencia se pone en evidencia en el finalismo del universo. La metáfo-
ra más adecuada para describir el universo sublunar es asimilado a un ser vivo (de
allí el nombre de tal concepción: organicista). En esta tradición, la riqueza y diver-

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sidad del mundo y de la vida se manifiesta por las cualidades concretas que perci-
ben los sentidos y que constituyen la esencia de lo real: colores, olores, sonidos. La
matemática desempeña un papel muy modesto (o ninguno) en la investigacion de la
naturaleza, pues sus abstracciones no pueden reemplazar los polifacéticos hechos de
la experiencia inmediata ni hallar las causas de los fenómenos. En síntesis, el uni-
verso es considerado una entidad biológica y orientada a fines (esto es, teleológica)
que puede ser comprendido mediante la captación de formas universales a partir de
la experiencia sensible, su expresión por medio de axiomas y definiciones, y la pos-
terior deducción de conclusiones con el recurso a la lógica, que en conjunto confi-
guran el "método demostrativo" aristotélico. De allí que, en esta tradición, Dios sea
concebido como un Gran Lógico.
En la Edad Media, el estudio de los tratados cosmológicos originales de Aristó-
teles como la Física y Sobre el Cielo dio lugar a un desarrollo más filosófico que
científico; sin embargo, hubo otra orientación, aun en el seno de la tradición orga-
nicista, que habría de manifestarse en el siglo XVI por la difusión de un tratado de
mecánica aristotélica, erróneamente atribuido a Aristóteles y compuesto por alguno
de sus sucesores luego de su muerte. Llamado Cuestidnes mecánicas, el libro con-
serva el sesgo aristotélico del recurso a las explicaciones causales y la subvaloración
de la matemática, pero se ocupa del estudio de movimientos forzados (a los cuales
Aristóteles prestara poca atención) y analiza mecanismos tales como palancas, rue-
das y balanzas. Estas Cuestiones despertaron gran interés entre aquellos que, un tan-
to irritados ante las complejas disquisiciones de la metafísica, suponían que era po-
sible aplicar ciertas premisas del aristotelismo a la resolución de problemas técnicos.
(De hecho, Galileo, quien no puede ser sospechado de entusiasta organicista, recu-
rrió al libro en más de una oportunidad.) El ejemplo es pertinente a la hora de dis-
criminar matices dentro de una misma tradición, manifestados por la, existencia de
tendencias a veces muy diversas.

El neoplatonismo

De gran complejidad, esta tradición se remonta al pensamiento de Pitágoras, Pla-


tón y los neoplatónicos posteriores; como hemos señalado anteriormente, su presen-
cia en tiempos de Copérnico tiene su origen en el humanismo literario y artístico
del siglo XV. Reconoce también su deuda con concepciones mágicas y alquímicas
muy antiguas, de raíz egipcia y babilónica, que se dieron cita en Alejandría. Allí fue-
ron compuestos, en el siglo III, una serie de tratados atribuidos a un personaje mí-
tico, Hermes Trismegisto, que ejercieron gran influencia en los medios cultos euro-
peos cuando se difundieron en latín en el siglo XV: los escritos herméticos, traduci-
dos por Ficino por pedido de su protector Cosimo de Medici. Trismegisto fue con-
siderado receptor de la revelación divina en cuestiones naturales, así como Moisés
lo había sido en el ámbito de lo moral y lo sagrado. La Cábala judía, que trataba de
interpretar el recóndito sentido de la Biblia por medio de consideraciones numero-
lógicas, fue también adoptada con entusiasmo por los partidarios de esta nueva y re-
vulsiva visión del mundo. Puesto que admite el entrecruzamiento de herencias cul-
turales muy heterogéneas, podemos llamar a esta tradición neoplatónica, mística,
mágica o hermética, de acuerdo con la componente histórica y las influencias que

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privilegiemos. Con ella se vinculan nombres como los de Paracelso y Jan Baptista
van Helmont, protagonistas claves de la historia de la química y la medicina, cuya obra
no podemos tratar en este libro. En el marco de la revolución mecánica y astronómica
que nos ocupa, se encarna con total plenitud en la obra impar de Johannes Kepler.
Los herméticos practicaban el culto del Sol, símbolo de divinidad, y no admitían
para el astro rey otro lugar que el centro del universo. Concebido al modo de un
gran artista, mago o geómetra, Dios había cifrado los secretos del cosmos en el len-
guaje de la matemática. En las huellas del pitagórico Filolao imaginaban un univer-
so infinito, pues el Creador, en su ilimitada bondad, no podía haberse reducido a
crear un número determinado y finito de seres. Develar los secretos de la naturale-
za exige la competencia de un mago y obliga previamente a una contemplación mís-
tica del mundo. El aura mágica y cargada de simbolismos de la Primavera de San-
dro Botticelli expresa esta visión del mundo; en La tempestad, Shakespeare presen-
taba el arquetipo de científico hermético en la figura de Próspero, y mucho después,
en el siglo XIX, Goethe trazará el perfil exacto de este buceador del misterio que no
reniega de las artes diabólicas: Fausto.
En la caracterización de Kearney, la tradición neoplatónica o hermética tiene tal
grado de amplitud que permite la convivencia en ella de modos de pensamiento y
acción muy diferentes. Coexisten el astrólogo y el filósofo académico de orientación
platónica, el alquimista "de taller" y el numerólogo pitagórico. Mas difícilmente tales
disposiciones se hallasen presentes a la vez en el pensamiento y la obra de un mis-
mo individuo; de hecho, la pertenencia a esta tradición puede radicar en la adhesión
a este o aquel matiz de los que sirven a Kearney para caracterizada, pero acompa-
ñada con frecuencia por el repudio de otros. Copérnico, por caso, se remitía a la di-
mensión estética de los pitagóricos y de Platón, mas repudiaba la astrología: pese a
ser astrónomo, y a diferencia de la mayoría de sus colegas, nunca redactó horósco-
pos. Tampoco admitía la infinitud del universo, moneda corriente entre los neoplató-
nicos. El historiador Alexandre Koyré considera que un detonador de la revolución
científica fue la influencia de este resurgido "platonismo", pero luego discrimina en-
tre dos formas del mismo:

En la historia de la filosofía hay varios Platones y varios platonismos; hay sobre todo
dos tiPos distintos: el Platonismo, o más exactamente, el neoPlatonismo de la Accade-
mia florentina, mezcla de mística, aritmología y magia, y el Platonismo de los matemá-
ticos, el de un Tartaglia y el de un Galileo, Platonismo que es matematicismo, sin más.

De hecho, Koyré encuentra la nítida línea demarcatoria entre aristotélicos y pla-


tónicos de los siglos XVI y XVII en el valor superior que los segundos asignaban a
la matemática para el conocimiento de la naturaleza. Este historiador ha sentado una
célebre tesis, hoy un tanto desacreditada, acerca de que Galileo debe ser considera-
do en las filas de los "platonistas matematicistas", propuesta que será analizada opor-
tunamente en este libro. Pero, tal como él mismo afirma en el párrafo citado, el re-
pudio por la "mezcla de mística, aritmología y magia" es una constante en la obra
de Galileo, quien consideraba a los "misterios" neoplatónicos como vulgares tonte-
rías. Como ya hemos señalado, la consideración explícita de estos matices dentro de
una misma tradición habrá de ser de utilidad a la hora de analizar la contribución
de personajes e instituciones a la revolución científica.

60
El mecanicismo

A estas visiones alternativas del mundo es posible agregar una tercera. En tiem-
pos de Copérnico, fuera de las cortes y las universidades, florecían talleres en los
cuales aspirantes a pintores, escultores, arquitectos o ingenieros debatían temas de
primordial interés técnico y artístico para las necesidades productivas de la época.
Relativamente desinteresados de las cuestiones generales que ocupaban a filósofos y
teólogos, la atención de estos nuevos estudiosos, guiados por algún maestro de pres-
tigio, se centró en la solución de problemas técnicos limitados, concretos, prácticos.
Como muy bien comprendía la incipiente burguesía de entonces, el racionalismo
aristotélico o el esoterismo neoplatónico de bien poco servían para perfeccionar la
solidez de una fortaleza, la eficacia de las armas de fuego o la belleza del retrato de
un Gran Duque. En ese ámbito, con la tutela de Andrea Verrocchio, creció el más
grande de los ingenieros renacentistas, el uomo senza lettere Leonardo da Vinci. Ba-
jo la influencia del compromiso con la técnica y el interés por las máquinas se puso
de manifiesto la existencia de una tradición mecanicista en pugna con las anteriores.
Los mecanicistas rescataron la figura del más célebre matemático e ingeniero de la
antigiiedad, el mítico Arquímedes (siglo III a.C.), a quien Galileo no vacilará en lla-
mar el divino. Arquímedes, cuya obra sólo se difundió plenamente en el siglo XVI
por mérito de su heredero espiritual, el matemático Nicolo Tartaglia, no pretendía di-
señar sistemas filosóficos acabados sino resolver problemas bien definidos y delimi-
tados (tales como el de la palanca o el de los cuerpos flotantes), muchos de los cua-
les tenían gran interés técnico. La matemática ocupaba un lugar preponderante en
sus investigaciones, cuyos resultados presentaba bajo la forma de sistemas deducti-
vos, en la huella de Euclides, a partir de axiomas sugeridos por la observación y qui-
zá por experimentos sencillos. En su lipro Sobre el equilibrio de los planos, por ejem-
plo, formulaba una serie de axiomas tales como éste: "pesos iguales suspendidos a
iguales distancias del centro de una barra producirán el equilibrio de ésta"; a partir
de ellos deduCía numerosas consecuencias, por caso la ley de la palanca y las pro-
piedades del centro de gravedad de los sólidos. Un recurso habitual de Arquímedes
es la invocación de "experimentos mentales", situaciones ideales y quizá inaccesibles
en la práctica, puramente imaginadas, acerca de las cuales se argumenta y se ex-
traen ciertas conclusiones. Por otra parte, no es posible hallar en sus escritos consi-
deraciones causales de ninguna especie. La influencia de Tartaglia, quien vivió en la
primera mitad del siglo XVI, mantuvo vivo el interés por la obra de Arquímedes y el
amplio campo de investigaciones posibles que ofrecían sus procedimientos, adopta-
dos entre muchos otros por Ostilio Ricci, mentor de Galileo en sus años juveniles, y
por Guidobaldo dal Monte, amigo y protector de éste.
También los denominados "ingenieros alejandrinos" despertaron el interés de los
mecanicistas renacentistas, en particular Herón y Pappo, quienes vivieron en Alejan-
dría, el primero en el siglo 1 a. C. o quizá 1 d. C. (la época es incierta) y el segundo
en el siglo III. Herón construyó una rudimentaria turbina de vapor y otros asombro-
sos dispositivos hidráulicos y neumáticos, mientras que Pappo, difusor de la obra de
Ptolomeo y Herón, fue autor de la Neumática, libro ampliamente difundido en el si-
glo XVI. En tratados como los de Arquímedes o Pappo, los mecanicistas acordaban
hallarse en presencia de un modo de pensamiento antiguo que era por igual ajeno
al de Platón y al de Aristóteles. Concibieron el universo a modo de una máquina

61
creada por Dios, el Gran Ingeniero. Esta máquina universal puede ser desmontada,
analizada en sus partes, y así se revelarán su sentido y sus leyes. La naturaleza es-
tá escrita en el lenguaje de la matemática, mas no en aquel sentido numerológico y
místico de los pitagóricos, sino porque dicha disciplina resulta un instrumento apto
para comprenderla. Por ello los mecanicistas tratarán de cuantificar, medir, hallar re-
laciones funcionales entre cantidades y expresar así, numéricamente, las regularida-
des manifiestas.
A comienzos del siglo XVII esta tradición vinculada a un mecanicismo maquinis-
ta cedió su lugar a otra, que concebiría al universo constituido por partículas en
continuo movimiento y gobernadas por leyes que la investigación científica habría de
poner en evidencia. Se trata ahora de un mecanicismo corpuscularista, que tiene su
origen en el antiguo atomismo de Leucipo, Demócrito y Epicuro, y que irrumpe a
mediados del Renacimiento por la difusión de antiguos tratados y en especial por la
de De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas) del poeta y filósofo romano
Lucrecio, publicado por primera vez en 1473. El desarrollo del mecanicismo, en ex-
pansión a lo largo del siglo XVII, seguirá claramente estz orientación. Puede pensar-
se, de un modo esquemático, que la tradición neoplatónica surgió en el siglo XV co-
mo reacción ante la organicista y que luego, en la primera mitad del siglo XVII, la
mecanicista acabó por predominar sobre ambas. El hecho es que, en este período,
obras de Francis Bacon, Galileo y René Descartes, desde perspectivas muy diferen-
tes, habrían de ser decisivas para desalojar a la filosofía natural aristotélica del lugar
privilegiado que había ocupado durante muchos siglos.

Tradiciones y precauciones

La coexistencia de estas tradiciones en los orígenes de la revolución científica


ilustra la variedad de influencias y el complejo paronama que sirvió de marco a tan
relevante acontecimiento. La historia whig tradicional lo ha presentado como el re-
sultado de una lucha entre los abanderados de una ciencia moderna, mecanicista, y
el oscurantismo asociado a la filosofía aristotélica, enancada en el sectarismo doctri-
nal de la Iglesia. Un enfoque más contextual debe poner en evidencia los factores
reales que incidieron en el pensamiento de la época, aunque muchas propuestas de
entonces, en particular las neoplatónicas, no puedan ser hoy consideradas como
"científicas". (De hecho, en sentido estricto, no lo fue ninguna; para nosotros, por
caso, la ciencia es una actividad profana, mientras que cada una de aquellas tradicio-
nes destinaba un lugar preponderante a su particular concepción de Dios.) No se
trata por caso de justificar, ocultar o negar la componente mística del pensamiento
de Kepler en razón de que no creemos hoy que la mística tenga carta de ciudada-
nía científica, sino de comprender qué papel pudo desempeñar su concepción del
mundo en el contexto de su obra. Por otra parte, tampoco es posible encasillar rígi-
damente a figuras de esta talla por su pertenencia excluyente a una tradición deter-
minada. En el siglo XVII, Bacon fue considerado un típico mecanicista, pero en sus
referencias a "humores" y a movimientos naturales y violentos, como así también su
valoración de la reunión enciclopédica de observaciones, hay elementos que asocia-
mos con el aristotelismo. Aunque la cosmovisión general de Galileo haya sido me-
canicista, aún perviven en ella dimensiones aristotélicas; su énfasis en los méritos de

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la matemática para el estudio de los fenómenos naturales, por otra parte, indicaría
la influencia de la vertiente "matematicista" del neoplatonismo. El propio Newton,
con cuya obra culmina la revolución científica, ha sido presentado tradicionalmente
como una suerte de "mecanicista puro", pero sus genuinos intereses por la alquimia
y la teología 10 comprometen también con la tradición neoplatónica: es el "gran an-
fibio" de la revolución científica, según 10 llama Kearney. El historiador de la cien-
cia que quiera evitar las tentaciones de la historiografía whig deberá admitir no só-
lo la coexistencia de estas tradiciones en un mismo momento histórico sino también
en un mismo individuo.

Reforma y Contrarreforma
La aceptación y promoción de los estudios científicos por la Iglesia acabó abrup-
tamente a mediados del siglo XVI, poco después de la muerte de Copérnico, cuan-
do los cismas religiosos (la Reforma) amenazaron su hegemonía doctrinal. Motiva-
dos por la corrupción y los abusos del clero e influidos por el humanismo cristiano,
los movimientos protestantes fueron iniciados principalmente por Martín Lutero en
1517 y por Calvino Oean Calvin) en 1536. Su expansión en Europa aconteció en mo-
mentos en que gobernaban monarcas absolutos como Francisco I en Francia, Enri-
que VIII en Inglaterra y Carlos V, emperador del extensísimo Imperio Habsburgo
que incluía, amén de otras posesiones, no sólo a gran parte de 10 que fuera el Sa-
cro Imperio Romano Germánico sino también a España y sus colonias americanas.
Hacia 1540, la difusión del protestantismo parecía incontenible y amenazaba con ex-
tenderse aún más: el ochenta y cinco por ciento de las grandes ciudades alemanas
adherían al credo luterano, al que ya se había convertido toda Escandinavia, mien-
tras el calvinismo, originado en Ginebra, comenzaba a penetrar enérgicamente en la
vecina Francia. Por su parte, por razones dinásticas, Enrique VIII había roto lazos en
1531 con la Iglesia de Roma e implantado el culto anglicano bajo su jefatura, aunque
gran parte del pueblo aún adhería en secreto al catolicismo.
La respuesta de la Iglesia romana, aunque demorada, se inició con los auspicios
de Carlos V bajo el papado de Paulo III con la fundación de la Compañía de Jesús
por el sacerdote vasco Ignacio de Loyola, en 1540, y la reorganización de la antigua
Inquisición, existente desde el siglo XIII. El trascendental Concilio de Trento (1545-
1563), finalizado veinte años después de la muerte de Copérnico y un año antes del
nacimiento de Galileo, precisó al máximo los aspectos doctrinales y estableció los
procedimientos a seguir para la restauración católica, dando lugar a la Contrarrefor-
ma. Al determinar las fuentes de la Revelación, las reglas de interpretación a las que
debía ajustarse la Escritura y la doctrina de los sacramentos, el Concilio atacó los
fundamentos mismos del protestantismo. Los jesuitas, con su organización de carác-
ter casi militar y su férrea disciplina, se consideraron a sí mismos "soldados de Cris-
to" y se convirtieron en la orden religiosa más relevante para llevar a cabo esta em-
presa, en particular en 10 catequístico, a la vez que la nueva Congregación de la Su-
prema y Universal Inquisición (o del Santo Oficio, como también se la conocía) co-
menzó a actuar a modo de policía intelectual y de represión en defensa de la orto-
doxia tridentina. En 1570 se creó también la Congregación del Índice, aunque ya
desde tiempo antes se habían elaborado listas de libros prohibidos, considerados he-

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réticos o filoheréticos. La lectura de obras incluidas en el lndex hacía pasible al in-
fractor de ser entregado a los tribunales inquisitoriales.
Las causas a ser tratadas por el Santo Oficio eran confiadas a un Comisario In-
quisidor asistido por dos dominicos; competía a la Congregación, además, la conce-
sión del imprimatur, tarea desempeñada por el llamado Maestro del Sacro Palazzo
con el auxilio de consultores teológicos. El carácter universal de la Inquisición no
sólo se refería a su competencia en todo lugar de la tierra habitada por el hombre
(sea cual fuere su credo), sino también a que cualquier persona, incluso obispos, po-
día ser investigada, perseguida o procesada. Sólo el papa y los cardenales disponían
de inmunidad jurídica ante el Santo Oficio. Por otra parte, el secreto judicial era ab-
soluto, y comprometía a jueces, acusados, testigos, consultores y cualquier otra per-
sona o institución involucrada. Las brutales prácticas inquisitoriales, que en España
eran moneda corriente desde la época de los Reyes Católicos (fines del siglo XV),
se extendieron por toda Europa, en particular en lo referente a la persecución de
magos y brujas. Entre 1580 y 1595, un solo inquisidor, Remigius, hizo quemar en
Lorena a casi un millar de ellos. Mas el catolicismo no tuvo el monopolio de la per-
secución y el martirio, que también habían arraigado entre los protestantes. El mé-
dico y teólogo español Miguel Servet, antagonista de Calvino, había sido condenado
a muerte en 1553 y quemado en Ginebra.
Como consecuencia de la Contrarreforma y la intransigencia de los adversarios
de la Iglesia de Roma, Europa quedó dividida en un sector católico, mediterráneo, y
otro protestante, nórdico. En la segunda mitad del siglo XVI se desencadenaron san-
grientas "guerras de religión", en particular en Francia, aunque no fueron ajenas a
ellas motivaciones políticas. En el ámbito católico, las novedades científicas y las
doctrinas filosóficas o teológicas que manifestaran presuntas desviaciones de los
dogmas establecidos fueron censuradas y condenadas, lo cual se manifestó en nu-
merosos episodios de crueldad tales como la prisión durante décadas del místico
Tommasso Campanella (brutalmente torturado), la muerte en la hoguera de Giorda-
no Bruno y el proceso a Galileo. Aunque sobreviviera soterradamente, en la segun-
da mitad del siglo XVI el neoplatonismo se eclipsó, declinó la influencia de la Acca-
demia florentina y el arte, la literatura y la arquitectura emprendieron otros rumbos
estéticos. Al menos en Italia, la cruzada contrarreformista puso fin a los ideales del
Renacimiento, que aún habría de rendir frutos en otros países europeos, al norte de
los Alpes y en particular en Francia.

Introducción a Copérnico
Mas en tiempos de Nicolás Copérnico el Renacimiento europeo se hallaba en su
apogeo. El astrónomo polaco fue contemporáneo de Colón, de Leonardo y de otros
grandes artistas del período (Botticelli, Michelangelo, Raffaello, Durero). La impren-
ta se hallaba ya en plena expansión y con ella culminaba tardíamente la llamada re-
volución técnica medieval. En Europa se asistía ya a las primeras manifestaciones
del modo de producción capitalista y, por tanto, a una revalorización cada vez más
creciente de la invención técnica y de las profesiones vinculadas con ella. Una bur-
guesía en ascenso requería para su expansión productiva nuevos y más eficientes
instrumentos de explotación de la riqueza.

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El viejo problema de los planetas aún no había sido resuelto. Los astrónomos
árabes y sus herederos europeos, en base al Almagesto, habían luchado (y continua-
ban haciéndolo) con deferentes, epiciclos y demás artificios para calcular, con poco
éxito, las posiciones planetarias. El instrumento ptolemaico empleaba distintas cons-
trucciones para distintos planetas o para un mismo planeta en distintas épocas del
año. Un nuevo enfoque parecía necesario, y ello al menos por dos razones. La pri-
mera era la estrecha relación que guardaban por entonces la astronomía y la astro-
logía. Pese a la oposición explícita de la Iglesia, el recurso a la predicción astrológi-
ca era habitual en las cortes de la época, en particular en el caso de quienes debían
planear y tomar decisiones de gobierno, y los desaciertos del astrólogo se atribuían
a la carencia de datos astronómicos precisos y confiables. Astrónomo y astrólogo so-
lían coincidir en un mismo individuo, y Johannes Kepler, más adelante, iba a sinte-
tizar en una frase esta circunstancia: "Dios provee a todo animal de su medio de
subsistencia, y para los astrónomos ha provisto la astrología".
Una segunda razón que exigía la resolución del problema de los planetas estaba
referida a cuestiones del mayor interés técnico. La navegación, actividad primordial
en una época de expansiones coloniales y viajes de exploración y conquista, necesi-
taba de mapas actualizados; la orientación en alta mar requería conocimientos astro-
nómicos, y era imprescindible, por otra parte, la reforma del calendario, para lo cual
se debía determinar con gran precisión la duración del año. Este último problema se
convirtió en asunto de gran interés para la Iglesia. De acuerdo con la tradición, la
fecha de la Pascua se establece a partir del conocimiento del día en que el Sol pa-
sa por el "punto vernal", una de las intersecciones de la eclíptica con el ecuador ce-
leste, y la determinación de este punto requiere disponer de datos astronómicos pre-
cisos. El calendario juliano vigente por entonces consideraba el año constituido por
365 días y un cuarto de día, razón por la cual se agregaba al almanaque un día ca-
da cuatro años (en el mes bisiesto). Pero el ajuste no es perfecto, por lo cual, con
la acumulación de los siglos transcurridos desde la época de Julio César, la Pascua
resultaba exageradamente adelantada. Consultado al respecto, Copérnico opinó que
una nueva reforma sólo se justificaría cuando se dispusiese de un instrumento de
cálculo más confiable que el ofrecido por Ptolomeo y sus sucesores.
Nicolás Copérnico (1473-1543), polaco nacido en Torun (o Thorn), en la región
limítrofe con Alemania, fue durante toda su vida un hijo dilecto de la Iglesia. Educa-
do por su tío, un obispo, estudió luego matemática en Cracovia, y más adelante as-
tronomía, medicina y leyes en célebres universidades italianas: Bolonia, Padua, Fe-
rrara. En la primera trabajó con Domenico Novara, famoso astrónomo adepto al neo-
platonismo. Finalmente se instaló en Frauenberg, una ciudad prusiana, de cuya cate-
dral fue médico y canónigo (administrador) hasta el fin de sus días. Allí se dedicó
a redactar el libro que había concebido durante su permanencia en Italia y que me-
dio siglo después de su publicación en 1543, el mismo año de la muerte de su au-
tor, se convertiría en la obra fundacional de la revolución científica. Tímido, aislado
de la sociedad, encerrado entre muros, nunca pudo imaginar las trascendentes con-
secuencias de su propuesta heliocéntrica.
En su momento, Oresme, Nicolás de Cusa y otros, al menos hipotéticamente, ha-
bían presentado argumentos destinados a mostrar la posibilidad del movimiento te-
rrestre, pero ninguno de ellos era astrónomo profesional y por tanto carecían de la
alta competencia necesaria para enfrentar la complejidad técnica de la tradición pto-

65
lemaica. Copérnico fue el primero en hacerlo. En De revolutionibus, el astrónomo po-
laco abandonaba el milenario instrumento astronómico geocéntrico y retornaba el
modelo de Aristarco, asignando al Sol el centro del universo y a la Tierra un doble
movimiento, de rotación alrededor del eje polar y de revolución alrededor del Sol, a
la vez que inmovilizaba a la esfera de las estrellas fijas. (También supuso que la
Tierra realiza un tercer movimiento, que no discutiremos aquí; en el siglo XVII, Ga-
lileo mostró que era innecesario.) La eclíptica era ahora la intersección de la esfera
celeste con el plano en el cual describe su órbita el centro de la Tierra y en cuyas
proximidades se hallan en todo momento los planetas; las estaciones del año resul-
tan de la inclinación del eje terrestre con respecto a dicho plano.
En principio, las retrogradaciones planetarias se explican fácilmente. (Véase la
Figura 8 para el caso de un planeta exterior, como Marte o JÚpiter.) El planeta ocu-
pa sucesivamente las posiciones Pl> P2, P3, ... al tiempo que la Tierra se encuentra,
respectivamente, en TI' Tz, T3' ... El observador terrestre percibe la proyección del
planeta (1, 2, 3, ...) sobre el fondo de las estrellas fijas, inmóvil con respecto al Sol.
En la figura, que muestra ocho posiciones sucesivas del planeta y la Tierra, se com-
prueba que en el tramo 1-2-3-4-5 el movimiento aparente del planeta es directo, pe-
ro es retrógrado en el tramo siguiente, 5-6. Luego, en 6-7-8, retorna su marcha zo-
diacal hacia el este. Cuando el planeta retrograda, disminuye la distancia entre éste
y la Tierra, con lo cual se explica el aumento de tamaño aparente y de brillo del as-
tro vagabundo. Las retrogradaciones se han convertido en ilusiones ópticas provoca-
das por el cambio de posición del observador y del planeta que se observa.
Copérnico confiaba en que un instrumento astronómico basado en estas suposi-
ciones no sólo sería más eficaz sino que se correspondería con las exigencias de
Platón: armonía, sencillez, belleza. En el prefacio de su obra, dedicada al papa Pau-
lo III (quien dos años después de publicado De revolutionibus convocaría a la prime-
ra sesión del Concilio de Trento), denuncia no sólo los magros resultados que pro-
ducen las construcciones basadas en el Al11lagesto, sino también la insatisfación es-

Este

Esfera de las
estrellas fijas
Figura 8. La construcción básica de la
astronomía copernicana. Se indican posi-
ciones sucesivas de la Tierra y del plane-
ta en un mismo instante. Desde la Tierra
el observador percibe la proyección del
planeta sobre la esfera de las estrellas
fijas, inmóvil con respecto al Sol. Las fle-
chas indican el movimiento aparente del
planeta. El tramo comprendido entre 5 y
Órbita de 6 corresponde a una retrogradación. Du-
la Tierra rante la misma, la distancia entre el pla-
neta y la Tierra disminuye, lo cual expli-
ca el aumento de brillo y tamaño aparen-
te del planeta en ese tramo de su movi-
miento a través del Zodíaco.

66
tética que resulta de ellas. Afirma que la obra de los astrónomos de la tradición
ptolemaica

puede ser comparada a la de un artista que, tomando de diversos lugares manos, pies,
cabeza y demás miembros humanos (muy hermosos en sí mismos pero no formados en
función de un solo cuerpo, y por lo tanto sin correspondencia alguna entre ellos) los
reuniera para formar algo más parecido a un monstruo que a un hombre.

La misión principal que se impuso Copérnico fue pues la de eliminar al mons-


truo ptolemaico, su carencia de simplicidad, elegancia y economía de recursos. Incli-
nado a remitirse a ciertos nombres de la "sabiduría antigua" en apoyo de su tesis
heliocéntrica, como era de rígor entonces, Copérnico opta por escoger a los pitagó-
ricos Heráclides, Aristarco, Filolao y Ecfanto. Al Sol, recuerda en su prólogo, se lo
llama lámpara, inteligencia, gobernante del universo, y Hermes Trismegisto lo apo-
da el dios visible. Sentado en su trono real, concluye Copérnico, el Sol rige a sus
vasallos, los planetas, que orbitan en torno a él. Las módicas convicciones neoplató-
nicas de Copérnico, adquiridas en los centros humanistas italianos que frecuentó en
su juventud, son aquí evidentes, y no es extraño que en el siglo XVII al heliocen-
trísmo copernicano se lo llamara "la opinión (o doctrina) pitagórica".
Lamentablemente, la eficacia del nuevo instrumento debía ser confirmada por su
correspondencia con las observaciones astronómicas, y por ello también Copérnico
debió recurrir, atrapado como los astrónomos de la tradición ptolemaica por la "mal-
dición del círculo", a agregar construcciones auxiliares tales como epiciclos menores
y excéntricas, aunque se negó a adoptar el antiestético ecuante. Incluso, aunque en
su sistema el Sol ocupa el centro del universo, el centro de la deferente terrestre no
coincide con él: literalmente, la Tierra no gira alrededor del Sol. En tanto instrumen-
to de cálculo, el modelo copernicano resultó al menos tan complejo como el de sus
antecesores ptolemaicos y no más eficaz en cuanto a predicciones. Tampoco Copér-
nico había resuelto el problema de los planetas.
Pero entonces, ¿por qué se afirma que el libro de Copérnico originó una revolu-
ción científica, llamada incluso con frecuencia "copernicana"? Hemos señalado reite-
radamente que en Alejandría la astronomía había experimentado un divorcio radical
de la cosmología, destinada, sólo ésta, a revelar la verdadera estructura del mundo.
Los astrónomos sólo pretendían "salvar las apariencias" por medio de construcciones
geométricas adecuadas al cálculo eficaz, y no indagar acerca de la realidad física, y
en la época de Copérnico tal divorcio era todavía ostensible. CoPérnico acabó con él.
De allí en más sus sucesores iban a afirmar que el problema de los planetas y la
cuestión cosmológica eran anverso y reverso de una misma moneda: un sistema del
mundo con realidad física debe ser capaz, a la vez, de resolver la cuestión astronómi-
ca Planetaria. Con mayor claridad que nadie, Galileo expresaría en el siglo XVII es-
ta profesión de fe en el realismo científico: "El astrónomo matemático podrá quedar
satisfecho de ser un calculista, pero no hay satisfacción ni paz para el astrónomo fi-
losófo [es decir, para el físico]".
En De revolutionibus, Copérnico incluye consideraciones cosmológicas, y en par-
ticular las objeciones habituales que podían ser formuladas a los adherente s a la hi-
pótesis del movimiento terrestre. Algunas provienen del sentido común: ¿por qué al
moverse la Tierra no abandona en su camino a las nubes o a la Luna? Otras, del

67
peso de la autoridad de la Escritura: en el episodio de la batalla de Gabaón, Josué
ordena detenerse al Sol y no a la Tierra (josué, X, 12-13). Las hay, finalmente, de ín-
dole estrictamente científica. Hemos mencionado en el capítulo anterior dos de ellas:
el "argumento de la torre" y la inobservancia de la paralaje anual de las estrellas.
Copérnico intenta responderJas, pero sus argumentaciones son del todo inconvincen-
teso Recurre para ello a la única física existente por entonces, la aristotélica, hecha
a la medida de una Tierra inmóvil. Supone que la distancia entre el Sol y las estre-
llas es mucho mayor de 10 pensado hasta entonces, con 10 cual la paralaje anual no
podría ser detectada con el instrumental de la época, una hipótesis que sólo puede
justificar remitiéndose a la enorme extensión de la bondadosa creación divina. Sin
embargo, quedará firmemente establecido para sus lectores venideros que el soste-
ner la realidad física del nuevo heliocentrismo obligará a sustituir la cosmología aris-
totélica por otra, radicalmente distinta, compatible con una Tierra en movimiento.
Tal fue el programa que, tímidamente, formuló el canónigo Copérnico y que sus su-
cesores llevarían adelante.

Hacia el siglo XVII


Mientras el libro de Copérnico se hallaba en pruebas de imprenta y su autor
agonizaba, un pastor luterano a cargo de la edición, Andreas Osiander, añadió al tex-
to una presentación sin firma con la que, al parecer, intentó protegerJo de posibles
críticas por su tesitura heliocéntrica. Osiander afirma que el maestro Copérnico no
ha hecho nada reprobable, pues el astrónomo "no puede llegar a las causas verda-
deras" y sólo formula "hipótesis que le permitan calcular correctamente los movi-
mientos a partir de los principios de la geometría". Como es bien sabido, prosigue
Osiander, revelar la verdadera naturaleza del universo es tarea reservada a filósofos
y teólogos:

El astrónomo acepta de preferencia aquella [hiPótesis] que es más fácil de comprender.


El filósofo quizá busque también la verosimilitud, pero ni uno ni otro comprenderá o
formulará nada cierto a menos que sea por revelación divina. (...) En lo que a las hi-
pótesis concierne, que nadie espere nada cierto de la astronomía, pues ésta no puede
darlo, ya que, de lo contrario, aceptaría como verdaderas cosas concebidas para otro
propósito y abandonaría su estudio mucho más tonto de lo que era al comenzarlo.

En verdad Copérnico pensaba otra cosa, pero en los años subsiguientes a la pu-
blicación del libro, inaccesible para quienes no fueran especialistas en astronomía,
muchos lectores atribuyeron al autor la presentación y el punto de vista instrumen-
talista que allí se expone. Por entonces la Iglesia afrontaba una dura crisis a raíz de
las manifestaciones de la Reforma, que se expandía rápidamente por el centro y el
norte europeos. Fue Lutero, precisamente, quien lanzó la primera crítica ideológica
al heliocentrismo copernicano. "Este loco", afirmó aún en vida de Copérnico, "anhe-
la trastocar por completo la astronomía, pero las Sagradas Escrituras nos enseñan
que Josué ordenó al Sol y no a la Tierra que se detuviese". Su discípulo Melanch-
ton era más explícito: "Es una falta de honestidad y decencia mantener públicamen-
te tales ideas, y el ejemplo es pernicioso; un espíritu justo debe admitir la verdad

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revelada por Dios y someterse a ella". Nada hubo que temer, por el contrario, des-
de el ámbito católico. El buen Copérnico había sido un sincero creyente, un hombre
vinculado a la Iglesia, procedía al modo instrumentalista (según se creía mayoritaria-
mente en virtud de la presentación de Osiander) y podían por tanto delegarse las
complejidades técnicas del libro en manos de los profesionales de la astronomía.
Hoy se sabe que ya en la segunda mitad del siglo XVI ciertos astrónomos y teoló-
gos católicos habían puesto en evidencia el realismo copernicano, es decir, que el
texto de Osiander no se ajustaba a la verdad, pero las autoridades romanas no to-
maron por entonces decisión alguna que pudiese ser entendida como una censura a
las afirmaciones de Copérnico.
Así, pese a que por entonces el contenido de los libros en circulación en los paí-
ses católicos era atentamente analizado, De revolutionibus pasó prácticamente inad-
vertido en los ámbitos teológicos. De hecho, no fue incluido en el Index hasta 1616,
y ello a raíz de la intensa agitación pública que desarrollaba Galileo en esa época en
favor del heliocentrismo. Los astrónomos recibieron el libro con interés puramente
profesional, pues en él se proponían nuevos procedimientos de cálculo, pero, salvo
unas pocas excepciones, se hallaban lejos de sentirse motivados por las considera-
ciones cosmológicas del autor. Durante la segunda mitad del siglo XVI, el libro fun-
dacional de la revolución científica parecía no haber sido escrito.
El aristócrata danés Tico Brahe (1546-1601) fue el astrónomo más importante de
dicho período y sin duda el observador de los cielos más preciso y constante de la
era pretelescópica. Poseedor de una pericia técnica asombrosa, Tico construyó ins-
trumentos muy sofisticado s para el registro de posiciones planetarias, tarea que le
insumió décadas de trabajo. Después de ello los astrónomos no necesitarían recurrir
a imprecisos datos que, en lo esencial, provenían del Almagesto (y que Ptolomeo, a
su vez, había heredado de Hiparco, del siglo II a.C.). Dispondrían, en cambio, de un
conjunto de observaciones confiables, pues adolecían de errores de sólo unos cuatro
minutos de arco, distancia angular mínima a la que deben encontrarse dos estrellas
para ser discernibles por el ojo humano.
Tico observó además fenómenos celestes del mayor interés para la historia sub-
siguiente. El estudio de cometas le permitió comprobar, empleando procedimientos
de triangulación astronómica, que estos curiosos astros errantes se hallaban en la re-
gión supralunar, si bien manifestaban un comportamiento sorprendente, pues no pa-
recía adecuarse a ellos una trayectoria circular y parecían atravesar sin dificultades
las esferas cristalinas. En 1572 observó una nova cuyo brillo, en su momento de ma-
yor esplendor, era comparable al del planeta Venus. Tico no logró detectar la para-
laje del nuevo astro y por tanto concluyó que debía hallarse en la esfera de las es-
trellas fijas. Cometas y novas parecían probar, en discrepancia con lo afirmado por
Aristóteles y sus seguidores, que los cielos no eran inmutables.
El astrónomo danés no era ajeno a las tentaciones de la tradición neoplatónica,
pese a lo cual no adhirió al heliocentrismo copernicano. Reformuló el "argumento de
la torre" imaginando una bala de cañón disparada verticalmente hacia arriba. ¿Por
qué el proyectil ingresa nuevamente en la boca del cañón, si durante el lapso inver-
tido en la trayectoria de ida y vuelta, el cañón, junto con la Tierra, ha estado mo-
viéndose? A Tico la objeción le parecía convincente. También recurrió a otro argu-
mento astronómico: el modelo copernicano predice para Venus un ciclo completo de
fases como el de la Luna, pero nadie había nunca observado tal cosa. (Véase la Fi-

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gura 9.) Pero quizá la objeción más decisiva en contra del copernicanismo la halló
Tico en una constatación de larga data que hemos comentado en el capítulo ante-
rior: la ausencia de paralaje anual de las estrellas. Utilizó su arsenal de nuevos ins-
trumentos para detectarla pero no logró hacerlo, tras lo cual concluyó que el siste-
ma copernicano no era una opción viable en materia cosmológica.

Deferente

(a) (b)

Figura 9. Distintas predicciones para Venus, un planeta al que se observa siempre en proximida-
des del Sol. (a) En el modelo ptolemaico es necesario suponer convencionalmente que el centro O
del epiciclo no se aleja en exceso de la recta que une la Tierra y el Sol. Como consecuencia. des-
de la Tierra se observará de Venus apenas un pequeño sector iluminado. (b) En el modelo coper-
nieano. Venus es un planeta interior. por lo cual se lo verá siempre vecino al Sol. Pero el observa-
dor telTestre debería percibir un ciclo completo de fases del planeta. similar al de la Luna. En la
época de Tico Brahe nadie había observado este fenómeno.

Pese a lo cual Tico creyó que era posible llegar a un compromiso entre el geo-
centrismo y el heliocentrismo e imaginó un modelo teórico planetario en el que la
Tierra ocupa el centro del universo y el Sol gira a su alrededor, mientras que los
planetas lo hacen a su vez en torno del Sol. Ninguna de las objeciones al movimien-
to terrestre se aplican a este sistema ticónico, pues la Tierra conserva. inmóvil, su
lugar de privilegio. En cambio sería posible, pensaba Tico, explicar el movimiento de
los planetas sin las "monstruosidades" de la astronomía ptolemaica. Formidable ob-
servador de los cielos pero teórico mediocre, nunca trató de cotejar las predicciones
de su modelo con sus propias observaciones planetarias. Confió en que algún otro
habría de hacerlo.

Los herederos

La brevedad de la vida, había escrito el melancólico Copérnico. la torpeza de los


sentidos, el entumecimiento de la indiferencia y de las ocupaciones inútiles nos permi-
ten conocer muy poco. Y luego el rápido olvido arranca del esPíritu, con el tiempo,
cuanto sabíamos. Tal parecía el destino de su libro, entregarse al olvido de la histo-
ria. Pero a menos de dos años de su muerte, Tico recibió en la corte de Praga, don-

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de ejercía el cargo de matemático imperial, la visita de un joven astrónomo, J ohan-
nes Kepler. Comenzaba el año 1600. Místico atormentado que en su diario personal
se llama a sí mismo perro sarnoso, víctima de la viruela y la miopía, hijo de un pa-
dre alcohólico y descendiente de una familia de insanos, Kepler había encontrado
refugio a sus desdichas en el mundo armónico y bello prometido a los neoplatóni-
coso Había sido astrónomo y astrólogo en la corte de Gratz, en Austria, y en 1596,
a los 25 años, había publicado el Mysterium cosmographicum, libro en el cual se de-
claraba ferviente copernicano y dispuesto a develar, precisamente, el misterio del
universo. Su presencia en Praga obedecía a una razón manifiesta: deseaba convertir-
se en ayudante de Tico, pues Tico disponía de nuevas y precisas observaciones y
con ellas, él, Kepler, estaba decidido a resolver el problema de los planetas. Lleva-
ba entre sus papeles una carta por la que sentía particular estima y que quizá haya
mostrado al astrónomo danés a modo de presentación. Cierto matemático de la Uni-
versidad de Padua, Galileo Galilei, a cuyas manos había llegado un ejemplar de su
libro, no sólo prometía leerlo a la brevedad sino que además afirmaba compartir con
él su adhesión al copernicanismo. Kepler no estaba solo. Ambos, el alemán y el ita-
liano, habían comprendido que De revolutionibus no era, en realidad, un artefacto
inofensivo sino un poderoso explosivo. Y en poco tiempo, cada uno a su modo, lo
harían estallar. G

Discuten los historiadores


CUANDO WS FILÓSOFOS SE EN1ROMETEN
EN lA HISTORIA DE lA CIENCIA

Cuenta el historiador
dad, siendo de lagraduado
él un joven ciencia 1.
queBernard
dictaba Cohen que, en cursos,
sus primeros cierta oportuni-
invitó al
eminente filósofo y epistemólogo Rudolf Carnap a que se reuniese con sus alumnos
y dialogara con ellos. Amablemente, éste le pidió que lo acompañara a su casa y allí
le propuso que explicara las razones por las cuales creía que la exposición de un
epistemólogo podría ser de interés para un grupo dedicado al estudio de la historia
de la ciencia. Cohen lo hizo. Pero Carnap replicó a su vez que su mentalidad era to-
talmente ahistórica y que nada podía aportar a la historia de las ideas científicas. Sus
desvelos filosóficos apuntaban a poner en evidencia la estructura y la naturaleza de
las teorías científicas y no a indagar acerca de la historia de esta o aquella en par-
ticular. Se sentía obligado, pues, a declinar la invitación. En otra oportunidad, prosi-
gue Cohen, se acercó a saludar al lógico y epistemólogo Willard Quine luego de que
éste pronunciara una conferencia sobre David Hume, el célebre filósofo escocés del
siglo XVIII, y le comentó: "Qué apasionante debe ser ocuparse de ideas tan intere-
santes como las de Hume". Un tanto abruptamente, Quine respondió que no le inte-
resaban en absoluto las ideas de Hume, sino tan sólo las ideas, con independencia de
que quien las hubiese formulado fuese o no el más grande de los hombres: sólo se
ocupaba de afirmaciones verdaderas. Estas anécdotas, narradas por Cohen hace más
de veinte años, le permitían ilustrar la existencia de filósofos y epistemólogos para

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