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Recordando a Godofredo Garabito

Conocí a Godofredo Garabito a través de nuestro común amigo José


Delfín Val. En la época, ya lejana, en que recibimos el encargo de la
Diputación de Valladolid de recopilar un cancionero vallisoletano, Pepe
y yo recorríamos a menudo la provincia para charlar con las personas
mayores del medio rural y empaparnos de sabiduría y conocimientos
que luego él, sagaz periodista, usaba oportunamente para su programa
de radio. Cierto día, Godofredo le habló de una vecina de la Mudarra
que sabía algunos romances y los cantaba con gracia, y allá se fue
Pepe, magnetófono en ristre, a grabar a Candelas Liébana. No recuerdo
por qué no pude venir ese día con él a recopilar, pero sí recuerdo que
disfruté luego con la audición de las canciones y bien pronto pude dar
las gracias personalmente a Godofredo, pues éramos casi vecinos en
Valladolid en el antiguo barrio de San Llorente. Todavía no sabíamos ni
él ni yo que terminaría mis días viviendo en una de aquellas casas que,
siendo diputado provincial, ayudó a adquirir en tiempos de la
presidencia de José Luis Mosquera. Mosquera echó mano de los
contactos y conocimientos que Godofredo tenía del agro y del pecuario
que circundaban La Mudarra y gracias a la gestión de ambos la
Diputación adquirió las casonas de Montealegre y de Urueña en unos
momentos en que nadie creía en las posibilidades del medio rural ni
mucho menos en que las ruinas nobles de castillos y casas nobiliarias
habrían de llegar a tener un uso cultural y una repercusión económica
y social sobre las zonas en que fueron levantadas siglos atrás.
Godofredo sí creía en ello porque era un hombre de la tierra, como diría
Leopoldo Cortejoso en el discurso de contestación al texto de entrada en
la Academia que elaboró Godofredo sobre la actividad poética de las
mañanas de la Biblioteca. Ahí alertaba el recordado doctor acerca del
humanismo radical y la natural inclinación a la poiesis de Godofredo,
porque, en palabras de Leopoldo Cortejoso: “nunca un poeta que se
enternece con el ruido de las hojas en los árboles o con los matices
cambiantes de las nubes en un atardecer de primavera se ha hecho
rígido y conceptual”. Nunca lo fue Godofredo: poeta de amapolas y de
raíces profundas vivía preocupado por el patrimonio y por su cuidado.
Desasosegado, en consecuencia, por las obras humanas que
desaparecían, sacudidas por la incuria de los tiempos y de las gentes.
En la Navidad del año 2000 me envió como felicitación su obra sobre
Peñafiel y su marquesado y en ese texto escribía: “Nuestros pueblos han
ido olvidando –no se sabe si queriendo o sin querer- sus propias señas
de identidad, sus raíces”. Según iba leyendo el trabajo sobre los Téllez
Girón me iba viniendo a la mente la figura de Rodrigo Caro, aquel
ilustre escritor sevillano que estudió cánones en la universidad de
Osuna, fundación del IV conde de Urueña Juan Téllez Girón. Caro, al
igual que Godofredo, estaba fascinado por las ruinas arqueológicas y
como él fue anticuario, historiador y poeta. Todos recordamos la forma
en que, vencido por la visión devastada de un pasado glorioso, se deja
llevar por la nostalgia y escribe en su Canción a las ruinas de Itálica:
Solo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Godofredo estuvo siempre atento a las pocas señales que iban
quedando en nuestro tiempo de aquel pasado de “hierro y laureles” que
estremeció al poeta Leopardi. Para Godofredo, hombre práctico por los
conocimientos de la tierra que heredó de sus antepasados labradores,
pero soñador también de otros cultivos menos terrenales, había tres
conceptos esenciales en la vida: crear, construir y conservar. De esos
tres conceptos dio buena muestra a lo largo de su existencia. Como
escritor, como empresario y como recolector de antigüedades dio cabal
ejemplo de su talante y su caballerosidad. Así lo entendieron quienes
cultivaron su amistad y se beneficiaron de su carácter pródigo o de su
hospitalidad.
La Fundación que lleva su nombre y el Patronato que cuida de su
legado me honran hoy con una distinción que me obliga a “promocionar
y aunar voluntades en pro de la cultura”. Nada me satisface más que
responder a los gestos de generosidad con mi propio trabajo, que
siempre ha estado atento, como lo estuvo el de Godofredo, a sembrar la
tierra de energías. Y lo subrayo con sus propias palabras:
Entre tus manos, junto con las mías,
pondremos el caudal de nuestros sueños
para sembrar la tierra de energías
y quemar en la hoguera viejos leños,
alumbrando nacientes teofanías
en el limpio crisol de los ensueños.
Hago votos porque ese limpio crisol mantenga viva la temperatura de
los sueños y sea capaz de fundir, de aglutinar todos los esfuerzos en pro
de una tierra y de unas gentes que olvidaron el canto de las aves que
alegraron su historia. Por eso se hacen hoy tan oportunas las palabras
que escribió Godofredo en Al aire de mi vuelo:
Rezarán los pardales en gemidos
y el palor de mi rostro se desposa
con frondoso ciprés, y estremecidos
los jilgueros en trinos con la rosa
cantarán del salterio, doloridos,
antífonas de paz en tarde umbrosa.

Que así sea, amigo Godofredo.

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