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Velotto Campuzano
María Blásida
Rolón
2018
DOS
"Bueno. Esto que le voy a contar, che patrón'í, se sucedió hace ya un tiempo largo, en un
pueblito un poco retirado de acá pero cerca de Horqueta, hacia la frontera con el Brasil.
En esa capilla vivía un tipo, Pantaleón de nombre, Mancuello de apelido26. Hombre más
malo y de laya más fea no se ha de topar en la superficie de este mundo: un zafado
imposible, malevo sin segundo, mañero como novillo erado27, peligroso como víbora
chininí, tan provocativo como víbora capitán y más traicionero que víbora-liana, ese era
Mancuello. Él, luego, no había vicio que no tuviera: él, habla sucia; él, jugador trampero; él,
haragán sin conchabo; él, cuatrero y ladrón; él, último puerco. Y para completarse, le
gustaba formalmente el trago. Lo único que no podía ser es gaucho alegrador-de-mujeres
(aunque le hubiera gustado), porque ni por nada iba a encontrar una que le aguante.
¡El mentado Mancuello!: un arriero chico, carapetón, pero forzudo y de huesos duros; de
ojos saltones, era tan mulato como pálido, medio kambá lento, con una condición que,
como marca, servía para diferenciarle de lejos: tenía en su cara y sus muñecas (y
seguramente en todo el cuerpo) una cantidad de manchas, grandes y redondas como
níqueles y más oscuras que la piel. Y después, Pantaleón Mancuello sudaba siempre, día y
noche, igual si soplara Sur o 1'Este28 angosto, haciendo frío.
Pero cuando oprimía el calor chorreaba como bajo un aguacero. Entonces, con el rostro
rociado y brilloso detrás de las rodajas negras, su pellejo parecía mismamente ceniza
todavía quemante.
Y justamente, che patrón, el calor picaneaba29 al demonio que trajinaba entre sus venas.
Así sí que Mancuello era terrible como nunca. A caballo, salía de recorrida por el pueblo en
la siesta de balde o en la mañana temprano o bien en las altas horas. Se entremetía con
cuantas se toparan con él de paso, piropeando con feroces groserías a la hembra que viese,
niña o vieja, linda o fea, sola o acompañada, pero sobre todo a ésta: precisamente a la
busca de una trenza, al facilitar al que iba con ella.
Pero nadie se puso nunca por él, eso jamás de la vida, y si por un por si acaso alguno
quería ensayar una protesta o una contestación apropiada, Mancuello desmontaba como
balín para cruzar repetidamente la boca del prójimo con su fusta redonda de cuero de
mboreví; si el otro se defendía, sacaba el bandido de su faja su inseparable y ancho
machete Barcelona30 y le metía de plano, de la barriga al cuello. Y cuando la mujer no
disparaba, raspeándole también, o era una machona de esas que procuran ayudar a su
compañero en la pelea, Mancuello ponía de punta su Barcelona y clavaba. Sí, patrón,
clavaba, pero poquito nomás, en una de las tetas de ella y en el hombro o el trasero del
ciudadano: uno, dos dedos, suficiente ya para que les salte un buen chorro de sangre y se
les llevara a descansar unos cuantos días en el Hospital de Horqueta.
Mancuello odiaba a los muchachitos de la postura31 de usted, patrón'í. Cuando veía uno de
ellos le rondaba al galope, como para atolondrar ñandúes, llegándole después por derecho
y refrenando de un tirón casi sobre la criatura; le pecheaba de seguida con su caballo hasta
que el inocente, desesperado, por fin conseguía librarse y correr, tiritando y temblando de
susto.
O de no32, mangueaba33 por sus juegos, esperando que se rejuntasen para tirárseles de
repente en el medio, tal cual un karakará entre pollitos; allá cortaba el hilo de sus
pandorgas34 o les ‘confiscaba’, a según su decir, el trompo arasá o la hondita (que luego
arrojaría al fondo de la remansada), y curuvicaba bajo los cascos de su montado35 los
bodoques36 secándose al sol.
Últimamente los mitá'í ya no querían dejar sus casas, por el grande temor de encontrarse
con este desgraciado. Ni en la escuela estaban seguros, porque un mediodía Mancuello
penetró con su caballo entero en el primer grado superior, donde enseñaba una trigueña
de hermoso estado. En ese momento daban clase. El hombre, apintonado37, pretendía que
ella le diera un beso... La señorita se resistió, lloró, quiso escaparse. Mancuello acabó
arrastrándola del cabello por el aula, entre la lamentación de los chicos. A los escueleros y
escueleras que apelotonados en la puerta se esforzaban por desaparecer, estorbándole la
salida, les arreó de pasada unos cintarazos. El infeliz de Mancuello soltó a la maestra sólo
frente a la puerta de la Dirección. El pueblo íntegro se calentó cuando supo la nueva
hazaña del miserable, pero inútilmente porque ninguno fue osado como para lavar la
ofensa a la maestrita. Demasiado miedo se le tenía a Mancuello. Asimismo, era ya
demasiado ordinario con los viejos: apenas se le ponían delante, les retaba con mala
dureza. Como postre solía aplicarles pesados ‘güey kaká’, golpeándoles con toda su fuerza
en la raíz-dela-cabeza, con la mano abierta; lógicamente, los pobrecitos trastrabillaban o
caían. De igual modo, esto indignaba demás a la gente, pero ¿quién era el macho capaz de
enfrentarse a ese hijo de la diablesa? Ya le dije que era enorme el temor a Mancuello,
patroncito.
Ninguno se pulseó38 nunca por él. Hasta el Comisario, el Juez de Paz y el Intendente le
respetaban formal. Y con razón, chamigo.
Por ejemplo, en ocasión en que la servihá del Comisario, una rubia gordota, volvía de la
modista, Mancuello se metió con ella ‘requebrándole’ en su estilo; muda, con la garganta
apretada, la mujer intentó andar más de prisa, pero Mancuello con un galope corto pasó a
su lado rozándole y, hábilmente, le pinchó con su espolín en la nalga izquierda. Al llegar a
su casa, la concubina comprobó, sollozando, que un gran coágulo se extendía sobre la
pollera verdegay.
Aunque estaban armados, a los soldaditos les espantaba la probabilidad de topetarse con
Mancuello; éste, mañeramente, se les escondió en un pirizal cercano al arroyo. Ahí
aguardó que se sumergiera el sol y, ya en el centro de la noche, se acercó en silencio al
local. En el portón, el número de guardia dormía parado, con dos dedos de los pies-
descubiertos prendidos a la culata de su máuser39 y agarrado con ambas manos al caño: en
realidad, se sostenía en su propio fusil. Como una las ánimas en pena, Mancuello arribó 40
junto a él y sin un ruido, con cuidado, le sacó el arma. El adolescente se columpiaba con
suavidad, dejando hacer; al faltarle apoyo se recostó por el poste y dejó caer
lánguidamente sus manos en el regazo; Mancuello quitó el cerrojo y volvió a colocar el
fusil en su lugar; el soldado ni se intranquilizó: desde el sueño, aceptaba con indiferencia la
operación; seguidamente, el malintencionado metió el cerrojo en su bolsiquera y se
introdujo en la Alcaldía.
Los reclutas no hicieron caso del doliente griterío del Comisario: con seguridad era
Mancuello, y no había quién se animara por él.
Con el señor Juez sobrevino algo parecido. Mancuello vivía, solo y único, en un lote de las
afueras que fue de la madre de un su primo segundo. Al finar aquella vieja y tras la
sucesión, el título de propiedad del cuarto de hectárea quedó por la cabeza del familiar.
Cierta vez, Mancuello ocupó el baldío, adonde se mantenía un ranchito de mala muerte y
una mínima plantación-de-rama. Desde entonces, el Mancuello se estableció en el rancho,
que más se asemejaba a un taperé. Pagando a un personal (con plata42 ganada en juego y
carrera-plana) para que siembre un poquito, conseguía los bastimentos que precisase.
Posiblemente causa de una garroteada más contundente que las anteriores, el perjudicado
primo malvendió su casa y se cambió a Asunción. Unos meses después, y sintiéndose a lo
mejor disimulado entre las muchas caras de la ciudad, le pleiteó a Mancuello por el
terreno.
El Juez, al recibir los papeles de la Capital, le hizo poner una citación con un propio;
Mancuello vino al Juzgado a media mañana: terminó de pegarle al Juez cuando éste
desmayó. Como rúbrica, le obligó al Secretario -que no pudo avanzar un paso mientras
duró el azote, porque Mancuello le avisaba continuadamente que iba a liquidarle si se
removía- a tomar todo el frasco de la tinta, con la amenaza que, o de no, le capaba; antes, le
ordenó que pronuncie: ‘¡Hasta verte, Cristo mío!’. Mancuello se retiró del despacho
tranquilamente, dejando a su Señoría amoratado de la cintura para arriba por los fustazos,
y al Secretario gomitando jiel azulenca 44.
Al tiempo que el Intendente se enjabonaba, desnudo y con el agua tibia al ombligo, surgió
Mancuello a unos metros y le cayó encima: se había ocultado desde el ocaso, hundido hasta
la quijada bajo las anchas ramas paralelas del ingá-blanco que rasaba a la mitad la
superficie. Mancuello trincó el cuello del aterrorizado y resbaloso Intendente y le
zambulló. En una salpicadura de espumas, el mocetón ganó arrebatadamente la orilla y se
puso a correr, en tanto clamaba ayuda a voces. Pero muy pronto se calló y se derrumbó en
seco: ¿qué pasó?: que Mancuello, librando la derecha, había tanteado con rapidez en el
cauce y con un certero guijarro le partió la sien.
Mancuello reflotó al Intendente sólo cuando paró de retorcerse y patalear; tirándole como
a una bolsa de carbón en la playada, trepó feliz y contento por la barranca.
Ni un alma se presentó a los pedidos de auxilio: no existía un gallo que chocara con
Mancuello.
Y para que sepa, patrón, que Mancuello no respetaba a nadie, hasta con el sacerdote fue
resolvido47. Desde el púlpito, el padre le señaló como un mal ejemplo para el pueblo. Al
otro domingo, bastante después que se termine la misa de diez, Mancuello entró en la
iglesia.
Otros garantían que al Sureste, en la picada entre Unión y Ypehú, liquidó en guasú apí, de
cinco balazos (para asegurarse), emboscado y a traición, al habilitado de un obraje, que
era el chico de una morena linda que despreciara a Mancuello.
Los que sabían, declaraban que adentro del Brasil, en Mato Grosso, había terminado con su
mano a un fazendeiro49 que quiso joderle (¡tan luego a él!)50, pagándole con vales la
hacienda robada. El cuarto crimen fue el comentario de todo el pueblo: en un almacén de
Loreto, un feriado51, Mancuello se desgració con un desaprensivo que le acusara de
trampería en el bojo. Con seis puñaladas, el arriero falleció esa noche salivando y
maldiciendo.
Y entretanto, tomando 56. Cuidado pues que era trago grande, tomaba tendido, tomaba
como si recién tuviera garganta.
Mareado completo, se interrumpía hasta otra oportunidad cuando los gallos ya se hendían
con frecuencia la nariz en el aire todavía oscuro. Con arcadas como las gallinetas ypaka'a,
con un balanceo de las cosas y una cerrazón sobre las vainas-de-los-ojos, subía a caballo a
la tercer o cuarta tentativa y rumbeaba hacia su arruinadilla casa techo-de-paja.
Volvía solo alma, con las dos manos agarradas al basto de su recado, por no caer. Y como
ya no tenía a quién maltratar, borracho por la noche, insultaba con la lengua trabada a las
estrellas cercanas y a los altos árboles quietos...
Era animal arisco, de pelo tordillo rodado, que repetía extrañamente en la carretilla, la
grupa y la verija60 los manchones de su dueño.
Mancuello no tenía un amigo en la zona. Esto sí, unos arribeños eran sus compañeros de
farra y sinvergüencía. De cuando en cuando, se demostraba en el pueblo junto con sus
compinches; la pobre gente, entonces, llaveaba sus puertas y acerrojaba sus ventanas
como si una peste procurase llegar de visita.
Los socios de Mancuello eran también malevos y viciosos; pero si bien le copiaban en su
bandidaje y palabras-sin-respeto, ni uno se le comparaba: el de la cara asperjeada61 era el
taita, sin discusión."
TRES
“Muy fuera del pueblo, en la costa del camino real que va a Estribo de Plata, hay una altura
de la más preciosa, así llamada Gringo kaigüé; pero no vayas a creer, che patrón, que se le
puso el nombre ese por un gringo que era desganado. Otra completamente fue la cosa:
mucho antes, unos cuatreros asaltaron el tambo62 que tenía allí un extranjero rubio y
largo63, del que maliciaban que fuese rico.
El mburuvichá de los bandidos era un tal Greco, justamente hijo de extranjeros también, al
que después de un tiempo se le apresó y de seguida se le condujo engrillado a bordo de un
macate, desde Puerto Yvapovó, al ‘Corral Grande’.
Cuarenticinco64 días más tarde moría Greco en la misma Cárcel Pública de Asunción,
asesinado en el momento que dormitaba la siesta por un contrabandista pilarense, Niño
Nacimiento Chaparro, que le curuvicó su nunca65 con una piedra.
Pero ese ya es otro melón, como dice aquel hablar. El asunto es que el Greco y su banda
pillaron al rubio mientras encebaba una carona66 en su galpón, a la luz de un farol-
murciélago; le torturaron y jugaron por él esa noche entera y finalmente, en vista que no
les supo decir dónde mismo guardaba la su plata, le colgaron boca abajo y prendieron
fuego a la casa.
Cuando acalló de arder el lugar, gentes compasivas cavaron una hoya y enterraron el
torrado cuerpo-que-fue. (No se le llevó a esponjar la tierra del cementerio porque no sabía
si era cristianado).
Así, el paraje quedó con ese nombre: donde-se-quemó-al-gringo. Y bueno, sobre la tumba
se plantó una cruz que se alzaba a un metro del tronco chamuscado del lapacho-de-cerro
adonde le zangolotearon y sapecaron al pobre gringo.
En la temporada en que se pasa lo que le estoy narrando, la crucecita de Gringo kaigüé era
ya muy milagrosa: por su virtud, multitud de enfermos se curaron lindo y otros hasta
salvaron la su vida67. Por eso siempre se copia con esmero a su alrededor y no le faltaban
adelante una cantidad de ramos frescos y velas encendidas; su estola de ñandutí,
asimismo, permanentemente estaba lavada, almidonada y plancheada68.
Una vez, un promesero69 agradecido le regaló plata porque ella le dejó sano y bueno a un
su hijito que tuvo hígado; la gente continuó con esta clase de ofrendas, que depositaba en
la limpiadita de la cruz, de modo que no dejaba de haber en ese punto, entre el medio de
los floreritos y los candeleros, monedas todo brillantes, billetes sa'i arrugados como
cigarros de hoja y uno que otro billete pirirí de más valor.
Los domingos de tarde el cura venía a recoger el dinero, como contribución al nicho de
material que, a según la su opinión y la del resto, hace rato merecía la crucita. Yo le he
referido esto, patrón'í, porque fue exactamente de la Cruz de Gringo kaigüé de la que se rió
demasiado mal el atrevido de Mancuello, escupiendo así en el puro Nuestro Señor
Jesucristo.
El caso sucedió de la manera que sigue: en una malcaliente mañana de noviembre, un poco
después del Día de las Ánimas, regresaban Mancuello y su cuadrilla de una farra 70 en una
apartada Compañía de Angelito. El áspero resol y la borrachera de la noche anterior, de la
que la mayor parte aún no se desataba, se asentaban en la caballería dándole un tranco
espacioso y descuidado.
Los cascos avanzaban trabajosamente por la intensa arena amarilla de la arribada, que se
desligaba en delgados remolinos, mientras los arrieros soñolientos, con el sombrero pirí
encajado hasta las cejas y el barbijo puesto, se bamboleaban encima de sus aperos.
Iban pasando por Gringo kaigüé. La cruz se levantaba a la orilla del camino y su limpiada,
como de habitual, estaba repleta de florecitas recién arrancadas y de candeleros de barro y
de lata, con velas apagadas por el viento.
¿Qué se le importaba a Panta Mancuello del finado y su cruz milagrosa? Distraído, echo un
parpadeo hacia ese costado. Pero de golpe, sus abultados ojillos color mercocha 71 se
posaron, acertadores como los del halcón azul, en la plata esparcida ante el madero: junto
a las monedas relumbrosas, había reparado en una partida de billetes, algunos saguasú,
atajados con cascotes o floreros para que no volaran. Refrenando, Mancuello gruñó a sus
socios:
- Quedémonos un poco que -y señalando con un gesto añadió-: Aquella cruz me llama. Qué
cosa ha de ser la que quiere...
No era sino la estola que, hamacada por el cambiante viento flojo, se erigía en una mano
blanca haciendo señas o un amistoso adiós de saludo.
Sus compañeros, curiosos, se fueron arrimando también y, sin desmontar, formaron una
semirrueda a corta distancia de los dos. Era mediodía: las estampas trasnochadas y los
altos sombreros despedían un hilo de sombra sobre la reducida abra, en tanto Mancuello
sacaba del fondo de su bombacha un mugriento y gastado mazo de naipes.
- ¿Qué es lo que anda queriendo jugar? -le preguntó, letrado. Contestando él mismo,
repuso: Truco, ¿verdad? -y agregó inmediatamente: Listo, ya está.
- Pongamos ley: vamos a jugar en un dieciocho. En nueve nos abuenamos. La falta vale el
partido, el que malcanta pierde todo, tres cuatro no vale nada. Usted va a dar. Soy mano.
Le extendió el mazo a la cruz, pero cuando ya tocaba la madera negra se quedó un instante
y lo retiró de nuevo, al tiempo que le decía:
- Mejor doy por sus veces, porque me parece nomás a mí que tiene reuma: con razón esos
sus brazos se separan grande: todo duros pues.
Rió de buen talante y sin cortar repartió, a tres cartas por cabeza, dándose él la primera.
Rápidamente, Mancuello lo colocó de nuevo en su puesto y, tapando las tres barajas con un
candelero de latón, dijo irónicamente:
Con precaución, puso entonces uno de sus naipes frente a él, apretándolo contra la tierra
con el índice y el pulgar. Sin largarlo todavía, afirmó:
- Voy a ir callado -y al dejarlo, apartando la mano, ladeó la cara en la pose del que procura
oír mejor. De seguida, manifestó agriamente:
- ¿Qué? Diga bien, pues -cómo si la crucecita hubiera murmurado una palabra que muy
apenas le llegó.
- Envido, dice -y medio vuelteándose73, le guiñó un ojo a los otros. Ahí, uno de ellos se
dispuso a hacer algún comentario divertido, pero al abrir la boca el Mancuello le paró
desabridamente:
- ¡Al punto quiero, treinta y tres! -tirando ostentosamente dos de sus naipes sobre la tierra
apisonada.
En la barrida luz blanca de las doce, casi no se reconocían unos sucios siete y seis de oro.
Y cuando se fijó en el rey de copa, el caballo de basto y el sota de espada que él mismo le
diera, se asombró falsamente:
- ¡E'á! Había sido que no se encartó completamente. Todas figuras. ¿Y cómo faltea con
estas puerquezas? ¡Vea nomás hasta dónde es tan mentirosa, usted!
- Bueno, aquí se acabó el pleito: ya gané, kurusú'í. Guardó el mazo y después sí que agarró
con prontitud, hasta el último cinquí, el dinero sagrado.
- ¿Verdad que ligué bien? Al mirar por esas dos blancas, dije en mi corazón: ya es mío el
partido. Mismo74 con el velo, ‘la rubia-que-se-come-por-el-camino’.
- Tengo pues suerte nomás yo -siguió el hipócrita, que había preparado las cartas, eso es
muy seguro-. Treinta y tres, los años de su Jefe75. Y de mano, encima. Qué me dice. No, de
balde, crucita. Yo soy hombre pesado, luego. No hay quien se me empate.
- Muchas gracias solamente, crucecita. Ahora en otro le he de dar el desquite. Hasta luego,
che ama.
Y pisoteando flores fue a montar su tordillo rodado que pasteaba a unos metros, con la
rienda corrida hasta las orejas. Durante el luego, los capangas76 de Mancuello le festejaron
con risas discretas, pero al dirigirse éste a su flete, un coro de carcajadas que acababan en
alaridos golpeteó el desierto, dando espanto a los pájaros hasta una legua.
A la tarde y la noche, cansó los despachos de bebidas del poblado la versión, repetida
doscientas veces, del partido de truco entre Mancuello y la cruz de Gringo kaigüé.
Alabando a su cabezante, los hombres se sacaban la palabra para casear77 hasta sus
menores detalles el asunto mechándolo de burlas y gritos broncos de caña, suspiros y
juramentos. Alguno confidenció entre hipos que cuando reanudaron la marcha a la
vehemente ondulación solar las máculas de Mancuello despuntaban más que nunca, como
brisas negras encostradas en el pegajoso rostro pálido-brillante.
CUATRO
“Aquel sacrilegio ya pasó de la raya: los ancianos, la autoridad y toda la gente estuvieron
de acuerdo de que era demasiado necesario ir en peregrinación a desagraviar a la
crucecita y demandarle que le libertara al pueblo del azote de Mancuello. Ella, la última
burlada, no es capaz que no oyera el hirviente ruego colectivo.
Y por ese tiempo, la región entera se afligía bajo la gravedad de una larguísima seca (que
ya duraba mucho más que esta que ahora se termina, patrón). Desde hacía un mes, las
campanas de la iglesia tañían las veinticuatro horas, requiriendo las aguas de lo alto.
En la segunda quincena de noviembre, un día martes por cierto, a las cuatro y cuarto de la
tarde salió el gentío por la puerta grande de la iglesia.
Parecía una procesión, en la que sólo faltaba la banda: enfrente, unos cuantos hombres
transportaban elevadas cruces y estandartes; después venía un joven acólito cachando el
encadenado incensario de plata (aunque no se sacó fuera del templo al Santísimo en su
Custodia, el cura decretó por su cuenta sahumar a los Santos que se llevaban para la
ceremonia, considerando que la situación estaba muy mal). Seguidamente iba el sacerdote
de sobrepelliz y estola púrpura, leyendo letanías entredientes; luego, en sus andas llanas,
primero la ‘Virgen de Dolores, con un pañuelito bordado en la mano y el corazón goteando
a flor de pecho, punzándole una corona de espinas, y detrás el San Juan Evangelista de
cabellera lacia. Las dos imágenes podían salir únicamente cada Viernes Santo, al hacerse la
procesión del Santo Sepulcro, y los Sábados de Gloria a la amanecida, para el Tupasy
ñuvaitĩ. Con todo, el padre también decidió que se les trajera, por la razón que ya le dije,
patroncito.
Se presentaba la Dolorosa, de dulce mejilla en que se deslizaba para siempre una lágrima
inclinada de diamante, vestida sombríamente de negro con orla de oro, y el Evangelista de
hábitos blancos y faja violeta.
Escoltándoles, iban los cinco conscriptos de aseados verde'ó, con los fusiles en posición de
marcha.
Cuando alcanzaron las casas de la orilla, la espesa polvadera y la neblina picante del sudor-
de-árbol quemado ocupaban el aire marchitado.
Causa de la lenta comitiva, se tardó dos horas y pico en llegar a la tomada de Gringo
kaigüé; una vez ahí la muchedumbre se arracimó, cercando casi la limpiadita de la cruz.
La fatiga y la desesperación blanqueaban las caras arcillosas: a todos les percutía sin
compasión la seca, y prácticamente a todos les debía Mancuello humillaciones y malos
tratos.
Ya durante el rezo la multitud, agitándose de aquí para allá, parecía tomada por una
inquietud creciente, El enronquecido murmullo se agujereaba a cada el rato por el llanto
incontenible de las sedientas criaturas de pecho, que las madres intentaban acallar
presionándoles las kámas flacas y sin leche contra las pequeñas encías pálidas, y por las
riñas de los perros que, por docenas, se sumaron al peregrinaje.
Después, parado sobre otra silla, el pa'í se dispuso a decir su sermón, en el que
seguramente iría a solicitar al grandioso Poder de la Cruz, en el nombre de la comunidad,
que se manifieste cuando antes contra el del rostro percudido y el cielo reseco. Pero no
bien pronunció ‘Mis queridos hijos...’ se desgarró el bochinche: unas viejas mujeres de
manto negro, lamentándose a los cielos, corrieron a prosternarse ante la cruz hasta
refregar la boca por la tierra color cuajamiento-de-sangre79, para preguntarle de seguida
desvariadamente (como si no supieran o la crucita pudiese replicarles) si qué es lo que
aquel hombre de maliciosa naturaleza había hecho con ella.
Los más, luchaban por acercarse a manosear el madero oscuro, contenidos mal que mal
por los culatazos que, sin ponderar, repartían los soldados.
Una partida que se tiró frente a las andas imploraba desatinadamente a la Madre de Dios y
al Discípulo Preferido su divina intercesión delante del Señor de los Milagros para que, lo
más pronto posible, le destruya y le condene a Mancuello, y para que roture el territorio
macilento con torrentes de clara lluvia.
A cuatro patas entre los restos achicharronados de la casa del gringo unos lloriqueaban,
porfiando sobre los mismos problemas.
Otros, orados en la cuneta, con un llanto sin consuelo mendigaban el agua de arriba, para
mojarse un poco la lengua.
De a poco fue rebajando el desorden, a pesar de los pesares, hasta que calmó totalmente.
Sólo se registraron unos cuantos lesionados sin importancia y varias mujeres a las que les
dio un vahído, vaya a saber si por el bochorno del sol o el sentimiento general o las
apretadas.
CINCO
“Por aquella época acaeció algo, de la mayor importancia en este verídico suceso que fue.
Doña Candelaria Servián, una señora de la más mejor que vivía en la misma orilla de la
población, era la dueña de un Niño Jesús, una imagen perfectamente hecha del tiempo de
los jesuitas; heredado de madres a hijas, desde no se sabía cuántos años era propiedad
particular de esa familia.
Se le tenía en un nicho, puesto en la pieza más grande. Allí, con abundantes flores de
cartón y un cirio permanente encendido a sus pies, le veneraban los de su casa y las
personas piadosas del barrio, rezándole a menudo novenarios por tal y cual intención.
Muy bien. Pero una semana después de la rogativa, la menora81 de las cinco hijas de Ña82
Candelaria, suave blanca con trenzas del color de la javilla clara taguaná, que traía de
nombre Fermina y recién cerrara dieciséis años, se enfermó de cuidado de un pasmo de
sangre.
Fermina agonizaba cuando su madre, desajuciada, ofreció un triduo al Niño para solicitarle
urgente el favor de una curación en forma.
Durante tres entradas-de-sol seguidas oró con sus parientes, vecinos, amigos y gentes con
projimidad. Y a contar del último rezo, la muchacha se alivió con toda prontitud y se salvó
milagrosamente de esa noche para la otra.
Gozosa y desajogada, Doña Candé determinó homenajear al Niño con una grande tiesta
debajo-enrramada, para agradecerle la salud recuperada de Fermina.
Fijaron un sábado, desde allí en ocho, para echar a andar la farra. Se invitó a tantos, que a
lo mejor no iban ni a caber en la casa.
Al alcanzar esa fecha, la gente estaba doblemente contenta, primero porque, por suerte,
Mancuello y sus sirvientes seguidores no habían vuelto, hasta el momento al menos, y
segundo porque amaneció completamente nublado y se tenía la fe de que al cabo
terminara la seca con un numeroso llover bueno.
A partir del oscurecer se hicieron sentir los polvorines, como una bocanada invisible y
cargada que subía a enconarse en la piel; al rato aparecieron una infinidad de ñati'ũ, hasta
el punto que cuando uno se estriegaba83 el brazo o la frente ennegrecía la palma de la
mano una pasta de mosquitos triturados con sangre.
Ustedes por aquí no sufren de tales, che patrón, porque esto es campo y monte alto; en ese
sentido, el establecimiento de su padre está en la más aparente situación en este Paraguái.
Si bien en las islerías siempre va a topar desde mosquitos-caballo para abajo, al aire
transparente no hay ni uno.
En fin; aquella vez la gente aguantó con linda-piel las picazones, porque los millones de
ñati'ũ prometían la importancia y cercanía de la lluvia.
Por esto, y porque Mancuello se ausentó, los invitados cataban convencidos de que se iban
a hallar en la fiesta. Fueron llegando a eso de las nueve. La casa culatas-enfrentadas de Ña
Candelaria estaba como de día, debido a la docena de lámparas ‘Sol de noche’84 -la suya y
las que le prestara la vecindad oportunamente- que se colgaron a ancho de la galería
central y en la amplia enrramada bajo la que se iba a bailar. Formaba ésta un antiguo
parral que, pesando en postes con alambres, regalaba una consistente y fresca cubierta.
Era digno de ver cómo presentaban los adornos que se pusieron en el lance del medio, la
enrramada verde y tres de los cuatro lados del corredor jeré: variadas guirnaldas de papel,
flor de cocotero (ya era diciembre ya, patroncito), karandilla, banderitas tricolores
nacionales, ramos de resedá tan perfumada que hacía doler la cabeza, y con otras, rosa
siete hermanas, niño azoté, clavel, sinesia, jazmín paraguái, jazmín mango, jazmín del cabo
y amarillo y de lluvia y del cielo y de leche y de plata, perlas y corales, azucena, poncho
hovy, salvia morada, alelí, registro, hortensia, raído sombrero, mbery pytã, bola-de-gallo,
guaireñita, amistad eterna, campanilla da lila y penacho desbordados.
Pero era indudablemente el lugar del abogado de la familia, el niñito Jesús que le desvió de
la muerte a Fermina Servián, el que mejor se atavió.
La ramadita que se había levantado para los músicos (a un costado, fuera del parral, de
modo que la pista quedase despejada) también estaba en regla, con sus cuatro estacas
cubiertas de picardía blanca y rosada, de diáfanas orquídeas suelda con suelda, de racimos
de orquídeas barbote-de-mono, doradas de pintas punzó85, su techo de hojas de pindó,
ka'avó anís y laurel canela trenzadas.
Formaban la orquesta un arpa -tocada por un ciego, el mayor intérprete del instrumento
en varias leguas a la redonda-, dos guitarras, el acordeón de Hermenegildo ‘Kavará’ y un
contrabajo contratado de Belén.
Por su parte, las mujeres, sentadas en largas hileras de sillas arrimadas a las tapias y
apantallándose con viveza (hacia un calor asfixiante), secreteaban de los vestidos ajenos y
hacían buenos los suyos o la presencia de fulano.
El chapoteo manso del palique sólo crecía cuando se intercambiaba el saludo con los
recién venidos.
Había comida a cacharrata y bebida a patada88. Activaban sin parar Doña Candé y sus
ayudantas para que todo sobrase. Incluso Fermina, pálida todavía y rengueando un poco
(la pasmadura le dio en una su cadera), trajinaba acá y allí con una jarra en la mano.
Después que los hombres se sirvieron cerveza y principalmente una dos rayas de la caña
de sesenticinco grados, la fiesta se fue animando.
Eran las once pasado cuando principió el bailongo; la orquesta había tocado, con la pista
vacía, por una hora. Avergonzadamente iba saliendo una que otra pareja, ya que ninguna
quería ser la primera; pero un poco más tarde la incansable música, en la que dominaba el
contrabajo como un abejorro-de-bajo-tierra, el revolotear continuado girando entre las
luces y emperrándose contra los tubos y metales candentes; las tallas, las carcajadas y el
acompasado golpeo-golpeo en la pisoneada tierra rojiza, rebosaron el ambiente.
Y siempre sobre su engalanado mantel, cubriéndose con el olor del pacholí, el festejado
Niño Jesús, despierto y bienquisto entre flores, bendiciendo la farra.
Pero todos seguían fijándose en los fogonazos sin sosiego del relampagueo, tremontado el
río Ypané.
Reculaba el calor; parecía que el viento estaba por arreciar y ahuyentar a los menudos
bichos.
Hasta algunos creyeron sentir, por encima del churuchuchú, las lejanas detonaciones del
trueno, y los más optimistas salían minuto a minuto al aire abierto, para ser los primeros
en recibir la delicia de las gotas frías.
Realismo Mágico
Mancuello y la Perdiz
Sub- Género al que pertenece la obra: Es una novela, porque cuenta con
todos los elementos.
La novela “Mancuello y la perdiz” es una historia muy interesante e
impresionante a la vez. Una obra muy importante dentro de la literatura
paraguaya.
El autor ha utilizado un lenguaje compuesto por dos idiomas “el
castellano y el guaraní”, dándole un tono vulgar y culto a la vez con cierta
simpatía.
El niño, hijo del patrón, sujeto del relato, es testigo del discurso del peón,
que se enfrenta a él en relación dialógica mientras que llega la lluvia, ésta que le
el hartazgo.
Positivos:
Coraje
Humildad
Respeto
Sencillez
Valentía
Negativos:
Tramposo
Zafado
Violento
Atrevido
Cobardía
Personas que atan a sus propios hijos y les dan latigazos como castigo,
Gente que hoy día sufren violencia física, psíquica por diversos motivos y
ciertas formas como por ejemplo a los golpes, garrotes, machetes u otro
artefacto violento.
Podemos decir que hoy en día hay muchos mancuellos en la sociedad
que se manifiestan de diversas formas y con mucha inseguridad en el país como
en el texto.